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JUAN MANUEL MARCOS

  CONTEXTO HISTÓRICO DE LA EVOLUCIÓN LITERARIA PARAGUAYA - Ensayo de JUAN MANUEL MARCOS


CONTEXTO HISTÓRICO DE LA EVOLUCIÓN LITERARIA PARAGUAYA - Ensayo de JUAN MANUEL MARCOS

CONTEXTO HISTÓRICO DE LA EVOLUCIÓN

LITERARIA PARAGUAYA

Ensayo de JUAN MANUEL MARCOS

OKLAHOMA STATE UNIVERSITY

 

 

         Pocas literaturas nacionales, dentro de la comunidad latinoamericana, se encuentran tan impregnadas de historicidad y de connotaciones sociales como la del Paraguay. En ese marco, la obra de Gabriel Casaccia en general, y La Babosa en particular, no constituyen una excepción. Para una comprensión adecuada de su génesis es necesaria una relectura crítica de las líneas maestras de esta evolución literaria nacional y de la sociedad que le ha servido de contexto. Ella revelará no solo la historicidad del texto, sino su "intrahistoricidad", las raíces que se hunden en una antigua tradición de luchas, tragedias, sueños, conflictos y estatutos éticos para conectarlo con las esencias mismas del Paraguay.

 

         Asunción, fundada en 1537, fue la capital histórica de la región denominada el Río de la Plata, que hoy abarca tres países: el Paraguay, la Argentina, y el Uruguay. Los fundadores de otras importantes ciudades de esa región, como Buenos Aires, tenían como base Asunción. La Cédula Real del 12 de septiembre de 1537, sancionada por Carlos V, autorizó a los asuncenos a elegir su propio gobierno. Esto marcó el nacimiento de muchos movimientos democráticos en la provincia del Paraguay. El primer líder de esa tendencia fue Domingo Martínez de Irala, que se desempeñó como gobernador desde 1539. Irala fue substituido por Alvar Núñez de Vaca en 1542, pero dos años después los criollos de Asunción restauraron a Irala en el poder, y este gobernó la vasta provincia hasta su muerte, en 1556. Durante este período, el régimen social de la encomienda (servidumbre indígena compulsiva) fue establecido en el Paraguay. Hernando Arias de Saavedra, Hernandarias, el primer gobernador español nacido en el Paraguay, rigió la provincia desde 1592 hasta 1621, con algunas interrupciones. Bajo su gobierno fueron adoptadas algunas medidas que aliviaron la situación de los indígenas. Más de quince insurrecciones masivas de aborígenes se produjeron en el Paraguay entre 1537 y 1599; ellas continuaron hasta 1660, en que un movimiento indígena de resistencia muy bien organizado sufrió una cruel represión en Arecayá. La provincia jesuítica del Paraguay fue establecida en 1604. Durante el siglo XVII, varios movimientos "comuneros", encabezados por criollos de Asunción que se beneficiaban del sistema de la encomienda, entraron en conflicto con los jesuitas, quienes habían desarrollado un sólido programa de colonización indígena en sus "reducciones" o pueblos. Las tres revueltas comuneras más importantes estuvieron encabezadas por el obispo Bernardino de Cárdenas, de 1644 a 1650, por José de Antequera en 1724, y por Fernando de Mómpox en 1730. Los comuneros no consiguieron derrotar a la alianza militar entre el ejército indígena organizado por los jesuitas y el del gobernador de Buenos Aires, los cuales finalmente los aniquilaron en la sangrienta batalla de Tavapy en 1735. Por otro lado, el ejército jesuítico defendió la provincia de los "bandeirantes", bandidos brasileños que capturaban esclavos indígenas en la frontera; los jesuitas los derrotaron en 1641. La Compañía de Jesús creó un sistema social y cultural peculiar, basado en la noción de la propiedad comunitaria, y la evangelización de los indígenas en su propia lengua y mediante la adaptación de sus mitos religiosos a la doctrina cristiana. Los jesuitas fundaron numerosos pueblos, introdujeron la primera imprenta de la región rioplatense, establecieron escuelas, e implementaron una vigorosa explotación de la agricultura y la ganadería. También cultivaron las artes, la arquitectura y el teatro, así como la antropología, la filología, la astronomía y las ciencias naturales. Otras órdenes religiosas que desempeñaron un papel en el Paraguay durante el período colonial fueron los jerónimos, los mercedarios, los dominicos y, sobre todo, los franciscanos, pero ninguna de ellas dejó una huella tan profunda como los jesuitas.

         De acuerdo al jesuita Francisco Suárez (1548-1617), autor de Defensio fidei Catholicae et Apostolicae adversus anglicanae sectae errores (1613), las instituciones políticas no tenían un origen divino sino que eran simplemente una delegación de poder del pueblo al príncipe. Si el príncipe se convertía en un tirano, el pueblo tenía el derecho de derrocarlo. Cuando los jesuitas fueron expulsados del Paraguay y del resto del imperio español en el siglo XVIII, universidades como la de Córdoba, en Argentina, donde la ideología de Suárez estaba floreciente, fueron transferidas a los franciscanos. Los discípulos de San Francisco no consiguieron restaurar la Escolástica. La teología de Suárez sobrevivió, junto con las ideas de Newton, Descartes y Gassendi, quienes también habían sido introducidos por los jesuitas. Además, está bien documentado que la mayoría de los estudiantes de Córdoba leían a Voltaire y a Rosseau con mucha más avidez que a Santo Tomás de Aquino. Las tradiciones paraguayas y jesuíticas y el subversivo ambiente intelectual de Córdoba iban a producir una de las figuras más radicales de la historia moderna, y ciertamente el primer estadista exitoso de la América tercermundista: José Gaspar de Francia (1766-1840), quien había estudiado en Córdoba. Francia desempeñó un papel fundamental en la Revolución Paraguaya de 1811, fue electo Dictador Supremo por un libre congreso de mil delegados en 1814, y gobernó el país hasta su muerte. Francia eliminó los privilegios oligárquicos y eclesiásticos, confiscó las propiedades de la iglesia, sometió a los sacerdotes al control gubernamental, y clausuró los seminarios. Solía decir que las balas eran los mejores santos para defender las fronteras y que si el Papa viniera al Paraguay, lo haría capellán de su ejército. A pesar de haber creado uno de los ejércitos más fuertes y disciplinados de la América del Sur de aquella época, Francia no era militar, nunca permitió a un oficial alcanzar una graduación alta, y tuvo un gobierno largo, pacífico y próspero. Su dictadura incurrió en excesos y omisiones, pero ellos deben ser juzgados dentro del contexto de anarquía y atraso generalizado que sufrían las antiguas colonias de España, y no desde la perspectiva de una sociedad moderna. Soltero, Francia fue un patriota honesto y culto, que llevó una vida austera y laboriosa. Aisló al Paraguay de la anarquía de sus vecinos, desarrolló una primitiva pero robusta economía basada en la tradición jesuítica de la propiedad comunitaria, eliminó el analfabetismo, suprimió la burocracia y la corrupción, e inspiró innumerables biografías, novelas y ensayos, escritas en varias lenguas y por autores muy diversos, desde Tomas Carlyle hasta Augusto Roa Bastos.

         Después de un breve período de anarquía, que se produjo tras la muerte del supremo, un congreso eligió a Carlos Antonio López (1792-1862), un profesor de filosofía, como el primer presidente del Paraguay  allá en 1844. Éste fue sucedido por su hijo, el mariscal Francisco Solano López (1827-1870), primero como presidente provisorio a la muerte de don Carlos, y luego confirmado por un congreso popular en 1862. Ambos mantuvieron muchas de las políticas de Francia, tales como una economía de capitalismo de Estado, una política exterior antiimperialista e independiente, un programa popular respecto a la educación primaria y la distribución del ingreso y una defensa nacional fuerte. Además, diversificaron las industrias, incorporaron nuevas tecnologías, contrataron expertos europeos, modernizaron las Fuerzas Armadas, erigieron numerosos edificios públicos, fomentaron las artes, la cultura y la educación superior, enviaron becarios a Londres y París, y rompieron el aislamiento francista al establecer relaciones diplomáticas con muchos países de América y Europa (Solano López visitó Londres, París, Roma y Madrid en una misión diplomática muy exitosa, de 1853 a 1855). Los López desarrollaron relaciones políticas con los "federalistas" revolucionarios de la Argentina y el Uruguay, quienes no eran partidarios de Rosas precisamente sino más bien herederos de Artigas, San Martín e inclusive Francia. Los tres federalistas amigos de la causa paraguaya más importantes de aquella época fueron argentinos: José Hernández, Juan Bautista Alberdi y el eminente internacionalista de origen montevideano Carlos Calvo, quien se desempeñó como embajador del Paraguay en París y Londres, y obtuvo una victoria diplomática espectacular sobre la Gran Bretaña en 1862. (A este trío de "paraguayistas" se añadiría, ya en el siglo actual, un uruguayo: Luis Alberto de Herrera, tenaz defensor de los derechos del Paraguay). Los gobiernos de los López instalaron comunicaciones e industrias de carácter estratégico, como ferrocarril, flota mercante, estatal, siderurgia, astilleros y arsenales. Paraguay se convirtió en uno de los países más prósperos y democráticos del Tercer Mundo, con excelentes posibilidades de ejercer una influencia revolucionaria en Sudamérica, en contra de cualquier ambición neocolonial. Por lo tanto, Inglaterra manipuló y financió a los gobiernos oligárquicos del Brasil, la Argentina y el Uruguay, y los hizo firmar un Tratado Secreto de la Triple Alianza el primero de mayo de 1865, en Londres, con el objeto de raer al Paraguay de la faz de la tierra y exterminar su población (este proyecto se instrumentaba ideológicamente en la campaña racista y neocolonial contra los gauchos y los pueblos del interior, preconizada por Domingo Faustino Sarmiento). El mariscal López organizó la resistencia nacional y el ejército paraguayo derrotó a los tres ejércitos aliados en la batalla de Curupayty del 22 de septiembre de 1866. Dirigentes federalistas argentinos, como Felipe Varela y Ricardo López Jordán, levantaron masivas "montoneras" (insurrecciones de gauchos), contra el gobierno unitario de Buenos Aires, y en solidaridad con el Paraguay. Periódicos de Buenos Aires, como La Reforma Pacífica de Nicolás Calvo (hermano de Carlos Calvo) y El Río de la Plata de José Hernández, condenaron la agresión. Los aliados cometieron toda clase de abusos, incluidos el asesinato de mujeres y niños, el pillaje y el incendio de hospitales repletos de heridos, no solamente contra el Paraguay sino también contra sus propios pueblos, y rehusaron una y otra vez los acuerdos de paz ofrecidos por Solano López, quien actuó siempre conforme a los estatutos y procedimientos del Derecho Internacional. Después de cinco años de masacre, los aliados mataron al noventa por ciento de la población masculina paraguaya, incluido el propio mariscal López en 1870. La resistencia paraguaya asombró al mundo, especialmente a la América Latina y a los Estados Unidos; su sacrificio impidió la consumación del tratado de Londres: el devastado país fue despojado de una porción extensa de su territorio nacional por Brasil y Argentina, fue sometido a severas sanciones. Pero no desapareció.

         Los años de postguerra fueron dominados por paraguayos antilopiztas, que habían creado una "Legión Paraguaya" en Buenos Aires, y habían ayudado a la alianza contra su propia patria. Bajo gobiernos de influencia legionaria, el capitalismo de Estado y las instituciones sociales democráticas del Paraguay fueron desmantelados, la economía fue puesta bajo el control de compañías anglo-argentinas, el país contrajo una deuda externa ruinosa con Londres (los López nunca habían debido un centavo), el ferrocarril fue vendido a una agencia británica y enormes extensiones de tierras de propiedad estatal fueron malvendidas a capitalistas privados extranjeros que crearon, entre otras cosas, la patética explotación campesina de los yerbales. Sin embargo, no todos los estadistas de postguerra fueron legionarios. Bajo la presidencia de Juan Bautista Gill, de 1874 a1877, los ejércitos aliados de ocupación abandonaron el país. Los gobiernos de dos antiguos generales de López, Bernardino Caballero, de 1880 a 1886, y Patricio Escobar, de 1886 a 1890, a pesar de estar inspirados en parte por ideólogos de origen legionario, iniciaron la reconstrucción nacional. Un brillante diplomático, Benjamín Aceval, defendió victoriosamente los derechos paraguayos sobre el Chaco, que fueron ratificados por un laudo arbitral del presidente de los Estados Unidos Rutherford Hayes en 1878, en contra de las pretensiones argentinas. Fue concedida una amnistía general y la oposición volvió al parlamento, fueron construidos muchos edificios públicos, se incrementó la inmigración, el ministro José Segundo Decoud renegoció en Londres la deuda externa, obteniendo una substancial reducción del capital así como de la tasa de interés, la Universidad Nacional de Asunción fue fundada en 1889. El censo de 1886-87 reveló una población de 329.645 habitantes, incluido el ex presidente argentino Sarmiento (quien había contribuido a exterminar a la población de preguerra de más de 1.500.000 y vivió en Asunción desde 1887 hasta su muerte al año siguiente). En cambio, la valiente viuda de Solano López, Elisa Alicia Lynch, había muerto en el exilio, en París, el 25 de julio de 1886, sin ninguna pensión ni reconocimiento.

         En 1887 fueron fundados los dos partidos políticos tradicionales del Paraguay, el Liberal y el Colorado (conservador). Ambos iban a controlar la política paraguaya contemporánea hasta el presente, aunque no en una forma unidireccional. Los liberales y los colorados tenían veteranos legionarios y lopiztas entre sus primeros líderes, y ambos estaban divididos en dos tendencias históricas fundamentales que han subsistido prácticamente hasta el presente: los cívicos y los radicales dentro del partido liberal, y los "caballeristas" (por el presidente Caballero) y los "egusquicistas" (por el presidente Juan Bautista Egusquiza) dentro del Partido Colorado. No es posible entender la historia paraguaya contemporánea sin una información básica acerca de estas cuatro tendencias. Este conocimiento es necesario también para interpretar la cultura paraguaya moderna. Ambos partidos son más bien pragmáticos que ideológicos, y representan aproximadamente el mismo tipo de alianza política entre una élite urbana de clase media y una clientela campesina. Los colorados han puesto siempre énfasis en la estabilidad institucional mientras que los liberales han dado prioridad a los derechos humanos. Este es un eje pragmático. Cruzando dicho eje, otro eje más sutil, de carácter ideológico, divide a ambos partidos en respectivas tendencias oligárquicas y populistas: los radicales y los caballeristas son populistas mientras que los cívicos y los egusquicistas intentan adoptar modelos extranjeros, siguiendo la autoridad de un caudillo fuerte, a menudo militar. Estas cuatro tendencias históricas han cambiado de nombre muchas veces pero son aún hoy básicamente las mismas. Usaremos pues estas denominaciones sistemáticamente, para hacer el análisis más inteligible y no confundir al lector con tantos "ismos". Durante el cuarto de siglo que siguió a la fundación de ambos partidos, todas estas fuerzas entraron en conflicto, y produjeron profundas animosidades sectarias y un largo proceso de violencia política. Entre 1887 y 1912 varios grupos diferentes ejercieron la presidencia: primero los caballeristas Escobar, de 1886 a 1890, y Juan Gualberto González, de 1890 de 1894, y después los egusquicistas Juan Bautista Egusquiza (un veterano legionario), de 1894 a 1898, y Emilio Aceval de 1898 a 1902. Los cuatro gobiernos fueron relativamente buenos, en el limitado contexto de un desarrollo dependiente. En 1902 el casi mitológico general Bernardino Caballero (1839-1912), uno de los más grandes lopiztas, que nunca vistió el uniforme después de la guerra ni siquiera durante su mandato presidencial, de 1880 a 1886, ni jamás buscó ser reelecto, impuso la candidatura del coronel Juan Antonio Escurra, con el objeto de restaurar el caballerismo en el poder. Esto provocó un período de anarquía. Escurra fue forzado a renunciar por una revolución liberal encabezada por el cívico Benigno Ferreira (un veterano legionario) en 1904; el general Ferreira desempeñó la presidencia de 1906 a 1908: sus sentimientos oligárquicos se manifestaron en el nombramiento de un ciudadano argentino como jefe de policía de Asunción, a cargo de reprimir viejos hábitos populares como el uso de coloridos ponchos por los varones y el fumar de cigarros por las mujeres. Los cívicos indignaron no solamente a los caballerístas sino también a los radicales, quienes cometieron quizá el único error de su futura larga y difícil vida política al apoyar a otro militar, el coronel Albino Jara, con el objeto de derrocar a Ferreira. Jara se hizo cargo de la situación en 1908 y asumió la presidencia en 1911, cometiendo toda clase de prepotencias. El coronel contó básicamente con el apoyo de los cívicos y los egusquicistas, mientras que los radicales se convirtieron en sus más tenaces antagonistas. Entre 1910 y 1912 (año en que los radicales, liderados por Manuel Gondra, finalmente mataron a Jara en su última batalla) hubo siete presidentes, incluido el egusquicista Pedro P. Peña, que gobernó veintidós días.

         Después de eliminar la pesadilla jarista, los radicales lograron un período democrático, pacífico y próspero, bajo la dirección del presidente Eduardo Shaerer, de 1912 a 1916, y del presidente Manuel Franco, de 1916 a 1919. Las exportaciones paraguayas se beneficiaron como consecuencia de la primera guerra mundial, y la economía mejoró substancialmente. El país disfrutaba una atmósfera de optimismo, alentada por administradores públicos honestos y el respeto general a la autoridad civil, que era fomentado incluso en la Escuela Militar por su nuevo director, el coronel Manlio Schenoni. El máximo dirigente radical, Manuel Gondra, un profesor de literatura, fue electo presidente en 1920. Los cívicos y algunos oficiales reaccionarios, sin embargo, no estaban totalmente neutralizados, cuando Schaerer fue capturado por unos oficiales cívicos en 1915, el presidente se rehusó valientemente a renunciar; siete años después, una insurrección de tipo jarista que duró catorce meses, encabezada por el coronel cívico Adolfo Chirife, fue derrotada por los radicales, entre los cuales dos presidentes civiles, Eusebio y Eligio Ayala, y un oficial democrático, el mayor José Félix Estigarribia, desempeñaron un papel crucial y prepararon al Paraguay para su hora más gloriosa.

         Abatido una vez más el militarismo, la economía del país crecía austera pero sana, los derechos humanos y las instituciones civiles eran rigurosamente respetados, y una política exterior estable e independiente aseguraba el no-alineamiento y la dignidad nacional. Ningún presidente paraguayo contemporáneo había tenido, ni tendría hasta el presente, más prestigio internacional que los radicales Eligio Ayala (1923-28), José Patricio Guggiari (1928-32), Eusebio Ayala (1932-36) y el mariscal José Félix Estigarribia (1939-40). En el centenario del mariscal López, el presidente Eligio Ayala honró públicamente su memoria, borrando para siempre el anatema legionario. El censo de 1924 indicó una población de 828.968. Los radicales reformaron la educación primaria y superior, crearon más puestos de trabajo -especialmente en el campo técnico- expandieron la defensa nacional, incrementaron y diversificaron las exportaciones, fomentaron la mediana empresa y la explotación agrícola, favorecieron el diálogo político y la participación democrática y organizaron un sólido frente moral nacional para responder a la ocupación del Chaco por Bolivia (apoyada por los Estados Unidos) en 1932, que originó un largo e intenso conflicto armado. Paraguay ganó la guerra bajo la presidencia de Eusebio Ayala en 1935, y mantuvo el territorio en disputa. Inspirado por los totalitarismos europeos, el militarismo de postguerra produjo un golpe de estado en febrero de 1936, encabezado por un héroe del Chaco, el coronel Rafael Franco, el mismo año en que el caudillo gallego del mismo nombre empezaba su cruzada fascista contra la Segunda República Española. Los radicales restauraron la democracia al año siguiente. Ellos habían conseguido derrotar a Ferreira, Jara, Chirife, una agresión internacional apoyada por una importante potencia neocolonial y finalmente, la llamada "Revolución de Febrero". Casi exhaustos, nominaron al general Estigarribia, el victorioso comandante en jefe del ejército del Chaco, quien fue electo presidente en 1939. Un impecable soldado educado en Francia, un democrático veterano de la guerra civil contra Chirife, y un genial estratega que había admirado a la opinión pública mundial, Estigarribia parecía (y muy probablemente, era en realidad) el único líder capaz de salvar al Paraguay de la anarquía, el totalitarismo y la corrupción. Asumió prerrogativas ejecutivas fuertes -en cierto modo, anticipando la experiencia de la Quinta República de De Gaulle-, no para estrangular la democracia, como pretendieron sus opositores cívicos y egusquicistas, sino para salvarla, como lo entendieron los radicales, los caballeristas y el movimiento obrero, los cuales lo apoyaron con firmeza. Estigarribia no hacía sino implementar de nuevo la alianza obrero-populista que había aplastado el militarismo reaccionario de Chirife, dispuesto a mantener vivo el viejo ideal radical en medio de una crisis nacional y mundial de seria magnitud. Amigo personal del presidente Roosevelt, Estigarribia inició un constructivo diálogo sin sometimientos con los Estados Unidos, que difícilmente desearían meterse en apuros con una figura de semejante prestigio internacional. También nombró a dos ministros colorados para su gabinete, con el objeto de construir un acuerdo nacional.

         El presidente Estigarribia murió en septiembre de 1940, en un accidente de aviación que muchos creen que fue el resultado de un sabotaje. Los radicales cayeron con él, y el militarismo de derecha ha ejercido el poder desde entonces. El general Higinio Morínigo gobernó el país de 1940 a 1948. En 1947, los liberales y los jefes militares democráticos, apoyados por pequeños grupos como los comunistas y los "febreristas" (herederos de la "Revolución de Febrero"), organizaron una importante insurrección, pero carecían de un líder que los galvanizara en un movimiento homogéneo. Los colorados y el presidente argentino Juan Domingo Perón ayudaron a Morínigo. Como consecuencia de la guerra civil, que duró cinco meses, se produjo un exilio masivo de paraguayos y la eliminación de la tradición militar creado por Schenoni de subordinación a las instituciones democráticas, que había florecido bajo los gobiernos radicales.

         Los colorados estaban convencidos de que habían capturado el poder, y su candidato, Juan Natalicio González, se convirtió, en efecto, en el primer presidente colorado en 26 años, en 1948. No obstante, el sector más reaccionario del ejército era el que tenía el único poder. Además, los colorados seguían divididos en sus dos viejas tendencias internas. Como caballeristas, González no estaba ideológicamente muy lejos de los radicales. Había estudiado las causas neocoloniales de la guerra de la Triple Alianza desde un punto de vista de un marxismo heterodoxo en 1940 (como lo haría tres décadas después el radical Domingo Laíno); había publicado en su editorial Guarania el único libro del patriarca liberal Gondra en 1942; y había mostrado inequívocas simpatías por algunos partidos reformistas latinoamericanos como el PRI de México y el ÁPRA de Perú, así como un genuino compromiso con el ejemplo lopizta de desarrollo autónomo y de política exterior independiente. No fue una sorpresa que nombrara al máximo biógrafo de Solano López, Juan E. O'Leary, como su ministro de Relaciones Exteriores. Lo que González más admiraba en el PRI era el hecho de que había conseguido controlar el militarismo después de una guerra civil, y había establecido un sólido poder civil; en realidad esto era lo que habían hecho también los radicales paraguayos en 1923: afortunadamente para los mexicanos, ellos no habían tenido que sufrir una guerra internacional, ni el general Lázaro Cárdenas murió durante su mandato en medio de una grave crisis. Por otro lado, los egusquicistas, encabezados por Federico Chávez, se mostraban dispuestos a pactar con cualquier caudillo militar: si Decoud, Egusquiza (y sus amigos cívicos) habían encontrado inspiración en Mitre y Sarmiento, los seguidores de Chávez iban a imitar el sistema peronista de culto a la personalidad del dictador, anticomunismo, antiliberalismo y retórica pseudo-nacionalista, privilegios militares, clientela política desclasada, terrorismo policiaco y corrupción administrativa. Casi lo único que los nuevos egusquicistas no adoptarían de la forma clásica del peronismo iba a ser su política exterior independiente, en efecto, se subordinaron a la Argentina durante la presidencia de Chávez, de 1949 a 1954, y al Brasil desde 1954, en que el general Alfredo Stroessner empezó el más largo mandato presidencial de la historia paraguaya. Stroessner aplastó la última rebelión caballerista en 1959, separó de su gabinete al último caballerista con cierto poder, Edgar Ynsfrán, en 1966 y se convirtió en el omnipotente vértice de una pirámide militar-egusquicista. Paraguay expandió su economía, incrementó sus servicios públicos y modernizó sus comunicaciones a expensas de los derechos humanos, la moral nacional y el prestigio internacional.

         En 1967, una nueva Constitución fue sancionada con el propósito último de conferirle a Stroessner la presidencia vitalicia. El general controlaba cómodamente el país, como si fuera su antiguo cuartel de Paraguarí - desde donde el coronel Chirife había desafiado a la democracia en 1922-. La Junta de Gobierno, una maquinaria política egusquicista presidida por un sobrino de Chaves casado con una descendiente de Egusquiza, le aseguraba una sólida clientela socialmente heterogénea, unificada sin embargo en la práctica del oportunismo arribista, la adhesión ciega y la corrupción administrativa. El Ejército, forzado a jurar sometimiento a la Junta, se convirtió en la guardia personal de Stroessner. La Policía desempeño un papel muy importante al proteger al régimen por medio de aterrorizar a la gente, era bien conocido que la tortura consistía una práctica sistemática, aun en casos de presos comunes. Algunos detenidos políticos perdieron la vida en los establecimientos policiales. Esta política fue rigurosamente complementada con confinamientos, deportaciones, exilio y abolición de la libertad de prensa. El sistema judicial y el legislativo fueron enteramente subordinados a la voluntad del presidente. Los movimientos y partidos de oposición fueron reprimidos, manipulados o eliminados, incluidos grupos católicos. El dictador era apoyado por varios regímenes militares amigos de Argentina, Uruguay, Bolivia, Chile y Brasil -del cual Paraguay se convirtió en un enclave comercial-, así como por los Estados Unidos, con la significativa excepción de los gobiernos de Kennedy y Carter. Alimentada por la construcción de Itaipú, la represa hidroeléctrica más grande del mundo, Paraguay alcanzó la tasa de crecimiento económico más alta de América Latina entre 1978 y 1983.

         Actualmente, sin embargo, el régimen de más treinta años de existencia apenas puede sostener su propia decrepitud. Stroessner había creado una élite militar con el solo objeto de defender su propia persona, como el dictador está envejeciendo, esta élite está perdiendo la razón para mantener su unidad. Su aparato político se está haciendo pedazos. La junta, dividida en irreconciliables diferencias, ya está disputando la sucesión del dictador. Paradójicamente, los únicos colorados que todavía defienden una causa noble y común son los disidentes, quienes se han unido a la oposición hace algún tiempo manteniendo gallardamente vivo el viejo principio caballerista de la autoridad civil. Los socios cívicos de Stroessner, que desempeñan un papel de títere en un domesticado camuflaje parlamentario, han sido totalmente repudiados por las masas liberales. Solamente Paraguay y Chile continúan bajo un régimen militar en Sudamérica, rodeados por gobiernos democráticos hostiles, a los que se suman en estos momentos los Estados Unidos. El auge de Itaipú sufrió un colapso en 1984, sumergiendo al país en su peor crisis social, económica y monetaria desde 1870. La vasta mayoría de la población tiene menos de cuarenta años y muestra deseos de buscar un liderazgo nuevo y decente, capaz de restaurar la democracia, el gobierno honesto, la política exterior independiente, el desarrollo económico, la justicia social, la cohesión nacional, y el prestigio internacional, tal como está ocurriendo en los países vecinos, a pesar de los graves problemas heredados de las dictaduras militares.

         No es un misterio que los radicales, entre los cuales se encuentran dirigentes como José Félix Fernández Estigarribia, un abogado e internacionalista de gran prestigio, o el inmensamente popular economista Domingo Laíno (que está forzado al exilio en estos momentos), cuentan con la cooperación de sus aliados naturales, los caballeristas, el apoyo de los pequeños partidos Demócrata Cristiano y Febrerista (socialdemócrata), el respeto moral de la nueva generación profesional de las Fuerzas Armadas, y la aprobación de la opinión pública mundial. Los radicales son la fuerza natural de la oposición en el Paraguay ahora, no solamente porque representan una antigua democracia nacional victoriosa (después de todo, Stroessner puede ser derrotado como Ferreira, Jara, Chirife y el Ejército boliviano), sino, sobre todo, porque han sabido evolucionar, asumiendo nuevas ideas, expectativas y estrategias. El florecimiento de estos nuevos valores está simbolizado por la demostración estudiantil paraguaya de junio de 1969, cuando un movimiento juvenil masivo se levantó espontáneamente para protestar contra la visita de un delegado del presidente Nixon; esta demostración antiimperialista (que fue brutalmente reprimida) no estaba inspirada en el comunismo, sino más bien en el mismo espíritu de los sesenta que estaba impulsando a la propia juventud norteamericana a condenar la guerra de Vietnam y la inmoralidad política. El régimen de Stroessner ha hecho todo lo que ha podido para destruir el espíritu de junio con 16 años de terror. No obstante, el espíritu no sólo ha sobrevivido, sino que está más fuerte que nunca.

         En 1922, los radicales habían organizado un sólido frente nacional con sus propios militantes campesinos y de clase media, aliados con los obreros y los estudiantes, para defender la democracia. La historia demostró que esa fue la mejor preparación para la defensa del Chaco diez años después. Ahora ellos pueden contar no sólo con esas mismas fuerzas de nuevo, sino también con pequeños partidos, los caballeristas, la Iglesia, los medios periodísticos independientes, y los hombres de negocio honrados, quienes están dispuestos a apoyar la restauración de la democracia. Los radicales ya han ganado una guerra. Ahora ellos deben ganar la paz.

         El Paraguay puede esperar mucho de su reconciliación interna. Entre otras cosas, una buena literatura.

         Las relaciones ideológicas de Gabriel Casaccia con el radicalismo paraguayo son diáfanas y coherentes. Nació el escritor en el seno de una familia asuncena de origen italiano aunque vinculada con ramas tradicionales de la sociedad paraguaya, entre las cuales abundaban los apellidos de dirigentes radicales. Se educó, en parte, en el colegio San José, de Asunción, donde también estudiaron escritores como Campos Cervera y Roa Bastos, que representaba en esa época una mezcla del pensamiento católico francés progresista y lo más evolucionado de la tradición humanística liberal del Paraguay. Completó sus estudios secundarios en Posadas, Argentina, donde su tío, Pedro Bibolini, era cónsul del gobierno de Eligio Ayala, el presidente radical por antonomasia. Cursó sus estudios de abogacía en Asunción (aunque residiendo parte del tiempo en Posadas) entre 1927 y 1932, años en que el radicalismo maduro se encaminaba a la cúspide de su prestigio en el país, atrayendo naturalmente a gran parte de los jóvenes más promisorios. Al mismo tiempo, trabajaba en el estudio jurídico posadeño del importante dirigente radical, Higinio Arbo. Cuando Arbo se convirtió en ministro de Relaciones Exteriores del presidente radical José Patricio Guggiari, nombró a Casaccia jefe de su gabinete ministerial. Durante el siguiente gobierno radical, de Eusebio Ayala, Casaccia sirvió en el Chaco como auditor de guerra. El largo y definitivo exilio del escritor, en Posadas, de 1935 a 1952, y en Buenos Aires, de 1952 hasta su muerte, parece subrayar aún más su solidaridad con la causa democrática paraguaya, tan afrentada en las décadas recientes.

         Además de estos hechos biográficos, la ideología que subyace en la mayoría de sus textos narrativos -algunos de los cuales aparecieron originalmente en "El Liberal" de los años veinte y treinta- contribuye a testimoniar la adhesión de Casaccia a muchos de los postulados básicos radicales, que es por otro lado una doctrina flexible, amplia y muy poco dogmática. Esta vinculación debe ser investigada en estudios ulteriores que tengan como objeto situar la producción de La Babosa en el marco de la historia personal del escritor y en la trayectoria del conjunto de su obra, así como dentro de la evolución literaria paraguaya y latinoamericana y con referencia a su recepción pública y crítica.

 

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LA BABOSA Y SUS CRITICOS

Ensayos de FRANCISCO FEITO y TERESA MÉNDEZ-FAITH

Intercontinental Editora,

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Asunción-Paraguay 2007





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