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PEPA KOSTIANOVSKY

  ALDEA DE PENITENTES, 2006 - Novela de PEPA KOSTIANOVSKY


ALDEA DE PENITENTES, 2006 - Novela de PEPA KOSTIANOVSKY
ALDEA DE PENITENTES

 

Editado con el apoyo del FONDEC y
 
Editorial Servilibro, www.servilibro.com.py
 
Asunción-Paraguay, 2006
 
 

DISEÑO DE TAPA
 
"Homenaje a Livio Abramo y a los maestros que dieron luz a nuestra aldea"
 
GONZALO GARAY

 
I
 
Lívido y fastidiado, el General Hugo Elizardo Cuenca, maldecía en silencio la insurgencia de su flamante viuda. De riguroso luto e indiferente a cuanto insulto la acechaba, la mujer no daba treguas al manantial de lágrimas que recogía en pañuelitos de papel provistos por una criada, quien sostenía una bandeja de plata con sucesivas cajas de kleenex y una primorosa canastilla en la que la matrona los iba depositando.
 
Si María Clotilde Bogado de Cuenca hubiese podido escuchar al cadáver que escoltaba, se habría escandalizado:
 
- ¡Madre de Dios, Elizardo! ¿Cómo podés tener esos pensamientos, justamente a la hora de presentarte ante el Altísimo? Ya es bastante desgracia que no hayas podido confesarte, ni recibir la extremaunción. ¡Que la Virgen y el propio San Alberto, que siempre ha sido el que indujo la conducta y el recato en este hogar, sepan perdonar tus pecados!
 
Pero, por nada cambiaría las órdenes dispuestas a partir de esa madrugada en que la despertó el grito sollozante de Rosalía, cocinera y recurrente comadre, anunciándole que el General estaba muerto, sentado en la reposera de mimbre del corredor.
 
Confusa y somnolienta, Clota sólo atinaba a tocar el vacío de la cama, en el que ya ni quedaba el calor del cuerpo, para luego levantarse y, al salir a la galería, encontrar a su Elizardo despatarrado en el sillón.
 
Por un instante, alimentó la ilusión de que se tratara de una de las tantas veces que lo sorprendía allí mismo, dormido y acompasando con sus ronquidos el canto de los pájaros que habitaban los magníficos chivatos del patio. Pero la quietud y la temperatura eran irrebatibles: el General llevaba al menos una hora de muerto.
 
-Ya le llamé al doctor Recalde, está viniendo -informó Gervasio, el chofer, descalzo y vistiendo sólo unos pantalones que alcanzó a ponerse al oír los lamentos de los otros sirvientes y criadas.
 
- Vamos a llevarlo a la cama -ordenó Clota
 
- No hay que moverle, señora -sugirió Gervasio. La patrona fue terminante:
 
- Llévenle a la cama, antes de que se quede tan duro que ni se le pueda poner en el cajón.
 
En ese momento, Elizardo asumió que su poder estaba perdido para siempre. Mil veces había dicho que quería morir sentado en ese sillón, rodeado de la arboleda y arrullado por los trinos. Y ser velado allí mismo, sin permitir más acceso que el de los íntimos al corredor fúnebre.
 
El General sufría de claustrofobia, adquirida en los primeros años de milicia y las noches en el calabozo disciplinario. Lo aterraba la idea de sentirse encerrado en un féretro. Hasta hubiera preferido que lo cremaran. Pero sabía que Clota no admitiría semejante pecado. Había logrado la promesa de que lo mantendría en la reposera hasta último momento y -mediante un generoso par de cheques- lograría que el ataúd fuera depositado en la bóveda sin lacrarlo a fuego.
 
Clota no tuvo reparos en olvidar los compromisos póstumos. Se apresuró a cambiarle los pijamas de algodón por otros de poliéster, "símil Versace", traídos especialmente para la noche de sus bodas de oro que él rechazó por considerarlos aputarrados, a pesar de que ella lució camisón, deshabille y pantuflas en juego.
 
La llegada del médico no le dio tiempo a coordinar su atuendo, sólo alcanzó a ponerse la bata. El doctor Recalde advirtió el fino detalle, pero consideró que no era momento para elogiar la elegancia de la pareja.
 
Elizardo estaba tan obviamente muerto, que no le pareció necesaria una inspección rigurosa. Quizás, de otro modo, hubiera advertido que ese cadáver se había movido más de una vez.
 
La verdad -de la que nadie se enteraría- era que el General había muerto en su cama. Cuando se apercibió de ello, por algunos síntomas inequívocos como el sentirse despierto y sin deseos de orinar, eran las cuatro de la mañana. Los ronquidos de Clota daban certeza de su pesado sueño. Pensó que al abrir las puertas que daban al corredor llamaría la atención del sereno que cabeceaba con la mano sobre la pistola. Recordó que los fantasmas podían atravesar las paredes. Probó primero con un dedo, desilusionado constató que los cuerpos no gozaban de la levedad de los espíritus. Por lo que tuvo que abrir, como un vivo cualquiera. El guardia no se movió. Y él apuró el paso hasta el sillón. Satisfecho de haber torcido el destino a su gusto, permaneció plácido hasta que las criadas madrugadoras alertaron a Clota, quien no dudó en anular su glorioso esfuerzo.

Ni la pena, ni la preocupación por detalles y ritos impidieron que la viuda se tomara unos minutos para insultar al custodio y acusarlo de que su negligencia había sido la causa de aquella tragedia. Pero, luego, prefirió la versión de que el mismísimo San Alberto había premiado su devoción invitando a Elizardo a salir al corredor en plena noche, para morir como era su deseo.
 
Ordenó un ataúd de roble y diez manijas de plata. Titubeó entre el uniforme de gala y el frac que había usado en las bodas de sus hijos. Le quedaban grandes, con un zurcido en la espalda los podría ajustar a la senil magritud del finado.
 
Optó por la tenida militar, en la que prendió un puñado de condecoraciones -ninguna obtenida en el campo de batalla- pero no por eso menos vistosas. Los empleados de la funeraria colocaron una medalla en el trasero del pantalón, por si poco humillante fueran el maquillaje y la tintura en el bigote dispuestos por Clota.
 
- Miralo un poco, que lindo, parece que estuviera durmiendo- repetía, como si fuera normal echarse una siesta con semejante atuendo y en tan absurda postura.
 
La ira del difunto subía de tono, por la ignominia soportada bajo ese mismo techo donde, muñido de las circunstancias y en especial del irrefutable Catecismo de San Alberto, había ejercido autoridad a lo largo de media vida.
 

II
 
Elizardo Cuenca había venido de Encarnación a los 16 años, para cumplir con el Servicio Militar. Era un chico "letrado" y de buen porte. La milicia lo entusiasmaba. Y su madre, que nunca le había revelado la identidad paterna, le solía decir "Ndé niko gringo ra’y. Tenés que ser obediente para aprovechar tu estudio y ayudarme a criarle a tus hermanos".
 
Así dispuesto, le fue fácil ganar la simpatía de cabos y sargentos, cuyas botas mantenía brillantes y cuyos calzoncillos lavaba con especial cuidado.
 
Faltaba poco para terminar el servicio la tardecita en que lo convocó uno de sus superiores, el Teniente Coronel Stroessner.
 
- Descanse nomás, Cuenca -hizo una pausa en su hablar parco y cansino-. Le hice llamar para saber sí no quiere seguir en la milicia.
 
- Positivo, mi Teniente. Ese también es el deseo de mi madrecita, pero nosotros somos gente humilde, por eso no me pudo mandar ya catando terminé mi primaria para entrar en el Acosta Ñu.
 
- Yyyy, bueno entonces. Prepárese y avísele a su madre. Vov a recomendarle especialmente.
 
- Gracias, mi Teniente. Mi mamá le va a mandar sus bendiciones.
 
- Serán bien recibidas. Puede retirarse.
 
El escueto procedimiento definió la carrera y la vida de Elizardo Cuenca quien fagocitó por decenios a la sombra de Alfredo Stroessner, guardándole lealtad pródigamente recompensada.

Era ya Teniente de Artillería, cuando en la boda de un colega conoció a la elegante Cloti Bogado, señorita educada por las monjas teresianas, de familia otrora muy acomodada, pero liberal.
 
Elizardo se acercó a pedir permiso para bailar. Como Cloti aun no había debutado, se conformó con sentarse a conversar. Las limitaciones de su charla -propias de un milico fueron salvadas por la vivacidad de la joven, que se extendió en gracias y sonrisas, prudentemente controladas por su madre. Al despedirse, Elizardo estaba enamorado. De uno y otro modo se las arregló para encontrarla a la salida del colegio y en las misas. El romance, aunque no oficializado, iba viento en popa.

Stroessner lo hizo llamar.
 
- Mire Cuenca, usted anda rondando a la hija de un liberal. Tenga cuidado.
 
- Sí, mi Coronel.
 
- Pueden pasar dos cosas. Una es que le hagan un desplante, porque ella es del chuchaje y usted es un campesino y es hijo natural.
 
- Permiso, mi Coronel. ¿Tengo que retirarme?
 
- Espere pues, mi hijo, no sea atolondrado. Le dije que pueden pasar dos cosas.
 
- Perdone, mi Coronel.
 
- Los liberales están de capa caída, son venidos a menos. Y si hasta ahora no le prohibieron que hable con usted por algo ha de ser. Lo más probable es que piensen que casándola con un militar, bien visto por la superioridad, puedan levantar cabeza. Tienen encima la desgracia de cuatro hijas mujeres para colocar. Menos mal que son lindas.
 
- Entonces, mi Coronel ¿tengo su venia?
 
- Le he dicho que no sea atolondrado. No va pues a correr el riesgo de que le salga el tiro por la culata, un soldado tiene que saber ser precavido, en todo.
 
- Sí, mi Coronel -respondió desconcertado: ¿cómo saber si sí o no?
 
- Usted quiere saber cómo va a saber.
 
- Positivo, mi Coronel.
 
- Hee. El amor es como la guerra. No se actúa sin consultar. ¡Gonzáaaaalez! -llamó a su chofer y le ordenó- Llévele al Teniente junto a Ña Berta Correa. Ella le va a decir lo que tiene que hacer.
 
Elizardo salió del despacho y subió al jeep que conducía González. Esperó unos minutos y se atrevió a investigar:
 
-¿Máa piko la Berta Correa?
 
- ¡Es posible! Ña Berta niko e la prebera má única que hay en el mundo. No falla. No se sabe luego ni cuanto año tiene, pero te mira nomá en tu ojo y ya sabe todo. Y si echa la baraja, ahí siqué le va a ver hasta la tatarabuela.
 
Una joven los recibió, como si los estuviera esperando.
 
- Pase nomás.
 
- Con permiso ¿Se le puede vera doña Berta Correa?
 
- Me está viendo. Tome asiento.
 
Se sorprendió, esperaba encontrar a una anciana, en un escenario de mayor opulencia. Por lo que le había contado González, no sólo el Presidente de la República requería sus consejos, hasta Perón la había hecho llamar dos o tres veces.
 
El caso de Cuenca era simple para Berta. Le vaticinó éxito en su inquietud amorosa, mucho dinero, hijos, viajes, una larga vida con sinsabores en los últimos años y una muerte plácida pero ultrajada. Esto no preocupó Elizardo, para quien la anuencia romántica, sumada a las riquezas prometidas, rebasaba ampliamente cualquier ambición.
 

III
 
Berta Correa nació en un impreciso paraje entre Ytororó y Cerro León, en los últimos meses de 1869. Su madre, rezagada de la caravana que acompañaba al Ejército de López, cortó el cordón umbilical con un cuchillito de plata, la envolvió en un deshilachado rebozo de seda y alcanzó a arrimar a la boca de la niòa su espléndido pezón. Después del eclipse, unas desconsoladas residentas la hallaron bebiendo la leche dula muerta.
 
No ha quedado constancia de cuál fue el hogar que recogió a Berta en esos primeros años de posguerra. Por cierto, no habrá sido un convento en el cual los dogmas y prejuicios habrían mutilado sus poderes.
 
Su huella se imprime en algunos relatos de principio del siglo XX, prediciendo la muerte precoz de Albino Jara y luego la de Eligio Ayala, así como la Victoria del Chaco. Sin embargo, sus primeros golpes de fortuna los tuvo en época de Estigarribia, quien le hizo entregar el título del terreno y la choza que ocupaba en Tembetary y ordenó le construyeran allí una decorosa casita "de material", Con fogón y escusado,
 
Ese apogeo fue efímero, duró hasta que tuvo el desatino de decirle a Rafael Franco que no gastara en retapizar el Sillón de López, pues no iba a sentarse allí por mucho tiempo.
 
El Presidente, con el beneplácito de su gabinete variopinto, decidió echar a Berta del entorno, en la que fuera una de las raras opiniones unánimes del equipo.

Berta Correa no sólo estaba dotada del poder de la videncia. Aún adolescente se enamoró de un mozo de legionaria prosapia. No se tienen certezas sobre los motivos de la presencia de Berta en aquella casa, si era la familia que la había acogido en su orfandad o si cumplía modestas labores domésticas.
 
La primera certeza fue la preñez de la muchacha y, en consecuencia, su expulsión del cobijo al que osara ofender con su lujuria. Y con el tiempo, la trágica convicción de que Berta sería por siempre joven, como el día en que asumió su circunstancia de mujer.
 
Protegida por algún techo de pobres -donde la caridad es lo único que nunca falta- Berta parió a su hija, la primera de una larga progenie de mujeres, de padres diversos, morenas y bellas, a las que no amamantaba por no legarles su carga infinita.
 

IV
Ni siquiera la ignominia de su exposición cadavérica, maquillado como un "marica" y cargado de medallas hasta en el culo, recordaron al General la predicción de Berta Correa: "una muerte plácida pero ultrajada".
 
De otro modo no habría confiado en las promesas de Clota cuyo carácter mantenía a raya con los mandamientos de San Alberto y alguna que otra bofetada ocasional. La mujer era retobada y mandona. Elizardo tuvo que domesticarla y enseñarle a reservar su autoridad a los grados inferiores, ya se tratara de hijos en condición de dependencia, criados o reclutas derivados al servicio hogareño.
 
Por supuesto, en ausencia del supremo, ella no dudaba en invocar su nombre para repartir ordenes: "Mi esposo no permite... ", "El General quiere que...... " o "Tu padre ha dicho..." eran preámbulos corrientes en cualquier disparidad de voluntades. Clota era particularmente astuta, desde primer momento se ocupó de concretar el motivo matrimonial que presagiara Stroessner y confirmara Berta Correa. Embarcó a su familia en cuanto negociado cayera en manos de Cuenca, al que convenció sutilmente de las ventajas de las sociedades anónimas y los testaferros, reservándose sus tajadas.
 
Su problema era ajustar codicia y conciencia, tan sólidas como antagónicas. Hasta que encontró el espacio preciso: el Opus. Clota adhirió con entusiasmo a la Orden de Monseñor Escrivá, donde además de conciliar espiritualidad y materialismo, encontraba pretextos para escapadas cotidianas: misas, obras de caridad, catecismo y comisiones santas que alternaba con partidas de naipes y otras frivolidades.
 

V
 
El matrimonio Cuenca-Bogado tuvo el privilegio de acopiar una importante fortuna y fue "bendecido" con cuatro hijos, dos varones y dos hembritas, quienes sumaron un lazo con los Stroessner, que fueron padrinos tanto del primogénito Alfredo, como de María Eligia que vino a conformar el primer casalcito.
 
Elizardo fue compensado "alzando" a una de las niñas concebidas por la Segunda Dama, Ñata Legal, cuyo apellido contrastaba de modo pintoresco con su condición, ya que así como Eligia Mora podía preciarse de ser "la legal", Ñata se ufanaba por ser "con la que mora". Clota quedó al margen de tan codiciable trenza, pues su devoción no comulgaba con las impudicias de la poligamia. De cualquier modo, las fotos de la pequeña "adulterina" se incluían en la galería de retratos de parientes y ahijados, donde se mezclaban cachorros de acaudalado linaje con pichones de capataces, cocineras y peones.
 
Al principio, las semejanzas no eran perceptibles –Elizardo era alto y de cabello oscuro- pero con el tiempo, los kilos y las canas evidenciaron el parecido:
 
El primero en advertirlo fue uno de los nietos que apuntando con el dedito acusador exclamó:
 
- Lelo.
 
- No mi amor, ese no es tu Lelo, es el paíno de tu papi, el tío Alfredo.
 
- No. Alpedo no. Lelo ¡Lelo!
 
El silencio fue rotundo. Clota se apresuró a quebrarlo:
 
- A la mesa, la comida se enfría.
 
Nadie osó sugerir que, de hecho, las ensaladas de atún se sirven frías. El almuerzo transcurrió en "tangible" tensión. Apenas la familia se hubo disgregado, Clota entró como un temporal en el cuarto donde Elizardo simulaba estar dormido.
 
- Es tu hermano - dijo con tono acusatorio.
 
Elizardo siguió fingiendo un profundo sueño, lo que le valió un sacudón.
 
- No te hagas el idiota ¡Es tu hermano!
 
- ¿Quién piko ?
 
- ¿Quién va a ser? Stroessner.
 
- Vos estás loca.
 
- Yo no estoy loca. Es tu hermano, tiene tu mismo molde, tu misma cabeza, tu misma frente.

- ¿De dónde sacaste ese disparate? Porque un mitã’i de ocho meses confunde la foto......
 
- No tiene ocho meses, tiene dos años. Y además, son idénticos. No sé cómo no me di cuenta antes. Vos sabés que son hermanos.
 
- Yo no sé nada. Mi mamá siempre decía que yo era gringo ra’y...
 
- ¿Viste? ¿viste? Tenés que preguntarle.
 
- ¿A quién? ¿A Stroessner?
 
- A tu mamá. Vamos ahora mismo a verle.
 
- Pero si mi mamá tiene cien años, está totalmente ida, ni me reconoce. Y vos querés que le pregunte ahora quién era mi papá.
 
- ¿Cómo no te dijo nada cuando subió Stroessner?
 
- Ya había tenido su derrame -apuntó Elizardo, a estas alturas tan interesado como su mujer en el supuesto parentesco.
 
- ¿Nunca le preguntaste?
 
- Ni me importaba. Pero él debe haber sabido que yo era su hermano de padre. Por eso me apadrinó.
 
- No podemos quedarnos sin saber.
 
- Te prohíbo terminantemente que te metas. Si él no habló, es porque no quiere hablar. Y punto.
 
El caso quedó cerrado.

(…)

 
 
XXXIII
 
El cortejo llegó hasta el bosquecito cercano al camposanto-guaireño. Cuatro mujeres y un poeta anciano cumplían la última voluntad de Berta Correa al darle sepultura al pie del árbol, donde hacía mucho tiempo ella misma había enterrado a Constantina.
 
De regreso a Asunción, las preguntas de Carmen y Luz acosaban a Antonia y Catalina. Intentaban reunir las piezas de una historia de duelos inmensurables, amores desgraciados, traiciones, ultrajes y penitencias.
 
Cada uno aportaba lo que sabía y la trama se hacía más compleja y misteriosa. Los pocos datos sólo eran llaves de mil interrogantes sin respuestas. Berta se había llevado sus tremendos secretos.
 
Aquella vida de penas y despojos tuvo un final paradójico, plácido, pletórico, el Día de San Blás.
 
Berta Correa se había quedado escuchando radio con Antonia y Catalina. Cuando pidió la botella de caña, para brindar, las muchachas le recordaron la borrachera del festejo por el primer cabello blanco.

-Voy a tomar por toditas mis canas y toditas mis arrugas. Y después, por las de Neusa.


Escuchó una y otra vez el comunicado del insurgente ALFREDO STROESSNER HABÍA SIDO DERROCADO DESPUÉS DE TREINTA Y CUATRO AÑOS DE DICTADURA; ESTABA PRESO EN LOS CUARTELES DE LA CABALLERÍA Y SERÍA EXPULSADO EL BRASIL.

 

- Vamos a sentarnos “a la puerta de nuestra casa, para ver pasar su cadáver”

- ¿Le van a matar? – preguntó Antonia.

- Echá na tu baraja, mamá Berta, para saber – propuso Catalina.

Berta Correa bebió el que sería su último trago, alzó la copa vacía y vio que el avión se alejaba.. Antes de cerrar los ojos para siempre, profetizó:

- YA ES MUERTO. NO SE PUEDE NOMÁS IR. VA A ANDAR MUCHO TODAVÍA POR ESTE VALLE, PENANDO CULPAS. Y DESPUÉS RECIÉN, CUANDO EL DIABLO QUIERA LLEVARLE, SE VA A IR AL INFIERNO.

(Otoño del 2006)

 
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