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JUAN CARLOS HERKEN KRAUER

  LA VILLA AMATISTA - Novela de JUAN CARLOS HERKEN - Año 2003


LA VILLA AMATISTA - Novela de JUAN CARLOS HERKEN - Año 2003

“LA VILLA AMATISTA”

Novela de JUAN CARLOS HERKEN

 

 

Año: 2003

Arandurã Editorial,

www.arandura.pyglobal.com

Tel.: 595 21 514295

Asunción. Setiembre 2003.

 

 

 

“Un lingüista llega a una universidad en las montañas, cerca de una de las ciudades milenarias de un reinado en África del Norte. Allí se ve confrontado a varias situaciones que rozan el umbral entre sueño y realidad: las apariciones de una mujer envuelta en un tapado azul, el encuentro casual con el Rey moribundo en su palacio de invierno, la desaparición de un coche y sus ocupantes entre las olas de arena del “Mar Seco de los Orígenes Sagrados”, la fuga de algunos desesperados que intentan cruzar el “Mar Mojado” hacia la tierra prometida…

En esta historia se mezclan recuerdos del pasado vivido en América Latina y en diversas ciudades europeas con el presente del pueblo árabe y su idiosincrasia religiosa y cultural. El lingüista se mueve en un mundo masculino dominado por la religión y otros misterios, dejándose llevar de la mano por la mujer de sus sueños, verdadera protagonista de la novela.

Después de la publicación de El mercader de ilusiones, en 1995, Juan Carlos Herken ha vuelto, con La villa amatista, a entretejer una historia fascinante, en esta ocasión, con el fondo violeta de la amatista, tapada de azul y revestida de resonancias árabes”

SONJA M. STECKBAUER

 

 

PRESENTACIÓN

La novela LA VILLA DE AMATISTA, escrita entre 1999-2002, constituye el tramo final de una tetralogía que se inicia con EL MERCADER DE ILUSIONES, escrita entre 1989 y 1991, y publicada en 1995. Entre ambas figuran LA CARTA DE ULISES (1990-93), y VERANO EN PARÍS (1993-95), que circularon de manera privada, y serán publicadas dentro de poco tiempo.

Aunque las cuatro novelas fueron escritas en contextos diferentes, y no hay repetición de personajes ni tampoco un encadenamiento de sucesos noveládos, conforman una tetralogía en el sentido de que uno de los ejes centrales de la narrativa constituye la confrontación permanente con contextos geográficos y culturales diferentes, y con la aparente perversidad de la constante resurrección del pasado. LA VILLA DE AMATISTA es la más extensa y multidimensional de las cuatro obras, y al tener lugar en un espacio geográfico que no es ni Sudamérica ni Europa -y que cristaliza la gran confrontación que regirá este siglo- cierra así la reflexión literaria sobre el constante viajar -a veces deseado, a veces forzado-en el espacio y el tiempo, un constante viajar que está anclado en la intuición de que el único hogar inamovible, y a su vez, quizás, el más acogedor, es el lenguaje en sí mismo.

 

 

 

LA VILLA DE AMATISTA

 

JUAN CARLOS HERKEN

 

 

I

 

         La nieve rebosaba del cielo, y el viento aceleraba su caída. Al llegar a la tierra, los copos volvían a subir, revoloteando a través de blancas carcajadas.

         El jefe de seguridad apostado en la puerta principal se acercó, saltando sobre los montículos:

         - ¿Quiere que le consiga un coche?

         - No hace falta. Voy a pie.

         - ¿Se queda en la villa o va a otro lado?

         - Voy para abajo.

         - Ah, qué bien. Le va a gustar. ¿Cuándo vuelve?

         - Mañana, así lo espero.

         La última pregunta le llegó tarde, ya cuando estaba atravesando la ruta, e hizo como si no la hubiese comprendido. Caminó con lentitud a la parada de los grands taxis, que se encontraba a unos dos kilómetros de su residencia en la universidad. Llevaba sombrero y paraguas. Instrumentos casi ridículos en esa intemperie, pero se convenció de que su figura marrón tambaleándose entre el hielo y la nieve mantenía una cierta dignidad.

         Sábado, de un febrero encastrado en las reglas climáticas de la montaña.

         Iniciaba así el viaje más importante de su vida.

         El último.

         Hizo una pausa en el café de la villa, sobre todo para secarse las botas. Los otros comensales preferían el té a la menta, azucarado y espumoso. Con el vapor de las infusiones y menjunjes, y el humo de los cigarrillos, la sala era una caldera somnolienta, que roncaba y empañaba los vidrios de las ventanas.

         Unas ganas de esquiar le cosquilleaban los hombros, y se sorprendió al constatar cómo el animal dentro de cada hombre resistía, empujando los instintos en contra del itinerario impuesto por la historia personal. El ímpetu deportivo se apagó pronto gracias a la humedad y a esa férrea decisión que llevaba dentro de él, y que a su vez lo llevaba a él. No sabía qué nombre darle, pero estaba seguro que tenía una dirección precisa. Uno de esos lugares que escapaban a las coordenadas de la brújula.

         Su magnetismo venía de otras montañas, e irradiaba una geometría anciana, pero aún desconocida.

         El frío que le golpeó la cara al salir del café lo obligó a ocuparse de deberes más concretos: ajustar el sacón de cuero, arreglar el sombrero y calzarse los guantes.

         Ya sobre la colina de la cual descendería para llegar al mercado se dio vuelta para mirar lo que había dejado atrás - uno de los tantos tics, otrora vitales, hoy inútiles, que arrastraba consigo- y contempló las torres grises del palacio del Rey que asomaban por detrás de los pinos. Era más que probable que el amo de todo el país, e incluso de otras posesiones terrenales, no se encontrase en su residencia de invierno. Ello no le impidió imaginárselo solo, vestido con esas sotanas de la región que terminan en capotas puntiagudas, caminando sobre los pisos de mármol, maldiciendo una impotencia desconocida para los otros, y jurando alguna venganza filosa contra un enemigo anónimo pero decidido.

         Al llegar al mercado notó que la gente seguía trabajando. En el patio trasero varios taxis soportaban estoicos la nieve. Apenas había cruzado el portal, cuando se le acercó uno de los tantos intermediarios, sonriendo y sacudiéndose los copos de la cabeza y la cara. Le dijo a qué ciudad quería irse, y arreglaron el precio usual. Precisó que no quería compañía.

         El chofer - tez morena, amplia sonrisa, dientes blancos- condujo el viejo Mercedes Benz a diesel hasta la comisaría. Le pidió un documento, y se alejó portando el papel blanco que era su carta provisional de residencia.

         Esperó acompañado por el estornudo del caño de escape del coche, y la ligera vibración de los vidrios.

         Minutos después, el chofer apareció de vuelta con un oficial de policía:

         - Su pasaporte.

         - Disculpe, lo dejé en mi casa. Espero que no sea grave.

         El policía le observó fijamente y miró hacia atrás, buscando una ayuda que sería difícil que existiese.

         - ¿Cuándo vuelve?

         - Mañana, así creo.

         - Tenga cuidado.

         - No se preocupe.

         Al atravesar la avenida principal de la villa, y después de verificar en sigilo que tenía su pasaporte en el maletín de cuero, se dio cuenta de que el chofer no hablaba francés, y él apenas conocía diez palabras, mal pronunciadas, del dialecto local, derivado de aquella lengua que alguna vez fue la primera e incluso, quizás, la única.

         Había dicho varias veces "Mouha, Mouha...", apuntando el pulgar de su mano derecha a su corazón, y él terminó por aceptar que ese era el nombre del chofer.

         Sobre la colina al costado del lago, creyó ver manchas de sangre flotando en la nieve.

         Eran las banderas rojas del reinado, azotadas por el viento, pero estoicas y persistentes.

         Pasaron por una de las entradas oficiales del palacio, resguardado por soldados inmóviles. Hombres altos, rejuntados de la región montañosa de la "raza de los valientes". Sus padres y abuelos, décadas ha, habían sido reclutados - y también esclavizados- por las potencias al norte del Mar Mojado de los Orígenes, sirviendo en las primeras filas de aquellas guerras en las que la supervivencia era un descuido de los Dioses mercuriales. Los hijos y nietos, ahora juntaban piedras y fósiles para venderlos a turistas ignorantes, se dedicaban al negocio del contrabando o cruzaban, a veces a nado, las decenas de kilómetros que separaban el continente, que alguna vez fue el primero y hoy era el último, del otro multicolor, otrora brillante, hoy desteñido por la abundancia material y el aburrimiento.

         Poco después inició el descenso. Pensó que la única alegría del día sería el redescubrimiento de una respiración normal. A más de mil seiscientos metros de altura, se sentía semiahogado, su tos había devenido crónica y algún virus aún ignorado por los científicos arrogantes de las grandes ciudades al norte solía despertarse para inyectarle una fiebrecita que no respetaba ni horarios, ni posiciones.

         Él estaba donde no tenía que estar.

         Hombre de llanuras y de selvas tropicales, de agua dulce y de elevaciones pigmeas, había sido arrastrado por los remolinos de una época de terremotos y convulsiones, y por una vanidad adolescente, hacia otros planetas, islas de cemento y acero, llanuras de hielo, y mares de agua caliente y agua fría, ensalzados y díscolos. Fue sólo en estos últimos donde consiguió una hermandad espontánea. Ahí, sin embargo, era perfectamente consciente de que él constituía un tejido de células odiado, rechazado por las otras especies. "Todos los problemas del mundo vienen del hecho de que la gente no consigue quedarse en su casa", había dicho siglos atrás un filósofo francés. Y en ese momento se maravilló al constatar que no entendía el significado de la palabra "mundo". Y tenía a su vez crecientes dudas sobre la función de la palabra "casa".

         Unos tres kilómetros más abajo intentó comunicarse con el chofer. Le señaló la nieve por la ventana, que a medida que descendían, se había hecho cada vez más escasa, restos de crema blanca sobre piedras negras y marrones. Mouha sonrió y dijo algo parecido a "schwia... ". El sonrió y levantando su brazo, señaló el cielo con el dedo. Mouha movió la cabeza de izquierda a derecha, juntó los dedos de una mano, en un gesto que él interpretó como poco, o pequeño. De ese intercambio que bien podría haber tenido lugar miles de años ha, en una caverna, quedaban varias posibilidades. Había nieve, o era cada vez más escasa, o el cielo se había achicado. O eran pocas las personas que llegaban allá.

         El viejo Mercedes se introdujo en un montón de nubes, y avanzaron más despacio. Ambos buscaban asegurarse de que aún había algo sólido debajo de ellos.

         Llegaron a la primera localidad que se encontraba a mitad de camino entre la montaña y el valle. Los hombres cruzaban la calle de manera parsimoniosa, estirando sus largas vestimentas. Algunas pocas mujeres, todas ellas con el velo tradicional que les cubría la cabeza y apenas dejaba entrever el rostro, recorrían las aceras, a la búsqueda de comestibles.

         Apenas habían abandonado las últimas casas, cuando la bajada se hizo más pronunciada. El taxi arremetía las curvas con una temeridad espontánea, las que apenas se dibujaban en la espesa capa de nubes que parecía perseguirles por todas partes. La nieve ya había desaparecido por completo, y la temperatura empezaba a subir.

         De pronto, al entrar en una curva bien cerrada, el automóvil chirrió, sacudiendo sus últimas entrañas, y un cielo azul rabioso explotó de la nada y se abalanzó sobre ellos, sin pedir explicaciones. Mouha no ocultaba su intensa agitación, sonriéndole con sus dientes blancos y apuntando con una mano hacia abajo.

         En el horizonte se cristalizó un inmenso valle con fondos de montaña. Ya empezaba a atardecer, y sobre los hombros de la cordillera se cuajaba una mancha lechosa de duraznos marchitos. Abajo, un río titilaba su piel de plata.

         - ¡Temma! - gritó el chofer.

         A unos veinte kilómetros, en la base de una de las montañas que llevaban hacia el este, distinguió una pequeña galaxia acostada sobre la llanura, temblando en medio de una ligera bruma, algunas luces tempraneras guiñando de manera sistemática.

         Era Fes-la-Vieja, que había parido reyes y profetas, guerras y dinero, núcleo volcánico de antiguos imperios, y puerto de partida de varias rutas y senderos, algunos ya desaparecidos, otros aún vigentes. Y entre estos últimos, estaban aquellos que llevaban al sur hasta el Mar Seco de los Orígenes Sagrados, al este hacia el País del Millón de Mártires, y al norte al Mar Mojado.

         También era puerto de llegada.

         Punto final, ahí había decidido hacer reposar sus sueños y exorcizar sus pesadillas.

 

II

 

         Había elegido el hotel haciendo uso de la desidia, leyendo una de las tantas guías en inglés sobre el Reinado. Cerró los ojos, e hizo que el azar decidiese con un simple movimiento de los dedos. "Hotel Amor", en la Rue de l'Arabie Saoudite, cerca de una de las plazas de la "ciudad de las avenidas", el conjunto urbano que los franceses -en los tiempos de la Ocupación- habían construido para resguardarse de los ataques de la Medina.

         Sonrió al pensar que alguna gente se imaginaría el gesto como el último signo sentimental de algún amante extraviado. La explicación era más sencilla: su cerebro padecía de súbitos terremotos y de lagunas inexplicables. Nombres y datos naufragaban sin previo aviso en arenas movedizas. Podía recuperarlos, pero ello le costaba tiempo y esfuerzo.

         Ya desde hacía un tiempo había dejado que el azar, o al menos aquello inexplicable que se disfrazaba de lotería, se convirtiese en el norte de lo cotidiano. No todo lo que había planificado había sido disuelto por lo imprevisto, pero la cosecha arrojada por la dictadura de la voluntad le parecía, ahora por lo menos, bastante magra.

         El pescador se encontraba en la playa examinando la red recién sacada del agua. Aquellos agujeros más grandes de lo esperado eran testigos silenciosos de que algunos peces soberbios, multicolores y de exquisita carne, se habían fugado, en el último momento. A pesar de todo, encerrado en su tapado de cuero, que contenía el sudor y recalentaba el cuerpo, comprendió que ahora lo más importante era ahorrar energía.

         Al entrar en el vestíbulo del hotel, cargando un bolso de plástico negro y el maletín de cuero, sintió como si en realidad había cometido un serio error y que en cualquier momento se derrumbaría del todo. De los altoparlantes en lo alto de las paredes rebosaba una vieja grabación de "La Paloma", en español. Había sido la canción favorita de su padre, y todos esos recuerdos -es decir aquellos que habían sido vida y ahora eran noche- le carcomían la piel, arañando hasta los huesos. Nubes invisibles giraban en torno de él, portando fotos de familia, que alguna vez fueron alegría pero no tardaron en devenir tragedias, y ahora eran negativos rayados, polvorosos y descuidados en una cómoda incómoda, a donde ni siquiera las arañas llegaban.

         - As salam alaikoum...

         - Ua alaikoum as salam...

         Bajó la cabeza, dejando caer su bolso, que golpeó el piso con ruido de piedras volcánicas. El eco de las frases que acababan de ser pronunciadas seguían rebotando en la sala de recepción del hotel, y de pronto se dibujaron en los espejos. Letras blancas, pinceladas a mano:

         "- Que la paz sea contigo..."

         "- Y contigo también..."

         Su mirada se transformó en una estalactita fija e indescifrable, leyendo una y otra vez el mismo texto.

         -Bonjour, Monsieur...

         El sudor frío reventó en su rostro, haciéndole cerrar los ojos. Sus piernas comenzaron a temblar.

         - Monsieur...

         En lo más profundo de su alma -es decir, en lo que quedaba de ella- divisó una paloma con cuerpo de mujer que se alejaba. Cerró de nuevo los ojos, y escuchó la cacofonía de algodón y plumas, cayendo sobre la tierra.

- Monsieur!

         El conserje, trajeado de negro y con una corbata roja, lo escudriñaba, al comienzo curioso y precavido, y luego ya con un cierto temor.

         - Vous êtes seul?

         - Ouí...

         - Vous restez longtemps ?

         - Pas beaucoup...

         El hombre bajó la cabeza, revisó un cuaderno y se dio vuelta para buscar una llave en el casillero.

         - Aquí tiene. La ventana da sobre la calle y desde ahí usted puede admirar la "ciudad de todas las ciudades"...

         Avanzó dos metros y recogió la llave.

         - Si usted quiere, solamente...

 

         La habitación era simple. Una cama grande, un sillón, una pequeña mesita, y al costado el baño. Como había sido prometido, la ventana daba a la calle, pero al acercarse comprobó que solamente sacando el cuerpo podía divisar, a lo lejos, las murallas que protegían la Medina.

         Abrió el maletín de cuero, y obedeciendo a la inercia, ordenó los artículos de aseo personal. Entre ellos el cortaplumas suizo, regalo de su padre. Estiró la hoja principal, y hasta la tenue luz que venía del único foco que colgaba del techo no consiguió evitar que el filo brillante se convirtiese en el eje de todo el lugar. La cerró de nuevo.

         Se dirigió al baño y constató las dimensiones de la bañera. Cabría en ella, a pesar de lo largo de sus piernas.

         Dos minutos después se dio cuenta que estaba en la calle del hotel, despertado por las bocinas de los coches y el ajetreo mundano de la gente llevando a cabo sus comercios. Poco después llegó a una plazoleta lindante con una gran avenida que portaba el nombre del padre del Rey actual. En el medio las grandes palmeras y al fondo, hacia abajo, las murallas de la ciudad antigua, imponiéndose en el paisaje a pesar de la bruma.

         Enseguida se le acercó uno de los tantos fauxguides, tanteando una conversación con frases en francés, en alemán, en inglés. Hombre delgado, de tez morena, bien vestido, irradiaba esa agilidad muscular que sólo se puede heredar de aquellas familias que llevaban en la sangre una intuición diabólica para detectar la buena oportunidad de hacer un poco de dinero. Sus ojos saltarines trataban de encasillar al cliente potencial, buscando aquel indicio que le permitiría ubicar la etnia, y con ello el talón de Aquiles.

         - Ia ni panimaio...- dijo él, dibujando en su rostro los signos de la incomprensión

         - ¿... ?

         - Ruski! Ruso! Panimaitie? Ujaditie!

         Apresuró sus pasos, y sintió el fresquito de la tarde retirándose, y de la noche anunciándose. Se percató del peso de su maletín colgando del hombro izquierdo, y una rabieta interna amenazó con explotar, al acordarse de todo lo superfluo que aún llevaba adentro: su pasaporte, chequera, su cámara fotográfica Minox, su agenda y dos libros. Además de otros cachivaches.

         Atravesó el Mellah, otrora refugio de judíos sefarditas, y ahora lleno de negocios vendiendo colchones y televisores, y pronto llegó a una de las puertas principales de la Medina.

         Eludió los niños que correteaban y buscaban alguna propina de los turistas, y se sentó en el café menos concurrido alrededor de una plazoleta. Poco apoco fue invadido por esa electricidad que venía de los cimientos medioevales, y el trajín fosforescente de vendedores, paseantes, curiosos inofensivos y otros quizás no tanto, y los hombres sentados, midiendo la deshiladura del tiempo.

         Y en el medio de aquella efervescencia que se repetía todos los días y que nadie controlaba -apenas contenida por las humaredas visibles de café, té y cigarrillos, y las invisibles de todos los esqueletos y animales prehistóricos que se encontraban debajo del empedrado de las calles y detrás de las paredes de las casas- vio que ella aparecía con su cabellera larga y el tapado azul, sentándose con la sonrisa de siempre a su costado. Puso sus manos sobre el brazo izquierdo, del que aún colgaba el maletín de cuero, y le dijo, en voz baja:

         - "El tiempo pasa, pasa, y hay que hacer algo..."

         La miró y sintió el reflejo empañado de sus ojos. Puso su maletín de cuero sobre la silla al costado, y lo abrió, buscando algún artificio que pudiera contrarrestar aquel sueño que le revolcaba la sangre. Agarró un libro.

         - "Yo ya no compro más ese tipo de libros. Ahora tengo uno muy bello sobre los árboles..."

         Las manos de ella seguían aferrándose a su brazo. Él levantó la taza y la aproximó a sus labios, buscando alguna respuesta, allá en el fondo:

         - "Hay que saber disfrutar de las cosas simples. ¿Quieres un café?"

         Se acordó de la casa donde ella había nacido, y esa tarde en la que ella lo llevó al patio, y subieron por la escalera hasta lo más alto de una muralla, que permitía ver el centro de la ciudad:

         - "Yo no creo que esto te guste. Dicen que va a cambiar... Yo no creo... Yo quiero volver allá..."

         Los otros clientes del café seguían inconscientes de la presencia de la mujer con el tapado azul. Extrajo del bolsillo derecho de su saco una libretita conteniendo sus ejercicios de ruso.

         - "¡Ay! Tú no te quedas quieto... Antes el ruso y ahora esa lengua extraña de allá abajo..."

         Se miraron en silencio, y él bajó la cabeza.

         - "Tenemos que intentarlo de nuevo. Ninguno de los dos puede estabilizarse..."

         Decidió responderla, y al levantar la cabeza vio que ya no estaba sentada en la silla. Advirtió a unos veinte metros su figura azul, deslizándose a través de un grupo de mujeres de vestidos largos y pañoletas alrededor de la cabeza, adentrándose con pasos apresurados en una callejuela que llevaba a los fondos ocultos de la Medina.

         Estaba solo, ahora sí, cuerpo y mente. Tenía que pagar el precio de haber olvidado lo obvio, y de haber cerrado los ojos justo en el momento en que llegaba a una esquina de la vida.

         Se levantó como un autómata y dirigió sus pasos hacia la Gran Puerta, la que apenas pudo entrever a través de sus ojos empañados.

         Sintió el vacío colgando de su hombro izquierdo, y se dio cuenta de que se había olvidado del maletín.

         Se dio vuelta, y retornó al café. Ya no quedaba nada sobre la mesa que había ocupado, ni sobre las sillas.

Le habían robado el maletín.

 

 

III

 

         Su primera impresión fue de alivio, al comprender que, de todas maneras, aquello había devenido superfluo. Vana argucia. Enseguida sintió la picadura de acero al rojo vivo, de aquella violación brutal de la intimidad. El animal que todavía quedaba en él constató la sangre que se le subía a la cara, y al cerebro.

         Dos veces giró como un gato salvaje alrededor del café, humeando y con las pezuñas afiladas. Después se detuvo.

         Por algunos segundos, quizás escasos pero de hecho suficientes, se sintió el hombre más ridículo del mundo. Ahí, parado en el medio de una plazoleta a la entrada de la Medina, empujado y golpeado por una multitud inconsciente de lo que acababa de acontecer, debajo de nubes exhaladas por las parrillas de carne de oveja, sostenidas por el aliento de aceitunas y cebollas, apretó los puños y sus ojos gélidos buscaron algún fantasma que se deslizase con su maletín. Retornó al café, donde el mozo que lo había atendido hasta parecía como si ya lo aguardase.

         - ¿Pasa algo?

         - ¿Usted no vio el maletín de cuero que yo tenía?

         - No, señor, no he visto nada...

         Miró los rostros curiosos a su alrededor; en unos se advertía una cierta ironía, en otros era posible leer preocupación y tristeza. Aunque nadie hablaba, todos comprendían el incidente. El mozo había bajado sus brazos, y lo miraba con ternura.

         -Esto suele pasar, señor, vaya a la comisaría que se encuentra en esa dirección, entrando por ese callejón...

         Murmuró las gracias y siguió las indicaciones. Se introdujo en el callejón, y pronto divisó el letrero en azul que anunciaba en árabe y en francés Sêretê Nationale. Al entrar, dos policías que estaban sentados y compartían un cigarrillo, se levantaron de golpe.

         - As salam alaikoum... - dijo él.

         - Ua alaikoum as salam...

         - Tatakalem al francía?

         - Schwia...

 

         Escuchó de pronto la voz ronca y fuerte que venía de la puerta a la izquierda.

         - ¿Qué es lo que pasa, señor?

         Un hombre vestido con un manto negro, su rostro de espesos bigotes apenas sobresaliendo de la capucha, se introdujo arrastrando sus sandalias, y los dos policías se cuadraron.

         - Me acaban de robar mi maletín, con documentos y objetos valiosos...

         - Su pasaporte.

         - Estaba en el maletín. Tengo el permiso provisional de residencia, soy profesor de la Universidad, allá arriba..

         - Ah, usted es uno de los de arriba.. Y le puedo asegurar que no es el primero. Suelen causar problemas, y somos nosotros, los de abajo, los que tenemos que resolverlos.

         - No ha sido mi intención complicarle la vida.

         - ¿Cuándo llegó a Fes-la-Vieja?

         - Esta tarde.

         - ¿A eso de las tres?

        

         A pesar del bagaje de siglos que parecía aplastarle en cada resquicio de su cuerpo, tuvo aún energía para interrogarse sobre si la última frase había sido el acierto de la casualidad, o si había algo detrás que no alcanzaba a comprender pero podía intuirlo.

         - Sí, pienso que alrededor de las tres. No me fijé en el reloj.

         - ¿Y había muchas nubes cuando bajó de la montaña?

         - Si.

         - No es raro. Ya algunos de sus colegas sufrieron el mismo traspié, golpeados como estaban por el cambio brusco de altitud, y el baño de nubes. Todavía no aprendieron a caminar en la montaña.

         - Le puedo asegurar que he conocido montañas más altas y más peligrosas.

         - Nada tiene que ver eso con lo que ha pasado y con lo que acabo de decirle. En el Reinado de la Estrella Roja hasta la colina más insignificante puede embriagar a cualquiera. Venga, entre...

         Pasaron a una habitación sin ventanas. El hombre de la capucha se sentó detrás de la mesa que contenía una máquina de escribir y lo invitó a tomar asiento en la única otra silla. Leyó el permiso de residencia provisional, escrito en árabe en un lado y en francés en el otro.

         - ¿Dónde tuvo lugar el incidente?

         Le dio los detalles. El hombre de la capucha negra lo miraba fijamente, maniobrando el documento entre sus dedos. Cuando terminó su explicación, el comisario -era su probable rango- puso un papel en la máquina.

         - ¿Usted no estuvo mostrando dinero o algo parecido? Aquí hay mucha gente desesperada.

         - Pero mire, no, me comporté de la manera más recatada posible...

         - Aunque usted parece una víctima fácil.

         - ¿Por qué?

         - Tiene la pinta de pasar demasiado tiempo con los libros... No se enoje...

 

         Sonrió, y al hacerlo toda la tristeza camuflada dentro de él salió al exterior.

         - ¿Y su familia?

         - No tengo. Mi ex-esposa acaba de morir.

         - ¿Y sus hijos?

         Un vendaval invisible irrumpió en la habitación, haciendo temblar las paredes. Hasta se percató que la foto del Rey, en su traje blanco, amenazaba con caerse.

         Era el silencio.

         - Todavía... -intentó decir él.

         - Bueno -dijo el comisario-. Un típico hombre que vive al norte del Mar Mojado. Instruido, elegante, y su vida personal una miseria... Y además despistado.

         - Usted prejuzga demasiado...

         - Disculpe, profesor, y dígame, ¿qué enseña usted?

         - Lingüística, me dedico a los idiomas...

         - Espero que ya hable el árabe. Es nuestra lengua. A pesar de lo que digan aquellos que nos ocuparon, por un cierto tiempo.

         - Estoy aprendiendo y también el berebere.

         - Ah... El profesor quiere comprendernos... Qué bien.

        

         El comisario empezó a teclear con un solo dedo, observado desde la puerta por los dos policías que seguían compartiendo un cigarrillo. Las letras árabes repiqueteaban a paso de tortuga sobre el papel, elevándose con ruidos secos hacia el techo. El levantó la cabeza, como intentando descifrar el mensaje escrito allá arriba. Su sudor traspasaba las ropas y se cristalizaba en la frente.

         - "Así estaba escrito por Allah..." - dijo el comisario.

         Repitió la frase en árabe, y los dos policías asintieron con un movimiento de la cabeza. Continuó tecleando con un dedo.

         - ¿Perdón? - dijo él, intentando sacudirse de aquel sueño que, al mezclarse con alguna pesadilla, se aproximaba a la realidad.

         - "Estaba escrito por Allah", es el destino que le fue impuesto.

         - Quizás tenga razón...

         - No es lo que voy a poner en el informe policial, pero es lo único importante. Lo que usted tiene que aprender de todo este incidente.

         - Comprendo.

         El hombre de la capucha negra levantó los ojos, e intentó leer las líneas jeroglificadas en el ceño del extranjero.

         - Más tarde, quizás. También comprenderá, así lo espero, ya que usted es profesor de lingüística, que aquello que se dice, cuando se está escribiendo un informe oficial, pero no se pone ni el informe, es siempre lo más importante, lo que hay que retener.

         - ¿Usted fue a la universidad?

         Un ligero tic irónico apareció en los labios del hombre encapuchado, quien volvió a levantar los ojos.

         - Sí. Pero no a una como la de ustedes. A otra, que es la única que cuenta.

         Él estaba demasiado agotado como para seguir la conversación.

         - Descanse -le dijo el comisario, esta vez sin levantar los ojos.

         Después de media hora, las cuatro hojas del informe policial fueron depositadas sobre la mesa, y escuchó la lectura en árabe, y la traducción al francés. Firmó todas las hojas y se levantó:

         - ¿Ya está todo listo? -preguntó él.

         - Por el momento. ¿Adónde va usted ahora?

         - Creo que volveré al hotel.

         - Espere. Lo acompañaré.

         Dos minutos después de haber salido de la habitación, el comisario volvió y él se percató de que debajo del manto negro, al costado izquierdo de la cadera, se encontraba un bulto de ciertas dimensiones. Dirigió algunas palabras -y él creyó entender que se trataba de una orden- al policía que estaba de guardia sobre el umbral de la puerta que daba al exterior.

         Al reencontrarse en la calle, le asustó el fresco de la noche, resucitándolo. Sintió la mano del comisario agarrándole del brazo derecho.

         - Venga, vamos a dar una vuelta. No creo que encuentre mejor guía turístico que yo. Ah, entre otras cosas, me llamo Abdelkader.

         Intentó oponerse, pero mientras tartamudeaba alguna excusa que hacía referencia al cansancio y a su estado de shock, se dejó llevar por el vendaval que acompañaba a la figura del comisario, que a pasos rápidos ya había doblado en un callejón.

         - Y además gratis -le espetó, sin darse la vuelta.

         El callejón se hacía más obscuro a medida que se cerraba como un tirabuzón, y el espacio entre las dos paredes se volvía más estrecho. Una figura, también encapuchada, apareció de pronto y se pegó al muro para dejarlos pasar. Resultaba imposible decir si venía de abajo, de arriba o de algún otro costado.

         Llegaron a un orificio que en otros tiempos podría haber desempeñado la función de una puerta.

         - Cuidado. Baje la cabeza.

         Obedeció y sus rodillas casi tocaron el suelo al introducirse. Al levantar la cabeza dentro de una habitación abandonada y con una tenue luz que venía del fondo, observó que el Abdelkader había prendido una pequeña linterna.

         - Ahora vamos a subir una escalera que está en un estado no muy bueno. Ponga sus pies exactamente donde yo puse los míos.

         Respondió con el silencio. De la habitación se pasaba a un corredor que terminaba en una especie de descanso, con un piso de arena y piedras. Llegaron al primer peldaño. El comisario se dio vuelta:

         - Vi que en los objetos que tenía en su maletín estaba una guía turística sobre el Reinado.

         - Así es - respondió él, respirando con cierta dificultad -. Todavía no la leí con atención.

         - Léala. Si cree todo lo que dicen ahí, entonces dentro de pronto le robarán la cabeza. Y usted ni siquiera se dará cuenta.

         - ¿Qué es lo que tengo que leer?

         - Más bien escuche, abra los ojos y utilice el tacto de sus dedos, y el olfato. Y los ojos que tiene adentro. En la medida en que todavía funcionen.

         - A usted parece que le gusta la poesía, señor comisario. Y eso que parece un buen policía.

         Abdelkader sonrió, y se ajustó la capucha hacia atrás, dejando ver su espesa cabellera negra.

         - Y hasta diría que un buen guerrero -dijo él, asombrado de haber encontrado la fuerza para una frase punzante, e incluso quizás atrevida, a pesar de su estado de sonámbulo diurno apenas sostenido por la fuerza de la inercia.

         - ¿Usted oyó hablar alguna vez de los guerreros-poetas?

         - Creo que no.

         - Venga, subamos. Le quiero mostrar algo. Y después le contaré una de las tantas cosas que no figuran en esos libracos que usted lleva en su maletín. Y que con el peso que tienen, además le deben desfigurar los hombros. Pero le anticipo algo: "La guerra es un arte, y una buena batalla debe ser leída como un poema."

         - Me gustaría conocer al autor - dijo él, en una reacción inesperada de su otro yo profesional.

         - Para eso le falta mucho.

 

         Empezaron a subir la escalera que a cada paso crujía como un animal vivo. La linterna apuntaba hacia atrás, a pesar de que adelante no se veía nada, lo que él entendió como un gesto de conmiseración.

         - Preste atención aquí -le gritó el comisario.

         Miró hacia abajo y se percató del orificio.

         - Ya llegamos.

         Se encontraban en una galería cubierta por pedazos de lata y cuero. En la dirección que tomaron era posible percatarse que había ventanas cerradas, pero que dejaban traspasar rayos de luz. Abdelkader apagó la linterna y la puso en su bolsillo derecho.

         - ¿Qué es lo que tiene contra las guías turísticas, comisario?

         - No tengo nada. Además, incluso, y esto sólo entre nosotros dos, me parece adecuado que den una versión de la cosa. Ese es un mundo que se vende. Y despistan a mucha gente, algo que tiene sus efectos positivos.

         - ¿Y los otros?

         - Después está un segundo mundo, que se quiere vender a aquellos que leen demasiadas guías turísticas, pero que buscan algo que no esté ahí. Es la falsa promesa de una visión secreta.

         - Es decir, la ilusión de la originalidad.

         - Más o menos. Usted es profesor de lingüística, así que ya encontrará la expresión adecuada.

         - ¿Y después?

         El comisario se detuvo, e hizo un gesto de volver a colocarse la capucha.

         - Después está aquel mundo, que todavía supervive a pesar de todas las guerras que nos hicieron, a pesar de todas las ocupaciones y masacres que tuvimos que soportar, a pesar de todos esos juguetes raros, ruidosos y caros que nos invaden. Y que, si se porta bien, puede ser que le deje echar un vistazo. Se dio vuelta antes de que él pudiese responderle y siguió camino. La galería era bastante larga y él tenía incluso la impresión de que ascendía. El comisario se detuvo de pronto frente a una ventana y golpeó las persianas. Una voz respondió, y a él le costó identificar si era en árabe o en berebere.

         - ¡Mohamed! - gritó Abdelkader.

         Escucharon los ruidos de algún candado en tren de abrirse. Después la persiana se bajó y apareció el rostro pálido de un muchacho joven. La conversación fue breve y él no pudo comprenderla. Se percató que en la habitación, iluminada por una lampara a querosén, había más gente. Entraron juntos. Era una especie de taller-depósito, con viejas máquinas de coser, y pilas de cuero. Un fuerte olor a pintura y esmalte creaba su propia llovizna interior. El comisario se dirigió a un hombre anciano, recostado en una vieja silla.

         Él quedó enfrente de un perchero, con varios tapados de cuero para mujer. Automáticamente acarició uno de color azul grisáceo.

         Sintió la mano de Abdelkader en sus hombros.

         - ¿Quiere comprarlo?

         - No. Es decir, por ahora no...

         - ¿Le gusta el color? -y sintió de nuevo los ojos horadadores.

         - Siempre me gustó este tipo.

         - Vamos -dijo el comisario.

 

         Salieron sin despedirse, dejando atrás una aureola de aprensión y duda, que él sintió como si les persiguiese.

         - No se preocupe, sólo estoy controlando que el río no desborde su cauce. Es gente que trabaja.

         - ¿Y qué hace esa gente?

         - Trabaja con el cuero. No sé si es muy legal lo que hacen, pero bueno, hay que saber dejar vivir a todo el mundo. No quiero verlos en la calle robando a..., gente que lee demasiadas guías turísticas.

         Llegaron a una escalera que conducía a una terraza, cubierta sólo por algunas planchas de mimbre. Al subir, se dio cuenta primero del cielo oscuro y luego de la inmensidad de la ciudad iluminada.

         - "La ciudad de todas las ciudades", recogiendo la noche. Y las estrellas -dijo el comisario, acercándose a la baranda.

         - ¿Ya escribió un libro de poemas, Abdelkader?

         - Prefiero escribirlos en el aire, señor profesor. Y a pesar de que a usted le parecerá ridículo, duran más que los otros.

         - ¿No confía en el papel?

         El comisario dejó escapar una carcajada limpia y cristalina, que no estaba fuera de tono con la noche.

         - En realidad, tengo que admitir, que a veces hemos menospreciado el valor de los testimonios escritos. Muchas de las tragedias que tuvimos que sufrir sólo pasaron de boca en boca, y se convirtieron en leyenda. Nuestros ocupantes fueron más astutos. Tuvieron cuidado de no registrar aquello que más adelante podría hacerles daño. Pero, bueno, olvidémonos de eso, por ahora. Acérquese y mire.

         La ciudad se había convertido en una galaxia, que a pesar de que recién había aterrizado, mantenía un equilibrio nocturno entre la electricidad de las calles y plazas, y los techos adormecidos de las casas. Columnas de humo se levantaban, sin prestar atención a la geometría. Al fondo, las montañas seguían de guardia, sin esperar retribución alguna.

         - Las murallas -dijo el comisario.

         Separaban a la ciudad vieja de los barrios nuevos, que se expandían de manera horizontal, en un contraste exprofeso con la expansión vertical de la Medina. Abdelkader tenía razón: había algo que las distinguía de todo el entorno, más allá de la simple diferencia arquitectónica que pudiese existir.

         - Todavía sirven -dijo el comisario.

         - ¿Contra quiénes?

         - Eso no interesa tanto, por ahora. Es el recuerdo el que cuenta.

         Dirigió su mirada hacia abajo, y se percató de un callejón zigzaguearte que comenzaba cerca de una mezquita. A diferencia de los otros, no tenía trazas de contar ni con negocios, ni con vendedores ambulantes.

         - ¿Se fijó en el callejón?

         - Sí, me llama...

         - La última vez que los franceses intentaron ocupar esta parte de la ciudad, tardaron tres semanas en limpiar ese callejón. Y todo ello debido a la lluvia.

         - ¿Llovía mucho en esa época?

         La segunda carcajada de la noche estalló con la misma alegría. Abdelkader le puso una mano sobre el hombro izquierdo.

         - Pero mi estimado profesor, usted todavía tiene que aprender muchas cosas.

         - La meteorología nunca fue mi fuerte.

         - Justamente, es una meteorología muy especial. Llovía aceite caliente, cuchillos, piedras y pólvora. Debajo de esas piedras hay más huesos y sangre que en algún matadero industrial de su país. Pero no se asuste. Hay que saber respetar las murallas y lo que está debajo de las piedras de las calles. Si usted lo hace, esta ciudad le respetará y le abrazará.

         Sus ojos se dirigieron al minarete de la mezquita.

         - Vamos -le dijo Abdelkader-. Tengo que volver a la comisaría. Siempre hay trabajo, y por ahí aparece otro despistado como usted. Pero antes quiero mostrarle algo más.

         Se dirigieron a una escalera diferente de la que habían ascendido. Bajaron unos diez metros y entraron en otra galería cerrada. Después de unos cinco minutos de caminata, se encontraron con una puerta metálica, cerrada. El comisario se dio vuelta y le miró a los ojos:

         - ¿A usted se le puede tener confianza?

         Por la primera vez en todo el día, se dio cuenta de que tendría que responder a una pregunta que sacudía la columna vertebral, y que no venía de él mismo.

         - He sobrevivido - fue lo primero que le salió de la boca, antes de que pudiese pensar en el sentido de la respuesta.

         Sintió los ojos negros del comisario y vio que sus manos estiraban unas llaves del bolsillo de su manto.

         - Alljamdíallah! -dijo el comisario.

         - Alljamdíallah! -tartamudeó él.

         - Sobre todo no quiero que esto que va a ver pase a los labios de sus colegas.

         - No se preocupe, Abdelkader. Para decirle muy francamente, salvo contadas excepciones, prefiero la compañía de los gatos salvajes del bosque cerca de mi vivienda.

         - ¿Les da de comer?

         - Les pongo leche cerca de la ventana, a la noche.

         - ¿Y ya intentó acercárseles?

         - Hasta cuatro metros. Menos de eso y salen corriendo.

         - Ah, bueno. Entonces son los auténticos.

         Maniobró las llaves y luego empujó con fuerza la puerta, la que se abrió emitiendo chirridos agudos, casi una protesta. Entraron a una habitación a obscuras, y el comisario se dirigió en la penumbra hacia una ventana, tanteando la dirección con las manos. Tardó cerca de un minuto en encontrar el torniquete y abrió las dos pequeñas hojas. Sacó su cabeza y pareció contento con lo que acababa de ver.

         - Acérquese.

         Él se acercó despacio y metió la cabeza en la apertura. Sus ojos tardaron en acostumbrarse a la luz de abajo. Se percató de un patio apenas iluminado, a lo lejos. Distinguió la figura de hombres descalzos que caminaban despacio o ya se encontraban arrodillados sobre las alfombras.

         - En principio, usted no está autorizado a presenciar el momento en que los hombres se dedican a limpiar su cuerpo y su mente, y dialogar con Allah. Pero ya que es muy buen amigo de los gatos salvajes, estoy seguro de que el Todopoderoso nos perdonará a ambos.

         Por un instante pensó que la ciudad había cambiado. La ligera sospecha de que era él, quizás, el que había recuperado algunos ojos, perdidos ya hacía mucho tiempo, duró algunas décimas de segundo. Después capturó la cacofonía sonora de las calles, y se sorprendió al constatar que le llegaba de otra manera, menos díscola, filtrada por algodón.

         - Lo que está alrededor del patio es la madraza más antigua de nuestra ciudad, y una de las más antiguas del mundo -dijo el comisario-. Lo que ustedes ahora llaman una universidad. Y ahí enseñaron grandes maestros, cosechando del libro sagrado. Había menos materias y menos libros que los que ustedes deben tener ahora, y los objetivos era más modestos. Pero los resultados duran hasta ahora.

         - Comisario, yo también tengo una aversión a ciertas distorsiones intelectuales. Aunque quizás me haya dado cuenta un poco tarde.

         - Unas dos semanas en este lugar no le harían nada mal.

         - Lo tendré en cuenta.

         - Alguien que se llamaba Abd-ar-Rahman ibn Muhamad ibn Khaldum al Harhami... ¿Escuchó hablar de él?

         - No creo estar en condiciones de recordarlo, comisario.

         - Más conocido como Ibn Khaldun, de Túnez, donde nació en el siglo XIV, el de ustedes. Su familia pasó mucho tiempo en Al-Ándalus, y entre otras cosas, fue asesor del Sultán de Fes. El día en que perdió el favor del sultán, pasó dos años en prisión, muy probablemente cerca de ese lugar. Imagínese, profesor, cómo han cambiado las cosas. Si ahora usted pierde el favor de su jefe, obtendrá un seguro de desempleo, o unas vacaciones anticipadas, e incluso una carta de agradecimiento de la universidad.

         - Son las ventajas del así llamado progreso, Abdelkader.

         El comisario cerró abruptamente la ventana.

         - Tenemos que irnos. No me queda más tiempo.

         Bajaron por el mismo camino, pero al llegar al nivel del suelo tomaron la dirección contraria de la que habían utilizado. Puertas y escaleras construidas siglos atrás, y sin duda alguna pensadas para hombres pequeños, se dijo a sí mismo mientras intentaba seguir los pasos rápidos del comisario, avanzando con seguridad en la semipenumbra. Después de unos diez minutos llegaron a un callejón, al final del cual se observaban las luces de una calle más ancha.

         - ¿Es que antes los hombres eran tan pequeños? -le preguntó al comisario, que estaba ajustándose de nuevo su capucha.

         - Ay, profesor. Usted realmente todavía tiene mucho que aprender. ¿Se fijó en la forma de las escaleras?

         - Sí, angostas e imprevisibles en cuanto a su próximo giro.

         - Exacto. Para que los invasores al doblar se descuidasen, y dejasen al descubierto su pecho. Y ahí se les clavaba con una lanza. Y las puertas, como se habrá dado cuenta, hay que agacharse. Y ahí usted recibía un machetazo en el cuello.

         - Brillante.

         - Pero no se preocupe. Eso era sólo para los enemigos. Vaya hasta la calle principal y doble a la derecha. Pronto encontrará la Gran Puerta..., y desde ahí ya conoce el camino a la "ciudad de las avenidas".

         Él le pasó las manos y se dirigió a la dirección indicada.

         - Espere, profesor, espere.

         El comisario se acercó, una sombra negra en el medio del callejón.

         - Lo que pasó, eso es un signo de Allah. Pienso que significa que tenía que hacer algo, o quizás, que dejase de hacer algo.

         Sus ojos se elevaron y advirtió la testarudez de las estrellas. Continuó su marcha y se dio cuenta de que el comisario no se había movido del lugar y lo observaba mientras avanzaba a pasos lentos por el callejón. Se dio vuelta:

         - ¿Y los guerreros-poetas, señor comisario?

         - La próxima vez, cuando vuelva. Le explicaré todo. ¡Maasalama!

         - ¡Maasalama!

        

         Recién se reconoció a sí mismo cuando cayó sobre la cama en la habitación del hotel. Logró divisar su cabeza reflejada en la ventana, desfigurada por los vidrios rayados y el sudor que le chorreaba por todas partes. Poco después creyó que estaba nadando. Antes de dormirse, observó de nuevo su rostro reflejado, cortado en pedazos, los ojos ciegos. Se hundió en un sueño protegido por murallas y cielos opacos, ayudado por las ropas de la jornada que, como en otras ocasiones, protegía el calor del cuerpo y ahondaba el peso de un cansancio que de no ser por los ecos que le llegaban de la Medina, se hubiera asimilado a la muerte.

 

 

 

 

 

 





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