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MAYBELL LEBRÓN

  MEMORIA SIN TIEMPO, 1992 - Cuentos de MAYBELL LEBRON DE NETTO


MEMORIA SIN TIEMPO, 1992 - Cuentos de MAYBELL LEBRON DE NETTO

MEMORIA SIN TIEMPO

 

Cuentos de MAYBELL LEBRÓN DE NETTO

 

Edición digital: Alicante :

Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001

N. sobre edición original:

Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),

Arandura Editorial, 1992.

 

 

ENLACE AL ÍNDICE DE MEMORIA SIN TIEMPO EN BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES

 

Los relatos de Maybell Lebrón: una variada persistencia

Berta

Memoria sin tiempo

El color de la angustia

El jardín

El vestido a motas

Cambio de domicilio

La cita

El autorretrato

Torrente sin cauce

Querido Miguel

Soledad

Bicicleta

El mendigo

Sin remordimiento

Desesperación

Herencia

Siesta

Loor a un ajusticiado

Pesadilla

Momento

Monólogo

Reglas de juego

Relación conyugal

La niña del mercado

La creciente

Cristina

Los monstruos

Orden superior

El Ñe'enga

 

 

Sinopsis: Nos dice Lucy M. de Spinzi en la contratapa: “Se encontrará en este tomo una colección de cuentos en los que los personajes y las situaciones críticas se dibujan con robustos trazos literarios. No faltan la reflexión ni los picos poéticos alternados con bruscos cortes dramáticos; el lector es conducido hacia auténticas aventuras interiores.”

 

 

 

MAYBELL LEBRON (Córdoba, Argentina, 1923)

Biografía: Nació en Córdoba, Argentina, en el año 1923. Reside en el Paraguay desde 1930. Tiene obras editadas en los géneros de poesía, cuento y novela. Participó en los talleres de “Cuento Breve” de Hugo Rodríguez Alcalá y de “Poesía y narrativa” de Carlos Villagra Marsal.
Activa promotora de eventos culturales, fue secretaria de la Sociedad de Escritores del Paraguay (S.E.P.), fundadora y miembro de la terna directiva de Escritoras Paraguayas Asociadas (E.P.A.)
Tiene publicados en Arandurã editorial Memoria sin tiempo (cuentos) en 1992, Puente a la luz (poemas) en 1994 y Pancha (novela) en 2000, ganadora del premio Roque Gaona 2000 otorgado por la Sociedad de Escritores del Paraguay. Esta novela ya con tres ediciones agotadas hasta el 2002 y una edición con propuesta didáctica para la serie educando de esta misma casa editorial.
Sus cuentos y poemas figuran en publicaciones culturales de nuestro país y del extranjero y se incluyen en la bibliografía de estudios secundarios y universitarios. Además ha sido seleccionada para diversas antologías publicadas en el Paraguay y el exterior, en castellano e inglés, así como en ensayos de España, Estados Unidos e Italia.

 

 

 

 

LOS RELATOS DE MAYBELL LEBRÓN: UNA VARIADA PERSISTENCIA

 

Cuando principiamos a recorrer los cuentos de Maybell, nos ocupa una impresión que seguirá, acentuada y fina, hasta cerrar la lectura: tal parece que todas las narraciones del volumen se ligan entre sí mediante un único pulsar isócrono -más de corazón que de reloj-, íntimo y nítido a la vez, como el de sangres de diversa herencia que sin embargo convergen en el torrente circulatorio de un solo cuerpo.

Y se me antoja que el mentado vínculo no se logra en la aparente afinidad estilística de los relatos, sino gracias a la concurrencia en los mismos de una precinta igual: el tono; el tono, difícil condición cardinal de cualquier escritura de designio estético (poema, cuento, novela, drama, poesía en prosa), de tanto alcance que en ocasiones sobra para salvar un texto retrasado por la descripción sin motivo, la información baladí o la anécdota convencional.

Corresponde mencionar, en este sentido, al intenso novelista francés Julien Green, quien habiendo recibido los originales de la novela de un amigo le contestó por carta: «Acabo de empezar a leer tu novela... El tono está. Es ya casi todo». En una reflexión posterior, Julien Green insiste y define: «...el tono es ese misterioso ritmo que no tiene nada que ver con cosa auditiva alguna, sino con el fondo mismo de la estructura del libro. Es la revelación, producida desde las primeras líneas, de que algo en esa máquina funciona, regula maravillosamente bien; quiere decir que la rigurosa medida que arquitectónicamente está presidiendo el todo ahí está, ahí aparece. Y yo mismo, en mi propia experiencia de novelista, he tenido a veces la evidencia de esto. Me ha ocurrido a veces que, empezada o concluida una novela, el tono no se manifiesta en ella como unidad; que la novela andaba, pero exenta de ese secreto y único ritmo interior capaz de dar a las obras una cosa como revelada y musical, un sonido que debe oírse como prueba de legitimidad, así como debe oírse como prueba de legitimidad de un cristal el legítimo sonido que surge, al ser percutido, en cualquier parte de él».

La transcripción es larga pero fértil, porque nos convida a demostrar cuál es realmente el tono en las narraciones de Maybell Lebrón. Pese a las tramas y situaciones diferenciadas, sus trabajos respiran en efecto un continuo aire común, que gira en virtud del tratamiento, severo y a un tiempo ansioso, de los destinos particulares de cada protagonista.

Entonces, no importan inclusive la edificación y los registros disímiles erguidos por la autora en sus relatos; es palmario «que algo en esa máquina funciona», desde el desgarrón de la tragedia (El jardín, Torrente sin cauce, Querido Miguel, Soledad, La creciente, Cristina, Los monstruos), trajinando por el humor (Relación conyugal), las turbadoras recovas fantásticas (La cita, El autorretrato), el recuerdo oral, la imaginación comunitaria (Loor a un ajusticiado, Pesadilla, Momento, El ñe'enga ), el mito vívido (Herencia, Siesta), el compromiso con la sociedad civil, la dignidad artística en la denuncia (La niña del mercado, Orden Superior, cuento éste justicieramente laureado) hasta los sucedidos, de mayor a menor inflexión, que alteran o preservan esas «vidas mínimas», como las hubiese denominado el escritor chileno José Santos González Vera (Memoria sin tiempo, El color de la angustia, El vestido a motas, Cambio de domicilio, Bicicleta, El mendigo, Monólogo, Reglas de juego). A veces, para sostén de su recóndita cadencia, a Maybell le basta un temblor, un breve desasosiego, que los desenlaces respectivos alumbran y rescatan (Sin remordimiento, Desesperación).

No descarto de la referida integridad el cuento que encabeza la selección, Berta, diseño de una criminalidad irredenta que desmentiría la opinión tajante del penalista español Luis Jiménez de Asúa quien, en una conferencia dictada en Asunción hace años, declaró que el único delincuente nato de la literatura es Dorian Gray... Sea de ello lo que fuera, Maybell ha creado con Berta un caluroso personaje actuante, un carácter centralmente definido, cosecha que escasos cuentistas, incluso de los afamados, consiguen sembrar.

Es ocioso subrayar que la identidad de Memoria sin tiempo, obra primeriza de Maybell Lebrón, se resuelve como es debido, esto es en una dócil fusión de significados y de expresiones lingüísticas. Por fin, indicaré que la autora se encuentra singularmente dotada para la evocación de la memoria colectiva; del trasaltar de la historia, si así puedo decirlo, o sea de la crónica susurrada, o contada a medias, o nunca asentada. De la historia que los hacedores de fábulas, antes que los historiógrafos, se hallan habilitados para trasoñar y presentar, puesto que «même à Plutarque échappera toujours Alexandre», según la frase certera -no sé si de Marguerite Yourcenar o de Publius Aelius Hadrianus, Imperator. Paradigma de aquella inclinación es El ñe'enga, relato que llavea la colección.

Las excelencias de la cuentística de Maybell no se agotan, desde luego, en las que apuntamos más arriba; cabe añadir la soltura semántica, la conveniencia sorpresiva de los calificativos y otros merecimientos, que el avisado lector sabrá aislar durante el deleite -rápido o moroso- del conjunto.
En conclusión, el libro inicial de Maybell Lebrón ha de arrimar una cifra ponderable a la hora del aprecio de las voces femeninas en nuestra actual prosa de ficción; de esa suerte, será menester instalar el nombre de la autora junto al de algunas escritoras de editez reciente y genuino tañido (Luisa Moreno de Gabaglio, Dirma Pardo de Carugati), y aun al de otras de itinerario y valimiento ya exteriores: Renée Ferrer y Raquel Saguier.
Hace rato que vengo cobijando una fe sin tregua en el firme talento crecedor de unos cuantos narradores paraguayos de cercana labor, principalmente mujeres. Maybell Lebrón es una de ellas. No erró mi confianza, y acá está Memoria sin tiempo para comprobarla.

CARLOS VILLAGRA MARSAL

Ultima Altura, noviembre 1992.

 

**/**

 

BERTA

 

Salió masticando la última tostada del desayuno. Los rulos de pelo castaño le bailoteaban sobre la frente y se metían en los grandes ojos color de miel. Se acercó a los gorriones hambrientos que reclamaban a gritos, desde la ventana, las migas mañaneras. Hoy mamá no bajará: está con dolor de cabeza.

Estiró la mano con el resto de la tostada en la palma; tenía los labios entreabiertos y las aletas de la nariz distendidas; quedó expectante, inmóvil. Los gorriones confianzudos se fueron arrimando hasta que el más osado se atrevió a picotear el pan: la mano se cerró con la velocidad del rayo. Una sangre pequeña comenzó a resbalar entre sus dedos, mientras clavaba lentamente las uñas en el tibio montoncito agonizante. Sus ojos lanzaban destellos dorados. Sólo aflojó la presión cuando la avecilla dejó de luchar.

-¿Qué estás haciendo, hijita?

Tuvo un leve sobresalto: -Estaba jugando con los gorriones, mamá. Voy a lavarme las manos.

Tiró los despojos en el cantero de flores y se alejó dando saltitos, con el rostro arrebolado por la emoción.

* * *

Seis campanadas en la vecina torre de la Catedral. Los corredores y la plazoleta de la Universidad hierven de impaciencia. Siempre lo mismo: el primer día de clases tiene un sabor especial, una felicidad cargada de angustia, de una responsabilidad apenas sospechada que tensa las fibras jóvenes con una suerte de revelación inquietante. En el umbral de la carrera elegida, al asir el timón para marcar el rumbo de un destino, por primera vez se preguntan qué será de sus vidas. Voces excitadas con algún falsete, tiñendo de escarlata el rostro imberbe; jeans ajustados y, quizá, un botón desprendido en la blusa para reafirmar la condición de mujer. Consultas. Requiebros. Bromas.
 Las muletas golpean las baldosas del patio ya casi desierto. Filosofía y Letras: un mundo nuevo para ese cuerpo impedido, ágil y poderoso antes de la poliomielitis. La recia cabeza corona los hombros musculosos por el esfuerzo diario de arrastrar a esas piernas raquíticas, como si fueran dos figuras diferentes, rasgadas por la cintura y pegadas equivocadamente en un grotesco error de apreciación. Demasiado ocupados en tomar un lugar, sólo dos o tres estudiantes levantaron la cabeza al oír el derrumbe de la muleta y su choque contra el suelo, cuando el recién llegado inició el trabajoso proceso de sentarse.

* * *

Dos meses de facultad. Berta se sentía incómoda en clase. Su mano cuidada retiró los mechones castaños que caían sobre los ojos color de miel. Mejor buscar algo más alegre. Es tonto seguir encerrada aquí, habiendo tantas cosas entretenidas para una chica de mi edad.

Se dejó caer en el banco: sólo entonces sintió que se había sentado sobre las muletas.

-Perdone, no se levante, las pongo a mi lado.

-Gracias -se acomodó en el asiento-. Me estoy cansando de esta monotonía. ¿A usted le resultan interesantes las clases?

-Desde luego. Son excelentes. Me fascina descubrir las intimidades del ser humano a través de las enseñanzas de los profesores, la belleza de todo lo creado: por eso me encanta mirarla a usted.

La admiración del muchacho la envolvió: era una cosa tangible. Se estremeció como si la hubiese presionado con los dedos.

Excitante. Eso es lo que estoy buscando: algo diferente para romper el tedio. ¿Cómo será sentirse adorada por esta piltrafa humana? Tengo que descubrirlo. Es lúcido, incisivo. No será fácil dominarlo, pero estoy acostumbrada a conseguir lo que me propongo.
Sonó la campanilla de clase.
-¿Puedo quedarme a tu lado? Yo te ayudo con las muletas y vos me ayudás con las lecciones. En dos meses tenemos los exámenes semestrales y no he estudiado nada -el muchacho enrojeció de placer.
Pronto se hizo invitar a la casa de Diego: él mismo la llevó en su coche deportivo, acondicionado para ser conducido exclusivamente con las manos. La amplia mansión, rodeada de murallas, tenía una pileta cubierta en la que él hacía diariamente sus ejercicios. La casa era de una sola planta, sin escalones ni desniveles difíciles de salvar; decorada con elegancia, se destacaban aquí y allá objetos y cuadros de valor.

Sentada en un sillón de esterilla estaba una mujer de aspecto frágil. Al verlos, inclinó la cabeza entrecerrando los ojos en una actitud curiosa y expectante: el pelo lacio -tal vez demasiado largo para su edad- le caía partiéndose en los hombros; las manos, surcadas de venas increíblemente azules, colocaron con parsimonia la revista sobre la mesa del jardín. El golpe de las muletas, amortiguado por el césped, sonó súbitamente áspero sobre las baldosas de la terraza.

-Mamá, esta es Berta, una compañera de Facultad.

-Encantada, señora.

Se midieron sin disimulo. Ninguna bajó la vista. Diego esbozó una sonrisa.

Es posible que Berta le disguste a mamá como le disgusta el que yo me encierre en el estudio. No sabe comprender lo que eso significa para mí. Allí soy feliz, ante esa hoja en blanco invitándome a una aventura insospechada. Voy llenando carillas, sin sentirlo, hundido en mí mismo, y descubro las palabras para decir lo hasta entonces ignorado. Me miro desde lejos, a veces sin reconocerme: es alguien escondido muy adentro quien dicta los versos que asombrado, releo después. Publicaré mis poemas para que el mundo los juzgue y tendré mi recompensa: son buenos, lo sé. Estas piernas endebles no me obligarán a arrodillarme: algún día otros se arrodillarán ante mí. Ahora debo tener cautela: el amor es, para mí, un riesgo demasiado grande. No soportaría ser humillado: prefiero la soledad. Berta es hermosa y busca mi compañía. ¿Será afecto o piedad? Tengo que descubrirlo. Calma, corazón, no te desboques. El único amor seguro es el de mi madre, pero ella es una mujer enferma y está cada día más débil. Desde la muerte de papá nada le interesa; yo soy su única preocupación; jamás ha pensado en compartirme. Quizá vea en Berta una rival. ¡Qué tontería! No pienso ser trofeo de nadie.

-¿Me acompañan con el té? Lo acaban de traer, aún está caliente.

Berta puso exagerado esmero en ayudar a sentarse al muchacho.

Trajeron tazas y tomaron té: la señora no probó los escones ni la mermelada. Las dos mujeres sostenían una conversación salpicada de trivialidades y de silencios interrogantes.

Más tarde, en el escritorio, Diego hizo para Berta un recuento de los temas tratados en clase. Al escucharlo, todo parecía fácil. Absorta, observaba su boca de labios agresivamente sensuales, preguntándose cómo irrumpir en esa intimidad tan celosamente protegida.

Provocarlo sería un error. Seguiré ofreciéndole mi amistad hasta verlo bajar la guardia. Me muero de ganas de abrazarlo y darle un beso. ¿Cómo reaccionará? Si tiene sólo las piernas impedidas, es que todo el resto marcha bien. Desde mañana voy a empezar a insinuarme. La madre morirá pronto, después lo manejaré a mi antojo. Jamás podrá escapar de mi lado si yo no lo permito: con sacarle las muletas lo tendré indefenso; una media cucaracha, ni siquiera como Gregorio Samsa. Me está empezando a obsesionar. Quiero enloquecerlo, quiero ver cómo un lisiado responde al amor; es curioso, ahora la excitada soy yo. Debo ir con cuidado, las madres poseen antenas especiales, pero esta vieja no tiene demasiadas defensas. Es necesario que me deje el campo libre; ya descubriré cómo.
Era la hora de la fisioterapia. Diego estaba en la piscina. Berta entró al saloncito íntimo, contiguo al dormitorio.

-Buenos días, Doña María. Le traigo unos bombones exquisitos que descubrí en el Super. ¿Cómo está hoy?

-Bien, hija, pero ya sabes que no puedo comer chocolates; es por la diabetes.

-¡Qué pena! Pensé que un bomboncito de vez en cuando no le haría daño... y sé que le encantan. Hay que disfrutar de la vida: los médicos siempre exageran. Dese el gusto y no se lo diga a nadie. Yo le prometo guardar el secreto. Hagamos un pacto: usted oculta nuestra travesura y yo le traeré más bombones y masitas. El hacerla feliz me hace feliz también a mí. ¡Es que la quiero tanto!

En los ojos de Doña María hubo un relampagueo triunfal, que Berta no conocía. Sonriente, la anciana contestó:

-Trato hecho. Les buscaré un buen escondrijo.

Con un bombón en la boca y otro en la mano, escondió la caja bajo llave en la gaveta del secreter y volvió a su sillón hamaca. Mientras comía los dulces con deleite, balanceándose suavemente en su asiento, Berta la entretenía contándole chismes de los personajes de su revista favorita.

Apareció Diego, recién bañado. Antes de que se retiraran a estudiar, la señora les sirvió un refresco con edulcorante, besó a su hijo y, alegremente, despidió con una palmadita a la joven.

Estoy asombrado. Es evidente que Berta tiene una influencia positiva en mamá. Se la ve más contenta; inclusive ayer me dijo que ahora duerme sin pastillas a la noche. Berta nos está alegrando la casa. Me trata con naturalidad; la he descubierto mirándome como si quisiera penetrar en mi interior. No sé si me estoy ilusionando, pero siento que se interesa por mí. ¿Será lo que tanto he esperado? Alguien que me quiera, sin importarle mi defecto, que descubra ese yo profundo, lleno de ternura, capaz de hacer feliz a cualquier mujer. Poseo todo el ardor de mi juventud, aunque debo reprimirme: detesto que se rían de mí. Ellos me tratan como un fantoche. Con un chiste o una sonrisa saldan la deuda de amistad. No les voy a dar el gusto de verme triste, ni jamás me presentaré ante ellos como un miserable. Aunque llore por dentro; aunque grite de rabia y sienta que mis venas se hinchan y eyacule en la cama solitaria. Y ahora Berta me trata con cariño; hasta me parece ver en ella algo de pasión contenida. ¿Será verdad? Me estremezco cuando la siento a mi lado; hermosa, incitante, buena, ¡Dios! No puedo evitar su influjo. Tengo miedo.

* * *

El llamado urgente lo sacó de la clase. Encontró a su madre inconsciente: una figura tenue entre sábanas de seda rosa; sus manos de papel, veteadas de azul, se destacaban, lacias, sobre el pecho exiguo. El médico estaba desconcertado por el súbito empeoramiento de la paciente. Siempre consideró controlada la enfermedad; a pesar de su debilidad, nada hacía prever el coma diabético profundo. Ella decía sentirse bien: evitó los análisis con el pretexto de que no los necesitaba, de que estaba cansada de tantos pinchazos. Diego hizo traer su reposera al dormitorio de la madre; los dedos morenos sujetaron las pequeñas alas de garza herida. Parada a sus espaldas, Berta acariciaba los cabellos del muchacho y, al inclinarse, le humedecía la nuca con su cálido aliento. Allí, ante su madre agonizante, supo que la amaba.
Espero que a esta vieja idiota no le dé por recuperarse. Gasté mis buenos pesos en chocolates y masas. Debe estar agradecida. Morirse por comer cosas ricas. No hay nada mejor. Apenas la enterremos, podré darme el gusto. Ya conseguí convencerlo de que estoy enamorada. Sé que tiene la sangre de un toro. Debe ser fantástico hacer el amor con una marioneta, sentir sus piernas bailoteando. ¿Se creerá que puedo considerarlo hombre? En cualquier forma, será una experiencia inolvidable; el problema es qué hacer con él después: creo que notará mi asco. Una vez, para calmarme y probar cómo es, supongo será suficiente; no voy a seguir con esto, habiendo tantos machos enteros. Un busto con patitas de metal no puede servir sino de pasatiempo. ¡Debe ser increíble! Ya lo veo en el suelo, agarrándose a mis piernas para que no me vaya: allí lo voy a escupir; con las uñas le marcaré la cara por haber siquiera sospechado que yo podría quererlo, yo...

Oyó que la silla se derrumbaba, los sollozos, y a Diego aferrándose a la cama para no caer. Todo había terminado. Chispas doradas se escaparon por entre los párpados de Berta; se llevó la mano al rostro para ocultar su alegría. Luego, abrazada a Diego, lloró con él y lo ayudó en los trámites del entierro.

Ya no tengo dudas. Berta me quiere y yo la adoro. Es un ángel, siempre a mi lado, ayudando en todo. Desde la muerte de mamá está más cariñosa que nunca. Ayer buscó mis labios y me besó con verdadera pasión. Me quiere, gracias a Dios, me quiere. Es hermosa, es buena y me acepta tal cual soy. Vivo muy solo en esta casa, sin la compañía de mamá. Le voy a proponer que nos casemos en seguida; mi apellido seguirá existiendo. Debo hacer arreglos en el dormitorio de mamá; ella nunca permitió que la cambiáramos de habitación; siempre durmió en su cama de dos plazas. ¡Pobre mamá! Voy a acomodar sus cosas y buscar el anillo de brillantes; se lo daré a Berta; será nuestro anillo de compromiso. Mamá le tenía mucho cariño, seguramente por el afecto que le demostraba. Esta pieza está impregnada de su perfume de jazmines; eso me hace extrañarla más que nunca. ¡Cuánto habrá sufrido con mi enfermedad! Sin embargo, nunca me lo demostró: se sobrepuso y me educó sin inhibiciones. Gracias, mamá. Al fin encuentro aquí, en su bata, la llave del secreter. Veremos lo que hay: su caja de joyas, papeles, bombones... ¿Cómo es posible? Dios mío, si todos sabíamos que no los debía comer. Tal vez los compraba para convidar a las visitas, pero ¿quién se los traía? La servidumbre es antigua; seguro que ellos no lo hicieron: tendré que averiguarlo. ¿Y esto? Parece un Diario. Ni sospechaba que tuviese uno. No puedo con las ganas de saber lo que escribió sobre Berta; en estas notas deben estar sus impresiones.
Buscó la fecha del primer encuentro: el relato era negativo; su desconfianza no cejaba en las páginas siguientes. Más adelante, empezaba a aceptarla; siguió leyendo y llegó al episodio de los bombones. En el cerebro de Diego estalló un fogonazo. Continuó la lectura: «Mi querida Berta tiene toda la razón del mundo. Como yo no salgo, estoy dominada y me sacan este placer tan inocente. Me ha propuesto un pacto; éste será nuestro secreto». Y más adelante: «He vuelto a mi vicio de antes: como dulces a cada rato. Por suerte Berta me los trae, deliciosos y en cantidad. Me repite hasta el cansancio que no la delate. Ella sabe que no pienso hacerlo: me privaría de esta satisfacción. Además, no puedo traicionar su cariño». El rostro de Diego era una nube de tormenta.

¿Por qué? Imposible dudar: yo mismo le comenté a Berta el riesgo de la enfermedad y la absoluta prohibición de comer pastas o dulces. Ella sabía. No es posible, no puedo creerlo. Mató a mi madre. Lo hizo solapadamente. Tengo que descubrir la razón de esta locura. Ahora, ¿qué hacer? Es necesario llegar hasta el fin del horror. Berta, mi amor, ¿por qué lo hiciste? Es espantoso; yo confiaba en ti.

La casa estaba en silencio; la servidumbre se había retirado a sus habitaciones, y en el living casi a obscuras destellaban las dos copas de champán. La risa entrecortada de Berta subía de tono, mientras miraba a Diego, reclinado en el amplio sofá. Se dejó caer de rodillas sobre la alfombra y se acercó, sinuosa, al muchacho. Había llegado el momento de enloquecerlo; sintió un cosquilleo sensual al pensar en esas piernas entecas y deformes que ella todavía no conocía; era su instante de triunfo: podría gozar de toda la miseria del lisiado. Se irguió de pronto y, desprendiéndose el vestido, lo dejó resbalar. Con manos nerviosas abrió la camisa de Diego, saboreando su propia lujuria: el cuerpo perfecto temblaba en la penumbra. Al ver que el muchacho aflojaba el cinto, se contuvo. En la pieza silenciosa, el jadeo de dos gargantas perforaba las sombras.

La tira de cuero se deslizó fuera de las presillas, y el resplandor de su remate de metal hizo un semicírculo en el aire antes de caer con fuerza sobre la figura desnuda. Con un grito de rabia, Berta se dobló en dos, pero la correa siguió castigando con furia; las carnes se abrían en surcos sanguinolentos. Enroscada en el suelo bajo el aluvión de latigazos, incapaz de levantarse, bramaba de dolor. Casi inaudibles, las palabras silbaron entre los dientes de Diego:

-Gata asquerosa. Asesina.

Los empleados se acercaron, alertados por el tumulto. Ante el cuerpo lacerado de la muchacha arrastrándose sobre el tapiz sembrado de cristales rotos y manchas de sangre, Diego, firme en sus muletas, con un fulgor líquido en las mejillas, sostenía en la diestra el cinturón de cuero.
 

 

 

MEMORIA SIN TIEMPO

 

El niño cruzó la vía riendo; los cabellos le chicoteaban la cara desordenados por la ráfaga; contempló, aturdido, el largo desfilar de la masa oscura, silbante, hasta que se perdió en la trocha. Entonces pudo verla: silenciosamente, se puso a recoger los pedazos de su madre. Tenía cuatro años: no volvió a pronunciar palabra.

-Jorgito, ¿quieres un pedazo de torta?

La mano se abría, obediente, mientras la mirada aleteaba entre los juguetes como un pájaro asustado, sin posarse en ninguno. Tal vez el pinocho de madera, con su larga nariz roja, era lo más parecido a un amigo en ese mundo oculto y neutro. Se dejaba vestir, comía a desgano, caminaba sin prisa, midiendo la pieza en un continuo andar, lejos de todo, ignorando al padre ansioso y siempre ilusionado en escuchar el sonido de su voz, buscando su reacción a la caricia, al juguete ruidoso, a los cuentos repetidos.

Era hermoso: un cofre cerrado de pálido terciopelo cuya llave seguía perdida entre las vías del tren.

Es difícil ser niñera de este chico Si pudiera hacer algo no sé Dios mío será siempre así Es tan lindo y se está poniendo grande Dos años es mucho tiempo parece uno de sus juguetes electrónicos camina duerme lo llevo a paseo no se rebela contra nada Los días negros son horribles Una vez estuvo toda la semana acurrucado en un rincón como flotando en el tiempo los deditos escarbaban los rayos de luz en búsqueda de algo imposible cansado a la noche se enroscaba sobre el suelo frío tanteando las baldosas hasta quedar dormido Mejor verlo dormido esos ojitos opacos duelen más que su silencio Él nos conoce yo lo sé pero no tiene interés en descubrirnos sólo sus fantasmas le hacen compañía Súbitamente sonríe Cuál será el motivo Por suerte se acaba el invierno desde mañana lo sacaré al jardín.

Amaneció radiante y tibio. José, el anciano jardinero, mimaba a sus plantas contándoles de la primavera: que las podaba para hacerlas más bellas; que llenarían el parque de fragancias, colibríes y abejas zumbonas. Empujó la carretilla llena de fertilizantes y estacas hasta instalarse frente a un macizo de crisantemos. A su lado, en una banqueta, sentaron al muchachito.

El viejo hurgaba con la horquilla entre las plantas; de pronto dejó la herramienta: en sus dedos temblones sostenía una lagartija lustrosa, inquieta. Se acercó; la puso delicadamente sobre el muslo del niño: un leve estremecimiento delató el contacto; recogió la mirada, perdida en la copa de los árboles, para posarla en el animalillo que, liberado, escapaba reptando sobre su pierna hasta perderse en el follaje. La mano áspera limpió de tierra la piel sonrosada y luego volvió al trabajo, en un silencio de dos.

Se hizo costumbre la visita al parque: él mismo se ubicaba en la sillita, dejando resbalar sus pupilas lacias en las cosas que lo rodeaban. El jardinero descubría, cada tarde, una ofrenda vegetal o animada para su mudo acompañante.

Cortó del tallo la fragante corola azulina, de recios estigmas y suaves filamentos purpurinos que remedaba la corona de espinos: se lo contaba con un decir lento, cascado. O llenaba de flores las manos indiferentes, que dejaban caer los pétalos deshechos; o le ofrecía cucuruchos de papel, repletos de jazmines, como embriagador convite de palomitas de maíz.

Aquel día, fue una rana. Ella pegó sus patitas de payaso en el pecho desnudo: de los cráteres dormidos brotaron destellos subterráneos; con ademán posesivo, trató de alcanzarla pero ya la ranita nadaba en la piscina. La cara rugosa se contrajo; con palabras serenas, pausadas, le prometió buscarla. Se sacó la camisa, en un esfuerzo olvidado dejó a sus carnes fláccidas hundirse en el agua, y apresó la palpitante criatura en el cuenco de las manos.

El niño se había levantado del taburete, con sus ojos de ceniza convertidos en ascuas chispeantes. Extendió los brazos exigentes, un gorgoteo extraño le colmó la garganta, y el sonido estridente de una pequeña voz hendió la tarde: -Dame, José, dame mi ranita.

José le entregó el bichito milagroso, borroneado por el tibio tumulto de sus lágrimas.

 

 

EL COLOR DE LA ANGUSTIA

Hastiado del violento ritmo rock, hizo girar con dedos nerviosos el selector de la radio, que sostenía apoyada sobre el vientre. Una voz monótona surgió de la nada, indicando la cotización del día para las monedas extranjeras. A tientas, volvió a impulsar el botón: el comentario político lo interesó un instante, para luego cambiar bruscamente, y sintonizar un programa de música clásica. Dejó entonces resbalar la pequeña radio portátil por el costado de su cuerpo, hasta apoyarla en el colchón.

Se sentía como un feto ciego y torpe, hundido en la negritud de esa habitación sin límites ni forma. Puso las palmas sobre el pecho, en un intento de sofocar el golpeteo: tal vez podría despertar a su acompañante. Oyó la rítmica respiración de su mujer, indiferente a ese galope desbocado que le subía por las arterias y estallaba en las sienes con un cruel espejismo de luces.

-Ya tengo los pasajes. Salimos el martes; llegaremos a tiempo para el Congreso de Cirugía.

Se puso a clasificar las carpetas con los trabajos científicos. Comenzó a leer el encabezamiento, mecanografiado en gruesos caracteres: «LOS TRAUMATISMOS DE...». Las letras se cubrieron de una niebla incómoda; forzó los ojos: no pudo distinguir lo escrito. Ahogando un gemido, se puso de pie. Llamó con voz estrangulada:

-¡Luisa!

Dios Es que estoy ciego o son sólo estos trapos los que me impiden ver Ocho días de oscuridad espantosa lo peor es que debo estar inmóvil Me asfixio en este pozo negro Quiero sacarme las vendas aunque sea por un rato Quiero moverme quiero gritar quiero salir de esta tiniebla Cristo ayúdame Es necesario que vea la cara de los míos que distinga las formas que empuñe de nuevo el bisturí Cuántas cosas se pueden pensar en esta cama sombría Mi traje de marinero El primer día de colegio y la paliza por llegar a casa con los pantalones mojados No me animé a pedir permiso Era tan linda la maestra Las trompadas en el Parque Caballero por el favor de aquella rubita El ingreso a Medicina La guerra del Chaco Es extraño pedí mi traslado al frente  para no quedar en Sanidad sin embargo jamás pensé en morir Sobreviví Hasta me condecoraron con la Cruz del Chaco Desde entonces puse todo mi empeño en luchar contra la muerte Tal vez nunca más pueda salvar una vida hurgando en las entrañas para extirpar el mal Sin luz mis manos ya no servirán para nada Y las caras Esas caras queridas se quedarán en un tiempo sin final No veré las arrugas en la cara de mi mujer ni las cabezas canosas de mis hijos o el espléndido cambio de mis nietos Sólo podré palpar los surcos implacables o recordar el color de la plata y quizá las manos afanosas aprendan a dibujar en mi mente el retrato de las cosas Por qué mierda me tuvo que pasar esto No me lo merezco En unos días sabré la verdad Si la operación tiene éxito es posible que recupere la vista Debo tener fe aun sabiendo que lo mío es delicado Cristo Papá Mamá ayúdenme desde arriba confío en ustedes Puse todos los papeles en el cajón del escritorio allí los encontrarán si las cosas van mal Al Diablo No quiero ni imaginar eso de vivir en la oscuridad como las ratas y a la pobre Luisa haciendo de enfermera Por lo menos tenemos un buen pasar y los hijos ya no nos necesitan Gracias a que administramos bien nuestro dinero no debemos pedir favores Exigía que se cumplieran mis deseos y frecuentemente ni me enteraba de que se me complacía Tal vez fui algo mezquino con mi mujer En los cuarenta años que llevamos de casados nunca se me ocurrió obsequiarle un chocolate sin motivo especial a pesar de seguir enamorado de ella Si salgo de ésta trataré de darle los gustos Me tranquiliza saberla a mi lado ese conocernos de piel a piel ese diálogo sin palabras Busco en mi cerebro luces y colores prodigios olvidados hasta ayer por mi mente raída Qué obtusos somos sólo queremos lo perdido Encerrado en mi escritorio leyendo con fulgores fingidos no miraba el sol me olvidaba de la vida Es inquietante He llegado a la conclusión de que no me quiero Siempre poniendo barreras a mis deseos y a los deseos de los otros No es tan difícil ser feliz Creo que si recupero la vista voy a mimarme un poco más Ahorraré tiempo para poder regalármelo unas horas un día una semana No se detendrá el Universo Cómo explicar a un ciego el regalo de un ocaso estallando en resplandores imposibles para el pincel del hombre Cuando miraba el cielo me extrañaba de que el sol y la luna y las estrellas como gente apurada corran hacia el poniente día y noche Hoy pasa y ya no vuelve aunque el año próximo ya no es este año El tiempo se alarga pero mis días se acortan y envejezco sin remedio Toda la naturaleza es holganza, sólo el hombre se afana. No me arrepiento de ser civilizado me arrepiento de hacer el esfuerzo tan penoso que pierdo el apetito por el desgaste en conseguir comida La vida es compleja Por qué agregar curvas al laberinto Trataré de simplificarla para aprender a reír.

Luisa desenredó los cabellos del enfermo con una caricia:

-No te inquietes, todo saldrá bien.

Apagó el receptor que continuaba transmitiendo, pegado al cuerpo de su marido. Extrañamente, ese ruido interminable formaba parte del silencio.

La camilla entró alborotando la habitación. Manos expertas lo trasladaron al angosto lecho rodante, tan conocido por él. Hoy se habían trocado los papeles. Recreaba cada detalle de esa sala con olor a tristeza: se imaginó los múltiples ojos de la lámpara, mirando su cuerpo tendido en la mesa de operaciones, sin una sola sombra. Oyó las bromas de los colegas, tratando de aplacar su ansiedad. Sintió el pinchazo en la vena: el murmullo pastoso se alejaba, mientras hacía un esfuerzo inútil por no dormir.

Las bandas elásticas se tensaron entre los dedos del cirujano, al ser despegadas del grueso apósito que le cubría los ojos. Tenía la garganta reseca, y la barbilla temerosa le temblaba, incontrolable. Se aligeró el peso de las vendas; un suave resplandor perforó las sombras. La odiada nebulosa copió una vía láctea. Ciñó los párpados ante la ardiente herida del puñal de  luz, de ese dolor alegre: ¡Veía! Volvió a abrir los ojos. Lentamente, los perfiles esquivos aprisionaban de nuevo las formas. Surgían, fantasmales, el aparato de control, el médico, su mujer. Se oyó un sollozo. Dentro de sí, algo había cambiado en esos días oscuros; su mundo ya no era el del color de la angustia; el resto del camino lo haría a plena luz. Gracias. No supo a quién se dirigía: a Dios, al cirujano, o a la Vida. Con voz ronca repitió:

-Gracias.



 

EL JARDÍN

 

Jubilado, viudo, flaco, se pasaba el día entero cuidando el jardín: él mismo parecía hecho de tierra. Había derribado la muralla de ladrillos, extendiendo una valla de alambre tejido para que los transeúntes admiraran su trabajo. Nadie podía evitar hacer un alto ante ese estallido de pétalos y hojas de bellas formas y colores sobre el verde brillante del césped y, en el fondo, la casita blanca inundada de sol.

Excitado, agitaba los brazos con el pellejo colgando como andrajos.

-Si te veo una vez más rompiendo las flores, te mato. No entiendes; te lo he dicho mil veces.

El niño lo miraba desafiante, blandiendo un soberbio gladiolo recién arrancado:

-Vení, viejo idiota, a ver si me alcanzás. Mañana voy a cortar otro para llevarle a mi maestra. Lepiyú tekaká.

Y ágil como un venado saltaba el cerco y se perdía, riendo a carcajadas. Impotente, temblando de rabia, las lágrimas buscando un surco en su rostro arrugado, el anciano apuntalaba las varas repletas de flores.

Sus manos ásperas cavaban, abonaban, regaban. Tengo derecho a defenderme, enano asqueroso; veremos quién gana la partida. No te dejaré seguir robando mis flores. Mis pequeñas están hermosas; todos me envidian, ¿saben?, es la primera vez que me envidian. Antes, ni siquiera la finada era linda. Todo era oscuro y pobre en mi vida hasta que llegaron ustedes; papá no las va a abandonar. Y cavaba sin tregua.

Era un feo hueco en el jardín; después de ubicar cuidadosamente las filosas estacas, en el fondo, trajo ramitas y césped para disimularlo. Con pena, cortó el largo tallo coronado por un nido de rojos pétalos aterciopelados, y lo clavó en el centro.

*  *  *

Fue rellenando el profundo pozo, regándolo cada día hasta que la tierra quedó a ras de suelo; luego  plantó un magnífico macizo de azaleas en el redondel pelado.

Esa tarde se puso su mejor camisa y el pantalón de hilo. Sonreía, satisfecho, a los vecinos que ponderaban sus flores. Las tocaba suavemente, con sus dedos de arcilla, seguro de que ya nadie volvería a dañarlas.



 

EL VESTIDO A MOTAS

 

Caminaba erguida, con la natural elasticidad de quien está acostumbrada a recorrer largos trechos a pie. La canasta llena de naranjas sobre la cabeza, en un alarde de equilibrio, era casi el remate natural de su espigada figura; sólo la tirantez de los músculos del cuello revelaba el esfuerzo. Llevaba los cabellos negros aprisionados en un lazo y cuando los liberaba eran una súbita cascada obscura, espesa y profunda, en la que Alejo solía hundir sus dedos, marcando surcos hasta la nuca, en una caricia posesiva que la hacía vibrar.

La tarde anterior, al ir a recoger fruta en el naranjal, de nuevo estuvieron juntos. Siempre que se encuentran, los traviesos ojos pardos de Alejo, llenos de chispas juguetonas, se opacan de pronto y la envuelven en un halo suave y exigente. Las manos buscan sus caderas y con lento recorrer, hurgando caminos, avivan en su cuerpo turbulencias insospechadas; el corazón golpetea pidiendo más  espacio; la sangre excitada rebulle, imposible de controlar; la risa entrecortada no disimula el deseo. Sus brazos la estrechan con un ardor sin violencia y se aprieta contra ella haciéndola sentir la dureza de su sexo. Luego, entre besos, la toma sin prisa, casi con delicadeza, sobre el pasto tierno del bosquecillo.

La madre de Damiana, con el mismo andar altivo y suelto, iba unos pasos más adelante, la piel ajada por soles irreverentes y el cansancio sin fin de trabajos ignorados. Sin embargo, estaba contenta; en unos días, con lo ahorrado -monedas hurtadas al placer y al descanso- podría comprar el molinillo de maíz. No más esas ráfagas quemantes en la espalda al elevar el mazo para descargarlo sobre el cuenco del mortero en la diaria rutina de preparar los alimentos.

Se acercó al portón de hierro y ofreció su mercancía a la joven que cortaba flores de una Santa Rita llameante: -Marchante, comprame naranjas, son recién arrancadas.

Damiana escoltaba a su madre en silencio; no sabía cómo empezar, las naranjas se acababan, pronto tomarían el ómnibus de vuelta y ella no había hecho su pedido. Un leve gesto de fastidio frunció sus labios carnosos: necesitaba un vestido nuevo. Un vestido corto y fresco para bailar con Alejo en la fiesta del  sábado, punteando una polca en las narices de las viejas chismosas y de María y de Clara, para que se convencieran de que era su novio.

Con las cestas bajo el brazo volvieron a la terminal. Allí, en la vidriera de una tienda, vio el vestido de sus sueños: el cuerpo ceñido con motas azules y la amplia falda, bien cortita, para lucir sus rodillas. Era perfecto. El cartelito decía: Gs 10.000. Lo miró de reojo sin atreverse a hablar.

-Apurate, Damiana, vamos a perder el ómnibus.

Subió a desgano las gradas de la estribera, se dejó caer sobre el asiento con el canasto vacío en el regazo, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Moscones azules bailoteaban dispersos hasta formar el vestido a motas; entonces, ella se sacaba el gastado traje verde, tomaba con deleite el de motas y se metía en él, deslizando el cierre a sus espaldas con un estremecimiento de placer.

Sintió un zamarreo y el «Ya llegamos».

Bajó callada, los ojos fijos, la expresión ausente, la mente bloqueada por un solo pensamiento. Esa noche no cenó; se refugió, hosca, en su cuartito y allí, tirada en el catre, se vio con el vestido nuevo, en brazos de  Alejo. Mientras, la madre buscó bajo las ropas del armario sacando una cajita de cartón; contó su contenido y agregó un billete de quinientos a los que ya había. Casi con ternura, puso de nuevo en el mueble su tesoro con un gesto de íntimo orgullo, echándole llave con pausada voluptuosidad.

Damiana no se levantó por la mañana, pretextando un dolor de cabeza; dejó que su madre recogiera las naranjas. Más tarde hizo el largo recorrido pisándole la sombra, los dedos crispados sobre el borde del canasto, blancos por la presión.

Apenas llegaron a la terminal, descubrió que el vestido aún estaba en la vidriera; quedó extasiada contemplándolo, juntó coraje y arrimándose a su madre le dijo con voz temblona, mientras le frotaba el brazo: -Sabés, mamá, necesito un vestido para la fiesta del sábado, ¡mirá qué lindo es éste!

De golpe comprendió el malhumor de su hija: era eso, un vestido nuevo. Estaba loca. ¡A quién se le ocurre! Y menos uno tan caro.

-Subí al ómnibus -ordenó en un tono que no admitía réplica.

*  *  *

Con un rictus de dolor sostuvo el mazo hasta descargarlo sobre los granos de maíz que llenaban el mortero y escapaban como abejas a cada golpe, regando de manchitas rubias el piso de tierra. Enderezó el cuerpo y alzó la cabeza: -Lo gasté todo; tendré que ahorrar de nuevo, se dijo, el rostro ahora tranquilo, vuelto hacia Damiana que se perdía en el camino, del brazo de Alejo, radiante en su vestido a motas.



 

CAMBIO DE DOMICILIO

 

-Don Carlos, lo siento, si no puede pagar el alquiler, me deja la pieza este fin de semana.

Él lo había tenido todo: lujos, prestigio, un hogar feliz.

Pensar que fue Raúl quien partió primero. Su alegre desenfado llenaba la casa de jóvenes, atraídos por la simpatía del muchacho y la cordialidad del ambiente. Recordó su atlética figura en la cancha de tenis, o en la piscina, con el agua dando lustre a su cuerpo, brillando como un dios antiguo. El accidente respetó su rostro pero no su vida.

Y empezó la obscuridad. Se cerraron las puertas. Sentados frente a frente, se miraban, los ojos húmedos, con la tristeza sin fuerzas de lo irreparable; empalidecían los cuerpos sin sol y las almas perdidas en su desconcierto.

Tal vez fue falta de interés. Dejó de ir al bufete de abogado; no soportaba la impávida simetría de los días de trabajo cuando todo en él se quebraba de dolor. Sus ahorros se consumían lentamente; por la enfermedad de Amelia tuvo que vender la casa. Y un día se vio enfrentado a la doble angustia de la soledad y la pobreza.

Las palabras de la dueña de la pensión lo habían decidido; aprovechando la quietud de la siesta trasladó calladamente sus escasas pertenencias hasta el nuevo alojamiento.

Amaneció tendido en el catre. Al abrir los ojos un haz de luz descomponía en palpitantes astillas de color las figuras del vitral, deslumbrándolo. Se sintió contento y relajado con el cambio: nadie podría echarlo a la calle.

Prendió el calentador a gas para preparar el desayuno; mientras hervía el agua acomodó sobre un papel la taza y el pan, vertió algo de leche en un jarro de aluminio que colocó brevemente sobre la llama y, sentándose en el pulido escalón de granito, se puso a tomar, sin prisa, el café humeante.

Por primera vez, en mucho tiempo, se sentía en paz. Sus recuerdos no eran ya saeta mordiente, sino un  tibio, reconfortante fluir. La ansiada presencia de Amelia y Raúl se volvía tangible; empezó a conversar bajito con ellos mientras descendía las escaleras trabajosamente para ordenar sus ropas y enseres en el amplio estante. Subió de nuevo; con cuidado arrastró el catre hasta el rincón, evitando ser visto desde fuera, a través de la ancha puerta de bronce y cristal.

Su mente torturada pudo, al fin, borrar sin ruido la ya ajada tristeza; con dedos inseguros acarició las letras grabadas en la lápida de mármol, al tiempo que murmuraba: «He venido a acompañarlos, me hacía falta un hogar».



 

LA CITA

 

Almorzó temprano y se puso en camino. Cantaba bajito, siguiendo el ritmo rock de la radio, tamborileando con los dedos en el volante del coche: tenía cita a las seis en Coronel Oviedo para firmar un contrato importante. Sonrió satisfecho.

Estaba nublado y algo fresco por la lluvia del día anterior; bajó las ventanillas y aspiró con placer el olor a campo húmedo, estremecido de brotos. Había manejado distraído largo rato y ahora notaba con extrañeza la ausencia de lugares habitados a lo largo de la ruta. La flecha gris del asfalto se perdía, aprisionada por la vegetación: no divisó una sola casa, ni gente, ni animales.

Apretó el acelerador. ¿Habría equivocado el rumbo? No podía ser. Recorría con frecuencia la zona, sin contratiempos; miró el velocímetro: marcaba ciento  cincuenta. Empezó a fastidiarse: evidentemente transitaba por un camino desconocido. ¿Dónde estaba? No llegaré a tiempo, pensó, contrariado.

Escrutó el horizonte; su ansiedad se esfumó en un suspiro de alivio al divisar un grupo de casas en la lejanía. A la entrada del poblado trató de encontrar una estación de servicio, sin hallar ninguna; asombrado, disminuyó la marcha: todo lo edificado estaba en ruinas; casas, ranchos, murallas. Buscó a sus habitantes inútilmente; el villorrio era un páramo vacío: la única señal de vida eran algunos pájaros cruzando el cielo, sin detenerse.

La angustia comenzó a estrujarle la garganta; sentía la camisa húmeda, pegada a la piel; agobiado por el silencio, tuvo ganas de gritar: tal vez lo hubiese hecho de no haber visto al viejo.

El corredor de la tapera estaba todavía en pie; el piso de ladrillos, más alto que el nivel del terreno, sobresalía entre las malezas, cubierto de musgo. Sentado en el borde carcomido, el viejo lo miraba con los ojos entornados, perdidos entre una maraña de cejas y barba; las ropas ajadas y sucias le caían, enormes, sobre el cuerpo raquítico.

-Buenas tardes. Parece que erré el camino. ¿Cómo se llama este pueblo? Tengo que llegar a Coronel Oviedo antes de las seis.

-No debe apurarse, joven: es más fácil conocer la hora de partida que la de llegada. Nunca sabemos lo que nos espera -la voz era pausada. Se mantenía inmóvil: sólo las manos nudosas acariciaban, incansables, una vara de guatambú.

Impaciente, lo interpeló:

-Por favor. ¿Cómo se llama este lugar? ¿Por dónde me voy para llegar a Coronel Oviedo?

-Nombre. Este pueblo no tiene nombre. Quizá, no sé cuándo, pudo haberlo tenido, pero yo no lo conozco; lo encontré así, y de eso hace mucho tiempo. Es curioso, todos preguntan lo mismo: quieren ir a alguna parte. ¿Para qué? Si es igual un sitio u otro.

-Tal vez sea así para usted; para mí es muy importante llegar a la ciudad.

-No lo crea. A veces los sentidos nos engañan: uno sueña soñar lo que no es sueño.

-¡Por Dios! ¿No sabe usted el camino? Si es así, volveré atrás. No puedo perder tiempo.

La cara barbuda se contrajo en lo que acaso era una sonrisa.

-Imposible. Este camino es sin retorno.

Un escalofrío lo sacudió: debía escapar de esa pesadilla. Corrió, desesperado, hacia donde dejó el automóvil. Se topó con una vieja chatarra, tirada al costado de la ruta; curiosamente, lo único intacto era la matrícula: pudo reconocerla.

Con ojos desorbitados, vio al viejo aproximarse a paso lento; en el aire quieto, el holgado atuendo flotaba extrañamente; mudo de espanto, sintió que las piernas no le respondían; el horror lo mantenía clavado al sitio -un sitio como cualquier otro, recordó- y, ahora sí, gritó, gritó sin esperanza.

Mientras la voz se perdía rebotando en el camino desierto, la figura esquelética iba cubriéndolo, poco a poco, con su sombra.


 

EL AUTORRETRATO

 

Frené el coche al costado del camino: el viaje me había cansado y necesitaba estirar las piernas. Dos hileras de arbustos recortados formaban murallones a ambos lados de la ruta. Estaba obscureciendo.

Alguien chistó: una mano blanca me hizo señas desde el diminuto portón que quebraba la simetría del seto; en el vano se perfiló la figura de una mujer alta, delgada, con las solapas del amplio impermeable ocultando sus mejillas, y una voz suave que pedía y ordenaba al mismo tiempo:

-La lluvia me hizo perder el rumbo. ¿Me acompaña hasta la casa?

Accedí a su pedido, con gusto. Franqueé el portón y seguí a la esbelta silueta que, sin esperarme, caminaba hacia las luces, opacas por la distancia y la llovizna.

Crujió la arena bajo mis pies; agucé el oído: no pude percibir el ruido de sus pasos; apenas distinguía la mancha fluctuante sobre el lejano resplandor rectangular de una ventana. Ya era noche cerrada; por un instante el relampagueo pareció calmar; el silencio oprimía como una mordaza. Delante de mí, ella caminaba lentamente; sin embargo, no pude alcanzarla.

La puerta del pequeño chalet cedió, obediente a la presión de mi mano: un latigazo helado me fustigó el rostro. Ella se despojó del impermeable; tenía el rostro triste y me miraba.

Con extrañeza, vi fuego crepitando en la chimenea. El humo tornaba palpable la atmósfera; una negrura espesa llenaba los rincones y devoraba las cosas, como en un naufragio. Cuadros, muchos cuadros llenaban las paredes y hasta se amontonaban contra los muebles: paisajes, flores, figuras humanas que se retorcían dentro de sus marcos. A través de la bruma, distinguí su retrato casi terminado, con la pintura todavía húmeda.

Estaba descalza; la camisa suelta flotaba envolviéndola, desafiando la gravedad. Se dejó caer a mi lado, ondulante y frágil. Por sobre el tapizado del sofá, busqué su cuerpo: apenas pude reprimir el grito al contacto de mis dedos con su piel helada.

Ella se levantó lentamente, calentó las manos frente a las llamas, tomó mi rostro entre sus palmas y vi en sus ojos cuajarse una lágrima, que desbordó solitaria.

Sentí mi respiración como un estruendo. El sonido de la lluvia me llegó de nuevo; aspiré con placer el viento húmedo y puse en marcha el motor. Palpé mis ropas: estaban secas.

Obsesionado con el recuerdo de la extraña experiencia, volví días después a desandar el camino para localizar el lugar del misterioso encuentro. Todo fue inútil; no pude hallar el sitio ni la casa, aunque mi impermeable aún conservaba un inexplicable olor a humo.

Los árboles pelados dejaban que el sol calentara las baldosas de las veredas ese frío sábado de tarde. Había resuelto caminar y, sin darme cuenta, estaba en una calle desconocida, donde la gente transitaba a ritmo lento, apreciando lo exhibido en las vidrieras de las galerías de arte.

La puerta de madera trabajada permanecía entreabierta para permitir ubicar el caballete con el cuadro, a la vista de los transeúntes. Distraídamente, ya había sobrepasado el portal cuando algo me hizo volver la cabeza: la desconocida me miraba desde su retrato. Un escalofrío me recorrió el cuerpo y, empujando la puerta, entré en el salón. A lo largo de las paredes, colgados de sus soportes, reconocí a los cuadros. Todo estaba quieto y desierto. Un rumor de pasos, a mis espaldas, llamó mi atención. Quedé estupefacto al distinguir una mujer alta, delgada, con las solapas del amplio gabán ocultando sus mejillas, que me miraba con infinita tristeza; extendió las manos hacia mí, con una sonrisa.

-¿Le interesa algún cuadro en especial? -ofreció la vendedora.

Me distraje un instante, cuando la busqué, había desaparecido.

-¿Dónde está? -pregunté, dándome cuenta de que la muchacha no comprendía, especifiqué-: La dama del retrato.

-Ella vive en Suecia. Envió sus obras para esta exposición pero nunca aparece en público. Es una mujer solitaria y enferma.

Sentí una rara sensación de vacío y me oí decir: -Ella es mi amiga.

El vértigo del insomnio trastornó mi vida: imposible dormir con la mirada de esos ojos clavada siempre en mí; a veces, me descubría tanteando la obscuridad, buscándola en las sombras; sentía la urgencia de sus manos extendidas en un esfuerzo por encontrarse con las mías; la intuía en el sofá, ante mi taza de café, en todas partes. Irritado, no atinaba a recordar el color exacto de sus ojos, o cómo le caía el pelo sobre la frente. La adivinaba en la calle: siempre se rompía el encanto al llegar, exhausto, junto a otra mujer que, con un gesto de disgusto, o simplemente divertida, extrañaba mi curiosidad.

Decidí poseer su retrato. Tembloroso, llegué hasta la galería: estaba cerrada; en la puerta, un cartel anunciaba la nueva exposición para esa misma tarde. En secretaría me informaron de que el autorretrato se había vendido: sentí un rencor sordo contra aquel desconocido comprador. Lacayo de la angustia, incapaz de concentrarme, dejé de ir a la oficina: me pasaba horas tirado en el sofá, recreando su rostro.

El avión vibró con el esfuerzo del despegue. Distinguí deslizarse la pista bordeada de césped y  luego la cinta del río anudando lo verde, allá abajo. Sabía que era un viaje sin retorno; una paz desconocida me inundó al reclinarme contra el respaldo del asiento y desdoblar el papel. Leí, por centésima vez:

NORMA LAUSECK

CALLE MAIGRIM Nº 912

ESTOCOLMO - SUECIA



 

TORRENTE SIN CAUCE

 

Yo la descubrí en el estrecho espacio de la CAJA Nº 1 del Supermercado. Sus uñas rojas, bailando sobre el teclado de la calculadora me dejaron absorto. Un rasgar de papel quebró el encantamiento y, antes de verle la cara, me había enamorado. Así, de repente, con una ternura alegre; descifrándola como a un códice antiguo, no sabiendo aún su significado pero ya invalorable para mí. Esperé pacientemente la hora de la salida, hasta ver la silueta de curvas exactas y provocativas, el rostro de rasgos regulares, la ancha boca sonriendo invitante.

Fue hermoso: descubrí el pulso de su piel bajo mis dedos ávidos, los besos sin final. Me oía cantar a gritos frente al espejo del baño, en cada amanecer irrepetible: el cuerpo lacio, los ojos húmedos de tanto querer.

Coqueta, compartía intimidades con el espejo; los espiaba mordiéndome la envidia, celoso de la forma en  que acariciaba su ropa, del placer que sentía al perfumarse. Hasta me pareció ver una sombra de fastidio cuando supo que estaba embarazada. Nunca la vi más linda; con el niño arrebujado en su vientre, hasta me daba miedo abrazarla.

Aparte del Hospital y el consultorio, tomé dos guardias nocturnas semanales: pagaban bien. Yo mismo firmaba las recetas de pastillas contra el sueño.

Llamamos David a ese tumulto de carne y llanto, pequeñito, autoritario, maravilloso: di gracias a Dios por tanta dicha. No sé si pueden comprenderme; hay muchas formas de querer: la mía es como un don; después de tanto tiempo, sigo temblando cuando se tiende a mi lado: todos mis sentidos, a su contacto, son cauces abiertos a la felicidad. Ella apenas retribuye las caricias: es su forma de ser.

Aquel día volví por la mañana y encontré el dormitorio extrañamente intacto. Me recibió con gesto cansado; tomó el café, distraída, y salió hacia el trabajo sin mirarme, tratando de ocultar el temblor de sus labios. Tumbado en la cama, la angustia en la garganta, sentí estallar mi cuerpo en un sollozo.

Lo sé, no, no estoy inventando, ya borré mis dudas: la he seguido; los he visto, tomados del brazo, entrar en  esa casa. Ayer, ante mi ignorancia fingida, rompió nuestros días sin palabras con un escueto: «Me voy, ya dejé de quererte, hay otro hombre». No tuve voz: un dolor manso y gris me fue empapando las entrañas; quedé como campana sin badajo, incapaz de réquiems o aleluyas.

Yo no puedo resistirlo. No soportaría verla recoger sus cosas, vivir en esta casa sin ella. Deben creerme, llevo años de borrar mis deseos por cumplir los suyos; aun así era feliz. Se fue, de nada sirvió, la he perdido. Tengo miedo al abismo de su ausencia, a la cama sin su cuerpo, a los espejos vacíos. Ven, hijo, duerme aquí, a mi lado. Ella nunca supo cuidarte. No quiero que seas el niño solitario mendigando cariño a un hombre extraño. Duerme tranquilo junto a mí; no temas, ya nada podrá separarnos.

El hombre se alejó de la cama con cautela, para no despertar al muchachito. «Ya vuelvo», le dijo en un susurro. En la pieza contigua, abrió, sin prisa, el cajón del escritorio hasta ver el reflejo acerado del metal.



 

QUERIDO MIGUEL

 

Querido Miguel:

Cuando aquella noche nos conocimos en la fiesta del lago supe que, tarde o temprano, te pertenecería.

Al bailar, evité el contacto de mi pecho con el tuyo: así ocultaba la violencia desatada en mi interior. Me creíste tímida; no sabías de mi esfuerzo en recomponer el rostro, cada vez que nos volvíamos a encontrar, para no dejar traslucir el impacto de tu presencia. Con un estremecimiento, esperaba hasta verte a mi lado, y tu cortés: «¿Qué tal?» desbocaba el ritmo de mi pulso. Me sentí feliz al descubrir la pasión contenida en tus ademanes lentos, en la frialdad de tus ojos verdes. Soñaba con tu cuerpo de reflejos dorados y despertaba bebiendo tu aliento en la pieza oscura y desierta. Te quería con locura. Aún hoy, pese a todo, te sigo queriendo.

Un día mencionaste como al descuido: «Mañana vuelvo al Chaco, no puedo abandonar mis cosas». Miré hacia el lago para esconder las lágrimas; una chispa divertida iluminó tus ojos: «Volveré en quince días. ¿Serías capaz de acompañarme a la selva?». Y sentí en la boca ese beso quemante y posesivo que selló mi destino. ¿Lo recuerdas?

Volviste. A tu lado escalé, uno a uno, los peldaños de la dicha. Eras gentil, fuerte, bello. Y me adorabas.

Comprendí tus silencios cuando me enteré del accidente. El pequeño avión perdido, y con él tus padres. Tiempo después, hallaste sus cuerpos mutilados por las fieras. Allí, en un claro del monte, hay dos cruces que un machete mantiene siempre libre de malezas. «Eres el único amor que me queda», decías, y tu rostro se opacaba en el recuerdo.

¿Acaso olvidaste la capilla de San Bernardino, adornada con flores del campo? Fue mi pedacito de paraíso. Juré hacerte feliz. Apenas terminada la ceremonia cambié mi vestido de novia por botas y jeans para abordar la avioneta reluciente, estacionada en el rústico aeropuerto. Estabas excitado y radiante: en mi asiento, un ramo de rosas rojas; en los mandos, tú. Maravillada y dichosa, nos elevamos en aquel recinto aromado, flotando entre madejones de nubes transparentes, con el sol que estallaba contra los vidrios de la cabina y, allá abajo, un verdor interminable estriado de esteros y riachos. El camino a nuestro hogar fue una experiencia inolvidable.

La pista terminaba en el galpón de los peones; te pregunté, sorprendida: «¿Dónde está la casa?». Me tomaste de la mano y cruzamos un bosquecillo para llegar al primer círculo. Tú reíste ante mi extrañeza. ¿Para qué esa doble valla alrededor de la construcción, como dos fuertes anillos de diferente diámetro, y la casa en el centro del más pequeño? Me contestaste: «Es por los perros». No los vimos; estarían encerrados. La vivienda, herencia de tus padres, era hermosa aunque no muy amplia.

¡Qué felices fuimos! Al levantarme te encontraba en el comedor; habías dejado sobre la mesa el canasto con carne, frutas, o simplemente flores, recogidas en tu salida matinal; al mirarte, me sentía enredada en tus pestañas como en una red que me cortaba la respiración. Hacíamos largos paseos, a caballo o a pie, hasta el final de los senderos bloqueados de selva. Me enseñaste el canto de los pájaros; a distinguir los animales por el ruido de su furtivo andar en la espesura; los ojos agrandados, presencié en el corral el brotar de una vida, y mis entrañas respondieron al llamado con una contractura dolorosa y dulce.

Mi único temor fueron los perros; seis enormes dóberman y un solo amo: tú. Te veía entrar en la «franja de los perros», hablándoles pausadamente, con cariño; sin arrebatarte la carne, en sumisa espera, giraban a tu alrededor babeando de impaciencia. Los peones nunca franqueaban el montecito si no los llamabas a trabajar en el jardín; o a la hija de la machú, para el arreglo semanal de la casa. Ellos también se parecían a los perros: el miedo servil en los ojos y el recelo de acercarse demasiado.

Me lo habías advertido: «No salgas ni dejes pasar a nadie por el patio de los perros. Pueden ser despedazados».

Al caer la tarde veía sus manchas oscuras; la hilera aguda y blanca en sus bocas abiertas; las ascuas brillantes de su mirada de demonios, lanzados a una ronda inacabable. En tu ausencia, trancaba puertas y ventanas: sólo quedaba prendida la vela ante la Virgen.

Aprendí de tus labios que los indios eran los únicos capaces de atravesar la espesura. ¿Te acuerdas? Un día pregunté cuándo volvería el avión. De espaldas,  con voz neutra, contestaste: «Está descompuesto; esperaremos a que se arregle». Y luego, girando en el asiento, frente a frente: «¿Acaso quieres volver? ¿No te basto?». Tus brazos se extendieron hasta alcanzar mis hombros para hundirme en tu pecho con olor a cuero y maleza. Me entregué, como siempre, vencida y dichosa.

Una vez te pedí: «Miguel, no lo evites más; quiero un hijo». Vibraron las comisuras de tus labios; por las rajas de los párpados contraídos saltaban destellos de pedernal: «Te quiero demasiado; compartamos este amor sin nada que nos separe; no hablemos más de esto». Inseguro, tomaste el sombrero al salir, sin volverte. No lo olvidaste, ¿verdad? Temblorosa, incrédula, puse las manos sobre el vientre, hasta que el dolor de las uñas clavadas en la carne me volvió a la realidad.

Desde aquel día los perros no regresaron a sus jaulas: los sentía jadear del otro lado de la valla de estacas, devorando, feroces, las ratas y lagartos que osaban invadir su feudo. Siempre que salíamos de la casa o alguien traspasaba los cercos, estabas allí.

A veces, me parecía oír un ruido lejano de motores y me acercaba a la ventana, buscando la silueta plateada con todos mis sentidos alerta y una ilusión que se iba desgajando al pasar los minutos. Más tarde me enteré que habías hecho construir otra pista en un puesto lejano. ¿Por qué, Miguel? Te dije mi extrañeza por haber escrito tantas cartas sin recibir respuesta. Insinuaste, despectivo: «No tendrán interés en contestarte». «Eso no es cierto», estallé.

Prendiste un cigarrillo, mientras revisabas concienzudamente las planillas. Al mirar tu hermoso perfil, descubrí un rictus cruel en la boca; todavía lo estaba observando cuando te levantaste; sentí tus manos buscar mi cintura, el calor de tu aliento quemarme el cuello; el trazo húmedo de tu lengua resbalando, hasta hundirse en mi boca. «Te quiero, te quiero mucho», dijiste. Sabía que era cierto.

Entraba por la ventana el pálido rosa del amanecer, acuchillado de sol; ya estabas listo para salir: me diste un beso, creyéndome dormida; luego, el ruido de las espuelas alejándose. No tenías ganas de levantarme; no tenía ganas de nada.

Más tarde, con la taza de café en la mano, abrí la puerta: las plantas descuidadas; los perros anhelantes hurgando en las junturas de la empalizada; el campo y el arroyo, tan cercanos; sin embargo bien podría yo morir de sed. ¿Sabes? No me asusta la palabra: desde  que tú me hiciste estéril ya me siento casi muerta. Con un hijo a mi lado todo hubiera sido diferente; tú, que dices adorarme, me lo negaste. Hoy, cuando vuelvas y me encuentres destrozada, odiarás a lo único que también querías: tus perros.

Hasta siempre,

Julia



 

SOLEDAD

 

Casa nueva, barrio residencial, dos niños, dos coches, dos empleadas, dos perros, un marido y yo.

Me levanto temprano para hacer la caminata mañanera y, de paso, conocer el vecindario. Buen entorno. Casas importantes; la única chiquita es la de mi vecina: dos piezas de material en un lote mínimo y un jardín devolviendo en flores los cuidados de su dueña.

Sé que se llama María y que vive sola. En una charla por sobre la muralla me contó vagamente de dos hijos en el extranjero y una magra jubilación de enfermera. Menuda, pelo blanco cuidadosamente recogido sobre la nuca, dulces ojos obscuros, manos y pies torturados por el duro trabajo.

Todas las mañanas hago un alto para conversar con la anciana. A través de la alegre y transparente  cortina que brota de la manguera, nos saludamos bajo la mirada torva de Chino. Pelo acaramelado, lustroso, y aires de gran señor; acurrucado sobre la tapia fiscaliza nuestra conversación mientras la mano huesuda de su dueña saca sonidos del arqueado lomo, como de un instrumento. En su soledad irreversible, el gato le da la cuota de amor necesaria para poder seguir viviendo. Ella, que cuidó tantos pacientes necesitados de amor, hoy vuelca su ternura en el único ser que le corresponde.

*  *  *

Si supiera esa señora joven y elástica que la saluda por las mañanas con qué dolor sus pobres manos, como arañas pisoteadas, hacen el trabajo diario; los dedos disparados en direcciones absurdas, tratando de sujetar las cosas. Si supiera ella, que lo tiene todo, las veces que la pobre vieja no ha comido por comprar leche o carne para Chino.

Toda una vida de trabajo apenas le alcanzó para esa casita de un dormitorio, su ropero antiguo, la mesa y dos sillas, la cama cubierta con una colcha de crochet, y al lado, el canasto acolchado con un trozo de frazada descolorida, recortado en forma oval. Su único lujo: el baño diminuto con inodoro y ducha. Sobre una mesa en el corredor trasero, la cocinita a gas.

Con voz cansada llama a su gato mientras se inclina trabajosamente para volcar la leche en el tazón. Chino se relame, y levantando la cola ronronea contento. Los ojos de Ña María se dulcifican y su mano torpe vuelve a buscar el lomo de su mascota, acariciar las suaves orejas, frotar la piel canela, y decir palabras de cariño demoradas por falta de destinatario.

*  *  *

Todo pasó muy rápido. Los chicos gritaron, frené el coche y descubrí el animal. Luego del golpe, quedó tendido, un hilo de sangre manando del rosado hocico. La vi agachada sobre el gato, tomándolo con infinita ternura, los ojos arrasados de lágrimas, súbitamente fríos al fijarse en mí, agrandados de golpe, como los del felino. Me acerqué: -No fue intencional, el gato se metió bajo el coche.

Me miró con un silencio indiferente; luego, lo enterró en el jardín, y todos los días ponía flores junto al pequeño montón de tierra. No me volvió a hablar por sobre la muralla. Se la veía hosca y triste. Un poco más agachada, un poco más delgada, mucho más sola.

Quedé sorprendida cuando, días más tarde, me invitó con una limonada al volver de mi recorrida a pie.

  Reanudamos nuestras conversaciones -minucias de una vida- mientras sus manos callosas hurgaban en el borde del muro, con el viejo ademán repetido en el vacío; los ojos opacos por una pena de la que me sabía culpable. La limonada se hizo costumbre, insistía en esa ofrenda de amistad que no podía rechazar. Me hice el propósito de obsequiarle otro gatito.

Hoy, durante la caminata, sentí un inexplicable malestar y volví más cansada que otras veces. Mi vecina esperaba en su portoncito con un vaso en la mano. Acepté gustosa el refresco que me tendió la anciana con inocultable placer.

*  *  *

Ña María entró en la casa llena de flores y gente, se acercó al esposo, de ojos enrojecidos por el llanto y, pasándole la mano, con una sonrisa indefinible, le dijo:

-Mi más sentido pésame.



 

BICICLETA

 

Se conocieron en el puesto de Don Ramón. Los ojos aguados buscaron el ademán amistoso, entre el alboroto de los canillitas. Se pisaba los pies sucios y el miedo le resbalaba por la cara. Al sentir sobre el hombro esquelético la mano comprensiva de Crispín, la angustia comenzó a desenroscársele del cuerpo.

-¿De dónde venís?

-Chacarita.

-¿Buscás para tu trabajo con Don Ramón?

-Eeh... Y sí.

Ya no tenían cocido ni galleta. Mamá Tota estaba enferma. Esa mañana, las arrugas de su rostro semejaban arroyitos; apenas podía hablar. Lo había  abrazado muy fuerte y él, en vez de ponerse triste, sintió felicidad.

-Mamá Tota, voy a vender diarios. No llores más.

No sabe de dónde es. Dice que lo encontraron en la puerta del rancho. Esa Doña Tota ha de quererle mucho; es tan pobre, y lo mismo le recogió en su casa. Yo, por lo menos, tengo familia.

Crispín levantó la cabeza:

-Don Ramón, aquí viene un mi amigo: dale un trabajo.

Salieron juntos. Crispín lo observaba. En cuanto vendió algunos ejemplares, compró pan: comió minuciosamente, para alargar el placer.

Tentados por su aspecto desvalido, dos muchachones lo flanquearon:

-Dame un cien o te rompo tus diarios.

El pelo renegrido era como una mancha al carbón sobre la palidez del muchacho alto y desgarbado. Se acercó, tranquilo.

-Váyanse. Guardá tu plata, Taní. Desgraciados, anímense conmigo, carajo.

Los transeúntes se quedaron a esperar el desenlace: luego de unos pocos golpes, los matoncitos huyeron. A Crispín le quedó un ojo enrojecido; Taní lloraba, con el puño contraído sobre los billetes arrugados: los dos estaban temblando. Las manos del muchachito se aferraron a la cintura de su salvador con una ternura convulsa, agradecida; la piel cansada del precoz veterano de la calle se templó con la tibieza del abrazo; al apretar la cabecita enrulada contra su cuerpo, un burbujeo gratificante trepó por sus venas.

Desde entonces, el pequeño lo siguió a todas partes, deslumbrado con su amistad.

A su lado, Taní aprendió el oficio. Primero compró un champión; más tarde pudo juntar para un deportivo. Se le cubrieron los huesos y le cambió la mirada. Al comienzo, sus ganancias fueron para remedios: orgulloso, contemplaba a Mamá Tota trajinar por la casa.

Los muchachos se hicieron inseparables. Casi todos los días, parados ante el escaparate de la ferretería, perdían algunos minutos admirando las  máquinas multicolores, comentando sus cualidades y marcas. Hacía rato, Crispín ahorraba para comprarse una bicicleta. Su sueño era la de dieciocho cambios; ésa costaba más, pero ya tenía suficiente en la latita de su ropero. Lo había completado esa semana.

Despertó, anhelante; las manos prendidas al manubrio y una sonrisa despiadada, al pasar, raudo, ante sus atónitos compañeros. Lo decidió al levantarse: hoy la compro.

Salió silbando bajito, con una comezón de contento en todo el cuerpo. En el puesto, retiró los diarios y, caminando con Taní por las calles indiferentes del amanecer, llegaron a la esquina de todos los días. De a poco, el ruido se fue poniendo agresivo: jadeaba en los semáforos, al acecho de la señal de largada. Los canillitas serpeaban entre autos y motos, con los diarios como banderas. Rojo. Verde. ¡Ya! La masa metálica dio un salto hacia adelante: el alarido hendió el tráfago, frenando los motores.

¡Taní! Corrió entre los coches silenciosos con una plegaria en sus manos extendidas; se acercó al compañero: gemía, tirado en el asfalto, entre papeles y letras. Suavemente, levantó el cuerpo ensangrentado.

Estuvo internado más de una semana en Primeros Auxilios. Tenía fractura de la pierna y desgarrados los tendones. Para garantizar su recuperación, le prohibieron caminar por seis meses: debía quedarse en cama, o en una silla de ruedas.

-Te pasó por cabezudo. Sos descuidado de más. No voy, luego, a seguir con vos si no me hacés caso: te van a atropellar otra vez. Lástima que no paró ese patotero de mierda; con el Mercedes que tenía, por lo menos le hubiéramos sacado plata. Los policías se hacen los zonzos: dicen que no saben quién es. Pobre Taní, ahora, ¿cómo vas a trabajar, decime un poco?

Empujó la silla de ruedas hasta el farol de la esquina. El foco de la calle, avasallado por la creciente claridad, era apenas un ojo blanquecino en la punta del brazo rígido. Acomodó la pila de periódicos al lado de su amigo y, dándole un cariñoso moquete en el hombro, se despidió:

-Te busco a las doce, Taní.

-Listo, socio -había alegría en su voz.

Al alejarse, Crispín se volvió para mirar al chico que, cuidadosamente, acomodaba su pierna en la silla. Los rayos de acero destellaban a la luz incipiente.

-Al final -pensó-, son casi como las ruedas de una bicicleta.

Y se alejó, trotando.

 

 

EL MENDIGO

 

Hacía ya rato que estaban encendidas las luces de la plaza; por puro hábito, trató de distinguir las manecillas del reloj de la Catedral; la gente empezaba a desparramarse en el atrio después de la misa de siete: sabía la hora exacta.

Su «Gracias, che patrón» o «Dios se lo pague, señora» era el saludo habitual para sus clientes; algunos otros también ponían algo en la antigua lata de dulce de guayaba sostenida por la mano tembleque. Prefería la lata a la bolsa: en ella sonaban las monedas con grito delator ante lo exiguo de la dádiva, forzando, por vergüenza, al silencio del billete.

Cuando la explanada quedó desierta, se puso de pie. Calzaba zapatillas con suela de yute, sucias pero enteras; pantalón de mezclilla heredado de alguien acostumbrado a mejor mesa; camisa y suéter gastados.

  La raída frazada sobre los hombros le daba un aspecto más acorde con su oficio. Bajo el ala de fieltro, endurecido por el sudor, asomaba la nariz aguileña y el destello alerta de sus ojos invisibles; a su paso por la calle en penumbra, el ondulante vaivén de la manta completaba en la pared una sombra inquieta, con algo de mosquetero altivo y decadente.

Carrito y farol en una esquina del centro. Se acercó.

-¿Qué tal, don Anselmo?

-Hola Pedro; dame un pancho y una cerveza.

-Está fresquito hoy; como siempre, poca mostaza ¿no?

Sin hablar, el anciano masticaba trabajosamente, sorbiendo a tragos lentos la bebida helada, perdido, sin angustias, en su pasado: total, era sólo un repaso antes del examen final.

Diez años, por lo menos, desde que murió la vieja. Cuando en el Hospital le sacaron lo amarillo luego de operarlo de vesícula, no le quedó más que la valija de cartón con algunas cartas ajadas, con franqueo de Buenos Aires, recuerdo de sus hijos. Enfermo y viejo,  no conseguía conchabo: al principio, pidió para comer; más tarde, se hizo profesional.

Su casa distaba cuatro cuadras de la iglesia; era un baldío grande, amurallado, lleno de escombros, de una antigua vivienda de lujo, lo que daba a las ruinas un aspecto menos ruin: allí encontró un hueco techado donde aposentarse. Cubría con una gruesa capa de diarios el piso de tierra de su escondrijo; además, con un cierre de alambre en el destartalado portón, evitaba fisgones: la lucha era siempre contra los perros y las ratas.

Al llegar, prendió la vela del farol, puso la lata con el dinero en la valija, al lado del sachet de leche y la media trincha de pan; al tanteo en la oscuridad, siguió el sendero hasta la muralla, suspirando, aliviado, cuando el chorro caliente salpicó sus pies antes de ser tragado por la arena. Satisfecho, volvió a su refugio con la piel erizada por el fresco de la noche; buscó, a tientas, la almohada y, arrebujándose bajo la manta y la colcha agujereada, se dispuso a dormir.

Una palabrota le subió a los labios:

-¡Carajo! Otra vez este perro de mierda -y le disparó una patada al bulto caliente enroscado en su cama: como única reacción, apenas un gemido.

-Bicho estúpido, salí, te digo.

Irritado, prendió la linterna para echar al intruso; el haz de luz dio de lleno en la carita azorada de grandes ojos implorantes; tenía las mejillas sucias, surcadas de lágrimas: -Igual a los querubines de la Iglesia -pensó-, pero más flaco.

-Bajá el brazo, no te voy a pegar. ¿Qué hacés aquí? ¿Dónde están tus padres?

El chico se puso de pie y se le vieron las cicatrices. La vocecita era casi inaudible: no quería volver con ellos. El pantalón le escurría sin una curva que lo frenara bajo la múltiple ceja de las costillas; las costras se contorsionaban con el agitado ritmo de la respiración. Seguía de pie, inmóvil, tiritando su frío y su desamparo: atónitas, dos soledades se miraron hasta que nació, lentamente, la sonrisa.



 

SIN REMORDIMIENTO

 

Arrimó trabajosamente la escalera; sus dedos iban dejando manchas delatoras, cosa que, aparentemente, lo tenía sin cuidado.

Hizo funcionar el artefacto y vio cómo el agua se arremolinaba hasta formar un hueco amenazador en el centro; el bramido del motor lo alarmó: no quería alertar a nadie de la casa. Bajó con cautela, cerró la puerta y, de nuevo, subió la empinada escalera, esta vez trayendo en sus manos unos trozos grandes, rojos y chorreantes: los dejó caer en el recipiente y se quedó mirando hasta verlos desaparecer.

En un esfuerzo supremo, alzó el contenedor y, con sumo cuidado, descendió los escalones. Ya en el suelo, ufano, el niñito se sirvió el vaso de jugo de sandía.



 

DESESPERACIÓN

 

Se sintió caer al vacío. «Es la última vez», pensó.

El pánico lo ahogaba; apenas tuvo tiempo de arrepentirse de lo que había hecho y, fugazmente, hilvanar una oración, cuando su cuerpo se estrelló.

Lenguas suaves lo envolvían mientras trataba, desesperadamente, de volver a respirar, a pesar de saber que eso era imposible en aquel mundo. Manoteó angustiado, apartando esa cosa blanda y escurridiza que lo aprisionaba; sintió que la negrura se apoderaba de su cerebro. ¡No quiero morir! Hizo un último esfuerzo: lo deslumbró el relámpago de luz y la bocanada de aire fresco, atragantándolo.

Miró hacia arriba, con odio: el trampolín todavía se balanceaba.



 

HERENCIA

 

El pájaro gigante había replegado sus alas de sombra; con el sol ya alto, Krymbégi despertó. El cuerpo moreno se contrajo en un espasmo de dolor: aún tenía los cuajarones, marcando en su pecho y sus brazos las punzadas del asta de ciervo infligidas por el Shamán en la ceremonia de iniciación. La sangre y el urukú lo convertían en una brasa ardiente, con vapores de Dioses y de Chicha.

Se movió vacilante, irguiéndose de golpe al recordar la noche pasada: todavía conservaba ceñido el cinturón de karaguatá, atadas en las rodillas las sonajas de uñas de ñandú, y en los tobillos el adorno de plumas rojas. Deslizó el cuchillo en su cintura, tomando el arco en la diestra al tiempo que colgaba del hombro la redecilla con las flechas; alto, ceñudo, siguió el sendero bordeando los terrenos de siembra, donde trabajaban las mujeres, y desapareció en la hondonada del arroyo. Al llegar, dejó caer sus arreos en la orilla  para sumergirse en el agua que, al comienzo, corrió opacada de sangre y tinte. Con los ojos cerrados, permaneció quieto hasta sentirse reanimado y limpio.

Ya era hombre verdadero. Orgulloso, se internó en el bosque. Instintivamente buscó en la espesura hasta hallar el altivo cedro, bajo cuyas ramas sus padres invocaron al Gran Abuelo Primigenio el día en que eligieron su nombre. Le pareció sentir en su piel la humedad del rocío con que el árbol sagrado demostraba su complacencia.

El sol del mediodía llegaba hasta sus pies, perforando el follaje con inquietos redondeles luminosos dejados caer de lo alto por una fuerza invisible. Lo distrajeron un vuelo pesado y el graznido del pato bragado alborotando a Mainó, el colibrí, y a un taciturno Urukure'á, liberado de su encierro de barro, que apenas se dignó girar la cabeza. Descubrió en el grueso tronco una ondulante hilera de verdes pendones, arrastrados por esclavas infatigables hasta los oscuros escondrijos de las hormigas, y sintió el crujido de la tierra bajo las poderosas patas de un tatú naranja, en búsqueda de raíces tiernas.

En el pequeño claro tapizado de kapií-pé, una familia de conejos engullía hojitas con el nervioso  palpitar de sus belfos y las largas orejas alertas. Divertido, los miraba alimentarse, cuando, súbitamente, huyeron. No tardó en saber la causa: la temida ñakaniná montés pasó a su lado, como una ondulante raíz dorada.

La brisa traía el escándalo de los ñanday en el naranjal cercano, mezclado con el dulce olor a la fruta despanzurrada por decenas de picos corvos.

Con cautela, Krymbégi esquivó el quebracho colorado donde los Kjagaik procreaban, blandos y sinuosos, para escapar a su maligna influencia, y aspiró el olor a monte, preñado de vida, aun en la calma de ese comienzo que también era un final. El temblor de las hojas acunadas por el viento traía un sordo grito, cargado de voces antiguas, de lejanos reclamos elevándose de la tierra, donde los huesos de sus bisabuelos se mezclaban con las raíces de los árboles.

Nuestro Padre Primero Último Primero creó los montes para dar al hombre techo, alimento y abrigo. Y los bosques fueron, desde el comienzo, el hogar de los padres de sus padres, de las bestias y de los pájaros. Supo que el monte le pertenecía; que debía luchar con los suyos por conservarlo; así, el dueño de la palabra seguirá habitándolo y, cuando llegue el momento,  Krymbégi se acercará al viejo tronco, con su hijo, y el Shamán le dará su nombre bajo la fronda húmeda de rocío sagrado.



 

SIESTA

 

Gumersindo retiró del galpón la única montura inglesa entre tantos aperos. Pulió hebillas y estribos, engrasó las riendas y lavó el cojinillo. Luego fue a buscar a Pingo para bañarlo en el tajamar y arreglarle las crines. La niña Marta venía con sus padres y, sin pérdida de tiempo, estaba seguro de que le iba a pedir su caballo.

De chicos, habían jugado con la camaradería que surge al cazar pajaritos en el monte o chapotear juntos en el arroyo, mientras las mujeres lavaban la ropa; por eso conocía sus gustos y trataba de complacerla.

La mancha borrosa de la estancia fue adquiriendo contorno ante los ojos ansiosos de Marta. Saltó a tierra apenas la camioneta frenó bajo el parral tupido y acogedor. Al entrar en su dormitorio le penetró en las narices el olor a penumbra fresca y descubrió el amplio  mosquitero semirrecogido, suavemente mecido por la brisa que se colaba en las puertas entornadas, dando a la habitación un aire misterioso, etéreo.

Pronto la muchacha reclamó su caballo: Gumersindo se lo trajo recién cepillado, con los herrajes brillando al sol.

Siempre le gustó cabalgar sola. En el tordillo se alejaba sin rumbo, a veces hasta el pie de los cerros, o visitaba a los puesteros que la convidaban con queso fresco y mazamorra, alborotados con la llegada de la hija del patrón. Hacía varios años que Pingo era su montado. Ella respetaba la nobleza del animal, siempre con la cabeza erguida y las orejas enhiestas, pisando seguro en cualquier terreno. En compensación, el caballo aceptaba la firmeza de las bridas que, sin lastimar su boca, lo obligaban a obedecer.

Para ella el paseo era casi un rito. Se internaba en el monte como un animal salvaje, con todos los sentidos abiertos a los compases insólitos que formaban la gran sinfonía del bosque. Casi nunca galopaba; yendo al paso, evitaba asustar a sus amigos, y así se deleitaba mirando algún conejo comer hojas de trébol, o topándose con un venado indeciso y tímido que rompía el hechizo con su brusca huida.

Llegó, como tantas veces, al arroyo: agua mansa deslizándose entre piedras y, allá arriba, la fronda horadada por el ojo del sol, que convertía las gotas en fugaces diamantes de la siesta.

Sintió a Pingo piafar inquieto y estremecerse bajo sus rodillas; al apearse lo tranquilizó palmeándole el pescuezo.

Apoyada en una piedra, llenó el hueco de la mano con agua fresca; al llevársela a la boca lo descubrió: la piel de cobre rajada por unos dientes blancos y el azul clarísimo de los ojos. Vestía desteñidos pantaloncitos caqui; el pelo lacio y muy rubio le llegaba a los hombros. En sus manos, un tosco bastoncillo de guayabo se movía suavemente.

El agua se le escurrió entre los dedos de la sorpresa; lo miró con los ojos muy abiertos, sin saber qué decir. Él tampoco habló, frente a frente, arroyo de por medio, la impasibilidad del muchacho acabó por irritar a Marta.

Volvió Pingo a piafar, excitado. Ella también estaba confundida, sin saber la causa de su azoramiento. Acostumbrada a dominar, la fastidiaba sentirse cohibida; se irguió:

-¡Hola! -le dijo, con su mejor sonrisa.

El muchacho no se movió por un instante interminable; después, contestó al saludo:

-Hola.

Vadeó el arroyo de un salto y se puso a su lado. El caballo dio un respingo y ella sintió la garganta seca. Los ojos transparentes la recorrieron sin prisa, perforando su cuerpo como dardos de cristal. La boca grande, de labios gruesos, sonrió apenas.

Marta no podía reaccionar; estaba fascinada. Le llegó su aliento cálido al inclinarse hacia ella. Las sienes le martilleaban con estrépito; sentía el cosquilleo de los vellos al erizarse, junto a una lasitud inexplicable. El contacto de su mano tomándola del brazo, y un: «Volveré mañana», la ayudaron a sobreponerse.

Se había ido tan silenciosamente como vino, dejándole una sensación de irrealidad y frustración. Lo oyó silbar largamente como un pájaro feliz, mientras se alejaba.

Quedó impresionada por ese desconocido quieto y dulce, de quien lo ignoraba todo y que pudo haberla poseído, de intentarlo. Una ira sorda la hizo patear con fuerza las piedras del sendero, mientras se encaminaba hacia el caballo. Encontró al animal tembloroso y con el cuello húmedo de sudor; extrañada, le acarició suavemente para calmarlo.

Volvió. Aún enrojecía al recordar aquel encuentro; se propuso borrar tan pobre impresión. Dejó a Pingo y, caminando con cautela, se acercó al claro. Antes de llegar, con un estremecimiento involuntario, intuyó su presencia. Era hermoso y la esperaba. De nuevo vadeó el arroyo de un salto, elástico y silencioso como un gato montés. Los ojos cristalinos se sumergieron en los suyos: esa mirada, con destellos de plata, era como un licor embriagante, irresistible; cuando la estrechó contra su pecho, con ademán tierno y posesivo, ya estaba vencida.

El misterio de ese hombre sensual y extraño, el lecho de hojas verdes prestando frescura al fuego de esas manos que la reconocían hasta lo más hondo; todo hacía de aquella relación algo increíble. Salían del sombreado refugio para buscar frutas y miel, que compartían en silencio, como chicos traviesos. A veces, lo contemplaba moverse, desnudo bajo el sol, semejante a un Dios armonioso y potente.

Un día le dijo del niño que esperaba, al perderse él en la espesura, su silbido habitual era un tono más alto.

No retornó. Al indagar, sus preguntas quedaban sin respuesta. Nadie lo había visto ni sabía de su existencia. Buscaron en el monte y sus alrededores, sin hallar rastros: era como si nunca hubiera sido.

Lo odió por su abandono. Le crecía el vientre ante el rencor de sus padres y la sorna de los demás. Se dedicó a su crío: un bello niño de piel dorada y lacia cabellera rubia; con él vagaba por el campo, intentando ser feliz. Decidió vivir en la estancia.

Le fue imposible olvidarlo. Soñaba con aquellos ojos acerados, con los labios golosos recorriéndole el cuerpo, con la caricia de su pelo sobre sus senos desnudos, con el crujir de los panales en la boca, y lloraba en silencio. Ya no lo odiaba; se odiaba por amarlo.

Un vaho caliente como un viento encantado hacía danzar el paisaje. Las hojas desprendidas de las ramas se enroscaban en el suelo para quedar, al rato, secas y crispadas bajo el sol. El silencio era total; hasta las bestias se hundían en la sombra, quietas y adormiladas.

El patroncito jugaba en la galería; sus ojos claros desafiaban al resplandor. Marta, en la penumbra de la pieza, descansaba. De pronto, dio un grito ahogado: filtrándose por la ventana entornada un silbido largo y penetrante inundó la habitación, haciéndola estallar de alegría. De un salto dejó la cama y, descalza, salió al corredor. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, los vio: tomados de la mano, las cabezas rubias muy juntas, como una llamarada más en el incendio de la siesta, se alejaban silbando suavemente, hasta desaparecer.

*  *  *

El reclamo rebotaba y se perdía en el campo. La mujer, hacía años, buscaba a su hijo; tenía los pies heridos y los brazos rasgados por las espinas. Gumersindo seguía sus pasos, curaba las llagas y maldecía, impotente, al Jasy Jateré.



 

LOOR A UN AJUSTICIADO

 

El arroyo corría limpio y crecido, barbado de pastos, única alegría en el paisaje, rojo de tierra y cielo, en ese ocaso de ascua monstruosa. A ratos, los gritos de la prisionera hendían el silencio del aire quieto, donde ya nada alentaba: se habían comido hasta las lagartijas.

Le vi venir, las manos atadas a la espalda; el rostro viril, pálido y contraído, mostraba dos gruesas venas azules aleteándole en las sienes. Reconocí al alférez pero no le saludé: el recuerdo de San Fernando me empapó el cuerpo de un sudor viscoso y hediondo.

Generoso, había resbalado la mirada sobre mí, desapareciendo en la pieza-tribunal. A pesar de saber que él tenía razón, le había negado el saludo. Cientos de cadáveres eran la cuota diaria para mantener con vida al Mariscal, nuevo Cronos devorando a los suyos.

«Ya vendrán otros con más suerte que yo, y lo matarán; yo no la tuve, eso es todo», le dijo. No fue todo; al tirano le disgustó tanto coraje; lo hizo apalear, una y otra vez: era una pulpa sanguinolenta, arrastrándose, cuando murió solito en Capiivary.

El día en que Aquino confesó, el aire se hizo más espeso; la gente andaba boqueando, sin decir palabra. Temíamos mirarnos. Lo mejor era ignorar; ni los hijos defendían a sus padres: lloraban con los ojos abiertos, escondiendo las lágrimas para no ser juzgados como cómplices.

Y ahora lo traían también a él: no era mi padre, pero como si lo fuese. Si López mismo, hacía poquito nomás, lo había ascendido a coronel, dijeron que por fiel y corajudo, y seguramente fue cierto.

Al recibirlo con el mate, después de la batalla, chupaba la bombilla con labios temblorosos de cansancio: la sangre suya y la de otros formaba, con la ropa, una costra pegajosa de olor dulzón y nauseabundo, que a mí me daba arcadas, y él ya ni sentía. «A una madre no se la abandona cuando está en agonía», decía, «aunque te haga sufrir, merece el sacrificio», y miraba hacia otro lado, no pensara yo que era flojo. Eso, ni por si acaso. Era valiente y bueno; el calor de su mano revolviéndome el pelo me hacía sentir como un  cachorro, con ganas de abrazarlo. Por eso no pude comer aquel día; mi estómago era un agujero palpitando en medio del cuerpo.

Y allí, delante de todos, con una calma inquietante, le dijo: que sabía de su inocencia pero lo mismo lo mandaría fusilar pues, como encargado de la custodia de él, del Mariscal-Presidente, era obligación suya saber de las conspiraciones.

De pie, en el patio de tierra, el sol hacía relucir las flamantes presillas de coronel en tanto gruesas gotas de sudor, oscuras de polvo, se prendían a su frente como efímeros cascarudos tornasolados. Las ligaduras de las muñecas lo obligaban a echar el cuerpo hacia atrás en un impensado gesto de arrogancia que revelaba la nobleza de su porte. Su voz sonaba opaca, vehemente: «Le aseguro, yo estuve ajeno a esta conspiración. Soy joven y tengo aún energía para salvar a mi patria y a usted. Deme, Excelencia, esa oportunidad, pues bien sabe usted de mi devoción hacia su persona». La fría mirada de otros ojos azules le entregó el cruel mensaje: todo estaba perdido.

Un suave viento indiferente se llevó el llanto de la Lynch y su pedido de clemencia. Iba a ser ajusticiado como escarmiento y por algo que ignoraba: resultaron inútiles su lealtad y su arrojo. La barbilla temblaba  bajo el surco recto de los labios apretados; el pelo rubio le chicoteó en una convulsión involuntaria al sentir que le desenvainaban el largo sable de caballería, por orden del Mariscal. Sin su alazán, sin su arma, me pareció desnudo. Y, otra vez, el helado zarpazo del terror anuló nuestras gargantas.

Muchos cayeron ese día. A él, por lo menos, lo fusilaron de frente. El lago de sangre se extendió, impasible, un poco más; mientras, el miedo y el asco nos hicieron acostar temprano, avergonzados de nosotros mismos.

Aquella noche, bajo las mantas y las carretas, hubo llanto por esa muerte despiadada y sin sentido: supe, desde el fondo de mi pena, que el nombre del Coronel Mongelós sería rescatado del deshonor para recibir el merecido homenaje de su pueblo.



 

PESADILLA

 

El norte sopla caliente y agresivo, haciendo volar las hojas y revolviendo la tierra bermeja hasta que todo se vuelve color de sangre.

Las gallinas, con las plumas desbaratadas por el viento de cola, muestran sus intimidades, y las viejas, santiguándose, se deslizan hasta la iglesia entre rumores de jaculatorias y avemarías.

El vaho caliente quiebra la apostura de los guardias del cuartel, figuras de desván en la calle vacía y triste, donde el miedo repta castañeteando dientes y retorciendo tripas.

Tal vez no sea cierto que en días como éstos el mismo demonio siembra alacranes a la vera de los arroyos, las víboras enroscadas en las patas de las vacas se beben la leche de las ubres y los niños  destripan gorriones para hacer carnada con que pescar las arañas que salen prendidas a los piolines desde los profundos agujeros de la tierra.

Pero a quien más se teme es al otro demonio, el que está en la casona rumiando sus excesos, planeando sus maldades. El que hizo ejecutar bajo el naranjo, cerca del río, al desventurado aquel, por no cerrar la puerta cuando él pasó frente a su casa un día cualquiera, o condenó a muerte a su pequeño lacayo porque no supo cebarle el mate una mañana. Husmeando el poder para hacerlo todo suyo, halcón cruel e insaciable, su diestra es un estilete que rasga dignidades, prohíbe matrimonios, firma sentencias de muerte. Un aquelarre fantasmagórico en torbellino bajo la ancha frente de ceño siempre adusto, dispuesto a volcar su ira en quien no lo reconozca como EL SUPREMO.

Sin amigos en la tierra, hurga en las estrellas buscando llenar el vacío de su propia vida ahogada por el llanto que sube de las mazmorras, el odio tras la sonrisa servil, y él también siente miedo, un miedo líquido que va empapando con aterradora prolijidad todos los recovecos de su ser.

Sintió ladrar a los perros; gruñidos, pasos, golpes en la puerta. Abrió malhumorado. Al principio sólo fue obscuridad, luego los blancos colmillos en la boca chorreante, y el niño bajo el dintel.

Dicen que el malo va de juerga los viernes sin luna.

Tal vez no fue un mastín sino el maldito suelto haciendo de las suyas. Ahuecaba techos para violar doncellas que luego parían hijos con el número detrás de la oreja, o achicharraba huertos, hasta que los desgraciados tenían hambre y renegaban de Dios; o asustaba a los chicos rasgándoles la ropa y arañando sus carnes.

La trenza le colgaba como una culebra cuando se agachó para mirar al niño. No vio miedo en sus ojos. ¿Qué haría, de noche, frente a su puerta? No podía fusilarlo con esa edad y a esa hora. Mocoso impertinente, ya vería un escarmiento. -Pasa -le dijo.

La gente cuenta que esa mañana el cielo estaba azul y el aire transparente.

Era pleno día cuando vieron salir de la casa al pequeño. Dicen que al alejarse, la tierra roja era humo celeste a su paso, las enredaderas se cubrían de flores y había olor a resedá y jazmines. A lo lejos, en el borroso linde de lo indescifrable y lo cotidiano, desplegó sus alas translúcidas y se perdió en lo alto.

El perro negro amaneció muerto sobre la tierra seca.

Dicen que por varios días se oyeron risas en la casona, y no hubo sangre bajo el naranjo.



 

MOMENTO

 

Me siento penetrado por ojos ardientes de fiebre donde resbalan el odio y la desesperación como resbala el barco hacia el líquido horizonte Brillo de agua y espuma opacado en la noche para renacer cada día clavando aún más hondo la espina de la duda A veces yo también me siento desfallecer Hay rebelión en vuestras caras descompuestas y en los corrillos solapados Tal vez el mar a mis espaldas os convoca a provocar un accidente El miedo tritura mis entrañas debo vencerlo Cipango está cerca Podré sacarme la máscara tengo los tendones duros y la piel reseca a fuerza de ocultar mis emociones no me suelta esta angustia son tantas las vidas en mis manos les miento hoy he puesto en el registro de bitácora quinientas noventa y seis leguas y ya llevamos setecientas cincuenta andadas desde levar anclas en las Canarias.

Hasta Martín se empeñó en que cambiara el rumbo La chusma está torva y mis razones no valen para ellos  Yo sé que llegaremos lo he calculado mil veces en mis noches en vela mido y corrijo Debo mostrar al mundo la verdad de mis ideas mis subordinados murmuran entre dientes que estoy loco Ayúdame Dios de los cristianos Tú has enviado una bandada de pájaros como pregón de victoria deben creerme clavaré en la arena el pendón de España y me besarán las manos de rodillas Desde el castillo de popa puedo ver el mar en calma húmedo de luna y allá en el fondo la línea oscura del horizonte Caverna ignota qué fantasmas ocultas y esas luces estaré delirando Pedro ven qué ves percibo antorchas rasgando las sombras o son sólo fuegos fatuos creados por mi fantasía Virgen Santísima huelo un aire fragante como el de Sevilla en abril Realmente me estaré volviendo loco y tú Rodrigo tampoco divisas nada Cristo yo creo que hay tierra y habitada además.

Ya son casi las dos de la madrugada tengo la inmensidad sólo para mí Cruje el vientre de la nave llena de gente hundida en la nada del sueño sin soñar en nada Yo sueño despierto en la gloria para la Corona y en la victoria final.

Y eso Un cañonazo en la Pinta Tierra bendito seas Señor he triunfado sobre el misterio del Océano Sabios del orbe inclinados ante mí Reino de Castilla compartiremos la gloria Hasta los andrajosos marineros de mis barcos volverán convertidos en héroes.

Qué tierra nos regalará el amanecer Será una isla del mar Indio o la fantástica Cipango Serán rocas en el desierto o alguna ciudad resplandeciente de doradas cúpulas O bosques salvajes rebosantes de fieras y pájaros Habrá seres reconocibles o monstruos Sea lo que fuere hemos llegado.

Acorten las velas Esperaremos la luz del día para bajar a tierra Os habéis acostado derrotados y mañana despertaréis vencedores.



 

MONÓLOGO

 

Santa María Madre de Dios ruega por Pero qué se han creído No pienso bajar que vengan ellos a saludarme Y sin ensuciar los escalones yo no sé vivir en la mugre ni tolero el descaro y la falta de respeto Que los invite a una fiesta Gastar en cerveza y pagar farras Siempre están tratando de estafarme Me enredo con las monedas nuevas no puede costar tanto una manzana Compro cinco por semana y luego me dicen que me ponen todo Me hicieron un regalo lindo porque les remuerde la conciencia a mí no me van a engatusar con que el camisón bordado fue el del año pasado ese yo ya lo tenía Se olvidaron hicieron una reunión y después dijeron que era mi festejo No sé de dónde habrán sacado la torta y las velitas Si me descuido me tienen muerta de hambre con el cuento de que ya comí Mezquinarle un plato a esta pobre vieja Dios los va a castigar por desagradecidos Nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte Amén Tanto sacrificio para enseñarles a ser gente tanto gasto para andar  bien vestidos y lucirnos en sociedad Gracias a eso mi hija consiguió un buen marido y todavía se queja por no haber ido a la escuela y la universidad Para qué si ella sola se puso a leer y escribir Ya bastante gastábamos en los estudios del hijo varón Los idiomas para las mujeres dan lustre y cuestan mucho más barato A ella le gustaba leer y aprendió un montón de cosas que al final no necesitaba para casarse Padre nuestro que estás en los cielos Yo siempre fui la más despierta y elegante entre mis hermanas si no hice la secundaria como las otras fue porque no quise y si me casé tarde eran solamente mis ganas de disfrutar la vida Nunca tuvieron vergüenza Tratar de desprestigiar a su propia hermana Mi marido que Dios lo tenga en su santa gloria era bueno pero la inteligente era yo Yo disponía todo en la casa Nunca me interesó cocinar tejer o coser esas son cosas banales Guiar a la familia era lo principal Un hijo médico y una hija casada Misión cumplida Santificado sea tu nombre venga a nos el tu reino Una vida de sacrificio y ahora me vienen con que por buenos me entregaron toda la herencia que dejó mi marido Como si no tuviera el derecho a gastarla como me diera la gana y hacerme cuatro viajes alrededor del mundo Yo me lo gané y es toda mía Y todavía pretenden que les agradezca por vivir en casa de mi hija Si es su obligación A cada rato me abandonan para ir a divertirse me dejan con una vieja ignorante Yo la mantengo a raya ni piense que va a sentarse a mi lado para televisión No me meto con gente de servicio prefiero morirme sola antes que aguantar a una empleada acostada en mi habitación que duerma abajo y le estropee el televisor a la tonta de mi hija Ellos antes apenas iban a San Bernardino ahora a cada rato pasan allí los fines de semana Es de puro malos para hacerme gastar mientras ellos se divierten Porque yo guardo mi plata para pagar el Sanatorio cuando me enferme ellos me dejarían morir Siempre diciendo que no tengo nada que estoy sana a pesar de mis noventa y cuatro años Y los mareos que a veces tengo y el mes pasado que casi muero de pulmonía y ellos se empeñan en que fue un simple resfrío Mentirosos Soy fuerte y por eso no tuve fiebre No puedo confiar en nadie Me persiguen Ella dice que lleno de cucarachas mi ropero Es porque me quieren comer las galletitas y los caramelos Por eso no quiero que mis bisnietos suban a saludarme terminan mis golosinas y ensucian la escalera Ni que fuera la gallina de los huevos de oro Tengo derecho a disponer de mi tiempo La madrastra es odiosa quiere enredar a la chica con el viejo pero ella es encantadora y está muy enamorada del galán Con seguridad se escaparán para casarse en secreto Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo el pan Al sacerdote lo recibo los primeros martes viene a darme la comunión Sólo a él le puedo contar las impertinencias que tengo que aguantar preguntan si quiero almorzar a las doce No les daré el gusto voy a esperar hasta la una si hace falta   aunque desfallezca pero estaré en la mesa con ellos Este año ya cambié tres sacerdotes No entiendo cómo ahora los trasladan tanto y yo los convido con gaseosa y galletitas Son todos unos ordinarios Ellos saben que soy culta les muestro la bendición Papal y las fotos de mis viajes y también les cuento todo lo que me hacen mis hijos Pretenden que sea una santa Están muy equivocados defiendo mi dignidad y sé como debo tratar a la gente Yo cumplo con Dios y tengo el cielo ganado Ay ya es casi la hora de la telenovela y me faltan todavía dos misterios Nuestro de cada día dádnosle hoy y perdónanos...



 

REGLAS DE JUEGO

 

Salió del enorme edificio caminando a pasos cortos, erguida: no fuera a darse cuenta la gente de su tumulto interior. Bajó los escalones y, sin haberlo decidido conscientemente, se encontró sentada en un banco de la plaza. El corazón redujo su ritmo mientras miraba cómo las sombras escapaban de abajo de los árboles, hasta encaramarse, serpeando, a las casas del otro lado de la calle.

Vestía un camisero de buena confección; zapatos de tacón medio; el pelo apenas veteando de hebras blancas, y peinado con sencillez, enmarcaba el rostro de facciones regulares, ahora contraído, con los ojos muy abiertos mirando fijamente una baldosa de la vereda.

Era ya de noche cuando, vacilante, introdujo la llave en la cerradura, la hizo girar, y entró en el  departamento. No había allí gatos ni perros, pero sí una amplia biblioteca repleta de libros manoseados y una mesa de trabajo en ordenado desorden, que indicaban a las claras las inclinaciones de su dueña. Todavía impresionada, con gestos de sonámbula, puso maquinalmente las ropas en el placard de su prolijo dormitorio de soltera y se anudó el cinto de la bata que se había echado sobre el camisón de cuello alto y voladitos. Mientras preparaba el café en la cocina, los ademanes perdieron rigidez y la mirada ausente se volvió pensativa. Ya en calma, frente a la hoja de papel con la cruel revelación, decidió concienzudamente su futuro y comenzó a hacer planes.

Al día siguiente, fue de compras. La vendedora la midió con una ojeada experta y, de acuerdo con la evaluación, trajo un tailleurgris y blusa salpicada de motitas rosadas. Helena, con una sonrisa traviesa, eligió un saco azul con botones dorados y camisa a finas rayas rojas. El espejo le devolvió una imagen que la dejó satisfecha. Al salir de la tienda, cargaba dos enormes bolsos.

No lo puedo creer. ¿Te enteraste? Helena renunció a todas sus cátedras. Veinticinco años de docencia y a punto de jubilarse. Jamás pensé que una persona equilibrada como ella pudiese tomar una decisión tan  absurda. Me invitó a tomar el té el viernes, es para despedirse. ¿A vos también? Piensa visitar Europa. ¿Te das cuenta? Nos veremos, entonces. Voy a ir sin falta para enterarme de lo que está pasando. Tal vez encontró novio a los cuarenta años y nosotras sin saberlo. Yo la veía como siempre: tan seria, tan discreta. Llegaba puntual y no recuerdo que faltara a clase aunque lloviese a cántaros.

En la negrura de la persiana comenzaron a trazarse angostos surcos de luz. Helena sonrió: un día más. El cálculo resultaba casi exacto. Seis meses maravillosos. Había vivido cuarenta años sin descubrir quién era. Atemorizada por una madre inflexible, quedó sola apenas adolescente, envuelta en su coraza de prejuicios, oprimida en su yo prefabricado. No puede decirse que fue feliz ni desgraciada. Su ternura moría, sepultada bajo el miedo al desengaño; no supo arriesgar, no se atrevió a probar el deslumbramiento del amor y, menos aún, el de la pasión. Era para los hombres como una muñeca de cristal: hermosa, pero fría; transparente, pero impenetrable.

Cierto. Había renunciado a sus cátedras al comprobar el monto de su cuenta bancaria: una libreta azul con su nombre e hileras de cifras de más de ocho guarismos. Toda una vida de ahorro y mesura que  supuso le alcanzaría para conocer ese mundo tentador, reflejado en la propaganda de compañías de turismo. Decidió lanzarse a la aventura de un viaje con el que siempre había soñado, creyéndolo imposible.

Por primera vez se miró, completamente desnuda: alta, delgada, una figura esbelta sin las flojeras de la maternidad. La armonía del conjunto disimulaba el largo de las piernas y la boca grande, de dientes levemente inclinados hacia afuera. Enrojeció en la soledad de su cuarto y se vistió apresuradamente, con la íntima satisfacción de haber aprobado el examen.

No quiso el boleto de excursión desde su ciudad: se acoplaría a algún grupo, ya en Europa, donde todos fuesen desconocidos. Estaba excitada y feliz. Al descender del avión, en Madrid, le temblaban las manos: sus conocimientos suplieron la falta de hábito. Cuando se encontraron en el hall del hotel, el guía le presentó a las personas con quienes haría el tour.

Descubrió el Escorial y las tumbas del Pudridero en callada espera. Vidas disímiles, marcadas por el placer, la locura, el ascetismo, prolijamente tapiadas en ese estrecho recinto. Reyes que fueron y acaso no pueden dialogar, incluso después de muertos. No está en nuestras manos la inmortalidad, pero sí la vida.

   Regalo o castigo, nos posee aunque seamos sus dueños. Son reglas de juego inmutables, y aun así, como todo desafío, hay placer en la lidia. Y ella todavía estaba viva.

Miraba, con una deliciosa sensación de irrealidad, el interior polícromo de la Sainte Chapelle. Una voz varonil la sacó del éxtasis:

-Sólo hay una cosa más bella que este templo.

Ella se volvió, interrogante:

-¿Cuál?

-Usted.

Fue el principio. Visitaron las Ninpheas tomados de la mano. En respetuoso silencio, bebieron con los ojos las tranquilas aguas pobladas de nenúfares. Más tarde, aprovechando la noche libre, cenaron en el Maxim's.

Extrañamente, la rígida educadora se esfumó en un recodo de su memoria, igual que esos libros insulsos, leídos con esfuerzo y olvidados apenas el punto indica el final. Se enfrentaba a su yo antiguo: era la  mariposa ante la crisálida; la divertía recrear cuánto le había costado romper la dura corteza y, quizá, una sombra de tristeza velaba su rostro al recordar el tiempo perdido.

Absortos ante el baldaquino de Bernini, no se dieron cuenta de que el grupo había partido para abordar el ómnibus, al término de ese día maravilloso. Pensativa, ya en su habitación y hundida en el agua espumosa, se confesó enamorada. Puso todo su arte en maquillarse, hasta lucir espléndida. La seda del vestido verde pálido destacaba su porte, y hasta en el gesto de cerrar la puerta ponía un toque de elegancia.

Con un guiño cómplice, abandonaron sin ruido el hotel y, a paso lento, intentaron descifrar las calles de Roma. Hicieron alto en un discreto restaurante, brindando por el amor, con los ojos chispeantes como el champán de las copas.

Sus habitaciones estaban en el mismo piso. En el pasillo desierto se abrió una sola puerta. Al ofrecerse como una jovenzuela feliz y desprejuiciada, el instinto la hizo sabia ante la experiencia de Pablo, y sus entrañas se abrieron al placer de una entrega alegre y total. Se amaron apasionadamente esa noche y muchas más. Así, el viaje tan deseado fue para ella un sueño en un sueño.

Sentados en los escalones de piedra del antiguo anfiteatro, en Taormina, con el brazo de Pablo rodeando sus hombros, le hizo la pregunta que hacía rato quemaba sus labios:

-¿Estás casado?

-Sí. Te amo.

Ella se acurrucó en sus brazos en silencio. Él jamás sospecharía el alivio que le produjo la respuesta.

-Yo también; nunca sabrás cuánto. Tu recuerdo estará conmigo mientras viva, pero debo volver a mi país. Te lo ruego, olvidemos mi curiosidad; y ahora quiero hacerte un pedido: no me escribas. Nada debe empañar esta relación; quedará como un momento perfecto.

Alzó la mirada: en la negrura lejana, como suspendida en el cielo, al otro lado de sus lágrimas, ondeaba la llama del Etna.

El bullicio del aeropuerto les obligaba a levantar la voz. Se abrazaron hasta casi perder el aliento, en un contacto cálido y agradecido. Los labios trémulos se buscaron por última vez; luego, con gesto decidido,  Helena se dirigió al corredor de embarque.

El espacio de las persianas se ensanchaba con la claridad que pugnaba por entrar. La enfermera abrió la puerta con cuidado, acercándose de puntillas a la cama, ante el ruego mudo de la paciente. Con voz apenas audible, Helena hizo el pedido:

-Abra las persianas, por favor.

Giró la cabeza con esfuerzo hacia el luminoso ventanal, y en sus labios quedó, para siempre, una sonrisa.

Afuera, las sombras alargadas de los árboles de la plaza se encaramaban, serpeando, al inmenso hospital. Todo estaba como aquel día, salvo que, en seis meses, los chivatos habían florecido.



 

RELACIÓN CONYUGAL

 

Después de un suculento almuerzo y una buena siesta, el señor Ortiz, todavía somnoliento, miraba su rostro en el espejo. Abrió el grifo del lavabo y se empapó la cara; mientras la secaba con una toalla con flores azules, chasqueó la lengua al comprobar que faltaban sólo diez minutos para las cinco de la tarde. Sin perder tiempo sujetó la bandera de su club favorito con el espejo retrovisor del coche, detrás de la puerta enrejada del garaje, a salvo de los vecinos, fanáticos del equipo rival.

La señora de Ortiz se hallaba repantigada en el sofá, frente al televisor, con los ruleros puestos en el cabello teñido -siempre se los ponía los sábados-, y pintaba sus uñas con un barniz rojo sangre al mismo tiempo que miraba de reojo cómo la chica huérfana era azotada por sus desalmados tutores.

-¿Está por acabarse la película? El partido comienza dentro de un rato.

-Lo siento. Hoy pasan largometrajes. Falta más de una hora todavía y se está volviendo interesante.

El señor Ortiz se puso rojo pero no abrió la boca. En la cocina preparó un café bien cargado para calmar su fastidio. Lo de siempre -reflexionó-, llevándome la contra. Imposible comparar una novelucha de fin de semana con un clásico del fútbol -le llegaba la voz de los relatores brincando por sobre la muralla-; evidentemente, la vecina es mucho más comprensiva con su esposo. Por lo menos esta vez -rectificó al recordar las discusiones casi diarias que se filtraban a través de la divisoria.

-Bueno, supongo que no insistirás con ese adefesio; voy a cambiar de canal para ver el partido.

-De ninguna manera; pienso seguir con esta película hasta el final.

-Pues te quedarás con tu película pero ni sueñes con salir a cenar conmigo, por más rulitos que te hayas hecho. Se me acabaron las ganas.

-Si intentás obligarme a dejar el televisor por una miserable cena, estás equivocado. No me vendo por un plato de lentejas. El televisor es tan mío como tuyo. Voy a terminar de ver mi programa; al partido lo podés escuchar por radio.

La pintura de la mano izquierda de la señora de Ortiz ya no estaba tan prolija como la de la mano derecha: tuvo que limpiar la cutícula con un algodoncito embebido en acetona. El señor Ortiz, a su lado, seguía acumulando rabia.

-El único día en casa y no puedo disfrutar del programa deportivo. Sos una egoísta; me deslomo trabajando todo el día para poder comprar tus comodidades: cocina con espiedo, televisión-cable, aire acondicionado y demás caprichos; se acabó, estoy harto, a mí nadie me da el gusto, no puedo más, en cualquier momento me mando mudar de esta casa; si aquí no soy nadie.

-¡Mirá quién se queja! ¿Y yo? Trabajando sin horario, encerrada. Ahora ya ni tengo servicio por lo caro que sale una muchacha: sueldo, uniforme, comida. Gracias a que yo lo hago todo sobra para darnos algún gustito o «invitarme» a cenar fuera. ¿Y para qué? Para oírte gritar por la mañana pidiendo ropa limpia, o comer como una bestia sin apreciar las horas que me pasé preparando algo especial; y tirarte a dormir; y levantarte vociferando que te deje el televisor porque querés ver el partido. ¡Al diablo con tu fútbol! ¿Acaso te importa lo que yo hago por vos?

-¡Gol! ¿De quién será? Salí, te digo, movete o si no te saco a patadas.

-¡Animate a tocarme! Eso no lo voy a tolerar. ¡Pobre de vos!

El señor Ortiz le da un tremendo empujón a la señora Ortiz y cambia de canal.

-Sos un miserable, ahora mismo voy a llamar a la policía para que te saquen de esta casa.

-No hace falta. Se acabó. Me voy a una pensión donde pueda vivir en paz.

El portazo resuena en toda la casa.

El señor Ortiz pone la llave en la cerradura de la puerta de calle y la abre con cuidado; el living está en  penumbra, en el comedor la mesa puesta para dos y un delicioso olor a pollo al curry, su plato predilecto.

Peinada y maquillada, se acerca la señora Ortiz:

-¡Hola, querido!

-¡Hola, querida!



 

LA NIÑA DEL MERCADO

 

Los gritos, el convulso traqueteo de las carretillas, el incansable vocerío de las vendedoras matizado de estridentes carcajadas, iban perdiendo fuerza con el caer de la tarde. Las sombras pastosas se escurrían entre los edificios del Mercado de Abasto, opacaban el sonido metálico de los cerrojos de los puestos de venta y borroneaban en el pizarrón de la noche las últimas figuras presurosas.

Las ruidosas bocazas anaranjadas de los camiones municipales se abrían para sorber los hediondos despojos del ajetreo diario, dejando al terminar el recorrido, una estela de fétida limpieza. Calladas, las plazoletas iban quedando desiertas, como avergonzadas de su soledad. Al prenderse las oxidadas luces en los grandes galpones de acopio al por mayor, dos o tres hombres recién bañados se instalaban, seguramente atraídos por el redondel amarillento, en sillas con las  patas delanteras levantadas, el respaldo apoyado contra el muro, que crujían cuando sus ocupantes se inclinaban en busca de la jarra de agua helada para cebar el tereré.

Mamá me trae otra vez al mercado Dice nomás en casa que venimos a buscar entre el desperdicio para nuestra comida Pero qué pikó si ya pasó el basurero Si es para rejuntar por qué no le trae a mis hermanitos Lucho y Tomí pueden hacer eso Yo sé bien luego lo que quiere de mí Y a mí no me gusta Hoy sí que quiere que me vaya como el otro día con Don Tito Seguro porque estaba diciendo que no hay aceite ni fideo para comer y mis hermanitos no ganan nada con su chicle kuera Pero yo le tengo miedo a don Tito El niko es viejo y gordo de más Eso sí me dio una bolsa llena de provista Mamá se puso contenta pero yo no fui a la escuela al otro día Demasiado me dolía Después de lavarme con tapekué me pasó pero ahora tengo miedo que me agarre se enoja cuando le pincho y le empujo.

Martita me contó que a ella le subió encima el carretillero del depósito de papa Me dijo que daba gusto y que su mamá vendió un poco no más la papa Hizo mucho guisado rico para ellos Eso me parece ha de ser porque tiene doce y yo tengo nueve para diez   recién Después salto todo mal no puedo jugar descanso en el recreo piso luego la raya Mamá anda medio enferma yo quiero que se cure para que vuelva a trabajar todos los días en su puesto como antes así me deja en paz Martita me contó que no puedo tener criatura que no me preocupe por eso Cómo luego una nena va a tener hijo Eso no vi nunca Ha de ser otro estilo digo yo Los grandes es otra cosa se besan en la boca y todo.

Me acuerdo cuando mamá se levantó de la cama Estaba pálida como vela y tosía mucho Hicimos mandió mimói y comimos entre los cuatro pero nos quedamos con hambre Tres días sin cocido ni galleta te deja todo tembleque De tardecita me llamó para ir al mercado.

Caminamos hasta el costado del galpón donde no hay luego luz Mi mamá se acercó junto a mí sentí unas gotas por mi brazo habrá sido pipí de bicho porque no llovía Me atajó al lado del depósito de la Cooperativa el sereno estaba escuchando radio recostado por la puerta Mamá me empujó despacito y me dijo Andá pedile cebolla y locro Es un muchacho bueno no vayas a tenerle miedo Si te toca y te quiere agarrar dejale nomás no te va a pasar nada así les gusta a los hombres Yo voy a estar por ahí nomás para cuidarte O jehú va'era vointe ko'a.

Mi cara se puso toda caliente en la oscuridad me asusté grande y estiré la ropa de mi mamá No me quería ir tenía miedo nikó y vergüenza Ese muchacho era mi amigo yo le solía vender naranja pelada y eso le había visto hacer a ella cuando su compañero venía a dormir con nosotros Lucho y Tomí se reían yo no me reía ese hombre era muy bruto se enojaba y nos pegaba todo mal por la cabeza.

Y ahora mamá quería que me fuera junto a mi amigo Yo sabía bien que no me iba a dejar de balde se iba a subir por mí y después recién me iba a dar su regalo Tenía mucho miedo y temblaba adentro de mi cuello pero mamá me empujó y ya me vio todo el muchacho.

Me quedé parada y le miré nomás Me llevó atrás de los cajones de tomate y me levantó la pollera Yo lloraba despacito pero le hice caso a mamá Después trajo cebolla locro y aceite Apenas pude llevar las cosas hasta donde ella me esperaba tenía todo sangre por mi pierna.

Ahora ya no sangra más pero no me gusta Nada nikó me compra para mí Por lo menos quiero una muñeca para los Reyes hay una linda en el puesto de Ña Candé tiene vestido de tul y vincha o vera y pava.

-Mamá -la carita redonda contrastaba con el duro desafío de la mirada-, no voy a dejar que me agarre Don Tito, no quiero entrar más en su almacén. A esos gordos y grandes, buscale vos. Si me querés obligar, voy a gritar luego.

Y se alejó corriendo, a jugar con sus compañeritas bajo el foco de la calle.

La mujer la dejó ir. Lágrimas amargas reventaban en el enrejado de las pestañas para caer, resignadas, como escuálido homenaje a su tierna prostituta.

-Ella volverá más tarde, cuando tenga hambre.



 

LA CRECIENTE

 

El llanto del niño la despertó. En el suave rescoldo del día anterior se encendía el nuevo amanecer, dando a la trémula superficie de la laguna un resplandor rosado, como de campo en llamas. Lo acomodó a su lado en el catre y notó mojada su mano pequeñita. ¡Mi Dios! ¡Cómo subía el agua! Ayer apenas cubría unos centímetros el piso del rancho y ahora el bracito colgante de su criatura la tocaba.

La creciente había trepado hasta su rancho. Tenía ya los pies blanquecinos y, entre los dedos, la piel macerada y agrietada; sin embargo, se resistía a subir. Sobre lo alto del barranco la gente se apiñaba contra las murallas, en viviendas improvisadas.

*  *  *

Eran ocho y nada que comer: caras agrias y tristeza. Cuando la madre cambió de compañero la dio a una tía  huraña y pobre que se deshizo de la sobrina en cuanto pudo: la conchabó de niñera. Nunca más supo de ellas: quedó dueña de su vida.

Julián era joven y despreocupado. Ella no buscaba tanto el sexo como el hijo; segura de que esa relación no tenía futuro, le pareció normal que él la dejara cuando se enteró de que esperaba un niño. Mejor, sería más suyo.

Tuvo que dejar el empleo para poder conservar su hijo. Sola, mientras sentía crecer la criatura, fue haciendo su casa con las maderas de descarte del aserradero de la Avenida. Sola, lavando ropa ajena, iba comprando sus cosas. El bebé nació sano y robusto; sintió una dulzura extraña: «Es mío, ya somos dos». Se mudó al ranchito con el río a sus pies y, por primera vez, conoció la felicidad.

Oyó, por radio, que la creciente era seria. Todos los días veía desaparecer la tierra tragada por el espejo de plata de la laguna Pytã; cada vez más cerca el reflejo amenazador. Los vecinos empezaron a subir. Sobre las aguas obscuras de la ribera, el camalotal avanzaba, hermoso y temible, poblado de insectos y alimañas, henchido de serpientes enroscadas en sus tallos gruesos y carnosos.

El agua cloqueaba bajo los camalotes haciendo bailar sus flores moradas a pocos metros de la casita. La mujer seguía lavando y cuidando su niño. ¡Era tan lindo! Ya la conocía: pasaba los dedos juguetones por la cara morena de la madre, con grititos de contento. Y ella era dichosa. No quería dejar su rancho; empezó a odiar ese brillo maléfico que cada vez subía más, y que al final la obligaría a abandonar su hogar.

*  *  *

El sol estaba alto; con el agua casi hasta las rodillas, sacaba con pena sus escasos enseres de la casa. Sintió que algo reptante le rozaba la pierna y se apartó con asco; tiesa de miedo vio cómo la víbora ondulante, con la cabeza erguida, salía por el hueco de la puerta dejando una estela como de barquito de juguete; presurosa, escaló el barranco y amontonó sus trastos contra el murallón del dispensario; luego armó un toldo con cartones y frazadas, atados con piola. Al acercarse a su crío, lo encontró en el catre, temblando: lloraba bajito, cansado. Con ternura, le preparó la leche y se la dio. No quiso tomarla toda; tal vez tenía fiebre: mañana lo llevaría al médico. Agotada, se acostó a su lado bajo el precario techo.

Amaneció sentada en el barranco, apretando a su niño contra el pecho para conservarlo tibio un rato  más. Desgarrada, miraba fijo los destellos del agua; sin hablar, sin moverse, sin pensar.

En la pequeña mano regordeta, los dos puntitos rojos se volvían morados, igual que las flores del camalotal.



 

CRISTINA

 

Los ojos verdes de Cristina se abrieron lentamente, aún pesados de sueño. Como siempre, sintió primero el murmullo del agua en su eterno resbalar río abajo, lamiendo la barranca sobre la que asomaba el rancho. Un rancho limpio, de dos piezas y corredor, donde vivía su madre con el compañero y sus dos hermanitos.

Con una sonrisa de satisfacción, levantó la vista hasta el blanco delantal del colegio -esmeradamente planchado- y el gancho del que pendía una coronita de flores sobre el tul transparente del tocado de comunión.

Hoy era el día. Tenía nueve años y captaba el significado del Sacramento. Con el gozo bailoteándole en el cuerpo, dejó el catre de trama de un salto.

Daniela ya estaba revolviendo una brasa en la lata con la yerba y el azúcar. Al volcar el agua sobre la  mezcla, la fragancia del cocido llenó el ambiente junto con el chirrido del fuego al apagarse.

Vio cuando sus hermanitos comían pero no probó bocado. Su madre se afanaba en acabar con el desayuno, arreglar a los niños y ponerse su mejor vestido y los zapatos de tacón alto de las grandes ocasiones.

Mientras, Cristina se había bañado en el río y, en bombacha, se ponía las medias y los championes blancos. Luego Daniela le abotonó el uniforme, peinó sus cabellos castaños y colocó con cuidado la coronita sobre el velo, ajustando con hebillas el tocado. Miró a su hija con orgullo: estaba hermosa, con el tul enmarcando su redonda carita morena y los ojos vivaces con destellos de esmeralda, llenos de toda la felicidad del mundo.

La capilla parroquial se veía florida y llena de gente. Un poco más allá, en el patio lateral, la mesa con los vasitos de plástico para el chocolate y las fuentes de galletitas completarían el festín Divino con el humano.

La instructora del grupo las puso en fila, indicándoles una vez más lo que debían hacer; ella buscaba con la vista una presencia especial, y de pronto la vio; la señora del traje sastre azul con una gran caja en las manos: su madrina.

Sonó el órgano y la música llenó la iglesia. Cuarenta voces infantiles alabaron al Señor. Cuando llegó el momento de recibir a Jesús, casi tuvo miedo. Se sentía chiquitita. Al arrodillarse de nuevo en su sitio, por primera vez, tuvo plena conciencia de Dios.

Salieron en fila; una explosión de voces y risas llenó el patio mientras se repartían besos y chocolate. La madrina, al abrazarla, le entregó la caja envuelta en papel satinado, con un enorme moño de cinta.

Al tomar la caja, el corazón le latía con fuerza y un emocionado rubor le arrebolaba las mejillas al romper torpemente la envoltura. Por un momento, quedó paralizada: a través del transparente plástico de la caja la miraban otros ojos, verdes como los suyos, muy abiertos, en una graciosa carita llena de pecas, orlada de rulos castaños que escapaban de la capota con borde de encaje. Era la muñeca más hermosa que viera en su vida... y era suya.

Fue amor a primera vista, nunca más se separaron. Hizo un sobrado de ramitas para que la caja no se ensuciara; cuando no jugaba con ella allí la guardaba. Charlaban, se hacían confidencias. Ya nunca volvió a aburrirse; hacía los deberes de prisa para pasar más tiempo con ella.

La lluvia no dejaba de caer. Todo estaba húmedo y el río iba subiendo lentamente. Los del bajo ya habían dejado sus casas, hundidas en el agua. Ellos estaban a salvo; nunca el agua había llegado hasta su rancho.

Marzo, abril, mayo. Daniela no quería mirar hacia el río, temerosa de descubrir, cada amanecer, el festón espumoso del agua sobresaliendo del borde de la barranca. ¡Dios mío, que no siga subiendo!

Pero el río se volcó en abanico, forzando las depresiones del terreno, empapando los alrededores del rancho. Daniela empezó a enrollar el colchón y juntar las cosas. Al volver del trabajo su compañero las trasladarían a un lugar seco y seguro; esa misma tarde deberían mudarse, ante el riesgo de la barranca borrada por las aguas.

Al atardecer, casi sin hablar, cargaron con el ropero, desarmaron la cama y subieron a la villa de emergencia.

Cristina volvió del colegio y corrió a buscar su muñeca. En el sobrado de ramas, la caja estaba intacta.

Se sentó en el enorme raigón al costado del rancho, con los pies descalzos metidos en el agua, no lejos de la perdida línea de la barranca. El agua apenas cubría la   tierra y se distinguían las sinuosidades del fondo, como bajo un cristal inquieto. Con la muñeca en brazos, miraba el ir y venir del río: lanchas, chatas, barcos y, sobre todo, botes. Botes cargados de colchones y utensilios de cocina, desbordados de gente en busca de tierra firme. Caras tristes y resignadas, girón de pena al viento en un grito silencioso.

Un súbito ruido ensordecedor y la deslizadora pasó rozando la barranca. La cortina irisada se desplomó espumosa y cambiante. Para no resbalar, Cristina se sujetó fuertemente al raigón. Asustada y empapada, de pronto cayó en la cuenta de lo sucedido: buscó desesperadamente a su muñeca y la divisó cerquita, flotando en el río. Con un gesto de alegría, corrió a buscarla; al sentir que le faltaba piso nadó con soltura, pero la corriente se volvía más fuerte y la muñeca se alejaba.

En la carpa de plástico y cartón, Daniela sollozaba, ya sin fuerzas. Algunas mujeres le hacían compañía. A la débil luz de las velas, en el rústico ataúd de tablas, Cristina yacía abrazada con fuerza a su muñeca.


 

LOS MONSTRUOS

 

El áspero reto de los bocinazos parecía no llegar a sus oídos. Tenso de odio, miraba el agitado ir y venir callejero. Alguien lo tomó del brazo; se dejó conducir hasta la casa. Las paredes del cuarto lo abrazaron con su penumbra amiga; él se deslizó en la cama, desparramado, como agua mansa sobre la arena.

Esperó pacientemente la noche; al prenderse la luz de la calle, una claridad irreverente asomó por la ventana. Era la hora; no podía permitir que los demonios vagaran, sueltos por los caminos. Entornó el postigo y se fue despegando de la cama con cautela, la boca abierta atragantándose de sombras.

Tomó, tanteando, la gruesa barra y cerró con fuerza la mano sobre el hierro. Buscó en la negrura conocida hasta hallar el cerrojo de la puerta: los goznes, bien aceitados, la hicieron abrir en silencio fantasmal,  provocando su sonrisa. En cada jirón de tiniebla las muecas de esos seres reinventaban su angustia en un huracán de recuerdos. Nadie sabía de su cansancio, de su ambular nocturno, de su empeño en destruir a los monstruos de enormes ojos y labios lucientes que acechaban en las calles a la presa desprevenida, para caer sobre ella.

Ya había matado a muchos. Esperaba en las sombras, el leve pulsar de la sangre en un crescendo desbocado, ensordecedor, hasta descubrir al monstruo solitario y descargar sobre él, en un esfuerzo extremo, el pesado barrote, hundiéndolo en sus carnes, con saña, una y otra vez.

Desde lo obscuro observaba a la gente, gozando de su triunfo al ver los gestos de horror ante los despojos de la bestia.

Sólo yo lo sé. Ellos no comprenden que están perdidos, seres torpes, infames, incapaces de defenderse. Por eso los busco hasta encontrarlos solos. Sin los humanos no pueden moverse: me miran con sus ojos apagados y gritan cuando mi vara cae sobre sus cuerpos. Me han hecho mucho daño, sus ayes me dan placer.

Esta noche hay una fiesta dos cuadras más arriba. Estarán, como siempre, mirando desde fuera. Voy a vengarte, Lucho, yo no les tengo miedo.

Antes de darme cuenta, también nosotros salíamos con ellos: nos llevaron al parque aquel día, ¿te acordás, Lucho? Después de jugar al fútbol nos tiramos en el césped. Desde el suelo veíamos las copas de los árboles como una marejada inquieta, arrastrada por el viento; pero el mar es silencioso y ese otro mar, allá arriba, era un escándalo de trinos y plumitas que bajaban dulcemente hasta nosotros. Recuerdo, te habías quedado dormido sobre mi brazo y el soplo de tu aliento elevaba el barrilete de mi dicha, hasta sentir que el hilo estaba a punto de estallar. Y te besaba, paladeando el húmedo calor de tu frente como una golosina misteriosa. Y cuando despertaste, tu voz opacaba la algarabía de los pájaros, y te abracé sin saber a quién dar las gracias, porque había lágrimas en mis ojos y ya no me sentía solo.

Allí estaba, en medio de la calle atestada de coches, el pelo revuelto y los brazos en cruz: un Cristo patético tratando de impedir el tránsito. Apenas se dio cuenta: el veloz sport rojo cruzó la bocacalle.

La vecina se acercó al grupo de curiosos atraídos por el accidente. Un cuerpo ensangrentado yacía sobre el asfalto.

-Dios mío -musitó-, igual que su hijo.


 

ORDEN SUPERIOR

 

Orden Superior: «Vigilar la marcha de protesta silenciosa organizada por la Iglesia, para hoy, a las 16 horas».

Las palabras del oficial corroboraron lo que había imaginado: «Otra vez, carajo, se nos quieren enfrentar esos bandidos subversivos; hay que esperar el momento y molerlos a palos, sin asco; les vamos a sacar las ganas de quejarse; qué es lo que se creen para ir contra la autoridad».

Abrió el tambor del revólver de reglamento: no había huecos; lo volvió a cerrar. Distraídamente, eligió una cachiporra de entre el montón y se dirigió hacia el vehículo abierto, con los bancos simétricamente colocados, habitual transporte del pelotón de policía.

Mi coronel ya me ocupaba cuando era conscripto. El día que nos dieron la baja recibí orden de presentarme  en su despacho, donde me ofreció el empleo de chofer particular. Nunca antes había tenido pieza ni cama sólo para mí. En la vida del pobre siempre hay más pies que zapatos. Lo único que sobra en los ranchos es gente. Cuidaba el Mercedes rojo como a caballo de exposición: era para mí casi un ser vivo. Lo quería, y me llenaba de gozo manejarlo. Llevaba a mi coronel al cuartel o a sus reuniones, con un largo esperar entre viaje y viaje; hacía tiempo con la radio o diciendo guasadas a las mujeres que pasaban. A veces, volvía atrás, no más vagar con mi perro por el campo con el único rumbo del deseo, el pecho abriéndose despacio para llenarse de un aire con aromas y sonidos misteriosos. O me veía angustiado por la presión de los zapatos en mis pies, privados de su libertad por primera vez, buscando acomodo en ese encierro insoportable, los dedos hinchados llenos de piques, relampagueando de dolor. Después la consigna fue obedecer. Levantarse. Sí, mi cabo. Desayunar. Sí, mi sargento. Gimnasia. Sí, mi teniente. A correr, más rápido; cuerpo a tierra; sí, mi teniente; a la orden, mi teniente.

Se me acabaron los piques y las lombrices; aprendí a leer y escribir... y a recibir órdenes.

El coronel tuvo buen ojo al elegir ese muchacho entre tantos conscriptos venidos del campo. Era  inteligente y fue una revelación que lo llenó de inquietud descubrir las posibilidades de ese núcleo grisáceo que pulsaba rítmicamente bajo su recorte cadete. Estudiaba y leía en todo rato libre, con el ansia de los iniciados. Atónito y feliz, crecía hacia adentro, la figura de su coronel idealizada por la gratitud.

Era casi virgen de ternura. De él hacia rato que ya nadie se ocupaba. Aquel día que encontró el obscuro cachorrito de ojos legañudos como caramelos a medio chupar, mirándolo con la simpatía de los viejos amigos, no resistió la tentación de llevárselo a casa. Salían a cazar, la bolsa de bodoques colgándole del cuello y el ojo alerta. Los pies descalzos pisaban sin ruido hasta afirmarse pausadamente. Los dedos de la mano separados, soportando la tensión de la goma, los labios apretados en un rictus que se aflojaba sólo al partir el disparo certero; y luego, juntar los pájaros, desplumarlos. El cortaplumas hendiendo la frágil presa prontamente ensartada en una vara, verla balancearse sobre la precaria hoguera hasta que el olor a carne asada inquietaba a los ansiosos comensales. Para ti, para mí, riendo, y dejar los huesitos pelados en el bosque como único rastro. La conscripción lo trajo a la ciudad, o mejor, al cuartel. Debió asimilar reglas y horarios, descubrió lo difícil que se hace obedecer sin conocer razones.

Ocupado en descubrir el mundo, se sentía pleno. Un día llegó Adela a la casa: los ojos jugando a las escondidas tras el flequillo cómplice y los voladitos del delantal haciendo piruetas sobre sus caderas perfectas. La espiaba entre las rajitas de las persianas o decía simplezas, de puro emocionado, cada vez que la veía en la cocina.

Así, esa relación fue creciendo subrayada de luz y aromada de café con leche.

La patrona me advirtió desde el asiento trasero del coche: «Que Adela no se desgracie por tu culpa. Si se casan les daremos el departamento del jardinero; además conservarán sus empleos». Era una excelente propuesta: nos queríamos y la aceptamos.

«No te hagas ver por la casa o la oficina hasta mi vuelta». Mi coronel se lleva el coche. Yo soy una tumba. Sin ganas de imitarlo, me siento ante una mesa de café. Miro la calle, aburrido, mientras en el vaso, las burbujas del refresco suben como un torbellino de explosiones en miniatura. Aprovechando la visera de sombra del edificio, los lustrabotas juegan taquichuelas por dinero, sobre la vereda, con la despreocupación de sentirse dueños de un destino que ni siquiera alcanzan a comprender.

Cuando Enriquito cumplió cuatro años las cosas empezaron a cambiar. Nos mudamos a una quinta con pileta y cancha de tenis. En una camioneta llevaba a mi coronel hasta la estancia nueva. Tenía problemas con los pobladores: un asunto de títulos.

Lo veía frotarse la frente, como hacía siempre que estaba nervioso. Yo iba y venía con despachos y misivas. Una tarde me entregó una pistola. Mis manos se negaban a tomar esa cosa suave y violenta. Llegó la orden: «Te tengo confianza, quiero que seas mi guardaespaldas». Le debía mucho, tuve que aceptar.

El ambiente se puso tenso. Rencillas de grupos, decían. Mi coronel pasaba mucho tiempo en el comando. A veces, me pedía que lo llevara a Investigaciones. Una noche quedó en su despacho con el revólver sobre el escritorio, los músculos del cuello angustiosamente tensos y la excitada calma de quien se siente en peligro. De madrugada salieron tres camiones con soldados en equipo de combate: conscriptos felices de cambiar de rutina, jugándose la vida sin una pregunta. Desde el cuartel se oyó el tiroteo. Los vimos volver a media mañana: no todos: varios bultos fueron bajados en la enfermería.

«Pedimos a la población que no se alarme. Todo ha vuelto a la normalidad. Un grupo de subversivos,  antipatrias, intentaron alzarse contra las autoridades constituidas, pero las fuerzas leales han restablecido el orden y la tranquilidad en nuestra patria. Seguiremos informando».

A mi coronel lo ascendieron a general. Yo tuve casa y auto. Me enteré de muchas cosas. Me nombraron jefe de un pelotón antidisturbios, por orden del General. Sentía mi silencio como una costra nauseabunda que no me podía quitar.

Enrique era inteligente y apacible. Iba al mismo colegio con el hijo del general, pero lo aventajaba en notas. Ahora está en la facultad de Medicina. Su mundo es diferente al mío. Ante él, como si yo fuera el chico torpe, temo el gesto de censura, la tensión de su mano sobre el brazo del sillón, la urgencia de su tono cuando habla de justicia. Dialoga mucho con su madre. Envidio la forma en que la toma de los hombros, rezumando cariño por la punta de los dedos. No puede aceptar que yo esté en esto; a mí también me pesa, pero no hay nada que hacer, soy de ellos. Por lo menos que se reciba de médico, después me retiro. Entonces seremos verdaderamente amigos. Podrá presentarme con el mismo orgullo que yo siento por él.

El transporte militar frenó bruscamente. «Bajen y apóstense en esta esquina», ordenó el capitán.

Miró la silenciosa columna de gente acercándose hacia la catedral, totalmente iluminada, con el altar dispuesto en el atrio, frente a la plaza. Los fieles iban llegando: puntos dispersos confluían hasta formar una sola mancha obscura: ojos brillantes gritaban la protesta de las bocas cerradas.

Se inició la misa. El sacerdote leyó la homilía: Cristo y su mensaje de amor y justicia. El aire se volvió respirable, las manos se unieron en un gesto de amistad, miles de gargantas rompieron el silencio para rezar el Padre Nuestro y luego cantar y cantar.

-«Podéis ir en paz».

La inmensa muchedumbre comenzó a dispersarse lentamente, volcándose en las calles de acceso.

No se supo quiénes fueron los que gritaron contra el gobierno. Tal vez tres o cuatro exaltados o algunos enviados para promover el escándalo. Hombro con hombro, viejos y jóvenes, hombres y mujeres, llenaban la calle de vuelta a sus casas cuando el pelotón de policías les cerró el paso con la orden tajante: «Ataquen».

Convertidos en fieras, golpeaban con saña. Gritos de dolor o de espanto; corridas. Algunos caían sobre el  pavimento; desafiando los golpes, otros socorrían a los caídos.

ORDEN SUPERIOR: Automáticamente el reflejo condicionado entró en acción. Él no quería pegar. ¿Por qué hacerlo? Acaso por miedo. Su cobardía, con rabia, amordazaba la vergüenza de cumplir el cruel mandato. Pegó el primer golpe casi a desgano, luego otro y otro, más fuerte, con furia. No miraba. Una jovencita cayó al suelo con un gesto de asombro y terror, pero él siguió golpeando, borracho de odio sin saber por qué, hasta sentir el crujido de huesos y el chorro de sangre mojándole el pecho, como dedo acusador. Miró al caído y sintió que su cuerpo se ablandaba sin poder sostenerlo, la mano se abrió, lacia, dejando deslizar la cachiporra que rebotó en el pavimento con un opaco golpe amortiguado. El helado hilo del horror lo fue perforando lentamente hasta llegar a su embotado cerebro y allí explotar en un grito animal.

Con un largo gemido, fue doblándose suavemente hasta derrumbarse sobre el cuerpo de su hijo.


 

EL ÑE'ENGA

Ojeguahave Cavaña angelito güi.
Más adornado que el angelito de Cavañas.

 

 

 

 

Cerró con tristeza el alto cancel de trébol, ornado de largos vidrios finamente trabajados con guirnaldas de flores, y las iniciales de la familia talladas en el centro; cruzó el zaguán revestido de azulejos multicolores y, ya en la calle, se volvió para echar llave a la pesada puerta de entrada.

La caravana de carretas esperaba: en la señera, acondicionada con sillones amarrados a los maderos con piolas de karanda'y y cojines tratando de paliar la incomodidad de tan rústico transporte, iba Doña Juana, instalada bajo la rígida cobertura de cuero crudo que hacía de techo. La seguían cinco carretas más, atestadas de enseres y servidores encargados de proteger las pertenencias del amo, en el largo camino hasta Piribebuy.

Sin volver la cabeza, montó ágilmente el brioso alazán y ordenó la partida. El boyero hundió el clavo de la picana en las ancas de las bestias que, con un estremecimiento de dolor, iniciaron el lento trajinar por las calles del centro de Asunción.

El poder del Dr. Francia iba en aumento, y quien se opusiera a sus deseos debía claudicar o sucumbir. La altivez del Tte. Coronel Cavañas, el oficial de más alto rango en la milicia paraguaya, no aceptaba los manejos del futuro tirano. Imposible seguir respirando el aire enrarecido de la capital: decidió autodesterrarse en el lejano solar de la familia.

Ya fuera de la ciudad, las carretas se bamboleaban sobre el suelo endurecido, surcado de profundas huellas. En cada una de ellas, los bueyes uncidos a la larga pértiga seguían indiferentes su camino dejando caer finos hilos de baba de los belfos lustrosos.

El perfil de ave de presa realzaba la dignidad de su porte, mientras cabalgaba escoltando a su esposa y su mente bullía rememorando los hechos recientes.

Estuve allí, cerca de mis soldados, escupiendo pólvora, dando órdenes entre gritos y sangre hasta doblegar la resistencia de Belgrano. Fui uno de los gestores del plan Revolucionario; a pesar de, y por todo   ello, me licenciaron. Llegué tarde al convite del destino y mis sueños se estancaron en la Cordillera. ¡Suerte perra! ¡Si no se hubiera adelantado el golpe!

Los gritos de los boyeros sofrenaron a los animales. Buscando sombra, acamparon casi dentro de un arroyo; el sol caía a plomo; hombres y bestias necesitaban de un descanso reparador. Lentamente desuncieron los bueyes para darles de beber, mientras las muchachas extendían manteles y vituallas sobre el césped salpicado de flores de trébol. Las canastas, cubiertas con paños almidonados, fueron abiertas para ofrecer su contenido de pollo asado, chipá, chicharó con hu'ití, pasteles y mandioca. Las damajuanas con agua y aloja se reponían al pasar por los pueblos del camino.

Al retomar su penoso andar, ahora por plena serranía, las llantas de hierro sacaban chispas candentes a las piedras del sendero. Las manos suaves y fuertes de Cavañas sabían sostener tanto las bridas como la pluma; perdido en los recuerdos, maldecía su destino súbitamente alterado por una voluntad que torcía rumbos y destrozaba futuros. Odiaba a esa mente astuta y ambiciosa que lo relegaba al olvido.

El ocaso se divertía apagando el incendio detrás de los cerros para sembrar el cielo de luces nuevas. El baqueano buscó un sitio sin malezas; las carretas se ordenaron rodeando al fuego donde pronto el asado chirriaba, inundando el ambiente de un olorcillo prometedor.

A la luz de los faroles mbopí, Cavañas y su esposa cenaron en la improvisada mesa, puesta por sus servidores en un claro, mientras les era preparada una rústica alcoba, extendiendo colchones sobre el piso de la carreta.

Un guitarrero chusco aumentó el alboroto del personal, y las lisas ahogadas de las muchachas no cesaron en toda la noche. Temprano, por la mañana, reanudaron la marcha. Era la última jornada. A la tarde, el alazán tomó la delantera: los ojos verdes y penetrantes del jinete se entornaron buscando la silueta de la casa en la distancia: no pudo reprimir una exclamación de contento al divisarla sobre el naranja pálido que se iba.

Allí esperaba la austera casona de paredes de adobe y anchos corredores con gruesos pilares abrazados de jazmineros y rosales. Emplazada en una suave elevación, se descubrían desde el frente, en lontananza, los cerros de Paraguarí y Caacupé.

Acostumbraba recorrer sus estancias y yerbales montado en el alazán. Con las riendas flojas, sudoroso  por el esfuerzo, el noble animal volvía dócilmente a la querencia, en tanto la mente del jinete se perdía oreando recuerdos de los que no quería hablar. Asunción era su pasado, sin embargo, esperaba ansioso el correo con noticias que siempre le dejaban un regusto amargo.

El niño levantó la cabeza y suspendió la batalla de sus soldaditos de plomo para saludar con un alegre «¡Papá!» que transformó el rostro serio de Cavañas; riendo, con el pequeño en sus brazos, entró en la casa.

Las gruesas velas del candelabro iluminaban una mesa escritorio llena de papeles: yerba, carne, madera. Para ti, hijo mío, no podrá ser eterno mi ostracismo; volveremos a Asunción, a nuestra casa, y serás el hijo de Cavañas.

En el pueblo, fe de piedra en el centro del enorme cuadro verde, rodeada de las casas principales, la iglesia recibía a sus fieles aquel domingo.

Los lugareños se apartaban para darle paso, saludando respetuosos, esta vez con un gesto de extrañeza ante la ausencia de Doña Juana y el niño.

Se arrodilló mirando con fijeza al crucificado que inclinaba la cabeza rehuyendo sus ojos: «Por favor, no me lo quites».

Al día siguiente llegaron médicos de la capital; con ellos, la esperanza de cura y la noticia nefasta: estaba a la firma del Supremo la orden de expropiación de todos los bienes de Cavañas. La angustia ante el dolor de su niño relegó la oleada de odio a una tensa espera.

Se habían instalado en el pueblo. La vieja habitación de los abuelos, ya fallecidos, se destacaba frente a la iglesia por su tamaño y esmerada construcción. En el dormitorio en penumbras, el pequeño de apenas cuatro años era una mancha amarillenta sobre la almohada, un rostro difuso al que las sombras regalaban muecas imposibles.

Por boca de las comadres, la noticia corrió el valle: «Se muere, nikó, el patrón-í».

La noche recogía humildemente sus últimos fanales en el claroscuro del amanecer, cuando ya la criada trajo el mate a la absorta figura recostada en la hamaca: nuevo Job de la historia, la alegría de antes, un recuerdo desechado por un hoy de pesadumbre y desesperación.

Los peones rondaban la casa día y noche en busca de noticias; mudos y taciturnos, envueltos en el cadencioso rumor de los padrenuestros y avemarías de   las mujeres que se turnaban en los corredores. Sentían a la muerte acechando, nadie se atrevía a internarse en la obscuridad ante el pavor de encontrarla frente a frente.

De pronto, lo supo. Se levantó de un salto y tropezando, llegó hasta su hijo. Tomándole la mano quedó quieto, aspirando los restos de ese aliento tenue que acabó en la nada. En aquel amanecer de pena y luto, el dolor se hizo fiereza. Y lloró. Lloró como lloran los hombres: su cuerpo en un espasmo sin lágrimas y, allá adentro, la congoja que lo ahogaba, poco a poco, se volvió grito de venganza.

La gente iba llegando: los hombres, con el pañuelo negro al cuello; las mujeres de rebozo, con ramitos de flores para el muerto.

Allí estaba, en el amplio espacio techado, entre las dos alas del culata yovái; un cajoncito blanco desbordado de encajes donde sólo se vela la carita pálida y, ante el asombro de la concurrencia, como cofre de cuento de hadas, las joyas de la familia centelleando a la luz de las velas y, al cubrir totalmente la blancura del sudario, formaban una coraza alucinante de oro y pedrería; una increíble amalgama de esmeraldas y brillantes, donde se mezclaban brazaletes y pendientes, collares y broches, que irradiaban un reflejo fantasmal: el leve  destello desprendido de las gemas y que, a la luz oscilante de las velas, hacía del ataúd un bajel de luciérnagas.

Con ojos muy abiertos, los niños tironeaban las faldas de sus madres; los mayores rezaban y bebían para escapar de esas cuencas vacías que sabían los miraban del otro lado de las sombras.

Los compueblanos seguían llegando: colmada la casa, llenaron el patio y, al final, la plaza de la iglesia.

Sirvientes y comadres ofrecían aloja y caña; en largas trincheras de fuego se asaban reses enteras, ensartadas en estacas. Los conjuntos de arpas y guitarras se turnaban y, a veces, el sonido de una flauta ponía el tono triste a la reunión.

Todos los faroles del pueblo daban luz al festejo; en la calle, los pies descalzos tamborileaban en la arena haciendo círculos ante la campesina sudorosa, con los pechos alborotados bajo el leve typói, y un remilgo provocativo que encendía la sangre de los jóvenes, dispuestos a vencer en el desafío, como gallos de riña, jugándose el prestigio en una justa de baile. Y cuando ya el cansancio aflojaba los músculos, una nueva pareja ocupaba el sitio vacío, mientras los músicos  exhaustos daban paso a otro conjunto que emergía de la oscuridad estremeciendo la noche.

Desde el corredor en sombras, sentados en sillas de alto respaldo, Cavañas y su esposa presidían el velorio, mudos, ausentes.

Un día entero ha pasado; muchos duermen la borrachera, algunos siguen bailando. Las flores se amontonan en una aromada montaña multicolor: el fuerte olor a resedá impide a la muerte desnudar su hedor. En la noche, la polvareda crea una atmósfera dorada, nebulosa, donde la muerte ríe y baila entre lágrimas y rezos.

Al amanecer, el pequeño féretro había desaparecido. Nadie supo en qué momento o lugar enterraron al angelito sus padres y el cura. Aún ahora, después de tanto tiempo, algunos se preguntan dónde estará el cajón con su tesoro hundido en las cenizas del niño difunto.

Los lugareños cuentan que, en las noches sin luna, una leve figura resplandeciente se escurre entre las ruinas de la vieja casona, y se encuentran, olvidados, soldaditos de plomo.

 

 

 

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