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LUCY MENDONÇA DE SPINZI (+)

  EL AMIGO - Semblanza de LUCY MENDONÇA DE SPINZI


EL AMIGO - Semblanza de LUCY MENDONÇA DE SPINZI

EL AMIGO

Obra de LUCY MENDONÇA DE SPINZI

 

EL AMIGO

(Semblanza)

Después de veinticuatro años de ausencia puedo decir que lo conozco. Mientras estuvimos juntos todo fue pugilato del espíritu buscando comunión. Comunión entre ambos, con nosotros mismos y con el Alfa y Omega que ambos buscábamos sin formularnos claramente.

Entonces era mi padre solamente… Y yo lo urgía exigiéndole respuestas, y cuestionándole, y objetándole, y solicitando su protección y recordándole sus responsabilidades. Nos pasábamos conversando y discutiendo. Era como si él tuviese una llave secreta que yo no lograba arrancarle.

Desde chica lo acompañé en sus tertulias de café provincianas al estilo Buenos Aires, de remota filiación parisina.

Su piel más que oscura contrastaba con el cabello liso muy blanco, engominado al estilo Gardel. El eterno traje oscuro y la camisa clara ocultaban la dignidad raída de la pobreza enfrentada a fuerza de remiendos secretos, verdaderas obras de fina artesanía que solamente nosotros conocíamos, concebidas no para lucir sino para ocultar. Mi madre las realizaba en silencio hosco y aún hoy, en su ancianidad, conserva un letargo tejido de renunciamientos. Por eso fui olvidándome de amarla. Volqué en él todo el brío con que ambos enfrentamos la adversidad, sin perder el derecho de la cólera y de la risa. Sí. A veces nuestra risa se tornaba amarga, ora triste, ora preñada de esperanzas infantiles. A veces se hacía blasfemia…

El quemaba sus noches con sus tres amigos del alma, en ronda de caña paraguaya, jugando a las utopías. Redimían a la patria, añorada en interminable destierro; al mundo, enfermo de codicia disfrazada de buenas razones; y hasta redimían su economía siempre escuálida.

Eran tres sus amigos de aperitivo cotidiano: Romanito, el bandoneonista rosarino que lloraba sus tangos de la Guardia Vieja en el fuelle; Alfredo Méndez, con su hermosa cabeza gris de Beethoven (que dicen que dejó la carrera de medicina en el último año al morírsele la novia de juventud, y dedicó su vida a curar sin licencia al pobrerío de Villa Alberdi); y Juan Silvano Díaz Pérez que sobrevivía en el destierro con altivez melancólica.

Tenía mi padre una ruleta de juguete con la que experimentaba la gran empresa, que él juzgaba práctica, de su vida: la martingala. Nunca llegamos a ningún acuerdo él y yo sobre el punto. Siempre juzgó más decoroso intentar saltar la banca del Casino de Mar del Plata que andar en los tejes y manejes de su profesión de abogado, que consideraba más turbios que los juegos de azar. Sus títulos académicos no le sirvieron más que para que todos le reclamásemos que los usara para un confortable destino burgués. El quería satisfacernos con un golpe de fortuna en el juego.

Estuvo en la política de la patria tan incómodo como un cenobita en un burdel. Pero no perdió jamás la inocencia… Los amigos del destierro lo motejaban "Lucio el Quijote". Y él sabía que era verdad, al punto de llamarle cariñosamente a mi madre, su Sancho Panza.

A menudo yo lo odiaba y no se lo ocultaba. El comprendía. No pretendió jamás que aceptara sin rebeldía lo que el entorno estaba modelando en mí, según la cultura predeterminó: el destino de Residenta en una paz de derrota. No podía perdonar… Ni ahora… Por ello discutimos siempre, pero obedecí… Nunca acepté al varón vencido de nuestra tierra, pero lo sobrellevé.

Estuvo inmerso en la cultura y no supo escapar. Yo tampoco. El se evadió como pudo, en las utopías y en el humo del cigarrillo. Yo también.

Me enseñó a soñar, a fuerza de lágrimas y desencantos, y a atrincherarme en la única realidad aceptable: la del interior del corazón, ahí donde ni amenazas ni hambre doblegan la esperanza de la liberación que esperó. Y llegó. Cuando sus pulmones estuvieron deshechos seguía con la vieja imprenta tirando los últimos números diarios anunciadores de una era de libertad nacional que se tradujo en su liberación personal cuando atravesó la última puerta, con su sonrisa de siempre y con las últimas palabras: "misión cumplida" –dijo– y expiró.

Ahora somos amigos. El no llegó a la ancianidad y yo me estoy acercando a su última edad. En las volutas del humo, en mis paseos solitarios en las noches bajo la fronda, bajo las estrellas, en los nubarrones, en el viento, en los relámpagos, espero lo mismo que él esperó… y lo recuerdo. Y puedo, al cabo de veinticuatro años de ausencia, conocerlo como nunca lo conocí, y amar más que antes el niño que fue y que sigue vivo en mí…

Por fin somos amigos…

 

(De: Veintitrés cuentos de taller, 1988.

[Dirección: Hugo Rodríguez-Alcalá])

 

(De: "ANTOLOGÍA DE LA LITERATURA PARAGUAYA"/ 3ra. Edición

Autora: TERESA MENDEZ-FAITH

Editorial EL LECTOR, Asunción-Paraguay 2004)






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