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MARIO HALLEY MORA (+)

  LA QUEMA DE JUDAS - Novela de MARIO HALLEY MORA - Año 2001


LA QUEMA DE JUDAS - Novela de  MARIO HALLEY MORA - Año 2001

LA QUEMA DE JUDAS

Novela de  MARIO HALLEY MORA
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
 

Enlace a la edición digital:

LA QUEMA DE JUDAS

 

Edición digital: 

Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001

 

N. sobre edición original: 

Edición digital basada en la 4ª ed. de Asunción (Paraguay),

 Editorial Comuneros, 1990.

 
 
 

    LA QUEMA DE JUDAS

Por fin sonó la campanilla.

     Las doce. Los ordenanzas con ese entusiasmo con que todos los ordenanzas dan por terminado el trabajo, cerraron las pesadas puertas del Banco.

     Quedaban algunos clientes rezagados, pero a Dios gracias, no en su ventanilla.

     Con gesto mecánico corrió la puertecilla corrediza, y arrojó, como si fueran un manojo de basuras, los billetes del último depósito que había recibido.

     Miró el cesto, estaba lleno hasta los bordes.

     Calculó que le llevaría una hora, y puso manos a la obra.

     Lo de todos los días. El balance de Caja. La entrega del dinero y los comprobantes, la firma de las planillas. El conforme del Tesorero. Y a casa.

     Mirando el montón de dinero, pensó con cierta esperanza que bien se merecía una diferencia a favor. Como la que saliera en febrero del año pasado.

     Treinta mil guaraníes.

     Fue una locura callárselo. Pero se calló.

     Un reclamo en estos casos es cosa seria. Por eso hay que curarse en salud como quien dice, e incluir la diferencia en el parte diario.

     Pero él se había callado, barajando bien las posibilidades. De haber reclamo, las cosas se pondrían peligrosas. El negaría, claro. Y sería su palabra contra la del depositante idiota que había traído su dinero mal contado.

     Lo malo es que la palabra del depositante tenía una seriedad en razón directa a su importancia como cliente. Así son los Bancos.

     No le hubiera costado el puesto, desde luego, pero sí una observación negativa en su carpeta de la Sección Personal, después de entregar la diferencia reclamada, y arreglar la forma en que él iría pagándola en cuotas al Banco.

     Él no quería aquella observación negativa.

     Pero treinta mil guaraníes abandonados ahí por alguien tan tonto como para no darse por enterado. Valía el riesgo. Y se calló.

     La primera semana pasó pendiente de un hilo. A la segunda ya respiró mejor. Y al mes cerró los ojos y se lanzó al agua. Gastó los treinta mil guaraníes.

     Mientras apilaba los billetes de mil guaraníes, imaginó lo que hubiera hecho un cajero de película del dinero, y lo que había hecho él. Sonreía para sí. Un cajero de película lo hubiera gastado todo en una rubia. El no. Le gustaban las rubias, desde luego, pero estaban catalogadas en su casillero mental como «Artículos en los que es mejor soñar y nada más».

     De modo que se compró un combinado. Telefunken. Su sueño de años. Y los discos de Gardel. Toda una colección de discos de Gardel.

     Naturalmente, le gustaba el otro tipo de música. Pero eso sí, que fuera accesible. Había oído hablar de Mozart y de Chopín y de las Sinfonías de Beethoven. Y con toda buena voluntad se compró unos discos, los escuchó y trató de entender aquello, pero le daba sueño y se dormía, y los discos resultaron plata malgastada.

     Pero Gardel era otra cosa. Sabía decir aquellas historias de amores grises, de regresos tristes a la luz de un farolito que arranca destellos de plata a los cabellos encanecidos. Y estaban también las heroínas de aquellos tangos, pecadores, sensuales, mujeres de otro mundo que emergían de la cadencia de la música con un vaivén de caderas, tomaban forma, nombre y presencia, y se acostaban con él, en un inofensivo acto de masturbación sentimental.

     Había comprado aquellos discos, como quien compra un trozo de existencia nunca vivida pero intensamente deseada siempre. Gardel producía en él algo así como un milagro. Escuchándole tenía recuerdos de lejanos pasados. No los recuerdos reales de un pasado real, sino de días y noches, de amores y dolores que estaban envasados ahí, en esos discos que había comprado.

     Entonces, en la soledad de su cuarto, con la sola iluminación del dial del aparato, era él quien regresaba después de veinte años, bajo la llovizna, con los zapatos rotos y el sombrero embozado, buscando la novia antigua, que al fin hallaría bajo la losa humilde de una tumba en el cementerio.

     Vivía intensamente aquello, hasta el punto de sentir los ojos húmedos de lágrimas.

     No hacía mal a nadie. Ni a sí mismo. Había leído en alguna parte sobre la rebeldía expresada en un millón de formas. Pues bien, la suya era vivir el drama envasado en los discos de Gardel. Era una forma de dar intensidad a lo vacío y un poco de colorido a lo monótono. Era su protesta contra el encasillamiento de su vida, con punto de partida en una infancia en que trataron de convencerle que la cima de la felicidad era la Primera Comunión, y él sabía, pero callaba, que sería más bien una Legnano de carreras.

     Y era también su forma de rebeldía contra una juventud ahogada en la preocupación de recibirse de contador público, apenas endulzada después por un noviazgo desoladoramente formal, y un casamiento donde todos decidieron todo, y él se conformó con cumplir su papel.

     Su esposa había muerto veinte años atrás después de darle un hijo varón. Al principio, trató de encontrar en su viudez un elemento de tragedia con el cual romper la monotonía. Pero todo había sido prosaico y corriente. La peritonitis fulminante, el entierro, su soledad inicial violada por un íntimo y culpable sentimiento de liberación.

     Cierto es que a veces, especialmente en los primeros años, lloraba al recordarla, pero sabía, o adivinaba, que su llanto no era un tributo a ella, sino una concesión a sí mismo, o una forma de madurar artificialmente un dolor que deseaba protagonizar. Pero no se hacía presente realmente.

     Por fin los billetes estaban contados y apilados. El balance final le dio una exacta equivalencia entre números y numerarios, y volvió a cargar el cesto, pero esta vez poniendo el dinero en orden, como disciplinados escolares que regresan a clase del recreo y se enfrentan a la maestra severa.

     El tesorero le dio el conforme, firmó el recibo y se marchó con el dinero a las profundidades de la Caja General. Y allí terminaba todo por ese día, para repetirse mañana, y pasado, y siempre.

     Se deshizo de la blusa de trabajo y vistió el saco. Cuando salía, notó que don Roberto, el de la Caja Nº 11, apenas iba por la mitad de su arqueo.

     -¿Dificultades, don Roberto...?

     -No. No, un atraso. Nada más.

     Trataba de quitarle importancia, aunque sudaba a pesar del aire acondicionado. Deseó ayudarle, pero pensó que aquello no le incumbía y se marchó, con la imagen de don Roberto flotando en una leve inquietud.

     El viejo estaba cambiando. Algo le pasaba. Ganaba bien, desde luego. Y hasta mejor que él, porque don Roberto era mucho más antiguo, tanto que parecía haber nacido en el Banco.

     Tal vez estuviera enfermo. O tendría dificultades con la esposa, a quien recordaba bastante grosera e insatisfecha.

     La conoció un domingo. Hacía muchos años. Don Roberto, vaya a saber por qué razón, le había invitado a comer tallarines en su casa. El fue, desde luego, un poco por los tallarines y otro por curiosidad. Durante años había visto al hombre pegado a su ventanilla, formando casi una sola unidad, y nunca se le ocurrió que don Roberto pudiera estar sentado a la sombra de una parralera, leyendo un libro, o escuchando música, o jugando con un amigo al ajedrez. Cuando pensaba en él y en su casa, la costumbre le jugaba una mala pasada y lo veía, allá también, detrás de una ventanilla.

     Le había invitado a comer tallarines. Quizás porque el pobre era un hombre sin amigos y trataba de conquistar uno, el más cercano, el compañero de la Caja Nº 10.

     Fue a la casa de Don Roberto. Y conoció a la mujer. No era fea por aquel entonces, o mejor dicho, conservaba algo de cierta belleza juvenil, pero era agria por donde se la mirara.

     Desde el principio deseó no haber ido, porque se olía en el aire que aquella invitación era una de esas que los maridos no formulan con el beneplácito conyugal, sino las arrancan a la fuerza. «¿¡Cómo!? ¿Y desde cuándo se te ocurre traer a desconocidos idiotas a comer? Como si ya no tuviera suficiente trabajo toda la semana!», o algo por el estilo.

     Durante la comida la mujer se había encerrado en un enfurruñado silencio, como acumulando reproches para descargarlos cuando él se fuera. Y la conversación se redujo al cumplido, bastante estúpido, que hiciera él sobre la calidad del tallarín, y la respuesta, con cierto retintín irónico de ella, aclarando que lo compró ya preparado.

     Después, en la salita recargada de miniaturas baratas donde fueron a tomar el café a solas, don Roberto había tratado de disculparse.

     -La pobre anda un poco nerviosa. La menopausia...

     Ni siquiera tuvieron hijos. Poco a poco don Roberto fue soltando su historia. Ella había sido bastante bonita cuando joven, pero tonta. Claro que en aquella lejana época, él sabía que era así, pero no la sentía tonta a secas, sino «encantadoramente tonta». Nunca había valorado él la calibración que ella hacía de un pretendiente que era cajero de Banco. Asociaba el cargo con el manejo de mucho dinero, sin detenerse a pensar que era dinero de otros.

     Soñó con buena casa, buena ropa y tal vez una estola de piel para ir a las recepciones que ofrecían los directores del Banco. Pero después se enfrentó con la realidad. Le costó comprender que en las actividades sociales de los directores del Banco no se contemplaba la participación de los cajeros, y menos de sus esposas.

     -Desde entonces creo que empezó a odiarme...

     No podía ser de otra manera. Los niños y las esposas que no maduran odian a quienes les defraudan. Y así corrían los años, sin acompañarse pero tolerándose mutuamente, él con paciencia, ella con rencor.

     -Pensé que trayendo un amigo a casa...

     Y el elegido había sido él. Don Roberto había creído, que iniciar nuevas amistades crearía nuevos intereses. Pero no resultaba. Se olía en el aire.

     Aquella visita había sido años atrás. Y nunca se repitió. El intento de amistad murió aquel día. Casi como si se hubieran puesto de acuerdo, don Roberto no reiteró la invitación, y él, en el fondo, se lo agradecía.



     Cuando llegó a la esquina de Chile y Estrella, calculó que el ómnibus tardaría unos veinte minutos más, y decidió correrse hasta la casa de discos de la otra esquina. Deseaba comprobar si aquel disco de Gardel que le tenía preocupado (era el último ejemplar) aún estaba allí. Pensaba comprarlo a fin de mes, como un regalo especial a sí mismo, pues era de las pocas colecciones que contenía aquel tango «Cuesta Abajo» cuya letra le prometía un verdadero banquete de emociones dolorosas, especialmente en aquella parte: «Si aquella boca mentía el amor que me ofrecía - Por aquellos ojos brujos yo habría dado mucho más»

     El disco aún estaba. Iba a pedir que lo pasaran por el tocadiscos de prueba, pero le dio vergüenza. Después de todo, su afición era un secreto, no porque la considerara vergonzosa, sino poco digna, como diría el Padre Rafael si se enterase.

     En sus relaciones con él tenía un verdadero cargo de conciencia. Respetaba al Padre Rafael y el cura lo quería, desde luego, como lo confirmaba aquella «Medalla del Buen Cristiano» que le había correspondido a él en el semestre anterior, pero nunca se había animado a confesarle su afición a los tangos.

     Se consolaba pensando que oyéndolos, no se hacía tanto daño como se haría don Crisóstomo - Premio Medalla del Buen Cristiano - 2º Semestre de 1962 - leyendo revistas pornográficas. Porque los leía. Y por lo que él tenía sabido, nunca lo había confesado.

     Pero, bueno -se decía- el pecado de otro, con ser más grande que el mío, no me lo anula.

     Sin embargo, quedaba en pie la cuestión sobre si realmente era pecado escuchar tangos. Con sinceridad creía que no. En sí mismo aquello era inocente, pero el placer sensual que él derivaba de sus noches imaginarias con las heroínas, era una forma de lujuria, contenida pero en cierto modo ejercida. Naturalmente, eso era menos grave que la única vez que leyó el Cantar de los Cantares y se sintió tan excitado que salió a buscarse una prostituta para pasar la noche. La coincidencia de nombres (la prostituta se llamaba Salomé) la había llenado de aprensión, y se confesó con el Padre Rafael.

     -Vuelve a leerlo una y mil veces hasta que te sientas indiferente a la tentación -le recomendó el cura. Y él así lo hizo, pero era inútil, pues la lectura le actualizaba todas las sensaciones agradables que le vendiera aquella meretriz de nombre bíblico.

     Cuando salía de la casa de discos volvió a su mente la figura de don Roberto. Don Roberto y su soledad que pedía socorro en silencio, apenas con la tristeza de su mirada acuosa. Deseó haber intimado más con él, como para poder recomendarle que se comprara un tocadiscos y algunas colecciones grabadas. Eso realmente acompañaba. Él lo sabía, aunque sería difícil explicar a alguien que la soledad puede curarse teniendo por amigos a Dios y a Gardel. A Dios para sentirse seguro, atado a la misa de los domingos, al Comité de Mejoramiento Parroquial, al Padre Rafael con su fácil capacidad de comprender y perdonar, a los amigos, a las procesiones, y al toque de las campanas que él escuchaba desde su pieza, sintiéndolas un poco suyas, como si el badajo golpeara también las paredes de su corazón que adoraba a Cristo Nuestro Señor, y a María, y a San Cristóbal que atravesaba un río con el Niño Dios en hombros.

     Mientras subía al ómnibus, determinó que sería realmente de buen cristiano acercarse a don Roberto y ofrecerle su ayuda, aunque desde luego, tendría que averiguar primero en qué consistían sus males.

     Sospechaba que podía ser algo físico. Varias veces sorprendió aquella cara vieja inundada de sudor, y en los ojos algo así como un miedo hondo, especialmente cuando el trabajo era más intenso, los cheques a pagar se acumulaban sobre el mostrador, y la fila de depositantes impacientes era como una serpiente de mil ojos clavados en las manos del cajero.

     La enfermedad, o la angustia, o lo que sea, incidía hasta sobre su trabajo, como ocurriera aquel día en que él notó más pálido, más ansioso, más desamparado que nunca a Don Roberto. Pagó mal un cheque, como si el documento tuviera un cero más del que tenía. A Dios gracias, el cliente era una persona honrada y devolvió la diferencia. Él desde su Caja 10, había asistido a todo, pero fingió no ver nada, ni oír el agradecimiento balbuciente del viejo. Después, durante toda la mañana, don Roberto se había pasado mirándolo a hurtadillas, como esperando de su parte un comentario o la punta de una charla que le diera la oportunidad de averiguar si el compañero de trabajo había sorprendido aquel pecado mortal bancario.

     Tal vez le haría bien a don Roberto -pensó- una charla con el Padre Rafael. Pero el problema estaba en cómo decírselo sin parecer entrometido. De que don Roberto era católico le constaba desde su antigua visita en pos de los tallarines. Al pasar a la sala, había entrevisto en el dormitorio un Crucifijo en la pared, sobre la cama. Lo recordaba bien porque le causó una impresión triste. Al Cristo le faltaba un brazo, y al perder el apoyo en ese lado, el cuerpo se había desplazado hacia adelante dando la impresión de que aquel ya no era un Cristo crucificado, sino un Cristo mutilado que tironeaba para salirse de la cruz. Algunas veces se preguntó sobre la razón para dejar así la imagen y se le ocurrieron mil explicaciones, desde una forma sutil de venganza de la mujer insatisfecha, hasta la infeliz pretensión de don Roberto de tener un Cristo más suyo por más distinto, y por consiguiente, más interesado en su suerte, o en su mala suerte. No descartó tampoco que la causa podría ser pura y llana indiferencia. En cualquiera de cuyos casos estaba mal, y era cruel, tanto como la pesadilla que le produjo una noche el recuerdo de la imagen mutilada. Soñó que el Cristo estaba vivo, y que los tirones hacían sangrar su mano clavada y que sus ojos le miraban a él, pidiéndole ayuda. En el sueño, deseó intensamente ayudarlo, pero siempre encontraba algo más importante, como ordenar una montaña de dinero ajeno o pasar la pana encerada sobre los discos de Gardel, o salir a buscar a Salomé para pedirle que cambiara de nombre, y que usara otro que hiciera posible el acostarse nuevamente con ella, o correr hasta agotarse delante de los que querían arrebatarle la Medalla del Buen Cristiano del próximo semestre.

     El ómnibus arribó a su esquina de siempre, y descendió. Ahora, a caminar exactamente 386 pasos hasta su casa, partiendo desde la columna. Una vez lo contó por curiosidad, le dio esa cifra, y al día siguiente jugó el 86 a la cabeza ganando ocho mil guaraníes, que invirtió exclusivamente en cenar durante toda una semana en «La Preferida», gozando por igual las excelencias de la perdiz en escabeche y la cortesía servil de los mozos, tan exactamente dosificada para que uno se sintiera todo un señor.

     Aquello fue divertido, tanto que se lo contó a su hijo en una carta más extensa de lo acostumbrado. Pero el muchacho, en su respuesta, no compartió la parte risueña de aquella aventura inocente, y hasta le dejó entrever que un hombre de su edad debería ser más formal. No ocultó su molestia y le escribió otra carta bastante agria diciéndole que se lo había contado a un hijo, para compartirlo, y no a un juez para que lo juzgara. Le dijo además que él, su hijo, tenía la suerte de no vivir en soledad, como su padre, que destinaba exactamente la tercera parte de su sueldo para mantenerlo estudiando en Buenos Aires.

     Desde aquel intercambio un poco ácido las cartas de él se espaciaron por unos meses, hasta retomar después el ritmo habitual, dándole la pauta de que el muchacho había olvidado la reprimenda, de la que por otra parte, él no se rectificó.

     Sus relaciones con Emilio, su hijo, nunca fueron tan estrechas como él lo hubiera deseado. La culpa podía ser suya, por permitir que su suegra se lo llevara cuando murió su madre.

     Cuando el chico quedó huérfano, con apenas tres años de edad, él se forjó una imagen de sí mismo, la del hombre que queda sin la compañera, con un hijo pequeño, y convierte su vida en una abnegada dación al niño huérfano, siendo padre y madre al mismo tiempo, sujeto a una vida monástica que en cierto modo, fuera un ejemplo de conducta ante la desgracia que pudiera exhibir el Padre Rafael en uno de sus sermones. Pero aquello no marchaba, sobre todo, cuando no atinó a determinar dónde terminaba su afán exhibicionista y dónde empezaba su amor al chiquillo. Además, él tenía su trabajo durante el día, y las obligaciones de la parroquia, y más que todo eso, el derecho que le asistía de gustar la inesperada libertad que le ofrecía el tránsito de su mujer al cielo.

     De modo que cuando su suegra se lo pidió, él no se opuso, aunque cuando se lo llevó, como correspondía, no pudo contener una lágrima por el desprendimiento del último trozo de la familia que bastante trabajo le costara integrar.

     Por fuerza entonces, sus relaciones con Emilio se hacían a distancia. Le fijó una mensualidad y nunca se olvidó de su cumpleaños, ni de los Reyes. En realidad, durante todo el tiempo le había estado abrumando de regalos, que no lograban romper esa paulatina incomunicación que los iba separando cada vez más, hasta convertir su paternidad en la obligación de cumplir un calendario fijo, con una u otra variante como la Primera Comunión, la fiesta del Sexto grado, su colación como bachiller, actos a los que él concurría, pero, lo reconocía en el fondo, satisfacían su conciencia, pero le dejaban vacío el corazón.

     Para ese estado de cosas, no descartaba la intervención de la abuela, que nunca le había perdonado su ausencia cuando la peritonitis abatió a la mujer. Ella se había sentido mal aquella tarde, pero ningún marido en el mundo puede esperar que una mujer que se siente mal a la tarde, deba morirse a la noche. Además, la pobrecita siempre se estaba sintiendo mal. De modo que se fue al Básket femenino, para ver aquella final de Campeonato donde él, como siempre, gozaba la confusa mezcla de su pasión deportiva con la contemplación de aquellos muslos blancos y llenos que emergían entre los calzones prietos y las altas medias masculinas.

     Desde tiempo atrás, entonces, se acostumbró a la idea de que entre Emilio y él se interponía la abuela, como un filtro que no dejaría realizarse un intercambio completo, y aceptó la situación sin atreverse nunca a enfrentar el hecho de que también Emilio podría tener conciencia de su culpabilidad por la muerte de su madre. Sencillamente pensaba que eso sería monstruoso de parte de Emilio, y lo descartaba como el mejor expediente para no pensarlo dos veces.

     Sin embargo -solía repetirse- el punto merecía una consideración más amplia, que él se acostumbró a ir postergando, como una visita al dentista. La cuestión -pensaba- estaba «en-hasta-qué-punto» Emilio tenía conocimiento de lo que pasó aquella noche. Bien podía haberle dicho la abuela que dos meses antes, el médico recomendó una operación, sin detenerse a pensar, médico al fin, si uno está o no en condiciones de pagarla. De modo que la operación se postergó. En ese tiempo, él estaba ahorrando para la compra de la heladera, y el dinero había, es cierto, pero uno no puede estar adivinando la gravedad de un mal, sobre todo cuando la paciente tiene apenas 22 años, una edad en que las operaciones parecen superfluas.

     Su suegra, desde luego, hizo cuestión de vida o muerte de que el dinero se gastara en la operación, pero, estaba seguro, más por el placer de privarle de la heladera que por preocupación maternal. La vieja nunca le había mirado con simpatía, y al fin y al cabo, la muerte de su hija le habría venido de perillas para ampliar su rencor a través del nieto, cosa que no debería prolongarse más, y que él se tomaría el trabajo de dejar bien aclarado en cuanto tuviera tiempo suficiente para escribir una carta tan larga como el tema se merecía.

     Cuando llegó a su casa, ya lo estaba esperando, sentada en los escalones del zaguán, Cecilia, la sirvientita de la pensión que le enviaba su almuerzo. A su lado, sobre el escalón reposaba la fuente de ensalada con el asado que ya estaría frío y la sopera enlozada que sudaba vapores. Mientras abría la puerta y daba paso a la jovencita, se fijó bien en ella.

     -Está... «casi» -pensó- contemplando la punta erguida del seno incipiente. Era realmente tentador. Alguna vez se lo tocaría, a ver cómo reaccionaba, y según...

     Mientras se lavaba las manos y oía el ir y venir de la chiquilla poniendo el mantel y los cubiertos, dejó que su imaginación resbalara por un tobogán erótico, forjando sueños en los que el cuerpecillo moreno y joven ocupaba el centro de sus deseos. Salió del baño y se sentó a la mesa.

     -¿Ya comiste, mi hija?

     -Todavía no. Yo como cuando termino de repartir la vianda.

     -¿Querés un pedazo de asado?

     -No señor.

     La pobrecilla decía «no señor», pero su mirada decía que sí. Podía forzar un poco más y sentarla a la mesa, pero pensó que es mejor ir despacio, con paciencia, sin producir desconfianza alguna.

     -Entonces, porque sos buena chica, tomá.

     Le pasó un billete de cincuenta guaraníes. Una fortuna que la jovencita tomó con el aliento en suspenso.

     -Gracia.

     -Y ahora andate...

     La chica se iba, cerrando el puño sobre el billete...

     -Ah... pero cuidadito con darle el dinero a tu novio, eh? ¿O no tenés novio? ¡Seguro que sí!, ¡pícara!

     Cecilia se había ruborizado, con la vista baja, clavada en los dedos de sus pies desnudos.

     -Tenés o no tenés novio, ¿eh?

     -No señor...

     -Y ¿qué esperás? Con lo linda que sos. ¿Porqué no tenés novio?

     -Y... yo no sé.

     -Después vamos a hablar de eso, mi hija. Andate nomás. Y no le digas a tu patrona que te di el dinero. Gastalo vos solita, mi hija. ¿entendés?

     -Sí, don Jorge.

     -Muy bien, a lo mejor mañana o pasado hay otro más grande, entonces.

     -Sí, don Jorge. Hasta mañana.

     -Hasta mañana, mi hija.

     El asado, aunque frío, le supo mejor. En estas cosas hay que andar con sutileza y con inteligencia, reflexionaba, imponerse al fin por superioridad intelectual y por el peso de la propia personalidad que se lleva por delante las debilidades ajenas. El mundo era como era, y él no lo había hecho, por cierto. Y eso podría decírselo al mismo Padre Rafael, si tuviera coraje para hacerlo y si no le importara la interferencia de semejantes ideas en su ascensión hacia la próxima Medalla.

     Mientras se limpiaba los dientes trató de imaginar la respuesta que le daría el Padre Rafael. Hacía un encuadre mental del rostro del cura, pero a pesar de sus esfuerzos el rostro permanecía mudo. Se consoló pensando en lo difícil que es imaginar el proceso mental de un sacerdote, y se fue a la cama, dispuesto a prolongar su siesta hasta las cuatro y media, por lo menos.

     Sin embargo, aún en la cama, con el calor del verano irradiando de las paredes e invitando a la modorra servicial de una buena digestión, el Padre Rafael se negaba a marcharse de sus pensamientos. Se molestó consigo mismo por imaginar esa cara con una expresión de reproche. Hizo un esfuerzo y pensó en un rostro sonriente. Lo consiguió al fin, aunque sin sentirse totalmente satisfecho, porque intuía que no era de buen cristiano jugar así con la cara del prójimo y, menos, con la del Padre Rafael. De manera que -pensó- mejor es dormir, y en el mejor de los casos, soñar con Cecilia, o por lo menos con Salomé.

     No soñó con Salomé, lo que no obstó para que al despertar considerara que bien podría ir a buscarla esa noche. Aquella Cecilia semi raquítica le había impresionado en realidad, y eso de ir a Salomé no estaba mal pensado.

     Consideraba a Salomé una tipa rara. Un ejemplar especial de prostituta, un poco demasiado inclinada a una charla enredada, sin pausas, como chorreando sin orden de una desesperada intención de justificarse. «Yo no soy como esas otras...» era su latiguillo eterno. Él, al principio, se había reído, y hasta trató de hacerla callar diciéndole que era exactamente igual a «esas otras», pero ella persistió en diferenciarse, en contar su caso como una versión especialísima y exclusiva de la caída hacia el «oficio».

     -Bueno, oíme -había tratado de cortar aquello- si vos no tenés la culpa de lo que sos. ¿Quién la tiene?

     -En este momento, vos. Y antes, todos los demás...

     Había elaborado la peregrina teoría de que ella era lo que era, y que todas eran lo que eran, por la simple razón de que existían hombres que pagaban. Trató de explicarle que eso era tan idiota como pensar que había pan porque existían personas a quienes les gustaba comerlo con el café con leche.

     -Entonces, decime -había replicado ella, con su cabello revuelto sobre la almohada. ¿Por qué creés que soy así?

     -Por la simple razón de que sos una degenerada -le contestó con mal humor.

     -¿Se nace degenerada?

     -¡Qué se yo!

     -Yo no. Esas otras sí pueden ser...

      -¡Otra vez!

     La charla le resultaba insufrible. Y se hizo el firme propósito de no volver. Después de todo, uno paga, sin obligación alguna de aturdirse con una verborrea sin sentido.

     Pero aquella vez se quedó. Y volvió tres veces, pensando que ese cuerpo aún joven y bien dócil valía la pena de un sacrificio auditivo.

     Madurada su decisión de visitar a Salomé esa noche, recordó que algo había quedado en suspenso, desde su última visita. Una apuesta bastante tonta.

     -Comprame una máquina de coser y vas a ver cómo cambio, Jorge. Mirá, el asunto de la «personalidá» -decía «personalidá» dándole un significado que ella sola entendía- es según cómo viene el dinero hasta uno, para poder vivir. Viene hasta vos porque robás y sos ladrón. Viene porque trabajás y sos honesto. ¿Entendés? Entonces, cuando una es como yo, por ejemplo, hay que procurar cambiar el camino, por donde viene el dinero, para cambiar la «personalidá». Si vos me comprás una máquina de coser, hay otro camino para venirme el dinero, y yo cambio, porque las personas son según qué hacen para mantenerse y todo eso. ¿Entendés?

     Nunca la pobre muchacha le pareció más estúpida. Pero le siguió la corriente prometiéndole, sin la más remota intención de cumplir, que le compraría la máquina de coser, y apostándole que la bendita máquina no cambiaría nada.

     Se arrepintió un poco de la broma, cuando notó la intensa alegría que iluminaba el rostro de Salomé. Pero... ¡Una máquina! Habría de estar rematadamente loco.

     Se bañó, se afeitó y terminó de vestirse. El viento le trajo las seis campanadas del reloj de la Iglesia, y ajustó a hora su reloj pulsera. Las seis. Tenía tiempo de darse una vuelta por el centro y tomar el ómnibus para Sajonia, donde vivía Salomé.

     Era apenas las seis y treinta cuando llegó a la esquina de Chile y Estrella. Demasiado temprano para todo. De manera que decidió ir a sentarse en uno de los bancos de la plaza. Mirar pasar a la gente, era también una distracción, y bastante barata.

     Se resistía a comprar una revista, cuando vio pasar a Aquino. Un antiguo conocido. Se alegró un poco, pues se aburría solo. Pero Aquino pasó de largo. Estaba seguro que había fingido no verle, actitud bastante censurable desde luego, si se consideraba lo bien que él se portara con el hombre tres o cuatro años atrás, cuando Aquino alquilaba la casa vecina a la suya.

     Aquino, a edad bastante madura, se había casado con una mujer aún más entrada en años, como una larga culminación de una larga historia de esperas y postergaciones. En un momento de espontaneidad, Aquino se había explicado:

     -Esto, ya no es tanto un matrimonio. Es más bien, una ilusión de familia.

     Como un tributo a esperanzas juveniles que no se pudieron realizar.

     A esa ilusión que debía mantenerse a toda costa, atribuyó él la decisión del matrimonio Aquino de adoptar legalmente un chico. Cuando llegó el bebé y se hizo prácticamente dueño de la casa y de sus padres, el cuadro familiar se completó. En cierto modo, el matrimonio Aquino se había rebelado contra la suerte que les jugó una mala pasada. Y los tres, esposo, mujer e hijo formaban una familia perfecta, aunque un poco tardía.

     Pero allá por el 58, alarmó a la ciudad un brote de poliomielitis. Y una de las primeras víctimas fue el chico de los Aquino, que entonces contaba cuatro o cinco años.

     Él siguió de cerca la abnegada lucha de los padres contra la casi mortal enfermedad. El muchachito no murió, y lo que es mejor, se salvó del sillón de ruedas, pues aprendió a caminar de nuevo con unos soportes fijos a las piernas. Pero el matrimonio Aquino quedó prácticamente en la calle, debiendo mucho más dinero del que podía pagar en varios años.

     En el curso de la enfermedad que también fue el curso del desastre económico, él había ayudado en todo lo posible. Y ni siquiera fue necesario que se lo pidieran, pues cuando llevaron al chico al Hospital de Infecciosos, él, espontáneamente, le había entregado al padre cinco mil guaraníes, y más aún, tuvo la elegancia espiritual de marcharse rápidamente, cortando el balbuciente agradecimiento del atribulado vecino. Lo que hizo, lo hizo por caridad. Por auténtica caridad, y en esos casos, queda mal quedarse a escuchar las gracias. Él no quiso oírlas, y se marchó con la conciencia en paz y considerando que estaría bien pagado si alguna vez Aquino se acordara de contárselo al Padre Rafael. Después de todo, la Medalla debía ser «para-el-buen-Cristiano».

     Pero esos cinco mil guaraníes no fueron los únicos. Por tres veces consecutivas Aquino le había solicitado un préstamo. Y en total, la cosa le salió en cuarenta mil guaraníes, en el curso de tres meses y medio.

     Él, desde luego, siempre había sido cuidadoso con el dinero. Y en otra emergencia le habría parecido una locura estar debilitando sus ahorros de esa manera. Pero a su pesar, algo de la fervorosa lucha de los Aquino por la vida del hijo, se le había contagiado. De alguna manera, interviniendo en esa lucha se sentía como bien equipado para hacer frente a ciertos recuerdos que tenían relación con la muerte de su esposa, aunque Dios bien sabía que nada tenía que reprocharse. Y Dios sabía también, que nunca hubiera solicitado la devolución del dinero, máxime, después de que la esposa de Aquino comentara su generosidad y el rumor llegara a la Parroquia, donde los hombres de la Acción Católica tomaron la determinación de entregarle un pergamino.

     La iniciativa partió de Aquino mismo. Lo visitó una noche, trayendo en la mano una escritura de propiedad. El documento, se refería al terreno de veinte por cuarenta que había comprado en mejores épocas con la intención de edificarse una casita propia, tal vez para hacer más completa la ilusión familiar en que se hallaban empeñados.

     -Yo y mi mujer -le había dicho Aquino- sabemos que todo lo que hizo por el chico, lo hizo de buen corazón. Pero usted también es pobre, don Jorge, y queremos pagarle de alguna manera...

     Y al decirlo, hacía girar en sus manos nerviosas el documento convertido en un gastado cilindro de papel.

     Por encima de las palabras, los dos sabían íntimamente que aquello era un gesto por el gesto mismo, y que Aquino deseaba intensamente que todo siguiera en palabras, y que él, don Jorge, dijera las frases adecuadas al caso, alguna consideración sobre la solidaridad humana, y al final, que Aquino se marchara a casa con la conciencia tranquila y con la escritura de regreso al cajoncito superior del ropero.

     Pero en esta vida, los hombres que actúan por impulso son los que fracasan. En determinados momentos y ante situaciones dadas, es necesario analizar las cosas con frialdad. Al final de cuentas, la vida es una lucha por la supervivencia, y el porvenir es un verdadero enigma. Además, aquellos cuarenta mil guaraníes, en sí mismos y con abstracción de su origen, habían permitido que el chico siguiera viviendo. Aceptó el documento tratando de no mirar la cara desconcertada de su vecino, y cinco días después se firmó la nueva escritura.

     Como no necesitaba el terreno lo volvió a vender en setenta y cinco mil, de los cuales, gastó tres mil en obsequiarle al chico de los Aquino un aparato que vio en un remate, y servía para ejercitar las piernas pedaleando como una bicicleta. El resto lo cambió en pesos argentinos y se lo envió a su hijo, en Buenos Aires, con la secreta convicción de que gestos como ese eran los mejores para desvirtuar algunos de los infundios que la abuela podía haber injertado en la mente del muchacho.

     La respuesta de Emilio, siempre había sido motivo de reflexión para él. «Me has enviado, querido papá, una suma que por cierto no necesitaba. Con tu generosa mensualidad me basta y sobra. Además abuela también se preocupa de enviarme algún pequeño refuerzo mensualmente. Pero de cualquier manera, el dinero ha sido útil. Aquí en el Colegio (en ese tiempo estaba en el Colegio) trabaja un viejo profesor que me ha tomado cariño y se interesa por mí hasta el punto de darme clases particulares gratuitamente, cuando como siempre, el álgebra y la trigonometría se resisten a todos mis esfuerzos mentales. Pues bien, el hombre, que mantiene a una familia bastante numerosa, andaba en aprietos buscando medios para operarse de cataratas. Con mucho trabajo conseguí que aceptara en préstamo el dinero, y Dios  mediante, todo ha de salir bien.      A través de esto que te cuento, papá, echarás cuentas sobre el concepto que me merece el dinero. Para la lucha con el mal, o contra los males, sean cataratas o apendicitis, es el instrumento ideal. De manera, papá, que te ruego me perdones por el destino que le di a tu envío, si es que no estás de acuerdo con lo que hice con él...»

     Magnífico. Viril. Cristiano. Pero... ¿Por qué esa referencia al apendicitis?

     Mucho reflexionó sobre el punto y en cada oportunidad, la conclusión final, era que el muchacho había escrito «apendicitis» como pudiera haber escrito «cálculos biliares» o «amigdalitis», es decir, sin la menor intención ulterior. Era su hijo, su sangre, su raza, y de tener algo que decir, lo diría derechamente, sin apelar a las entrelíneas.

     Llegada a esa conclusión, lógicamente, el asunto de la carta debía haberse olvidado. Pero por una razón u otra, cada tanto, volvía a pensar en lo mismo, para llegar infaliblemente al resultado ya previsto, es decir, a la convicción de que la referencia había sido fortuita, de modo que nunca consideró necesario escribir al chico y salir de dudas. Eso podía dar el resultado opuesto al deseado, es decir, remover inútilmente cosas que él y su hijo debían dar por definitivamente terminadas.



     Las 7:30 horas de la tarde. Se levantó del banco y subió hasta Oliva para esperar el ómnibus a Sajonia. Vio con desagrado que el vehículo venía repleto, pero decidió que Salomé bien valía el sacrificio, y se acomodó como pudo en la plataforma.

     Salomé vivía en una habitación que alquilaba en los fondos de un caserón, asiento de una familia numerosa. Para llegar a la pieza de la muchacha, debía entrarse por un camino cochero que no se usaba. Golpeó la puerta, pero nadie le contestó. Insistió hasta convencerse de que ella no estaba, y volvió a salir dispuesto a esperarla en la esquina.

     Sacó un cigarrillo, pero lo volvió a guardar en la cajetilla al comprobar con cierto desagrado que había olvidado de traerse los rubios, y no saldría de su costumbre de fumar sólo negros en el trabajo y rubios en ocasiones como ésta.

     Vio a Salomé desde una cuadra de distancia, y se dio cuenta que la mujer también le había visto, pues ella apresuró perceptiblemente el paso. Sonrió halagado. Suelen decir que mujeres como éstas, de repente quieren  de verdad, y entonces si que...

     Pero la ansiedad de Salomé tenía una razón distinta. Sin darle tiempo para saludar, agitada y nerviosa, le disparó:

     -La máquina... ¿Me compraste la máquina?

     ¡Todavía con eso! ¡Este sí realmente era un carácter emperrado!

     -Mirá, vamos a tu casa y conversamos de eso...

     -No. Yo quiero saber. ¿Compraste la máquina?

     Tal parecía que el mundo giraba alrededor de la máquina. Se sintió molesto, parado ahí con esa mujer de vida airada, bajo la luz de mercurio de la esquina, entreviendo el vecindario que sacaba sillas a las aceras y empezaba a curiosearlo todo.

     -Te digo que vamos a hablar de eso. ¡Vamos!

     Intentó tomarla del brazo, pero ella se resistió. Estaba haciendo ya un espectáculo. Y empezó a sentirse asustado.

     -Me prometiste. De noche veo en mis sueños esa máquina. Gasté dinero para comprar catálogos y revistas de labores. Aquí en mi cabeza ya soy modista, ¿sabés? Y vos ¿qué me decís cuando te pregunto por la máquina? Que me vaya a mi pieza y me tire en la cama. No, nunca más con vos, si no me compraste la máquina.

     Tenés que esperar un poco más. No soy rico y...

     -No. Nunca más con vos.

     La muy perra -observó aterrorizado- empezaba a moquear. El espectáculo sería escandaloso. Trató de calmarla.

     -Escuchame mi hija...

     -No escucho nada -gritaba y sollozaba- ¿Qué te creés que soy yo, desgraciado? ¿Como cualquiera de esas otras? No, mi hijo. Yo no soy así, ni soy para el capricho de ningún puerco como vos, ¿entendés?

     Todo el vecindario contemplaba el incidente. Y hasta empezaba a formarse un corro de divertidos chiquillos. Deseaba irse, pero la mujer le había asido de la corbata y le escupía palabrotas ofensivas.

     -Desgraciado, badulaque... Vos no te acostás más conmigo, ¿sabés? así que cuando estás caliente, te hacés la p...

     Su puesto. Su dignidad. Debía irse a toda costa. Dio un empujón a la mujer que trastrabilló soltando la corbata.

     Al sentirse libre, sencillamente, corrió tratando de que no se le viera la cara, y todavía con los oídos llenos de los gritos soeces de la mujer. Corrió en forma humillante, viendo a su paso rostros burlones de madres de familia gordas y de esposos malignamente satisfechos de su situación.

     Corrió, llevándose detrás, como un cometa su cola, un cortejo de divertido griterío infantil que se le pegaba implacablemente a los faldones del saco

     Por fin, seis cuadras más adelante se detuvo, con la respiración ahogada y el corazón golpeando furiosamente. Sin consideración alguna por sí mismo, se sentó en los cordones de la acera, en un sitio que le pareció acogedoramente fresco y obscuro. Sentado allí odió con toda su alma a la mujer. Un odio sin forma, pero total, que se desprendía de su orgullo maltrecho y de sus deseos burlados. Imaginó mil formas de venganza letales y malignas, que la llevarían a podrirse en una agonía sin fin. La acusaría. Tenía amigos. Hablaría con el mismo Padre Rafael. Aquella tipa era un caso de Buen Pastor, o de Manicomio, que ya no debía andar por la calle desparramando perversidades y humillaciones. Se deleitó imaginándola loca entre las locas, vestida de harapos, ambulando sin rumbo por el gran patio sombrío. Así debía terminar. Dios se encargaría de eso, estaba seguro, aunque él no moviera un dedo con sus amigos o con el Padre Rafael.

     Caminando de nuevo hacia el centro, volvió a pensar en la posibilidad de castigar a la mujer recurriendo a los amigos. Pero la alejó de su mente, aceptando que era una idea nacida en el calor del momento. Tales cosas se deben decidir con serenidad, y sobre todo teniendo en cuenta el grado de perjuicio moral que le acarrearía a él, aún desempeñando el papel de víctima.

     Conforme con esta última consideración, siguió caminando hasta desembocar en Colón. Allí se detuvo, echando una mirada desconsolada a la noche en blanco que se le presentaba. Prácticamente, no tenía adonde ir, y se sentía bastante solo.

     Era triste. Fracasar en un encuentro con una mujer de la calle y no tener adonde ir. Desde luego tenía pocos amigos, porque no los quería, claro está. Tenía un concepto de la independencia bien afirmado. No admitía interferencias en su vida. Cada uno a lo suyo era su lema, y siempre le había dado buen resultado. Sin embargo, aceptaba que en determinados momentos, uno tiene necesidad de alguien, y que no se puede andar por la calle con la mandíbula apretada. Pero, esos eran momentos de debilidad. Lo esencial es la norma que uno se impone y lo cumple con virilidad, sin hacer concesiones a ese llorón escondido que todos llevamos adentro, y a veces despierta para obligar a uno a desear un hombro ajeno para derramar algunas lágrimas.

     Con todo, esta valiente inflexibilidad no anulaba el hecho de que se sentía solo, y que la soledad era opresiva. Deseó que su hijo estuviera en Asunción, y fuera con él como todos los hijos son con sus padres, corazones en comunicación, conversaciones después de la cena, a través de la mesa sembrada de pedazos de pan y de cáscaras de banana, identificación, simpatía y proyectos de comprar una deslizadora y un motor fuera de borda, o algo parecido que entusiasmara a los dos.

     ¿Había hecho mal en cederle al chico a la abuela?

     Creía sinceramente que no. El mal no estaba, no estuvo nunca en la cesión del chico. Sino en la muralla interior que edificó la abuela en torno al niño, hasta convertir al padre no sólo en un extraño, sino tal vez en el hombre malo que había hecho daño a su madre.

     De haber tenido tiempo, hubiera luchado contra aquello. Desde que el chico tenía cinco a seis años, pudo observar que Emilio se replegaba como en actitud defensiva en su presencia. Eso le dolió, y se hizo el firme propósito de iniciar la reconquista; pero uno trabaja, se debe a su trabajo, y el maldito tiempo se consume en el cumplimiento de obligaciones que no se pueden soslayar. Por consiguiente, la lucha fue postergando hasta que el muchacho ganó la beca para estudiar el bachillerato en Buenos Aires, y se marchó. Ahora era todo un universitario de Ingeniería, cosa que le enorgullecía, teniendo en cuenta por encima de todo que la mensualidad que él le pasaba, era la base firme de esa carrera de tan buenas perspectivas.

     Caminaba hacia el centro por la suave pendiente de Colón, cuando vio el accidente. El coche corría a excesiva velocidad, con su reluciente y poderoso aspecto de cohete espacial. La mujer, embarazada con la canasta llena de pescado que llevaba sobre la cabeza, no tuvo tiempo de salirse. Escuchó el patinazo de la frenada tardía y cerró los ojos para no ver, pero escuchó el golpe y el grito. Después, ya vio a la mujer tendida cerca de la acera, lejos de su canasta, rodeada por los plateados pescados desparramados sobre el asfalto.

     Él también, entre otros muchos curiosos, se acercó. La mujer se movía y gemía. El conductor, palidísimo, pidió ayuda para ubicarla en el auto, pero un señor de aspecto serio se opuso, explicándole algo así como que se podría producir lesiones internas graves si se la movía, y que lo mejor era llamar una ambulancia. Alguien del vecindario ofreció llamarla por teléfono y se marchó, mientras el conductor, con ademán tonto, secaba la sangre de la frente de la mujer con un blanco pañuelo de bolsillo.

     Jorge escuchaba los comentarios. Todos coincidían en la culpabilidad del conductor. Y él, lo afirmaba más que ninguno. Había sido testigo de su imprudencia. La pobre mujer era una víctima más a la que debía indemnizarse bien, no tanto en la dimensión de su desgracia como en la dimensión de la fortuna personal de ese hombre capaz de comprar semejante coche. Miró con simpatía a la mujer y deseó saber algo de medicina para hacer algo por ella.

     Cuando llegaron el oficial de policía y los agentes, se apartó un poco tratando de no llamar la atención. El asunto ya estaba terminado, por lo que a él concernía. Pronto vendría la ambulancia y el oficial tomaría nota de lo que correspondía hacer para que la mujer fuera indemnizada. Se fue alejando a paso lento, y lo último que escuchó en aquel conglomerado de gente donde hablaban todos al mismo tiempo, fue la pregunta del oficial:

     -¿Alguno de ustedes vio cómo sucedió el accidente?

     Él lo había visto, pero no era cuestión de hipotecar su tiempo en largos compromisos de declarar en la policía y los Juzgados. Además, una citación que fijara audiencia para una hora de trabajo causaría mala impresión en el Banco. La Justicia, por cierto, llegaría sin su intervención. Para esos casos, Dios tiene sus designios y sabe proveer para que el humilde salga bien librado de sus dolores.

     Cuando alcanzaba la calle Estrella escuchó a lo lejos la sirena de la ambulancia que se llevaba a la mujer y mentalmente, le deseó buena suerte.

     Eran las 8:30 y despertaba su hambre. Entró en un copetín y pidió dos emparedados de lomito y una botella de cerveza helada. La comida le hizo bien, y mejor aún la cerveza, que siempre le daba una sensación de bienestar y satisfacción.

     En la calle, con el mondadientes, bailándole en la boca, se sintió en paz con todo el mundo, inclusive con Salomé, a quien se sentía inclinado a perdonar, ya que a pesar del escándalo, él no había sido reconocido por nadie y la cosa no tendría trascendencia. Por un momento, le tentó la idea de volver a casa de la mujer y explicarle con serenidad quitándole de la cabeza esta idea malhadada de la máquina de coser, y haciéndole ver que la vida es la vida, y el destino el destino, y que nadie puede cambiar su suerte comprándose semejante adminículo, ni ningún otro.

     Sin embargo, decidió postergar la visita para otro día. En esa tarde que ya se hacía noche, estaban sucediendo demasiado cosas, y lo mejor era volverse a casa.

     Miró su reloj pulsera. Eran las nueve. Una hora temprana para dormir, y en cuanto a los discos de Gardel, le traerían al magín cosas como el rechazo de Salomé, y después no podría dormir, y finalmente, mañana iría a su trabajo con cara de mal dormido, lo que haría suponer quién sabe qué cosas al Tesorero General.

     Tomó el tranvía para regresar con menos premura y darse tiempo de tener sueño. Cuando descendió en la esquina de la Iglesia, vio luz en la casa Parroquial, y supuso que el Padre Rafael todavía estaría despierto.

     Cuando se disponía a entrar a saludarle, su mente volvió a la enojosa escena con Salomé, y en la suciedad que traía encima. Se trataba -se dijo- de un sacerdote, un hombre que merece el respeto de los demás, y no quedaba bien eso de ponerse a conversar tranquilamente con él, teniendo la conciencia tan cargada como la tenía en ese momento.

     Por un momento, sopesó la idea de confesarle al Padre Rafael lo que había intentado hacer esa noche. Sería heroico de su parte, y el cura sabría valorar el coraje que se necesita para desnudar semejante vergüenza. Mas, desechó la idea. Después de todo -se dijo- por encima de los sacerdotes está Dios, y si fue su designio que él no pecara esa noche ya no tenía necesidad de un intermediario para perdonar lo que con tanta sabiduría había evitado. Él, ya supo proveer lo que correspondía, y todo lo que hiciera al respecto, ya no tendría sentido.

     Confortado con estos pensamientos, se introdujo en la Casa Parroquial.

     -Buenas noches. Padre.

     -Hola, don Jorge. Pase y agarre una silla, que ya termino esto.

     El Padre Rafael escribía afanosamente, y él se sentó en un rincón.

     El velador de mesa solo iluminaba el papel, dejando en la penumbra la cabeza inclinada del sacerdote. Sin embargo, don Jorge entreveía la calvicie en gestación y los cabellos grises y secos del Padre Rafael. Al mirarlos, recordó que el cura le había dicho unas semanas atrás que apenas tenía treinta años. Pero parecía tener cincuenta, sobre todo por el hombro caído y flaco, como una percha de la que colgara la sotana bastante raída.

     Ese era un aspecto que en el fondo, no estaba dispuesto a perdonar al Padre Rafael. La Parroquia, era una buena Parroquia, con una feligresía de gente bastante acomodada entre la cual podría citarse a un Gerente de Banco, un coronel que mandaba un Regimiento y tres o cuatro altos empleados de la Administración Pública, todas personas creyentes y preocupadas por el prestigio y el buen aspecto material de la iglesia. En consideración a eso -pensaba- el Padre Rafael debería cuidar un poco más su aspecto personal, siguiendo el ejemplo de otros curas que nada perdían en santidad vistiendo con discreta elegancia y hasta disponiendo de un automóvil para las necesidades de su ministerio.

     Una vez había tratado de tocar el tema con el Padre Rafael, que no hizo otra cosa que reírse divertido, como si el punto no tuviera realmente la importancia que tenía.

     -Mire, don Jorge -le había dicho-. Si Cristo murió desnudo, yo no hago mal en servirle mal vestido.

     La alambicada respuesta le hubiera hecho reír a su vez si no hubiera provenido del Padre Rafael. No rió, desde luego, pero se permitió llamarle la atención sobre el hecho de que si bien Cristo había muerto desnudo, ahora estaba en el cielo, vestido de una blanca túnica que resplandecía con el brillo de las nubes y las estrellas.

     -Es que el Cristo que a mí me preocupa -contestó el sacerdote- no es el que está en el cielo, sino el que está en la Cruz- Y dio por terminada la conversación, pero no dejó de pensar en el tema, como quedó demostrado el domingo siguiente, cuando su sermón versó sobre el significado de Cristo en el madero.

     En la ocasión, sin poder evitar una puntilla de vanidad personal, se había dado cuenta de que el sermón, en cierta manera estaba dedicado a él, a quien el Padre Rafael le recordaría sin duda la paternidad sobre el tema, lo que a su vez daría una medida de su preocupación religiosa, y por extensión le acercaba más a la próxima Medalla.

     -Bueno, don Jorge, Ud. me ha sido como enviado por Dios...

     El Padre Rafael había terminado de escribir y le miraba sonriente, mientras doblaba el papel de oficio cubierto de su cuidadosa caligrafía.

     -¿Sí, Padre?

     -Tengo un trabajo para Ud. Se trata del domingo de Gloria. El Comité de Mejoramiento ha decidido realizar una quema de Judas en forma, ¿sabe?

     -Buena idea, Padre -contestó.

     -Pero esto tiene que ser distinto, don Jorge. Lo he estado pensando mucho. Después de todo, soy el Consejero del Comité. Tenemos que salirle al paso a la costumbre, porque la costumbre generalmente borra el verdadero significado de las cosas. ¿Me entiende?

     -Si no se explica mejor, Padre...

     -Es sencillo. Cuando se hace una quema de Judas... ¿qué viene a ver el gentío, eh? Nada más que un muñeco relleno de paja y de petardos que arde y estalla. Se divierte casi con alegría pagana, pero no piensa en Judas, ni en su traición a Nuestro Señor, ni en el significado del fuego que le consume, que no es otro que el del infierno donde el mal discípulo cayó por codicia. ¿De acuerdo?

     -Si Ud. lo dice. Padre...

     -Así es, y... bueno, se me ha metido entre ceja y ceja que esta quema debe ser especial, y no sólo sirva de diversión sino haga pensar a la gente en el significado del acto. Nunca hay que desperdiciar una oportunidad de hacer reflexionar al prójimo sobre Cristo y su martirio, ¡aunque sea a través de Judas! De modo que debe ser un Judas realista, con un rostro malvado de traidor, la túnica sucia y la barba descuidada. Y nada de petardos. Los petardos le quitan dignidad al fuego, ¿sabe?

     Para don Jorge aquello se estaba complicando demasiado. Desde su niñez había asociado la quema de Judas a cierta alegría de tipo circense. Y he aquí que de repente, al Padre Rafael se le ocurre cambiarlo todo y quemar un muñeco que ardiera sin pena ni gloria. De manera que se arriesgó a apuntar:

     -Está bien, padre. ¿Pero no se le ocurre que va a resultar una quema un poco tonta?

     -No. Tonta no. Desprovista de espectacularidad sí, y aún así, va a resultar, porque tengo pensado instalar un altavoz, y mientras el fuego consume el muñeco, iré leyendo y explicando algunos pasajes del Nuevo Testamento que se refieren al caso. ¿Qué le parece, eh?

     Se notaba que el sacerdote estaba entusiasmado con su idea. Don Jorge, sin estar completamente convencido, decidió que nada perdía con llevarle la corriente. Total...

     -Bien, ahora que estamos de acuerdo -prosiguió el Padre Rafael- viene lo principal. Que es Ud. don Jorge.

     -¿Yo, Padre?

     -Sí Ud. que va a pagar tributo a su habilidad manual. ¿Quién adereza las carrozas con más arte que Ud. para las procesiones? Nadie. Ud. como empleado de Banco, como el hombre que maneja millones exactos y bien sumados, es un perfeccionista. De modo que Ud. me hará la imagen de Judas como yo quiero. Realista, ¿eh? y no me diga que no, porque ya está pillado. No me olvido la obra de arte que hizo recomponiendo la cara de nuestro San Antonio, cuando se vino abajo. ¡Quedó como nueva! Pues bien, ahora le toca reconstruir el rostro de Judas, y el aspecto de Judas.

     -Padre, ¿cómo voy a reconstruir algo que nunca he visto?

     -¿No están las pinturas? ¿No vio la Última Cena en millones de reproducciones? Además, no se trata de copiar una cara. Los que pintaron a Judas no hicieron su retrato. Sólo reconstruyeron su cara partiendo del conocimiento que tenían de su alma. Pues bien, don Jorge... ¡He aquí a Ud. convertido en artista! Imagine, explore y sáqueme el rostro de Judas...

     Don Jorge sonrió.

     -¡Y me llamó a mí perfeccionista, Padre! Ud. se pasa de la raya también.

     -Bueno, ¿me hace el trabajo...?

     La idea empezaba a tentarle, especialmente desde que el Padre Rafael descubriera que tenía tan presente sus méritos de verdadero trabajador de la Parroquia. Además, si aquello resultaba un éxito él tendría su parte, casi en igual medida que el Padre Rafael.

     -Está bien. Voy a hacer lo que pueda...

     -¡Así me gusta, don Jorge... y manos a la obra!

     Poco después, se retiró, luego de rechazar la invitación a cenar que le formulara el sacerdote.

     Marchando por la calle silenciosa, iba imaginando cómo sería en la realidad aquella innovación que deseaba introducir el Padre Rafael en la quema de Judas. «Hacer pensar en Cristo aunque sea a través de Judas» -había dicho-. La ocurrencia del cura le daba en qué pensar porque parecía un reproche velado y un poco amargo que de una u otra forma le alcanzaba también a él. Sin embargo -se consolaba- los curas no tienen por qué andar con subterfugios, y cuando tienen algo que decir lo dicen derechamente.

     Volviendo al Judas realista que quería el párroco, don Jorge no alcanzaba a comprender claramente eso de que los petardos quitan dignidad al fuego. Por el contrario, lo avivan y hasta le dan un sentido más diabólico, cuestión que debía tenerse presente si se entendía que el fuego que devoraba al muñeco era la representación de la condena infernal.

     Además -ya se sentía un poco resentido- el querer dar un matiz un poco más religioso al acto, no era gran obstáculo para ponerle un poco de petardos, y alegrar en algo la función.

     Pero había que resignarse y seguir las instrucciones del Padre Rafael, aunque veía en la innovación algo así como una pequeña traición a su propia infancia, pues de niño, él solía entusiasmarse lo indecible cuando quemaban el muñeco, y la gente esperaba en vano y con ansiedad el momento en que cayera de sus entrañas el sapo carbonizado y el pobre gato chamuscado que según decían, estaban encerradas dentro del monigote como símbolos de la fealdad y la traición.

     Junto a la evocación de su niñez, experimentó de nuevo el viejo y nunca vencido resentimiento contra sus padres. En su infancia, había deseado muchas cosas, pero creció privado de todo, tanto que ese espectáculo pueril de una quema de Judas era para su espíritu el máximo acontecimiento y la suma de todos los espectáculos, especialmente, el año aquel en que quemaron un muñeco vestido con un traje viejo que su padre cedió para la ocasión.

     Entonces había asociado al Judas con su padre y la idea le causaba un placer que aún en la edad adulta nunca supo a qué atribuir.

     Aquella quema especial también estaba fija en su recuerdo porque había provocado el incidente con Máximo. Máximo era el criado de la casa, un muchachito campesino que hacía todo, menos cocinar, a cambio de comida, techo y una mal atendida concurrencia a la  Escuela nocturna.

     A Jorge, Máximo siempre le disgustó. Le parecía repulsivo, por su ropa gastada, sus pies descalzos y por las uñas comidas de sus dedos. Solía alegrarse lo indecible cuando su padre o su madre castigaban al chico, y hasta caía en la vileza de inventar pretextos para presenciar las azotainas que le propinaban.

     Al muchacho, como una concesión especial, le habían permitido asistir a la quema de aquella oportunidad. Cuando la burda imagen ya se consumía empezaron a caer trozos encendidos de lona y paja. Los demás chicos, en alborozada competencia pateaban los despojos ardientes que volaban entrecruzándose en medio de la algarabía infantil. Jorge deseó con toda su alma meterse en el bullanguero montón y participar del juego, pero le habían puesto su ropa dominguera con la especial recomendación de no ensuciarla, y como siempre, estaba engrillado a la pana de su pantalón y a la seda de su camisa blanca.

     Se resignaba a quedarse de espectador, cuando vio a Máximo. Un Máximo distinto, feliz y como liberado, que era el más frenético y alegre entre todos, exponiendo entre carcajadas sus pies descalzos a la quemadura del fuego. En aquel momento lo odió intensamente, y con toda deliberación, recogió un trozo de lona que aún humeaba, lo levantó y quemó y manchó con él la inmaculada blancura de su camisa.

     Cuando volvió a su casa, con toda sencillez culpó a Máximo, diciendo que el chico, haciéndose el gracioso, le había arrojado un pedazo de lona encendida. A Máximo, no le permitieron ni explicarse, aunque si le hubieran permitido, tampoco hubiera dicho nada, porque estaba mudo de susto y con los ojos fijos en esa lenta y cruel manera con que su padre solía desprenderse el pesado cinturón de cuero.

     La paliza fue tremenda y al parecer definitiva para Máximo, pues esa noche desapareció de la casa llevándose toda su ropa. Pero antes de irse, tuvo un último y callado gesto de reproche, escribiendo sobre la almohada de Jorge, con lápiz rojo, una palabra condenatoria: «Judas».

     Al encontrar aquella almohada manchada, él se había echado a llorar, más que nada, por el deseo de una nueva edición de la paliza anterior. Buscaron al culpable pero ya había desaparecido. Más tarde, su padre, creyendo que su llanto era una genuina expresión de temor religioso, se tomó el trabajo, de explicarle que el campesinito había escrito aquello como podría haber escrito otra mala palabra, y que escribió precisamente «Judas», porque era la idea que con mayor intensidad dominaba su mente, por su reciente asistencia a la quema.

     Deteniéndose en la esquina, como para que el orden de sus pensamientos no fuera interferido por el ruido de sus pasos, se preguntó si el insulto de Máximo no tendría un sentido más claro que el elaborado por su padre, y su propio razonamiento de adulto, le respondió que sí, que realmente el adjetivo le estaba bien aplicado, porque había obrado con verdadera maldad, maldad de niño inocente, pero maldad al fin.

     Reconoció con tristeza que aquel no había sido el primero ni el único error de su padre. Dios sabía que había intentado quererle y creerle infalible y veraz, como ven todos los niños a sus padres. Pero el hombre lo había destruido todo, soltando palabrotas cuando discutía con su madre, y sin cuidarse de que su hijo le viera cuando pellizcaba el trasero de la sirvienta o cuando mostraba a los amigos su colección de fotografías de mujeres desnudas.

     Equivocado en todo, también equivocó el significado del reproche de Máximo, un pobre diablo, hijo de nadie, que había encontrado un Judas-niño en su camino.

     Cuando reanudó su andar, desentrañaba el misterioso enlazamiento que descubría entre el pedido del Padre Rafael y la evocación de Máximo. El sacerdote le había encargado un Judas con rostro realista que habría de elaborar partiendo desde la imagen mental que él tenía del espíritu de la traición y del engaño. Y ese rostro -pensaba- debía ser como resultado final de un balance en cuyas columnas se sumaran todas las maldades y los egoísmos acumulados con el correr de la existencia del hombre. Entonces, debía imaginar cómo fue aquel elegido del Demonio, cómo vivió, a quiénes hizo daño en su camino hacia el Gran Daño. Y he aquí que volvía Máximo y le daba como un punto de partida un rostro de Judas-niño, que era el rostro de un muchachito que quemaba su camisa y fingía llorar para provocar el castigo de un inocente.

     La idea le pareció estúpida y enojosa. Ya había llegado a la madurez, y por cierto no creía en la eficacia de la autoflagelación como remedio a los males de la conciencia, sobre todo, cuando esos males eran bastante discutibles como tales.

     Llegó a su casa, y cuando iba a acostarse, creyó que su imaginación le haría una mala pasada y no le dajaría dormir con ese encadenamiento caprichoso de la ocurrencia del cura y la sentencia de Máximo. Decidió cortar el hilo de semejante idea poniendo en el tocadiscos algo de Gardel. La música inició su quejumbrosa cadencia, bajó un poco el tono y se metió en la cama. De pronto, surgieron la voz metálica y los versos fáciles sobre muñecas rubias de Nueva York, mujeres hermosas pero tristes y sin alma, maniquíes de vida comercializada que había olvidado por renuncia, la sensación de un pecho masculino caliente y ancho y de unos brazos fuertes que las ciñeran con pasión.

     Esa canción era su preferida, y cuando terminó retrocedió la aguja para que comenzara de nuevo y otra vez surgió la rubia frígida y hermosa para acicatear su sensualidad que la iría rindiendo poco a poco, hasta hacerla sentirse mujer, dominada, sumisa y feliz.

     Más tarde, cuando el aparato se detuvo automáticamente, él ya estaba dormido, y soñaba estar en Nueva York, donde una rubia con rostro de Salomé se humanizaba y pedía perdón, y se sentaba a sus pies como una gata cariñosa que pide una caricia.

     En la mañana siguiente, mientras el ómnibus lo acercaba al Banco rememoraba las incidencias de su sueño, y se sonrió por la incongruencia del rostro de Salomé para una rubia de Nueva York. Cuanto a ese aspecto le causaba una leve inquietud la persistencia con que Salomé asomaba en su vida, hasta parecer asociada de alguna manera a ella.

     Eso, teniendo presente el oficio de la mujer, no resultaba saludable para él, que podía reprocharse haber buscado y hallado a Salomé, a causa de cierta debilidad que lo inducía a buscar el camino más fácil para conseguir las pequeñas satisfacciones de la vida.

     Debería hacer lo que otros hicieron, como buscarse una amante más o menos exclusiva o volverse a casar. Reconocía la necesidad de ese paso, más que nada, por la seguridad que implicaba, ya que al fin de cuentas el hombre debe concentrarse y equilibrarse, y no andar por la calle, sobre todo a su edad, exponiéndose a contraer sabe Dios qué innombrables enfermedades. Además, estaba la parte moral que también debía preocuparle. Desde luego, tener una amante no era bueno, pero era menos malo que visitar a una prostituta en forma periódica. Pero el Padre Rafael había dicho una vez que ni el mismo Dios pretende que de repente el hombre se vuelva puro y santo sino que gradualmente vaya analizando su vida y reconociendo sus errores para ir corrigiéndolos hasta llegar a la perfección. De manera que -concluyó- el buscarse una amante sería un verdadero progreso en su vida espiritual, y resultaría lógico y estimulante pasar después a la etapa siguiente y buscarse una esposa.

     Pero -reconoció- había una dificultad, que era su renuncia a contraer compromisos serios y cargantes. Apreciaba su libertad y no deseaba perderla. Además, vaya uno a saber dónde iría a parar su tranquilidad y su andar sin ataduras si empezaba a visitar formalmente a una mujer como paso previo a lo que fuera. Y todo eso, descontando lo difícil que siempre le había resultado el trato con las mujeres, especialmente con «las decentes», ante quienes se sentía como disminuido y generalmente con el cerebro en blanco y la lengua seca.

     Al descender del ómnibus y enfilar hacia el Banco, se le ocurrió que debía pensar en fórmulas intermedias, como por ejemplo, elevar de categoría a Salomé convirtiéndola en su amante. La idea le gustó, porque no sólo implicaba que él dejaría de caer en el peor de los pecados sino que colocaría a Salomé en el camino de su salvación. La idea -concluyó- valía la pena ser analizada y podría llevarla a la práctica aunque le costara el alquiler de una casita bien alejada de la Parroquia y la compra de una máquina de coser, cuya factura, desde luego, pondría a su nombre.

     Al entrar al Banco y disponerse a abrir su ventanilla, decidió olvidarlo todo, hasta más tarde, cuando estuviera en su casa. Al trabajar manejando dinero, debe tenerse la mente limpia y alerta, y solo pensar en lo que se está haciendo. Esa norma -se decía con satisfacción- lo había convertido en uno de los mejores cajeros del Banco.

     A media mañana, cuando creía que todo iba a transcurrir normalmente, vino un ordenanza, transmitiéndole una orden para que al cierre, se presentara a la Gerencia. La misma invitación le fue formulada a don Roberto de la Caja Nº 11.

     No pudo evitar cierto temor. Analizó a fondo su conducta en el Banco, y todo le pareció irreprochable, a no ser aquellos treinta mil guaraníes del año pasado. No, no debía ser eso. ¿Y si fuera algo relacionado con su vida privada? Con angustia, recordó el espectáculo callejero con Salomé.

     Pero, si fuera eso... ¿Por qué la misma llamada a don Roberto?

     Un poco consolado, descartó la suposición Pero pasó dos horas verdaderamente desagradables hasta que el Banco cerró sus puertas y terminó su balance.

     En el ínterin, y a hurtadillas, había observado a don Roberto. También parecía angustiado, tanto que cuando le presentaron un cheque con cifras con signos muy pequeños, perdió el aplomo y le rogó que le leyera la cifra. Se la dijo, y deseó agregarle que estuviera tranquilo y no perdiera la cabeza de esa manera, pero se calló. Al final de cuentas, nadie se estaba preocupando por lo que él mismo estaba pasando.

     Imitó a don Roberto y se quitó la blusa de trabajo y se vistió el saco para ir a la Gerencia. Un ordenanza le franqueó el paso, y entraron a la oficina del Gerente, donde hacía más frío, porque allí el acondicionador funcionaba mejor.

     El Gerente no estaba, pues se hallaba en conferencia con el Presidente, los dos esperaron de pie, sin atreverse a tomar asiento en los mullidos sillones tapizados de cuero. Jorge observó como casualmente a su compañero y notó que don Roberto tenía los ojos fijos en él.

     -¿Qué cree Ud. que puede ser...? -Tartamudeó el de la Caja Nº 11.

     -Ni me imagino -le contestó.

     -Llevo 27 años en el Banco -señaló don Roberto, con el tono plañidero de quien ya se está defendiendo de un despido.

     -No se alarme, don Roberto. Esos 27 años también pueden servir para un ascenso, o para un premio, ¿no le parece?

     -Realmente, YO merecía un premio. Sí señor, lo merecería.

     Le molestó ese «yo» que le excluía a él. Después de todo, el Gerente invitó a los dos, y el ordenanza, que como tal tiene bastante intuición en estos casos, le había transmitido la invitación PRIMERO a él. Pero se calló. Bueno resultaría que empezaran a discutir y que el tal premio no existiese.

     Por fin llegó el Gerente, y los dos saludaron con el debido respeto. El Dr. Jiménez tomó asiento detrás de su escritorio y les invitó a sentarse. Don Roberto se adelantó a ubicarse en la única silla colocada delante del escritorio como para rubricar su mayor antigüedad, y él tuvo que ir a buscar otra silla de la fila instalada a lo largo de la pared.

     -Bien -comenzó el Dr. Jiménez apoyando los codos en el escritorio y uniendo como para rezar las puntas de sus dedos gordos y cortos, de hombre práctico ciento por ciento -. Seré breve. Señores, atendiendo a los  méritos que Uds. han acumulado en largos años al servicio del Banco, el Directorio los ha escogido para un traslado a Buenos Aires, o sea, a la Matriz para Sud América.

     Después, lo explicó mejor. El traslado era para uno de ellos, pero el Directorio los consideraba igualmente dignos de ese premio que incluía un apreciable aumento de sueldo. En ese momento, la ficha personal de los dos estaba siendo objeto de un minucioso análisis, pero faltaban algunos elementos de juicio, por lo que se les invitaba a elevar al Directorio una solicitud de traslado con los fundamentos que, aun en el orden privado, consideraran importantes para conseguir el traslado.

     -No se trata -finalizó el Dr. Jiménez- de ponerles frente a frente, en una competencia perjudicial a la disciplina bancaria. Y hemos optado por este procedimiento, considerando que nos hallamos ante dos personas criteriosas y de sana moral.

     Con estos conceptos terminantes, despidió a los dos cajeros, notando nuevamente don Jorge que don Roberto incurría en una puntilla de apresuramiento al agarrarse primero a la mano que en vaga despedida tendía el Gerente, sin precisar hacia quién.

     Todavía le duraba el enojo cuando salía del Banco. No era leal aquello por parte de don Roberto. Debería entenderse que la adjudicación del traslado sería el resultado de justa competencia de méritos, entre los cuales la antigüedad era cosa accesoria, y por eso mismo, no existía la necesidad de puntualizarla con tanto afán como lo había hecho el de la Caja Nº 11. Y su enojo crecía al recordar que el Gerente, finalmente, había deseado suerte a los dos, palmeando la espalda a don Roberto, pero a él no.

     Si eso constituía una ventaja para el de la Caja 11, a él no le sería difícil anularla. En primer lugar, él expondría que no sólo quería ir a Buenos Aires, sino que necesitaba hacerlo porque allí estaba su hijo, único miembro de su familia cuyos estudios vigilaría mejor,-como corresponde al buen padre que siempre había sido para el muchacho. Al tener en cuenta este argumento, alabó mentalmente su buena suerte de tener a Emilio en Buenos Aires en el preciso momento en que resultaba importante exponer esta situación, que parecía creada a propósito para ayudarlo a conseguir el traslado.

     Y ahora que lo pensaba -se decía para sí- siempre había deseado íntimamente reunirse con Emilio. Era, ciertamente, un deseo que por parecer tan ilusorio nunca afloró realmente a la superficie, pero estaba presente muy en el fondo de su corazón. Era necesario convencerse de eso, para poner en su solicitud todo el énfasis que fuera necesario.

     Cuanto a lo demás, estaba seguro que no incurría en deslealtad alguna con su hijo cuando tenía presente los otros factores que encendían sus deseos de ir a Buenos Aires. Todavía era joven, y una gran ciudad es una gran ciudad, y la vida no se reduce a contar dinero detrás de una ventanilla, sino también a darse pequeñas satisfacciones como justa compensación al trabajo honrado que se desempeña y de los deberes que se cumplen. En Buenos Aires el horizonte se amplía, y de estar allá por poco tiempo, él mismo ya se habría ensanchado hasta parecerle risible este pequeño mundo en el que Salomé y él apenas tenían cabida, y la misma Salomé adquiriría su real dimensión, hasta ser para él apenas una mota de polvo perdida en el horizonte de sus recuerdos.

     El nervioso apresuramiento por empezar de una vez la redacción de su solicitud apenas le permitió comer, y hasta hizo que pasara por alto, por ese día al menos, los nacientes encantos de Cecilia, que influía por el generoso regalo de la víspera, exhibía cierto aire de desembarazo y de íntima complicidad que él no se permitió tener en cuenta ante el desconcierto de la muchachita.

     Apenas probó el segundo plato y se levantó dispuesto a atacar la redacción de la solicitud, pero tenía la mente en blanco, y consideró que sería prudente tenderse un rato en la cama y relajarse para sacarse de encima la fatiga física y nerviosa de tan atareada mañana.

     Se acostó en calzoncillos, y sin darse cuenta se quedó dormido. Despertó a las cuatro y se duchó con agua fría. Vistió un par de pijamas limpios, buscó papel y pluma y se dispuso a elaborar el trascendental documento.

     Terminó de escribir cuando caía la noche. Creía haber hecho un trabajo completo, sin olvidar detalle que fuera importante, como las dos Medallas que había ganado en la Parroquia, y cuya mención llevaba implícita su condición de hombre útil a la comunidad, verdadera base moral sobre la que descansa la eficiencia y la honradez en el desempeño del trabajo.

     Pero su satisfacción por el trabajo realizado -reflexionó- no debía engolosinarlo. Nada perdería con consultarlo con el Padre Rafael, que no solo entendía de redacción y ortografía sino también podría sugerir algo útil, sobre todo en lo referente a su comportamiento como miembro de la Parroquia.

     Empezó a vestirse para ir a la Casa Parroquial cuando sonó el timbre de la calle. Preguntándose quién sería, pues no era día del cartero ni de la lavandera, fue a abrir. No ocultó cierta sorpresa desagradable al reconocer al visitante esperando en la penumbra que hacía el jazminero sobre el portón. Era don Roberto.

     Lo invitó a pasar con cortés reserva. Don Roberto tenía un aire tímido e irresoluto, como si en lugar de estar en presencia del colega de la Caja Nº 10, estuviera frente al mismo Gerente. Le ofreció una silla, y él ocupó otra, tendiendo el cuello hacia su visitante, en ese gesto impaciente que está diciendo imperativamente: ¿y bien?

     Don Roberto, con el aire angustiado de quien se lanza al agua, empezó:

     -He venido hasta aquí, don Jorge, con la absoluta convicción de que vengo a casa de un leal compañero de trabajo, y de un hombre de bien. -Lo soltaba todo, de corrido, como si se hubiera aprendido la frase de memoria, y la hubiese venido masticando durante todo el trayecto.

     Don Jorge se volvió cauteloso. En buen momento sacaba a relucir lo de la lealtad. Su desagrado por lo de la silla y el apretón de manos le volvió al espíritu, pero contestó sencillamente.

     -Ud. dirá don Roberto.

     -Se trata del traslado, don Jorge...

     -Creo que el señor Gerente fue claro en las condiciones -cortó él-. Y no me parece correcto extenderse sobre el asunto fuera de esas bien establecidas instrucciones.

     -Es que existen circunstancias especiales... -Insistió don Roberto.

     -Ya lo creo que sí -pensó el otro- y mucho más, si se podía llamar «circunstancias especiales» a la mujer que le había tocado en suerte al de la Caja 11. Ya podía imaginársela apuntando con el dedo al marido e intimándole el traslado a Buenos Aires o la vida.

     -...lo que le voy a decir, escapa a lo que el Directorio pueda considerar o no. Se trata de una cuestión humana, o si se quiere humanitaria... -continuaba don Roberto.

     -No comprendo qué cuestión puede hacer que nosotros influyamos en el Directorio -contestó el dueño de casa.

     -Mire, don Jorge, para mí, el traslado a Buenos Aires es de suma importancia...

     -Para mí también. Mi hijo...

     La conversación siguió cautelosa y tarda, como las fintas previas de los esgrimistas temerosos de atacarse.

     -¿Puedo confiar en Ud.? -disparó de golpe don Roberto.

     -Desde luego. Creo que me conoce lo suficiente para...

     Al decirlo, tenía la sensación de decir una falsedad. Por años habían trabajado en ventanillas vecinas. Y hasta hubo un intento de intimidad por parte de don Roberto. Pero... ¿Se conocían de veras? Con sinceridad -pensó-. No. Pero Dios sabía que en él al menos, siempre hubo una gran dosis de compasión hacia el compañero de trabajo.

     -Bien -suspiró don Roberto- vengo a pedirle que renuncie al traslado a mi favor. -De alguna parte, el hombre había sacado coraje y lo miraba cara a cara.

     -Tendría que darme una razón poderosa -contestó.

     -Apelo a sus sentimientos de hombre de bien, don Jorge. Sufro de la vista. La voy perdiendo, y Ud. lo ha notado, lo sé.

     ¡Con que era eso! Todo tenía un significado ahora. Los sudores de angustia, la expresión de acorralado que solía observar en su vecino. Sus atrasos cada vez más largos en terminar el balance diario...

     -Bueno, debería tratarse...

     -Lo estoy haciendo, don Jorge, pero he arribado a una alternativa. Mi tratamiento debe continuar en Buenos Aires, o pierdo la vista. No se trata de una operación, sino de mejores oculistas, equipados con mejores instrumentos. Me lo ha dicho mi propio médico.

     -Pues plantee el problema a la Superioridad.

     -Un Banco no es una institución de caridad. Ud. lo sabe. Al descubrir yo mi enfermedad, el único resultado será que me alejen de la ventanilla y me abandonen a mi suerte. Un cajero medio ciego es un peligro, Ud. sabe. Dejaré de ser útil para el Banco y... todo el resto.

     -Pero me pide que renuncie a una oportunidad...

     -Es mi única solución. Ud. sabe, el traslado implica un aumento de sueldo y la posibilidad de un buen tratamiento.

     El hombre le inspiraba lástima. Realmente, estaba metido en un problema, y había dicho bien eso de que los Bancos no son Instituciones de Caridad. Existía un régimen de jubilaciones que se aplicaba a los empleados superiores, pero no a los nativos. Por lo tanto, la suerte de don Roberto dependía del grado de buena voluntad que tendrían los Directores ante la desgracia de un antiguo empleado. Que también podía reducirse a nada.

     -Lo pensaré, Don Roberto.

     -Estoy seguro qué respuesta será el de un hombre de bien -respondió su visitante y se levantó para marcharse.

     Lo acompañó hasta la puerta, y sin decirle palabra, se estrecharon las manos.

     Con aire curioso, don Jorge observó el infinito cuidado que ponía don Roberto en bajar los dos escalones del zaguán.

     Cerró la puerta, con el reiterado «hombre de bien» repicándole en la mente. Él lo era, por cierto, y no porque se lo repitieran tantas veces en esa conversación sino porque a lo largo de su vida había sabido llenar todos los requisitos para serlo. Con cierta lástima hacia su visitante, concluyó que el tratamiento no obedecía a una sincera apreciación de sus cualidades personales, sino al temor de que él se negara a renunciar al traslado, primero, y temor a que él fuera con la noticia a los superiores, luego.

     Pero un hombre de bien -se dijo- no es hombre de bien porque protagoniza un gesto aislado hacia un hombre aislado, sino porque es actor de una suma de gestos y de un modo de conducta que benefician a la comunidad misma, cuyos intereses están por encima de los pequeños dolores como el de don Roberto, que se iba quedando ciego, o como el suyo, que sabía soportar su soledad sin quejarse.

     Además -se decía- el precio de la existencia y de las ambiciones personales que se alentan sanamente, es una larga serie de compromisos que se asume con plena conciencia. Compromisos de lealtad hacia las cosas más permanentes que el prójimo, como el Banco, por ejemplo, mediante cuya salud trabajan y comen centenares de personas y sus familias. Y también, compromisos con uno mismo, con Jorge Servián, empeñado en una lucha por sobrevivir en un campo de batalla que desde luego él no había creado, sino ya estaba allí cuando él empezó a trabajar, y cuyas normas de combate debía aceptar o ser barrido por los demás. Esas normas -lo reconocía- eran crueles pero en el fondo necesarias, y si alguna vez enfrentaban al hombre consigo mismo, vacilante entre la caridad y la ley del más fuerte, o entre la generosidad prescindible y el egoísmo necesario, la victoria no podía ser para el santo, sino para el luchador, porque el campo de batalla se había hecho para luchadores y no para santos. No desconocía la belleza del sacrificio, pero el sacrificio en sí, como acto elevado, tenía varios ángulos para ser mirado. En el problema planteado por don Roberto -puntualizaba con lástima- él se sentía inclinado a la caridad. Sin embargo, tenía su ley de nunca obrar por impulsos, y debía analizar bien las cosas y llegar a la conclusión de que también es un sacrificio, y valiente, desechar de su mente el propósito noble de ayudar a don Roberto, y yendo más lejos, arriesgar una calificación negativa sobre su carácter y su conducta, alertando a la superioridad del Banco sobre el peligro que representaba para la Institución y por extensión para los que de él comen y se visten, un cajero que se va quedando ciego. En ese caso, el sacrificio sería doble, porque quemaba en aras del bien común sus convicciones personales y porque ofrecía su frente a la mancha del traidor.

     Tan complicado se le volvía todo, y tan claro al mismo tiempo, que desconfió de su propio juicio, y deseó buscar al Padre Rafael y consultarle sobre el particular.

     Pero el Padre Rafael -a quien respetaba mucho- era uno de los que, por su investidura, desconocen las normas del campo de batalla. O que si las conoce, es para oponerse a ellas. Y el problema se volvería más enervante, porque el cura buscaría nuevos factores, como el beneficio personal que él se aseguraba como resultado del sacrificio de sus convicciones, y sería difícil explicarle que eso estaba fuera de la cuestión, como un hecho fortuito y no buscado, derivado del problema en sí. De manera que -concluyó- es mejor dejar afuera al Padre Rafael, por la sencilla razón de que como sacerdote, sobrevolaba un poco sobre los problemas terrenos, y -pobrecillo- no estaba calificado para intervenir en éste.

     En paz consigo mismo, volvió a su mesa escritorio y escribió un pequeño memorándum para agregar a su solicitud. Sugería en él, por el bien de la Institución, que los médicos del Banco hicieran una inspección de las condiciones de la vista de Don Roberto. Finalmente -en cabal expresión de buena fe y porque siempre hay que arriesgar algo- hacía la respetuosa sugerencia de designarse otro candidato en reemplazo de Don Roberto, en el caso de un resultado negativo. Para terminar puso énfasis en explicar que su actitud no se debía al deseo malsano de eliminar un competidor, sino de servir a los intereses superiores del Banco. Firmó el documento con un hondo suspiro, y se felicitó de ser como debía ser, valiente, conscientemente valiente, en los casos de que las circunstancias así lo imponían.

     Un poco más tarde salió a la calle, y en un restaurant cercano, cenó un café con leche con abundante manteca. Cuando terminaba su modesta comida, consideró que todavía no era muy tarde y decidió caminar hasta la Casa Parroquial, en parte, para hacer un poco de ejercicio.

     La noche silenciosa, tan clara de luna que los focos de luz de las esquinas parecían superfluos, le pareció como el reflejo de su espíritu. Era una noche de paz, tranquila y buena, cubriendo con manto amigo las casas en las que se escuchaba esa mansa actividad familiar de después de la cena, como una radio sintonizando música popular, o el ruido de los platos que se lavan, o la voz de una matrona llamando al hijo para que duerma, o el ladrido feliz del perro que acompaña a la sirvienta cuando ésta va a echar en el basurero los restos de comida. Caminó feliz y en plenitud de satisfacción a la vera de los jardines humildes del barrio y a la sombra de murallas que exhibían sus defensas de botellas rotas como una demostración de inútil ferocidad, pues esta noche -pensaba- no era una noche para ladrones, sino para «hombres de bien» que agradecen a Dios la luna que lo embellece todo, el silencio que da oportunidad de encontrarse consigo; y para el mundo interior del hombre, ese don maravilloso de la inteligencia y el sentimiento que se equilibran y armonizan para producir gestos de verdadera y recta justicia.

     Con ese estado de ánimo entró en la Casa Parroquial, donde encontró al Padre Rafael en la tarea de coser un rasgón en su sotana.

     -Me la rompió un perro -explicó- cuando fui al caserío del Bajo a asistir a un viejito que se moría. Y riendo -agregó- pensé aplicarle un puntapié, pero después consideré que en última instancia era un buen perro, leal consigo mismo y también leal conmigo, pues creyó justo morder y mordió aunque la víctima fuera un sacerdote.

     Al terminar la frase, cortó con los dientes el resto de hilo que sobraba en la costura, y observó su trabajo con aire de no estar satisfecho.

     -¡No me diga que está contento porque un perro le rasgó la sotana! -rió don Jorge.

     -A veces hace falta que nos hagan daño para apreciar mejor la «maldad del mal» -replicó el Padre Rafael, y agregó - Y eso también corre para la gente. Mañana, si me vuelvo a encontrar con el perro y en vez de morderme de nuevo me huele amistosamente, desconfiaré del bicho porque sabré hasta qué punto sabe hacer el mal y hasta dónde sabe fingir el bien. Por el mismo proceso, suelo desconfiar de mis feligreses que solo me confiesan pecadillos.

     Desde un obscuro rincón de su mente, sintió don Jorge que surgía la insidiosa certidumbre de que en cierta forma, el Padre Rafael decía mucho más de lo que pretendía, y que lo decía para él.

     -Padre, si se refiere a mí...

     -¿Debía referirme a Ud....?

     -Me atrevo a asegurar que no Padre.

     -Entonces, don Jorge, en paz.

     Sin embargo, lo intuía, aquel tranquilizador «En paz» tenía un retintín de ironía. ¿O no?

     ¿No sería su imaginación que le estaba jugando una mala pasada?

     O lo que es peor... ¿Cómo demonios podía él distinguir entre la imaginación y la conciencia?

     Pero... ¿Por qué la conciencia? ¿No la tenía en paz? ¿No había venido caminando bajo la noche mansa, alabando a Dios por su sabiduría y su bondad, que se manifestaron en la rectitud de su conducta? ¿O todo fue una ilusión...?

     -Don Jorge...

     Sobresaltado, como saliendo de un sueño, miró el rostro cansado y sonriente del cura.

     -Tiene cara de querer decirme algo.

     -Y - ¿Yo?

     -¡Sí, Ud.!

     La alegría de su caminata se había disipado y daba lugar a un obscuro rencor contra el Padre Rafael. Con su mirada y su interés hurgaba donde ya no era necesario, como un espectador impertinente que manosea un rompecabezas bien armado, sin tener en consideración que podía confundir las piezas trabajosamente ensambladas.

     -Lo conozco mejor de lo que Ud. piensa... -decía el cura, y le clavaba sus ojos mansos, llenos de interés paternal.

     Un hilo de angustia empezó a filtrarse en el corazón de don Jorge. La idea se le ocurrió de repente. ¿Habría don Roberto...?

     Pero no -se dijo-. Don Roberto ni siquiera conocía de la existencia del Padre Rafael. Era imposible que hubiera hablado antes con él. Recordaba que muchas veces, cuando notaba a don Roberto sumido en su eterna depresión, había querido recomendarle una conversación con el Padre Rafael. Pero la idea no pasaba de tal, aunque -su angustia creció- su memoria le podía estar fallando y no recordaba haberse referido al Padre Rafael en el curso de alguna conversación con don Roberto... Podía ser.

     Bueno y si así fuera. ¿Y qué? ¿Por qué la angustia? ¿No estaba convencido de haber obrado bien, con recto juicio?

     Las cosas que se hacen con espíritu de justicia -pensó- son buenas en sí mismas, sin necesidad de que venga un sacerdote y nos diga «está bien, hijo» dándonos unos golpecitos en la espalda.

     -¿Por qué no me lo dice todo?

     Sintió frío en el espinazo, porque la instancia del Padre Rafael venía como una certera réplica a su pensamiento.

     -¿Qué es lo que tengo que decirle? -respondió con aire de perfecta tranquilidad, pero sintiéndose más desnudo y desamparado que nunca.

     -Ud. lo sabrá, don Jorge. No es que sea un entrometido, pero Ud. está bastante raro esta noche, como si algo le estuviera atormentando por dentro. Para esos casos... -dejó en suspenso la frase, abriendo los brazos en cruz, como ofreciéndose para cargar la pesadumbre de su visitante.

     -Créame que no tengo nada que...

     -Está bien. Entonces pasemos a otra cosa, ¿eh?

     Adivinó en las palabras del Padre Rafael un insinuado matiz de desencanto, como de quien no ha dado en el blanco. Entonces... ¿Le había estado armando una trampa? Con cierto orgullo, consideró que hasta ayer él hubiera considerado monstruoso pensar eso del Padre Rafael. Pero son en estas lides donde uno va aprendiendo a conocer a la gente.

     -Solo vine a saludar...

     -Y seguro que a traerme noticias, ¿eh?

     -¿De qué...?

     -¿De qué podría ser, hombre de Dios? De Judas ¿Cómo anda «nuestro» Judas? ¿Pensó en él...?

     -Sí. Se me ocurrieron algunas ideas. A causa de su insistencia en el Judas realista. Me dio por ponerme a elaborar una imagen mental y...

     Súbitamente, tuvo una sensación de peligro, como si la trampa todavía estuviera dispuesta a dispararse y atraparlo. Esa mención de Judas tenía implicancias. El cura le estaba dando cuerda para ahorcarse. Debería tener cuidado porque de alguna manera, él le estaba haciendo el juego al cazador con esa idiota relación de la noche anterior entre el Judas-niño y él mismo, mintiendo para que Máximo fuera castigado.

     A su pesar reconoció la tremenda habilidad del Padre Rafael. Partiendo de una cosa pueril, estaba tratando de enfrentarlo consigo mismo, hasta que el combate interior ya no le cupiera adentro y saltara afuera, para pasto de esa curiosidad malsana que estaba demostrando el sacerdote, empeñado a toda costa en constituirse en Juez de sus actos, sin el más mínimo respeto hacia su intimidad, y lo que es peor, hacia su tranquila intimidad de conciencia, fundada en la convicción de haber obrado siempre como correspondía y con arreglo a la moral más robusta.

     Había cometido la torpeza de asociar su niñez a la niñez del traidor. Y ahora, el Padre Rafael quería asociarlo al Judas adulto. El juego no podía ser más simple.

     Pero... ¿Por qué?

     No recordaba haber ofendido nunca al Padre Rafael. Al contrario, sus dos Medallas daban fe de que lo consideró un buen feligrés.

     Nuevamente... ¿Habrá hablado con don Roberto antes de que éste fuera a su casa a hacerle su inadmisible pedido?

     Y si así fuera... ¿Cómo era posible que el cura estuviera enterado del contenido del memorándum que escribió después de irse don Roberto?

     Y si por alguna razón misteriosa el Padre Rafael estaba enterado. ¿Por qué no planteaba la cuestión a plena luz en vez de conducirlo por tan tortuosos caminos?

     Y finalmente... ¿Por qué no se animaba a plantearlo él mismo, cuando estaba tan seguro de...?

     -¡Don Jorge...!

     -¿Padre?

     Se siente mal... ¿Qué le pasa? Oh, oh, el bendito trabajo bancario. La tensión de pagar de más o recibir de menos. Debe ser terrible. Ud. debería pedir vacaciones. Mientras tanto, don Jorge, vamos a tomar un tecito de naranjas. Yo lo tomo para la digestión. Se supone que hará bien a los nervios. Por lo pálido que se le ve...

     Mientras hablaba, el Padre Rafael encendía el hornillo de alcohol y ponía encima una lata de agua.

     Entramos en un proceso de amansamiento -se dijo don Jorge con desconfianza- descubriendo otra vez al cazador ladino. Era mejor cortarlo de una vez por todas... Gracias por el té, Padre... Pero no lo necesito. Estoy fatigado, sí. De modo que me voy a casa.

     Trató de marcharse demostrando el menor apresuramiento posible, pero tenía conciencia de que el esfuerzo de parecer tranquilo le envaraba el cuerpo, delatando su tensión interior.

     El Padre Rafael le miró con atención:

     -Don Jorge, desde que Ud. llegó acá, parece otro. ¿Qué le pasa? Vamos, suéltelo, si no al sacerdote, al amigo. Sé que Ud. vive en soledad, y veo que en este momento, no sé qué angustia le sale por todos los poros. Mala combinación, mi amigo, soledad y angustia. Si Ud. fuera casado, le diría: vaya y discútalo con su mujer. Pero como eso es imposible, desintoxíquese conmigo. ¿Quiere confesarse?

     -¡No, Padre!

     Se alegró de que su negativa fuera de tono tan rotundo. Mejor que el cura fuera sabiendo que él...

     -¿Y por qué no? ¿No lo ha hecho siempre? ¿Por mí? Oh, mi ministerio no tiene horario, don Jorge. Invitaba el Padre Rafael con mansa insistencia, y -agregó riendo-. Confiese aunque sea por el valor medicinal de la confesión. Es un hecho científico, y lo saben también los siquiatras... ¿eh? ¿qué dice?

     -¡Buenas noches, Padre!

     No le importó que la despedida fuera tan abrupta, y su partida -¿o huida?- tan rápida, ni le importó la mirada de asombro que entrevió en el rostro del sacerdote cuando giraba y se iba.

     Se dirigió a su casa casi corriendo, tratando de ordenar el tropel de pensamientos que le venían a la  mente. ¿Angustiado él? No. Era un invento del Padre Rafael, encaminado a provocar su auto-compasión y por esa vía pescarlo en debilidades de carácter. ¿Por qué habría de estar angustiado? ¿Por lo de don Roberto? En absoluto, por enésima vez se repitió que había obrado como correspondía. Sin embargo, era posible que su cara reflejara angustia, pero no la angustia del pecador, sino del hombre objeto de esa persecución a que le había sometido el sacerdote, persecución que tenía crueldades innecesarias, como esa mención de su soledad. «Vaya y discútalo con su mujer», sutil manera de envolverlo en la tristeza de su desgracia, de hacerle sentir con mayor intensidad su desamparo de hombre que llora sin llorar la partida de la compañera querida, y hasta la ausencia del hijo que tantos sacrificios le costaba mantener en Buenos Aires.

     Cuando llegó a su casa tenía los ojos nublados por las lágrimas.

     Al abrir la puerta, la bocanada caliente del calor aprisionado en la casa cerrada le hizo aún más desagradable la perspectiva de entrar y quedarse a solas. Salió nuevamente y se sentó en los escalones del zaguán, irritado por esas lágrimas que fluían sin razón alguna.

     Nada tenía que reprocharse. Ni nada tenía que reprocharle el Padre Rafael. Su vida había sido límpida y buena. Tenía dos Medallas, y hacerle sufrir de esa manera era injusto.

     En la torre de la iglesia, dieron once campanadas. La noche que él consideró buena unas horas antes, aún estaba allí, pero habían destruido su mansedumbre. Su silencio era pesado y opresivo, como si tuviera siglos de existencia.

     Don Jorge se preguntó si desde cuándo todas las bocas habían callado y todos los vientos quedaron prisionero en los árboles. Empezó a sentir miedo, y deseó estar cerca de alguien, que hablara y se moviera. Que no estuviera petrificado como esa noche.

     Tornó a caminar, olvidándose de cerrar la puerta y preguntándose adónde iría. Como respuesta, volvió a él la vieja impresión de haber obrado un poco a la ligera cediendo su hijo a la abuela. Es lo que él no debió hacer. Y tal vez ese también era el juicio de su hijo. «Papá no debió alejarme» se diría, y en cierto sentido estaría pensando que fue traicionado por su padre.

     Pero no -se dijo- esas son ideas pesimistas incubadas por esta noche pesimista. Si Emilio estuviera cerca, iría a verlo, a explicarse y a explicarle cómo son las leyes de la vida. A decirle que a veces el amor transita sobre los caminos de sacrificio y de renuncia. Entonces, los dos se comprenderían y se abrazarían, y tal vez hasta llorarían juntos la mala suerte de haber perdido a la madre el uno y a la esposa el otro.

     Entonces, él, hasta podría reconocer que obró ligeramente cuando se enfermó su esposa, y todo quedaría aclarado y las insidias de la abuela anuladas para siempre y...

     Emilio estaba lejos. Y el tenía necesidad de alguien. Miró al cielo y se preguntó si su esposa lo estada viendo y deseó que sí. Haría una prueba.

     Cerró los ojos y esperó que descendiera sobre él, como una llovizna fresca, la compasión viva de un ángel. Tenía que venir, porque los ángeles no dan la espalda a los mortales que sufren.

     Nada sintió, a no ser una obscura sensación de ridículo y abandono, y a pesar de sus esfuerzos volvió a atorarse con la necesidad de llorar.

     Siguió su marcha, reprochándose por no haberse preocupado de hacerse de más amigos. Hay casos en que uno tiene verdadera necesidad de ellos siempre que no sean ingratos como Aquino, que tan solo ayer le había negado el saludo.

     Si Aquino le hubiera saludado, él hubiera tenido el derecho de ir a visitarlo, para escucharle hablar y escucharse a sí mismo. Pero el hombre pasó de largo, fingiendo no verle, como si le resultara bochornoso recordar los favores recibidos que realmente fueron favores, sin pretensión alguna de recompensa, pues Dios sabía que él había aceptado el terreno porque Aquino se lo ofreció en pleno ejercicio de sus facultades. Es cierto que cuando él lo aceptó, Aquino se sintió desconcertado, como si sus convicciones sobre la bondad del amigo se desmoronaran de golpe. Pero esas cosas podían explicarse fácilmente, y hasta solo hubiera hecho falta el saludo para iniciar la conversación aclaratoria...

     Descartó a Aquino de sus pensamientos y de sus esperanzas, y consideró que le quedaba el recurso de meterse en cualquier bar a conversar con algún desconocido. Uno nunca sabe -trató de convencerse- a veces el verdadero amigo es el que se hace en una noche. La cuestión es no ser exigente con el prójimo, aceptar sus defectos con tolerancia, todo, con tal de ahuyentar ese miedo que...

     ¿Miedo? La certidumbre de que estaba sintiendo miedo aumentó su sensación de desamparo, y tuvo conciencia clara de su soledad. Sí. Lo que tenía era miedo a la soledad. Ya no era joven. Emilio estaba lejos. Y hacer recuento de los que pasaron por su vida era pasar revista a una cadena de egoísmos de gente que se sirvió de él y se alejó. Y en la lista podía incluir al mismo Emilio. Y a Salomé.

     Salomé. Con ella no sería difícil solucionarlo todo. Podría tomar un taxi. No andaría lejos de una parada.

     Encontró el vehículo, y dio al soñoliento conductor la dirección de Salomé. Cuando el vehículo inició la marcha se abandonó sobre la suavidad del asiento, sintiéndose un poco alentado, pues por fin tenía la sensación de andar hacia algo definido y concreto.

     Pagó al conductor y el vehículo se alejó traqueteando. Tratando de no hacer mucho ruido se introdujo por la entrada de coches de la casona, y se encaminó al fondo. Reinaba una obscuridad total. Salomé debería estar durmiendo. Pero la despertaría y tendrían una conversación tranquila. Golpeó tímidamente la puerta y escuchó. Detrás de la puerta sólo había silencio. Volvió a insistir un poco más fuerte, y oyó un ruido, como el crujido de una cama. Llamó por tercera vez, y una luz se encendió adentro, filtrándose entre las junturas estropeadas de la puerta.

     Oyó el correrse del cierre de cadena, y la puerta se abrió apareciendo enmarcado en la luz un hombre que vestía únicamente calzoncillos. Tenía una expresión abotagada y mansa. Y hasta parecía un poco temeroso.

     -¿Qué quiere?

     -¿Salomé...?

     Tuvo exacta noción de su papel desairado y triste. Lo que debía hacer era dar media vuelta e irse. Desde adentro, oyó la voz adormilada de Salomé:

     -¿Quién es...?

     -Un tipo.

     -Mandale al c...

     -Mandale al c... ¿No ve que ya estoy ocupada?

     El hombre le miró como disculpándose de haber llegado primero, rascándose la barriga peluda, dispuesto a dejar el sitio a la menor señal de insistencia por parte del nuevo visitante.

     -Cerrá la puerta de una vez y apagá la luz -se oyó de nuevo la voz malhumorada de Salomé-. Pagaste toda la noche, ¿no?

     Él cerró de un portazo. Nunca se había sentido tan humillado. No tuvo más remedio que irse.

     No debo ponerme tan nervioso -pensaba-. Eso es caer en debilidades. Se sentía con derecho a gritar y a maldecir, pero se contenía, sintiendo crecer la tensión en su interior, pese a sus esfuerzos por calmarse.

     Al final de cuentas -se consoló- lo de venir a ver a  Salomé fue una ocurrencia idiota. ¿A decirle qué? ¿A contarle qué? ¿Lo que no había dicho ni contado al mismísimo Padre Rafael? Pero entonces... ¿Para qué demonios había venido? Por la compañía, nada más -se respondió- porque al fin de cuentas, un hombre necesita alguna expansión. Y si no resultó, paciencia y a otra cosa. La culpa no era suya. No podía andar comprando máquinas de coser cada vez que quisiera la compañía de una tipa.

     La máquina de coser. Ahí estaba el nudo del asunto. Si hubiera sido un débil de carácter, esta sería la hora en que se estaría lamentando de no haberle comprado a Salomé la máquina de coser. Pero por cierto que no lo lamentaba. Salomé, simplemente, había querido explotarlo con ese cuento rosa de su alejamiento del «oficio» por medio del trabajo. Las trotacalles nacen trotacalles y así se pudrirán hasta morirse. No hay máquina de coser que enderece el destino de nadie. De modo que esa puerta cerrada y ese degenerado desnudo que dormía con Salomé, no tenía más significado que el que en sí mismo tenía: el sucio significado del pecado.

     Él, Don Jorge Servián, cajero durante 18 años de un Banco con matriz en Europa, se sentía por encima de Salomé, y del hombre transitorio, y de la puerta cerrada. No debía permitirse caer en el pensamiento iluso de que si hubiera comprado la máquina todo hubiera sido distinto, que Salomé hubiera estado sola, esperándolo a él, y que él hubiera llegado con cierto derecho a reclinar su cabeza en el regazo de la mujer para pedir un poco de esa ternura  femenina que durante tanto tiempo anhelaba sin saberlo.      Considerar semejante posibilidad -se decía- era un verdadero insulto a sí mismo, una absoluta falta de respeto a su inteligencia y a su experiencia, sobre todo, a su experiencia de hombre maduro, que conoce todos los vericuetos de este mundo; que tomó a risa -como correspondía- la pretensión estúpida de una mujer de vida torcida que creía en el milagro de una máquina de coser.

     Caminaba a paso rápido, masticando una amargura que no quería aceptar en su mundo interior. Al llegar a una esquina, se dio cuenta que el perro le estaba siguiendo desde que salió de la casa de Salomé. Al principio tuvo miedo, pero después se tranquilizó porque el aspecto del animal era sumiso y humilde. Caminaba detrás suyo como si lo estuviera haciendo desde el principio del tiempo, con la cola y el hocico bajos, con aire cansino, como cumpliendo la penosa obligación diaria de trotar detrás del amo.

     Se detuvo en mitad de la cuadra, Y el perro hizo lo mismo, quieto y manso, indiferente a todo, esperando que el hombre caminara para reanudar su marcha él también. Le acarició la cabezota áspera, y el perro gimió y le lamió la mano. La lengua tibia y húmeda le inundó de una ternura olvidada e inmediatamente, asoció esa ternura con un profundo agradecimiento hacia Dios pues a través del perro, le estaba dando a entender que por fin, sus ojos se habían vuelto a él. Se sentó en el cordón de la acera, y el perro se acostó a su lado, depositando con aire confianzudo la gran cabeza en su regazo y mirándolo con sus  grandes ojos dorados, llenos de una pureza que solo había visto en la mirada de los santos.

     Experimentó un hondo enternecimiento por esta presencia de la compañía divina para su soledad. Ahora sí se sentía dispuesto a llorar, con un llanto que no lo avergonzaría, porque lloraría de gratitud, con lágrimas de niño mimado del Padre, que hasta incluiría un poco de reproche por no haberse manifestado antes de que él fuera a golpear aquella maldita puerta.

     Lloró sin inhibición alguna. Su dolor tenía el respaldo de un Cielo comprensivo y amigo. -Así se deberían sentir los niños que lloran en el regazo de su madre- pensó mientras los sollozos le sacudían todo el cuerpo y el perro gemía con dulce inquietud.

     Por fin se sintió tranquilo y liberado. Toda la tensión se había disipado. Y hasta podía sonreír con tolerancia recordando las puerilidades investigadoras del Padre Rafael. Se levantó sacudiéndose los pantalones y reanudó la marcha, seguido por el perro.

     Su insistencia le molestó. Ya había hecho lo suyo, y no iría a pretender que lo llevara a su casa. Trataría de alejarlo con buenos modos.

     -¡Vamos, bicho, andate a tu casa! ¡Caminá... a ver!

     Manoteaba enérgicamente. El perro se detuvo y lo miraba con mansedumbre.

     -Fuera.

     El tono de amenaza hirió el instinto del perro que se alejó unos pasos y se detuvo de nuevo.

     -¡Cuidadito con seguirme...!

     Siguió su camino, girando repetidas veces la cabeza para comprobar que el perro quedaba en su sitio, esfumándose cada vez más su abatida figura. Finalmente, cuando se creía liberado del animal, éste reanudó la marcha, pero manteniéndose a respetable distancia. Él se detuvo, y el animal hizo lo mismo, bajando aún más la cabeza y acentuando la humildad de su estampa.

     -¡Fuera! -le gritó-. Pero el animal no se movió. Entonces, buscó con la vista un cascote, y solo bastó el ademán de recogerlo para que el animal, con el certero instinto del perro callejero acostumbrado a las pedradas, huyera apresuradamente.

     Aliviado, Don Jorge lo miró alejarse al trote rápido, hasta desaparecer en la obscuridad.

     No odiaba a los animales. Al contrario, le resultaban amables y buenos, y lo que más admiraba en San Francisco era su amor hacia los seres irracionales, pero de esa admiración a tener deseos de imitación había un mundo de distancia y razones de orden práctico que se oponían. Dar de comer a aquel perrazo debería resultar bastante oneroso. Es cierto que alguna vez, cuando se sintió solo, deseó tener un perro, pero no uno tan grande. Además, en su ausencia no tenía necesidad de ningún perro en la casa a la que había hecho instalar buenas cerraduras.

     Por otra parte, si bien parecía cruel dejar a un perro -a decir verdad su único amigo de esa noche- abandonado en la calle, la crueldad no era suya sino del mal amo que lo echó, de la misma manera que el conductor del coche aquel tuvo la culpa de atropellar a la vendedora de pescado. Uno no puede andar por la calle haciéndose cargo de las responsabilidades ajenas. No es justo.

     Cuando llegó a su casa estaba rendido. Se desvistió arrojando su ropa a cualquier sitio, y apenas apoyó la cabeza en la almohada se durmió profundamente, con ese sueño feliz de los que terminan la jornada cansados pero satisfechos.



     A las 7:30 de la mañana, entregó en la Secretaría de la Gerencia su solicitud. Lo hizo a tan temprana hora porque consideró falta de caridad mantener en tensión a don Roberto, quien desde su llegada, le había estado mirando a hurtadillas, esperando una indicación de su parte de que la conversación de la noche anterior había dado resultado. Con ese criterio que consideró lleno de comprensión, casi hizo ostentación de la entrega de su papel, pensando que un gesto terminante sería la mejor respuesta a las injustificadas esperanzas del otro cajero.

     Cuando regresó a su ventanilla, don Roberto, con una sonrisa forzada en la que don Jorge reconoció la prestancia del buen perdedor, solo le dijo tres palabras.

     -No lo culpo...

     Un poco más tarde, abandonó a su vez su ventanilla para ir a entregar su solicitud.

     El resto de la mañana transcurrió como siempre, aunque don Jorge notaba a don Roberto más animado, casi más joven. Le molestó no saber a qué atribuir semejante aire optimista.

     Los tres días siguientes se dedicó intensamente a cumplir el pedido del Padre Rafael. Recorrió tiendas hasta conseguir el lienzo fuerte y blanco que necesita para la túnica. Un cliente del Banco, importador de artículos de vidrio, le regaló dos enormes paquetes de viruta de relleno, que arderían idealmente. También el Padre Rafael le prestó un manual con instrucciones para preparar pasta de papel de moldear partiendo de diarios viejos macerados en agua.

     En parte, el entusiasmo total que ponía en los preparativos para elaborar la imagen de Judas, significaba para él una cortina de humo mental que le ocultaba el objeto de sus secretas angustias; la resolución del Directorio. Si no se distraía en otra cosa, pensaba en aquello hasta dolerle la cabeza y caer en insomnio.

     Para distraerse, pues, el encargo del Padre Rafael venía especialmente, aunque el día que entregó la solicitud tuvo deseos de variar de distracción, cuando llegó puntualmente Cecilia con su almuerzo.

     -¿Cómo te va, mi hija?

     -Bien nomás, señor.

     -¿Ya gastaste todo tu dinero?

     -Guardo para mi sandalia.

     Don Jorge hubiera jurado que la muchachita aún en su timidez estaba insinuando algo. Se sintió obscuramente contento y empezó a latirle con más fuerza el corazón. Una sandalia cuesta más que 50 guaraníes. Cecilia sabía que él lo sabía. En consecuencia, le estaba insinuando que necesitaba más dinero. En realidad se lo estaba pidiendo.

     -Vení a sentarte acá...

     La muchacha, obediente, se sentó en la silla, a su lado, temerosa, pero con un matiz de codicia en su actitud.

     -¿Cuánto te falta para la sandalia...?

     -Ciento cincuenta.

     La respuesta vino veloz, sin vacilaciones, como si la cifra estuviera revoloteando días y días en la mente de la jovencita.

     -¿Y si yo te doy...?

     Su corazón estaba a punto de salirle del pecho. Iba a agregar «¿Vas a ser buena conmigo?», pero se calló.

     No. Debía dominarse. No dejarse llevar por el temperamento. Estaba aún por verse la resolución del Directorio, y llevar adelante lo de Cecilia significaba provocar las iras del cielo en mal momento. Cada cosa a su tiempo y en su debida oportunidad, constituía una de las normas de su vida. Y no era cuestión de hacer locuras que interfirieran su buena suerte, o lo que es lo mismo, la buena voluntad del cielo hacia su persona.

     Por lo tanto, lo que se imponía, era un acto de sencilla caridad. Extrajo de su billetera un papel de cincuenta guaraníes y se lo entregó a la niña.

     -Para tus ahorros, mi hija.

     La muchacha se fue poco después, y don Jorge quedó resuelto a no considerar para nada, que para completar doscientos, aún faltaban cien.

     En los días subsiguientes, Judas fue tomando forma. El cuerpo no era motivo de preocupación, pues quedaría oculto por la túnica. En esa parte del trabajo, se limitaría a un bosquejo que solo insinuara la forma humana bajo los pliegues amplios del lienzo. Cuanto al rostro, ya era otra cosa.

     Con mucha razón, el Padre Rafael le había dicho que él era un perfeccionista, pero de ahí a poseer habilidades escultóricas existía una distancia sideral. Sin embargo, habilidad manual tenía, y eso, combinado con un poco de imaginación le daría algún resultado positivo en la modelación del rostro. Además, descubrió con placer que la pasta de papel era un material bastante dócil.

     Pasó toda una noche en la cuidadosa tarea de dar forma a una cabeza angulosa y afilada, sin preocuparse aún de ojos, nariz ni boca. Por alguna razón que no explicaba, siempre asoció la maldad a un rostro flaco y huesudo de pómulo saliente y de alta frente abombada. Se sintió satisfecho del bosquejo inicial cuando el reloj de la Iglesia tocaban las tres campanadas de la madrugada. Conforme al manual, colocó sobre la cara sin rasgos un trapo bien empapado en agua, y se dispuso a acostarse.

     Cuando cumplía el requisito de lavarse los dientes, su mirada tropezó con su propio rostro, y el cepillo se detuvo. También él tenía un rostro anguloso y una frente alta. El cepillo continuó su vaivén, mientras don Jorge se decía que eso de que los rostros reflejaban las tendencias eran generalidades amplias, y más aún, en alguna parte había leído que las teorías de aquel criminalista -¿Lombroso se llamaba?- ya habían sido superadas.

     Sin embargo, cuando se acostó y apagó la luz, consideró la necesidad de ser más cuidadoso. El más remoto parecido del muñeco, con él, podría darle al Padre Rafael la falsa impresión de que su autor hacía algo así como un acto de contrición, por culpas que por cierto, solo estarían en el magín del curioso sacerdote.

     A pesar de lo avanzado de la hora no pudo dormir. Se culpó y renegó por dejarse sugestionar por el trabajo que estaba haciendo. En la obscuridad giró la vista hacia el negro rincón donde reposaba la cabeza sin facciones, y experimentó una tenue angustia, como una sensación de culpabilidad por dejar algo sin terminar, y cuyo resultado final estaba despertando en él una curiosidad acuciosa y enfermiza.

     Se dijo y se repitió varias veces que sería tonto de su parte levantarse a continuar la tarea. Además pronto sería hora de levantarse para ir al Banco y debía dormir aunque fueran dos horas. Pero el sueño no venía y con resignación, dejó que la sugestión hiciera presa en él, imaginando mil rostros distintos para aquel grotesco muñeco tendido en las sombras.

     Pómulos salientes, ojos grandes y hundidos en una cavidad sombría, boca de labios gruesos, de persona sensual, torcidos hacia abajo con una rictus de amargura, y grandes orejas como pantallas. La cara de Judas fue de pronto tan real en su mente y tan adecuado a sus conceptos sobre el punto que sintió un leve soplo de miedo supersticioso, y su desazón aumentó cuando quiso desafiar ese miedo pueril, y con perversidad ostentosa, transfiguró aquella cara hasta hacerla parecida a la suya. La idea le causó un escalofrío, y se reprochó caer en semejante niñería que sólo servía para tentar al Demonio, regocijado sin duda alguna por ese idiota desafío suyo a todo lo bueno y lo noble.

     Cuando por fin se durmió, soñó con Máximo. Le estaba gritando «Judas» en la cara. Pero él ya no era un niño, sino un cajero de Banco encadenado a su cama, incapaz de impedir que Máximo empezara a manosear su trabajo, moldeando un rostro que era el suyo. En sueños, gritó a Máximo que se fuera pero el muchachito no se iba. Entonces, él se puso a llorar, viendo entre lágrimas que la habitación se llenaba de sombras que reían y aplaudían a Máximo. Las sombras no tenían rostro, pero él sabía quiénes eran. Estaban ahí su suegra y su esposa. También Emilio y Aquino. Don Roberto bailaba y aplaudía. Estaban todos, el Padre Rafael que se había traído al perro vago, y Salomé con su gorila peludo y temeroso. Por encima de las risas, oía el lamento de la ambulancia que se llevaba a la vendedora de pescado.

     Despertó angustiado, con la garganta apretada sobre un nudo de sollozos, y ya no pudo ni deseó dormirse. El miedo se le había quedado adentro. Lo consideró irracional y estúpido, y se obligó a levantarse y caminar hasta la figura cubierta con el trapo mojado. Apartó la tela y miró con rabia aquella cosa informe. La masa de pasta despedía un suave resplandor que estuvo a punto de echar a rodar de nuevo su imaginación, pero se dijo, respirando hondo, que aquel brillo no era sino alguna reacción química de papel macerado que tal vez estuviera fermentando. Con este pensamiento tranquilizador, volvió a la cama dispuesto a no dormirse por el temor de que la pesadilla volviese. Por otra parte, una cadena de cantos de gallos estaba anunciando que el amanecer empezaba.

     Transcurrió una semana desde que entregara la solicitud de traslado, y como paliativo de la tensa espera de la resolución del Directorio, el encargo del Padre Rafael estaba resultando peor que la espera misma. Culpaba a su soledad, a la noche y al silencio esa obsesión por la cara de Judas que acumulaba sobre su sueño visiones sin sentido y pesadillas en que sus recuerdos corrientes, sus afectos sencillos y sus gestos sin egoísmos se distorsionaban y adquirirían terribles significados.

     La fatiga de esas noches llegó a reflejarse en sus facciones. Y fue en un breve momento de respiro en el trabajo, que don Roberto le dirigió la palabra.

     -¿Se siente mal, Don Jorge?

     -No -contestó terminantemente.

     Con esa negativa cortante intentó dar por terminada la conversación, pero se fijó en el rostro del colega, y solo vio en él un genuino interés y hasta un destello de simpatía. A su pesar, agregó un «gracias» algo más cálido.

     -No debiera tomarlo así.

     -¿Cómo?

     -Lo del traslado, digo. Ud. lleva ventaja. Es más joven y...

     Aquello le desconcertaba. Don Roberto pensaba que la angustia por conocer el resultado final le estaba carcomiendo los nervios, e intentaba consolarle. Pero a él no le engañaría, pues esa actitud no podía sino ser una forma sutil de maldad y de ironía, o una de esas burlas cínicas de quien se sabe vencido de antemano. Sin embargo, el breve intercambio dejó en su espíritu un sedimento de duda, pues se resistía a reconocer a Don Roberto el talento necesario para dar tan refinada estocada, y bien pudiera suceder que el hombre fuera sincero.

     En ese caso -reflexionaba más tarde- nada cambiaba. No podía caer en la falta de carácter de dejarse influir por un gesto generoso y rectificar un proceder justo desde el principio. En cierto modo -concluyó- el solo pensar esa posibilidad ya significaba una debilidad, y debía sentirse molesto consigo mismo.

     Fiel a ese pensamiento, se obligó durante toda la mañana a no dar a su vecino de ventanilla ninguna oportunidad de explayarse sobre el ya trajinado asunto del traslado. Sobre el mismo -se dijo- Dios proveería lo más justo.

     Sin embargo, aunque se ciñó estrictamente a su decisión de no dar pie a nuevas conversaciones, tenía conciencia de que la curiosidad y la duda subsistían con impertinente insistencia. ¿Era el interés de don Roberto verdadero, o no? Con amargura, reconoció que esta nueva interrogante sería un punto de tensión más que agregarse a las muchas tensiones que venía soportando en los últimos días. Pero debía armarse de paciencia y aguantar, y sobre todo, dedicarse más a su trabajo, y no volver a caer en el error del día anterior, en que anotó un depósito como extracción y estuvo hasta las dos de la tarde buscando la diferencia.

     Cometió el error por culpa del maldito muñeco. La noche anterior había dormido poco y mal. Ya en el ómnibus que lo traía al Banco se sorprendió estudiando cuidadosamente todos los rostros, y cayó en la cuenta de que estaba buscando inconscientemente una cara para Judas. En principio, la idea le pareció acertada y se entregó al ejercicio con cierto deleite, hasta que llegó al Banco. Al abrir la ventanilla y ver enmarcado en ella al torso del primer cliente del día, siguió el juego, aunque sabía que al hacerlo estaba atentando contra la responsabilidad de sus propias funciones. Varias veces decidió olvidarse del muñeco y otras tantas volvía a nacer en él el interés por encontrar una inspiración en la cara del prójimo. La mañana se iba convirtiendo en un alucinante desfile de ojos, narices y bocas que ya no le resultaba agradable, sino verdaderamente molesto, cuando exactamente a las 10:45, la hora acostumbrada, el rayo de sol que se filtraba por el tragaluz del techo cayó oblicuamente contra el vidrio superior de su ventanilla, convirtiéndolo en un espejo. Entonces, la cara que llamó su atención, fue la suya reflejada en el cristal. El fenómeno no era motivo para alarmarse, pues la cosa sucedía todos los días a la misma hora, especialmente en verano, y hasta había imaginado alguna vez que aquel fenómeno se producía para su exclusivo beneficio, pues a la hora de mayor trabajo contaba con un espejo para enderezar la corbata o llamarse la atención sobre la expresión de cansancio que debía corregir por aquello de que todo buen empleado bancario debe inspirar confianza y optimismo al cliente. Pero en aquella circunstancia especial el espejo le resultó poseído de un sombrío significado agorero. Por alguna razón que ignoraba, su mente se había negado toda la mañana a apartarse de la búsqueda de un rostro para Judas, y he aquí que caía del cielo un rayo de sol que se volvía espejo y presentaba a su consideración sus propias facciones. A su pesar, intuía en el fenómeno misteriosos designios de los que él fatalmente, estaba formando parte importante, y lo que más le desmoralizaba, es que se le escapaba el significado de lo que estaba sucediendo.

     El error que cometió en la anotación del depósito como extracción, ocurrió en esos momentos. Trataba de convencerse de que no era nada grave, pues sólo significó la pérdida de dos horas de descanso. Pero como síntoma de que algo le estaba ocurriendo resultaba alarmante, y decidió que la cuestión merecía una conversación con el Padre Rafael.

     Relató al sacerdote, con lujo de detalles, todo lo relacionado con su trabajo de dar forma a la figura de Judas y con esperanza de consuelo y orientación, las pesadillas que le provocaba de noche y las distracciones en que incurría en su trabajo.

     El Padre Rafael le escuchó atentamente, hasta que él terminó de desnudar la última de sus angustias. Cuando calló notó que el sólo hecho de confiárselo todo al cura le causaba un sentimiento de liberación no experimentado en los últimos días.

     Esperó con ansiedad las palabras del Padre Rafael. Sabía que él tenía una respuesta adecuada, y una explicación racional de lo que le sucedía, pero para su desazón, el sacerdote se limitó a formularle una pregunta.

     -¿Me ha contado todo, don Jorge?

     -Creo que sí, Padre. Todo lo relacionado con el encargo que me dio y...

     -¿Y con respecto a Ud. mismo?

     -¿Cómo?

     -Me parece tonto pasar por todos esos afanes que me contó por el solo hecho de construir un muñeco. A Ud. le pasa algo.

     -No me pasa nada -contestó con vehemencia.

     -Bueno, pues, dejemos las cosas como están...

     -¿Cómo dice...?

     -Que no puedo ayudarle, don Jorge. Y voy a hacerle un reproche. Ud. me juzga mal. Soy un sacerdote, hijo. No soy un monigote de cartón que tiene un botón en la barriga, y que basta apretar el botón para que salte un resorte y brote un chorro de consuelo barato, que ni siquiera es consuelo. Usted me desalienta, don Jorge. Es como muchos que merodean por aquí, que no buscan realmente perdón, sino la complicidad del sacerdote, con el agravante de que en su caso, usted pretende que yo comprenda, analice y perdone o explique lo que no sé...

     -Pero si solo se trata del muñeco de Judas...

     -¿Qué le hace?

     -¡Me hace daño!

     -Pues le dispenso de la obligación. Deje de hacerlo.

     -¿No le caería mal que yo...?

     -No me caería mal. Sería poco caritativo de mi parte -el cura sonrió-. Parece que Ud. ya tiene demasiado problemas, don Jorge. Vamos a encargarle el trabajo a don Crisóstomo...

     -No sé si...

     La idea de abandonar el trabajo, que al principio acogió con gusto, se le hizo desagradable cuando el sacerdote mencionó a don Crisóstomo.

     Para don Crisóstomo, la tarea podía significar la tercera Medalla, y él sólo tenía dos.

     -¿Y?

     -Lo voy a pensar, Padre -respondió como una fórmula- porque ya tenía pensado continuar él con el trabajo.

     Se levantó para irse.

     -¿Se va? -preguntó el sacerdote.

     -Quisiera acostarme temprano...

     -Pero si falta lo más importante - señaló el Padre Rafael, y agregó- Don Jorge, escúcheme bien...

     En la hora siguiente, el Padre Rafael se explayó en largo monólogo sobre la conciencia, y don Jorge estuvo de acuerdo con él en casi todos los puntos, especialmente en aquellos en que el egoísmo acalla o deforma el sentido de nuestras voces interiores.

     En eso -se decía- el Padre Rafael tiene razón, pero no debiera estar generalizando tanto. Alguna vez le diría que la mayor o menor nitidez de la voz de la conciencia tiene una relación directa con el grado cultural de cada individuo. En su caso particular, si a eso quería referirse el cura, él estaba en condiciones de discriminar hasta qué punto jugaba en sus acciones el egoísmo, y hasta qué punto ese egoísmo se oponía a la voz de su conciencia. Admitía la presencia del egoísmo en sus acciones, pero nunca lo había utilizado como sordina, sino como arma en este campo de batalla que es la vida y cuyas normas no las hizo él dando obligada preferencia al egoísmo hasta que su conciencia se lo había reprochado. Pero felizmente para la presión de las voces de protesta que se acumulan en el alma existe la válvula del arrepentimiento, y cuando fue necesario, él se arrepintió sinceramente, como le constaba al Padre Rafael, que tantas veces le oyó en el confesionario.

     Al alejarse de la Casa Parroquial, no podía ocultarse que el Padre Rafael le había defraudado en sus deseos de encontrar una interpretación normal a la obsesión que le causaba la imagen de Judas. Sin embargo, se sentía casi contento y orgulloso de sí mismo. Por segunda vez, el Padre Rafael había fracasado en su intento de averiguar sus cuestiones personales que, desde luego, a él, y solamente a él interesaban, y que conforme a su modo de ver, no admitían ni necesitaban de la jurisdicción sacerdotal porque todo estaba ensamblado de acuerdo a una perfecta equidad de alma, aunque fundado en elementos de conducta que la visión de un sacerdote, limitada a moldes fijos, no es capaz de abarcar.



     En la mañana siguiente sucedieron acontecimientos importantes en el Banco. En las primeras horas, un ordenanza se acercó a don Roberto y le expresó que le esperaban en la Gerencia.

     -¿A mí solo?

     Don Roberto se volvió al compañero de la ventanilla Nº 10.

     -Parece que...

     El hombre anticipaba su buena suerte, y hasta se permitía adoptar un aire de disculpa, como si le doliera ganar el traslado que también estaba en los sueños de don Jorge, quien no pudo ser menos y le sonrió animosamente.

     Don Roberto cerró su ventanilla y se marchó a la Gerencia. La media hora siguiente don Jorge la pasó con el corazón en la boca, sin atreverse a considerar nuevamente el contenido del memorándum que acompañaba a su propia solicitud de traslado.

     Por fin, regresó el Cajero de la ventanilla número 11. Don Roberto estaba palidísimo y su cuerpo temblaba de pies a cabeza, pero a la manera de los borrachos que aún tienen conciencia de su dignidad, trataba de mantenerse erguido. En silencio, se quitó la blusa de trabajo y vistió el saco de calle. Luego, con gesto que resultaba patético porque quería trasuntar una serenidad que no tenía, se arreglo la corbata.

     Se acercó a su Caja y sacó algunos papeles que guardó en el bolsillo. Finalmente, se volvió a don Jorge.

     -Jorge...

     -¿Sí...?

     En la mirada del más viejo no había reproche, sino una actitud dolida y desconcertada, como de niño que no sabe a qué atribuir la paliza recibida.

     -Le perdono.

     -Vamos. No debía tomarlo...

     Le fue imposible terminar la frase porque don Roberto ya se alejaba a paso vivo.

     Se fijó en la hora. Eran exactamente las nueve de la mañana.

     -Por favor, señor.

     El primer cliente de la larga fila que tenía delante ya se mostraba impaciente. Automáticamente recogió el cheque que le tendía, devolvió el talón e introdujo el documento en la ranura de la Sección Cuentas Corrientes. Siguió cumpliendo mecánicamente su tarea, poniendo en ella una dosis de atención a duras penas sustraída de un mar de confusión interior en el que sonaba en tonos discordantes y molestos aquel «le perdono» que consideraba una maldad innecesaria por parte de don Roberto.

     A las 9:25 tomó el lugar de don Roberto, en la ventanilla  Nº 11 un joven empleado a quien don Jorge había visto trabajar en el Antetesoro en el recuento de los billetes. Era un muchacho apuesto y de actitud resuelta, un poco mayor que Emilio, posiblemente.

     Con aire protector, se dirigió al nuevo cajero.

     -Cualquier dificultad que tenga...

     -Gracias.

     Podía haber sido un poco más amable, y no arrojarle a la cara esa seguridad en sí mismo que en un jovenzuelo hasta parecía ofensivo. Don Roberto hubiera contestado de otra manera, con agradecimiento efusivo y la mirada cargada de gratitud, y...

     -Señor, el señor Gerente le necesita.

     Era el mismo ordenanza, y como en sueños se dio cuenta que se dirigía a él. Con voz que a su pesar le temblaba un poquito, rogó a los clientes que se corrieran hasta la ventanilla 11, y no necesitó dirigirse al nuevo cajero para pedirle el reemplazo porque éste se adelantó,

     -Vaya tranquilo...

     Se arregló el nudo de la corbata, respiró hondo, y para darse optimismo, imaginó que estaba sonando en ese momento, la sirena de un barco indicando la partida, y que él estaba iniciando el viaje a Buenos Aires.

     Había una silla frente al escritorio del Gerente, pero éste no le invitó a sentarse. Sobre el escritorio amplio y libre de papeles y carpetas, estaban su solicitud y su memorándum. Nada más. El gerente, tenía en las manos, a manera de puntero, una fina regla de plástico. Lo manejaba con el aire de un mariscal empuñando su bastón de mando.

     -Señor Servián. El Directorio del Banco le agradece su preocupación por la seguridad de la Institución. Ud. tiene razón cuando expresa que por encima de los sentimientos personales está el prestigio del Banco, y que en cuestiones de manejar dinero ajeno los lirismos no cuentan.

     Era lo que don Jorge esperaba, desde luego. Pero no con el tono empleado por el Gerente, ni con ese apresuramiento por soltarlo todo de corrido, sin preocuparse de darle un poco de calor a las palabras.

     -Señor Gerente, tenga la seguridad de que mi actitud...

     -Estoy hablando yo, señor Servián -cortó el Gerente, y siguió con su tono estrictamente administrativo-. Conforme a lo que Ud. expresa en su memorándum, hemos remitido al cajero Nº 11 al médico de la Institución, quien se expedirá sobre las condiciones de los ojos de ese señor.

     -Quisiera que el señor Gerente vea...

     -Todo lo que yo deba ver ya ha sido previsto, señor Servián. Y además, he decidido manejar este asunto en el terreno estrictamente bancario. Ahora bien -continuó la voz fría y sin matices- con respecto al traslado, sírvase tomar nota de que la posibilidad del mismo ha sido anulada y hemos sugerido a la casa matriz que seleccione al cajero entre el personal afectado a la Sucursal de Buenos Aires.

     -Pero si yo tenía tantas esperanzas en ese traslado. Sobre mi hijo que está en Buenos Aires puse unas referencias que...

     -Señor Servián, buenos días.

     Quiso replicar, acumuló aire en el pecho para explayarse sobre el derecho que le asistía, pero la actitud del Gerente era terminante. Había sacado del cajón del escritorio una gruesa carpeta, y se calaba los anteojos dispuesto a trabajar, con total abstracción de su presencia.

     -Buenos días, señor Gerente.

     Se volvió para salir.

     -Señor Servián.

     -¿Señor?

     -El Banco no cree oportuno mantener en sus archivos su solicitud de traslado. Sírvase retirarla.

     Con la punta de la regla de plástico, empujaba el papel hacia el borde opuesto del escritorio, con un gesto que don Jorge consideró ofensivo y fuera de lugar, aunque, debía reconocerlo, estrictamente correcto en un funcionario superior.

     Recogió el papel y se marchó. Como un autómata se dirigió a su ventanilla, incapaz aún de absorber la magnitud de su fracaso. Abrió la puertecilla corrediza y al alzar la vista, el rayo de sol de las 10:45 estaba iluminando de nuevo en el ángulo exacto del cristal, y desde la pulida superficie le miraba un rostro de alta frente lívida, nariz prominente y unos ojos sumergidos en honduras de insomnio, en los que brillaba un obscuro y concentrado rencor.

     Se dominó con tremendo esfuerzo. Con espanto, se dio cuenta que estuvo a punto de cometer la locura de pegar un puñetazo al cristal.

     Terminó su balance diario y con el cesto bajo el brazo se dirigió a la Tesorería General, como todos los días. Un grupo de colegas que esperaban turno para su rendición rutinaria, conversaban animadamente, pero cuando él llegó, sintió como que le arrojaban a la cara un silencio absoluto.

     Supo por ese elocuente silencio que se hablaba de él y experimentó una creciente molestia. Era ofensivo y cruel. Aquella mala gente -se dijo con amargura- debería tener un poco más de consideración con las angustias del prójimo. Debería analizar los motivos reales de su conducta y...

     El calor le había subido a la mejilla. Sabía que esperaban de su parte una actitud contrita, pero no les daría semejante gusto. Un poco de viril agresividad pondría las cosas en su lugar.

     -Me gustaría escuchar las cosas cara a cara. -Lanzó con fuerza el exabrupto aunque tenía una difusa conciencia de que su voz no sonaba con la seguridad deseada.

     Los demás, sorprendidos, lo miraron en silencio. Les clavó la vista en los ojos. Algunos observaban con miedo al Tesorero General que, absorbido por su tarea de controlar un balancete, pareció no escuchar el abierto desafío.

     Alentado por el silencio medroso que le rodeaba, don Jorge añadió con desprecio.

     - ...y se dicen hombres...

     Esta vez, la respuesta no se hizo esperar. Fue Ramírez, gordo y sanguíneo, cuya cara roja de indignación parecía querer estallar en una terrible explosión de furia.

     -¡Hijo de perra! Y todavía se permite...

     -¡Ramírez!

     La voz estentórea del Tesorero General cortó el temible desborde.

     -Pero, señor Tesorero...

     -¡No permito aquí nada fuera de lugar!

     -Sí señor. -La voz de Ramírez sonaba humilde, capitulando con demasiada prontitud. Don Jorge aplaudió interiormente. El Tesorero tenía autoridad, y sabía usarla.

     -Para ser gallo no bastan las plumas -sentenció.

     Era lo que correspondía decir. En cierta medida, era un ejemplo de serenidad e ingenio. Adivinaba que el Tesorero General sonreiría interiormente y...

     Pero algo andaba mal, la mirada que le dirigió el Tesorero, con esos ojos pálidos y fríos, tenía un helado brillo de antipatía.

     -Señor Servián. Le agradeceré que se calle la boca.

     -Pero, señor Tesorero...

     -Señor Servián. Sírvase retirarse de aquí. Ya le llamaré cuando le llegue el turno.

     -Nunca fui sometido a...

     -¡Señor Servián!

     -Sí, señor.

     Cuando volvía a subir la escalera, sintió rebotar sobre su nuca ardiente, el hiriente rumor de una risita contenida.

     Serenidad. Serenidad, se repetía. Allí abajo se retorcía la serpiente insidiosa de una conjura. Todos estaban de acuerdo, hasta el Tesorero General. Se trataba de arrinconarlo, de apretarlo contra el piso hasta que soltara la última gota de su paciencia, y que hiciera algo irremediable que le costara el puesto.

     Pero... ¿Por qué?

     Ya. El maldito asunto de la vista de don Roberto. El contenido del memorándum había trascendido y lo estaban interpretando torcidamente. Como una delación. Idiotas. Puntualizar un hecho perjudicial a los intereses de todos no es una delación. Es tomar el toro de las astas, con valentía que muchos de esos anquilosados de abajo jamás llegarían a experimentar. Y estaban conspirando, como si la culpa de la sífilis que carcomía los ojos del maldito viejo la tuviera él.

     Oyó pasos en la escalera. Era Ramírez que regresaba con el recibo firmado y la cesta vacía.

     -¡Ramírez!

     -¡Déjame en paz!

     -¡Tenemos que hablar! -A su pesar, su voz tenía un inesperado tono suplicante.

     -Andate a la mierda.

     No se marcharía tranquilamente. Se aferró a la solapa de la blusa de trabajo del otro, sintiendo sus manos húmedas por el sudor cálido que empapaba al gordo colega.

     -Decime, decime... ¿Qué hice yo? ¿Fui yo el que le tiré ácido en los ojos a ese desgraciado? Mirá. Defendí tu pan...

     La reacción de Ramírez le tomó desprevenido. Con sus poderosas manazas, aprisionó sus brazos y lo separó como si fuera un muñeco. El rostro brillaba de sudor y en su mirada se encendía una ira a duras penas controlada...

     -¡Judas de porquería!

     El tremendo empujón lo envió rodando al otro extremo de la pequeña antesala, donde se estrelló contra la pared, sintiendo un agudo dolor que le recorría el espinazo.

     Cuando salió de su aturdimiento ya estaba solo. Rogó al cielo que nadie hubiese visto semejante humillación, y a duras penas se puso de pie. Dignidad. Debía conservar la dignidad a toda costa. Se arregló la corbata y alisó la blusa de su traje. Los demás venían ya en grupo.

     -Señor Servián...

     Bajó a la llamada del Tesorero General. En la escalera se cruzó con los colegas que portaban sus cestas bajo el brazo. Se abrió paso entre ellos acentuando la dignidad de su porte. No les daría el gusto de...

     -Por favor, apúrese...

     -Sí señor.

     Depositó la cesta en la ventanilla y entregó los formularios llenados con sus números prolijos. Los ayudantes empezaron a contar de inmediato el dinero, y señalaban en voz alta las cifras mientras el Tesorero punteaba los parciales.

     -Señor Tesorero. Con respecto al pequeño incidente...

     -¿Qué incidente? Aquí no hubo ningún incidente -cortó el funcionario.

     Se llamó a silenció. Confirmó mentalmente que el Tesorero General también formaba parte de la obscura muralla que parecía cerrarse sobre él, tratando de ahogarlo.



     El cuerpo de Cecilia dejó en su piel y en las sábanas un desagradable olor a grasa y humo. Todo había sido fácil, tal vez porque la violencia de su imperioso reclamo había metido miedo a la sirvientita. Cecilia tendría su soñada sandalia nueva y él había lanzado su desafío.

     Debería estar contento, a pesar de ese regusto ácido en la boca y de ese peso obscuro en el corazón.

     Lo hizo deliberadamente. Si se quiere, con fría deliberación de la que se enorgullecía.

     Y estaba plenamente justificado. Había confiado en todo. En la buena fe de la gente y en la mirada bondadosa del cielo. Pero le pagaron mal. La gente le dio la espalda y el cielo no se dio por enterado. Ramírez, como Máximo, le había lanzado a cara esa palabra odiosa: «Judas». No debía nada a nadie, a no ser ese tortuoso dolor que se anudaba en la garganta. Por eso decidió rebelarse. El éxito no es de los mansos, sino de los atrevidos y rebeldes.

     Experimentó la sensual borrachera del coraje desatado. Se valoró en lo más alto, porque mucho de eso se necesitaba para escupirle en la cara a la tierra y al cielo al  mismo tiempo. La virginidad rota de Cecilia proclamaba la fuerza de su protesta y le daría al mismísimo Dios una idea acabada de hasta qué punto estaba ofendido.

     Ya vendría el Padre Rafael a buscarlo. No sería intolerante, hasta el punto de cerrar todos los caminos al regreso. Dejaría abierto uno por lo menos, pero se juraba que bastante sudores le costaría al cura volverle a echar el dogal al cuello. Tendrían que darle muchas satisfacciones previas...

     Sin embargo, ese peso en el corazón...

     Debilidad, nada más. No existía la entereza completa. La carne es débil, pero cuando prima sobre ella el tumulto ardiente del nervio, y el coraje, el peso casi desaparece, y queda convertido en lo que simplemente es, un resabio del hombre domesticado por los sermones y por el temor del infierno.

     Judas se quemada el domingo de Gloria en el fuego del infierno, y a él le habían dicho que modelara el rostro de Judas. Máximo le había comparado con el traidor. Y Ramírez. Y todos. Hasta Emilio con sus malditas cartas de estilo engolado, deslizando entre cada línea la baba perversa de su abuela.

     La gente había esperado demasiado de él, sin pensar que era un pobre mortal como cualquier otro. Emilio, una justificación. Salomé una máquina de coser. Aquino un regalo de cuarenta mil guaraníes. Y hasta el Padre Rafael había esperado su renuncia, porque es renuncia el servilismo total que le exigía el cura, con su morbosa pretensión de escarbarle el alma hasta desenterrar  su más íntimo secreto.

     Todos, todos, incluso el Gerente y el Tesorero General se unían para pedirle que renunciara al usufructo de su propia existencia y se despedazara en mil concesiones sin sentido. Pero se había negado a ser descuartizado. Estaba entero y firme en el respeto a su propia importancia. Y entonces, se vengaban, y le decían «Judas», y le imponían el escarnio de modelar un rostro para el traidor, poniéndole un espejo delante de su propio rostro.



     Pues bien. Queda aceptado el desafío. Les demostraría que no tenía miedo. Judas tendría su cara de Cajero de Banco, tan igual hasta donde sus manos pudieran seguir los rasgos que le devolviera el espejo.

     Ese miércoles era el último día hábil de la semana. El día siguiente sería ya Jueves Santo, y las actividades, las del Banco inclusive, quedarían paralizadas hasta el lunes.

     En los días anteriores, Don Roberto no había vuelto a ocupar su sitio en la Caja Nº 1l, aunque ese miércoles reapareció, pero solo para mantener una breve entrevista con el Gerente. Después se marchó sin dignarse a mirar siquiera al antiguo compañero de la Caja Nº 10.

     A media mañana, el Gerente hizo llamar al joven substituto que cubría la ventanilla de Don Roberto. Poco después el joven volvió.

     -Supongo que de alguna manera debo agradecérselo a Ud. -le dijo a Don Jorge.

     -¿El qué? -inquirió éste.

     -Me acaban de confirmar en este cargo. Es un ascenso.

     -¿Y don Roberto?

     -No puede quejarse. Dos oculistas coincidieron en que no está en condiciones para este trabajo. Pero sale con suerte. Le van a dar una jubilación honoraria, con la mitad del sueldo actual. Creo que también una medalla...

     Y que se vaya a su casa a esperar sentado la ceguera completa -pensó don Jorge. Así nos tratan. Son unos pulpos. Nos exprimen y exprimen el jugo de nuestros ojos, y cuando ya no tenemos nada que dar nos mandan a casa, con algo suficiente para no morirse de hambre, y con una maldita medalla...

     Se entregó por entero a su trabajo, prohibiéndose pensar en nada que no fuera la obligación.

     Ramírez tenía un papel en la mano, y hablaba al nuevo cajero.

     -Se trata de hacerle una demostración al viejo -decía- ¿cuánto te pongo?

     -¿Está bien quinientos?

     -Pues sí...

     El joven entregó el dinero y firmó la planilla. Ramírez iba a pasar de largo.

     -¡Ramírez!

     -Qué.

     -Yo también quisiera contribuir...

     -¿Vos? ¡Pero si ya contribuiste!

     -¿Cómo?

     -Sí, ¡contribuiste con la víctima!

     Lanzó una risotada y el nuevo cajero Nº 11 le hizo coro. Ramírez le dio la espalda y pasó a la Caja Nº 9.

     Lo que estaba pasando le parecía increíble. Un vacío completo le rodeaba, y hasta los ordenanzas le miraban con una curiosa expresión interrogante, como tratando de descubrir las facciones del monstruo de quien hablaban todos, debajo de la piel del Cajero.

     Pero no debía pensar en eso. Podía destrozarle los nervios. Necesitaba de alguien. Y con urgencia, porque ya era cuestión de alarmarse, pues estaba haciendo y pensando cosas que podrían ser indicio de la locura, como unos días, atrás, cuando arrojó a Cecilia a la cama y...

     Decidió quedarse a almorzar en el centro. Su propia casa, y hasta sus discos de Gardel le estaban resultando insufribles. Además, Cecilia le quitaba el apetito con esa expresión entre idiota y asombrada que ponía al mirarlo, como si estuviera esperando una explicación de lo que no podía comprender.

     Cuando masticaba con desgano una milanesa fría y costrosa, consideró que debía cambiar de proveedor de su almuerzo. Cecilia le produciría una úlcera o algo parecido. Cecilia durante el día y Judas por la noche. Debería pensarlo mejor, y mientras tuviera suficiente lucidez, calcular a dónde iría a parar tratando de dar su cara al perverso muñeco tendido en la sala. Cuando trabajaba en él, alumbrado por el velador y con el espejo colgado de la pared, a la altura de su rostro, tenía conciencia de lo alucinante de la situación. Parece cosa de loco -se repetía mientras deglutía su almuerzo- un desafío demasiado audaz que podría acarrearle terribles castigos.

     Pero no. Reaccionó y se negó rotundamente el derecho a rectificarse. Tenía que seguir derecho hasta la consumación de su protesta, para que el Padre Rafael viera hasta dónde le había empujado.

     Era lógico -se dijo- que tuviera momentos de flaqueza. Pero son pasajeros, engendrados por la soledad. Entonces -concluyó- ataquemos la causa, que es la soledad, y encontró la imagen de Salomé.

     Después de todo, no tenía por qué olvidarse de hacer una obra de bien. Debería hacerla aunque fuera para satisfacción de sí mismo. No se trataba de borrar los pecados que cometiera, que quedaban fuera del asunto, porque eran más bien resultado de una cuestión personal entre él y un Dios a quien alguien debería tratarlo alguna vez de ingrato. Se trataba de hacer el bien por el bien mismo, en una extensión lata y total, y poner un poco de alegría en la vida gris de una mujer de la calle.

     La máquina de coser no costaba tanto. Salomé consentiría en conversar con él, y como tenía cierta inteligencia intuitiva, no sería difícil hacerle comprender sus puntos de vista.

     Pagó su mal almuerzo y salió a la calle. Lamentó que a esa hora los negocios estuvieron cerrados, pues hubiera sido agradable para él hacer una entrada espectacular en casa de Salomé, llevando una máquina de coser. Pero disponía de la tarde libre y podrían venir juntos a comprarla.

     Más tarde, golpeó en vano la puerta de Salomé, sin querer convencerse de que no estaba. Salomé debía estar, especialmente, porque él traía una buena noticia. Volvió a insistir con tanta fuerza que el dueño de casa, con expresión malhumorada, apareció por el portoncito trasero y desde lejos, le gritó:

     -¡No está!

     Se acercó al hombre, que tenía todas las trazas de haber sido interrumpido en lo mejor de su siesta.

     -¿Dónde podría encontrarla?

     -Y... en la Cruz Roja, me parece.

     -¿Está enferma?

     -Claro -contestó el otro con mal humor- ¿o qué creen que van a hacer a la Cruz Roja tipas como esa? ¿A donar sangre? ¡Ja!

     El portoncito se cerró bruscamente, y él salió a la calle desorientado.

     -Es una desgracia -determinó- que Salomé esté enferma, pero ese es el hecho, y un mínimo de humanidad me obliga a ir a verla aunque fuera para dejarle algo para remedios, pero sentando claramente que no se trata de cumplir con una responsabilidad moral con la mujer. Sino por caridad, por estricta caridad.

     El gran edificio hospitalario, a esa hora de la siesta, tenía el aire recogido de una iglesia. Mecidas por el calor, las pacientes dormían o se entregaban al triste letargo de los enfermos.

     Sobre un cristal esmerilado, don Jorge, Leyó: Médico de Guardia. Golpeó tímidamente y empujó la puerta. Sentado en un amplio sillón, un joven de guardapolvos dormitaba. Al sentir la presencia del visitante, abrió los ojos y enderezó la cabeza.

     -¿Señor?

     -¿El médico de guardia?

     -Servidor.

     El médico le pareció absurdamente joven, casi un niño de hombros demasiado débiles para llevar a cuestas todo el pesado dolor que discurría por las amplias salas.

     -Se trata de una enferma. Salomé...

     Absurdo. No conocía el apellido de la mujer. Se preguntó si alguna vez había tenido uno.

     -Ah, sí. ¿Pariente?

     -No. ¿Por qué?

     -Murió. Anoche.

     ¿Salomé muerta? Hasta parecía un chiste. La muerte tiene una dignidad que rechaza a las prostitutas. La muerte era la antesala de enormes acontecimientos celestes donde el alma de Salomé estaría como desubicada, como un borrón de tinta sobre una página en blanco.

     -Pero... ¿cómo?

     El médico suspiró una expresión grave, que le hacía parecer más viejo.

     -Lo de siempre, amigo, creo que la paciente se dedicaba a la prostitución. De repente, se embarazan. Y el hijo no es deseado porque tiene muchos padres y ninguno. Entonces, como ella, van a lo más barato, una enfermera sin piedad o una comadrona de barrio. -Hizo una larga pausa-. La trajeron ayer. Le habían hecho una verdadera carnicería. Se restregó los ojos cansados-. Sí, esa es la palabra: carnicería. Venga.

     -¿Adónde?

     -A verla. Vino a eso, ¿no?

     Aquel tono levemente impertinente no le gustó. Daba la impresión de que el médico quería llevárselo aunque no quisiera. Sin embargo, no protestó y siguió al joven doctor. Al extremo de un corredor, penetraron en una capillita. Salomé parecía dormir en un rústico ataúd iluminado por dos pequeñas velas, y dos monjitas rezaban.

     Al verlo entrar, las dos monjas se apartaron. Don Jorge se aproximó a la figura dormida. Tenía conciencia de que lo observaban y no sabía qué hacer. ¿Qué correspondía? ¿Besarle la frente o tocarle levemente las manos? Se confundió. Aquella tirante piel de cera le causaba una repulsión aguda y deseó marcharse.

     Dominándose, giró con dignidad. En los azules ojos infantiles del médico brillaba una acuciosa interrogación. ¿Qué esperaba de él el impertinente chiquillo? ¿Que cargara sobre sí todas las culpas que llevaron a Salomé a la muerte? Al médico sólo le faltaba una sotana para parecerse en todo al Padre Rafael, o veinte kilos de grasa para ser igual a Ramírez.

     Una de las monjas, la más joven, lloraba. Depositó en sus manos un billete de quinientos guaraníes para los gastos del entierro. Y cuando abandonaba el edificio, se dio cuenta que la misma suma iba a entregarle a Ramírez, para la demostración a don Roberto, si le hubieran permitido. 

     El sábado santo, cuando caía la tarde, estaba dando los últimos toques al muñeco. Le satisfacía el parecido con su propia cara. El Padre Rafael se daría cuenta, y por allí empezaría todo. Él admitiría que el parecido era de propósito, y desde ese momento, el cura tendría que escuchar sus razones.

     Durante esos días santos en que se dedicó al muñeco, se obligó hasta el máximo a no pensar en Salomé. Salomé era la protagonista de una historia que no le concernía en absoluto y él tenía un trabajo por delante: entregar al fuego un Judas realista.

     Podía estar complacido. Admiraba la auto-disciplina que se había impuesto. No pensar, y no pensaba. Darle a Judas su sonrisa y sus narices, y lo había hecho. El trabajo resultaba en cierto modo, una fuente de tranquilidad, porque se produjo un raro fenómeno. Desde el momento en que decidió dar a Judas su propia cara, el muñeco dejó de atormentarlo, como si entre esa cosa inanimada y él se hubiese formalizado un pacto que dejaba a Judas conforme con su cara y a él conforme con su trabajo de entregársela.

     Trabajaba hasta agotarse y dormía a pierna suelta. Y a veces, cuando despertaba de noche, el resplandor que despedía el blanco lienzo que cubría el muñeco ya no era la fuente de su miedo sino el brillo natural del algodón en la penumbra. Y volvía a dormirse.

     Se había permitido hasta una humorada. Judas, por lo del realismo, exigía tener barba y bigotes, pero su autor y modelo no los tenía. Entonces dejó de afeitarse, y hasta se rió de buena gana cuando concluyó que de alguna forma los papeles se habían trocado y era Judas quien le modelaba un rostro a él. Sería una lástima afeitarse el lunes para ir al trabajo, pues el chiste tenía una gracia que dolería al Padre Rafael, especialmente cuando el cura se enterara de lo que había hecho de él.

     A las nueve de la noche terminó de rellenar el cuerpo. Sentó al muñeco sobre una silla y empezó a vestirle la túnica improvisada. Le cubriría desde el cuello hasta los deformes pies, y si parecía una sotana, la culpa no sería suya sino del Padre Rafael. Algunas puntadas gruesas por acá, alfileres por allá, y su trabajo quedó terminado. Se alejó hasta el otro extremo de la pieza y contempló su obra. Sentado en la silla, con los brazos colgantes y las piernas tiesas, el muñeco tenía un aspecto espantable, sobre todo, en la expresión perversa que se petrificaba en su cara de cartón.

     Aunque le dolía la cabeza y tenía la espalda envarada, sonrió con satisfacción. El pacto daba un resultado admirable. Su trabajo había sido como un penoso sacrificio. O mejor, una penitencia. O, un gesto valiente de [123] entregar su propia imagen al fuego, no relleno de paja, sino de sus propios dolores amargos. Y no sería una burla al Padre Rafael, sino un reproche a los que no lo comprendían y le abandonaban, desde Emilio y el Padre Rafael hasta Salomé, que se había muerto para que un chiquillo de guardapolvos blanco le pidiera cuentas, erigido en Juez idiota de un mundo más idiota aún que no concebía ni permitía un gesto de independencia espiritual.

     Jorge Servián ardería el domingo de Gloria. Entonces él quedaría limpio. Durante siglos le habían venido persiguiendo y quemando año a año, y durante centenares de miles de días vino transitando por el mundo, reclamando en vano un poco de piedad y de comprensión. Pero el peregrinaje llegaba a su fin porque había encontrado en Jorge Servián una piedad superior. Y Jorge Servián ocuparía su sitio y su dolor, rellenado con paja e injusticias humanas para que él, Judas, quedara limpio, tan limpio que podía dar la cara al Gólgota y mirar de frente a Jesús, aunque Jesús tuviera la cara de Emilio o de Aquino, o los ojos muertos de su esposa, o la piel tirante de Salomé, o la mirada sin brillo de don Roberto.

     La cabeza le dolía insoportablemente, y cuando decidía ponerse la camisa sobre la camiseta sudada para ir a buscar un calmante en el almacén de la esquina, golpearon la puerta. La abrió y se encontró con el Padre Rafael. Confusamente, al responder a su saludo, pensó que la presencia allí del Padre Rafael estaba fuera de lugar. Era sábado santo. El cura debería estar rezando o en retiro, pero no allí. Pero había venido y...

     -Pase, Padre.

     -¡Mi Dios...! -exclamó el cura. Miraba al muñeco sentado en la silla, como un visitante estrafalario. Es feo como debe ser.

     -Y triste, ¿no? -Estaba decidido a no permitirle escapada alguna al sacerdote. Le haría admitir que era triste, porque le habían destrozado por dentro.

     -Bueno. Siempre consideré triste a Judas.

     El cura generalizaba. Pretendía eludir la cuestión. Fingía no ver a Jorge Servián relleno de paja.

     -...pero vine a algo más importante, y doloroso. De otra manera, no me habría permitido salir hoy- decía al Padre Rafael.

     -¿De qué se trata...?

     -Un compañero suyo de trabajo. Roberto Delgado. Lo dijo la radio. Le atropelló un camión y...

     -¡Murió...!

     -¿Lo sabía ya?

     -No. Pero estaba previsto.

     -¿Qué dice, don Jorge?

     -Que faltaba eso. Ahora Jorge Servián arderá mejor.

     Le divirtió la cara de asombro del Padre Rafael. De asombro y de alarma. En el fondo -se regocijó- el cura era un cobarde, incapaz de asimilar y comprender lo que estaba sucediendo delante de sus narices.

     -Por Dios... ¿a qué llama Ud. Jorge Servián?

     -¿Por qué finge, Padre?

     -¿Finjo qué...?

     -Mírelo. No le dé la espalda. ¡Es él...!

     -Sí. Judas.

     -No. Jorge Servián.

     La cara del Padre Rafael reflejaba un penoso espanto. Era su castigo.

     -Don Jorge, don Jorge. Déjeme sacar ese espantapájaros de acá. Después rezaremos juntos, ¿quiere...?

     -No. -Empujaría al cura hasta el colmo de la desesperación. Le haría probar su propia medicina.

     -Don Jorge. Tranquilícese. Ud. está enfermo. Es la fatiga nerviosa de su trabajo. ¿Sabe? Ud. tiene que dejar que yo le ayude. Lo que dice está mal. Ud. se viene conmigo.

     -¿Adónde?

     -A la iglesia. Rezaremos juntos, ¿quiere? Rezaremos hasta quitarle de adentro esas ideas que me asustan. Y si eso no resulta, iremos a un médico. Ud. necesita un médico, don Jorge. ¡Venga!

     -No le podemos dejar solo -señalaba al muñeco.

     -Reaccione, don Jorge. ¿Qué le pasa? Es sólo un monigote deforme.

     -Está deforme porque le rompieron todos los huesos a golpes.

     -¡No! ¡Es un muñeco relleno de paja! ¡Venga!

     Con desesperación, el Padre Rafael tironeaba de él. Adivinaba que quería llevarle quién sabe dónde, para después volver solo y despanzurrar a Jorge Servián, y que los dolores volvieran a rodar por los siglos y por el mundo. Pero él no se iría. Los flacos brazos de ese sacerdote mal alimentado no le arrastrarían por el suelo, como lo hizo Ramírez.

     -No. Me quedo. Tengo que vigilarlo. Hasta que mañana vengan a buscarlo para la quema.

     -¡La quema está suspendida! No haremos tal cosa. Lo importante es Ud. don Jorge. Ud. me hace sufrir. Presumo cosas espantables -suspiró desalentado-. Esto es una locura... -Su voz se hizo suplicante-. Véngase conmigo. Si no quiere, no iremos a la Iglesia. Iremos solamente al médico. ¡Ud. necesita un médico, hombre de Dios!

     -Padre Rafael. Ud. pierde el tiempo. Es más, miente. Se ha dado cuenta que ahora le toca a Ud. Sea valiente, aguante y sufra como yo. Después, cuando cada uno de sus poros sea un dolor de quemadura, y cuando cada recuerdo sea una gota de ácido que le cae en el corazón, venga y pídame perdón. ¡Recién entonces, me iré con Ud.! ¡Y ahora, déjeme en paz!

     Nunca creyó que el Padre Rafael fuera tan liviano y endeble. Le aferró de la nuca y de los pliegues de la sotana y lo llevó a empujones hasta la puerta. La sotana se rasgaba y el Padre Rafael le suplicaba.

     -Modérese, don Jorge, modérese...

     La figura vestida de negro salió despedida hacia la calle, y cerró la puerta de un golpe pero los puños del sacerdote seguían golpeando el madero.

     -¡Don Jorge, ábrame la puerta!

     No le hizo caso. La cabeza le dolía aún más con el esfuerzo. Ya se cansaría el cura.

     -Don Jorge. No se vaya ¿eh? Vuelvo enseguida...

     Oyó los pasos que se alejaban apresurados.

     En medio de su dolor de cabeza, se abrió paso un temor insidioso. ¿Qué había dicho el cura? Que volvería. Y no volvería solo.

     Vendría al frente de todo el Comité de Mejoramiento Parroquial para echar abajo la puerta. Entonces, don Crisóstomo tomaría la palabra y en nombre de todos, acusaría a Jorge Servián de la muerte de Don Roberto, que no había muerto por accidente, sino se suicidó arrojándose bajo las ruedas de un camión, y yacía en el pavimento, rodeado de peces también muertos. Y Jorge Servián no podría defenderse y gritar que don Crisóstomo leía revistas pornográficas, como su padre, porque estaba mudo y tan lleno de miserias que no podía ni mover la mandíbula.

     Luego le premiarían a don Crisóstomo con la tercera Medalla, y destruirían finalmente a Jorge Servián para que sus arrepentimientos del siglo no fueran quemados, y empezaran a arrastrarse de nuevo como gusanos sobre la tierra.

     Tenía que evitar eso a toda costa. Se levantó dispuesto a ganar la delantera al Padre Rafael. Apresuradamente, fue al patiecillo trasero y cortó el alambre de tender ropa. Volvió adentro y ató la larga tira de metal al cuello del muñeco.

     -Y ahora, a quemarlo.

     Cargó con el muñeco y salió a la calle.

     Debe ser frente a la Iglesia...

     No quedaba lejos, y Jorge Servián no pesaba nada. Las calles, en ese sábado Santo, estaban desiertas y silenciosas, y en ese momento rebotaban en las piedras solitarias las once campanadas de la anteúltima hora.

     -Debe ser frente a la Iglesia...

     Sería su más crudo reproche al Padre Rafael.

     Llegó a la plazoleta desierta. Lástima grande que en el centro no hubiese nada de qué colgar a Jorge Servián. Pero en la calle había unas columnas...

     El grueso alambre era corto.

     No importa. Entre los árboles obscuros cruzaba aquel hilo de alumbrado que...

     Para alcanzarlo, trepó al árbol-paraíso con Jorge Servián a cuestas.

     Desde allí sí se podía.

     Dobló el extremo del alambre en forma de gancho. Un poco abierto, porque el hilo del alumbrado era bastante grueso...

     Debía apresurarse, pues el Padre Rafael corría por la plazoleta agitando los brazos, gritando con desesperación.

     Enganchó el alambre al cable.

     Y cinco mil voltios del conductor de alta tensión, crepitaron en una llamarada que envolvió a las dos figuras encaramadas al árbol.

FIN

 
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