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TERESA LAMAS DE RODRÍGUEZ ALCALÁ (+)

  TRADICIONES DEL HOGAR - SEGUNDA SERIE - Relatos de TERESA LAMAS CARÍSIMO DE RODRÍGUEZ ALCALÁ - Año 1928


TRADICIONES DEL HOGAR - SEGUNDA SERIE - Relatos de TERESA LAMAS CARÍSIMO DE RODRÍGUEZ ALCALÁ - Año 1928

TRADICIONES DEL HOGAR - SEGUNDA SERIE


Relatos de TERESA LAMAS CARÍSIMO DE RODRÍGUEZ ALCALÁ

 

Edición digital: Alicante :

Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2000

N. sobre edición original: 

Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),

Imprenta La Mundial, 1928.

 

 

Enlace al ÍNDICE del libro TRADICIONES DEL HOGAR - SEGUNDA SERIE en BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES (Enlace al espacio de la BVC en Portalguarani.com)

A manera de prólogo - Juicios sobre un libro anterior de la autora

* El episodio de la Residenta/ Junto a la reja/ El noviazgo del tiempo viejo/ Una crítica de antaño/ La sagrada ofrenda/ La merced de la Virgen/ Nuestro folclore/ Py-chay/ Apero-pe manté/ Sólo con apuro volverá a salir/ El chingolo/ Las alhajas de la viuda/ El abá/ Perú-Rimá/ Adela Sperati/ En la escuela

 

 

A MANERA DE PRÓLOGO

JUICIOS SOBRE UN LIBRO ANTERIOR DE LA AUTORA

 

     Así se titula un libro muy bien impreso que acaba de editarse bajo el prestigioso nombre de la ilustre señora doña Teresa Lamas Carísimo de Rodríguez Alcalá. Al leer sus páginas encantadoras, en que flota el sabor de la tierra natal, se me viene naturalmente a la memoria, por evocación de ideas de semejanza, el nombre de Madame de Sévigné, célebre por las admirables cartas dirigidas a su hija, quien fue a preocupación de toda su vida; sentía por ella una idolatría sin límites, consagrole, pues, toda la ternura de su corazón, todo el cariño de su alma apasionada, llena de bondad y de dulzura. Aparte de esta su filogenitura especial, ella era de carácter jovial e ingenuo, y se condujo siempre como una niña, sin dejar de ser juiciosa y recatada. Dotada de felicísimo ingenio y en posesión de extensos conocimientos literarios, escribió aquellas inimitables cartas, en laissant trotter sa plume la bride sur le cou sin rebuscar términos ni hacer enmiendas o correcciones, de ahí la espontaneidad, la naturalidad y la soltura de su estilo, que es como escriben los verdaderos estilistas. Frecuentaba la corte de Luis XIV, pero también le atraía la vida del campo, donde pasaba su tiempo dirigiendo las faenas agrícolas y leyendo las obras de los grandes hombres.

     Quiero creer que doña Teresa Lamas Carísimo tiene ciertos puntos de contacto con Madama de Sévigné. Ella ha formado un hogar modelo, donde la virtud es una religión, un culto. Ama muchísimo a su esposo y a sus hijos. Y se hace adorar de ellos: es buena y cariñosa para con los suyos y gentil con los extraños; conserva el candor de la niñez, como aquélla; escribe con serenidad y calma, porque no lleva tempestades en su alma; su estilo es, pues, tranquilo y sosegado, como arroyuelo que discurre por una suave pendiente.

     Sus Tradiciones del Hogar son un rosario de perlas recogidas en la propia tierra, un libro precioso en que palpitan los latidos de su corazón de madre, y los pensamientos y amores consagrados a nuestra gran familia, o sea: la patria nuestra, que tanto ha sufrido y que, como la Niobe de la leyenda antigua, llorará siempre la pérdida de tantos hijos sacrificados en el altar sangriento de la tiranía. Simpatiza con los que padecieron tantos males, siente cierta vaga nostalgia de la sociedad extinta; se recrea con la vida del campo y celebra los heroísmos de nuestros antiguos soldados.

     Por lo demás, la aparición del libro de doña Teresa Lamas Carísimo es un acontecimiento social en el Paraguay; aquí donde son azás escasas las producciones del ingenio; aquí donde muchos escriben pero nadie piensa; donde todo el mundo destila hiel y veneno, y nadie siente el amor al prójimo, ni la benevolencia para con los demás.

     Felicitémonos, pues, porque esta ilustre dama nos haya traído con su libro, en medio de la crudeza de los tiempos, la bondad y la dulzura de su alma, tanto más encantadora cuanto más ingenua y sencilla.

     Y, finalmente, enviémosle nuestros sinceros plácemes, porque, siendo ella la mujer que publica el primer libro en el Paraguay, a ella le cabe el honor de iniciar una era memorable en la historia de la cultura nacional.

     CECILIO-BÁEZ

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     Asunción, 21 de enero de 1922

     Distinguida compatriota y colega: Entre dos trabajos áridos, leí su opúsculo «Tradiciones del Hogar» que fue para mí un ameno intermedio. Los panes de legislación rentística que en esos momentos embargaban mi atención, cedieron el lugar a sus narraciones heroicas y legendarias. Bajo el encanto de su estilo, tan sencillo, tan expresivo, una literatura femenina sin afeites de alcoba, di al traste con esa prosaica ciencia de los impuestos que estoy condenado a conocer. Poder libertador del arte: nos limpia de todo conocimiento, de todo «gnosis» y nos eleva a las altas regiones del sentimiento puro, donde corren los vientos libres del espíritu. ¡Dulce potestad del arte nacional; nos lleva de la mano a viajar a través del pasado, de la realidad, de la leyenda y del mito!

     Acabo de expresarle, no mi opinión, sino mi impresión sobre su obra. Dada la tendencia que la inspira, no podía menos de ser grata a mi espíritu. Hablo de la orientación eminentemente nacional de sus cuentos, con cierto discreto toque de guaranismo que aumenta su sabor a «res», paraguaya: Ñan-dé-mbaé, dicho en nuestro romance gentil. Pero hay algo más interesante en sus narraciones: quiero referirme al cultivo de nuestro riquísimo y precioso folklore, poco estudiad o todavía. Usted ha tenido la feliz inspiración de recoger varios relatos orales de inestimable valor folclórico. La versión de «Caraú» difiere de la tradicional que yo conocía, y, según la cual, el personaje no era una doncella, sino un doncel. La transformación de los niños malos en monos es tal cual como me la refirieron en las veladas del hogar a la luz de la luna, cuando nuestras armas infantiles se abrían a las floraciones nocturnas de lo maravilloso. Aún recuerdo aquellas escenas, que su libro tiene el don de evocarlas: embelesados oíamos las graciosas fábulas de monos, tigres, las aventuras picarescas y licenciosas de Perurimá, el gran héroe popular. Y esto sucedía en el viejo hogar de nuestros abuelos y nuestros padres.

     Por el precioso bien del recuerdo que sus tradiciones brindan a las almas que saben amar y comprender el pasado, valdría su libro, si ningún valor tuviera. ¿Sólo el bien del recuerdo? También la satisfacción de ver a una dama paraguaya, digna compañera del hombre cuyo apellido lleva privilegiada con la doble maternidad sagrada de las mujeres elegidas.

     Con atentos saludos a su esposo, mi inolvidable amigo, acepte usía ilustrísima señora, mi cordial homenaje.

     Respetuosamente.

     ELOY FARIÑA NÚÑEZ

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     Varios trabajos de la distinguida escritora compatriota señora de Rodríguez Alcalá han sido reunidos en un tomito muy bien impreso en los talleres de H. Kraus.

 

     La dedicatoria es una cariñosa ofrenda con que los hijos de la inteligente dama ponen en sus manos el folleto como un obsequio de cumpleaños.

     «No sabemos -dicen- cual será el juicio de la crítica sobre tus escritos, pero sí podemos asegurarte que estas páginas serán para nosotros las páginas más hermosas, porque al leerlas nos parecerá oír de tus labios los relatos que ellas contienen». Y de este modo, en su ingenuidad infantil, nuestros buenos amiguitos los niños de Rodríguez Alcalá anticipan un juicio que la crítica más severa no podrá contradecir.

     Escribir en forma de dar la sensación de que se escucha de los labios mismos del autor la frase matizada con el colorido y espontaneidad ha sido y será siempre la aspiración más característica del escritor sensato y la declaración de que se la realiza es el juicio más elogioso que puede hacerse de él.

     Y es lo que la realiza la autora que nos ocupa. Todo el público que las lea ha de convenir con nosotros en que las narraciones de la señora de Rodríguez Alcalá son de esas cuya lectura una vez comenzada, ya no puede abandonarse hasta la última línea, y dejan en el ánimo la impresión de lo vivido, de lo respirado, sin descubrir el esfuerzo para aparentar sencillez, y menos la búsqueda de adjetivos deslumbrantes.

     Hemos de advertir que nuestras palabras llevan el sello de la más absoluta sinceridad. Es más, prescindimos intencionalmente de entremezclar algunas flores en nuestro aplauso, que harto lo merece la autora, cohibidos por la consideración de que pudieran atribuirse antes a nuestra cortesanía que a nuestra justicia.

     ALEJANDRO GUANES

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     A mediados de diciembre último llegó a nuestras manos uno de los primeros ejemplares del interesante libro, gracias a la delicada gentileza de la autora; y empezábamos a hojearlo con la intención de exteriorizar algunas de las impresiones que nos sugiriera el fausto suceso, cuando un serio ataque de reumas nos fulminó.

     Hoy nos volvemos a encontrar en nuestro escritorio. Recogemos nuestra pluma, terminamos la lectura y pretendemos decir las evocaciones que ha despertado en nuestra alma el hermoso estudio de nuestra egregia compatriota.

     No es nuestro propósito concretarnos a apreciar las circunstancias morales de su éxito inmediato en la favorable acogida conquistada desde los primeros momentos en la opinión pública y el juicio espontáneo de la crítica competente.

     La importancia real de la aparición de este libro está en la acción eficiente y fecunda que ejercerá en la civilidad de este pueblo, auspiciando proyecciones elevadas y nobles en el idealismo de una refinada cultura social.

     Tradiciones del Hogar, esta ilustrada con diversas fotografías de la época y el retrato de la autora, distinguida dama que desciende de estirpe solariega, es decir, pertenece su familia a la más antigua aristocracia que existió en este país antes de la guerra, y en todo el Río de la Plata, como que la Asunción fue la capital de la provincia gigante del coloniaje: Buenos Aires, Córdoba y Tucumán. Y por mucho que sea el egoísmo nacional, la Argentina no podrá olvidar jamás que las ciudades de Santa Fe, Buenos Aires y Corrientes fueron fundadas con paraguayos.

     La obra dividida en doce capítulos, estudios o artículos, además de la dedicatoria, está muy bien presentada y esmeradamente escrita. Hay en su estilo elegante y discreto, delicado sentimiento, fina observación y opulencia de dicción. Domina el idioma su autora.

     El capítulo pertinente a la señorita Garmendia es emocionante. Está narrado el pasaje magistralmente.

     Nosotros conocíamos de antes de ahora los detalles de aquella cena borgiana a la que el mariscal López invitó a la niña, tres días antes de ser lanceada.

     El general Caballero que había asistido a la trágica cena, invitado también por el mariscal, refirió el suceso extensamente en 1872 en la mesa del coronel don Juan Francisco Decoud durante una comida. Pero en la relación del general se menciona un punto obscuro de no clara comprensión.

     Según él, López dirigiendo la palabra a la niña le dijo:

     -«Entre usted y yo, Pancha, no hay secreto

     »Y que ella contestó:

     »-Es cierto señor.

     »-Por eso la he invitado esta noche, continuó el mariscal, para aconsejarla; declare toda la verdad cuando sea llamada, que yo intercederé a su favor con los jueces.

     »-Pero si ya he declarado todo lo que sabía, contestó la señorita.

     »-Entonces usted me ata las manos y no podré mediar a su favor. Haga Pancha lo que le aconsejo», terminó diciendo el mariscal.

     Ahora bien. Interrogado el general Caballero algunos años más tarde sobre esta información en la casa del coronel Decoud por un amigo íntimo, contestó: «Ya no me acuerdo».

     Pareciera que esta fragilidad de la memoria del general Caballero, tratándose de un hecho tan notorio como sensacional, fuera la demostración concreta de que lo que refirió en 1872, no fue sino la sugestión de las murmuraciones dominantes en aquella atmósfera caldeada que predominó en los sangrientos estertores de Cerro Corá. Y que la narración verdadera del estupendo drama es la que consigna Tradiciones del Hogar en sus páginas y la que debe perdurar y pasar a la historia para honra de la mujer paraguaya.

     JUANSILVANO GODOI

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     Como un manojo de flores frescas y bellas y un nuevo florón de optimismo llega a nuestra mesa el hermoso búcaro en el cual la distinguida señora Teresa Lamas de Rodríguez Alcalá hace fluir el encanto sutil de su estilo lleno de deleitosos sabores.

     Cortamos nuestra labor intensa e ingrata para solazar nuestro espíritu en las páginas albas donde manos femeninas imprimieron sus huellas olorosas. Recorrimos sus páginas con la intensa fruición con que los peregrinos abrevan su sed en esas ánforas campestres que vierten sus ondas cristalinas en eterno chapoteo, ondas que llegan de madres misteriosas.

     Y bebimos en ellas, del pasado trágico, recuerdos conmovedores, horas de unción fervorosa, vividas en el sobresalto de una vida de pesadillas, llena de sombrías eclosiones; anécdotas del hogar con que a la vera de la lumbre, las viejas abuelas, la rueca en la mano, deshilando su memoria, dejan atónitos a nietos que oyen hechos que parecen fábulas con que ilustraron nuestra historia hercúleos varones de una raza gestora de epopeyas.

     Bien por la matrona gentil que hace temblar de emoción nuestros cerebros y sacude en vibraciones de vida la honda de sangre que fluye al corazón.

     Bien, por esa oficiante de la religión del pasado que sabe cantar con ritmos tan dulces y tan vivos, los recuerdos fulgurantes de nuestro heroísmo. Bien por la pluma, que en manos tan primorosas, tejió con cariño églogas de amor y trágicas leyendas.

     En sus hojas bebimos con fruición la emoción de nuestro ayer; milagros de virtud que levemente despiertan en pechos de alburas virginales tragedias de grandeza inolvidable, pujanzas fabulosas, odios sombríos y terribles...

     Lleve esta tosca y ligera crónica un sincero homenaje de admiración a la noble, inteligente y gentil dama paraguaya que imprime su nombre al pie de unos capullos tan fragantes, tan puros y tan bellos.

     (De Patria)

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     Al doblar la última hoja del elegante libro Tradiciones del Hogar, de la señora Teresa L. C. de Rodríguez Alcalá, el entusiasmo despertado en mí por su lectura, me impulsa a tomar la pluma para acusar recibo por escrito del ejemplar que obra en mi poder y que se debe a la gentileza de la autora y de su distinguido esposo el señor José Rodríguez Alcalá, galano escritor que todos conocemos.

     Para mí, una de las bellezas salientes de la obra, es la naturalidad del estilo. Allí están las ideas, los pensamientos, los sentimientos de la autora vestidos con el ropaje adecuado, sin que ninguna afectación ni rebuscamiento oculte con su frondosidad artificiosa, su contenido de verdad o de belleza. Se nota que la escritora, para verter lo que se agita en su mundo interior, no atiende sino a los latidos de su corazón, siguiendo atentamente sus pulsaciones naturales y rítmicas. De aquí la belleza de muchos de sus cuentos, hondamente evocadores e intensamente emotivos.

     Hay páginas que, por la galanura de la forma y la exquisita emoción que producen, reclaman con toda justicia, para la que supo crearlas, uno de los primeros puestos entre los escritores con que cuenta el país.

     Es digno de admiración, asimismo, el talento evocador de la señora de Rodríguez Alcalá. Leyéndola, se cree vivir la vida sencilla, alegre sincerísima, de la época ya lejana de la ante-guerra.

     Y todo el conjunto de la obra está realzado, hermoseado, por un soplo fuerte de amor al terruño, el viejo solar de sus mayores, esta tierra nuestra, calcinada por los rayos de fuego del infortunio y aureolada por el luminoso resplandor del heroísmo.

     JUAN VICENTE RAMÍREZ

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     Es este un libro en cuyos cuadros vivos palpita la altivez de la vieja aristocracia colonial, evocando tiempos de duras pruebas para el pueblo paraguayo, pruebas que él supo sobrellevar con admirable tenacidad y energía, grabando en la historia las páginas más sublimes de abnegación y de heroísmo.

     ¡Viva la patria! -gritaban nuestros sans-culottes, y la masa compacta de hombres viriles, viejos enclenques y niños hechos hombres por el peligro de la patria, se abalanzaba con empuje irresistible contra el enemigo infinitamente superior en busca de la victoria o de la muerte.

     ¡Viva la patria! Era el grito que repercutía en el corazón espartano de las madres, de las esposas, de las hermanas, que habían votado la parte más querida de su ser en aras de la patria y que lloraban a sus muertos silenciosamente, sin protestas ni recriminaciones.

     El libro ha evocado en mí orgullosos recuerdos de cuando el Paraguay era económicamente próspero, respetado y temido, pero también me ha hecho recordar escenas de horror y destrucción, que he presenciado. Pancha Garmendia «la deliciosa criatura, ánfora de virtud y ejemplo de fortaleza... a quien el sacrificio idealizó haciendo de su nombre un símbolo sagrado para la mujer paraguaya...» no fue victimada por orden del hombre que pretendió envilecerla, a lo que la virgen se resistió cuando todos, con raras excepciones, se doblegaban ante su poderío omnímodo. Ese hombre, egoísta e insensible fue vencido, y la admiración y culto a tanta virtud y belleza despertaron en otra persona antiguos celos y el recuerdo de humillaciones y desprecios sufridos, induciéndola a ser la verdadera victimaria de la heroína.

     He leído Tradiciones del Hogar, sin dejar una página y muchas de ellas las he releído dejando todas en mí una muy grata impresión por su estilo sencillo, lleno de gracia y soltura Creo que honra la literatura nacional y que, por lo tanto convendría que fuera adoptando como libro de lectura en los colegios.

     ARTURO REBAUDI

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     La Señora Teresa Lamas de Rodríguez Alcalá, justamente apreciada en nuestro mundo intelectual, acaba de publicar un pequeño volumen de cuentos nacionales, o mejor de tradiciones familiares, con el título de Tradiciones del Hogar.

     Revélase en este opúsculo como una exquisita evocadora del pasado, fina y clara en el relato, pero no exenta de vigor en el estilo. La narración es siempre límpida, casi rectilínea, sin otros adornos que los que espontáneamente la engalanan, y que se deben a una buena cultura literaria. Nada de artificial se nota en los sencillos cuentos nativos; ni en la forma ni en las situaciones o cuadros. El mejor elogio que a nuestro juicio puede hacerse de esta labor literaria, es decir, que está hecha con toda naturalidad, sin esfuerzo ni artificios, sin caer por ello en la vulgaridad que es la negación del arte.

     La señora Lamas de Rodríguez Alcalá cultiva un género difícil como la narración histórica, con verdadera habilidad. Los episodios que pinta están lejos de los abundantes ensayos escolares, que suelen bordarse sobre estos temas.

     Es breve en el relato y diseña más que describe, los cuadros sin superabundancias, ni declamaciones ni frases hechas; todo lo cual revela una buena educación literaria y copiosa lectura, que la hacen merecedora de un puesto de distinción entre los escritores nacionales.

     (El Liberal)

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     Felizmente para las letras y las artes nacionales, para las glorias puras de nuestro país, existen voluntades tesoneras, inteligencias incontaminadas y corazones optimistas que en silencio, en medio de la indiferencia y el desdén generales, laboran, y de vez en cuando lanzan a publicidad los frutos de sus desvelos. La aparición de Tradiciones del Hogar, es uno de esos casos raros.

     He aquí que una distinguida dama, la señora Teresa Lamas de Rodríguez Alcalá, nos brinda en hermoso tomo, una serie de encantadores relatos tramados sobre episodios y leyendas nacionales. Tradiciones que casi todos oímos relatar, por boca de los blancos y buenos abuelos o de viejos maliciosos, allá en los hogares abandonados, en los rosados días de la infancia.

     ¡Dulces y melancólicas reminiscencias suscitan en el espíritu, algunos de esos relatos! La emoción que al escribirlos volcó en ellos la talentosa dama, contagia al lector y le domina.

     No voy a ocuparme de minucias sobre el estilo de la obra. No hago ni pretendo hacer crítica; apunto sólo mis impresiones sobre ella. Y más que todo eso, quiero resaltar el ejemplo que para los que nos gustan estas cosas da la señora de Rodríguez Alcalá, lanzando a publicidad sus Tradiciones del Hogar.

     En esta tierra de mujeres heroicas, leonas cuando de defender sus quereres se trata, fieles y cariñosas en el hogar, hoy, una de ellas, por la cultura y el talento, conquista un puesto destacado en los dominios de la naciente literatura nacional.

     Señora:

     No constituirá este artículo brotado con la espontaneidad de la impresión, gajo que vaya a ensanchar la corona de laureles que su obra merece; apenas si será una rosa que a su paso de gentil escritora arroja la admiración de quien se sentirá orgulloso al acompañarla en el culto del Arte.

     JOSÉ D. MIRANDA

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     Washington, 18 de febrero de 1925.

     Distinguida señora y amiga: -No puedo resistir al deseo que tengo de decirle a pesar de que no he tenido el placer de corresponder con usted- que la casualidad me ha procurado recientemente un momento tan agradable como inesperado.

     Estaba yo sola en el hall del hotel y tomé, para echarte una mirada, una revista en inglés-Inter América. Mirando el sumario un nombre saltó a mi vista, como un llamado amistoso, entre tantos nombres extranjeros: el suyo, que encabezaba un cuento paraguayo.

     Su nombre, el Paraguay... no vi más y me puse a leer su novela.

     No conocía la leyenda que usted cuenta. A pesar de leerla a través de una traducción a pesar de leerla con mi muy nuevo conocimiento del inglés, encontré una tal suavidad, una tal poesía en la historia conmovedora del pequeño huérfano, que, lo confieso, varias veces las lágrimas humedecieron mis ojos, olvidada del lugar en que me hallaba.

     Gracias, mil gracias, a usted por el minuto lleno de suave emoción que le debo. Estando tan lejos de nuestro querido y dulce Paraguay, una voz amiga llena de talento como la suya, que tan bien sube evocar el ambiente de la tierra, ha conmovido mi corazón. Es la muy bienvenida.

     Acepte mis sentimientos de simpatía con un beso para su linda nenita.

     MARCELLE D. DE AYALA

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     Al terminar la lectura del libro sentí en mi espíritu, como nunca, una honda nostalgia del terruño. Corro en un dulce sueño, creí estar en el Paraguay de mis amores bajo el cielo purísimo de sus noches de romance, andando por esos caminos que se abren entre florestas perfumadas y sobre cuya tierra, colorada, que parece húmeda aún de la sangre de la tragedia homérica, la brisa provoca en la estación una blanca lluvia de flores de azahar...

     Y una onda de recuerdos hizo subir de mi alma a mis oídos los acordes de una música en la que aquel cielo, aquellas frondas, aquellos caminos y aquellos perfumes tenían para mí, en la ilusión del ensueño, la realidad de las rosas que se ven y que se sienten. Era un aire nacional hecho de tristes lamentos y de triunfales arrogancias de amor, una de esas cadencias que ya de pequeña me llenaban de angustia y que ahora, a través de los años y la distancia, llegan hasta mí traídas por la magia del recuerdo.

     Y me vi pequeñita, saboreando el mosto dulcísimo en el regocijo de las tareas bulliciosas, en los atardeceres melancólicos, al son de harpas y organillos y guitarras y me sentí acurrucada en el regazo materno, bajo el copudo jazmín mango que perfumaba nuestro patio, oyendo contar historias de poras y de Perurimá; y surgió ante mí la imagen del legendario veterano cuyas piernas amputadas y cuyos ojos tristes me hicieron pensar más de una vez en el horror de las batallas que nuestros abuelos libraron en defensa del patrio solar invadido...

     Tales emociones debo a la lectura de Tradiciones del Hogar, el encantador libro que una compatriota dos veces encantadora por su talento, por su belleza acaba de publicar, dando así un ejemplo a la timidez de las mujeres paraguayas. Brota de esas páginas un intenso perfume de la tierra. Hay en sus cuadros el colorido de nuestros paisajes y late en sus personajes, sobre todo cuando estos son mujeres, el genuino corazón de la raza.

     Y no sabría decir cuáles son las páginas más bellas porque a todas las anima un mismo soplo de emoción que revela el sentimiento con que están escritas. El estilo fácil, amenísimo, sin el menor rebuscamiento, fragante, espontáneo como corriente de agua cristalina, hace de la lectura de Tradiciones del Hogar un deleite. Por veces la pluma femenina se pone a tono con el tema épico del argumento y vibra en ella la exaltación del patriotismo que la autora sabe sentir con la misma intensidad que sus abuelas. Ama esta escritora las cosas del pasado y sabe evocarlas dulcemente. Tal la noble abuelita que ennoblecía la belleza de sus manos ducales hilando en el estrado de su salón. El martirio de Pancha Garmendia inspiró a su pluma una de las páginas más tiernas, a la vez más llenas de colorido. Magníficamente evocada, el lector, si es paraguayo, queda bajo la sugestión de esa hermosa figura de mujer que la escritora nos pinta «asomada a su ventana, vestida de azul, perdida la mirada en una lontananza de ensueño y dulcemente pensativa de amor su cabecita de ángel».

     Si me dejara llevar de mis impresiones sobre este libro me extendería demasiado. No soy quien deba hacer su elogio, que ya han hecho plumas autorizadas, pero sí quiero repetir que leyendo Tradiciones del Hogar, lejos de la patria de la que falto hace muchos años, debo a sus páginas la ilusión de haber vuelto a respirar por unas horas el tibio ambiente de la tierra querida, fragante de azahar, melodioso de sones de arpa y lleno de ritmos de polkas, galopas y santafés...

     C. DE MENA

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     La labor de la autora de Tradiciones del Hogar es doblemente meritoria tanto por ser un testimonio de que también nuestras mujeres, en medio de las delicias y sin olvidar los deberes de un hogar modelo, pueden levantar la mente a un nivel superior al de las pasiones de la moda y de las murmuraciones de salón, como por el fondo patriótico y educador que la inspira. Libros como el suyo, escrito con la verdad y como un desborde natural y espontáneo de sus propios sentimientos -algo así como una conversación consigo misma- son, además de un manual de lecturas edificantes, una insospechable contribución para aclarar muchos puntos controvertidos de nuestra historia.

     El pasaje sobre la muerte de Pancha Garmendia, por ejemplo, aporta bastante luz sobre quien fue el o la que ordenó su muerte, y cuyo cruel lanceamiento, que habría sido como despedazar la Venus de Milo en carne y hueso, ha de haber ofrecido el horroroso espectáculo de un cuadro de ferocidad casi increíble. El sólo pensarlo, horroriza; y presenciarlo y ejecutarlo no se concibe en seres dotados de un átomo de sensibilidad cristiana. Dice la narración que los ojos de la rival, centelleantes de fiereza y de odio parecían dos puñales. ¿De qué maldad, de que actos de crueldad no será capaz la mujer herida en su amor propio y atormentada por el infierno de los celos? El retrato de Pancha Garmendia lo he admirado por primera vez en este libro; y se me ocurre que el artista que lo reprodujese con exactitud en el parecido, haría una obra digna de figurar como la más hermosa creación de nuestra naturaleza y de nuestra raza. Y digo «con exactitud en el parecido», porque hay artistas que sostienen que un retrato no debe admirarse por el parecido sino por la limpidez y pureza de las líneas del dibujo o de la pintura, importando poco, dicen, que la nariz por ejemplo, tenga algunos centímetros más o algunos centímetros menos que la del original. Siempre he pensado que artistas que discurren así y constituyen legión, son dignos de la horca. Sobre todo tratándose de retrato de mujer -y de una nariz como la de Cleopatra, por ejemplo, de cuyas dimensiones dependió la suerte del mundo antiguo, según Pascal- parece que el ideal honrado y caballeresco debe ser, ceñirse como regia invariable, al parecido. Admitida la exactitud del retrato hecho en el libro -quedará exento de responsabilidad el Mariscal López por el despedazamiento inhumano, por el destrozo cruel de aquel cuerpo inocente y de supremas perfecciones, digno de causar deleite y alternar con los dioses helénicos, y cuya belleza habría sido el encanto y el orgullo aún de una sociedad de la más refinada civilización.

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     Las páginas de Tradiciones del Hogar, son profundamente evocadoras y leyéndolas, un soplo de reminiscencia patriótica sacude todo nuestro ser. Digo esto por propia experiencia y lo pruebo más observando la impresión que ellas producen en los sobrevivientes a la guerra y, sobre todo, en las que tanto padecieron y sufrieron en el abandono y el desamparo de la «Residenta» o sea, el éxodo por los desiertos. Para éstas, los cuadros de familia que usted pinta con tanta soltura y naturalidad como describiendo con añoranzas del propio hogar deshecho -grandezas que derrumbaron, sueños de felicidad que se hicieron humo, son de un realismo entristecedor. Muchos apenas pueden contener su emoción; y es indudable que en nuestra historia tenemos la fuente inagotable de las más altas y ennoblecedoras inspiraciones para nuestros escritores y poetas. Ningún país es más rico en ese sentido; y no tenemos necesidad, de perder nuestro tiempo buscando en la historia de sociedades muertas el manantial poético para cantar nuestras glorias contemporáneas, sino golpear nuestro propio corazón y escarbar en nuestra propia historia -en el bloque de nuestras canteras nacionales- para extraer de allí el fuego sagrado que dé alas a nuestra imaginación y luz a nuestro espíritu.

     SILVANO MOSQUEIRA

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     Tradiciones del Hogar es una obra de indiscutible mérito literario, en la que su autora ha vertido, en un estilo pulcrísimo y galano sus sentimientos de amor a su tierra. No son simples narraciones imaginarias; sus asuntos están tomados de episodios reales de nuestra historia y están narrados en forma interesante que cautiva. A pesar de su sobriedad, el estilo tiene viveza y colorido.

     La autora, espíritu culto y curioso, sabe pintar y penetrar sus personajes adornándoles con el encanto de una imaginación exquisita.

     El Diario.



EL EPISODIO DE LA RESIDENTA

 

     Más de una vez oyera yo contar que un tío bisabuelo mío, llamado José Carísimo Haedo, quedó abandonado en un camino, en los días de la «Residenta», al huir las señoras y criaturas de su familia que le acompañaban. Y cada vez que en el hogar de mis mayores se evocaba el recuerdo de ese triste episodio, una sombra de dolor empañaba las miradas y se hacía un silencio como de remordimiento. Un día sorprendí a mi tía Dolores Carísimo Jovellanos suspirando ante un retrato en el que la vejez pusiera su pátina venerable, y con la ávida curiosidad que excitaban en mí las personas y cosas de mi familia, le pregunté:

     -¿Ese es tío José, el paralítico de la historia que a usted la entristece tanto?

     Tía Loló adivinó mi deseo y tomando asiento, después de guardar la fotografía en el viejo arcón de sus reliquias, me contó la historia, con aquel su arte único para narrar cosas del pasado.

     Inmóvil en su gran sillón de baqueta labrada, vio tío José desencadenarse sobre la patria el huracán de la guerra. Hacía muchos años que, joven aún, la parálisis le dejara inválido. Su juventud ardiente y turbulenta, que él llenara de efímeros amores, de entusiasmos y sueños, era sólo un lejano recuerdo: recuerdo doloroso que en los primeros tiempos de su postración, cuando se sintió hundir en un abismo de desesperanza, le hizo imposible aceptar con resignación su destino. ¡Muerto, muerto irremisiblemente en plena florescencia de la vida, cuando tenía ante la vista un magnífico panorama de ilusiones! Naufragadas para siempre todas sus esperanzas, hundiéndose él cada día más en la nada de una existencia miserable, clavado en su sillón de paralítico, mientras su imaginación se volvía más y más volandera...

     Tuvo largos meses de desesperada protesta, de íntima rebelión; deshechas tormentas se desencadenaron en su espíritu, mientras el tiempo no vertió piadosamente en su alma, gota a gota, una dulce resignación.

     La familia toda, que en los primeros tiempos sufriera lo indecible a la par suya, fue acostumbrándose a verle como una ruina, siempre quieto en su sillón, en actitud pensativa, como si a través de las cosas que lo rodeaban sólo viera el cuadro bullicioso de sus días felices. El cariño lleno de profunda piedad que los suyos ponían en cuidarlo, y que al principio lo irritaba y humillaba, fue luego infiltrando una paz sedante y misericordiosa en su corazón herido. Tenía tío José varios hermanos, casados unos, solteros otros, que vivían todos juntos en el viejo caserón solariego de nuestra familia, cuya arcaica estructura impregna todavía con su perfume de tradición el ambiente de la ciudad remozada. La callada compasión de los hombres, la ternura efusiva de las mujeres y el halago candoroso de las criaturas, acabaron por calmar, primero, en una suave conformidad la desesperación del inválido y, después, por hacer de esa conformidad una dulce melancolía que florecía en bondad. Amaba y atraía a sí a los niños, sus sobrinos, y nosotros se lo pagábamos disputándonos el placer de arrastrar mimosamente su sillón para llevarlo, en los días claros, bajo la enramada de jazmines que entoldaba el patio colonial de la casona, llenándolo con la fragancia delicada de sus florecillas, y en los días de invierno, junto a los anchos ventanales donde el enfermo se distraía con el movimiento de la calle.

     Yo, que era la menor de sus sobrinas, sentía por tío José un cariño inmenso.

     Rara vez lo dejaba solo: era mi afán serle útil en todos sus menesteres, sirviéndole la comida, encendiéndole los cigarros que uno tras otro fumaba insaciablemente, cebándole el mate, dándole aire con una pantalla en los días de calor. Él me pagaba mi consagración queriéndome mucho y contándome cuentos y cosas del pasado, y yo creo que este mutuo cariño lo llenaba de consuelo y desentenebrecía la noche de sus horas.

     Muchos años pasaron. Yo fui transformándome poco a poco en una señorita, y aquella ternura por tío José, que fuera un instinto en mí, se hizo aún más grande y solícita cuando la reflexión me permitió medir toda la hondura de la desgracia del inválido. Quísele más, me consagré más tiernamente a su cuidado, y, él, a su vez, puso en mí todos los amores frustrados de su triste vida. Me amó con amor de padre, con amor de hermano, con amor de camarada, y sobre todos estos amores, mi juventud bella y sonriente -es fama que yo no era demasiado fea cuando joven- infundió a su alma una devoción que se traducía en orgullo de tenerme a su lado, de ser asistido por mí, de saberme atenta a sus menores deseos. Ese múltiple cariño por mí llenó su corazón y le hizo olvidar que era esclavo de la parálisis. Dejó de estar enfermo y triste. Así como en las ciénagas inmundas surgen blancas y maravillosas las aromadas flores de caña, así también de su miseria física surgió el arrobo de aquel cariño hecho de gratitud y de orgullo, que hizo vivir al enfermo en un nuevo mundo donde todo era suave e íntima alegría.

     En eso estalló la guerra, la terrible guerra contra tres naciones, que como un torrente de lava asoló nuestro hermoso territorio. Del viejo caserón solariego salieron, unos tras otros, todos los hombres para ir a ocupar sus puestos en los improvisados batallones. Partieron primero los mayores. Pasaron los años Y los menores, ya suficientemente fuertes para empuñar las armas, partieron también. Ninguno regresó: Perico, Bernardo y Mariano cayeron en Estero Bellaco; Adriano, Pancho y Luis seguían en pos de la bandera la vía crucis sublime de la patria. Una ráfaga de pesadilla sacudió al enfermo clavado en su sillón al tener esas noticias. Lloró amargamente su impotencia, que le hacía inútil para correr con los suyos a la gigantesca pelea. Mas de una vez, después de sumergirse en una profunda quietud llena de unción, sentíase herido de repente por la alucinación de un milagro, y hacía un esfuerzo supremo para moverse y ponerse de pie; pero enseguida tornaba a la realidad de su invalidez incurable y rompía a llorar con varoniles sollozos de desesperación.

     Sombras de duelo y de angustia entenebrecieron nuestra casa. Pasábamos los días llorando a nuestros muertos, temblando por los ausentes, sufriendo la lenta agonía de la patria. Tío José se encerró en un torvo silencio, y, yo, comprendiendo su infinito dolor, iba y venía alrededor suyo como una sombra, sin atreverme a turbar sus trágicos pensamientos. Pasados los primeros tiempos, ya ni florar podíamos: el exceso de pena nos anonadaba y sólo en la quietud de la iglesia, ante la imagen de la Virgen de los Dolores, cuyo culto era tradicional en nuestra familia, hallábamos consuelo rogando por nuestros muertos y pidiendo la protección del Cielo para los que corrían los azares de la guerra.

     Un día -han pasado muchos años pero lo tengo presente cual si fuera ayer- cundió como un rayo por la ciudad la orden de abandonarla: era que se temía su ocupación por el enemigo. Aprisa empaquetamos las cosas más fáciles de llevar y necesarias para iniciar aquel dramático éxodo de la patria misma en pos de la bandera que la derrota empujaba hacia las más lejanas soledades. La Residenta(1) iba a comenzar sin que supiéramos dónde ni cuándo terminaría. Ya estaba todo listo para dejar la casa y lanzarnos a aquella heroica aventura, cuando se nos presentó una dificultad imprevista en los primeros momentos. ¿Y tío José? ¿De qué medio nos valdríamos para llevarlo con nosotras? Por cierto que ni se nos ocurrió la idea de dejarle, ni el paralítico nos convenció cuando, midiendo las dificultades que su compañía importaba para nosotras, nos propuso quedarse con una esclava octogenaria también poco apta para la marcha. Púseme yo misma a buscar un vehículo que sirviera para transportar al enfermo y solo dí, en casa de unos parientes, con una carretilla de mano.

     Y una mañana muy bella, que nuestra desolación volvía muy triste y sombría, el grupo de mujeres y criaturas abandonaba el viejo caserón de la calle de la Rivera(2) y emprendía la más sublime peregrinación del patriotismo. Toda la ciudad tenía un aspecto de animación extraordinaria, pero una animación hecha de azoramiento. Las puertas de las casas se cerraban unas tras otras para no volver a abrirse por manos de sus dueños quien sabe hasta cuando -¡muchas, nunca!-. El golpe de las maderas al ceñirse a los marcos parecía tener una vibración humana: como un doliente quejido, helaba el alma... Las calles estaban llenas de gentes: mujeres, ancianos y criaturas. Cada cual cargaba con un atado, se desarrollaban escenas tristísimas pero que no nos impresionaban, porque la propia amargura colmaba el corazón haciéndolo insensible al dolor de los demás. Costaba un esfuerzo inaudito decidirse a marchar. La gente se inmovilizaba junto a sus respectivas casas, se prendía con las manos crispadas a los barrotes de las ventanas, quería volver a entrar, y con la mirada húmeda de llanto ponía besos de despedida en todas las cosas familiares que en ese instante cobraban insospechada belleza e irresistible atracción. En grupos salimos de la ciudad y ya en las afueras, la compacta caravana se desgranó. Mientras andábamos, nos cruzábamos preguntas sobre la suerte de parientes y amigos, y las contestaciones eran casi siempre las mismas, formuladas a media voz, entre dos suspiros:

     -¿Y tu papá?

     -Murió en Humaitá...

     -¿Y Pedro?

     -Murió también...

     ¡Todos tenían muertos que llorar!

     Íbamos a pie, arrastrando yo la carretilla cargada con tío José. Cuando las jóvenes avivaban el paso, poseídas de una extraña inquietud, como deseosas de hallarse lejos de la ciudad, la voz prudente de los mayores las detenía:

     -No se apuren, muchachas, que tenemos mucho que andar y van a cansarse...

     -¿Adónde vamos?

     -No lo sabemos. Muy lejos, hasta donde podamos...

     Y la marcha continuaba, triste, silenciosa, sin rumbo fijo, hecha una pesadilla a lo largo del camino que se retorcía caprichosamente como una pincelada roja trizada en la verde campiña. Yo no cedía a nadie la carretilla en que conducía a tío José, y aunque me era físicamente penoso el esfuerzo que me exigía la conducción del pequeño vehículo por los espesos arenales, ponía en el empeño una inmensa ternura que me lo hacía llevadero.

     La ciudad había quedado ya muy atrás. Después de pernoctar en la Trinidad, atravesábamos a la sazón la vasta llanura de Campo Grande. Lluvias recientes dejaran el campo lleno de barro y salpicado de baches que dificultaban enormemente la marcha y, sobre todo, el arrastre de la carretilla, cuyo peso aumentaba en razón de la distancia recorrida y de los obstáculos del terreno. Era necesario detenerse con frecuencia para recobrar aliento. Cuando mi pequeño carro se estancaba en las depresiones cenagosas del terreno, todas las mujeres acudían a prestarme ayuda para hacerlo marchar.

     -Déjenme, déjenme, -decía tío José, viendo lo mucho que costaba conducirlo. -¡Yo soy un estorbo y no valgo la pena de que ustedes se sacrifiquen por mí!

     -Tío, no diga eso -le contestaba yo. ¿Cómo concibe que seamos capaces de abandonarlo? Lo llevaremos hasta donde podamos y cuando no podamos más, nos quedaremos a su lado para correr todas juntas la misma suerte que usted.

     -Pero si se han ido ya todos los hombres de la familia, ¿qué más da que perezca también éste paralítico que de nada les sirve a ustedes?

     -Por eso mismo -insistía yo- porque es usted el único hombre que nos queda, queremos conservarlo; es usted nuestro padre...

     Y como el pobre enfermo quisiera insistir, yo lo reducía a silencio con besos y caricias. Y la marcha penosa seguía un día y otro día, como si nuestro destino fuera rodar por la tierra. A medio día, nos deteníamos a la sombra de un árbol en alguna limpiada de la selva, y preparábamos la frugal comida. Al caer la noche buscábamos refugio en alguna tapera de las muchas que encontrábamos en nuestro camino y allí reposábamos, lo mejor que podíamos, hasta el amanecer. Antes de entregarnos al sueño de rodillas todas, con los ojos puestos en la imagen de la Virgen de Dolores que nos acompañaba, rezábamos en silencio, con unción que era un éxtasis, para rogar por nuestros muertos y por los que no sabíamos si ya lo eran también. Rezábamos hasta quedar rendidas por el sueño y aún dormidas, musitábamos entrecortas plegarias...

     Pronto las provisiones se acabaron. Un día, el almuerzo sólo consistió en una vaga ilusión de caldo obtenido de unos huesos de ternera guardados de la comida del día anterior. Los campos arrasados, las casas deshabitadas, no ofrecían ninguna perspectiva de alimento: ni una fruta, ni una espiga. El hambre hacía presa de nosotros.

     -Mamá -decían los pequeños- danos un hueso...

     Y los huesos mondos, conservados cuidadosamente después de haber sido hervidos muchas veces para conseguir un caldo que ya no era tal, servían para engañar el hambre cada vez más imperiosa de las criaturas. Cuando a la distancia divisábamos palmeras, apresurábamos el paso para alcanzarlas más pronto y luego, afanosamente, durante horas, derribábamos con toscos machetes los rectos troncos y los abríamos a lo largo para extraer el meollo, unas veces blando, si el árbol era joven, otras endurecido, si era viejo, y fabricar con él unas especies de tortas que cocíamos a la manera de los ausentes mbeyús(3) en fuentes de barro.

     Dos largos meses pasaron. La cara vana peregrina habíase detenido en Atyrá. Los fragorosos senderos de la Cordillera nos habían extenuado. Yo adivinaba en tío José el suplicio insoportable que le producía vernos poco menos que aniquiladas por la fatiga y a pesar de ello, animadas siempre de la misma abnegada voluntad y de la misma ternura para llevarlo con nosotras. El pobre ya no imploraba que le dejásemos, porque comprendía que lo haría en vano; pero pagaba nuestra solicitud con lágrimas y solo vivía para bendecirnos. Nos proponíamos permanecer algunos días en Atyrá, cuando llegó la noticia de que una columna enemiga avanzaba sobre este pueblo. Había que huir, pues, y así lo hicimos una noche en que esa noticia nos sacó del suelo. Salimos de la población a la par de la demás gente, pero nosotras, impedidas de andar aprisa por la carretilla en que llevábamos a tío José, quedamos rezagadas. Al subir una cuesta oímos el rumor de los cascos de los caballos del enemigo que herían el áspero pedregal. Nos helamos de espanto. Tratamos de huir más rápidamente, aguijoneados por un terror llevado al paroxismo por los relatos que se hacían de los desmanes de la soldadesca. Yo pedía, la Virgen de los Dolores que me prestase fuerzas, y sintiéndolas acrecerse en mí, como por milagro, corrí, corrí frenéticamente, arrastrando la carretilla. Mi madre, mis tías y mis hermanas, rodeándome, corrían también cuanto podían.

     -Déjenme, dejénme por Dios -clamaba tío José.

     Ni siquiera le oíamos. Corríamos, en la noche, cuesta arriba, jadeando más de desesperación que de cansancio. Por un momento creímos que los enemigos se habían desviado de nuestra ruta y esto nos infundió nuevo aliento. Pero pronto de desvaneció esa ilusión. No tardamos en volver a oír no sólo el rumor de sus corceles, sino también sus voces mismas. Mamá, sus hermanas, las mías, mis primas, huyendo con niños o atados en los brazos, yo empujando la carretilla, y el paralítico suplicando que le abandonásemos, formábamos en la soledad de aquel desierto un cuadro de tragedia. Y el ruido que nos paralizaba la sangre en las venas, se aproximaba, se aproximaba por instantes. Llegó un momento en que no pude más. Me detuve. Dejé caer los brazos. Caí de rodillas, sollozando. Y entonces, una voz que era más bien un rugido, hízome alzar la cabeza. Era tío José, que por un milagro de su voluntad tendía hacia mí los brazos y me gritaba:

     -¡Lola! ¡déjame! ¡te lo mando! ¡lo quiero! Lo exijo... Sálvense ustedes... Corran, ocúltense en aquel monte. ¡Pronto, pronto, que ya vienen!

     No era un ruego, no... Era una orden que obligaba a obedecer. Había tal angustia en su acento, tal ansiedad en su expresión, tan poderosa intimación en su ademán milagroso, que huimos todas de allí, sin sentido de lo que hacíamos, empujadas por una fuerza misteriosa. Huimos como locas, temblando no tanto por nuestras vidas cuanto por algo infinitamente peor que el enfermo nos hiciera adivinar con su angustia. Huimos dejando abandonado en el camino tío José...



JUNTO A LA REJA

 

     La temperatura de aquella noche de diciembre era sofocante, y mi tía Antonia Carísimo Jovellanos, apagando la lámpara, abrió la ancha ventana de su cuarto. -Nos alumbraremos con la luna dijo- y asomándose al patio, aspiró con deleite el aire cargado de fragancias.

     En el rectángulo de luz dibujado sobre las vetustas baldosas por la luna, destacaban sus arabescos las artísticas rejas de madera primorosamente labrada. Esas rejas, maravilla del arte colonial acaso única en su género, existen aun en la casa de mis abuelos, la vieja casa todavía en pie a través de tres largos siglos y en la que me parece ver refugiadas tristes en el olvido a que las condena la ciudad nueva, las románticas memorias de la Asunción de antaño. El desconocido artífice que talló esas joyas dio vida en ellas a un sueño de fantásticas quimeras, infundiendo un espíritu vibrante a la materia.

     El amplísimo corredor sobre el cual se abrió la ventana encuadraba el patio cuyas viejas losas rotas y gastadas hablan hasta hoy de las incontables lluvias y de los largos soles ardientes que las resquebrajaron y patinaron. En la época que me pongo a evocar el caserón no estaba aún ruinoso, como empieza a estar actualmente. Retoños jóvenes de la antigua familia que confundía los recuerdos de su origen con las crónicas de la fundación de la ciudad, florecían en la casona solariega blasonada de historia e idealizada de leyenda.

     ¡Las historias, leyendas y tradiciones! ¡Cuánto las amaba yo y con qué fuerza sugestionaban ellas mi alma soñadora! Sabía yo que entre esos recios paredones se había amado y sufrido mucho, y que damas y señorones allí nacidos tuvieron que hacer en la vida de la ciudad de los viejos tiempos.

     Aquella anciana tía, bajo cuya cabellera blanca un rostro de madona guardaba las huellas de una notable belleza, tenía una historia guardada en lo más recóndito de su recuerdo; una triste y dulce historia de amor que jamás franqueara sus labios. Anciana por su mucho vivir, pero juvenil por su espíritu triunfante de los quebrantos azares de la existencia, tía Antonia aromaba de romanticismo el secular caserón y con su sonrisa y con su porte ponía en sí misma una gracia llena de melancolía.

     Nunca quisiera ella hablarnos de su historia; impedíaselo el cándido pudor de su recuerdo. Pero esa noche, la penumbra discreta de la luna blanca y el aroma intenso del jazmín mango, que en el centro del patio se erguía empenachado con los magníficos ramilletes salmón-rosa de sus flores, fueron, quién sabe por el sortilegio de qué evocación, cómplices decisivos de mi curiosidad hasta entonces resistida.

     Y la historia brotó de los labios que fueran tan inútilmente bellos y que guardaban la tristeza amarga y doliente del beso que no dieron ni recibieron jamás...

***

     Gallardo mozo fuera él. Conociéralo al salir de oír misa en la Catedral aquel jueves santo que fue el último que se celebró con la pompa tradicional antes de estallar la guerra. Apuesto, distinguido, vivo de imaginación, galante en las maneras y en el decir, la niña prendose enseguida del mancebo.

     -Sentí -díjonos la dama- no alegría, sino un deslumbramiento que fue como un estallar de ilusiones en mi alma, seguido de un misterioso terror ante el misterio que se abría en mi corazón. Lo quise apasionadamente y, correspondida por él, el tiempo perdió para mí su medida, a la vez que la vida cobró un nuevo e inefable sentido a mis ojos. Los días se acortaban en el arrobo de una sonrisa fugitiva, tal como se alargaban en la eternidad sombría de una tarde en que no oyera resonar su paso en mi acera.

     En casa de nuestros parientes, los Haedo, estuvimos por primera vez juntos, y la visión de aquel atardecer la tengo en las pupilas, tal como las palabras que me dijo resuenan dulcemente en mis oídos, a pesar de que han pasado tantos años, tantos...

     Cuando nos separamos ese día, comprendí que yo le había dado toda, toda mi vida, y que era suya para siempre, irremisiblemente suya. Y lo fuí...

     Suspiró tía Antonia, sacudida por la evocación de sus recuerdos, guardó un largo silencio y luego continuó.

     -Nos veíamos casi todas las tardes, al pasar él por nuestra calle. Le acechaba yo desde ese balcón que da sobre la calle de la Rivera y cuando Salvador -que así se llamaba él- aparecía a pie o a caballo, sentía en mi alma encenderse todos los fulgores del sol más bello. Me pidió y fuimos novios. Renuévase en mí el temblor con que le vi llegar a hacer su primera visita, con la solemnidad que era de rigor en aquel tiempo. Lo veo avanzar, un poco pálido por la emoción, aunque iluminado su rostro por una sonrisa, ante el estrado donde mi madre le acogió afectuosamente. Toda la familia hacía acto de presencia en el salón y Salvador se ganó la voluntad de ancianos y jóvenes porque para unos y otros tuvo durante la velada alguna palabra oportuna o amable.

     Y empezábamos ya los preparativos para la boda próxima, cuando caí enferma de cierto cuidado. Luché entre la vida y la muerte durante largo tiempo, y devorada por la fiebre me sumergía en el horror de una pertinaz pesadilla. Era un camino a través de sombras y Salvador se marchaba por él, sin volver la cabeza, desoyendo las imploraciones angustiosas con que yo le llamaba a mi lado. Se iba, se iba sin que yo pudiese atajarlo, sorda su crueldad a mis lamentos. Despertaba sollozando en un grito, y sólo podía volverme a la realidad, en la semi inconsciencia de la fiebre, el ver junto a mi lecho a Salvador que fingiendo sonreír mientras lloraba, me colmaba de cariños y hacía burla de mi pesadilla.

     Estigarribia, el médico de casa, y más que médico amigo celosísimo, impuso mi salida al campo para procurarme un pronto restablecimiento. Defendime cuanto pude, no queriendo separarme de Salvador, pero hubo de resignarme y una mañana vi llegar a casa el carretón de altas ruedas, con cortinillas de terciopelo granate y acojinados asientos dispuestos para servir de cama, que había de llevarme a la lejana estancia misionera, donde con mi hermana mayor, cuyas ternuras fueron de madre para mí, pasaría una temporada imprecisa.

     Subiéronme, más que subí al vehículo, quebradas mis fuerzas por el dolor de la partida. Salvador, a caballo, hízome compañía hasta las afueras de la ciudad y cuando le vi volverse, envuelto en una nube de polvo, no sé qué presentimiento renovó en plena lucidez de mi espíritu la pesadilla febril que tanto me hiciera sufrir en los días de mi enfermedad. Por un camino entre sombras, Salvador se iba, se alejaba, se perdía para mí, insensible a los latidos de mi corazón que le llamaban...

***

     Ni la cariñosa cogida que hallé en la estancia, donde todas las voluntades pusiéronse sin tasa a mi servicio, ni la belleza del campo, ni las mil distracciones con que todos trataban de alegrarme, pudieron sacarme del doloroso abatimiento en que la separación de Salvador me sumergiera. Pasaron quince días, pasó un mes y luego otro y otro más, sin que me llegase una letra de mi novio, y eso que en el transcurso de todo ese tiempo más de un enviado llegara de la ciudad en busca de noticias mías. Yo sufría y callaba. Por complacer a los míos iba sin oponer resistencia a donde querían llevarme para proporcionarme halagos y distracciones: a las yerras, a las tareas, a las mollendas, a las esquilas pero a todas partes llevaba, muy escondido, mi orgulloso dolor. Me cortejaron jóvenes y apuestos estancieros que se disputaban mi mano. La frialdad de mi indiferencia les hizo ver muy pronto que nada podían esperar de mi corazón.

     Y entre tanto, a veces yo me preguntaba: ¿por qué no le escribí para pedirle cuenta de su silencio? ¿Por qué sobre la inmensa llamarada que me devoraba(4) el corazón puse la ceniza de mi helado orgullo? De silencios, así están hechos muchos trágicos destinos...

     Hasta que, cierto día, uno de mis parientes Teo, trájome de la ciudad una carta de mi sobrina María Antonia Egusquiza. La abrí con el pavoroso temblor de un presentimiento triste. Después de darme minuciosos informes sobre mis hermanos y diversas circunstancias(5) de la vida de mi familia, María Antonia me ponía este párrafo: «aquí es voz corriente que te casas con un estanciero, joven y apuesto por lo que te felicito».

     Fue aquello como si el mundo se desplomase a mis pies. Hízose la luz en mi entendimiento y lo comprendí todo. Sí, comprendí que mi ilusión había naufragado; vi mi sueño desvanecerse entre las sombras de un camino por el que Salvador se alejaba irremediablemente de mí.

     Nadie me vio llorar. Nadie oyó una queja salida de mis labios. Pasaba las noches atormentada en el infierno del insomnio, retorciéndome, llorando a mares, anhelando la muerte, pero al salir de mi cuarto aparecía serena y sonriente por un esfuerzo de mi orgullosa voluntad. En este estado de ánimo recibí, poco después, la noticia terrible: Salvador acababa de casarse con una de mis primas, Dolores.

     Mi hermana mayor, una solterona cándida, adivinó en mi tristeza el drama que llevaba en el alma y procuró consolarme. Corazón, el suyo, que jamás fuera agitado por las pasiones, apacible como la inocencia misma, no podía comprender mi dolor. ¿Qué un novio se marchaba? Pues puedes elegir el que más te guste entre los muchos festejantes que te rodean -me decía con la más cariñosa convicción, sin adivinar que mi duelo era definitivo. Y agregaba, tiernamente: ¿no eres hermosa y buena como pocas?

     Pero yo, herida sin remedio, cerré orgullosamente mi alma como un cofre, y allá en el fondo de ella, donde nadie podía verlo ni presentirlo, siguió ardiendo inextinguible el fanal de mi cariño. Me había dado totalmente a ese amor, en un voto que era un juramento inviolable, y en el naufragio de mis ilusiones volví a jurar que sólo para su recuerdo viviría los años todos de mi vida...

***

     Volví a la ciudad, ya restablecida del todo. Una vaga sombra de tristeza que velaba mis ojos, ahogó la alborozada alegría con que me acogieron en casa. Como si nada hubiera ocurrido, nadie me habló de Salvador, ni yo jamás le aludí en mis conversaciones. ¡Pero cuánta lágrima amarga regó la vieja reja confidente, esta misma reja tras la cual estamos ahora y que tanto poder de evocación tiene para mí!

     Calló un momento tía Antonia, con los párpados entornados, como si a través de la reja contemplase las imágenes revividas en su relato. Yo la saqué de su silencio preguntándole:

     -¿Y no volvió usted a verlo?

     -Sí, dos veces volví a verlo. Se daba en el Club Nacional, el gran club de mi tiempo que, como has oído referir en las frecuentes remembranzas(6) de familia estaba instalado en la casa grande que ocupa hoy el tribunal, en la calle Palma. Ni me pasó por la cabeza el ir en los primeros días de cundir la noticia de la fiesta, pero mis hermanas me convencieron de que no debía faltar. Por primera vez me hablaron de Salvador: «debes ir Antonia, para no darle el gusto de mostrarte quebrantada». Poderosa razón fue esta para mi fiero orgullo y dejé que me preparasen el vestido con que había de asistir al sarao. María Antonia, tan buena siempre, lo eligió.

     -Irás de manola -decidió- ¡ya dirán los comentos que fuistes la reina de la fiesta!

     Y fue un febril vaciar de los viejos racones en busca de encajes, de sedas, de chales, de toda lava de adornos adecuados. De raso color oro era el traje y de terciopelo negro el justillo que descubría los hombros y los brazos. Tú has leído en El Semanario la crónica de aquel baile, en la que se dice que está tu tía, convertida por los años en sombra de lo que fue, mereció ser declarada reina de la fiesta...

     -Sí tía -le contesté- El Semanario elogia mucho tu belleza en la crónica de la fiesta, la que suelo leer cuando tú andas en tu arcón revolviendo cosas de aquel tiempo, entre las que guardas el amarillento ejemplar del periódico.

     -Es que puse en mi tocado una coquetería que hasta entonces nunca exaltara mi deseo de aparecer hermosa. Coquetería de mujer burlada que anhela vengarse embelleciéndose a los de quien no será ya su dueño. El fuego de mi orgullosa altivez encendíame las mejillas y ponía relámpagos en mis ojos. Fui una manola bizarra, arrogante y deslumbradora. Los que así me veían, ¡qué lejos estaban de imaginar el drama de mi corazón!

     De pronto le vi venir hacia mí. Temblé toda, pero enseguida me sobrepuse a la emoción del encuentro. Me saludó cortésmente y me pidió una pieza. Vacilé, pero fue un segundo; el orgullo acudió en mi auxilio. Venciendo sollozos que me ahogaban, le tomé el brazo y salí a bailar.

     ¿Qué me dijo? No lo comprendí bien del todo, pero sí resonó claramente en mi alma un áspero reproche suyo

     -Parientes y amigos suyos me dijeron, Antonia, que usted se casaba en las Misiones...

     -¿Yo?

     Lo miré largamente, con miradas que debieron parecerle puñaladas, y sólo atiné a repetir:

     -¿Yo?

     Demudósele el rostro a él, me miró largamente con un aire de infinita sorpresa, y se estremeció todo. Y con voz trémula:

     -¿Fue obra de una intriga entonces?, ¡de una infame intriga!... -me dijo, ya con los ojos nublados de lágrimas.

     Sentí una loca alegría; alegría sí de que su desvío no hubiese sido olvido con que estafara mi cariño. Sentí reparado mi orgullo de mujer apasionada. Y cuando iban a flaquearme las fuerzas ante su dolor con riesgo de enajenar mi secreto, el orgullo volvió a prestármelas para escapar de él, como escapé, sin que él comprendiese que aquella manola que se le apartaba ceremoniosa y fría, llevaba el corazón traspasado, aunque triunfante...

     Horas después, cuando estuve en mi cuarto a solas con el tumulto de sentimientos y de impresiones que se agitaba en mi pecho, lloré, lloré a raudales, pero algo de consolador tenía ese llanto. ¡No me olvidó, no me olvidó! -me gritaba el eco de su palabra temblorosa.

     Y renové, entre sollozos, el juramento de seguir siendo idealmente suya... Y mi desesperación trocose en una suave melancolía, y el turbión desgarrante de mi llanto volviose un dulce llorar, embellecido por la ilusión intacta. Sin ir a un convento, enclaustré mi vida. Yo dejé el mundo a los veinte años floridos, porque mi corazón no sabía darse sino definitivamente en su lealtad, como se urja vez y al darse de diera, ya no podía recogerse jamás...

     -¿Y no volvió a verlo más, tía Antonia?

     Sacudió la blanca cabeza, que lo parecía más por el reflejo lunar que la empolvaba de plata, y los ojos maravillosos, que aun conservan a los 70 años toda la luz juvenil, nubláronsele de lágrimas.

     -¡Oh!, sí, volví a verle una trágica tarde, la víspera de ser fusilado. El mariscal López le condenó a morir en aquellos horrorosos días de la guerra y él, al ser conducido al lugar del suplicio lidió que le hicieran pasar por casa. Le estoy viendo aparecer por esa calle de la Rivera, por donde tantas veces paseara bajo mi balcón su apostura y su rendimiento. Venía en cuerda de presos, poblado de barba el rostro, doblado el continente, vencido el mirar de su pupila. Lo adiviné, más que lo reconocí, al atisbar su paso. Él no me vio, pero sus ojos se clavaron en el balcón de los dulces recuerdos. Sentí su despedida como si la recibiera en sus brazos y no salí a gritarle entre sollozos mi adiós supremo porque recordé que, aún cuando yo era suya, él no era mío...



EL NOVIAZGO DEL TIEMPO VIEJO

 

     En el pequeño mundo que formaba la sociedad asuncena de aquellos días, allá en el albor del siglo pasado, la llegada de Plácido Carísimo constituyó un acontecimiento y fue tema de todas las conversaciones. No había el joven acabado de abrazar a los suyos cuando ya empezaron a llegar al viejo caserón de la calle de la Rivera los mensajes de bienvenida que las relaciones de la familia mandaban por conducto de sus esclavos. Los aldabonazos dados a la puerta se sucedían sin cesar y, franqueada la entrada, los mandaderos recitaban el mismo mensaje aprendido de memoria:

     -Hacen decir los amos que cómo están todos por aquí, que ellos, están buenos y que cómo llegó el niño y que le mandan muchos saludos y esta golosina y que felicitan al señor y a la señora por tener nuevamente a su hijo en casa.

     -Dile a tus amos -contestaba la señora- que nuestro hijo ha llegado muy bien, que le agradecemos mucho su saludo y su fineza y que esta tarde el viajero irá a saludarlos.

     Sobre la mesa del comedor se iban alineando a medida que llegaban los recaderos portadores de saludos y regalos, dulceras repletas de exquisito contenido, fuentes cargadas de rosquillas, cestos llenos de frutas, bandejas con chipas, todas y cada una de estas cosas muy bien dispuestas con la gracia el decoro señoril que nuestras abuelas imprimían como un cuño distintivo en cuanto salía de sus manos pulcras y sabias.

     Y claro está que fue aquel un día de alborozo para la familia. El viejo caserón, la casa del Gobernador -ya entonces era viejo y aun existe ese caserón en cuyas venerables ventanas me parece ver asomados rostros de hermosas abuelas mías, y por cuyo medio derruido corredor se me antoja que discurren aquellos señorones de leyenda cuya figura contemplo en viejos daguerreo tipos!- resonaba todo él sacudido por el alegre bullicio de grandes y pequeños, de amos y criados, que en aquellos tiempos estos participaban del gozo y del pesar de aquellos y dentro del mayor respeto tomaban parte cordial en las expansiones de las familias cuyo pan comían.

     Nadie se recogió esa siesta por querer todos seguir rodeando al mancebo y oírle contar cosas de su viaje y acosarle con preguntas sobre lo mismo. Hasta la abuela nonagenaria siempre recluida en su aposento y a quién el recién llegado acudió a dar, antes que a sus padres, el primer beso, se hizo conducir al corredor y allí, figura central, como un ídolo, del grupo familiar, con sus cabellos no menos blancos y puros que los jazmines de la enredadera que daba sombra y perfume al cuadro, aguzaba los oídos para seguir el curso de la conversación. Se limitaba a escuchar la abuela porque los primeros achaques de su claudicación no la dejaban ya coordinar ideas ni recordar palabras para expresarlas con aquella pureza de idioma que distinguía a las damas y caballeros de nuestra vieja sociedad y que hasta hoy me asombra y encanta en el decir de viejas tías en quienes veo ¡ay!, el vacilante fulgor de una tradición que se va apagando...

     Pero hizo la anciana una pregunta, una sola, a pesar de su silencio habitual:

     -Me dirás, hijo si mientras estuviste lejos de nosotros observastes tus deberes de cristiano...

     Era dulce la voz de la abuelita y era como una generosa bendición el celeste mirar de sus pupilas.

     -Y bien que los observé, señora, yendo todos los días a misa y confesando y comulgando con frecuencia. Ni un momento separose de mí este escapulario de la Virgen de los Dolores que usted me dio, ni este crucifijo que madre colgó de mi cuello.

     Y así diciendo, el mozo mostró ambos objetos piadosos.

     -Dios te bendiga, hijo y, te conserve siempre así. Bien sabes que ese escapulario es reliquia del Santo Bolaños de cuyas manos lo recibió en trance de muerte un abuelo tuvo y desde entonces la Virgen de los Dolores reina en la devoción de nuestra familia.

     Empezaba a declinar la tarde cuando Plácido Carísimo, muy paquete, salía de casa en compañía de su padre. Era bello y apuesto. Alto, de tez blanca, los ojos celestes y el cabello rubio de los Haedo y con la arrogancia sonriente de los Carísimo, su figura atraía la mirada e inspiraba simpatía. Su padre lo contemplaba con el rabillo del ojo, y encontrándole tan lleno de gentileza, sentíase orgulloso aunque lo disimulaba.

     Antes de tomar rumbo, vaciló, consultó la hora y dijo:

     -¿Adónde iremos primero? Empezaremos por nuestra cuadra: esta tarde saludarás a los Recalde, luego iremos a lo de Jovellanos y si tenemos tiempo nos llegaremos a lo de Bazarás.

     Y fueron allá.

     -¡Jesús, José y María! ¡Y qué crecido está Placidito y qué guapo y, qué señorón!

     Lo abrazaban y besaban, lo palmoteaban, haciéndole ponerse en una y otra postura para estudiar en su porte, en el corte de su cara y en la expresión de sus ojos y de su sonrisa a quién se parecía.

     -Sí es tu estampa, José -afirmaba una.

     -No tal, que es el retrato de María Josefa; ¿no ven que todo él es Haedo?

     Una tercera opinión decidía, conciliadora:

     -Se parece a los dos. El porte y la expresión son del abuelo y los ojos y el cabello de la madre. Pero la verdad es, y no te engrías niño, que eres muy guapo...

     El tiempo les dio para visitar a las tres familias que se habían propuesto ver y, ya anochecido, regresaron a casa, precedidos por un esclavo que mandaron a alumbrarles el camino los Jovellanos.

     Días después, los esposos y su hijo Plácido se reunieron en el salón. La madre sentada en el estrado, en amplio sillón abacial, el mismo que lejanos abuelos habían ocupado presidiendo las tertulias y consejos del hogar; en sus manos una labor que no dejaban de proseguir los dedos ágiles y finos, mientras con voz sosegada conversaba.

     El padre se paseaba lenta y gravemente. Por un postigo abierto entraba discretamente la luz de la calle.

     Habló la madre:

     -Plácido, hemos decidido hablarte de un asunto serio. Eres ya un hombre, como que pronto cumplirás veinte años, y es tiempo de que tomes estado.

     El padre interrumpió el paseo y se puso junto a su esposa, apoyando un brazo en el labrado respaldo del sillón.

     -Sí, hijo mío -dijo a su vez- queremos casarte y ya te tenemos novia.

     Una ola de rubor encendió el rostro del mozo.

     -Haré la voluntad de ustedes -se limitó a decir.

     -Harto lo sabemos, que para eso te dimos cristiana crianza -dijo la madre- pero nos holgaríamos mucho de que nuestra voluntad fuera pareja con la tuya. ¿No hay alguna niña de las familias amigas que prefieras?

     -No he pensado en eso, madre, pero diré a usted que, puesto a elegir, Lolita me gustaría mucho...

     Los esposos se miraron sonrientes.

     La elección del mozo les llenaba de contento. En Lolita, precisamente, no pensaron ellos, porque era muy jovencita la niña, pero sí en una hija cualquiera de sus compadres Jovellanos.

     -¡Loado sea Dios! Mucho nos complace tu elección Plácido, por concordar con nuestro gusto; esta noche irá tu padre a pedir la mano de Lolita para ti.

     Vestido de gran ceremonia salió al toque de ánimas de su casa mi bisabuelo y precedido por un esclavo que le alumbraba el camino dirigiose a casa de Jovellanos, muy cerca de la suya, donde ya le aguardaban con conocimiento del objeto de su visita. Reunida estaba toda la familia en el salón lleno de luz.

     -¡Ave María Purísima! -dijo el visitante al trasponer la cancela donde un criado tomó de sus manos la galera de felpa y la airosa capa española.

     -Sin pecado concebida -le respondieron, y el dueño de casa salió a recibirlo con cortesía acogedora. Penetraron ambos en la sala y el visitante avanzando hasta el estrado, saludó a la señora con ceremonia en la que el objeto de la visita puso un aire de gravedad.

     Las niñas formaban un grupo aparte, menos una que jugaba con una muñeca, debajo de la gran mesa dorada emplazada en el centro del salón.

     -Pues ya sabéis -dijo después de un momento el visitante- el objeto de mi visita. Plácido está en edad de tomar estado y queremos su madre y yo que lo haga cual corresponde a su condición. Felizmente su voluntad y la nuestra se hermanan en una elección que nos colma de contento. Una de vuestras hijas es la elegida.

     Las niñas del grupo, todas casaderas ya, se miraron unas a otras, cuchichearon dándose recíprocamente bromas, cambiaron de color varias veces y acabaron por sumirse en un pudoroso silencio, con los ojos clavados en el suelo. Debajo de la mesa, sobre la alfombra, la pequeñita seguía jugando con su muñeca, substraída por el encanto del juego a lo que en torno suyo se decía.

     -Pues tú dirás, compadre, cuál es la novia...

     -A pediros la mano de Dolores he venido...

     -¿Dolores? Niña en demasía es aún; acaba de cumplir trece años y ahí la tienes entretenida con su muñeca mientras tú la reclamas para tan grave destino.

     -¿Qué queréis? A nosotros cualquiera de vuestras hijas nos agradaría, pero a Plácido le ha enamorado la pequeña y esa ha de ser si no os oponéis...

     -Oponernos, no, y ya está concedida la mano.

     Mandaron recado de que acudiera el mozo y no tardó éste en entrar en el salón, perdido y arrebatado el color sucesivamente, presa de timidez que le cohibía, balbuciente y embarazado en los movimientos por la emoción.

     -Dolores, ven acá -dijo la madre después de cambiar los saludos con el mozo.

     La niña salió de debajo de la mesa, se arregló ligeramente los cabellos, compuso los vestidos y acudió al llamamiento.

     -Plácido quiere casarse contigo: ¿qué dices tú, hija mía?

     La grana encendió su rostro y tembló toda ella de asombro.

     ¡Y qué linda, qué linda apareció así en el oro de un fulgor de luz sobre el incendio de sus mejillas! ¡Fina, alta, de ojos negros y profundos, de renegrido cabello, era un poema viviente de dulzura, de distinción, de castidad y de inocente seducción espiritual! ¡Con esa temblorosa emoción de asombro has quedado en mi espíritu, bella y buena abuelita cuya historia oí contar a otra abuela en un atardecer en que la enredadera florecida de nuestra vieja casona me llenaba de la embriaguez de un lejano perfume!

     -¿Qué dices, Lolita?

     -Yo... madre... no sé... Si ustedes quieren...

     -Sí queremos, y mucho. Sabes quién es Plácido, y quien es su familia y cuánto nos estimamos. Si no te disgusta te casarás con él.

     Y la niña no pudo decir más, presa de una extraña turbación. Sus ojazos bellísimos, obstinadamente bajos, brillantes de emoción, con un fulgor de lágrimas que los volvía maravillosos, no alcanzaron más que a vislumbrar, como tras una nube, la apuesta figura del prometido. Pero su alma de luz, flor de pureza y de candor, se sintió presa, bruscamente, del divino arrobo del primer amor.

     Poco tiempo después las felices bodas se realizaron, y muchas adoradas cabecitas, rubias unas, negras otras, todas muy bellas, de otras tantas blancas muñequitas -¡fueron quince!- no tardaron en venir a llenar de aromas el hogar, sustituyendo con ventaja la estoposa cabeza de aquella otra muñeca con que jugara la madre feliz cuando fue solicitada en matrimonio en el año del Señor de 1814.



UNA CRÍTICA DE ANTAÑO

 

     En el viejo álbum de familia, de gruesas tapas de nácar con figuras estilizadas y macizo cierre de plata, dos borrosas fotografías hablaban profundamente a mi imaginación. Representaban a una dama muy joven y a un joven caballero ataviados con ostentosos trajes de marquesa y de marqués. Cuando niña, vi más de una vez a mi abuelita paterna contemplando los amarillentos cartones con esa inefable melancolía que los viejos y amados recuerdos traen al corazón.

     -Abuelita -solía preguntarle yo en tales ocasiones- ¿por qué tú y el abuelito se disfrazaron así?

     Y ella, a quien los años en complicidad con el dolor agobiaban ya, me hacía, más para oírla ella misma que para enterarme a mí, la vieja crónica que en sus labios florecía con la frescura de un recuerdo celosamente cultivado.

     Lo que hoy es el tribunal viejo era antes de la guerra el Club Nacional.

     Tengo bien presente la mañana aquella en que, impresionada por los relatos que la noche anterior oyera en la tertulia familiar, obligué a Sebastiana, la vieja negra que me acompañaba a la escuela, a penetrar conmigo en el caserón ese y a conducirme al salón donde, más de medio siglo atrás, se dieran tantos saraos fastuosos. Sebastiana conocía bien el lugar.

     -Si me está pareciendo, niña, que ayer no más fue cuando para darle luz por el camino vine con el ama a este sitio. Si le estoy viendo al amo, que aguardaba a doña Teresa en el portal, con otros señorones, porque era no sé de qué Comisión que corría con la dirección de la fiesta...

     A través de mucha gente que entraba y salía con rimeros de papel bajo el brazo, Sebastiana me condujo al salón donde vi a muchos hombres apiñados y oí hablar a gritos.

     Este era, niña, el salón de baile; si viese qué hermoso estaba la noche del baile en honor del Presidente...

     Y en voz alta, como si estuviésemos solas, se dio la buena negra a explicarme los detalles de la fiesta evocada, los que escapaban a mi atención atraída en ese momento por un cuadro que en el testero del salón representaba a una mujer con los ojos vendados y una balanza en una mano y un puñal en la otra. Al pie del cuadro veía una mesa con gran paño negro junto a la cual un hombre grave estaba sentado entre otros dos. Después supe que en el salón de los recuerdos de la abuelita funcionaba el tribunal de jurados.

     Los días que precedieron al 7 de noviembre de 1863 fueron días de extraordinaria agitación y entusiasmo en los hogares de la buena sociedad asuncena, de aquella sociedad que compensaba, al revés de lo que sucede hoy, su pequeñez con su tradición acrisolada.

     Iba a cumplirse el primer aniversario de la toma de posesión del gobierno por el presidente Francisco Solano López y el Club Nacional había resuelto celebrar el suceso con un suntuoso baile de trajes.

     Los que en su hogar no han podido recoger la tradición de lo que fuera la sociedad asuncena de aquellos días lejanos, no pueden concebir que las fiestas de salón de la actualidad resulten pobres y pálidas comparadas con las de aquel tiempo, en que el señorío de las damas y la gentileza de los caballeros daban singular realce de auténtica distinción y de gracia espontánea a las reuniones.

     Resuelto fuera que el baile del siete de noviembre había de marcar época en los anales sociales, tal como si se adivinase -¡ay!- que pocos años después aquella misma brillante juventud que luciría su distinción en el sarao, marcharía, en las filas del famoso batallón 40 a morir heroicamente por la patria...

     Con la anticipación necesaria pidiéronse a París modelos de los más variados y preciosos estilos de trajes, entre los que las damas eligieron los más avenidos con sus gustos y tipos respectivos, previa consulta de unas con otras en cada círculo de parientas e íntimas.

     Llégame, a lo largo de los años, tal como si yo mismo lo hubiera oído, el rumor de aquellas reuniones, en las que señoras y niñas llenaban con el bullicio de sus charlas y con el cascabeleo de sus risas la casa toda convertida en activo y trajinado taller de costura. Viven aún algunas de las que, al recordar los relatos de la dulce abuelita, evoco en el cuadro de aquellas gentiles figuras jóvenes y graciosas que se reunían desde las primeras horas de la siesta hasta las últimas de la tarde, para cortar sus trajes en la ancha y atestada mesa del comedor, bajo la dirección de la más experta en este menester.

     ¡Cabezas venerables, en las que nevaron los años y que sintieron el soplo de tantos vendavales, yo os veo, en aquella mañana dorada de vuestra existencia, luciendo la seducción del oro puro o del ébano apasionado de vuestras cabelleras graciosamente peinadas en atrevidos tirabuzones!

     Desde las primeras horas del día 7 de noviembre, la cuadra de la calle Palma comprendida entre las de Atajo y 25 de Diciembre presentaba el cuadro movido y rumoroso de una multitud curiosa. De un viejo ejemplar de «El Semanario» nº 499 del sábado 14 de noviembre de 1863, que entre otros muchos recuerdos guarda en viejo arcón mano cariñosa, copio las siguientes líneas: «A la hora señalada por las tarjetas de invitación el Club Nacional ostentaba tanto interior como exteriormente una verdadera magnificencia. Toda la extensión de la fachada estaba profusamente iluminada con aceite de color, coronada de trofeos de banderas cada una de sus ventanas. Una gran masa de pueblo llenaba la calle acechando el momento de llenar su curiosidad examinando las familias que llegaban en sus carruajes».

     El patio del club aparecía convertido, por obra de un señor Troya, artífice en obras de adorno, en fragante jardín, en cuyo centro los hilos de agua de una fuente -la misma que existe hoy en la quinta de la señora Adelina López de Decoud, en la Avenida Venezuela- trazaban sus figuras caprichosas a la luz policroma de artísticos faroles chinescos.

     El salón de baile ofrecía un aspecto maravilloso. Un gran escudo nacional primorosamente construido con flores que reproducían todos los símbolos del emblema, adornaba la pared principal entre un trofeo de banderas y guarnecido por una iluminación tricolor. Ricos tapices colgaban de los muros y macetones con palmas ponían la nota verde de las hojas bruñidas en la cascada de oro de las luminarias.

     Un saloncito que hay enseguida del salón principal se había habilitado como guardarropa para las damas, estando destinado al mismo fin para los caballeros otro recinto.

     A las 10 de noche la fiesta estaba ya en su apogeo, formando las señoras y niñas un cuadro deslumbrante por la riqueza y el buen gusto de sus atavíos.

     De la vieja crónica de «El Semanario»:

     «Hubo mucha variedad y lujo en los trajes, perfección en muchas y gracia en todas las señoras y señoritas, entre las que han sobresalido varias, haciéndose notar como ciertos planetas en medio de las estrellas del firmamento... Pondremos a nuestros lectores en posesión de nuestras observaciones de los más notables que hemos visto respecto a trajes. Seremos imparciales: La señora Inocencia López de Barrios, representando la diosa de la noche; doña Francisca de Haedo en traje griego de las islas Jónicas; su hermana doña Belén en el de la ópera de Marco Spada; doña Josefina Aramburú muy bien vestida en traje de mariposa; la señorita Eudoxia Bedoya, una perfecta gitana; doña Emerenciana Gill en traje de andaluza; su hermana doña Carolina en traje de aldeana, la señorita Antonia Carísimo Jovellinos estuvo sobresaliente por su simplicidad, perfección y el delicado gusto con que llevó el traje de sílfide; la señorita Balestra, en traje de diosa de la Música; doña Ana Sión muy bien en traje de paciega riojana; doña Tomasa Bedova de Fernández, una dama del tiempo de la fronda, muy bien; doña Teresa señora de Lamas, en traje de dama del siglo de Luis XIII ha estado perfecta; la señora de Capdevila muy elegante en traje de marquesa; las señoritas Venancia Trihy y Blasia de Bedoya han estado lindas, pero imperfectas griegas por lo largo de sus vestidos; doña Asunción Velilla ha estado bien como aldeana bretona; la señorita Concepción Chirife ha estado muy interesante y muy perfecta como calabresa. Doña Catalina Machaín estuvo bien en su traje de cantinera, pero es sensible que no hubiese llevado todos sus atributos etc.»

     «Llegaba al salón el toque de reloj que anunciaba las 10 y ½ cuando se anunció que su excelencia el señor Presidente de la República se hacía presente en compañía de sus ministros y edecanes. La comisión del club formado por los señores José M. Aguiar, José Falcón, José M. Lamas y José Solís, todos vestidos de marqueses, recibió a Su Excelencia y lo acompañó hasta el estrado que se le había dispuesto en el salón.»

     Solano López no disimuló la satisfacción que le cansaba el brillo de la fiesta. Los diversos trajes de estilo sentaban bien a las señoras y niñas que los habían escogido con el acierto instintivo de su inocente coquetería. Y el Presidente, que asistiera a los grandes saraos de París, en los que la elegancia refulge con encantos supremos, se sentía halagado al ver que, en aquel salón, la distinción y gracia de la mujer asuncena no sufría nada en la comparación a que se entregaban sus recuerdos.

     Y así se lo dijo, con risueño orgullo, al representante de Francia, en una frase que no tardó en circular por el salón y el jardín, entre complacidos comentarios de las parejas:

     -Mis paisanas me transportan en este momento a las mejores horas de mi vida en París. ¿Verdad, señor Encargado de Negocios, que ellas son dignas de medirse con las elegantes parisienses(7) ?,

     Y fue tal el alarde que se hizo aquella noche, que damas hubo, como doña Carmen Gill, que, pasadas las doce, mudaron de traje, reemplazando el de las primeras horas, riquísimo, por otro más rico aún...

     Juanita Machaín y Raquel y Dolores González fueron las únicas niñas que no lucieron trajes de estilo, si bien fueron lujosamente puestas.

     Duró el sarao -dice la crónica- hasta que la luz del día hizo empalidecer la de las mil luminarias que hicieran un ascua del Club Nacional.

     Los ecos del suntuoso sarao perduraban o un en los comentarios de los círculos sociales asuncenos, cuando empezaron a llegar del sud ruidos de armas. Poco después, en Paso de Patria, empezaba aquella nube de fuego que había de pasar como un turbión por toda la República, arrasando hogares y convirtiendo todo el territorio nacional en un vasto cementerio. La ola de sangre abismó a nuestra dulce Asunción en el duelo de infinitas angustias. Los galantes marquesitos y los pajes de pelucas empolvada del baile de la noche del siete de noviembre, caían en las trincheras y en los esteros, mientras en los tristes hogares las bellas marquesitas y las aldeanas deliciosas, lloraban al esposo o al novio muerto por la patria en el horror de las batallas gigantescas...



LA SAGRADA OFRENDA

 

     Iba para dos años que nuestros ejércitos se batían con la desesperada tenacidad en que habían de consumirse como en una hoguera. Grandes batallas anegaran de sangre las hasta entonces rientes campiñas paraguayas del sud y, entre ellas la del 24 de mayo, en el Estero Bellaco, viera extinguirse bajo la metralla enemiga aquel bizarro batallón 40 formado por la flor y nata de los hijos de Asunción.

Esa cruentísima batalla que sumiera en nuevo duelo a casi todos los hogares de la buena sociedad asuncena, despertó un eco dolorosísimo pero en el que, por encima de la angustia del dolor afectivo, vibró una suprema decisión de hacer frente con temple espartano al oleaje de sangre y fuego que avanzaba desde Paso de Patria.

     En el tiempo que llevaba de duración la lucha se habían agotado todos los recursos del Estado, y todavía quedaban por delante tres largos años de batallar continuo, en los que nuestros ejércitos habían de realizar el milagro único de sostener la guerra en medio del más extremado agotamiento del país, consumidos ellos mismos por la miseria y sólo fortalecidos por la esperanza de caer un día al pie de la bandera con la conciencia de haber rendido a la patria el tributo de su fidelidad llevada hasta el sacrificio.

     Nadie flaqueó en aquellos días de espantosa prueba, a pesar de la horrible incertidumbre que se abría como un abismo entre el hogar deshecho y el terruño invadido y asolado.

     En aquel atardecer del 24 de febrero de 1867, la Plaza del 14 de mayo de esta nuestra legendaria ciudad de la Asunción presentaba un aspecto nunca visto hasta entonces. Llenábala una muchedumbre en la que se mezclaban las damas y los pocos caballeros que quedaban de la alta sociedad, con hombres y mujeres del bajo pueblo.

     En la parte central del paseo habíase improvisado un estrado que tapizaba rojo terciopelo. Un retrato del marisca, entre trofeos de armas y banderas. Presidía aquel escenario, como una evocación de la guerra que allá abajo envolvía en una tempestad de hierro las campiñas y en densos crespones los hogares del Paraguay.

     Algo indicaba en la compacta multitud que llenaba la plaza y cuya masa reforzaban nuevos contingentes que bajaban por las calles del Atajo, 25 de diciembre, y de la Catedral que era un objeto solemne el que allí la congregaba. Hablábase con animación en los grupos, alguna que otra voz se alzaba de vez en cuando en un viva trémulo que la multitud coreaba, lucían los pechos de hombres y mujeres los colores nacionales, pero faltaba en la masa popular el aire de fiesta que en otras aglomeraciones celebradas allí mismo la animara en sus conmemoraciones de las fiestas patrias.

     Se hablaba de la guerra y bien se comprendía que ese gentío estaba reunido con un objeto relacionado con la suerte de la sangrienta contienda. Vibraba de entusiasmo la muchedumbre, pero era un entusiasmo como suelen ser los de nuestro pueblo: íntimo, silencioso, casi adusto en su concentración. Que así luchó nuestra raza durante aquel lustro trágico, y así fuera antes, y así siguió siendo en todas sus emociones, tal como si la intuición de su destino acorazara de impasibilidad su espíritu para darle esa suerte de gravedad triste y fría en que aparece envuelto en todos los grandes momentos de su historia...

     Cuando la ciudad entera húbose reunido en la Plaza, un múltiple tañer de campanas anunció las siete. El sol estaba alto todavía y brillaba en un cielo purísimo cuya serenidad contrastaba con la borrasca que hervía en los corazones.

     Allí cerca corría el río, nuestro legendario río nativo, con sus aguas azules que allá abajo la sangre de nuestros soldados teñiría de púrpura. Y al pasar los camalotes, arrastrados por la corriente, los ojos se posaban en cualquiera de ellos y la imaginación, impresionada por los relatos de heroicas hazañas, veía en la flotante masa vegetal al guerrero hermano que en la cautela de una sombra propicia se lanzaba al azar temerario de un asalto...

     Apenas húbose extinguido el último de los siete toques indicadores de la hora, cuando una dama irguió su figura en medio del estrado. Era alta y parecíalo más aún en su arrogancia. Nevarán los años en sus cabellos y pusieran en su mirar un dulce cansancio y una que otra arruga en su rostro empalidecido de emoción.

     Y empezó a hablar en aquel escenario grandioso, techado de cielo y alumbrado de sol. La voz saliole temblorosa al principio, pero poco a poco cobró serenidad y firmeza e hízose sonora y adquirió una penetrante vibración de clarín.

     Llamábase la dama doña Carmen Esperati de Martínez.

     En torno de ella hízose un silencio imponente. Los miles de seres que llenaban la Plaza trataban de ahogar hasta la respiración para escuchar bien. Pálidos los semblantes; como ardiendo en fiebre los ojos...

     Por los labios de la matrona hablaron todas las mujeres paraguayas. Oigamos una frase de su discurso, digna de ser escrita en letras de oro:

     ...LA MUJER PARAGUAYA VIENE A HACER LA OFRENDA DE SUS JOYAS A LA PATRIA. EN LUGAR DE ALHAJAS QUIERE LUCIR LOS COLORES NACIONALES EN LOS QUE HA DE ENVOLVERSE PARA SU SALVACIÓN Y DE LOS QUE HA DE HACER SU MORTAJA PARA MORIR COMBATIENDO POR LA PATRIA A LA PAR DE LOS VALIENTES QUE DEFIENDEN NUESTRO SUELO.

     Y de aquel atardecer de febrero llégame una voz muy conocida y en el estrado de la Plaza del 14 de mayo veo una figura que me es muy familiar. No es la vieja abuelita que me narró esta vieja crónica y a la que yo conocí ya con la talla encorvada y el cabello blanco; es la abuelita joven aún -fulguraba en sus bellos ojos el resplandor de los veinticinco años- aunque con el alma convertida en una tiniebla por la viudez en que acababa de dejarla la guerra. Su esposo cayera en Estero Bellaco -tumba de mis dos abuelos- y ella quedara con tres hijos, una niña y dos varones, a defenderse de la vida y a llorar el infortunio de su hogar.

     La veo y la oigo, a través de este texto que copio de un amarillento número de «El Semanario» correspondiente al 24 de febrero de 1867:

     «Habla la señora Teresa S. de Lamas: He perdido a mi esposo en esta guerra cruel que nos hacen tres naciones; he perdido también a otros seres queridos y solo me quedan en el desastre mis hijos y mis alhajas. Demasiado pequeños los primeros para ofrecerlos, hoy vengo a depositar en el altar de la patria todas mis joyas para que ellas contribuyan a sostener la defensa de nuestra bandera...

     ¡O dulce abuelita! Dulce abuelita que viste partir al abuelo para la batalla sin que ni una lágrima tuya pusiera un temblor de cobardía en su corazón, dulce abuelita que me legaste el orgullo y la lección de esas palabras que repito con unción tal como si una a una me las dictasen tus labios; dulce abuelita que, perdido el bien amado en la edad más bella, te hiciste fuerte -¡tú que eras tan tierna y tan débil!- y te volviste heroína... Yo invoco tu memoria y la de aquellas admirables matronas que a la par tuya ofrendaron sus joyas a la patria, y, fortalecida por la inspiración sublime de tu ejemplo te digo: el temple de hierro que fue el tuyo, sigue siendo el de la mujer paraguaya que en su sangre siente bullir los dictados de esa tradición sagrada...



LA MERCED DE LA VIRGEN

 

     El conflicto en que la invitación de Madame Lynch los tenía metidos llenaba de preocupación a los esposos Recalde. Los avances de la engreída extranjera levantaban una fuerte resistencia en la buena sociedad asuncena, llena del altivo orgullo de su linaje mantenido hasta entonces en prístina limpieza y en el que lucían blasones que no superaban los de ninguna otra sociedad del Río de la Plata.

     La noticia de aquel sarao circulaba hacía varias semanas, avivada cada día por los preparativos que se realizaban. De Buenos Aires llegarán muchos muebles, tapices y otros elementos de adorno, todo ello muy rico y suntuoso. Y para que ningún detalle restara grandeza a la fiesta con que Madame Lynch quería triunfar en predominio y belleza, hasta hiciéranse venir hombres expertos en artes de cocina para preparar el ambigú.

     En la residencia de la Lynch, que lo era la casa ocupada hoy, por la Universidad, bullía la afanosa actividad de los obreros que decoraban los salones y disponían el mobiliario bajo la celosa dirección de aquélla. Todo era en la extranjera, refinado, así las sutiles artes de su vengativo espíritu, como su buen gusto. Un primor era el gran salón, que daba a la calle Fábrica de Balas, hoy 14 de julio, todo alhajado a lo Luis XIV con derroche de riqueza que parecía increíble en la modestia general de la época.

     Por anticipado saboreaba la Lynch el goce de su triunfo. Sentía ella en torno suyo la hostilidad sorda y rencorosa que provocaba su persona en las familias distinguidas. Al principio creyera imponerse fácilmente en aquella sociedad sencilla, por el deslumbramiento de su belleza y de su lujo, pero pronto echó de ver que bajo esa sencillez latía un fuerte sentimiento de orgullo arraigado en una dignidad tradicional. Ni su fausto altanero, ni sus maneras audaces domaron la altivez de las señoras asuncenas. Ensayó entonces una política amable y agasajadora para vencer la resistencia que se le oponía y ganarse la buena voluntad de las familias.

     Para aquel sarao invitó a toda la buena sociedad. Ella personalmente visitó a las familias principales, y en pos de ella hizo lo mismo una su amiga y familiar de quién solía valerse para hacer conocer sus deseos.

     -Tres días hace estuvo la «inglesa» y esta tarde vino por segunda vez doña Mercedes a recomendarnos que no faltemos a la fiesta, -dijo la señora de Recalde cuando toda la familia estuvo reunida, esa noche, en torno de la mesa.

     Un malestar grande se apoderó de todos. La criada retiró los platos sin que nadie probara bocado.

     -¿Y no atinaste, mujer, a darles alguna excusa que nos libre sin violencia ni riesgo de tan funesto compromiso? -preguntó el esposo.

     -Sí que alegué la enfermedad que tiene postrada a mamá, pero ni la Lynch ni Mercedes admitieron por buena la excusa.

     «Calle usted -me dijeron- que su mamá lleva meses y más meses de cama y su dolencia no es enfermedad sino achaques de la vejez, que de ninguna manera justificarían la ausencia de ustedes en esta fiesta tan extraordinaria».

     Insistí -continuó la dama- pero en vano.

     -Bien lo veo: es nuestra familia de las que con obstinación resisten a la «inglesa» y ella quiere imponernos la humillación de vernos ante su estrado.

     -Tal me parece- contestó la dama. La invitación tiene más ribetes de intimación que de cortesía. Mercedes me ha dado a comprender que si no asistimos al baile, la Lynch darase por desairada y no perderá coyuntura para vengarse.

     -Sobre que ya no disfrutamos de la gracia de esa gente... -dijo, arrugando el entrecejo, el esposo.

     Antes de recogerse esa noche, reuniose la familia entorno del lecho de la abuelita enferma para rezar el Santo Rosario. Meses hacía, efectivamente, que la anciana yacía postrada. No estaba precisamente enferma de enfermedad determinada: eran los achaques de sus noventa años los que la retenían en el lecho. Medio sentada, con la espalda reclinada en las altas almohadas, blanca la cabeza anegada en la nieve purísima de los años, afilado el rostro, débil como un crepúsculo la luz de sus pupilas negras, unidas las manos por el rito devoto de la oración, la viejita parecía ser toda ella sólo un espíritu que se dispusiera a volar al Cielo...

     Después del rezo, la señora de Recalde refirió a su madre el trance en que se hallaba.

     -Jesús, José y María -murmuró la anciana.- ¿Y pensáis ir, hija mía?

     -No, no pensamos, no queremos ir, pero tengo miedo de esa mujer, mamá. Su odio puede sernos fatal...

     -No habéis de ir -dijo con energía la anciana; no podéis llevar a las niñas a esa casa, que a ello se opone nuestro decoro. Yo le pediré a la Virgen que nos salve de esa desgracia...

     Madre e hija se besaron y ésta retirose a su aposento. Aquélla, una vez sola, se levantó con mucho esfuerzo, muy penosamente, y se arrodilló en el reclinatorio ante la imagen de la virgen de los Milagros que tenía cerca del lecho. Y oró, oró profundamente...

     -¡Virgen, mi Virgen Santa, envíame la muerte a tiempo para que los míos no vayan a esa fiesta! Óyeme, Virgen de los Milagros!

     Y orando con toda su alma pasó un largo rato, como sostenida por un milagro en su éxtasis fervoroso.

     Era la víspera del baile. Esa mañana la Linch envió a la familia unos adornos para las niñas.

     -Dice Elisa -refirió doña Mercedes, la portadora- que estos adornos van a sentarles muy bien a las niñas, sobre todo a Chepita y que se los envía para que estén guapas mañana en el baile.

     Fue tanta la frialdad con que se acogió el regalo, que la emisaria se percató de ella, y dijo:

     -Supongo que no faltarán ustedes... ¡Elisa se enfadaría tanto...!

     ¿Era ya la amenaza? La señora de Recalde creyó comprender que sí, y se llenó de miedo. Y tenía húmedos de llanto los ojos cuando entró en el aposento de su madre. ¿Iría? ¿No iría? Lo primero le parecía que significaría abdicar de su altivez y de su honor mismo; lo segundo era tan peligroso...

     Por un lado, el orgullo, por el otro el miedo...

     -¿Qué hago, qué hago mamá querida?

     La anciana, que estuviera rezando silenciosamente, contestó:

     -No te aflijas, mi hija, que no habéis de ir. ¿Sabes por qué te lo aseguro? Porque se lo he pedido a la Virgen y la Virgen me está diciendo que atenderá mi ruego. Yo voy a morir a tiempo de evitaros esa humillación...

     -¡Por Dios, mamá!

     -Alégrate hija: yo tengo mis días contados, y la mayor gracia que el Cielo puede dispensarme es la de enviarme la muerte hoy mismo o mañana antes de la noche. Así se lo estoy pidiendo a la Virgen desde que me contaste eso, y ya adivino que mañana tendréis que velarme en vez de ir a ese baile.

     Rezó en silencio un instante y luego, con voz animada exclamó:

     -Hija, ayúdame a orar en súplica de esa gracia...

     Se sentó en la cama, unió sus manos, fijó los ojos en la imagen santa y ella misma inició el Santo Rosario. Su rostro parecía nimbado por un resplandor de fe...

     Cuando, al otro día, la amiga de la Lynch acudió a la casa para ver -según dijo- la paquetería de las niñas, en el salón se velaba el cadáver de la abuelita. Al caer la tarde se extinguió aquella vida, se extinguió dulcemente mientras en sus labios finos se dibujaba una sonrisa de triunfo que por momentos parecía animada de una secreta picardía.


 

NUESTRO FOLCLORE

 

(Extracto de una disertación

hecha en el Gimnasio Paraguayo).

 

     Cuando, renovando amables empeños se me invitó a ocupar esta tribuna, hablóseme de dar una conferencia...

     Confieso que me llené de sobresalto. ¿Qué podría decir yo, que por su enjundia o por su forma, o por ambas cosas a la vez, fuera digno de ser dicho bajo la grave responsabilidad de tan seria promesa?

     No, mis queridas amigas, hube de decirles a las muy gentiles señoras de la Sub-Comisión(8) Femenina del Gimnasio Paraguayo: una conferencia no; que para darla, ni podrían ustedes atribuirme títulos de que carezco, ni podría yo vencer el sentimiento de incapacidad que me haría aparecer cohibida, vacilante y desconcertada ante este auditorio.

     No, una conferencia, no...

     Bien sabéis, señoras amigas, que ni siquiera soy feminista; por lo menos, no lo soy en el sentido combativamente reivindicativo y airado que se atribuye al feminismo y que da a la palabra una estridencia tan poco, tan poco femenina...

     No vendré, pues, a haceros una disertación erudita, no les expondré un trabajo que sea fruto de largos y prolijos estudios. Vengo a conversar sencillamente con ustedes. Mi conversación será además muy simple: ligeras observaciones hechas como a flor de piel al pasar por sobre los variadísimos temas de nuestro interesante y rico folclore nacional. Quiero hablaros de algunas de nuestras leyendas populares. Más propiamente de los casos, como llama el pueblo a toda narración, fábula o romance de esta índole. Estos casos me han apasionado siempre profundamente, ya desde pequeña, cuando no veía en ellos más que los cuentos, ¡esos enloquecedores cuentos infantiles! Y más tarde, cuando he podido reflexionar sobre el sentido o concepto moral, religioso, o filosófico que entrañaban; cuando he podido aspirar la oculta esencia que les dio vida y percibir su intención, este interés se ha acrecentado notablemente.

     En ninguna parte es posible conocer mejor que en esos casos la idiosincrasia del bajo pueblo. Allí está reflejada, como en fidelísimo cristal, su alma ingenua, simple y clara, sin complejidades inquietantes, sin las tortuosidades de los espíritus muy evolucionados, con la frescura de emoción que habrán tenido todos los hombres en la aurora de los siglos, cuando todo era aún puro, nuevo, sano.

     Se ven también sus vicios y sus malicias inocentonas, desprovistas de los refinamientos de la maldad complicada.

     La mayor parte son morales, escondiendo bajo su aspecto supersticioso una intención muy alta de bien y de belleza. Otros son chistosos a su manera, sin fin determinado, como si el que los inventó no los hubiera hecho con otro objetivo que el de dar al que los escucha la caridad de la risa. Los hay, por fin, picarescos, a veces demasiado picarescos, como que no son cuentos de niños, aún cuando algunos lo parezcan. Sería desde luego absurdo pretender en personas mayorcitas una completa inocencia, pues esta hace rato ya, desde el hombre primero, que ha desaparecido. En cambio hay una gran exaltación de las virtudes en los tremendos castigos impuestos a los vicios que las contrarían. Este rico archivo -podríamos llamarlo así- archivo de inestimable eficacia en la documentación de la idiosincrasia(9) popular, ha sido aún muy poco estudiado entre nosotros. Creo ser, y acaso no ande del todo equivocada, sino la iniciadora del género, una de las que primero pusieron en letras de molde un caso de nuestro folclore hace ya años, con las leyendas del Origen del Mono y del Caraû.

     Para presentaros este modesto trabajito no he abierto ningún libro, ni consultado una nota. No he abierto más que el arca de los propios recuerdos, evocando horas inolvidables de mi lejana y dichosa infancia. Y han surgido los casos, todos, con su perfume milagrero y arcaico.

     ¡Qué hondo encanto el de estas memorias de las leyendas guardadas celosamente a través de las generaciones y de los años remotos! ¿Guardadas por quién? Por una obscura voluntad colectiva que conserva como joyas valiosas estos casos que hicieron y siguen haciendo las delicias del ingenuo espíritu popular. ¡El pueblo que no lee, que no puede gozar del deleite de una bella página, que no puede embriagarse con la música de un verso alado y brillante, ni olvidar sus penas en el vuelo de una fantasía labrada por un esteta! Necesita soñar, necesita que sus ojos se ilusionen aunque sea pasajeramente, ciegos para la realidad. Por eso cree en las estupendas quimeras de su rico folclore. Escapa, así, a su existencia trabajada y doliente y se mece dichoso en las nubes luminosas del milagro y del ensueño.

     A una vieja tía debo estos recuerdos. Vivía largas temporadas en el campo. Era en un pueblito apacible, uno de esos nuestros pueblitos quietos, sobre los que sueña, en el dormir de los siglos, una paz profunda, callada y solitaria. La casa antigua, de gruesos adobes, daba a la plazoleta de la iglesia con sus amplios corredores, y era frente a la casa, sobre la gramilla, donde nos reuníamos en bullicioso enjambre Lina gran cantidad de sobrinos, asediando a la buena señora con nuestros pedidos de cuentos y más cuentos, cuando las vacaciones abrían en nuestras tareas escolares su paréntesis de luz tan esperado por los niños.

     Y ella, complaciente y jovial, se tornaba, en las claras noches de diciembre, en la Schahrazada maravillosa de nuestros relatos campesinos. Se instalaba en su silleta carapé, la clásica silleta de cuero de nuestras abuelas, tan cómoda y amplia, recostándola en un pilar o-bó-yecó, gozosa la anciana de vernos pendientes de sus labios, estremecidos los pájaros locos de nuestras cabecitas infantiles con sus casos tan variados como divertidos.

     Tenía fama de saber muchos casos, por lo que, tan pronto como se instalaba para contarnos sus cuentos, las vecinas todas, que salieran de los corredores de sus casas respectivas a gozar de la noche hermosa, se allegaba presto, con sendas silletas, a ocupar posiciones cerca de la narradora cuyo prestigio mayor era ese, mayor aún que el de su bondad y el de sus virtudes que eran muchas y ejemplares. Desde Ña Ramona-Sapó, la vieja cocinera, las criadas daban tregua a su quehacer y se acercaban silenciosas, se sentaban sobre los talones -o guapy y py rejhé- e inmóviles y absortas escuchaban más atentas y encantadas que los propios niños.

     Yo los invito a ustedes señores, a acompañarme allá. Abandonemos este salón; troquemos la tarde esta por una de esas nuestras encantadoras noches estivales del campo. Abandonemos las sillas e instalémonos sobre el verde y mullido, fresco y fragante gramillar de aquella plazoleta del pueblillo humilde. La noche es tranquila; el cielo un altar. Traslúcido y sereno el firmamento, hay, una divina quietud en este claro plenilunio, en que hasta las estrellas, ebrias de belleza, se diluyen en soñadora trasparencia, y el alma se llena de un sagrado recogimiento, de una ventura tan íntima y profunda, que hasta se vuelve dolorosa de soledad, de silencio, de ensueño...

     La modesta iglesia yergue en el centro su silueta obscura de líneas simples y puras; y luego de orar un momento por todos los muertos, en el bronce de su campanita humilde, se sumerge de nuevo en el gran silencio circundante.

     Apenas, allá muy lejos, en el camino que la luna platea, chirría una carreta viajera, y suena la voz remota del carretero rezagado y soñoliento que aguza a los bueyes: -¡Hoscooo!... ¡Rubio!... La brisa, pura, beata, callada, no agita una hoja, ni mueve una flor. Apenas, si en su vago crespón arrastra un perfume blando y sutil. Numerosos muds vagan -sueños inquietos de la noche en calma- sin conseguir despertar el anhelo de los niños, ocupados con los casos. Aquietado el loco afán infantil escuchemos con ellos, hagamos rueda con los vecinos, oigamos a la anciana. Tiene la voz dulce, fatigada de su largo vivir. Oigámosla.



PY-CHAY (10)

     Desde la muerte de su madre, ocurrida varios años atrás, el huerfanito no conociera un sólo día grato, ni una palabra afectuosa, ni menos el cálido halago de una caricia. Solo, completamente solo sin amparo en su miseria, rodaba de rancho en rancho buscando inútilmente un poco de compasión. Las gentes, despiadadas, lo explotaban inicuamente. Ocupábanlo en los trabajos más duros, impropios de su edad, y en pago sólo le daban una mandioca asada, otro poco, lo menos posible, de locro chirle, y permiso para pernoctar junto al fogón, cuando hacía frío o llovía, en las destartaladas cocinas.

     Llamabánlo, Py-chay, aludiendo con sátira cruel a los piques que convirtieran sus pies eternamente descalzos en dos llagas dolorosas que le hacían renguear en las marchas. De los borrosos días de su infancia iluminados con la luz del amor materno, conservaba el infeliz celosa memoria. Y era el único consuelo de sus perennes tristezas la lejana visión de su madre buena, que le quería mucho y le acariciaba con efusiva ternura.

     Era un niño visionario y triste; pero lleno de mansedumbre, de bondad y de resignada paciencia. Su almita límpida e inaccesible al rencor, pagaba con dulzuras las maldades, tal como el rosal castigado acrece su olorosa ofrenda de flores.

     En las callejas solitarias del pueblito, todas verdes de oliente gramilla, reuníanse en bandas bulliciosas los chiquillos. Py-chay, ardiendo en deseos de tomar parte en los juegos, vencía su timidez y su miedo y se acercaba a la banda, dispuesto a desempeñar en los juegos el papel más deslucido y penoso. Pero los niños, acostumbrados por la enseñanza de sus padres a despreciarlo, se rehusaban duramente a jugar con él y le echaban a golpes y con befas. El pequeño, triste y dolorido, se alejaba sollozante. Más cruel era para su sensibilidad la burla de los niños, que los castigos, los denuestos y el hambre a que le condenaban los hombres, y por, eso, cuando no lo admitían en los juegos, el llanto acudía copioso aunque en silencio a sus ojos.

     Poco a poco acabó por aislarse y se tornó huraño y receloso. Se refugió en el recuerdo santo de su madre. Su corazón la invocaba y su fantasía la veía a su lado en su peregrinación por el mundo. Por la noche, cuando después de la faena fatigante se tiraba sobre la hierba de algún patio ajeno, Py-chay buscaba en el cielo una estrella y con ella sostenía misteriosos y apasionados diálogos, en la ilusión arrobadora de que su luz era la mirada materna que velaba por él.

     Rodando, rodando, fue a parar, en un pueblo lejano, a casa de un hombre que tenía muchos caballos y que le tomó a su servicio. Py-chay tenía por obligación cuidar las bestias, dándoles de comer, bañándolas en el arroyo cercano y encerrándolas por la noche en la caballeriza. Por hacer este trabajo le daban una espiga de maíz asado por la mañana, otra a medio día y otra para la noche y, además, un sitio donde dormir con los caballos. ¡Y cuidado, cuidadito con no cumplir bien su obligación! El desvalido aceptó gozoso el trato porque le resolvía el problema de la comida y del techo. Ya no tendría que andar ambulando para encontrar cada noche el alero hospitalario.

     Se empeñó en cumplir concienzudamente con su deber y a fe que lo hizo sin desmayo. Los caballos confiados a su cuidado engordaron pronto. Py-chay encontraba siempre el potrero de pastos más abundantes y ricos para llevarlos a comer, y aunque los caballos no eran mansos, se mostraban dóciles a sus gritos y a la intimación de su arreador cuando los conducía a pastar, lejos del pueblo, o de allá los traía a la casa. El pequeño cuidador, mientras vigilaba el tranquilo refocilo de los animales con la hierba del potrero, pensaba, filosofando, que las bestias eran más buenas que los hombres.

     Una tarde que amenazaba lluvia encerró las bestias temprano y saliendo al campo echose a errar por una ancha llanura solitaria. El cielo torvo y amenazante, le quitaba la esperanza de ver esa noche la estrella de sus coloquios, su estrella, y esto le entristecía sobremanera. Todos las animales vacunos, y aun los de la selva, se habían recogido ante la amenaza de la tormenta; pero él que no temía, siguió andando, andando basta internarse en un bosque. Por una angosta picada avanzaba cuando vio venir hacía sí, lentamente, un caballo. Era un mísero esquelético caballejo, cubierto de carachas. No estaba herrado, y apenas tenía ya pezuñas. Se detuvo el desmedrado animalejo junto a Py-chay y alzando la cabeza lo miró largamente. El niño le miró a su vez, y le tuvo lástima.

     -Pobrecito caballo- dijo- ¡cuántas hambres habrás pasado! Te llevaré al arroyo donde hay mucho camalote fresco...

     Le puso un cordel al pescuezo y palmoteándole cariñosamente las ancas llagadas lo llevó al arroyo, no sin antes darle la mitad de la espiga de maíz asado que tenía para la comida de la noche. El animal se dejó conducir mansamente y cuando hubo comido y bebido abundantemente, se volvió hacia el pequeño. Y el pequeño oyó, asombrado, que el caballo le decía.

     -Vamos, Periquito, llévame contigo a tu pesebre.

     Mudo de sorpresa quedó el niño. Y razón que le sobraba tenía para sorprenderse, porque en el hablar del caballo había una doble maravilla: no sólo hablaba, sino que le llamaba a él, a Py-chay, por su verdadero nombre, por el nombre que le sonaba a música, en el recuerdo, pronunciado por su madre. Y fue tanta la dulzura de la evocación, que si le inspirara algún miedo el prodigio de hablar el caballejo, pronto se le pasó. Y se sintió por primera vez dichoso. Una ola de ternura, de inenarrable emoción, lo embargó y como no sabía reír, rompió a llorar. Fue un llanto dulcísimo que refrescó su alma como un riego de rocío. Sintió en lo íntimo un loco impulso de ternura y abrazó y besó al caballo sobre las llagas que lo cubrían.

     Y sonriente al fin, transportado y feliz, no se asombró ya de que los ojos pitarrosos del flaco animal llorasen grandes y redondos lagrimones que al caer en las aguas del arroyo semejaban cristales engarzados en la corriente.

     Con el caballo volvió a la casa. Su patrón le vio llegar con aquel extraño caballejo y le preguntó qué significaba aquello y el niño, sintiéndose por primera vez fuerte porque era dichoso, le hizo saber su decisión de cuidar del animal.

     Tuvo el hombre intenciones de impedirle la entrada, pero reflexionó y sacó la cuenta de que no le convenía exponerse a perder un caballerizo tan activo y barato. Por otra parte, se le ocurrió también que aquel. caballejo bien cuidado podría componerse y entonces se lo apropiaría. Transigió, pues, pero a condición de que para alimentar al caballo extraño no tocaría el forraje de los demás.

     -Descuide, mi patrón; no tomaré un grano de su maíz: le daré del mío no más...

     Sonrió en sus adentros el amo, recordando la más que exigua ración del chico, pero nada dijo y se alejó.

     En un rincón de la caballeriza, sobre un montón de paja recogida en el campo durmieron esa noche el huérfano y el caballo, y aunque era invierno, por primera vez no tuvo frío el pequeño abrigado por su flaco amigo.

     Pasaron varios años sin que el caballo volviera a hablar y el niño se volvió un adolescente silencioso y reflexivo. Cuidaba siempre con cariñoso esmero de la bestia amiga, la cual seguía, a pesar de todo, tan flaca y llena de carachas como el primer día. Claro está que viéndole tan arruinado, el patrón de Py-chay no pensó en tomar para sí el caballejo... Llamaban a este el bichoco porque era tuerto. Cuando Py-chay aparecía montado en su jamelgo, era cosa de ver la regocijada burla que suscitaban caballo y caballero, a cual más desgalichado y ruinoso.

     -Oye, Py-chay -le gritaban- ponle puntales a tu montado, mira que sino se va a caer...

     O le cantaba la copla popular:

                                   

... Cuintecó o arruiná

            

 

un lado jhagá-cua-pé

 
 

otro lado jhagá-te ete...

 

     Acostumbrado a ello, Py-chay no hacía caso y cumplía sus mandados yendo en su caballo a las más lejanas compañías.

     Y aconteció que un poderoso cacique tenía una hija, bellísima princesa que llegara a la edad de casarse. Caprichoso el padre, dispuso que sólo obtendría la mano de su hija quien saltase a caballo una inmensa zanja ancha de tres leguas que él mismo hiciera cavar en varios años de trabajo. La empresa era disparatada, pero también era tan bella y tan rica la hija del poderoso cacique... De lejanos lugares llegaron apuestos jinetes a intentar el salto.

     Más de uno, al ver la dimensión de la zanja, desistió de la prueba desalentado y triste, otros más audaces, pensando con codicia en la hermosa prometida, se animaban, pero ninguno triunfó a pesar de los magníficos caballos con que intentaron el salto prodigioso.

     Al tercer día, que era el último de la prueba, Py-chay se presentó, montado en su caballejo, a tomar parte en el concurso. ¿Cómo se decidió a ello? Fue el caballo, su viejo y esquelético caballo, el que se lo ordenara:

     -Móntame -le dijo- y vamos a cruzar la zanja. Yo te haré triunfar.

     Por silla le puso la mísera lona que le servía de cobija en las noches muy frías, y por riendas un cordel que él mismo hiciera con fibra de palma. El prodigio de su caballo parlante le dio ánimos y allá fue. Cuando aparecieron jinete y caballo en el lugar del torneo, el enorme gentío los acogió con una colosal rechifla. Gritos de burla y de insulto, estrepitosas carcajadas, chistes hirientes, dejáronse oír en imponente vocerío. Py-chay, intimidado, se detuvo un momento y vaciló; pero recuperó la fe zozobrante al oír que su caballo le decía: ¡Ánimo Periquito!

     Cuando al gran cacique lo vio avanzar, se puso furioso creyendo ser objeto de una irreverente burla y lo increpó duramente. Ya iba a ordenar que lo arrojaran de allí, cuando le entró una gran curiosidad y, sobre todo, el deseo de ver desnucarse al jinete y a su montado.

     -Salta -le dijo- salta pronto, que ya cae la noche, y no podrán verte llegar a la otra orilla.

     Py-chay se adelantó, colocose al borde de la zanja y al medir la enormidad de su pretensión le entró un escalofrío de terror. Se santiguó y quiso volver atrás, pero su caballo le dijo:

     -¡No temas Periquito!...

     Se encomendó a su madre y espoleó al caballo. Lanzó este un relincho prolongado, erizó la escasa crin y se precipitó en el vacío con un impulso maravilloso. Fue un salto estupendo, tal como si la bestia echara alas y volara más que saltara. Y el público fue testigo de un milagro: el animalejo miserable, todo él iluminado por los rayos del sol muriente, llegó a lo otra orilla...

     Py-chay fue traído en triunfo y una delirante salva de aplausos saludó su llegada festejando el prodigio. Servidores del gran cacique se apoderaron de él, lo llevaron alzado con tímido respeto, lo bañaron, lo engalanaron suntuosamente y lo perfumaron con ricas esencias y esa noche se realizó la fiesta de bodas. Py-chay, deslumbrado, aturdido, sin darse cuenta de lo que le ocurría solo atinó, al ser conducido al ara, a pedir permiso para ir a ver su caballo. No uno, cien pajes se ofrecieron para ir en su reemplazo a atender al animal, pero él no quiso.

     -No, sólo yo debo ir -dijo.

     Y llevando en un cubo reluciente un almud maíz, no ya la parca espiga del tiempo miserable, fue en busca de su Bichoco. Y hubo de buscarlo mucho antes de dar con él pues el animal había ganado la llanura. Lo halló con su mismo aspecto misérrimo de siempre y lo abrazó llorando.

     -Toma, toma caballito mío; toma, come este tierno maíz...

     El caballo le miró largamente y habló así, renovando una vez más el prodigio:

     -No, ya no me hace falta. Ya eres feliz Perico, Y yo, cumplida mi misión, debo volver allá lejos de donde vine...

     Py-chay lo miró sin comprender. Y el caballo volvió a hablar:

     -Periquito, yo soy el alma de tu madre. Te vi desgraciado desde el Cielo y le rogué a Dios me permitiese bajar a buscar tu felicidad y Él me lo concedió. Sé siempre bueno, Periquito y ¡adiós!

     Se revolcó en la hierba el animalejo y luego, de la miserable envoltura surgió una graciosa paloma resplandeciente de claridad y que en un glorioso vuelo subió a las lejanas y misteriosas estrellas. Y en la noche enjoyada de luceros, milagrera y encantada, se oyó una remota y celeste melodía.



APERO-PE MANTÉ

 

     Como llovía tenazmente desde el amanecer, los peones no salieron esa mañana a trabajar. Era una lluvia, fría y espesa, que desvanecía el paisaje y transformaba la vasta llanura de Ñú-Guazú en un denso barrial cruzado de efímeros arroyos por donde pasaban los senderos. En el suelo de la cocina ardía un buen fuego sobre cuyas brasas humeaba una olla de hierro, de tres patas en la que se cocinaba un suculento locro que constituiría la comida de medio día. La mujer del capataz, una vieja flaca y callada atendía la olla y cebaba, a la par, el mate que pasaba de mano en mano. Los hombres lo sorbían en silencio, sentados en cuclillas alrededor del fuego, friolentamente envueltos en los gruesos ponchos.

     Una chiquilla asaba entre las cenizas unos chipá-caburé, mientras que otras criaturas, asosegadas por el frío, seguían con interés, pregustando el manjar, el bullicioso proceso de la cocción. En un descuido de la que asaba las chipas, y a la que el espeso y acre humo de la leña ofendía los ojos, uno de los arrapiezos extendió rápidamente la mano con la intención de apoderarse de una torta. Pero fue tan azorado el movimiento que, en lugar de la golosina, solo logró coger una brasa. Chillando de dolor arrojó el ascua.

     -¡Ché gustá, ne mondá jhagüé rejhe!(11)-dijo la chicuela complacida con el castigo que el fuego aplicara al hurtador.

     El incidente animó, con los comentarios que provocó en grandes y chicos, la reunión hasta entonces silenciosa. Trenzáronse los pequeños en bullanguera pelea, hasta que la capataza le puso fin repartiendo unos mojicones entre ellos y amenazándolos con privarlos de su ración de chipa. Los mayores empezaron a cruzarse bromas llenas de intención.

     Afuera, el día empezaba a aclararse un tanto. El pesado manto de lluvia se convertía en gasa traslúcida que el viento agitaba en largos desgarrones sobre la llanura triste y agria. El camino carretero, en el que las ruedas de las carretas cavaran hondas zanjas a la sazón convertidas en pegajosos y a lo lejos turbios arroyuelos, se perdía a lo lejos en el plomizo horizonte.

     Allá, muy lejos, una carreta avanzaba lenta y penosamente.

     -Allá viene don Pachico -dijo uno de los peones después de un breve momento de observación. Y agregó:

     -¡Qué frío debe de traer encima!

     La silueta lejana del carretero aparecía en la bruma, azotada por la lluvia y golpeada por el helado viento del sur. A falta de otro espectáculo todos los hombres se asomaron a la puerta del rancho para contemplar la carreta.

     Pasó un largo rato. La lluvia cesó y se oyó el chirriar cercano de las ruedas que giraban con trabajo.

     -Sandia í carreta carayá novena -dijo uno de los chicos, aplicando el dicho popular con que se ridiculiza a esas carretas cuyo chirrido es muy fuerte.

     -Veremos cómo pasa el arroyo -dijo alguien al ver que el habitual hilillo de agua que atravesaba el camino, casi frente a la tranquera, se había convertido, con el aporte de la lluvia, en un arroyo ancho cuyo turbio caudal corría bullicioso.

     La carreta llegó, al fin, al arroyo; los bueyes, cansados ya después de largo bregar a lo largo del camino, no pudieron tirar más; las ruedas se hundieron profundamente en el fangal. El carretero, fuera de sí, azuzaba a las bestias con gritos estridentes y fuertes picanazos.

     Pero ni aún así los bueyes, cuyos lomos enrojecían de sangre derramada por los picanazos, consiguieron sacar adelante la carreta. El capataz, viendo aquello, salió del rancho seguido de los peones.

     -Tesá reí-co na pojhd-vai... (los ojos solos no remedian nada...).

     Y entre todos, el capataz, los peones, el carretero, empujaron la carreta sin lograr hacerla zafar.

     -Esto es un perfecto caruguá(12), dijo el carretero: no sé cómo voy a llegar a casa donde me esperan con apuro porque mi china necesita ya unos remedios que le llevo.

     Repitieron el esfuerzo colectivo, acompañado de gritos y denuestos contra los bueyes, para hacer salir la carreta del atasco; pero nada, nada... El capataz se golpeó entonces la frente como recordando algo. Decidido, encaminose corriendo a la cocina, descolgó varias espigas de maíz que pendían del techo y, quitándoles toda la chala seca que las cubría, volvió con un haz de ella en una mano y un tizón en la otra.

     -Esperen -dijo- ahora veremos si estos paranadas(13) son capaces o no de hacer lo que deben.

     Esparció la chala seca y crujiente entorno de los bueyes, encerrando así a estos en un círculo, y la hizo arder enseguida, aplicándoles el tizón. Como la lluvia había cesado, la chala ardió fácilmente y los bueyes quedaron envueltos en la llamarada fugaz. Enloquecidas de espanto las bestias pegaron un bote formidable al sentir el ardor de las llamas y la carreta salió así de donde tanto tiempo estuviera empantanada.

     El capataz al ver correr a los bueyes, tirando de la carreta, dio un ¡hipuuu! de triunfo y riendo de buena gana volviose a los peones.

     -Igual, completamente igual -comentó- al caso que le pasó a ña Facunda cuando se libró del tigre.-

     Como volviera a llover, marcharon todos a la cocina y una vez reunidos pidieron al capataz que narrase el caso de ña Facunda. El requerido se acomodó bien, fumó largamente su cigarro, excitó la curiosidad de sus oyentes con un largo silencio sonriente y empezó así:

     -Hace ya muchos años, era yo muy pequeño, nuestro valle estaba atemorizado por la presencia de un tigre cebado. En cada una de sus frecuentes irrupciones hacía presa, ya de un ternero, ya de una oveja. Y lo peor llegó a ser que hasta dos chiquillos que se bañaban en el Itaó, cayeron en sus garras. Los mozos más guapos del valle pusiéronse de acuerdo para darle caza y varias veces lo intentaron en batidas que resultaron infructuosas por la viveza del tigre. Y ocurrió que una tardecita, en el camino del monte, en un lugar muy solitario y desierto, una vieja que se había rezagado recogiendo leña oyó de pronto el rugido de la fiera El camino se estrechaba en una angostísima picada: a la derecha se alzaba el bosque espeso, tupido, impenetrable; y a la izquierda un caraguataty(14) extensísimo y muy desarrollado por estar en un estero.

     Helada de espanto al oír el rugido, la vieja detúvose bañada en sudor y dejó caer el haz de leña que llevaba sobre la cabeza. Se volvió y por su mismo camino vio al tigre que avanzaba despacio, seguro de su débil presa. Un grito ahogado se escapó del pecho de la infeliz.

     -¡Socorro! ¡Socorro!

     Sólo el eco le contestó en aquella soledad. Pensó en treparse a un árbol, pero no tardó un segundo en comprender lo ilusorio de su pensamiento. Seguir camino adelante valía tanto como ofrecerse a la voracidad del tigre. Y entonces, en su desesperación, el caraguatal se le ofreció como su única salvación.

     Parecía inaccesible ese entrevisto refugio: las largas hojas, fuertes, tensas, llenas de púas, terminadas en agudísimas espinas, parecían puñales dispuestos agresivamente para impedir el paso. Pero el miedo era tan grande y las fauces de la fiera abiertas codiciosamente le representaban tan inexorablemente la idea de la muerte, que ña Facunda cerró los ojos y se decidió.

     -Señora Santa Librada, ¡che socorremí me!(15)

     Y atropelló el caraguatal. Dando saltos con todas sus tuerzas consiguió internarse y cuando el tigre llegó, se encontró atajado por la espesura de las hojas espinosas. Las ropas de ña Facunda quedaron desgarradas y sus carnes laceradas y sangrantes; pero ella nada sintió en el terror del apuro.

     La fiera, sorprendida, se detuvo; miró a la que estuvo a punto de ser su víctima, midió atentamente el obstáculo que tenía ante sí y pareció razonar el peligro a que se expondría si afrontaba el caraguatal. Observó largamente a la vieja; pareció aquilatar el valor de su cuerpo entero, y dando un rugido espantoso se alejó por el camino, diciendo seguramente para su coleto: «Esa vieja es más bruta que yo y sus carnes no valen la pena...».

     El capataz se detuvo al llegar a este punto de su narración; el auditorio estaba pendiente de sus labios.

     -¿Jha upéi? (¿Y después?)

     -Naturalmente, dona Facunda no pudo salir más del caraguatal en el que pasó una noche de angustia, rezando a gritos y pidiendo clamorosamente un auxilio(16) que en aquella soledad nadie podía llevarle. De cuando en cuando intentaba salir, pero el menor movimiento hacía que las espinas se le hincasen en las carnes. Cuando intentaba dar un paso, en el suelo lleno de ojos de traidores caruguá, los pies se le hundían y toda ella se sentía como absorbida por un pulpo gigantesco.

     Al día siguiente, muy temprano, el esposo de ña Facunda, salió a buscarla. Avanzando por el mismo camino que ella llevara, llegó hasta el caraguatal y allí encontró a la infeliz.

     -¡Jesú che señora! ¿Cómo conseguiste meterte allí?

     Le parecía al buen hombre imposible lo que sus ojos veían, e insistía afanoso.

     -¿Pero qué te pasó para estar ahí?

     Ella, agotada por el insomnio, el dolor y el miedo, no atinaba a hablar.

     Sólo después de un largo rato dijo:

     -Creo que ni soy yo al verme acá y al pensar en el peligro que corrí; pero te aseguro que tú hubieras hecho lo mismo que yo teniendo ante tu vista un tigre, como lo tuve yo.

     -¡El tigre! ¿Cómo fue eso?, ¿Cómo venías por este camino que no es el tuyo habitual?

     -No es el momento de contarlo. ¡Sácame presto de aquí que ya no puedo más!

     -Lo procuraré -dijo él con desaliento- pero ¡jha apuro pe gud!

     Mientras hablaba, el hombre se dedicaba a cortar caraguatás con su machete para abrirse camino. Cortó muchos, muchísimos, no sin sufrir otros tantos pinchazos, pero las hojas parecían multiplicarse al infinito y cuantas más cortaba, más espeso creía ver el caraguatal.

     Bregó así durante horas, silencioso y tenaz, hasta que encontró un obstáculo que ya no prevenía de las púas bravías del hirsuto caraguatal: era el carugud traidor y peligroso que aparecía a su vista debajo de la maraña de hojas espinosas que había conseguido despejar.

     ¡El carugual! -dijo con miedo- pero a pesar de todo, trató de aventurarse en él. Anduvo unos poquísimos pasos sobre los troncos removidos de los caraguata-í cortados y siguió segando con empeño; pero pronto notó con desalentada impotencia que los troncos removidos no lo sostenían. Hundíanse sus pies en el cieno que parecía querer tragarlo como una boca ávida. La anciana echó de ver que su compañero se hundía y se lo hizo advertir con las pocas fuerzas que en su desfallecimiento le restaban.

     -¡Que te hundes! ¡Que te hundes! ¡Basta ya, vuélvete!

     Se detuvo él y con terror vio que estaba metido hasta cerca de las rodillas. Al menor esfuerzo por cortar las hojas, le apremiaba la succión del pantano y un enjambre de víboras sorprendidas en sus nidos remolineaban enfurecidas en torno suyo.

     Entonces hizo él un violento esfuerzo y consiguió afirmarse. Soltó el machete, jadeante y mirando tristemente su inútil trabajo, bajó la cabeza pensando con tortura en el medio de salvar a su mujer.

     Y el tal medio se le ocurrió al fin, pero en la forma de los recursos violentos, heroicos y supremos.

     -Bueno -se dijo- ¡capurope mante o-sé yebyne!(17) Vuelvo enseguida, che vieja; voy en busca de refuerzos.

     Alejose unos pasos y cuando su mujer no podía ver lo que hacía, sacó fósforos, buscó unas hojas secas que le sirvieran a manera de tizón y prendió fuego al caraguatal.

     Bien pronto las llamas cundieron y formaron un cerco amenazador. Sintió ña Facunda el calor abrasante del fuego y el golpe de una ráfaga de humo. El terror de morir presa del incendio la hizo estremecerse como bajo un latigazo. Azuzada por un espanto máximo, ciega y loca, sacó ánimo de su flaqueza, y dando saltos desesperados, tal como si una fuerza misteriosa la levantara corrió, corrió, saliendo del caraguatal... Llegar al camino y caer desvanecida por el esfuerzo y la reciente angustia, todo fue uno...

     El viejo voló a su lado y la reanimó no sin mucho trabajo, rociándole el rostro con agua fresca del arroyo cercano. Y luego, cuando ella abrió los ojos, le dijo con malicia sentenciosa:

     -¿Vistes? ¡Entraste con apuro y sólo con apuro pudistes salir!



SÓLO CON APURO VOLVERÁ A SALIR

 

     Al caer una tarde de diciembre, un peregrino rezagado llegó a Caacupé. La crecida del Tebicuar -venía de las Misiones- que se desbordara cubriendo una inmensa extensión de la llanura, hiciérale perder la ruta, y sólo después de vagar durante muchos días consiguiera dar con el camino. Pero entre tanto el día de la Virgen pasara ya y cuando el romero llegó al pueblo donde se venera la imagen milagrosa, Caacupé había recobrado su callada quietud habitual.

     Al llegar, como era tarde, la iglesia estaba cerrada. Tuvo que esperar el día siguiente para ir a humillarse ante la Virgen y ofrecerle sus ex-votos. Viejo amigo del sacristán como era, a su casa fue a pasar la noche. Acogido afectuosamente, comieron ambos un frugal zoó-yosopy con unas mandiombichy, y luego ataron las hamacas bajo la enramada del patio y se durmieron como dos justos, que en verdad lo eran en la sencillez de sus costumbres y en la limpieza de sus pensamientos.

***

     A muchas leguas del pueblo otros peregrinos rezagados también subían lenta y penosamente el fatigoso sendero de la montaña. Eran una jovencita enferma y una vieja negra, su antigua nodriza. La anciana dudaba por momentos de que la niña pudiese seguir la marcha y frecuentemente le rogaba que se detuviesen a descansar en alguno de los ranchos que hallaban en el camino.

     -Por favor, mi niña -la decía- detengámonos a descansar; estás muy fatigada y vas empeorar. Con viajar de día tenemos bastante...

     Pero la niña no quería detenerse. Pusiera toda su fe en la Virgen Azul y ansiaba llegar cuanto antes a echarse de hinojos a sus pies.

     -¿Cómo quieres, Calí, que nos detengamos? Ya no hemos podido llegar el día 8 y cuantos más días tarde, la Virgen se enfadará más y me negará la curación que voy a pedirle.

     -La Santa Virgen sabe, niña, que si no fuimos puntuales a su fiesta no fue por culpa nuestra sitio por tu enfermedad. Ella, que es la suprema bondad, será piadosa con nosotras, ya que por hacer más grande el sacrificio hiciste votos de andar a pie el camino.

     -¡Ah, Calí! Tengo unas ansias tan grandes de ver a la Virgen que de ellas saco fuerzas para tenerme en pie y andar. Ya lo ves: el que yo marche en tal estado de postración es y a un milagro. Quiero llegar mañana tempranito a Caacupé y ya verás como la Virgen me sanará. A cada paso que doy hacia ella me siento mejor. ¿No ves como ya no me fatigo? Mira que bella se ha puesto la noche...

     En efecto, allende los cerros que las viajeras iban trasponiendo, alzábase la luna tras un argentado crepúsculo, derramando el ensueño de su luz blanca sobre la quietud del paisaje dormido. Y del fondo de la noche estremecida de júbilo por la aparición de su soñadora compañera, parecían elevarse, como de un ánfora, los perfumes de todos los cálices para aromarla. La tibia brisa mecía blandamente la temblorosa fronda y los arroyuelos que bajaban de lo alto de la serranía ponían en la silenciosa soledad un cuchicheo misterioso.

     Las viajeras siguieron andando, calladas, sobrecogidas, con el alma postrada ante la maravilla de la noche en calma. Su fe sencilla, profunda y tierna se exaltaba más y más a medida que avanzaban. La niña, que apenas contaba quince años, rememoraba su infancia tristísima de enferma. Sus padres murieran hacía ya muchos años y no le quedara otro amparo que el de Calí, vieja esclava criada en su casa que la amaba con ternura de madre. Postrada la mayor parte del tiempo en cama, su niñez no era sino un calvario que hacía aún más cruel el bullicio de los niños de su edad entregados alocadamente al juego. Dulcemente sintió un adormecimiento. Evocó la imagen de su madre, que llevaba como fotografiada en un lejano rincón de su memoria, y la vio surgir. La miraba amorosamente, sonriéndole con los labios y los ojos.

     De pronto tuvo, allá en lo más hondo de su alma, la intuición de que algo maravilloso iba a ocurrirle. Sintió que el Cielo iba a escucharla... Allá, en un punto aún distante pero que ella divisaba muy bien, la noche se hacía más clara como si la inundara una luz divina: era un azul incomparable con unos oros nunca vistos ni en sueños. Pronto ese azul y esos oros se volvieron un gran nimbo refulgente y en el centro apareció una mujer extraordinariamente hermosa. El nimbo fue descendiendo hasta un arroyo y la niña vio entonces que la mujer se ponía a lavarse los pies, blancos y hermosos como dos azucenas, en sus mansas y frescas aguas.

     La enferma, llevándose las manos al pecho, demudada, estremecida, sin decir una palabra, corrió hacia la aparición y al llegar junto a ella y ver que la mujer miraba con unos ojos más puros que la luz del sol y que le sonreía con una sonrisa tan dulce como el recuerdo de su madre, cayó de hinojos, sumergida en un desvanecimiento que era un éxtasis de su fe. Solo atinó a exclamar, con voz que era una música: -¡Dios te salve, Dios te salve, María!

     La celeste aparición se irguió. Volvió a dibujarse celestial sonrisa en sus labios, brilló en sus pupilas aquella misma mirada de ternura infinita de la madre muerta, y su diestra, levantándose con lentitud, bosquejó una bendición. Luego, muy lentamente, la imagen desapareció en la luz azul de la mañana que palideciera ante su divino esplendor.

     En ese instante la negra Calí, que se durmiera, despertó sobresaltada y como no viera junto a sí a la niña corrió en su busca. La halló a orillas del arroyo y al abrazarla vio que ya no era ella la misma. Sus ojos brillaban llenos de vida, su cuerpo hasta entonces débil y endeble mostrábase ágil y erguido, y la sangre enrojecía sus labios y mejillas antes exangües y cadavéricos.

     -¡El Milagro! ¡El Milagro, Calí! -¡Estoy curada! ¡La Virgen vino y me sanó! ¡La he visto, Calí; la he visto y me ha sonreído y me ha mirado como me sonreía y me miraba mamá!

     -Alabados sean Dios y la Virgen -exclamó Calí- Alabados ¡Démosles gracias niña!

     Y ambas cayeron de rodillas en el pedregal de la orilla del arroyo y entre sollozos de gratitud y gritos de júbilo adoraron a Dios y a la Virgen, bajo la luz de la mañana y a coro con las avecillas del bosque que a esa hora loaban también la grandeza del Creador...

***

     En Caacupé, en los mismos momentos en que ocurría lo relatado, el sacristán y el peregrino intentaban abrir la modesta iglesia sin poder conseguirlo.

     Viendo que sus esfuerzos resultaban inútiles no obstante que la llave funcionaba bien, el sacristán dijo sencillamente a su compañero:

     -Bueno, amigo, volveremos más tarde, porque seguramente la Virgen no está...

     El romero lo miró extrañado, sin comprender; pero el sacristán insistió con firme convicción de creyente.

     -No ha de estar, no ha de estar la Virgen...

     Y se alejaron.

     Horas más tarde volvieron y la puerta se abrió sin el menor esfuerzo; entraron en el templo y vieron que la Virgen estaba en su sitio. El sacristán se acercó a ella, después de arrodillarse devotamente, la palpó con respeto y volviéndose a su amigo le dijo con la naturalidad de una fe muy grande:

     -La Virgen ha salido esta noche. Tiene todavía húmedo de rocío el vestido y erizado de abrojos el ruedo de la falda... Ha de haber salido a hacer un milagro...



EL CHINGOLO

 

     El chingolo, ese pajarito travieso que todos tenemos en nuestro patio y que, desenfadado y familiar se introduce hasta en las piezas en busca afanosa de alimento, no camina: anda a saltitos y su cuerpo vivo, ágil y graciosamente delineado descansa sobre un par de patitas delgadas y frágiles. Esta manera de andar a saltos es el resultado de una maldición con que fue castigada su audacia. Antes su plumaje era de un color dorado y brillante como el del picaflor, pero se le volvió obscuro y deslucido a raíz, también, de esa maldición.

     Presuntuoso, soberbio, engreído con su vuelo rápido y seguro, el chingolo hallábase un día en lo más alto del campanario de una iglesia antigua. Una chingolita tan linda y viva como él estaba a su lado. La torre era ancha, toda de piedra, y parecía hecha para mantenerse erguida una eternidad. Los siglos resbalaban sobre ella dejándola intacta, sin más rastros que la pátina obscura de su sagrada vetustez...

     Las dos avecillas discurrían alegremente a lo largo de las cornizas; subían, bajaban, daban vueltas, no paraban un instante. Eran como un temblor de luz en el oro puro del sol.

     El chingolo hacía prodigios de agilidad y donaire para lucirse ante la pajarita y, pareciéndole que todo su alarde de fuerza y empaque era poco, se detuvo, afianzó las frágiles patitas en la veleta de hierro macizo e hinchado de vanidad y de suficiencia al ver al sol fulgir en su plumaje, dijo así a su compañera.

     -«¿Sabes? Si yo quisiera de una patada echaría abajo esta torre.»

     La pajarita rió con malicia la audacia. El soberbio sintiose ofendido y, para demostrar su fuerza, dio una patadita contra la torre... La torre siguió en su inmovilidad centenaria, pero una ráfaga silbante de aire negro y pesado envolvió y arrebató al ave que cayó desde lo alto de la cúpula.

     Cuando el chingolo pretendió caminar con su habitual arrogancia, se sintió impedido: torpe y desgarbado resultó [135]su andar, tal como si unos grillos invisibles lo sujetaran fuertemente. Al verle así la chingola se horrorizó de su desairado porte y huyó negándole su cariño. El chingolo lloró, lloró tanto que sus lágrimas apagaron el fulgor de su plumaje. Cuando con su cuita llegó junto a su madre, esta lloró y enfermó de pena.

     Desde entonces el chingolo exhala(18) su queja en el doliente chesy-jhasy.



LAS ALHAJAS DE LA VIUDA

 

     Doña Petrona era una rica viuda a quien agradaron tanto las joyas, que no quiso que, ni aún después de muerta, se desprendiesen las que usaba de su cuerpo.

     Estaba muy grave. Cumplió debidamente con Dios, confesando y comulgando devotamente; luego llamó a una sobrina, que hijos no tenía, y después de darle sus instrucciones para el mejor modo de repartir su hacienda, que era considerable, le rogó que una vez muerta la engalanara con todas sus joras y la enterrara así. La sobrina, que la quería sinceramente, lloró mucho y le prometió entre sollozos que haría todo lo que ella quisiera.

     La enferma mandó traer a su cama el pequeño baúl -el carameguá-í mi- en que guardaba las alhajas, y haciéndolas esparcir sobre la colcha gozó por última vez del juego alegre de la luz de un sol que se hundía y cuyo largo rayo dorado se filtraba a través de una ventana entreabierta fulgiendo sobre las lucientes crisólitas, el oro bruñido de los rosario-grano, los mboy-encadenado, y el fino encaje áureo de las ricas filigranas...

     Y al anochecer murió.

     Después de los primeros momentos de lloros y rezos y de un irrumpir en la pieza mortuoria de todos los vecinos y aún de los que pasaban por la calle, se procedió a vestir y engalanar el cadáver. En las orejas frías colocaron los grandes namichais de tres pendientes de pesada y rica crisólita; en el cuello y sobre el yerto pecho se colocó toda una colección de mboy y rosarios grano, de collares de coral engarzados en oro y de cadenillas del mismo metal. Un gran kyguá de oro sujetaba los cabellos grises, y los inertes dedos engarabitados de las manos muertas se llenaron de cuairús de diversas clases: amelonados, de ramales, carretón, etc...

     Colocada sobre la mesa, entre los cirios encendidos, era un espectáculo emocionante el de aquel despojo humano tan macabramente adornado para el sepulcro. Pero como la cara de la muerta tenía una grande y serena paz, no llegaba a infundir miedo.

     Al tener noticia del suceso empezaron a llegar numerosas personas de los más lejanos valles, pues doña Petrona era muy conocida y estimada. El velorio fue concurridísimo y animado. Las apreciaban con envidiosa mirada la gran cantidad de ricas joyas destinadas a desaparecer bajo tierra y comentaban con viveza aquel capricho postrero que privaba a los parientes de tan valiosa herencia. Pero en sus sencillas conciencias, en las que el culto de los muertos es una dogma, encontraron muy natural la obediencia de la sobrina al extravagante capricho, sin ocurrírseles que ella pudiera retener ni una sola prenda.

     No pensó lo mismo un mozo, forastero en el pueblo, llamado Ticú, que no fuera amigo de la viuda, a quien apenas si conociera de vista.

     Era el tal, vicioso empedernido que se pasaba el día y las noches jugando y bebiendo. Por curiosidad concurrió al velorio y al ver el cadáver enjoyado, se propuso in-pectore apropiarse las joyas.

     -Al fin, se dijo, ¡no le hacen falta a la muerta y en cambio a mí...! Qué apuestas famosas voy a hacer con su importe, con ir luego a otro pueblo lejano a venderlas...

     Al día siguiente por la mañana fue el entierro. El pueblo en masa asistió a las exequias. La banda iba delante desentonando atrozmente una tocata que pretendía ser fúnebre, pero que, a ratos, a fuerza de incoherentes estridencias, parecía alegre. Las mujeres iban muy compungidas y, los de la banda: un bombo, Diego jhú; un violín asmático, paí Husto ayura peré; y un cornetín atónico, paí Loló carapé- tocaban con todo brío convencidos de la importancia que les cabía en el acto. El cajón llevado a pulso por las relaciones de la difunta, obligaba a tomar respiro cada dos o tres cuadras, depositándolo sobre sillas ybyrá, que portaban al efecto algunas mujeres del cortejo. Llegaron al modesto cementerio del pueblo y luego que el señor cura rezó el réquiem(19), depositado ya en la huesa el cajón en medio de un clamoreo de llantos de los parientes y amigos, se retiraron todos. La fosa quedó sin apisonar por cuanto el encargado de hacerlo, el sepulturero Paí Lacú, estaba ausente y sólo al día siguiente volvería.

     Pasó Ticú el día muy nervioso. Al atardecer, cuando la hora de ir al cementerio se aproximaba, fue al almacén, ingirió una buena dosis de caña para darse valor se proveyó de una azada, un cortafierro y un martillo y esperó que cerrara la noche para dirigirse al camposanto. Alguien que le vio tomar el camino real que a él conducía, le preguntó a dónde iba.

     -Ayo-o-vo entierro (a cavar un entierro) contestó. Y se alejó deprisa.

     Llegó al cementerio. La noche estaba muy tranquila; pero no así el ladrón cuyo corazón latía a romperse cuando, saltando la tapia enana, se encontró en la silenciosa morada de los muertos. La luz de la luna semivelada por grandes nubes errantes, que a ratos la ocultaban del todo, se quebraba sobre las blancas lápidas humildes y las negras crucecitas cuyos colgantes paños ondeaban al viento. Reinaba un silencio profundo, interrumpido a ratos por el chillido agudo del suindá y el «cuá cuá» del agorero tayasú-guyrd.

     Avanzó braveando, en una fanfarrónica actitud, mintiéndose a sí mismo una serenidad que no sentía; pero al pasar cerca de un largo y pensativo ciprés, de entre cuyo negro follaje voló un pajarraco nocturno, tuvo un sobresalto de miedo que casi lo hace retroceder.

     Sacó entonces su inseparable caramañola, un jhy-á cuá tapado con un pedazo de mazlo de maíz, y tomó abundantemente de la caña que contenía. Con ello se sintió más audaz.

     Llegó a la tumba y, fácilmente, valiéndose de la azada, levantó toda la tierra fofa que aún no fuera apisonada y descubrió el negro cajón. Aquí el valor flaqueole de nuevo, pero una maniobra igual a la anterior, consiguiendo embriagarlo por entero, lo animó a levantar la tapa, y lo consiguió después de enérgicos martillazos.

     Un rayo de luna iluminó la faz de la muerta e hizo fulgir las alhajas que la adornaban. Deslumbrado por su brillo, el ladrón extendió las manos y cogió las joyas a puñados, guardándolas en un bolsillo. En la prisa por concluir tironeó los collares y los rosarios de oro con tanta violencia que algunos se soltaron. Otros consiguió arrancarlos enteros; pero al querer sacar el kyguá prendido al cabello, se enredó la joya en las trenzas en tal forma, que sólo con un tirón muy fuerte consiguió desprenderla Con la violencia del tirón las cerradas pupilas se entreabrieron. Sintió Ticú un miedo loco, que le erizó los pelos y enajenado guardó la peineta, juntamente con el gris mechón de cabellos arrancado con ella y, a cuyo contacto se le disiparon los vapores del alcohol dejándolo completamente lúcido.

     Cerró rápidamente, mal que mal, el cajón encajándole la tapa con un golpe de martillo y quiso alejarse huyendo; pero al hacerlo sintió que le tiraban del poncho. Apavorado, estremecido, dio un fuerte tirón sin conseguir desprenderse y ya transtornado de espanto gritó: ¡Epoí! ¡Epoí! creyendo que era la muerta quien lo sujetaba. Como no lo soltasen, tiró aún con más fuerza arrojando desesperadamente sobre el cajón todas las alhajas hurtadas. Ni miraba por no ver al vengador despojo sujetándole del extremo del poncho. Tironeando con todas sus fuerzas consiguió, al fin, desprenderse y salir corriendo, pero al llegar a la tapia no tuvo ya fuerzas para saltarla y, preso de aquel indecible pavor, cayó desvanecido...

     Al día siguiente, el sepulturero quedó extrañadísimo al encontrar la sepultura violada y el cajón mal cerrado con un pedazo de poncho clavado, juntamente con la tapa, por el ladrón mismo en el horror de su acción infame.

     Los habitantes del pueblito tuvieron otro asombro al encontrar al día siguiente al jugador y alegre Ticú con los cabellos blancos y revueltos, con una mueca de espanto esterotipada en el rostro, vagando con paso incierto, inconsciente, loco, repitiendo a ratos con un grito de suprema angustia: ¡Epoí! ¡Epoí!...



EL ABÁ

 

     El abá es el indio, pero desprovisto de su malicia y de toda experiencia de la vida, lo que le hace adquirir ese genio especial, hecho de superstición, que a veces es muy acertado y que se llama el arandú-caá-ty(20). El abá es el tonto perfecto en su género de una simplicidad más que infantil que los niños suelen tener chispazos de ingenio en su inocencia. Es el taby(21) completo. Es haragán, incapaz de moverse por nada, y si alguna vez las circunstancias lo obligan a hacer algo lo hace en la forma más desastrosa posible. Es imprevisor y glotón.

     Esta vez el abá está casado con una mujer rica, hija de un comerciante acaudalado e ignorante que eligiera él mismo tal yerno de miedo a que un tipo leído, un caraí arandú(22), se casara con la muchacha y le derrochara la fortuna. La suprema estupidez del abá le hiciera encontrar en éste el yerno ideal que se conformaría con comer y dormir bien y que sería fácil de gobernar.

     Un día, muy de mañana, lo manda al pueblo -viven en el campo- a comprar una bolsa de sal. El día siguiente es el de su cumpleaños y tiene que salar la carne de una chancha gorda que reservara para festejar la fecha. Abá monta a caballo y parte. Compra la bolsa de sal, pero haragán como es, se le hace difícil alzarla sobre el caballo y llevada así. Encuentra más cómodo amarrarla al extremo de un lazo que sujeta al centro del recado, de modo que al marchar la conduce a rastras. Pero el camino es desigual y escabroso; la lona se resiente del arrastre y se va rompiendo. Y, por consiguiente, la sal se derrama y cuando, casi al llegar a la casa, pasa un arroyo ancho que corta el camino, el ya escaso contenido de la bolsa se disuelve en el agua. Él ni lo nota. Llega a la casa y al ser interrogado por el suegro sobre la compra hecha, le contesta orondo que la sal está amarrada al extremo del lazo. Recogido este sólo se encuentra, como es natural, la lona mojada y sucia.

     -Serás imbécil -le increpa el suegro pero te tabyá ete-pa-nde tió tuy (que tonto eres tío viejo). Y para darle una lección manda a la hija, la propia esposa del abá, a hacer la compra. Obedece la esposa y el suegro, temiendo otra trastada del abá, le deja en la casa y se marcha él también por otro lado a comprar la caña necesaria para la fiesta. Ya para la jarana, por anticipado y a objeto de hacer alarde de sus posibles le ha comprado a la hija una colección de joyas y un soberbio mantón de espumilla que representan una fortuna, pues el tal suegro es un tipo fachendoso.

     Abá queda solo. La chancha, en el chiquero, hozaba en el barro y gruñía por no encontrar que comer. Abá la oye y en su brillante comprensión cree que la chancha se queja porque adivina su sentencia de muerte. Y la compadece: ay che yarâ anga: (pobrecita). Ven acá. Que te voy a divertir un rato antes de morir. Ya verás.

     Se dirige a uno de los cuartos y abriendo el caramenguá (baúl) de la esposa, saca todos los collares y los aros, envuelve luego a la chancha en el bordado pañolón cuyo fleco de seda arrastra lastimosamente en el barro, y abriéndole la puerta del chiquero la empuja hacia el campo, «Ve a divertirte y no tardes tanto». El animal echa a correr y presto se pierde de vista.

     Cuando el suegro y la esposa volvieron, encontraron al abá muy tranquilo durmiendo la siesta.

     -¿Y la chancha? Interroga el suegro inquieto.

     -La mandé a divertirse, ya volverá.

     Y les cuenta su hazaña. Al suegro le acomete un soponcio al comprobar, desolado, que el imbécil le da un resultado peor que el caraí arandú de sus recelos...

     No sabemos qué le ocurrió al suegro, a quien después no lo encontramos más en los otros casos del abá. Acaso murió o se separó de la pareja. Ahora encontramos sola a ésta, reducida a pobreza suma, pues es la mujer la que tiene que procurarse los recursos para mantener el hogar. Abá cada vez más inútil, sólo engulle y duerme(23). No aporta nada a la casa; al contrario despilfarra todo lo que la mujer trabajosamente, con su labor de hormiga, sigue  agenciarse. No tiene más que una gallina gorda que es muy ponedora y a la que cuida con esmero. Pero esta gallina tiene desvelado a abá tentándole la gula.

     -Vamos Rebieca a comer tu gallina -dice a su mujer- para no tener que preocuparnos más de cuidarla. (Na penaveimnandi jhagua).

     -Pero si a mí no me preocupa -dice ella- al contrario, me preocupa matarla porque ¿de donde sacaré otra?

     Abá, que no quiere discutir por no malgastar energías, se calla. Pero se da a discurrir, rascándose la cabeza, según era su costumbre, y no hallando argumento con que convencer a la mujer recurre al engaño. Finge un viaje para emprender un negocio; va a tropear. ¡Él, que jamás se moviera sino para ir de la mesa a la hamaca y vice-versa! Pero la mujer no se engaña. Finge creerlo y le promete que al día siguiente, de madrugada, se levantará para matar el ave y asársela para el avío. Abá, feliz con su treta, se duerme profundamente. Entonces la mujer con todo cuidado le raspa concienzudamente la cabeza cubierta hasta entonces de una áspera, lacia y abundante pelambre...

     Al día siguiente al despertar, abá se rasca la cabeza y nota desconcertado que no existen sus cabellos. Vuelve a palparse por todos lados el cráneo, con una mano, con las dos y al comprobar que efectivamente desaparecieron los cabellos: ¡Eh! ¡eh! ¿qué pasa? -grita desolado.

     Y se desespera. Llama a gritos a su mujer: ¡Rebieca!; ¡Rebieca! Ven, ven, ¿dónde estoy?... porque yo no soy yo, que si yo fuera yo tendría la cabeza muy peluda. (che nda chei, che che riré monico che-acâ-ragué guazú-aina). Y como la esposa no viniera, pues se ocultara a reírse a gusto, abá sale corriendo, afligido y desesperado a preguntar a todo el mundo donde está él mismo, olvidado de la gallina y del fraude de que es víctima ante esta catástrofe...

     Y la historia no nos cuenta si con el crecimiento posterior del cabello, abá volvió a encontrar su pérdida personalidad...



PERÚ-RIMÁ

 

     Otro tipo popularísimo, que es precisamente la antítesis del abá, es Perú rimá. Este perú-rimá es la encarnación del ingenio vivo y sutil. Es un sujeto listo, lleno de recursos y de ocurrencias felices que le hacen salir siempre adelante en sus empresas, sin dejarse sorprender jamás. Es irreverente, corrompido y sacrílego, socarrón y ladino. Pero, chistoso como él sólo, aún en las atrocidades mayores se hace perdonar por el regocijo que producen sus aventuras. Los curas suelen ser a menudo las víctimas de sus travesuras; se burla donosamente de ellos. Estos casos debieron tener su origen en tiempo de los jesuitas, cuando el indio, oprimido por la térrea disciplina implantada por estos en las reducciones, inventó el tipo que se burla de ellos como desquite de su opresión. En amor es de lo más afortunado, aun cuando el éxito de todas sus empresas lo debe y casi siempre, a la sorpresa y al engaño. Entra casi siempre en el jardín encantado no francamente por la puerta abierta, sino torzando el acceso con la llave falsa del dolo. Pero para la cosecha grosera con que se conforma eso le tiene sin cuidado, pues no hay en él un rasgo de idealismo. Es de un epicureísmo(24) bajo y animal.

     Un día el señor cura va de viaje en su mula. Lleva del tiento, además del breviario, una bolsita llena de onzas, producto del diezmo, que en la ciudad habrá de entregar al obispo. Perú desea apoderarse del dinero; pero la corpulencia del Paí le hace dudar del resultado de una agresión violenta y él que no quiere arriesgar el resultado en una lucha desigual. Se le ocurre el siguiente arbitrio: enciende fuego entre unos matorrales, a la vera del camino, pone agua a hervir en una ollita de tres pies y con un pedazo de carne que trae en el churrón (Perú es un eterno peregrino) hace un pucherito. El señor cura ha salido de su casa muy temprano porque es largo el camino a seguir. Hace un calor sofocante; no ha podido tomar mate, a causa de que el ama imprevisora no guardó leña de la víspera y por la obscuridad reinante no fue posible buscarla en el monte cercano para la lumbre. El camino ancho y desierto se pierde a lo lejos. La naturaleza aún duerme y el cura avanza fumando para engañar la vacuidad de su estómago. Ha amanecido ya y cuando tras un recodo del camino va a llegar al sitio en que está Perú haciendo su puchero, éste, que lo atisba rato ha, cubre inmediatamente el fuego con arena y haciendo desaparecer sus rastros coloca la olla en medio del camino y se da a contemplarla atentamente. Puesto de espaldas hace como que no ha visto al cura. Pero este, curioso por descubrir que es lo que le absorbe la atención, se aproxima y ve, maravillado, que el agua hierve sobre la simple arena del camino.

     -¿Cómo -le dice- qué haces allí?

     -Ya ve Paí: preparo mi desayuno.

     -¿Y el fuego?

     -¡Ah ¡che Paí! Yo no necesito de eso; mi olla es de virtud y el agua hierve sin fuego con solo ponerla en la arena.

     Revivió en el bueno del cura el mal humor de su ayuno frustrado y juzgando que una olla así resolvería espléndidamente todos los problemas, le propone comprarla. Pero Perú no quiere. Se niega, discute, torna a negarse ante las modestas ofertas del Paí, y sólo cuando [153]este, urgido por el deseo de poseer la olla prodigiosa, ofrece íntegro el dinero que traía en la bolsa, Perú reflexiona, y cede en honor al Paí.

     -Sólo por ser usted se la doy; pues no tiene precio.

     Y encantado, hecho unas pascuas, el cura se aleja con su adquisición famosa. Perú sonríe, guarda el dinero y se aleja rápidamente antes de que aquel pueda darse cuenta del engaño.



ADELA SPERATI (25)

 

(En el acto de la inauguración del

monumento a la insigne educacionista

paraguaya Adela Sperati,

fundadora de la Escuela Normal).

 

     Una de las niñas que se educaron bajo la dirección de Adela Sperati, y que hoy es esposa y madre, cumple con el deber de balbucear ante estos despojos queridos la torpe pero hondamente sentida oración de su filial gratitud. De aquel bullicioso enjambre infantil muchas no están aquí; pero estoy segura de que a través del tiempo y del espacio, todas las que aún alientan nos acompañan espiritualmente en el cariñoso homenaje que rendimos a la maestra sabia, a la maestra buena, a la que fue un poco madre cariñosa de varias generaciones de niñas.

     No hace mucho, señores, al llevar por vez primera mis hijos a la misma escuela donde transcurrieron tantas dulces horas de mi vida, sentí plenamente la evocación conmovedora de aquella noble figura de educacionista que tanto contribuyó a plasmar nuestras inteligencias y nuestras almas. La visión de la vieja casa es la que todo nos había de Adela, llenó de una tierna efusión mi alma. El busto de su fundadora despertó en mí la misma ternura que despierta la imagen de la madre adorada, vista ya después de definitivamente perdida, cuando la experiencia de los años nos dice cuanto debemos a su amorosa solicitud y cuanto a sus purísimas enseñanzas. Y pasará el tiempo y aquellas bulliciosas criaturas verán emblanquecerse sus cabellos, pero el recuerdo de la maestra única florecerá eternamente en nosotras en una perenne primavera de amor y de gratitud.

     Siempre he oído decir que la tarea del magisterio es la más ingrata. Sugestionada por la frecuencia de tal afirmación la he creído exacta sin detenerme a analizarla. Pero hoy, en este momento, viendo como perdura a través de los años el culto que supo inspirar una gran maestra, inclínome a pensar que acaso no sea tan ingrato el apostolado de enseñar. Parece serlo cuando el educador, falto de estímulos ajenos a la satisfacción de su propia conciencia, modela en la ruda labor de todos los días la inteligencia y el espíritu de los niños, cuyas almas inquietas, de sentimientos que apenas son bosquejos, al igual de sus frágiles cuerpecitos, no sienten la penetración de la verdad ni del reconocimiento. El niño no comprende sino muy vagamente el milagro de abnegación que realiza el maestro día por día, hora por hora, al inundarle luz su espíritu y su inteligencia; pero aun así, su instinto certero le hace amar, tanto como de ello es capaz, a ese paciente artífice de su ser moral. Más tarde, cuando han pasado los años y la reflexión da a las cosas su verdadero valor, ese primer sentimiento confuso del niño se vuelve un culto fervoroso. Y este culto es el que nos ha traído aquí, y volverá a traernos otras veces para honrar la memoria de la maestra veneranda. Y por eso he dicho que no es tan ingrato como suele decirse el abnegado sacrificio de un apostolado cuyos buenos obreros viven eternamente en el corazón de los que recibieron sus beneficios.

     ¡Adela, la maestra buena y santa que supo inspirar a todas sus alumnas un cariño imperecedero, como lo demuestra este acto que nos reúne emocionadas alrededor de sus cenizas! No olvidaré jamás la angustia infinita que me produjo su muerte. Fue la primera congoja de mi vida. El ardiente rocío de mi llanto regó la flor de mi ternura eternizándola. Y mi niñez riente y tranquila, que corría con la diáfana transparencia de un arroyuelo feliz, conoció el remanso profundo del dolor.

     ¡Su memoria está unida al aromado recuerdo de mi infancia va lejana; dulce y serena memoria de la que irradia una intensísima luz de bondad! Fue con sus niñas buena corro una madre; fue exquisita y, tierna, fue, también sabia y prudente. Aún me parece ver su figura; aún creo oír el timbre armonioso y velado de su voz. ¡Tan vivo es el recuerdo! El ricecito negrísimo temblándole sobre la ancha frente en el calor de sus exposiciones; el ademán armonioso; la mirada tranquila, infundiendo simpatía, respeto y confianza...

     Tenían sus lecciones un encanto especial que ahuyentaba el tedio de la clase. Sus ideas claras y precisas se infiltraban sin esfuerzo. Paciente e inalterable, tenía el don de imponerse por la dulzura, manteniendo la disciplina en las infantiles colmenas sin recurrir a esas asperezas y rigores que si afianzan el respeto medroso amenguan el cariño.

     Después de muchos esfuerzos y de paciente y larga labor en compañía de Celsa, que compartía con su hermana nuestra veneración y afecto, vio premiada su tarea cuando se recibieron las primeras maestras normales del país. ¡Con qué santo y legítimo orgullo no presentaría aquella cosecha primera! Al ver que su esfuerzo no fuera vano, que la simiente daba un fruto tan halagador, habrá sentido una embriaguez de triunfo suficiente para aliviarla de la fatiga de su mucho batallar. Y siguió con nuevos bríos y nueva fe en la tarea excelsa de iluminar las almas.

     Hasta que un día, ¡día aciago para todos los que la queríamos! el gran corazón bondadoso se detuvo y el alma toda blanca, nostálgica acaso del cielo, en rápido vuelo huyó...

     Su desaparición tuvo el mejor tributo, el más tierno, porque junto al dolor de los mayores que apreciaban reflexivamente su obra buena, corrió el raudal del llanto infantil desatado por el amor. Las lágrimas más puras, las de la santa inocencia, el soñado rocío de las almas en flor, regaron copiosamente su tumba. Y el recuerdo bendecido y amante floreció en rosas de ternura, que cual surgidas en una primavera milagrosa no se agostarán jamás.



EN LA ESCUELA

 

     Después de muchos años he vuelto a la Escuela Normal y sentí al pisar sus umbrales una honda e inefable emoción. Una ráfaga del pasado trajo a mi memoria dulces recuerdas de mi niñez; me vi allí mismo, chiquilina de siete años, con mi vestido rosa, las dos trenzas a la espalda y el cesto en la mano, abrazada a mi madre que al dejarme por primera vez en la escuela lloraba dulcemente, mientras deslizaba en mis oídos amorosos consejos, incitándome a ser buena y estudiosa. Junto a nosotras presenciaba bondadosamente la escena la inolvidable Adela Sperati cuya voz queda e insinuante puso fin a los transportes de mi madre diciendo, mientras me tomaba de la mano: -Ya es hora de ir a clase; vamos nena...

     Hoy la escena se ha repetido, pero la madre soy yo. He llevado a dos hijos míos y he sentido en mí lo que muchos años atrás sintiera mi madre y he adivinado en mis pequeños lo que sentí yo cuando me llevaron por primera vez a la escuela. Todo en aquella casa tenía para mí recuerdos emocionantes: el amplio patio por donde corrí en mis juegos infantiles, la escalera que más de una vez subí a escape para no llegar tarde a clase, la campana cuyos sones vibran aun en mi alma con armonías de palabra amiga, el bullicio mismo de los escolares en medio de los cuales siento ganas de meterme para que la evocación sea más completa.

     Solo faltan -¡ay!- algunas figuras que mi imaginación hace revivir, no obstante, con singular relieve. No están ni Adela ni Celsa, las sabias maestras que tan bien sabían aunar la severidad con la dulzura y bajo cuyas miradas vigilantes se formaron varias generaciones de niñas, cada una de las cuales lleva imperecedero en el corazón su tierno recuerdo. En la dirección, donde saludo al ejemplar educacionista que rige la casa, veo el busto de Adela y aunque mis recuerdos me dicen que poco se le parece, siento ganas de acercar mis labios al frío rostro de la imagen para ofrecer a la memoria de mi maestra el tierno homenaje de un beso filial.

     Por un momento me sumerjo dulce y melancólicamente en la ilusión del pasado. Pero he aquí que me dicen:

     -Vamos a examinar a sus niños, señora.

     Y entonces las manecillas que oprimen mis manos y en las que creo percibir un temblor de miedo, me devuelven a la realidad. Una maestra entra, se apodera de mis hijos, se los lleva. Espío sus pasos. Véola entrar en la misma aula donde también a mí se me examinó Celsa; acaso se sientan en el mismo banco; tal vez escriben en el mismo pizarrón. Revivo plenamente mi niñez en mis niños: siento su misma emoción, su mismo miedo; como a ellos me late con fuerza el corazón, como sus ojos, los míos hacen esfuerzos por contener una lágrima que quiere brotar...

     Vuelven los niños pálidos e impresionadísimos y lo primero que me dicen es que la maestra es muy buena y cariñosa. Esto les da confianza. Y al retirarme con mis hijos de aquella casa, de la que recuerdo todavía las vigas que tiene cada aula, tantas veces las he contado en mis distracciones, me siento enternecida y brota en mí una calurosa simpatía hacia la maestra desconocida que todos los días, durante tres horas, será un poco la madre de mis hijos y me ayudará a formar su alma y su inteligencia. Mis niños me lo han dicho: -Mamá, es buena la maestra- y los niños no se equivocan. Les enseñaré a tener por ella el mismo culto que guardo yo por Adela y Celsa.

 

 

NOTAS

1.       En la historia de la guerra se conoce con el nombre de «la Residenta» el éxodo de los habitantes de Asunción, al ser esta ciudad abandonada ante el peligro de la ocupación por el enemigo.

2.       Después Florida y hoy Benjamín Constant.

3.       Tortas que se hacen con harina de mandioca.

4.       «Derovaraba» en el original (N. del E.)

5.       «Circunscias» en el original (N. del E.)

6.       «Remembrazas» en el original (N. del E.)

7.       «Pasienses» en el original (N. del E.)

8.       «Comición» en el original (N. del E.)

9.       «Indosincrasia» en el original (N. del E.)

10.       Traducido al inglés y al portugués.

11.       Me gusta por haber sido ladrón.

12.       Tembladeral

13.       Inútiles, flojos.

14.       Caraguatal. Lugar cubierto de unas plantas espinosos llamadas caraguatá.

15.       ¡Señora Santa Librada, socórreme!

16.       «Auxilo» en el original (N. del E.)

17.       ¡Sólo con apuro volverá a salir!

18.       «Exala» en el original (N. del E.)

19.       «Requien» en el original (N. del E.)

20.       Sabiduría del yerbal.

21.       Zonzo

22.       Señor con sabiduría.

23.       «Duorme» en el original (N. del E.)

24.       «Epicureísmo» en el original (N. del E.)

25.       «Speratti» en el original (N. del E.)


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