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SARA KARLIK

  CHANNEL N° 5 y LOS LIBROS NO MUERDEN - De NARRATIVA PARAGUAYA de TERESA MÉNDEZ-FAITH - Año 1999


CHANNEL N° 5 y LOS LIBROS NO MUERDEN - De NARRATIVA PARAGUAYA de TERESA MÉNDEZ-FAITH - Año 1999

 CUENTOS de
SARA KARLIK
 

 
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CHANNEL N° 5
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Abrió los ojos y bostezó, terminando en un resoplido.
Sentada en la cama, vio su imagen reflejada en el espejo. Le pareció que las bolsas de los párpados inferiores estaban más abultadas que otros días. Incorporándose sobre las rodillas, se buscó en el interior del espejo.
"No, no estoy tan mal; es el sol que cae más oblicuo que de costumbre", aseveró para tranquilizarse. Es horrible levantarse tan temprano, y encima tener que ir al centro", continuó hablando en voz alta. "Es más de lo que uno puede soportar".
No estaba despierta del todo y, restregándose los ojos, sin darse cuenta, chocó contra la puerta cerrada del baño. "Lo único que me faltaba". Masajeándose la frente se paró bajo la ducha. El agua estaba en el punto adecuado. Con el calor, la crema facial nocturna resbaló en pesadas gotas y las pequeñas líneas del orgullo ancestral se marcaron todas en su sitio.
Conservaba el cuerpo delgado y la cabeza parecía ocupar, como por encargo, el lugar exacto. Deslizó la blusa bajo la falda; ambas prendas coordinaban de manera perfecta. Con la seguridad en el andar, los tacos producían un leve eco en las paredes. Encogiendo los labios y abriendo desmesuradamente los ojos, se sacó con cuidado una pestaña inoportuna que había amenazado las líneas redondeadas del rimmel. Con esa expresión diaria, cada vez distinta, con la que entraba a ese mundo oculto detrás de la puerta, la cerró tras ella con suavidad.
Las crujientes hojas de otoño se deshacían a su paso; un polvillo imperceptible fue formándose encima de los zapatos.
"Tomaré lo primero que venga", pensó. Viendo acercarse el micro, rápidamente levantó un pie y luego el otro, sacudiéndolo con las manos al tiempo que ponía uno de ellos en el estribo.
Antes de pagar se sentó en el primer asiento con la fuerza del movimiento del vehículo y, recuperando su compostura, extendió la mano y depositó las monedas en las del conductor, evitando un roce indeseable. La mirada, ubicada en un punto siempre nuevo, seguía el desplazamiento del ómnibus. No se dio cuenta de la detención de éste en la parada siguiente. Sólo sintió a su lado el descenso de un cuerpo demasiado gordo y cercano. Apretada contra la ventanilla, se redujo cuanto pudo, sintiendo encima la presencia sofocante del hombre gordo.
Una que otra mirada molesta atravesaba el tupido cortinaje de pestañas, sin tocar siquiera la apariencia ausente del recién llegado.
A medida que el hombre gordo iba ganando terreno, sentía evaporarse la sensación de limpieza con la que había salido de su casa. La sensación alcanzó a la misma ropa y toda ella era nada más que un bulto inmundo que debía ser devuelto a la máquina de lavar.
Empezó a transpirar y el Channel N° 5 se perdió, como absorbido por el volumen del cuerpo de al lado. Con una mano trató de abrir la ventana, pero el mecanismo parecía descompuesto.
Todos los semáforos en rojo, con el sol infiltrado en ellos y el desplazarse cansado del micro, la sumieron en una desesperación que estuvo a punto de hacerla descender antes de lo debido. Corriendo el puño buscó el reloj para ver la hora. ¡No lo tenía! La furia cosquilleaba los dedos del pie y el indio dormido en la tierra colonial soltó los labios apretados en una sola línea recta. Relucieron los dientes y pequeños dardos aparecieron en medio de los ojos. Abrió la cartera aprisionada en la falda y, sacando una larga lima de uñas, acerada y fría como su mirada, con la discreción resbalando bajo la cartera oprimió firmemente el costado carnoso del vecino.
"¡Entregame el reloj, maldito!"
Asustado, el hombre gordo metió la mano en uno de sus bolsillos y le alcanzó el reloj, viendo con ojos desorbitados cómo la mujer lo guardaba rápidamente en la cartera para pasar, al mismo tiempo, encima suyo con agilidad desconcertante, para alcanzar la puerta y bajar, coincidiendo con la luz roja.
Corrió aterrorizada y veloz una cuadra larga antes de parar un taxi e introducirse casi desarticulada en él. Dio la dirección al chofer y luego cerró los ojos tratando de recuperar el aliento que rebotaba en su pecho.
Al bajar frente a su casa, el taco del zapato se enganchó en el ruedo de la falda y estuvo a punto de caer sobre la vereda; logró afirmarse en la puerta del taxi mientras, distraída, sacaba un billete del bolsillo de la cartera entregándoselo al conductor sin esperar el vuelto. Entró a la casa como una exhalación, llegando de la misma manera hasta el dormitorio para dejarse caer sobre la cama.
La excitación le impedía recuperar el control de sus pensamientos, los que no se detuvieron con su cuerpo.
Cuando, por fin, una cierta coordinación le devolvía el sentido de un todo, bajó las manos que presionaban sus ojos y dio vuelta la cabeza para encender la lámpara del velador, sus dedos tropezaron con algo que cayó silenciosamente sobre la alfombra.
Se incorporó con el miedo en la punta de la lengua. "Dios mío, ¡he robado un reloj!".
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De: Entre ánimas y sueños
(Asunción: Editorial Araverá, 1987)
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LOS LIBROS NO MUERDEN
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Se sacó el vestido, deslizándose en la cama al lado del extraño. Estaba cansada, tenía sueño. Además, se le había corrido la media; todo por apurarse y terminar con el asunto. A esa hora ya le daba igual: cojo, negro, blanco o combinado. Aunque la verdad es que en cualquier momento le daba igual, pero había algunos mejores que otros.
En el cielo raso antiguo, de tela pintada con cal -cortado en cuatro por un marco de madera lustrada-, parece repercutir el movimiento, y la tela se hincha y deshincha, prolongando el efecto en la lámpara. Eso le da la pauta de si el otro está en su apogeo o ya ha terminado. Se viste, apresuradamente. Es el último de la noche. En las medias oscuras se nota aún más la corrida, pero tienen que ser oscuras. El soplo de la madrugada fresca y húmeda le muerde el rostro recalentado por el encierro y las luces. Ya tendría que estar acostumbrada.
Entrecierra los ojos, pero no puede evitar el escozor que la hace lagrimear sin desearlo; absorbe el exceso que busca descender por la nariz mientras camina, hundiendo a fondo el taco en el pavimento. Los tacos y ella nacieron para caminar juntos. Con el taconeo, afirma lo que aún pueda quedar de seguridad dentro de ella después de ese desgaste de cuerpo y fuerza que le dejan una sensación de asco y le quitan el apetito.
También inclina hacia un lado el extremo de la boca, en un gesto despectivo. "Agarrá «lo libro» que no muerden", recuerda que le decía su madre, mezclando idiomas, formando uno a su medida, porque, según ella, entre el italiano y el español no había diferencia alguna. Por eso nunca lo aprendió como era debido, y entre ella y la abuela se disputaban la maestría de la nueva lengua inventada; el oído se le fue llenando de sonidos mediocres, y hablar de libros en medio de zapatillas desgastadas -que iban arrastrando la suciedad del pasaje de donde pendían ventanas adornadas por mujeres que hablaban de la misma forma, agregando gritos para acercarse unas a otras mientras enormes pechos se apoyaban en el alféizar- era más de lo que podía soportar.
Por eso salía, se había acostumbrado a hacerlo, quería... Quizás por no poder aguantarlo, por el rechazo, la frase le jugaba en el laberinto como queriendo adentrarla en la realidad; y ella sólo quería alejarse, poner distancia para ser igual a las demás.
Y los nombres, por favor, ¡qué nombres! Con decir "tía" no era suficiente. Era necesario agregar Assunta, Santuzza, Annunziata. Quería engañarlas acentuando la "i" de tía, arrastrando la palabra para que no se escuchara el resto. Pero parecían iluminarse con la frase completa dicha en la forma corriente, con toda la fuerza del golpe del conjunto.
Los pasajes del conventillo, cruzados por alambres aéreos, eran la mejor propaganda de detergentes. A veces había que esquivar el agua colgante para poder alcanzar la calle,
Se formaban pequeños charcos que perdían transparencia por el polvo que iban desprendiendo las sábanas y frazadas sacudidas en las alturas.
Una sensación de alivio le recorría el cuerpo apenas traspasaba el umbral.
Entonces, todo se volvía distinto. Eso de los libros a lo mejor no quiso aceptarlo, porque traía tantas cosas pegadas... Pero recorrer las calles, sola, levantando un eco producido por un par de piernas largas que se juntan con tacos altos y remueven todo el cuerpo, eso sí que no deja de llamar la atención.
Estaba recostado contra la pared, con una pierna doblada, prendiendo y desprendiendo un botón de la camisa. Ella pensó que, de hacer frío, seguro que llevaría bufanda. Era de ese tipo. Al pasar ella, bajó la pierna y enderezó el cuerpo.
Sólo faltó que moviera los cuernos de animal preparado frente a la presa. La esperaba todos los días, en la misma posición, hasta que se le hizo familiar, casi conocido, y empezó a gastar en ella, a hablarle como hubiera querido que los suyos hablaran, a llevarla, a traerla, a...
Le exigen que lleve medias, como si fuera parte de un uniforme. Lo peor son esas noches heladas y el viento que se empecina en subir por el punto corrido.
«Te rebotan los huesos", empezó a decirle. Ella sabía, se daba cuenta; pero, comer a desgano y encima con asco...
Se cansaba con los tacos tan altos, y las piernas delgadas fueron buscando apoyo en las rodillas, rozándoselas al caminar. No podía decirse que era una mezcla de años y cansancio; más bien años desembolsados en pares que se iban en forma rápida y no precisamente "por el bien de la causa" o "por una causa justa", como solía escuchar. Hubiera querido que así fuese.
Empezaron a asignarle "casos especiales", de esos que ni la oscuridad era capaz de ocultar, que aún en la penumbra resaltaban por olores y alientos, carnes sobrantes, contornos sin ubicación precisa.
Se dio cuenta de la categoría de los niveles: había pasado a ser "de segunda". Sus cualidades anteriores no fueron anotadas en libro alguno para que pudieran trascender el desgaste. Se preguntó cómo se formaban las hojas de vida, eso que llamaban "currículum" y que prefiere no usar, porque ya bastante tuvo con los idiomas entrelazados en el pasaje.
El sigue parado, con la pierna apoyada contra la pared y el cigarrillo, sin prender, moviéndose al ritmo de las palabras que tiene preparadas; pero la voz es pastosa y los botones de la camisa están prendidos, aunque el otoño recién está paseando las primeras hojas por la vereda. Es por si acaso, especialmente después de ese resfrío obstinado que terminó marcándole un lado de los pulmones. Pero tiene que hacerlo, porque de eso vive y ella lo comprende. Hay otras cosas que no entiende, sobre todo cuando se le empaña el aire y se adentra en una niebla espesa que se prolonga y le causa ahogos, y cree que no va a llegar al otro lado, donde se ve viajando en trineo, sin sentir frío, envuelta en ropas finas que alguien le compró, porque a ese alguien ella le importa. Despierta cuando el sueño y el trineo chocan, y los ojos se le abren demasiado y se asusta. "No sea que hayas agarrado la enfermedad", le dicen. Los horarios se le hacen difíciles, cada vez le gusta más y más dormir por las noches, como debe ser, pero ahora confunde las horas y quisiera dormir todo el día.
Esquiva los charcos del pasaje y los ojos alcanzan a reír, porque siente en el cabello recién peinado una gota enorme que cae de arriba y le aplasta el rizo marcado con esfuerzo. Siente frío en la cabeza, pero camina, sigue caminando, se da vuelta y mira, pero ya la niebla va destiñendo caras y contornos y no escucha, no puede escuchar, aunque por algún lado cree percibir "...lo libro...", pero nada más.
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De: Preludio con fuga
(Buenos Aires: Grupo Editor Latinoamericano S.R.L., 1992)

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Fuente:
NARRATIVA PARAGUAYA DE AYER Y DE HOY - TOMO I (A-L)
Autora:
TERESA MÉNDEZ-FAITH
Ilustraciones: CATITA ZELAYA EL-MASRI
Intercontinental Editora,
Asunción-Paraguay 1999. 433 páginas.
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