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MARIO HALLEY MORA (+)

  OCHO MUJERES Y LOS DEMÁS - Novela de MARIO HALLEY MORA - Año 1994


OCHO MUJERES Y LOS DEMÁS - Novela de MARIO HALLEY MORA - Año 1994
OCHO MUJERES Y LOS DEMÁS
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original: 
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Editorial El Lector, 1994.
 
 
PRÓLOGO

Mi intención no ha sido de ninguna manera escribir una novela feminista, sino apenas una novela con protagonistas femeninos, sin muchas cargas dramáticas, y acaso con la simpleza con que transcurre la vida misma, en la óptica de los personajes femeninos de diversa extracción, involucradas hoy en el acelerado cambio de nuestra Sociedad. Un distinguido amigo, ilustre crítico, me ha reprochado «haber abandonado el gran teatro por la pequeña novela». No creo haber abandonado el teatro, grande o pequeño, sino, con la justificación de un grande como José Luis Appleyard, incorporar los trazos de algún oficio teatral a la novela, ya que son, al fin de cuentas, géneros que se desenvuelven en el marco de la narrativa. En cuanto al tamaño del libro, que no es el tamaño que pueda alcanzar la novela, es el condicionamiento económico que asfixia todo intento de explayarse a lo largo de muchas páginas, y obliga a la economía del papel y del estilo al mismo tiempo. En todo caso, esos condicionamientos obligan al escritor paraguayo a hacer de cada trabajo de narrativa, un ejercicio de síntesis permanente, en el que quizás se pierda alguna substancia mensurable de méritos literarios. De todas maneras, en esta novela vuelvo con todo gusto a los temas recurrentes que son ya muy notorios en mi modesta producción: mi ciudad de Asunción, y la mujer.
Cumplo en aclarar que todos los personajes son ficticios, los nombres y apellidos y linajes familiares también son imaginarios, aunque enmarcadas dentro de la peculiar composición de la Sociedad paraguaya, de modo que todo parecido de aquellos con personas reales, vivas o muertas, es pura casualidad.
Finalmente, con el permiso del lector, dedico esta novela a Zunilda, mi esposa, cuya infinita paciencia y comprensión me han acompañado y alentado siempre, a mi hija Charito, y a mis nietas, Elisa, Jazmín, Pacita, Zulma, Luján, Michele, María Sol y Lucía.
Mayo de 1994
MARIO HALLEY MORA
 

UNO - CELIA

*     Mejor cierro las ventanas y aseguro las puertas -se dijo Celia- y miró afuera, al oscuro jardín como arrebujado con el frío de agosto, lloviznoso y desagradable. Papá andará de parranda, como siempre y apuesto a que nuevamente olvidó la llave o se le cayó al quitarse o ponerse los pantalones quién sabe donde y con quién. Pues que toque el timbre, o según el grado etílico que trae, trate de abrir la puerta a puntapiés.
*     Para empeorar las cosas no se había llevado el auto, o para mejorarlas -se dijo- porque esta vez no estarían rezando con sus hermanas para que papá no maneje borracho, y de noche. Desde el día anterior el coche se estaba negando a arrancar, y el furioso papá andaba preguntando cómo se dice «hijo de puta» en japonés para escribirle al fabricante del auto.
*     Aseguró las cuatro ventanas que daban al jardín, y la puerta frontal, además de la que llevaba al garaje y la que daba acceso de la cocina al patio. Murmuró su queja de siempre, que todo el vecindario ya había puesto rejas de hierro por todo sitio previsible donde se colaran ladrones, pero papá lo dejaba pasar, indiferente a que en sus ausencias, bastante repetidas, quedaban en casa cuatro mujeres, algo no muy tranquilizante, si se tiene en cuenta que ahora los ladrones no solamente roban, sino también violan.
*     -Y aquí hay cuatro posible vírgenes jóvenes y apetitosas -se dijo- toda una tentación para los adictos a las películas del cine Victoria y a las revistas pornográficas.
*     Sus hermanas, Dina y Elida, ya estarían dormidas en su habitación, y María estaría leyendo en la que compartía con ella. Había conseguido la última novela de Isabel Allende. Fanática lectora, tendría la luz encendida hasta la madrugada, porque era de las que leen un libro de un tirón. Por eso ella había quedado abajo, en la sala, mirando en la televisión por cable un programa mejicano bastante idiota, con el premio de un auto cero kilómetro para el concursante menos torpe. Tenía sueño, pero la perspectiva de tratar de dormir con el poderoso velador de María inundando de luz toda la habitación no le pareció muy agradable, de modo que tuvo la tentación de quedarse a dormir en el diván, pero tuvo miedo. Los benditos ladrones nos están cambiando las costumbres -pensó- ahora las rejas ya no adornan, sino hacen fortaleza de las casas. Hay que poner rejas, papá. Además, ella, Celia, la hija menor y la preferida de papá por lo menos en la niñez, sentía el imperio de una soterrada responsabilidad, y solía esperarlo despierta.
*     Pensó que bien podía aprovechar el desvelo lector de María leyendo a su vez, el texto de Criminalística que era su obligación más inmediata en la Facultad, pero había descubierto que «lo que leo de noche no aprendo» y nunca se entregaba a lecturas nocturnas.
*     Con un suspiro decidió subir cuando le llamó la atención un ruido metálico en la puerta. Papá tratando de introducir la llave en la cerradura, en la obscuridad y con el pulso posiblemente temblón por el alcohol. Decidió ayudarlo abriendo la puerta accionando la cerradura interior, y allí estaba papá con esa nariz que se volvía cada vez más atomatada y surcada de venitas azules con los años y con los tragos, apuntando el vacío con una llave y sin tener mucho conciencia de que la puerta ya estaba abierta. El traje arrugado, la camisa manchada. La bufanda de lana que se puso esa tarde para proteger su garganta del frío, había desaparecido.
*     -Entra, papá.
*     -¿Por qué diablos no hay luz en el porche? -Su voz era pastosa y la lengua parecía de gelatina.
*     -Hay una luz en el porche, papá.
*     -Deberían tenerla encendida, desconsideradas.
*     -Está encendida, papá.
*     El hombre se volvió y enfocó la mirada a la luz, como para convencerse de que estaba encendida.
*     -Creo que debo ir al oculista -murmuró su padre y entró.
*     Celia aseguró la puerta y se apresuró a tomar del brazo a su padre, para repetir la escena de siempre. Ella tratando de ayudarle a subir la escalera, él rechazando indignado semejante ayuda ultrajante, murmurando cosas como «tu papá no es un inválido» o «¿crees que estoy borracho, por Dios?» y sólo aceptarla después del tropezón en el primer escalón.
*     Llevó a su padre hasta la habitación, que antes fuera de matrimonio y ahora era la melancólica estancia de un viudo. Pero nada había cambiado desde el fallecimiento de mamá. La gran cama, el tocador de ella con toda la parafernalia de frascos, polvos, cepillitos y afeites. Papá no había permitido que se tocara nada, ni siquiera el peine, que acaso tuviera aun algunos de los cabellos rubios ceniza de mamá. Una vez ella había arreglado la cama, llevando la almohada de él al centro, y se asombró de la furiosa reacción de su padre y de la energía con que volvió a poner su almohada a la derecha, en perfecta linea con la de la ausente, a la izquierda, como si esperara que ella regresara a ocupar su sitio.
*     -¡No vuelvas a hacerlo! -Había rugido.
*     -Es insano, papá.
*     -Sencillamente, no vuelvas a hacerlo. ¿Entendido?
*     -Sí, papá.
*     Ayudó a su padre, que soñoliento y con el estupor del beodo había claudicado de todas sus rebeldías dejaba hacer, a desvestirse. El saco húmedo por la llovizna, los pantalones que ya traían corrido el cierre de la bragueta, la camisa arrugada como una vieja bandera sin gloria, y la ropa interior que despedía olores cuya procedencia decidió no preguntarse. Le quitó los zapatos y las medias, pensó llevarlo a la ducha, pero papá ya se estaba durmiendo, lo acostó y lo arropó. Empezó a roncar y a lanzar un acre vaho alcohólico, pero aún en la inconsciencia se movió bajos las frazadas, acomodándose a la derecha, en el lugar que le correspondía. Contempló a su padre con una mezcla de compasión y vergüenza. «Empezó a beber desde que mamá murió de aquella estúpida manera» se dijo, y apagó la luz.
 
DOS - MARÍA

*     Cuando entró Celia a la habitación, María leía a Isabel Allende, pero no lograba concentrarse en la lectura. Inconscientemente estaba con el oído atento a los ruidos de abajo, a los conocidos ruidos que hacía papá al regresar de sus francachelas cada vez más frecuentes. Además, debería estar practicando en la procesadora de palabras, porque el Director del diario le había dicho que la llamaría, porque quería cambiar a la redactora de Sociales, que al parecer había montado su propio negocio con las fotografías en colores de los baby-shower, los casamientos linajudos y los veraneantes de San Bernardino. Sociales, no era precisamente lo que soñaba en la Facultad de periodismo. Quería mucho más, un uniforme de combate y un casco, por ejemplo, y ser enviada en la línea de batalla. O cubrir un escándalo entre un General y una modelo, algo que conmoviera, que sacudiera. Y que le llenara de experiencias y apuntes para su gran novela, que se sentía capaz de escribirla, y leía a Isabel Allende, que de columnista pasó a una fama fulgurante de escritora. Isabel Allende, su ídolo. Lástima que su nombre, María Ibáñez, no traía evocaciones heroicas como el apellido de Isabel. Se preguntaba si no podía adaptar como escritora otro apellido, sonoro, relacionado con el martirio por la democracia aquí en el país, y desolada no encontró ninguno con la resonancia heroica de «Allende».
*     -¿Cómo llegó papá? -Preguntó.
*     -Como siempre -dijo Celia.
*     -Si quieres, apago la luz.
*     -Muy gentil de tu parte.
*     -¿Percibo una ironía?
*     -Perdón, María. Lo de papá me apena y enoja.
*     -¿Quieres hablarlo?
*     -Prefiero dormir.
*     Esperó que su hermana se desnudara y se acostara, y apagó el velador. Pero no tenía sueño. Al apagarse la luz se hizo visible a través de los cristales de la ventana el gran jardín de la casa, aterido de frío y goteando llovizna. El gran jardín de la gran casa de la gran familia Ibáñez. La gran familia de Jaime Ibáñez, ahora compuesta por papá y las cuatro hermanas, porque mamá se había ido y el único hermano varón se mató (¿hace cuatro años ya?) en aquella monstruosa moto japonesa. Suerte, es un decir, que desde poco antes mamá estaba sumida ya en el no-mundo del coma, en el Sanatorio Panamericano, y no llegó a enterarse de la muerte de su querido Raúl.
*     -Es curioso -pensó María con los ojos abiertos en la obscuridad- que papá nunca mencionara que con la muerte de Raúl, se extinguía su largo linaje. Muy delicado de tu parte, gracias, papá. Aunque nosotras presentimos que vives con ese dolor de macho, pero no lo sacas afuera ni cuando el alcohol te suelta la lengua.
*     El apellido Ibáñez venía de muy hondo. Toda una novela en sí mismo, se dijo recordando sus apuntes destinados a escribir la historia de la familia. La bisabuela, Jacinta Velasco, había sobrevivido al exterminio de la Triple Alianza. Casi niña y huérfana, porque su padre había muerto en la masacre de las minas de hierro de Ybycuí y su madre, dicen, acompañó a Madama Lynch hasta el mismo Cerro Corá, pero allí se perdió todo rastro de ella. Jacinta quedó en Asunción, bajo la protección de su madrina, doña Iluminada Otazú de Peruzzi, que gozaba de inmunidad ante los dos bandos porque su marido, Giorgio Peruzzi, era suizo-italiano, comerciante y astuto, que primero abastecía a las tropas de López y después a las fuerzas de ocupación de la Alianza, sin olvidarse jamás de tener izada la bandera suiza en la azotea de su casa, en un asta suficientemente alta como obligar a los artilleros a apuntar sus cañones hacia otro rumbo. De esa casa de gente bondadosa salió Jacinta para casarse a los 18 años con Juscelino Moreira, un civil jefe de Intendencia de las fuerzas imperiales de ocupación que por la naturaleza de sus funciones conoció a Giorgio, y en su casa, más tarde, a Jacinta, de cuya belleza quedó prendado.
*     De Juscelino Moreira tuvo dos hijos varones, Baltazar y Matías Moreira, que llegarían a ser ilustres ciudadanos, Baltazar poeta que un día se marchó a París y nunca volvió, y Matías político liberal cuya memoria es hasta hoy venerada por sus correligionarios. Jacinta enviudó siendo muy joven, cuando los hijos habidos con Juscelino aún no habían entrado en la adolescencia. La muerte de Juscelino es un misterio en la historia de la familia -se dijo María- porque unos la atribuyeron a la picadura de un escorpión escondido entre fardos de alfalfa, otros a un envenenamiento criminal y apuntaban a una cortesana francesa a cuya casa al parecer concurría muy frecuentemente el apasionado Juscelino, pero a tenor de una carta de la bisabuela, conservada por la familia, Jacinta atribuía la muerte de Juscelino a una «pasmadura de la sangre» y describía unos síntomas que según el Doctor Acosta, el médico de los Ibáñez a quien mostraron la carta, era ni más ni menos que tétano.
*     Jacinta se consoló muy pronto de su viudez, que de paso, le había dejado en holgada posición económica, al casarse con Federico Ibáñez, un hacendado correntino de los que emigraron al Paraguay por persecuciones políticas en Corrientes, y se estableció en Misiones, y con el matrimonio, de hecho se unieron dos fortunas, íntegramente dedicadas después a hacer florecer la estancia misionera. Y no solamente acreció la fortuna, sino también la familia, pues la joven viuda fue prolífica como nueva esposa, concibiendo cinco varones, Timoteo, el mayor, un militar que llegó a Coronel y contra todas las reglas de una época de violencia murió de viejo y en su cama, dejando un tendal de hijos legítimos y naturales, subproductos de sus campañas revolucionarias, a algunos de los cuales «reconoció» y llevaron el apellido Ibáñez, pero a otros no, teniendo que conformarse con sobrellevar el apellido de sus respectivas madres. Alfonso se entregó al sacerdocio, viajó a Roma, aprendió mucha Teología y terminó como Profesor de latín y castellano en los Colegios de Asunción. Prudencio fue el tercer hijo, que se ahogó muy joven en las aguas del Tebicuary tratando de salvar un ternero llevado por la creciente. Anacleto fue el cuarto, que curiosamente aparecía poco en los papeles de la familia, pero sí en uno de los cuadernos de la bisabuela donde copiaba poesías y anotaba sus pesares y pensamientos, y se refería a Anacleto como «mi cruz» o el «castigo de mis pecados», o a veces con torrencial ternura «mi pobrecito Anacleto» de todo lo cual, María deducía que al matrimonio le había salido un hijo disminuido mental, mogólico, probablemente. Finalmente, el hijo menor, Rosendo, que fue abuelo de papá, que sólo abandonó la estancia un tiempo para estudiar tres años Teneduría de Libros en Asunción, y volvió a Misiones donde trabajó toda su vida con su padre, hasta que el buen correntino murió, y el abuelo Rosendo heredó todo, con anuencia de Alfonso, el hermano cura que no ambicionaba las materialidades de este mundo, y del hermano soldado, Timoteo, que no cambiaría por nada del mundo su austera existencia cuartelera por las comodidades de una estancia, y se conformó con una suma de dinero que le entregó el abuelo Rosendo, y que al parecer, el buen soldado usó como bálsamo de su conciencia ayudando a algunos de sus hijos naturales a montar algunas actividades comerciales de provecho, o a estudiar. Papá suele mencionar que el doctor Máximo Morínigo, el más ilustre abogado y diplomático de las primeras décadas de este siglo, fue uno de los hijos naturales de Timoteo Ibáñez.
*     La bisabuela Jacinta, a los ochenta años, aburrida de su dieta senil de arroz blanco y leche, un mediodía de verano pidió que le prepararan un plato de locro con «ipocué». Almorzó opíparamente, se echó a hacer la siesta y con toda seguridad, despertó en el Cielo y a la diestra del Señor.
*     María se enorgullecía de la precisión de sus apuntes, que se fueron volviendo más fáciles cuando los documentos fueron más recientes, como cuando el abuelo Rosendo se casó con una dama de San Ignacio, Misiones, maestra de escuela y por añadidura, reina de belleza de la ciudad, coronada en el mismísimo palacete Municipal, Angelina del Espíritu Santo Añazco, cuyos padres se enorgullecían de un grado de parentesco con el General Caballero. Y en las extrañas circunstancias de este matrimonio se dan algunos toques recogidos por el espíritu milagrero de la gente. Rosendo y Angelina tuvieron un hijo varón, bautizado Federico en memoria del abuelo correntino. Todo indicaba que Federico sería hijo único porque Angelina, que viajaba a Asunción a hacer tratamientos para la infertilidad no lograba concebir otro hijo. Sobrevino la Guerra del Chaco y Federico se presentó y fue movilizado como oficial de infantería y marchó a la contienda. Murió en la desastrosa batalla de Strongest, la única derrota paraguaya en la guerra a la edad de 20 años. Y después, de esta muerte anonadante para el matrimonio, en rigor en 1936, Angelina, a los 41 años, quedó embarazada, y nació papá. De ahí su nombre de Bienvenido
 
TRES - DINA
 
*     Dina tampoco podía dormir. Escuchó con resignación la bienvenida de borracho que hacía Celia a su padre, pero entre las cuatro hermanas, ella, la segunda, era la que mejor había asimilado la situación, con cierto fatalismo. Papá sabrá lo que hace con su vida, solía decirse, pero enseguida se arrepentía de su crueldad. Debería ser compasiva como Celia o como María, o maternal como Elida, pero tenía tendencia a dejarlo correr.
*     Por eso, lo que le causaba insomnio era sencillamente una obscura forma de resentimiento, que se coló en su conciencia cuando estaba viendo la televisión esa noche.
*     -¿Por qué ella y no yo?- Se había preguntado al ver y oír pontificar con aire sabihondo a la mujerona gorda, «mestiza de sargento y de cocinera» la calificó, que acababan de nombrar para un alto cargo en el Gobierno.
*     -Tengo 26 años -se analizó- dicen que soy hermosa, pero quedemos en bonita. Buena figura y todos los dientes. Licenciada en sicología, Licenciada en idioma inglés en la Universidad Nacional, curso de la Secretaria perfecta en Buenos Aires. Afiliada al Partido y Dios sabe que me pasé horas sobre la máquina de escribir y cenando empanadas grasientas con café negro durante la campaña electoral. Pero no me valió de nada, sigo siendo la Secretaria decorativa de un obscuro Subsecretario tan anodino que pasó desapercibido con la epidemia de cambios desde 1989, y que dejó de preocuparse de mi promoción cuando le dije no a su invitación a pasar juntos un momento agradable. Debí decirle simplemente no y no ponerme en puritana provocándole el susto de su vida al decirle que llamaría a su señora a ver si aprobaba el momento agradable. Si aquello fue acoso sexual duró poco. Lo que dura mucho es la frustración de él, que a su vez me frustra en mi trabajo a mí. Debo ser víctima de una forma retorcida de acoso sexual abortado. Consultaré con Celia, que estudia Derecho.
*     Sonrió y trató de dormir, pero no pudo.
*     -Papá tiene razón cuando nota la nerviosidad que traigo del trabajo y me dice que «hija, no necesitas trabajar» -reflexionaba- y en cierto modo tiene razón, como la tiene cuando le dice a Celia, su bebita, que no necesita estudiar, y a María, cuando se refiere a sus diplomas de la Facultad de Filosofía como un ponderable esfuerzo, pero puro tiempo perdido. Su mentalidad de ganadero bastante próspero le hace concebir el bienestar de la familia a partir de las vacas y los toros. Quería que todas sus hijas vistieran a la moda (para eso hay plata...), se fotografiaran en Punta del Este y trabajaran en obra de caridad para beneficio de los pobres, y desde luego, tuvieran su cochecito, pero sólo lo aceptaron Elida y María, esta señalando con aire de disculpa a sus hermanas que como periodista, le sería muy útil, cuando tuviera tal empleo, claro. Sólo Elida, la mayor, se salva de sus críticas. Se encarga con alegría de la cocina, de la limpieza, y se pregunta si ya no es hora de encontrar marido y tener muchos hijos, a los 28 años. Ella aceptó tener la camioneta porque la necesitaba para ir al supermercado. Y realmente sólo la usa para eso.
*     -Papá, tienes tres hijas ambiciosas y una conformista -dijo a la oscuridad- mérito de mamá. Vos firmabas los cheques y mamá nos llevaba a la mejor Escuela, al mejor Colegio. Ella, sin mucha educación, era fanática de la educación. Nos quejábamos, mamá, pero no cedías un palmo, dulce como un hada, férrea como un sargento, a estudiar, a ser la mejor, la abanderada de los desfiles, el primer nombre en la lista de honor. Y lo lograste con casi todas, porque la cachazuda Elida se te empacaba con la mansedumbre invencible de una mula cansada. «No es para mí, mamá» se quejaba y se iba a leer a escondidas sus libros de poemas o andaba por la casa caminando o ayudando en las tareas domésticas como una zombie, con el audífono de una radio minúscula colgando de una cinta y sintonizada en FM incrustado en el oído. Sólo con ella te diste por vencida, mamá. Pero de todas maneras te agradecemos las cuatro. Somos lo que queremos ser, o por lo menos, mamá, estamos en camino.
*     -Lo que pudre es la caudilla rural esa con sus pechos de vaca y sus labios gruesos de lamesartenes. Dios, te pido humildemente perdón, pero sí me pudre. Tú, en tu infinita sabiduría, sabes que hay una escala de valores, que Tú mismo lo inventaste. ¿Cómo ella sí y yo no? ¿Cómo se llega y cuáles son las armas? Suelo imaginar que es la sabia manipulación del sexo, pero si fuera solamente el sexo, esa gorda estaría custodiando un archivo en un sótano polvoriento. Entonces... ¿Qué? Inteligencia, imagen, carisma, tener talento y demostrarlo, tener sentimientos altruistas y derramarlos, tener ambiciones y empujarlos, tener señorío, alcurnia moral, e imponerlos. Muy pocas han llegado no muy alto con esas armas. Entonces debe haber otra cosa. Algo que se resume en ser notoria. Notoria, puede ser la palabra mágica. Que las cámaras de TV te busquen, que los periodistas te enchufen la boca sus grabadoras, y cuando una cuestión se pone caliente, correr todo el mundo a preguntar que piensa Fulana, o mejor, que dice Fulana. Y lo que dice Fulana está ahí, importante, porque Fulana se da maña para andar por los pasillos, manejar pedigüeños, sentarse en el palco, dialogar con los monstruos, hablar en nombre de la mujer paraguaya, usar palabras adecuadas como «reivindicar», «redimir» y provocar el aplauso del mujerío cansado de oír vaciedades masculinas y hambrienta de que una de ellas tome por fin la larga posta.
*     -Soy una envidiosa de porquería -se dijo al fin. Pero desde mañana me pongo a trabajar para ser notoria. Ya descubriré cómo se hace, tal vez empezando a hacer olas. Algo se me ocurrirá. Como el asunto ese del acoso sexual.
*     Y se durmió por fin.
 
CUADRO - ELIDA
 
*     Elida dormía profundamente, y soñaba que una voz viril, suave y susurrante, le recitaba un poema de Rubén Darío, sobre el fondo de Sueño de Amor, de Lizt. Era la voz el Príncipe Azul que se aproximaba montado en un caballo blanco, y su voz lejana era la nube del paisaje, y el verde y el brillo lunar de las montañas. El jinete glorioso se venía acercando, pero en medio de tanta dulzura, empezó a sentir la pena de siempre, porque en el momento justo en que el Príncipe desmontaba y se acercaba a su desmayada imagen de enamorada, pasaría de repente a otro mundo. A este mundo feo, porque lo maligno del sueño era que despertaba en el momento de mayor esplendor.
*     Despertó y en la oscuridad entreví a Dina dormida como siempre, acurrucada como un bebé y con el pulgar en la boca.
*     -Por lo menos debí hablarlo con ella -se dijo Elida pensando en su secreto. Su secreto era Marcelo, que quería casarse y era simpático, alto y fuerte y un poquito panzón y un poquito calvo y un poquito cerca de los 35. No exactamente el Príncipe Azul, pero aun siendo soltero tenía el aspecto de papá bonachón de numerosa familia que ella pensaba concebir como la culminación de sus sueños.
*     Había conocido a Marcelo en el supermercado. Primero lo conoció de vista, y pensó que era un esposo hacendoso haciendo las compras y examinando cuidadosamente cada frasco o paquete antes de ponerlo en el carrito de compras. En otra ocasión se atrevió a mirarle las manos, disimuladamente, y no tenía anillo de matrimonio. Sonrió con un extraño alivio y Marcelo creyó que le sonreía a él y le sonrió a ella, que esperó no haberse ruborizado tanto como para ser notado. El hielo se rompió en otro día en que coincidieron cuando a ella se le cayó una lata de durazno que fue rodando a parar bajo las estanterías. Se agachó a buscarlo cuando oyó por primera vez la voz de Marcelo.
*     -Déjeme ayudarla, señora.
*     Recogió el envase y galantemente lo puso en el carrito.
*     -Gracias, señor.
*     -A sus órdenes, señora.
*    Durante toda la semana, sintió vergüenza por la respuesta de buscona que diera a Marcelo.
*     -No soy señora.
*     -Es una agradable noticia -respondió Marcelo, con una gran sonrisa que descubrió una dentadura de diversos tonos de marfil, obra maestra de algún buen dentista.
*     Una corta conversación sirvió para que ella informara como quien no quiere la cosa que sus días preferidos de supermercado eran los jueves a las 18, lo que ocasionó que los días preferidos por Marcelo fueran también casualmente los jueves a las 18. Fueron madurando la amistad a lo largo del itinerario compartido de dos carritos de compras, y del formal intercambio de informaciones sobre la mejor leche en polvo, las calorías de la manteca vegetal, el buen sabor del aceite de oliva español y del queso de rallar italiano, amén de que los fideos de sémola pueden comerlo -según Marcelo que tenía a su madre enferma de tal enfermedad- hasta los diabéticos.
*     Más tarde, terminadas sus compras, después de la estación en que Marcelo, con extrema cortesía (cortesía de timidote lanzado, se decía Elida con visceral sabiduría femenina) empujaba hasta la Caja los dos carritos, y cargadas las vituallas en la camionetita Nissan de ella y en el enorme Chevrolet negro de él, tomaban el fresco en el ancho estacionamiento, charlando y mirando correr el enloquecido tránsito de Mariscal López.
*     En esas charlas, Elida fue conociendo la historia bastante gris, pulida, rutinaria y sin aristas, de Marcelo, que se disculpaba de la lisura de su existencia, diciendo que «no hay nada heroico en mi vida, y ni siquiera fui al cuartel porque soy hijo único de madre viuda». Todo él -se decía Elida- muy lejos del Príncipe azul de coraza de plata y cabellera rubia al viento, con su calvicie que iba marchando desde la frente para atrás y su cara de angelote maduro. «Pero de todos modos, me agrada», se replicaba mensurando la distancia entre las imágenes del sueño y la carnadura de la realidad, y desde luego, desde la altura ya un poco melancólica de sus 28 años.
*     Fue hijo único del matrimonio de don Artemio Figueredo y de Judith Hoffman, hija a su vez de un Secretario de la Embajada de Alemania en Asunción, Erich Hoffman, en la década de los años 30. Cuando los Estados Unidos entraron en la II Guerra Mundial, los diplomáticos alemanes vieron cernirse nubarrones obscuros sobre su cómoda misión diplomática y como pudieron, se marcharon a la Madre Patria, menos Erich que con la desaprobación total de los miembros de la Embajada, había mezclado su sangre aria, matrimonio mediante, con la de una paraguaya, Emilce Segovia, que ya tenía una hija, Judith, cuando fue abandonada la misión diplomática. El bueno de Erich pensó y tuvo razón, que nadie le molestaría y así fue hasta cuando el Paraguay declaró la guerra al Eje, y no precisamente para contribuir decisivamente a su derrumbe. Por entonces, Erich había montado ya una fábrica de chacinados en Luque, tenía un buen pasar y Emilce le dio otro hijo, un varón, Enrique Hoffman, Enrique, por el padre de Emilce.
*     Judith, a la edad de 18 años, se enamoró del Contador de la fábrica de chacinados, Artemio Figueredo, cuyo deber era ir un día a la semana a poner en orden los libros de don Erich, pero a medida que la rubia Judith crecía y florecía, el serio y pacato Contador encontraba misteriosamente más tareas que realizar, y terminó concurriendo a la fábrica todos los días hábiles de la semana. Don Erich percibía el tímido coqueteo de los jóvenes, sus miradas, sus rubores y también el temor de provocar la furia del alemán, y decidió cortar todo por lo sano de la manera más germanamente práctica. «¿Por qué no se casan de una vez?» estalló un día.
*     Se casaron y sólo trascurridos seis años de la boda, Judith concibió a Marcelo, su único hijo. Pero el bueno de Erich no habría de ver a su nieto, porque hombre sanguíneo, goloso, de cuello de toro y bebedor de cerveza, no resistió a la tercera manija de chopp una calurosa tarde de diciembre y su corazón estalló. Emilce confió a su hijo Enrique la dirección de la fábrica que había crecido, modernizado y hasta tenía dos camiones de reparto, con la recomendación de dar su parte de alguna manera a Judith y a su marido. Enrique hizo algo más. Asoció a Artemio Figueredo por partes iguales, le entregó la dirección y la gerencia de la fábrica, se hizo dar un sueldo y salió a vagar por las calles de Asunción en busca de gratificaciones homosexuales, hasta que un día amaneció muerto y molido a palos en la plaza Rodríguez de Francia, frente a los cuarteles de la Marina.
*     Artemio Figueredo hizo que la fábrica prosperara, tuviera su propio criadero de chanchos, un enorme criadero de pollos y su propio molino de alimentos balanceados, y cuando murió doña Emilce, le llevaron a un suntuoso Panteón en el Cementerio Alemán, donde le esperaban ya los restos mortales del marido, previsoramente trasladados de su humilde tumba original. «Juntos en la Vida y en la Muerte» hizo tallar en mármol Artemio para la sepultura de sus suegros, sin imaginar que pronto, él iría a acompañarlos. Marcelo tenía trece años cuando un día, en pleno trabajo, Artemio sintió unos agudos dolores de estómago, que atribuyó a algo que había comido, y pidió a Judith un tecito de yaguareté-ca'a. Pero los dolores persistieron, decidió que le llevaran a un Sanatorio, al que llegó muerto por una peritonitis fulminante.
*     Judith desnudó entonces su paciencia y su valentía alemanas, y se hizo cargo de la dirección de la fábrica, y con espíritu previsor apartó a Marcelo de todo lo que no fuera una carrera de Contador primero, y de Doctor en Ciencias Económicas después. Una vez a la vista de los dos diplomas, entregó la floreciente empresa a Marcelo, adquirió una casa en Asunción y decidió pasar su vejez en paz y volviendo a los inacabables trabajos de tejido y bordado de su infancia. Pero no alcanzó esa pacífica felicidad, porque enfermó de artritis en su forma más agresiva, y era casi una inválida.
*     De modo que el Marcelo que conoció Elida, era el hijo solterón y devoto de una anciana señora enferma, próspero propietario de una fábrica aséptica como un quirófano de chacinados, de un criadero de pollos superlativo y un molino de alimentos balanceados, sano de alma y de cuerpo, austero hasta el límite de encargarse él mismo de las compras, tímido y ansioso de casarse, con el entusiasta apoyo de mamá Judith.
*     Sólo que Elida no se decidía.
*     -No sé si lo amo -se decía- pero por lo menos le respeto. De alguna manera es el hombre ideal para una dama bastante pernilarga y flaca de 28 años, que sueña ser esposa y madre. Lo mejor que puedo encontrar, aunque acaso alcanzara algo mejor si cuido mi figura como Dina, o me maquillo como María o haga danza jazz como Celia. Pero eso no es para mí. Quiero un hogar para mí, hijos, muchos hijos. Y lo mejor que me ha pasado es conocer a Marcelo.
*     Pero... ¿Quien cuidará a las chicas y a papá si me voy?
 
 
 
EPÍLOGO
María obtuvo un éxito total al publicar facsimilarmente la confesión del Coronel Corvalán. Centurión la felicitó ocultando valientemente su envidia. Cayo y Braulio le ofrecieron una cena en el San Roque. María los oía discutir agriamente. Cayo le había insinuado un cierto grado de relaciones sentimentales, y Braulio le invitó ya una docena de veces a vivir en pareja. Pensó con cierto remordimiento, que nunca diría sí a ninguno de los dos. También sintió que tardaría mucho, en borrar su pena por el Comisario Riveros, que fue trasladado a una ruinosa Comisaría de Ñeembucú. Al parecer no le perdonaban que la prensa le ganara de mano.
Celia se recompuso rápidamente de la pérdida de un enamorado y un veterinario al mismo tiempo. El Establecimiento andaba a las maravillas, y el doctor Dionisio Valiente, era simpático, cortés, y soltero.
Dina, en Alemania, se distinguía en el curso que llevaba, y la Fundación le urgía a que lo terminara para enviarla al África, donde había mucha pobreza. Con firmeza, ella había manifestado que quería volver a su país, donde tenía mucho que hacer.
Elida contemplaba el cuarto de niños que había diseñado prolijamente, con profusión de moños, lazos y cervatillos de Disney, ositos de peluche y campanillas colgantes sobre la cuna, un arquitecto evidentemente maricón, y se acariciaba el abultado vientre, feliz de que la tomografía indicara que era niña. La primera, faltaban tres.
Beatriz tenía ya una carpeta de poemas de su marido, entusiasmado por el asombroso resultado del primero, y de la expresión bobalicona de su esposa al leerlos. Beatriz contemplaba la carpeta. «Es basura, pero los escribió él», se decía, pensando que la paz y el regreso del amor bien valía fingir y soportarlos. «Después de todo, hay esposas que hasta fingen orgasmos» concluía.
Judith había conseguido que el cuarto de niños estuviera en el piso alto, contiguo a su habitación. No estaba enterado que se esperaba una niña, y pensaba que fuera un varón, a quien ya había bautizado. «Se llamará Erich, como mi papá. Y si alguien me dice que Erich Figueredo no suena bien, lo mato».
Doña Rosario sigue enseñando a alumnos aplazados. Por las tardes, al anochecer, escucha en el solar vecino la baraúnda de los perros vagabundos, en jubilosa bienvenida. «Ha llegado Ricardo» se dice.
A las dos de la mañana, Prudencio Peralta, o Marlene, fatigado y con los testículos irritados por las medias bombachas no diseñadas para él espera al último cliente en la esquina de Caballero y Herrera. Suspira feliz. Se ajusta el corpiño, se ajusta la minifalda. Un coche obscuro se viene acercando.
La vida continúa. La muerte también.
 
 

Enlace al ÍNDICE del libro OCHO MUJERES Y LOS DEMÁS  en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES
PRÓLOGO
UNO - CELIA
DOS - MARÍA
TRES - DINA
CUATRO - ELIDA
CINCO - BIENVENIDO IBÁÑEZ
SEIS - JUDITH
SIETE - MARÍA
OCHO - CELIA
NUEVE - LA FAMILIA
DIEZ - DINA
ONCE - ELIDA
DOCE - MARÍA
TRECE - CELIA
CATORCE - BIENVENIDO
QUINCE - LA FAMILIA
DIEZ Y SEIS - JUDITH
DIEZ Y SIETE - DINA
DIECIOCHO - MARÍA
DIECINUEVE - CELIA
VEINTE - LA FAMILIA
VEINTIUNO - DINA
VEINTIDÓS - BEATRIZ
VEINTITRÉS - MARÍA
VEINTICUATRO - LA FAMILIA
VEINTICINCO - DINA
VEINTISÉIS - JUDITH
VEINTISIETE - LA FAMILIA
VEINTIOCHO - MARÍA
VEINTINUEVE - BEATRIZ
TREINTA - ELIDA
TREINTA Y UNO - JUDITH

TREINTA Y DOS - LA FAMILIA
TREINTA Y TRES - MARÍA
TREINTA Y CUATRO - DINA
TREINTA Y CINCO - LA FAMILIA
TREINTA Y SEIS - BEATRIZ
TREINTA Y SEIS - MARÍA
TREINTA Y OCHO - CELIA
TREINTA Y NUEVE - DINA
CUARENTA - MARÍA
CUARENTA Y UNO - CELIA
CUARENTA Y DOS - MARÍA Y LA PANDILLA
CUARENTA Y TRES - JUDITH
CUARENTA Y CUATRO - BEATRIZ
CUARENTA Y CINCO - MARÍA
EPÍLOGO

 

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