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LUCY MENDONÇA DE SPINZI (+)

  CUENTOS QUE NO SE CUENTAN, 1998 - Cuentos de LUCÍA MENDONÇA DE SPINZI


CUENTOS QUE NO SE CUENTAN, 1998 - Cuentos de LUCÍA MENDONÇA DE SPINZI

CUENTOS QUE NO SE CUENTAN

Cuentos de LUCÍA MENDONÇA DE SPINZI

Edición digital: Alicante :

Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2002

N. sobre edición original:

Edición digital basada en la de [Asunción (Paraguay)],

Arandurã, [1998].

 

PRÓLOGO

¿Cómo es posible? Me pregunté luego de leer esta obra, ¿cómo es posible que una buena ama de casa, madre de nueve hijos, confinada durante casi toda su existencia en una chata y perezosa comunidad semirrural irrumpa así en el torbellino de letras? La sorpresa no era total; Lucy Mendonça de Spinzi ya nos había adelantado algunos detalles de su apasionado ingenio pero ahora tiene «la fuerza de un huracán aunque no sea más que un suspiro trémulo», ahora destroza, conmueve y subyuga, violando los recovecos más íntimos de la conciencia humana. Hacía falta que Lucy se propusiera el objetivo que más seriamente había deseado: los cuentos que no se cuentan, los cuentos que no se quieren contar porque nos lastiman y, a veces, nos asquean, porque nos acusan y nos hacen sentir mal. Quien quiere sólo divertirse que no lea esta obra, que cierre la tapa del libro y que se sumerja en esa torpe inconsciencia que tanto nos gusta.

 
Hay en esta obra algo así como tres niveles o tres lecturas posibles, que hay que recorrer como estancias del infierno o del paraíso, como quiera llamárselo. En primer lugar, toda la obra puede ser considerada como un alegato. De hecho empieza con un denso ensayo. Los cuentos son las piezas con las que se construye el resto del alegato. Es una elaboración ordenada y razonada para probar una tesis o un conjunto de tesis.

Este alegato es un acto de rebeldía de la razón contra tanta gazmoñería tonta que difunden algunos religiosos y moralistas. A pesar del cotidiano espectáculo de «multitudes sometidas a huidas masivas, hambre, desnudez, matanzas y martirios». A pesar del «déficit espantoso en que se encuentra la infancia en cuanto a salud mental, emocional y psíquica» se siguen propiciando la procreación y la paternidad irresponsable, el rechazo de la tecnología moderna para otorgar a la mujer la libertad de decisión sobre su capacidad genésica y la proliferación de niños que serán luego inadaptados, inseguros, quizás delincuentes. El primer reproche (al que me adhiero con toda mi convicción) cabe hacer a los que bajo el pretexto de «defender la vida en el seno materno» envilecen la vida de la pobre gente. Sustituyen el amor evangélico por un fariseísmo hipócrita. Tienen la soberbia de creerse guías de un mundo cuya evolución y problemas ya no se comprenden. Empujan al pobre hacia la desesperanza y a la persona lúcida hacia la blasfemia. Debido a una peligrosa mezcla de ignorancia, estupidez y terquedad extrema dañan a los que siguen sus enseñanzas y enfurecen a los que las rechazan. Todavía no aprendieron que el vino nuevo debe ser puesto en odres nuevos, que la moral evangélica ya no puede ser echada en la bolsa del maniqueísmo agustiniano.

También alcanza el reproche a otros tipos de líderes: antropólogos ingenuos, desarrollistas, ecologistas, cuando se niegan a considerar «las tremendas consecuencias del laisseferismo genésico» o pretenden recuperar el «buen salvaje roussoniano», utopía que es desmentida por la dura realidad de que entre los «buenos salvajes» la anticoncepción y el aborto eran fácilmente aceptados así como para ellos «la eugenesia», la eutanasia y el canibalismo ritual fueron tan socorridos y sagrados como lo es hoy el «derecho a la vida». Ni siquiera es aceptable echar la culpa de todos los males a la mala distribución de la riqueza. «Como si ella estuviera allí, como tierra de nadie cuando la tierra estaba poco habitada» y como si la explosión demográfica no fuera el subproducto del avance científico y tecnológico.

Dentro de este alegato cada cuento es como un argumento más que contribuye a probar la tesis. El primero «Día de visita», es una exaltación de la locura como única actitud válida ante un mundo desquiciado. «El Ángel de la Villa» se refiere a la espantosa manipulación que se hace de la niñez y a qué tipo de vida se la condena. «La inocencia de Eulogia» muestra el desánimo y la abyección en que cae la pareja pobre cuando se llena de hijos. Y así sucesivamente hasta llegar a «Por unos zapatos rojos» donde se cuenta el resentimiento materno que percibe un hijo que nunca fue deseado y la quemante pregunta: «¿Por qué no me abortaste? ¿Si no tuviste temor religioso para fornicar acaso ibas a tenerlo para abortar?» El discurso se vuelve narración y el alegato queda probado con argumentos que son pedazos de vida.

En un segundo nivel puede ser considerado este libro como una obra literaria, una pretensión de escribir bien, de llegar al arte de las letras si fuera posible. En este segundo nivel me introduzco con el temor del profano que no está ejercitado en la crítica literaria pero que quiere exponer sus opiniones y reacciones, aun a riesgo de que sean disparatadas y banales.

La narración discurre en un estilo directo y recio, sin rebuscamientos, como si se tratara de una pintura de trazos gruesos y nítidos. Los antiguos decían que el estilo es el hombre. En verdad puede ser perfeccionado, embellecido y pulido a medida que se perfecciona el oficio del escritor. Pero cuando la expresión literaria se maquilla demasiado pierde autenticidad. Es preferible una redacción dispar que una obra de calidad uniforme sin la vibración del alma del autor. En los escritos de Lucy Mendonça hay párrafos brillantes y párrafos donde la expresión se hace más torpe, pero ninguno de ellos carece de honestidad. En la honestidad de estas líneas se expresa el carácter de la autora, firme, luchador, honesto, siempre dispuesto a bregar por alguna causa altruista.

En «Los cuentos que no se cuentan» se retrata Lucy Mendonça, quizá no toda entera pero sí en la parte más generosa de sí misma.

Quizás por esto mismo la autora no termina de desligarse de los personajes que crea. Ellos están in fieri, como todavía en el momento del parto. No siempre pueden tener vida propia y caminar por sí solos por los caminos del mundo. La Doña Isidora de «El Ángel de la Villa» es apenas una sombra: su hija Ana María está, en cambio, con unos pocos trazos, muy bien diseñada. La descripción de las relaciones de pareja que se encuentra en «La inocencia de Eulogia» es literalmente correcta pero las motivaciones de los personajes son demasiado lineales. «Perla Mbarete» no se ajusta a lo que dijimos anteriormente porque en ese cuento el personaje se escapa de las páginas del libro y se agita ante los ojos del lector; también la mujer de

«Tierna infancia» tiene vida propia sobre el trasfondo obscuro de una historia sórdida.

¿Cómo clasificar a esta obra? ¿Es literatura de denuncia, es autobiográfica, es testimonial? En verdad, es un poco de todo eso. En el cuento «Rosario» es autobiográfica. En todo el resto de la obra, a mi juicio, predomina la literatura de tipo testimonial porque la autora quiere contar lo que vio y palpó en el desgraciado itinerario sexual y reproductivo de las mujeres pobres de nuestro país. Si predominan el dolor y la queja no es porque lo quiera la escritora. Ella proclama «benditas las almas que carecen de la visión trágica de la vida. Benditos los frívolos, los simples, que flotan sobre el dolor que satura la tierra», pero no puede olvidar, «gime la especie mientras la naturaleza provee -instinto genésico mediante- de renuevos infinitos para las guerras, para el hambre, para las aberraciones, para la producción y para el consumo». No se trata de una preferencia por lo morboso, sino de una lucha contra el mal; poner la literatura al servicio del testimonio, es una opción legítima. Pero hay un tercer nivel, mucho más profundo, en el que discurre y debe ser leída la obra. Este nivel tiene resonancias místicas y semejanzas con el libro de Job. Es el nivel marcado por los cuatro «momentos» que se intercalan en el texto. Estas cosas no nos son contadas a nosotros; por el contrario, son lamentos del justo atribulado, son cuentos contados para Dios. No nos engañemos, nosotros no somos los destinatarios del mensaje, es Dios. Nos es posible enteramos de este diálogo entre la autora y Dios; pero esta obra sigue siendo una larga oración.

¿Acaso Dios no lo sabe todo? Parece ocioso que tengamos que informarle acerca de lo que pasa en Su mundo. Sin embargo la Biblia nos enseña que tenemos que hablar así a Dios. En el libro sagrado de Job el personaje bíblico se queja de que Dios «consume al íntegro y al culpable. Cuando de repente una plaga trae la muerte. Él se ríe de la desesperación de los inocentes» (Job 9, 22-23), en estas páginas se relata el sufrimiento de los humildes y de los pobres, el diálogo con Dios se convierte en una queja y en una recriminación, la oración a veces se crispa y se tuerce hasta los bordes de la blasfemia.

De un modo similar la autora comienza evocando la tierna imagen del Dios de su juventud. Un Dios que le hizo creer en la justicia; que le arrebató con la belleza de la obra de sus manos, por cuya causa se sintió partícipe de la armonía cósmica. Pero el tiempo pasó y llegó la experiencia «del sufrimiento que desgarra y tritura lo mejor de la creación», apareció la sospecha de que el fango de este mundo también es de Dios. No fue sólo la tristeza de la ingenuidad perdida, fue la peor de las humillaciones, el desencanto de la inteligencia que no puede explicarse lo de irracional que hay en este mundo; dolor tanto más fuerte cuando más creyente es la persona. Es el drama de la conciencia religiosa o de la conciencia cristiana a secas -que no alcanza a compatibilizar su idea de Dios con su percepción del mundo. Entonces el ser humano, aunque sea sólo una caña, pero una caña pensante, se yergue con rebeldía e interpela a su Creador.

En el «segundo momento» explota esta rebeldía contra Dios. Dice la autora: «Nadie más que vos sabe cuánto te quise. Nadie más que vos sabe cuánto quiero odiarte, acusarte. Creador supremo, quien seas y como quiera que te llames». No se puede convencer de que otro sea «el culpable de todo este espanto». Cuando alcanzó su madurez de ser humano se sintió con el derecho y el deber de reclamar por las «profundidades del horror que experimento en este mundo salido de tu mano». En un pasaje admirable por su riqueza mística y su calidad literaria la autora conmina a Dios a que le responda y hasta rechaza la seducción de lo divino porque quiere odiarlo libre e intensamente. Todo el pasaje sonará a blasfemia pero si el libro de Job es divinamente inspirado es el mismo Dios quien se interpela a sí mismo. Job llega aún más lejos, él no calla «no reprimiré yo mi boca, hablaré en la angustia de mi espíritu, me quejaré en la amargura de mi alma» (Job 7, 11). Aunque sabe que el hombre no puede justificarse frente a Dios (Job 9, 2) y que aun teniendo razón no podría ganar en una contienda con el Creador (Job 9, 15), el personaje bíblico se aferra a su dignidad humana y se enfrenta a Dios. «Yo tomo mi carne en mis dientes y coloco mi vida en las palmas de mis manos, aunque Él me matara, no me dolería, con tal de defender ante Él mi conducta» (Job 13, 14-15). Y no llegará hasta Dios en actitud humilde sino que expondrá ante Él su causa y «tendría la boca llena de recriminaciones» (Job 23, 4). En el discurso final Job dice: «¡Ahí va mi firma! que me responda el Todopoderoso» (Job 31, 35), como en un juicio donde el ser humano es el que acusa y el Ser divino el que está obligado a defenderse.

Sin embargo, este ser rebelde, no puede dejar de bendecir a Dios. En el «tercer momento» aparece de nuevo la admiración ante el universo, con su riqueza total, con lo que tiene de malo y de bueno, ya no la fascinación ingenua de la juventud basada en el desconocimiento del lado obscuro de los seres humanos y de las cosas sino la comunión con el todo de la persona madura que «agradece el infierno y el paraíso» y sigue elevando sus brazos hacia lo alto, tercamente. Porque así es la vida y así hay que aceptarla, para poder vivirla.

Finalmente, en el «cuarto momento» la blasfemia se disuelve en la adoración ante el misterio. La narración ha terminado, el alegato ha concluido, la causa ha sido presentada ante lo Alto. Este cuarto momento viene después del cuento en el que se relata cuán fútil puede ser el motivo por el que se da la vida. A veces Dios se parece a la madre del cuento «Por unos zapatos rojos» que demanda al hombre «gratitudes imposibles por el don de estar allí, vivo y amargado» pero al final la persona humana comprende que su existir enriquece a los otros y, quizás, enriquece también a Dios. Ahora sólo queda el silencio y la sumisión humilde: «Señor de mis amores, me inclino reverente ante tu majestad, con la rebeldía domeñada y con la paz puesta sobre mi pena incurable. Se acabó la búsqueda. Queda el misterio».

JUAN M. CARRÓN

 

 

 

Enlace al ÍNDICE de la versión digital de CUENTOS QUE NO SE CUENTANen la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES

Prólogo/ Introducción

Primer momento/ Día de visita/ El ángel de la villa/ Noche de tormenta/ Segundo momento/ La inocencia de Eulogia/ Bendita sea la cultura/ Perla mbarete/ Rosario/ Tercer momento/ Tierna infancia/ La patria es la patria/ Recordando a Borges/ Por unos zapatos rojos/ Cuarto momento.

 

 

INTRODUCCIÓN

INFANCIA

Ya es lugar común, desde Sigmund Freud, que el período de la infancia define las tendencias emocionales y sicológicas del individuo. Estas son la base sobre la que se suma -en el transcurso de la existencia personal- el desarrollo volitivo e intelectual del sujeto, que siempre estará bajo la influencia ineludible del fundamento inicial. De ahí la urgencia de encarar la problemática de la infancia, lo que parece pasar desapercibido en el torbellino de información secundaria que provoca confusión. Por su parte la herencia cultural atávica juega un papel fundamental que reproduce el modelo arcaico de la domesticación sistemática del niño, según pautas variables y cambiantes de cada sociedad y de cada tiempo, pautas siempre -o casi siempre- a cargo exclusivo del elemento masculino, cosa que agrava los resultados por la constante exclusión y castigo del elemento femenino, siendo, precisamente éste el que juega el papel más importante y decisivo en la futura conducta adulta. Ya nadie ignora que la mayor responsabilidad, a la hora de ver resultados, cae sobre la madre, sobre todo en cuanto a fracasos.

El papel masculino que parece debería ser el de protector de la pareja, del hogar y de la prole, es, desde siempre, el de represor, castigador y diseñador de muchos modelos sociales que vienen dándose a través de la historia.

Se podría suponer que se trata de una imposición de carácter biológico de supervivencia en la pugna innata de la lucha por la existencia contra la naturaleza, contra otras especies y contra otras etnias e individuos que significan amenaza potencial permanente. Sería pues, el modo masculino, natural, de cumplir con la función de protector del núcleo familiar, extensivo al de la sociedad, en los inconscientes impulsos de sobrevivencia colectiva.

Estas consideraciones llevan a aceptar la premisa de que la condición ineludible del ser es la competencia en lucha a muerte por la sobrevivencia. Es una premisa posible, pero riñe con la corriente humanista pretendida por el presente mundo globalizado. Ello parece una contradicción en cuanto se observan los resultados al fin del segundo milenio. Por una parte están las buenas intenciones manifiestas y por otra, los pavorosos hechos que parecen confirmar la hipótesis de la ineludible condición de fieras en guerra permanente por la vida y el predominio consecuente. Así pues, somos espectadores impotentes de los acontecimientos diarios en el mundo, queramos o no asumirlo.

Multitudes humanas sometidas a huidas masivas, hambre, desnudez, matanzas y martirio, incluidos niños víctimas del incomprensible horror ancestral, son noticia normal que recorre el globo terráqueo. Carencias acuciantes para millones de seres humanos, injusticias, amenazas, catástrofes y angustias dantescas conforman la realidad cotidiana para la mayoría de los pobladores del planeta. Los extremismos más crueles pasaron a ser opciones válidas, como el terrorismo, la guerra de guerrillas, revoluciones, guerras étnicas, religiosas o de mero predominio territorial o económico. Pero lo que continúa siendo impensable para la mayoría los líderes espirituales del mundo que influyen, precisamente, en los sectores poblacionales más pobres y abultados demográficamente, es el uso de la tecnología para otorgar a la pareja -en especial a la mujer- la libertad de decisión sobre su impulso genésico. Esa discusión se corta drásticamente con el antiargumento de «atentado contra la vida».

Cada niño que nace es un benefactor, un criminal o un mártir en potencia. Todo dependerá de su entorno: en primer lugar de las condiciones, circunstancias y amor de la madre; en segundo lugar de la presencia protectora y afectuosa del padre, o de su ausencia. En ese aspecto, una mirada distraída a nuestro alrededor nos muestra el déficit espantoso en que se encuentra la infancia en cuanto a salud mental, emocional, síquica, para no mencionar otros aspectos obvios. Ese déficit es una bomba de tiempo para el futuro social.

La peor lacra de la actualidad es el estado deplorable de la infancia mayoritaria sobre todo el orbe. El castigo a la mujer por no respetar los tabúes sociales judicializados sigue sometiéndola a proyectar sobre su prole -y sobre el futuro humano- sus infortunios.

Un paréntesis de reflexión sobre los personajes tenebrosos de la historia mediata e inmediata lleva a suponer que fueron individuos malformados en la niñez. Lo mismo que los inadaptados criminales que conforman legión hoy y siempre. Las mujeres del primer mundo -que se abstienen de procrear más allá de sus posibilidades- saben lo difícil que es criar al hijo aun con todas las comodidades tecnológicas del día. Por lo que es necesario suponer que ninguna política gubernamental, por sofisticada que sea y bien intencionada, podrá cubrir el espectro de requerimientos para la salud integral del niño. Las políticas igualitarias y distributivas a lo Robin Hood, las conquistas de las feministas de todas partes, no llenan ni someramente las necesidades del niño. Ningún Estado puede suplir con sus leyes la necesidad imperiosa de la presencia activa y amorosa de una madre en sus cabales protegida por un padre responsable de sus deberes. Toda prótesis es siempre eso: prótesis. Pero una humanidad que genera carencias masivas para vender prótesis, pierde su condición de tal. Pasadas las épocas de la feliz inconsciencia que nutría a la sociedad humana de moralina religiosa y cultural, queda el hecho escueto de que ninguno de los analgésicos tradicionales -como aquél de que «cada niño trae su pan bajo el brazo»- tiene efecto real; los analgésicos calman momentáneamente el dolor, pero no curan la enfermedad. En la sociedad agrícola tenía funcionalidad la prole numerosa. Importaba poco el individuo pero sí el núcleo familiar como célula social. Todas las expectativas estaban puestas en la grey. Allí encontraba la persona humana su estímulo y a él otorgaba sus potencialidades. Los que no se sometían a esa regla era simplemente desechados.

El avance tecnológico y el incremento del valor del individuo como sujeto de interés fundamental en que se apoyó el llamado humanismo, hoy vigente según declaraciones oficiales de nivel mundial, produjeron la prolongación de las expectativas de vida, un cierto control de epidemias que diezmaban la población mundial, un cierto control sobre la mortalidad infantil y un optimismo exagerado respecto a la gestión humana como agente «humanizador». Curiosamente, y como contrapartida, las predicciones malthusianas se hacen presentes de algún modo. Aparece la explosión demográfica mundial, aparece la comprobación de que los recursos naturales necesarios para la sobrevivencia de las especies del planeta no son renovables como se suponía y, lo que es más contradictorio, el individuo vuelve a tener valor en la medida de su funcionalidad social. Todo intento de devolverle su importancia en razón de su mera existencia parece ser tiempo perdido y mera manifestación de piadosas intenciones.

El humanismo tropieza con sus propios pies al negarse a considerar las tremendas consecuencias del «laisseferismo» genésico. Se niega a aceptar oficialmente la posibilidad que ofrece la ciencia para limitar la natalidad en beneficio de la calidad de formación de la infancia. Niega a la mujer el derecho de procrear de modo racional en beneficio de la prole y de la misma especie y su futuro.

La vuelta nostálgica hacia el paraíso perdido de las tribus primitivas por parte de antropólogos y teólogos, la esperanza de recuperar al buen salvaje roussoniano utópico, son buenos ejemplos de la desorientación reinante. En esas idealizaciones se omiten hechos mayúsculos como que el buen salvaje siempre vivió guerreando de modo bestial, y siempre usó métodos contraceptivos, muchos por cierto muy crueles según los parámetros morales vigentes, y que la eugenesia, la eutanasia y el canibalismo ritual fueron tan socorridos y sagrados como lo es hoy el denominado «derecho a la vida».

Se sigue pretendiendo ignorar tercamente que el cachorro humano es el más susceptible de convertirse en peligro planetario autodestructivo cuando está en juego su integridad emocional y síquica, sin necesidad de padecer estado patológico según diagnóstico siquiátrico. La existencia de sub-razas multitudinarias en varias partes de la geografía planetaria, no es ninguna hipérbole caprichosa Es cuestión de no negarse a ver lo que traen las noticias del día. Los beneficiarios de esa constante desafortunada son los burócratas, los ideólogos carismáticos y las jerarquías oficiales religiosas. Pero los hechos siguen anunciando claramente -a pesar del torbellino informativo desorientador-que los planes mundiales y locales de corrección de los problemas de la superpoblación y su secuela de males, son meros generadores de cargos burocráticos con el consecuente incremento de impuestos y cargas públicas. Los paliativos son ridículos en contraste con la enormidad del daño. La acción estatal y de organismos internacionales, sumada a la de las proliferantes acciones privadas, significan una gota de agua en el desierto. Los cottolengos, los comedores comunes, los asilos, los campamentos de refugiados y demás piadosos emprendimientos, sirven más de consuelo y de lavado de conciencias que de remedio eficaz.

Las necesidades del niño van mucho más allá del alimento básico, la atención masiva de la salud y los albergues colectivos. Las carencias emocionales, afectivas, sicológicas e intelectuales de multitudes de criaturas inermes que deambulan sobre la faz de la tierra -abandonadas, maltratadas, vejadas, envilecidas, cazadas como ratas, explotadas por proxenetas, usadas como detectores de minas o como «mulas» para transporte de mercancías de narcotraficantes- escapan al control y socorro colectivos. Hay un enorme campo en el quehacer humano, personalísimo e irreemplazable. Una humanidad seducida por soluciones estatales, institucionales, burocratizadas y colectivistas, es ciega, sorda, manca y paralítica para asumir el hecho tremendo de la existencia multitudinaria de niños guerrilleros y terroristas, de «niños bombas» y de pequeños usados como juguetes sexuales para el «turismo» con poco riesgo de ser transportadores del virus del SIDA. Este crimen colectivo de lesa humanidad es el mentís más rotundo del triunfo de la gestión estatal en pro del individuo y de la especie.

Los pretextos para desviar pudorosamente la mirada en favor del «buen gusto» o de la «buena onda» son de diversa índole: desde seudorreligiosa y sentimental hasta, supuestamente, desarrollista. No faltan economistas que sostienen para el «desarrollo social» la necesidad de gran población. Se vuelve pues, a la visión -contrahumanista- de la lucha por la sobrevivencia y desarrollo -en este caso- como condición intrínseca del ser. La «prueba»: la institución de la esclavitud, vieja como el hombre, ha sido auténtica generadora de desarrollo material.

También los ecologistas tienen su propia venda sobre los ojos para omitir el hecho obvio de que, a más población humana más uso de recursos no renovables del planeta.

Los legisladores de estas latitudes no se quedan atrás en cuanto a no ver lo que no quieren. Aprietan despiadadamente las tuercas de la ley a las mujeres que no pueden o no quieren -por la razón que sea y que no está al alcance de la entendedera de sus magines de «juristas»- procrear más allá de sus fuerzas. Lejos de su comprensión está desde luego, la tragedia de madres que deben delegar a mercenarios sus funciones prioritarias de custodias de su prole, para salir a trabajar por cualquier salario para solventar las necesidades impostergables de la elemental supervivencia. Ellas -que conforman legión- son, irremediablemente, potenciales violadoras de las «leyes» escritas por varones.

Se desarrolló una gran sensibilidad ecologista, al punto que las especies animales y vegetales en riesgo de extinción son objeto de protección esmerada. Pero la salud mental y la conciencia de sus naturales depredadores quedan relegadas al azar y los parches piadosos. Hegel enunció que si los hechos no concuerdan con la teoría, mala suerte para los hechos. Lástima que en cuanto al presente tema, la mala suerte recaiga siempre sobre el futuro de la humanidad y del planeta.

Los privilegiados de la tierra están comprando predios en la luna y en otros cuerpos celestes, según noticias periodísticas. Esto recuerda la conducta de las ratas en una nave que está por hundirse. Hace pensar que el mundo se convirtió en una casa de inquilinato vetusta, maltrecha, en peligro de derrumbe e infestada de alimañas hambrientas y desesperadas cuales son las multitudes de seres humanos sin acomodo posible a pesar de los organismos internacionales y sus esfuerzos obviamente inútiles.

Estas apreciaciones podrán ser tachadas de apocalípticas, pero el hecho es que, los que pueden, se comportan como los alegres personajes del Decamerón. El presente se presta para las simplificaciones ideológicas de líderes que atribuyen todos -28- los males a la mala distribución de la riqueza. Como si ella estuviera allí, como tierra de nadie cuando la tierra estaba poco habitada. Como si no se la generara con ingenio y esfuerzo múltiple. Además, la actual explosión demográfica con sus consecuencias espantosas, responde a un evidente aumento de riqueza y poder (científico y tecnológico) en manos de mayor cantidad de personas como no hubo nunca antes. El fenómeno es hijo del bienestar repartido entre muchas sociedades que renunciaron a las tradiciones arcaizantes. Por más generosas que ellas sean, la explosión demográfica supera todo altruismo posible. Negarlo es un fraude. Como lo es negar la urgencia de limitar la natalidad en pro del equilibrio de las especies que comparten el hábitat limitado que es el planeta.

Sin entrar al campo del feminismo -que puede ser una reacción a veces ciega de la mujer contra el atávico tutelaje irrespetuoso del varón- se puede afirmar que el elemento masculino en Iberoamérica es el menos indicado para decidir y legislar sobre el tema de este ensayo. Por tradición y con manifiesto orgullo el hombre se jacta de disfrutar del placer sexual y dejar a la pareja con las consecuencias. Ella a su vez, transmite a los hijos las penurias y frustraciones de esa lucha desigual y solitaria. Por otra parte, la intervención de conciencias es un feo aspecto de la moralina tradicional de esta zona del continente. Desafortunadamente, esa manía hereditaria, es compartida activamente por el elemento femenino.

En general, el hombre sabe poco de esa frágil y sensible prolongación de sus apetitos sexuales en el vientre de la compañera. Ese misterio no le pertenece y debería estarle vedado legislarlo. Porque no se trata siquiera de obligar al padre biológico de darle apellido y sustento al producto final de las relaciones carnales, sino de asumir un papel poco menos que desconocido por él en nuestra cultura. Es archiconocida la sobreabundancia de padrillos humanos que embarazan a cuanta mujer se pone en su horizonte, por mera compulsión, para probarse a sí mismos su propia virilidad tal vez insegura. Acaso ese patrón cultural masculino responda a un modelo de infancia humillada, amedrentada y menoscabada. Evidentemente no pudieron asumir emocional, síquica y afectivamente la condición primera y última de la naturaleza masculina: el coraje de asumir responsabilidades y no delegarlas en los más débiles.

Ya dentro del terreno de las suposiciones y de las hipótesis, este sistema de relacionamiento, anómalo, desde luego, podría ser la razón por la que la mujer paraguaya -y probablemente de otras sociedades afines- sea tan propensa a aceptar los maltratos físicos y sicológicos por parte del varón. No solamente por costumbre según modelo cultural, sino por temor a perder la imagen del «compañero protector y padre del hijo» aunque esa no sea otra que una caricatura cruel. Podría también ser la explicación de la aparente frecuencia con que el elemento femenino-aquí y en cualquier parte y época- tiende a comerciar con el sexo. No solamente porque tiene, ancestralmente, menos opciones laborales que el hombre, sino también por sentirse fisiológicamente más atada que él en su rol emocional de madre.

Cada época tiene su modelo de moralidad, con mayor razón ésta, globalizada. Hay pues, una especie de «puritanismo» al uso que se caracteriza por desdeñar la raíz de muchos fenómenos colectivos. Como todo puritanismo es piadoso respecto a la cantidad en desmedro de la calidad. Moviliza una mística panteísta sentimental omitiendo toda trascendencia que no sea terráquea y sensorial. Exalta la igualdad y lo colectivo en desmedro de lo particular e individual. Se evita asumir las limitaciones del planeta en su capacidad de albergar exceso de población humana y se hace lo mismo con las posibilidades femeninas en cuanto a procrear más allá de sus fuerzas. Se tiende a evitar el análisis de fenómenos masivos alarmantes como la demencia colectiva, el incremento de la rapiña en todas sus formas -desde la brutal hasta la encubierta-, la comercialización y consumo de estupefacientes y estimulantes, la carrera por adquirir poder de cualquier modo, la criminalidad en aumento de adultos y de niños, el recrudecimiento de prácticas de crueldad étnica y política y otras actualidades, con la procreación indiscriminada en detrimento de la calidad de vida de la infancia.

El presente ensayo no pretende ofrecer receta alguna, pero sí llamar la atención sobre un tema tabú en nuestra cultura. Los que lo intentan, casi siempre son desoídos o condenados a los extramuros de la indiferencia social.

Pero corriendo esos riesgos habituales, sí es urgente señalar que la mujer sigue siendo objeto de crónica violación de su conciencia como individuo y actor fundamental de la prolongación de la especie y del futuro planetario.

Es que el humanismo en boga llega a extremos de tolerancia sexual y reproductiva sin reparar en el costo para las inermes víctimas infantiles que lo proyectarán al futuro.
Al menos los tabúes sexuales del pasado, con toda su torpeza, contemplaban de algún modo las consecuencias de tales abusos.

Todo lleva a sospechar que existe una inconsciente conspiración autodestructiva de una sociedad globalizada que se niega a enfrentarse a la sobrecogedora y cruel realidad de una gigantesca infancia mártir de final de milenio. - Areguá, 29, III, 98.


 

PRIMER MOMENTO
 

Nadie más que vos sabe cuánto te quise: mi sueño y mi despertar te estuvieron consagrados. Las torres rojas, los palacios nazaríes, la canción del agua y el lamento del violonchelo, todo, absolutamente todo, estuvo referido a vos y a nadie más que a vos. Mi llanto sin consuelo, mis fracasos eternos, mis nostalgias incurables te los dediqué. Esas locas aventuras del pensamiento y aquel fuego incandescente de la pasión te tuvieron como causa y combustible. También mis iras cósmicas y esa ternura blanca destilada en la leche de mis pechos. Por vos la sal de mis lágrimas se hizo lava ardiente, generosa, que manó sin tregua por el infortunio del desvalido y de la infancia inerme. Solamente por vos tuve la fuerza del huracán siendo nada más que un suspiro trémulo. Por vos creí en la justicia y por vos tuve bellos momentos de paz en la desgracia. El silencio solemne de todas las ruinas de la tierra se volvió cántico triunfal y las piedras vibraron de alegría y los sepulcros abrieron sus fauces devolviendo a los resucitados del dolor de cada mártir anónimo. Reverdecieron los páramos y la fronda de esmeralda filtró el oro de un sol nuevo en una tierra nueva. En vos vi a los esclavos de todos los tiempos que ascendían al cielo por la escala de Jacob. Por tu causa me arrebató la belleza de los mundos hechos por tu mano y la hermosura rozó mi carne corruptible. Por tu causa me sentí partícipe de la armonía cósmica y comprendí el himno universal de las estrellas.

Si viví, por vos fue. Si creí vivir, te lo debo. Si existí fue para vos. Te tuve por única razón de todo lo bueno, lo puro, lo santo. Odié el fango de este mundo que supe no era el tuyo. En la juventud esperé que me darías el Paraíso en la tierra. Luego comprendí mi soberbia. Me esforcé entonces por aprender la virtud de la paciencia, esperando contra toda esperanza que al final de este largo Camino de Santiago me tendrías preparada la alegría de tu Reino.

Ahora, envejecida, cansada, saturada de todo el sufrimiento que desgarra y tritura lo mejor de tu creación ante mi impotencia, te ruego solamente que, como consuelo, me cierres los ojos en un sueño definitivo de olvido eterno. Y si algo en mi amor fue grato a tus ojos, te suplico que nunca más me retornes la conciencia y la sensibilidad. Amén. - Areguá, miércoles 13, V, 98.

 


DÍA DE VISITA

 

La llovizna esfumaba los colores grises del pabellón y el verde de la arboleda. Bajo el ancho corredor, separados del resto de la gente, los amigos conversaban en voz baja. Desde la cocina llegaba el grato aroma del cocido con azúcar quemada. Tomás observó a Luis que acariciaba, ensimismado, un gato pelirrojo acurrucado muellemente sobre sus piernas extendidas.

-Los demás vendrán de un momento a otro. ¿Estás listo para recibirlos? -interrogó Tomás.

Dos pájaros pequeños alborotaban en lucha enconada o en apareamiento feroz lanzando chillidos sobre el brocal de un pozo en desuso.

-No sé. ¿Acaso alguien inteligente sabe algo con certeza? Todas sos suposiciones que se confunden con verdades absolutas.

El gato miraba la pareja de aves trenzadas en un revoltijo de plumas voladoras y de trinos vehementes con una atención parecida a la ternura.

Luis continuó:

-¿Acaso alguien sabe si esos se aman o se odian, o si el gato los ama o los odia? Lo seguro es que todos, sin excepción, estamos confundidos. Lástima que quienes lo manifestamos aparecemos como seres disociantes.

-Los que lo manifestamos somos los mejores -completó Tomás.

-Por eso nos aíslan, porque les decimos lo que no quieren asumir -remató Luis.

Sonrió concentrado en el gato que se desperezó ampliamente. Los pájaros habían alzado vuelo llevando lejos sus querellas. El felino se reacomodó, lánguido, y entrecerró los ojos esmeraldinos.

Somos los mejores, los mejores -canturreó Luis-, los demás son los elohim. El mundo está lleno de ellos, la progenie de los nefilim que copularon con las hijas de Adam y llenaron la tierra de íncubos y de súcubos que componen la sociedad humana. En Génesis 6 y en Efesios 6 se habla de ellos, pero nadie entiende. Por eso Jesús habló en parábolas para que solamente entendieran los predestinados: los que no son la progenie de los nefilim. Nadie conoce tampoco el Libro de Noé, ese apócrifo que cuenta cómo los ángeles caídos, los nefilim, buscaron el modo de destruir la simiente adámica encarnándose para fornicar con sus mujeres. Este minúsculo planeta tierra fue preparado como escenario de la guerra final entre la naturaleza buena del Padre y la mala. Los mazdeístas persas lo sabían. Eso explica la predestinación. Los fariseos de siempre comercian con una religión humanista sentimental.

Quedó mudo, con la mirada perdida; su mano larga acariciaba el lomo rojizo del animal. Tomás se puso tenso y le pasó el brazo sobre los hombros, como un hermano mayor que protege al menor. Con voz suave preguntó:

-¿Te parece que estás preparado para volver, he, Luis?

De alguna parte llegaba, nítida, la voz de un locutor de radio anunciando las noticias. Luis retiró las manos del gato y, temblorosas, las llevó a los costados de la cara tapándose los oídos con las palmas. Tomás le palmoteó el hombro. El comunicador decía:

«En el sur están siendo evacuadas dos mil familias. Las cosechas de algodón y soja están virtualmente perdidas en un porcentaje aproximado del sesenta por ciento. Las lluvias atípicas mantienen a etnias del Chaco aisladas por las aguas. Las facciones en pugna del oficialismo amenazan con desestabilizar al país si la oposición triunfa en los próximos comicios. Las quiebras bancarias repetidas dejan a millares de ahorristas en la calle. La huelga de transportistas se amplía por tiempo indeterminado. Los médicos, a su vez, amenazan con la misma medida de fuerza. Los niños de la calle aumentan en proporción alarmante. Estos son los titulares locales del día».

Luis emitió un grito ronco que vibró largamente en el corredor. Tomás estrechó en un abrazo al amigo que temblaba violentamente. Le castañeteaban los dientes y quedó rígido antes de ponerse de pie de un salto.

El animal huyó asustado.

 -Tranquilo, hermano, tranquilo. Si yo pude salir de aquí, vos también podrás, te lo aseguro-. Decía Tomás.

-¡No, nunca más, por Dios! Prefiero esto a volver a una sociedad malsana, pervertida, maldita. Ser otra vez un mísero Gregorio Samsa. ¡Volver a la parodia de la felicidad y de la «buena onda»! ¡Volver a un mundo en el que padres desquiciados aterrorizan a sus hijos a golpes y los maltratan! ¡Nunca!

En ese momento llegaron los tres enfermeros y le pusieron la camisa de fuerza. Luis siguió gritando antes de desaparecer de la vista de Tomás por el largo corredor:

¡Volver, nunca, nunca, avisales a todos, Tomás, avisales que son ellos los enfermos, avisales que viene el fin, que ya está aquí, que... -dijo todavía, ya lejos del amigo.

Tomás lo vio partir con las mandíbulas apretadas y los ojos secos. Los visitantes del otro extremo observaron mudos la escena y luego, susurrando, siguieron la conversación interrumpida.

Sobre la copa de los árboles lucían rutilantes las gotas de la llovizna bañadas en un sol nuevo que comenzaba a salir. - Areguá, 4, 8, 98.
 

 

NOCHE DE TORMENTA
 

El amenazo tenía inquietos a los muchachitos del orfanato Santa Teresita del Niño Jesús. En el poniente se encrespaban los lomos negros de los nubarrones. La hermana Concepción le dijo a la madre Superiora:

-Esta noche llegará la tormenta.

-Así es, hermana. Daré orden de adelantar la hora de la cena y del descanso. Es mejor que todos estén en la cama cuando llegue, para que no se asusten.

La hermana Concepción condujo escaleras arriba a los niños que tenía a su cargo -los que estaban entre diez y trece años de edad-; ya se escuchaban los primeros truenos, todavía lejanos. Los hizo arrodillar al pie de sus lechos y comenzó a recitar con ellos la oración al Ángel de la Guarda. Luego mencionó, uno por uno, los nombres de los cuarenta y tres benefactores que contribuían para el mantenimiento de la casa. Hizo un paréntesis recordatorio especial en favor de doña Catalina Rodeau, viuda del ilustre jurista, doctor Miguel Ángel Fuentes. La dama, además de auspiciante permanente, se había convertido en atenta proveedora de bienes específicos para la institución. A ella le debían las placas radiográficas que suplantaban los vidrios de las ventanas. Días atrás, al entregarlas solemnemente a sor Inés le dijo que servirían de protección contra el frío y los vientos, mientras no pudieran comprar cristales. Había hecho la recolección de placas radiográficas usadas en su círculo social, para el edificio a medio construir. Así que la hermana Concepción dio gracias a Dios y a la Virgen por ella y, además, encomendó a Santa Teresita la cura de la dolencia ósea de la mujer del Diputado que había hecho entrega de nada menos que treinta, del total de las sesenta. Antes del Amén recordó a los pequeños orantes que ésta sería la noche del estreno. Que gracias a Santa Teresita, que movía los corazones de los buenos cristianos, estarían a resguardo del temporal.

La monja de piel color de vela de sebo, se sentó en su mecedora, frente al cuadro del Corazón de Jesús, para iniciar el rezo del santo rosario.

Uno que otro cuchicheo interrumpía el pesado silencio del salón en penumbra. Los niños sudaban bajo las sábanas sin poder relajarse a causa del calor húmedo que precede a la tormenta.

Totito tenía miedo, mucho miedo. Recordaba estremecido, más como pesadilla que como recuerdo, una noche así, en que había sonado un estruendo terrible en la choza de algún lugar, -no sabía dónde, en el que había tenido una mamá y hermanitos. No podía precisar lo sucedido. Le llegaban de muy lejos, unas hilachas de memoria: un olor penetrante, unas figuras borrosas que se movían como espectros de un lado a otro entre ayes y lamentos. Luego, el deambular de una casa a otra, el desfile de caras extrañas y actitudes indescifrables, hasta que, por fin, quedó con las monjas. Totito inauguró el edificio a medio hacer, cuando estuvo habitable, juntamente con su amigo y compañero de infortunio, Francisco, que ocupaba la cama contigua a la suya, de modo que podían conversar en susurros sin que nadie se apercibiera. Eso le daba cierta seguridad a Totito, mientras esperaba, tembloroso, lo que se venía.

Un trueno seco se desplomó sobre la mole de cemento haciéndola trepidar. El dormitorio quedó en suspenso. La lucecita que atenuaba la negrura de la noche, bajo el cuadro del Corazón de Jesús, se apagó. La hermana Concepción quedó helada con el rosario apretado entre las manos. Ella también tenía miedo. Ella también dirigió la mirada hacia las placas radiográficas de las ventanas. Pareció un tiempo infinito, hasta que el fogonazo, largo, parpadearte, hizo aparecer la galería de espectros: calaveras, manos esqueléticas, fémures, costillares descarnados, pies cadavéricos aparecieron y desaparecieron en segundos largos, antes que la oscuridad precediera al trueno.

Un clamor de gemidos ahogados pobló el silencio. La religiosa, empuñando el rosario, se paseó en la oscuridad, a tientas, tratando de dominar el temblor de su voz y luchando por manifestarse persuasiva. Decía que los niños buenos no tienen miedo porque el Ángel de la Guarda los cuida; que solamente los malos temen; que el manto de la Virgen cubre a todos los que se portan bien y no tienen malos pensamientos. Luego comenzó su rosario suplicante.

Totito sabía que estaba protegido. Con el primer rayo Francisco se introdujo bajo sus cobijas y lo acarició largamente. Besó sus ojos, en los que se insinuaban las lágrimas, deslizó sus manos a lo largo del magro cuerpo del amigo, hasta que se juntaron en un prolongado abrazo febril. Desapareció el desfile de espectros, olvidaron la voz horrísona del trueno y el desesperado rosario de la hermana Concepción pasó desapercibido.

Al caer la lluvia cesó la tormenta eléctrica. Los ánimos comenzaron a aquietarse y, sin nadie saber en qué preciso momento, el sueño los arropó en su regazo. Francisco dormía en su lecho, Totito en el suyo y la hermana en su mecedora, ante el Corazón de Jesús, con las cuentas olvidadas entre sus dedos laxos.

Areguá, 12, V, 98.

 


SEGUNDO MOMENTO


Nadie más que vos sabe cuánto te quise. Nadie más que vos sabe cuánto quiero odiarte, acusarte. Creador supremo, quien seas y como quiera que te llames, creación tal vez de mis emociones huérfanas, consuelo de los libros sagrados, necesito reclamarte. Aunque a mi pesar, sigo adorándote por los sueños que me inspiraste, por los viajes divinos que realicé contigo; pero tengo que rechazarte, sin embargo. No vas a convencerme de que otro es culpable de todo este espanto, sino vos. No acepto la responsabilidad de las creaturas sino la del hacedor. Yo no hice las galaxias, ni los misterios, ni las profundidades del horror que experimento en este mundo salido de tu mano. Cuando tuve un atisbo de conciencia supe que no fui la artífice de toda esta majestuosa crueldad y belleza que es tu obra, no la mía. Tengo el derecho, el deber y la urgencia de reclamarte como único causante de todo lo que me abruma, me fatiga y me mueve a ira. Esta ira mía, entrañable, no pertenece a una mísera criatura sino a la cósmica decepción que provocaste, con promesas mentirosas, incomprensibles, en las almas simples. Yo tuve que creerte para no odiar el día en que nací. Soy polvo y no me toca dar explicaciones sobre tus motivos. Siempre, como cualquier miserable que se refugia en tu esperanza para no matar, te defendí y te justifiqué.

No puedo más. Si te ofrecí mis profundos goces íntimos, si te dediqué cada una de mis lágrimas, hoy solamente puedo entregarte mi odio. Ya no quiero dejarme seducir por la lírica belleza de los salmos que exaltan tu nombre, ni por la dulzura falaz de la música secreta que pusiste en mi alma -esa maravilla instransferible de que todavía gozo-, armonía interior, sobrenatural, que me atormenta por contraste con el mundo que oprime y ofende. Yo, creatura malformada, como todos mis hermanos, hechos de eternidad y muerte, te conmino a que me respondas. Rechazo tu seducción porque quiero odiar libre e intensamente. Por eso te ofrezco mi ira inconmensurable y me niego al consuelo supremo de las infinitas resurrecciones que me hiciste conocer. La resurrección eterna ya no puede resarcir a los que te buscan, de tanto mal que llena la tierra. Que Lázaro siga hediendo por la eternidad.

Areguá, 5, 28, 98

 

 

LA INOCENCIA DE EULOGIA

 

-Nos pidieron la casa, ningó, che ama -dijo con tono quejumbroso Eulogia a su vecina Anastasia Velázquez. Anastasia observó las paredes vetustas de la amplia habitación con piso de ladrillo en la que el revoltijo de enseres domésticos delataba la precariedad de vida de sus moradores. Más allá de la puerta -de dos hojas carcomidas por el tiempo y el descuido- se veía un enjambre de chiquillos flacos, intentando alborotar con juegos el corredor de tres columnas descascaradas, angosto, y a un nivel de un metro, sobre la calle empedrada. Las toses y los mocos les impedían regocijarse enteramente.

-Che Dió, María Santísima -comentó con tristeza la visitante- ¿y qué pió van hacer?

-Ndaicuaái -replicó.

En ese mismo instante un grito agudo sobresaltó a las vecinas y Eulogia corrió bamboleándose con el peso de su avanzada gravidez hacia la chiquillería. Era Juanito; había sido empujado  por una mano infantil y había caído del corredor al empedrado, haciéndose en la frente un chichón que rápidamente empezó a crecer como un huevo.

Las mujeres lo arrastraron al corredor trasero de la vivienda -antaño integrada a la recova-, atravesando las dos habitaciones contiguas, características de la arquitectura colonial. Extrajeron agua del pozo y aplicaron compresas frías sobre la frente del niño. Tranquilizado el ambiente, las mujeres, rodeadas del corrillo de criaturas andrajosas y de grave talante, entre hipos del lesionado, intentaron reanudar la interrumpida conversación.

-Antonio nió cambió demasiado. Cuando no casamo él nió era buenito. Pero ahora... -Eulogia dejó la oración en suspenso con un profundo suspiro.

-Así nomá son lo hombre. Te promete la luna y depué te maltrata. Yo ningó, por eso no me casé. Me aconcubino, nomá. Cuando macanea le chuto y me buco otro. No podemo tomar compromiso permanente, porque si etá casada por iglesia, ya no podé má hacer nada. Tené que aguantar, nomá. Así tené que hacer. Dejale.

-Pero yo, ningó ya me casé, pué.

-¡Nambrena! No haga caso. Lo mimo, ningó. Tené que bucarte otro, nomá.

-¡Y quién picó me va mirar ma, con lo vieja que etoy, llena de criatura y la barriga grande pa que tengo otra ve!

-Y güeno, eperá nomá que venga tu hijo y depué andate.

-¿Adónde pió? -interrogó con desaliento Eulogia mientras la chiquillería retornaba al corredor del frente, sobre la calle, con renovados bríos.

-Nangana, no te faltar nió donde irte. Dejale si que.

-Yo ningó le quiero. Se volvió demasiado sinvergüenzo nomá. Anda macaneando con mujere por ahí y se emborracha todo lo día. Ya no trabaja como ante.

-¡Seguro que le hicieron payé! -dictaminó gravemente Anastasia.

-Ya hice ningó de todo: me juí junto a Ña Luisa y me dio yuyo para su mate, también junto a Ña Juanita y me preparó un amuleto que le colgué por su cuello y hata junto al curandero de Ycuá-Curuzú que me contó que hay un demoño que le entró en su cuerpo, y rezó mucho por él, pero no sirvió para nada. Cada día etá peor. Ahora que sí que me pega. ¡Che mondy etereí, che comadre! Ya no puedo má dormir de noche porque tengo miedo.

Las vecinas siguieron tentando explicaciones y soluciones posibles mientras Eulogia preparaba en un brasero, en el corredor de atrás -que oficiaba de cocina comedor- una exigua cena. Así fue cayendo la nochecita, entre perfume de jazmines y olor a fritanga de aceite barato. Cuando las estrellas se colgaron en el cenit y los niños dormían entre toses, crujido de dientes y suspiros, Antonio empujó la puerta delantera y avanzó  con un leve tambaleo. Eulogia no dormía; se levantó pesadamente del catre en el que se inquietó un niño pequeño y anduvo sigilosamente entre sombras. Se dirigió a la cocina en donde encendió una candela. Esperó a su marido. Él pasó ante ella y se detuvo, con las piernas abiertas, en el borde del piso de ladrillo del corredor y orinó largamente hacia el patio de tierra.

A la luz vacilante de la vela, Eulogia le sirvió una mezquina cena fría.

-¡Ndaipotái! -dijo él.

-Pero -balbuceó la mujer.

-¡Ejeyá! -ordenó él.

-No aguanto má, Antonio -declaró ella.

Mientras se cerraba la bragueta, el hombre replicó:

-Yo tampoco.

Las sombras largas de los árboles del patio se proyectaban bajo el baño de luz de luna. Tomaron asiento en sillas derrengadas, y se quedaron en silencio. Por fin, él habló:

-Nde, Eulogia, vó nicó te hacé la inocente. Y ya etoy cansado.

-¿Y qué pió te hice? -interrogó ella con sorpresa.

-Para vó yo soy un sinvergüenzo, un borracho, un mujeriego, y é verdá. Lo que vo no queré reconoceré que yo te quería y quería darte una vida mejor. Si ando así e porque me ganate.

-Ndaentendéi mbaevé -dijo ella.

-Aní reñembótavyti, Eulogia.

La mujer quedó pensativa recordando la ternura con que él solía abrazarla y besarla en otro tiempo. Pero se negaba a buscar explicación. Prefería justificarse en el hecho de haberse afanado por complacerlo, ayudando a la manutención de la casa lavando ropa ajena al lado del pozo, bajo el sol, criando nueve hijos, cocinando, limpiando y ofreciéndole su cuerpo cuando él lo requería. Con una punta de resentimiento replicó al fin:

-¡Ndaicuaái mbaére pa che tratá upéicha! ¡Chéngo inocente!

-Te viá decir en cristiano, entonces, para que entienda. ¿Cuánto año pa te vengo pidiendo para que te cuide, para no tener tanta criatura? Yo ningó no te hacía faltar nada ante. ¡Nde terca etereí! Depué de nacer Trigidia te pedí bien que te juera al Centro de Salú para ponerte ese asunto en tu barriga para no embarazarte má, pero anduvite jodiendo con el cura ése, maricón que anda, que te mete porquería en la cabeza. Que el pecado y el Papa y toda esa cosa. ¿Por qué pió entonce no tiene hijo ello? No entiende nada de esta cosa ello. Habla todo macana y no perjudica a lo pobre. ¿No entendé pió? Mi trabajo ya no sirve para mantener a tanta criatura. No alcanza para nada. Por eso me voy por ahí, para no acercarme má a vo. Me quiero acotumbrar, pero no puedo. Y te embarazá todo debalde. Y ya no puedo ma oír a la criatura llorando de hambre, de enfermedá, de necesidá. No puedo ma verte trabajando como burra, debajo del sol y de la lluvia, sin poder hacer nada para solucionar nuetra situación, ¿No entendé picó?

Ella se sabía de memoria el discurso. ¡Pero no iba a dar su brazo a torcer! ¿Para qué una mujer tiene marido sino es para darle hijos, muchos hijos? Una no puede confiar su futuro al hombre, por más marido que sea, sino a los hijos, que serán los brazos fuertes de la vejez. Además ella no tenía hijo de balde, sino de su marido. Era una señora que se iba a la iglesia, como Dios y la Virgen y el paí, mandan. El paí es el representante del Papa, y él, a su vez, es el representante de Dios en la tierra. Por eso ella le obedecía al paí, hasta cuando le decía que tenía que darle gusto a Antonio aunque estuviera cansada hasta morir. En la sombra del corredor, sus ojos brillaron con profundo desprecio, y contestó:

-Si no serví para alimentar a tu hijo propio, entonces no serví para nada.

Así fue como Eulogia recibió la garroteada que hizo historia en el barro. Fue a parar al hospital, donde parió el hijo muerto; él, a la comisaría, donde el comisario le dio una lección contundente, con la cachiporra, para enseñarle respeto a la mujer.

La pobre Eulogia se mudó con su comadre, por un tiempo. Una vez repuesta, emigró a la frontera con el Brasil, a Hernandarias -donde corre dinero fácil-, con todos sus hijos.

Antonio se convirtió en «Antonio caú», el borrachín impenitente de todos los pueblos de todas las comarcas de nuestro bendito Paraguay.



 

BENDITA SEA LA CULTURA

 

Las dos mujeres avanzaban con las sandalias enterradas en el profundo arenal. Una llevaba el cuerpo envuelto en un pañolón de colores chillones. La otra lucía unos pantalones «bermudas flojones». Se protegían del sol con sombreros «pirí» de descomunales alas; portaban cámaras fotográficas al hombro.

-Es un sitio paradisíaco -comentó la de acento extranjero.

-Y hay mucho por hacer -le respondió la compañera.

Habían hecho tomas de edificios neocoloniales, de recovas penumbrosas, del castillejo almenado, de la iglesia «gótica» de anchos corredores, de herrumbradas escaleras de caracol que ya no conducían a ninguna parte. Las visitantes seguían la regla de la mayoría: ese pueblo carcomido despertaba la pasión restauradora.

-Yo puedo conseguir fondos -dijo la primera-. Hay mucha ayuda en el mundo. Pocos saben cómo conseguirla.

Una bandada de niños andrajosos, descalzos y ventrudos, corría alborozada tras cuatro vacas perezosas, con cuerdas colgantes del pescuezo.

-Estas criaturas merecen nuestra ayuda. ¡Cuántos artistas habrá entre ellas! -manifestó una.

Siguieron conversando sobre la cultura, que cambia la vida y la ennoblece. Que ellas, pintora y escritora como eran, se debían a las grandes causas. Así llegaron a un arroyo que discurría apacible, como el tiempo en suspenso de ese paraje reñido con el futuro. Cuatro mujeres acuclilladas en el agua lavaban montañas de ropa; unos cuantos niños desnudos chapoteaban riendo, cerca de las madres.

Sonaron repetidamente los disparos de las máquinas fotográficas, y las citadinas entablaron conversación con las lugareñas. Estas fueron amistosas pero parcas. Una señaló su vivienda y contó que su marido era empleado del ferrocarril, que tenía doce hijos y ocho nietos.

-Sí, vivimos todos juntos, ahí nomás -explicó mostrando unas encías casi despobladas, en un rostro que debió haber sido bello.

Las otras, menos comunicativas, no levantaban la vista de la faena y respondían con monosílabos. Pero la insistencia dio sus frutos y una hora después, las forasteras fotografiaban la vivienda del cuadrillero del ferrocarril. Se instalaron en sillas cojas, bajo un arbolito hospitalario, entre perros famélicos y  chicos esmirriados. La dueña de casa les sirvió agua corriente -por supuesto- con orgullo, comentando que el agua del arroyo está contaminada.

La vivienda era de tablas, con techo de teja vana: dos habitáculos con piso de tierra apisonada se insinuaban mostrando, entre trastos informes, un gran televisor, un equipo de sonido y una minúscula refrigeradora.

-Tenemos agua corriente y electricidad -declaró satisfecha el ama de casa.

 

Cuando las visitas se marcharon, llenas de proyectos, la señora se quedó llena de ilusiones. Se sentía como si acabara de tener una importante entrevista con los Reyes Magos.

Un viento seco y caliente devoraba los restos de humedad en los pastos requemados.

-Se va a secar pronto la ropa -comentó la mujer sin dirigirse a nadie en especial. Una niñita de cinco o seis años preguntó:

-¿Verdad que soy virgen, mamá?

Otra hija de dieciséis años, con un mellizo en cada brazo, observaba abstraída la lucha de dos perros por un cartílago seco. Otra más, acariciaba su vientre preñado, mirando fijamente la larga empalizada maltrecha donde ondeaba la ropa puesta a secar.

Mientras, en el arroyo, las demás lavanderas se avisaban que era día de pago en la empresa del ferrocarril, y que había que apurarse para reclamar al cuadrillero la devolución de los préstamos de su esposa. Abundaban los comentarios sobre ellos, en un idioma guaraní nasal y fluido.

Noches después, un hombre flaco, de pecho hundido y tendones tensos como cordaje de velero, sentado bajo el mismo arbolito, balbucía incoherencias para sí. Una cachaka salía, desenfrenada, desde la primera habitación; los hijos mayores, en tertulia familiar, conversaban de todo un poco: que al granjero rico del lugar le habían vuelto a robar dieciséis vacas para la carneada de un carnicero de la población aledaña, quien gozaba de merecida fama de sacrificar animales robados; se burlaban del dueño de una quinta vecina que se plagueaba porque las tropillas de ganado callejero se le colaban en el jardín, con voraz y exquisito apetito de plantas ornamentales. Uno de los hijos de la casa -con su correspondiente latita de cerveza en la mano- hizo un ademán de brindis y acotó:

-Ésas son las vacas de los pobres -y otro canturreó- «que los ricos se vayan del país; no los necesitamos aquí».

La conversación siguió sobre coitos fabulosos y derivó hacia los hermanitos pequeños que se entretenían rompiendo los caños del agua corriente y obstruyendo con ramas espinosas las entradas de las casas quinta del vecindario. La voz pastosa de otro de los muchachos dictaminó, malhumorada:

-Algo tienen que hacer. Los pobres somos los pobres, y los ricos son los ricos. Y si los caños del agua corriente están al alcance de la mano de los mita-í, no es nuestra culpa, es culpa de los que se comen parte del presupuesto para hacerse ricos.

En ese preciso momento el padre, flaco, de pecho hundido, pegó un formidable grito de guerra y estrelló la botella vacía contra la pared. La mujer tembló dentro de la pieza. Trató de escabullirse, pero el hombre, amenazando y tambaleando, la cazó de un brazo.

-¡No te vas a ir más al arroyo, carajo! Hay hombres por ahí. Y esas putas amigas tuyas te enseñan puerquezas; te enseñan recetas de yuyos para abortar y el paí te dice bien que eso no se hace.

En el cubículo trasero, en una penumbra repleta de camastros y de cuerpos apretujados de niños y de adultos, se estremecía la familia del cuadrillero.

-¡A vos ya ni los perros te quieren coger, pero sos una buscona! ¡La mujer bandida no se sujeta ni con veinte hijos! -agregó.

Los mayores se pusieron tensos y al sonar, en medio de la cachaka, la primera bofetada, antes de que la madre gritara tiraron al hombre al suelo, lo inmovilizaron y lo acallaron a trompadas y a golpes. La esposa ayudó, rompiéndole una banqueta en las costillas.

 

Al día siguiente el cura acudió con auxilios de persuasión. El hombre yacía, inmóvil, con un ojo negro, la carretilla torcida y el cuerpo maltrecho. El clérigo lo observó en silencio y, por fin, le dijo a la mujer:

-Está bien, está muy bien. Así va a aprender paternidad responsable.

Antes de retirarse, refunfuñando, sentenció:

-El capitalismo tiene la culpa de todas estas desgracias.

El herido se encogió cuanto pudo, en el catre, de cara a la pared.

 

Las portadoras de la cultura se toparon con el sacerdote, que las saludó afablemente; la conversación brotó, fluida. Ellas comentaron sus proyectos salvíficos y él manifestó complacido:

-Gente como ustedes hace falta aquí. Gente cristiana y culta que entienda el alma popular. Nuestro pueblo es inocente, pero demasiado ignorante. -Y se despidió diciendo-: Vamos a colaborar, vamos a colaborar. Bendita sea la cultura. La cultura y la religión, juntas, harán milagros.

Mientras se marchaba, una de ellas dijo:

-Con la ayuda de hombres como éste, cambiaremos la sociedad de tan maravillosas personas y de tan hermoso pueblo.

-Y con el dinero de las fundaciones internacionales -completó la otra.




 

PERLA MBARETE

 

Reverbera el sol sobre mil aleros de chapa, sobre carrocerías y tachos, sobre hilillos de agua maloliente que corre entre grietas de asfalto resquebrajado y pisoteado ponla multitud pululante.

Gritos, carcajadas, pregones, maldiciones, ronquido de motores y rodar de carretillas convierten la atmósfera en una babel; los hedores, el vaho ardiente del verano en el caldo de cuerpos sudorosos, aguas servidas y alimentos en descomposición, suben en un vapor como de cocción al baño María; ardiente, sofocante.

Perla mbarete, la fuerte, se abre paso a codazos, las carnes libres bajo el mezquino percal, con agitación de caderas duras y la risa entre los dientes perlados tras sus gruesos labios de mulata.

Hombres de mirada torva y músculos henchidos le dan paso de mala gana y con respeto.

-¡Nde añá memby! ¡Eyupy, nde infelí! -grita la mujer.

El hombrecillo es ágil y corre como reptando entre bultos, cuerpos y vehículos, mientras atruenan las bocinas. Hasta que tropieza con un ciego que golpea con su bastón las piedras filosas que asoman en el asfalto reblandecido, y cae de boca.

Una carcajada vibra dominando el vocerío. Perla, veloz, se inclina y lo alza como a un muñeco de trapo.

-¡Guaú te iba escapar, nde miserable que anda! -dice arrastrándolo hasta su puesto, a unos metros escasos. De un empujón lo tira sobre una colchoneta despanzurrada que, tras el mostrador de tablas burdas, oficia de cama y de asiento.

El hombrecito la mira desde el suelo, con pupilas azogadas, mientras ella le aprieta los testículos con la planta del pie.

-¡No pué, Ña Perla! ¡Anina upéicha! -grita con la cara contraída.

Ella ríe triunfante y responde:

-Nde culebra que andá. ¿Vo te creé que no te vi todo? -Y llama a voz en cuello-: ¡Nde, Consorcia, eyú!

Entre las tablas del puesto de venta, asoman tímidamente una carita pálida y unas guedejas aceitosas. Los ojos asombrados van del hombre, ahora inmóvil en el suelo, al rostro radiante de Perla que prosigue:

-Vení, acercate, y contá qué pa te dijo este ñandupé.

La jovencita avanza, el cuerpo flaco, las piernas huesudas. Balbucea, mientras las manos crispadas aprietan el bultito incipiente del vientre infantil:

-Me quiere comprar mi hijo.

-¿Vite, pa? Ahora te viá soltar; y si aparecé por aquí otra ve, te digo bien lo que te viá hacer-. Y saca, de una rendija de la pared, un facón que arrima al vientre del caído, cuyo rostro cobra un matiz terroso. -Te viá sacar las tripas y le viá tirar a los perros, ¿entendé, pa?

Sin emitir palabra, el hombre asiente compulsivamente.

-Y ahora te viá soltar, pero acordate que: ¡cuidadito que te vea otra vez por aquí! En todo el mercado tengo mi pyragüé que me cuenta todo lo que pasa ¿Entendé pa bien, desgraciado?

La presa queda inmóvil un instante, aun cuando Perla levanta la pierna y se hace a un lado. Luego se incorpora y huye entre los curiosos que contemplan azorados el espectáculo.

Momentos después, el vaivén de la gente y el alboroto vuelven a la normalidad.

 

Al atardecer, desde las nubes espesas color hollín, sopló el sur; se paseó entre las casetas levantando remolinos de papeles viejos, disipando el tufo hediondo y enfriando el asfalto caldeado.

Perla mbarete cubrió los hombros de la joven campesina con un chal de lana desgarrado y la abrazó:

-No llores -dijo-. No vale la pena. En vez de llorar tené que aprender como aprendí, taén. La lágrima é pura agua con sal y no le importa a nadie, y la gente te mira como mira llover. No te vaya confiar porque todo quiere aproveshar nuetra condición. Lo pobre somo como lo animale que vale por su utilidá. ¡Yo ya viví, she ama, y vi musha cosa! Me jui a Clorinda cuando era asimí y me hice pases como mi mamá. Cuando tuve capital, recién me quedé quieta y ahora tengo mi negocio propio. Mi hombre de ahora e valé, pa sabé. Sereno é. De la fábrica de shocolate Elefante.

Consorcia estremecía sus delgados hombros al son de la congoja. Por fin, balbuceó:

-¿Pero mi hijo, she Dió, qué pió va ser de mi hijo!

-Tranquilizate, she corazó, va tener nió tu hijo. Mi ransho e grande y mi hijo kuera son dó nomá.

-No tengo ningó cómo mantenerle y ni sé cual é su papá. Musho hombre pasó sobre mí; mi tío Lepá jue el primero, de eso hace tre año, por ahí. ¡A lo mejor vía tener que dar mi hijo a cualquiera!

-¡Aninatí! ¡No vaye hacer eso! E igual que vender. Yo ya tanteé ese pulenta, she ama. ¡Por qué creé que pasé tanto año en el Buen Pator! Y regalé mi hijo cuando no sabía nada, cuando tenía dieciséi para diecisiete año nomá. Ese jue el primero. Pero aprendí.

La llovizna empezó a caer, voladora y fría. Perla proyectó la mirada hacia el velo brillante y evocó el pasado.

 

El claustro es un oasis de quietud en medio de la turbulencia de la ciudad. Al atardecer, la monjas cantan después del rosario y de las letanías lauretanas. Cuando cesa el trabajo y Perla se queda quieta y embozada en el silencio, ve siempre, siempre, la carita de José. Él la mira sin pestañeo, sin sorpresa, sin temor, sin esperanza. Solamente la mira.

La hermana Teresa le enseñó muchas cosas, además del catecismo: el hombre sirve para hacer hijos y el sexo no tiene otra función que la perpetuación de la especie.

-¿Como lo anímale? -preguntó una vez Perla. La monja se había ruborizado; no contestó.

-Pero nojotro no somo animale -había insistido la joven delincuente.

-La vida es sagrada -se animó a decir la hermanita.

-La vida de lo perro no é como la de nojotro -había porfiado la reclusa.

Fue castigada con tres días de silencio, y aprendió la lección: la vida de José no iba a ser como la de los perros de la calle...


 

La voz de Consorcia la volvió al presente. Le estaba diciendo:

-Yo quiero mi hijo, aunque sea para dar.

Perla la miró muy seria. Tenía los ojos acuosos.

-Mi hijita, vo no conocé la gente. Todo quiere que tenga hijo como lo animale que se compra y que se vende, que se engorda y se carnea, que se tiene para uso y se quiere por utilidá. Vo va tener tu hijo, para criarle como cristiano, no como animal. Va trabajar aquí conmigo, vendiendo pojañaná. Te viá enseñar cómo pá hacer para no embarazarte. Va tomar ruda tre vece por día y te via motrar todo lo yuyo que la mujere de ante usaba para no tener hijo de balde. Ahora nomá la mujere son paranada y prefiere remedio de farmacia que no sirve, luego. Va tener tu hijo te digo, pero uno nomá, o dó, mbaé. Le va criar para que no le pase nada como le pasó a mi criatura, el primero. José se llamaba. La gente nicó hace negocio con nuetra criatura, hace guaú caridá y le junta como animale en lo cottolengo, o le lleva para sacarle su sangre y vender, o para carnearle para vender su tripa, o para su sirviente en el cuartel, o anda por la calle corriendo peligro y se hace robacoshe y se sujeta en Tacumbú. Tenemo que pensar, she ama, tenemo que pensar bien para no ser ma vyra.

Consorcia tuvo un escalofrío y arrimó su flaca humanidad al duro cuerpo de Perla. Ella la arrebujó.

-¿Qué pió pasó con tu hijo José, nde Ña Perla? La mirada líquida de Perla ardió un instante:

-Yo le di a una señora de Fernando de la Mora cuando tenía sei año. Era lindo pa sabé. Tenía ojo azule como su papá, que era embarcadizo. La señora era su madrina, mi comadre, y tenía una almacén grande y musho animal e. Ella me dijo que le iba enseñar profesión y todo.

El paréntesis de silencio encerró un suspiro. Pareció que estaba olvidando la historia. Luego continuó:

-Una noshe yo me jui a visitarle a mi hijo porque recién llegué de Clorinda y le traía para su shampiún. El almacén etaba cerrado y me jui por atrá, por el gallinero, y ecushé como lamentación de perro cashorro y me aserqué para mirar. Allí vi un burto grande, como un animal y me di cuenta. Le di una patada en su barriga por el cotado y se cayó de canto. Mi hijo etaba boca abajo y su pardino encima, pa sabé. Yo saqué mi corta pluma y le tajeé todo mal... Depué le regollé.

Otro silencio interrumpió el relato. Consorcia se apartó de Perla mbarete y le miró a la cara:

-¿Y tu hijo? -preguntó.

La mandíbula de la mujer había avanzado; la boca se apretó en un tajo seco. Los ojos se entrecerraron hasta que las pupilas se volvieron un hondo resplandor. Murmuró, con los dientes apretados:

Nuetro hijo no son animale para que le jueguen. ¡Tenemo que defender su vida, pero vida de cristiano, para que nadie le aproveche porque somo pobre! Porque tenemo que tener lo hijo que podemo cuidar, para que nadie juegue por él. ¿Entendépa? Yo te viá enseñar cómo se hace para no andar teniendo criatura debarde. Porque lo pobre no podemo andar sin hombre, porque tenemo deresho a querer y a tener el que se preocupa por nojotra. ¿Entendé? Va tomar té de ruda para no embarazarte, y si te embarazá, va tomar pirirapó, radiolorapó, caña bravarapó, pindorapó, calaguala y va vender taén, conmigo aquí, lo yuyo. Y tu hijo va ser gente, pa sabé, y no animal que anda por ahí debarde...

-Pero, y tu hijo Ña Perla -insistió la chica.

-Le maté. Yo mima le metí la cortapluma en su corazó.

Areguá, 22/4/92.




 

ROSARIO

 

«Dios te salve María, llena eres de gracia...»

Estás fumando mucho. Sí, estoy fumando mucho. Te estás suicidando. Lo hago a mi modo. Morirás como un pez fuera del agua. Vivir es un mal que no tiene más remedio que la muerte. Siempre fuiste pesimista. Estúpida discusión, pesimismo, realismo, optimismo: para el cojo el mundo es cojo y para el amante el mundo es erótico. Te falta fe. No estoy llena de gracia como María.

«El Señor es contigo y bendita tú eres entre todas las mujeres».

Tú eres hija de Dios y tu modelo es la Virgen. Perdí mi virginidad a los veinte años; ahora se la pierde antes, y fuera del matrimonio. Piensa en tus hijos. En ellos pienso: ¿Les mentiré como me mintieron diciéndome que la vida es el deber de reír y cantar? La vida es un don precioso. El problema es solamente qué maldita cosa hacer con ella. Debes confiar en Dios como María. Sí, ella confió y presenció la crucifixión de su Hijo.

«Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús».

Tus hijos serán benditos en el fruto del vientre de María. Eso creí, y los tuve según el ritmo de mis ovulaciones, pero ellos sobreviven de cualquier manera, como el resto de los hijos de todas las mujeres. No debieras quejarte; ellos son buenos. Demasiado, y están a merced de los malos, que son más. ¿Querrías acaso que no fueran buenos? Querría que no tuviesen que bestializarse, para sobrevivir. Quizá no debí haberlos traído al mundo. Eres blasfema. Sí, también hubo profetas que maldijeron el día en que vieron la luz.

«Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».

Si llegó mi hora, se avecina la gran revelación. Benditas las almas que carecen de la visión trágica de la vida. Benditos los simples, los frívolos, que flotan sobre el dolor que satura la tierra, y se mecen sobre las olas de los sentidos satisfechos. Benditos los que ni ven ni oyen los rictus y los clamores de los inocentes. En cuanto a mí, he pecado, Señor, porque me entregué a la pasión del Decálogo y al padecimiento de mis semejantes, destruyendo por angustia, mi templo corporal con la triste gratificación del humo.

«Padre nuestro que estás en los cielos».

Allí está Él, y nosotros estuvimos en torno a la mesa de la cocina, siempre acodados sobre el hule de flores anaranjadas, deliberando siempre sobre los misterios y los dolores, bebiendo  café -y yo fumando. La casa vieja es como un castillejo derrengado, pero en pie, al que acudían los hijos con sus quejas, protestas y proyectos. Un día los reuní y les dije: «Queridos, perdonadme, os mentí como me mintieron. No hay fórmula alguna para acallar el tumulto de los sentidos. La conciencia es un puro estorbo».

Ellos usaron los consabidos argumentos religiosos y mi fama de escéptica se afirmó. Cada uno fue otra vez por su lado a buscar la panacea del dinero que no cura, pero entretiene.

Regresaron, uno por uno, esperando de mí lo único que tuve siempre: voluntad para reír con los que ríen y llorar con los que lloran. Eso hice sobre el hule floreado bebiendo café y fumando...

«...santificado sea Tu Nombre»

Sea. En donde estés, lejos de nuestra comprensión, de nuestro alcance, mientras la especie se enseñorea de la tierra llenándola. La vida se abarata como el grano abundante, más, como no se la puede echar al mar -como se hace con cargamentos de trigo, café y especias para elevar su precio-, la naturaleza trabaja ladinamente usando nuestras propias carencias. Así se producen narcóticos: la prohibición eleva su precio; armas, que el espejismo de la reconquista del Edén las hace imprescindibles; aberraciones sexuales, así se socializan tanto la sífilis como el SIDA; se organizan concentraciones de capital que se mueven sobre el globo como peones de ajedrez, sembrando abundancia, en contraste con la miseria que se multiplica. La naturaleza trabaja con sus propias armas: nuestra desgracia.

«...venga a nos el Tu reino».

Que venga, buscándolo oscilamos entre la libertad despiadada y la esclavitud ruin.

Mientras, los capitanes de los ejércitos, juntamente con los de la producción, hacen experimentos. La humana es una raza de cobayos.

«...hágase Tu voluntad así en la tierra como en el cielo». Por tu voluntad, en los cinco continentes gime la especie mientras la naturaleza provee -instinto genésico mediante- de renuevos infinitos para las guerras, para el hambre, para las aberraciones, para la producción, para el consumo de todo cuanto la imaginación genera, ya que es Tu voluntad que el hombre recoja lo que siembra.

«Danos hoy el pan nuestro de cada día».

Me consta que mis hijos han comido hoy. También los hijos de todas las mujeres han comido de algún modo: hurgando en los basurales, desenterrando raíces, cazando ratas o autoconsumiéndose. ¿Cómo darte las gracias si nos hemos apartado de Ti?

«...y perdona nuestras ofensas».

Sí, perdónanos. Todos hemos pecado. Sobre el hule de la mesa de la cocina hemos hablado de los hartos de la tierra, los hemos envidiado y hemos reconocido que si no los imitábamos era tal vez por torpeza y debilidad, no por carecer de deseos. Los hemos maldecido y hemos clamado por nuestra venganza equiparándola a Tu justicia.

«...como nosotros perdonamos a los que nos ofenden».

Pero nosotros ya no podemos, porque nos vaciamos de perdones. Repetimos la fórmula del perdón con hastío en la emoción y el pensamiento ausente.

«...y no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal. Amén».

Amén. No nos dejes permanecer en la tentación mas quítanos del mal en que hemos caído. El hule de la cocina fue testigo de nuestras tentaciones y sufrimientos: fastidio de vivir, autocompasión, desesperanza. Pero la costumbre, a la que los religiosos denominan paciencia, nos hace sobrevivir sin saber por qué. En mi caso, la costumbre, o el instinto, o el humo, o los tres. Hasta que últimamente la tos no me dejó conciliar el sueño, más que en cortos lapsos. La paciencia de los santos se me convirtió en el hábito de esta lacerante lucidez. El ansia de gratificación y consuelo nos vuelve bestias de carga, furiosas o mansas. La desdicha es madre de todos los odios y de todas las mezquindades. Los siete pecados capitales se convirtieron en las siete llaves que abrieron la caja de Pandora.

Y otro día reuní a los míos en torno al hule de flores anaranjadas y entre sorbo y sorbo, en medio de mi nube de humo les dije: «Debemos padecer las consecuencias de las transgresiones propias y ajenas, debemos remitir el ideal al plano que le corresponde, fuera de nuestro alcance». Les pedí disculpas por haberlos traído tan inconscientemente al mundo, y ellos con generosidad, me consolaron.

 

-Gracias a Dios la crisis pasó. El médico dice que, por ahora estás fuera de peligro. Por nosotros, no vuelvas a fumar más, madre.

Qué lástima, volveré a la mesa de hule floreado.

-Hemos velado la noche entera a tu lado rezando el rosario. El Señor ha escuchado nuestras plegarias. Prométenos que no volverás a fumar. Tus pulmones están deshechos.

Tendré que hacer el esfuerzo. Cada debilidad se proyecta irremediablemente hasta el infinito. No hay salida. Lastimamos queriendo o no queriéndolo. O la perfección..., o la mentira.

-¿Lo prometes, madre?

Digo que sí con la cabeza.





 

TERCER MOMENTO

 

Nadie más que vos sabe cuánto te agradezco el infierno, la tierra y el paraíso. Gracias por la humillación del pan cotidiano, de sudor y lágrimas, y por la amenaza tenaz de la miseria degradante. Gracias por someter mi voluntad al disfrute sublime de la fronda y del árbol que eleva su tronco viejo y sus ramas florecidas hacia vos, tercamente. Gracias por sentirme fronda y árbol y asesino que recobra su ser traicionado con el golpe de hacha de Caín. Seas bendito en el susurro y en la trompeta; en la sinfonía de colores y de formas de las minas arropadas en la maleza; en el hedor vital de la bestia en celo, en la emanación de miasmas de muerte y en el viento que esparce la exudación de la tierra. Bendito seas por las manos que hieren la materia y la acarician; por el vientre animal que ruge, y canta cuando recibe su ración plebeya. Gracias por el miedo, por el entusiasmo, por la obsesión de los enigmas, por la ira volcánica y por la divina ternura que ata a la vida más allá del cansancio.

Bendito seas en el holocausto de la buena mujer que soñó con pisos y vajilla bruñidos, con tapices orientales, sedas perfumadas  y vasos de cristal. Bendito por la exaltación eterna, por la pasión rebelde y por la gloria secreta de sucesivas muertes y resurrecciones -mensajeras del futuro. Bendito y bendito por no estar hecho a mi imagen y semejanza.

Adorado seas porque la podredumbre de Lázaro huele a hierba recién nacida. Amén.

Areguá, viernes 29 de mayo del 98.



 

TIERNA INFANCIA

 

La fronda del huerto era una masa tenebrosa. Nubes grávidas navegaban deprisa en el firmamento embravecido. Un trueno castigó el silencio aldeano haciendo trepidar las ventanas vetustas. Luego la noche enmudeció. Ella quiso refugiarse en la casa para esperar la lluvia; la repentina visión de la brasa de un cigarrillo que brillaba más allá de la balaustrada, en la honda negrura del mangal, la detuvo bruscamente. Observó bajar el punto rojo y ascender después, pausadamente, hasta detenerse en el espacio ardiendo con renovado resplandor, para iniciar otra vez el descenso. No cabía duda. Un escalofrío la sacudió. Vencida una fugaz vacilación desistió de dar la alarma a los que reposaban. Trémula se encerró atrancando puertas y postigos. No quería empañar el regocijo preparado para el día siguiente con tanto esmero, a causa de aprensiones infundadas. Sin embargo, se sintió vigilada. ¿Sería un presagio?

A las cinco de la tarde llegarían los payasos. Después de la lluvia un sol nuevo y bruñido doraba las húmedas copas de los árboles y los campos reverdecidos. El trajín de los preparativos de la fiesta de cumpleaños no le había dado tiempo para recordar. Ya bajo la ducha tibia fluyeron las lágrimas. Hoy Luisito, su niño, cumpliría siete años, y Luis, su esposo, treinta y tres. Eran del mismo día: cinco de mayo. El mes de María, el mes de las rosas, el mes que los trajo y el que se los llevó. Hoy hacía dos años del accidente.

Se secó pensando que era el día indicado para iniciar otra etapa de su vida, para recuperarse por la gracia del regazo habitado, por milagro de la entrega sin retaceos a la infancia desvalida, para repoblar su soledad, para ofrecer su ternura vacante. Hoy, cinco de mayo, inauguraría su obra para los niños marginales de las villas de cartón aledañas a su quinta. Todo estaba cuidadosamente previsto y organizado para la Fundación San Luis. Murmuró: «Por ti, mi nenito; por ti, mi amor».

Un pensamiento importuno interrumpió el ensueño. Recordó que alguien le había mencionado una sentencia, no sabía de quién: «En la remota infancia de Judas fue traicionado Cristo».

El traje azul marino hacía resaltar su cutis nacarado y sus cabellos cobrizos. Tenía mucho que ofrecer todavía, y mucho que esperar. Estaba decidida a sentirse bien a pesar de las lágrimas que acudían sin permiso. Quería ser optimista y creer que lo planeado era bueno y legítimo. A veces le acometía la inquietante sospecha de que le esperaba una trampa.

Se apartó del espejo con impaciencia y salió rápidamente. La casa lucía espléndida, rejuvenecida. Los arreglos anunciaban juegos, risas y regocijo infantiles. El jardín se veía esplendoroso. Algo retuvo allí su mirada, bajo el mangal. Tuvo un sobresalto repentino. Era un muchachito esmirriado, como de doce años, que la miraba fijamente, sin pestañear. Un cigarrillo encendido colgaba de sus labios gordezuelos. A sus espaldas se agolpaba un grupo nutrido de niños quietos, de ojos vigilantes. Una chiquilla se abrió paso a codazos y avanzó, decidida, hasta plantarse ante ella con sonrisa audaz.

«Acá estoy, señora, yo y mis amigos de la villa -manifestó. Era Rosi, la que cuidaba una caterva de hermanos pequeños, propios y ajenos. Por fin se rompía el hielo -pensó la dueña de casa-, así que abrió los brazos y la recibió. El pequeño cuerpo, huesudo, abandonado sin reserva a su protección, la remontó, confusamente, a los días en que, acuclillada, amplio el regazo, esperaba gozosa la llegada de su niño que acudía corriendo entre risas, a arrojarse sobre ella.

Cerró los ojos y apretó, entregada a la ilusión, sin comprender que Rosi pugnaba por zafarse de las tenazas compulsivas de su añoranza.

«Mi niño, mi amor, mamá te adora», murmuró. La hija de la miseria se desembarazó rápidamente. Encandilada por el recuerdo creyó recuperar un instante algo de lo perdido en esa infancia maltratada y, como tenía los ojos llenos de lágrimas, no vio el avance pausado del grupo.

Cabellos duros, frentes estrechas, ojos huidizos, actitud alerta, pies endurecidos por el polvo de siempre incrustado en ellos, ropas mezquinas, atisbo de sonrisa entre muecas dudosas se acercaban lentos, sigilosos, cual una muralla viva que la fuera alejando de lo que pugnaba por asir. El chico del cigarrillo encabezaba la marcha. Quedó plantado ante ella; mudo, midiéndola con mirada adulta, estudiándola. Así permaneció un momento, rígido, con las piernas abiertas. Su seriedad la sobrecogió.

Lejos estaba la imagen de su niño de esa humanidad menuda, extraña. Algo comenzaba a deshacerse. Una nota falsa vibraba como una alarma. Se veía rodeada, sitiada por esa multitud liliputiense, escrutadora, áspera.

La voz de Rosi la aquietó. Pedía permiso para tocarle el cabello. ¡Era tan brillante y perfumada la cabellera de la señora! Recordó que Luisito se dormía acariciando el pelo de su mamá. No pudo negarse. Sintió las bruscas manos de la criatura sobre su cabeza y oyó que otro chico solicitaba el mismo privilegio. El «yo también» se convirtió en un eco multiplicado que la dejó sin opción.

Uno tras otro se abalanzaron sobre ella y súbitamente, se encontró presa de una orgía espasmódica de ternura trocada en erotismo salvaje. La palpaban con violencia, la olfateaban entre exclamaciones y jadeos, la hurgaban, la manoseaban, la sobaban sin pudor. Lanzó un grito ronco que se perdió en la algazara. Comenzaron los tirones en los cabellos y en las ropas. Todo su ser fue sometido a desgarro. Se encontró desnuda, lacerada en cuerpo y en alma. Certezas e ilusiones se quebraron por la urgencia desesperada de esos seres arrastrados a la vida sin compasión, que estallaban por apurar en un instante lo que les fuera negado desde el vientre.

La brutal succión de sus pezones y los dientes clavados en ellos le arrancaron la conciencia. En ese instante, Luisito, el niño amado, moría otra vez. Moría para siempre.





 

LA PATRIA ES LA PATRIA

 

Allá, abajo, lucían los camalotales, sobre el río Paraguay. En el Parque Caballero los campamentos de damnificados por las crecidas, bullían de actividad. Golpes de martillo, risas, blasfemias, alboroto de niños vibraban entre olores de fritura, de cloaca y de peces muertos.

En el bloque cuatro, al extremo sur, el bullicio era menor. Excepto una cachaca trepidante que exaltaba las nalgas turgentes de la mulata Rosa, las casuchas de cartón, lata y tablas estaban quietas. Ondeaban en la punta de palos banderas paraguayas, banderas del club Cerro Porteño, y unos pasacalles con las leyendas de «Barrio tres Goles» y de «¡Biba el Partido Colorado!»

Artemio se secó el sudor con la manga mugrienta de su camiseta y gritó:

-Ya está, Remigio, bajate nomás.

Remigio remató el último clavo que sostenía un palo con un trapo rojo como supremo logro en la fabricación de la vivienda improvisada y pegó un salto felino hasta quedar de pie al lado de su hermano. Observaron complacidos el efecto y se acuclillaron para descansar. Artemio gritó:

-¡Nde, Ramona, traé el tereré! ¡Apurate!

Un arbolito de guayaba les daba una sombra rala. Soplaba una brisa tibia. Los hermanos se sintieron contentos. Eran viejos planilleros desde que el tío Cayetano se acomodó en el Partido y salió bruscamente de la pobreza, catapultado por el empleo que consiguió en la Aduana de Ciudad del Este. Ahora el tío estaba en la cuerda floja porque su líder había quedado mal parado en la riña del doctor Sotomayor con el coronel Quiñonez, ambos caudillos poderosos en el poder. Los sobrinos siguieron en planilla aunque el sueldo estaba congelado.

-Está cara la vida -comentó Remgio por decir algo-. Pero ya estamos otra vez en nuestra patria. La vida es como la quiniela. Nunca se sabe lo que te va a tocar.

Enmudecieron. Sabían que estaban pensando en lo mismo. Tenían fresca la memoria de la reciente inundación del río Paraguay, cuando fueron en bote hasta la sumergida ciudad de Alberdi para ejercer su derecho eleccionario a favor del Partido Colorado. Entonces se hallaban refugiados, con sus respectivas familias, en un campamento para damnificados de Formosa, en la vecina República Argentina. No querían comentar la humillación en tierra «curepa», bajo la bandera azul y blanca. La veían ondear triunfante y añoraban la franja roja de la tricolor. Es cierto que comían bien, no faltaban las medicinas y sus hijos asistían a la escuela: cinco por cada hermano. Allí se izaba la bandera argentina, se cantaba el himno nacional argentino y se estudiaba historia argentina. Claro que también izaban la bandera paraguaya, cantaban el himno paraguayo, pero después del otro.

-Acá estamos en nuestro lugar. Allá no íbamo luego a poder quedarnos. El río iba a tener que bajar alguna vez y entonce, adió campamento «curepa». Acá es distinto -aseveró rotundo Artemio.

-Acá es distinto -coreó Remigio-. La solidaridá funciona todo el año: la Seccional, la iglesia, la fundacione cuera, la dema de la benificiencia, la Cruz Roja y la acción social de la esposa cuera de lo milico. La patria e la patria, siempre hay a buen tiempo.

Artemio recordó el tereré y lanzó un grito potente:

-¡Nde, Ramona! ¿Para cuándo el tereré?

De detrás de la flamante choza apareció la mujer con la barriga enorme y bamboleante, seguida de un niño con los genitales al aire esforzándose con pasitos recién estrenados. Sin decir palabra ella alcanzó la jarra y la guampa a su compañero.

-Cebame -ordenó el hombre.

Empezó la ceremonia: la concubina de pie, los hermanos acuclillados y la criatura de posaderas desnudas, sentada en el suelo concentrada en levantar con esmero montañitas de tierra.

-¿Dónde, pió, están los otros? -averiguó Remigio.

-Petrona está con las mujeres preparando la olla común. Llegó ningó la provista -informó Ramona.

-¿Y lo mita-í cuera? -quiso saber Artemio-. Hay bastante tranquilidá. Da demasiado gusto y no me quiero acostumbrar mal.

-Hoy pué e día de censo para lo nuevo dañificado. Y le arquilamo ningó nuetra criatura. Paga bien: dociento por cabeza.

Artemio dio una chupada larga; entonces, pasándole la guampa, replicó burlón.

-¿Y vo pió llamá bien a mil-í por cinco cabeza? Hay que producir, mi hija. No podemo vivir del aire. La criatura e molestia y para algo tiene que servir.

La mujer extendió el tereré a Remigio mirando a su concubino de reojo. Hacía rato quería desembuchar. Bloqueó los oídos y preparó el contra ataque. Sin saber cómo recordó el llanto de su abuela cuando mataron al abuelo en Concepción, en la revolución del 47. La viuda se vistió de azul hasta el manto; así se fue a la iglesia todo el novenario. Cuando murió, así vestida de azul la pusieron en el cajón. No alcanzaron a pintarlo de azul, como la abuela pidió antes de morir, porque ya venían los pynandí que arrasaron con todo.

No quedó ni una gallina. La familia se desbandó. Nunca supo de su padre ni de sus hermanos. Las noticias de radio soó decían que colgaban a los revolú en los ganchos de las carnicerías.

-Nadie tiene que andar de balde, así dice el doctor Sotomayor: hay que trabajar para levantar el país -seguía diciendo Artemio.

Ramona le pasó la guampa mirándolo de frente. Sucio y barbudo, lo mismo ese morochote corpulento de músculos duros, de olor a catinga, era su hombre, su compañero y por él aguantaba cualquier cosa. Pero lo odiaba. Aunque no podía estar sin él, ahora mismo, con el fin del embarazo cerca le daba confianza, y de noche, en el catre, cuando sentía su respiración fuerte y caliente en su oreja, sabía que no podía dejarle, aunque la matara. No atinaba a conciliar esos impulsos en guerra que salían a relucir dejándola confusa. Así que dijo sin pensar, sin escuchar siquiera lo que en ese momento él estaba diciendo:

¿Y no te sirve, ningó, el ciento cincuenta mil que trae Ramonita, mi hija propia, cada fin de mes, de casa de su madrina, cuando viene de visita? ¿Y no te sirve pió lo que yo meto lavando ropa en el río? ¿Eh? ¿Y no te sirve lo que trae Juanito y Chingola lavando parabrisa en lo semáforo? ¿Y el arquiler de Luchí para pedir limosna? -dijo señalando al niño sentado en el piso, impertérrito, con sus montañitas de arena; mientras tomaba resuello él aprovechó para replicar, ofendido:

-¡Cualquiera va decir que yo no traigo mi sueldo!

-¡Aní na tí! -terció Remigio-. Dejen na de pelearse. Como dice mi tío Cayetano: Hoy por ti y mañana por vó.

Nadie se percató de la aparición de Petrona con una estela de diez cabezas infantiles atentas.

-¿Tu sueldo? ¿Tu sueldo? ¡Che reyá pe! Tu sueldo, su sueldo -canturreó Ramona con los brazos en jarras meneando desafiante el globo pesado de la preñez-. ¡Esa porquería vo no ganá trabajando como nojotro porque te va una ve por mes a cobrar en la ventanilla por no hacer nada! ¡Nde pelotudo de mierda que anda!

Artemio se puso de un salto ante la concubina con la mano en alto. Remigio lo contuvo, conciliador, abrazándolo con fuerza.

-No pué, Artemio, no vé que ella etá cansada; por eso nomá se enoja. Como dice el tío Cayetano: Hoy por ti y mañana por vó.

Ramona se echó a llorar con una mano en el bajo vientre y la otra sobre los ojos. Se sacudía con espasmos infantiles mientras los diez niños, los hombres y Petrona la miraban sin reaccionar. El único ajeno a la acción era Luchí, concentrado en sus montoncitos de tierra. Ya calmado, Artemio dijo mirando al cielo:

-Y güeno, mi hija, qué le vamo hacer. Nojotro, lo macho, ponemo el tiro -se sacudió con energía los genitales-, y utedem el abujero. La vida e así pué. Pero no te preocupe;   nuetro caudillo va ganar y le va ordeñar a lo rico para alimentar y educar nuetra criatura. ¿Entendé pa? Para eso vamo mandar, para eso sirve el gobierno y para eso etá lo impuesto. Eso dice el doctor Sotomayor. Lo empresario hacen la plata y nojotro hacemo lo hijo para la patria. Por eso somo má mucho. Para eso no juimo en bote desde Formosa hasta Alberdi bajo el agua, para poner nuetro voto por el Partido Colorado. ¿Por qué pió creé que nojotro andamo con el asado republicano y le alegramo a nuetro correligionario de la Seccional? ¡Para echarle para siempre, por secula, a eso oligarca neo liberal, vendepatria que anda! Vó nió no entendé nada Esperá nomá que gane el doctor Sotomayor y va ver que viene el cambio. Mi tío Cayé e su operador político de primera hora y no se va quedar de balde. Nojotro co somo capo en la Seccional, mi hija. ¡Qué te creé!

Ramona se secaba los ojos con las muñecas sin dejar de moquear. De pronto, en un redoblado ataque de rebeldía le espetó haciendo chasquear la lengua:

-¡Qué cambio! Hace rato ningó me prometé esa macana. Ello se pelea por lo cargo como lo perro de la calle, y utedem se pulsea como piraña por el zoquete. Pero nojotra, la mujere y la criatura tenemo que rebuscarno por ahí. ¡Todo son mondajá! ¿Entendé? ¡Mondajá! ¡Todito!

-¿Y qué importa que robe? Así nomá luego e la política: lo curepa, lo rapai, lo brinco yanki, todo e así. Vó no entendé porque só burra. ¡No importa que robe si ayuda a lo pobre! Por eso le damo nuetro voto. Por eso trabajamo arreando a la gente   -100-   para meterle en el camión y la camioneta como vaca para ir a la concentración y a la manifestación del doctor Sotomayor. ¡Nojotro somo el pueblo y tenemo vocación de poder, como dice nuetro líder! ¿No entendé pió, Ramonita? Porque te quiero nomá te perdono esa boca sucia que tené, porque te quiero pa sabé. Nde ñañá ja nde retobada etereí ningó, che servijá.

En un arranque de condescendencia quiso abrazarla, pero ella explotó todavía a pesar de que se iba ablandando:

-¡Yaguá! La pelea nunca se acaba. Es como el viento norte que arrastra la tierra de la siembra y se queda la piedra para siempre. La piedra azul que no se olvida y la piedra colorada como nuetra metruación de nojotra, la mujere. Si lo liberal e vende patria, lo colorado e funde patria, como dice mi comarde Ña Panchita.

En ese momento estalló un petardo seguido de muchos más. El ¡GOOOOOL! arrastró todas las pasiones y las convirtió en una: la del triunfo. ¡GOOOOOOL DE PARAGUAY!!!! Todos saltaron, gritaron, se abrazaron y se besaron de gozo.

Ramona y Luchí no se dieron por enterados. Ramona cargó a Luchí en brazos y desapareció en la choza

Areguá, domingo 31 de mayo del 98.



 

RECORDANDO A BORGES

 

Amelia, la linda samaritana del pueblo, saludó con voz de jilguero a sus padres dándoles un beso en la mejilla. La madre cebaba el mate a su ventrudo marido. Sin mirarla comentó:

-Ya otra vez, mi hijita. Parece que no podés quedarte en casa ni un momento.

Ella comentó riendo con aires de superioridad, citando a su escritor favorito:

-«Por si no lo saben, de eso está hecha la vida, sólo de momentos; no te pierdas el ahora».

Iba a seguir con más de Borges, pero el progenitor la interrumpió con reflexiones propias:

-Mi hija, en este país necesitamos menos letras y más números.

La chica besó nuevamente, con algo de lástima, a ese hombre que la quería como solamente se quiere a la hija única. Por ella trabajaba con denuedo y su mundo era la pantalla de la  computadora. Con un pellizco cariñoso en la fofa mejilla del padre se despidió canturreando. La vieron partir con desazón, como a Caperucita Roja con una canastilla cubierta con un mantelito a cuadros. Ellos temían que acabara metiéndose a monja o yendo al otro extremo. La habían criado con esmero y a los veinte años conservaba los cándidos ojos de la Primera Comunión. Se sabía admirada por sus muchas virtudes, las mismas que inquietaban a Don Tomás que siempre decía a su mujer: «El que sabe de números distingue la realidad. Tanta inocencia me preocupa. El cinismo es el resultado del choque de la fantasía con los hechos».

Amelia estaba familiarizada con los barrios marginales porque los visitaba en sus vacaciones con las Hijas de María. Don Tomás y su mujer no ignoraban que su hija era tentación de varones y envidia de mujeres. Ella, ajena a temores, a veces madrugaba para partir, como ahora, con la canastilla repleta de provisiones, por su cuenta y sola. De regreso, el cesto estaba lleno de flores silvestres, con las que adornaba la casa.

Mientras se internaba, ligera, por caminos de tierra, citó para sí otra frase de Borges: «Si pudiera volver a vivir, comenzaría a andar descalzo a principio de la primavera y seguiría así hasta concluir el otoño». Miró sus pies calzados con fuertes zapatos deportivos y pensó que hay cosas que no pueden tomarse literalmente. Recordó a los González, a quienes iba a visitar. Les tenía profunda pena a los muchos hijos de su pobreza. Ellos caminaban descalzos todo el año, razón por la cual Amelia encontraba ahí una mina de motivos para aplicar su misericordia. En la canastilla llevaba, juntamente con alimentos, un pequeño botiquín. Se ocupaba de contusiones y forúnculos, impétigos y diarreas, extirpaba gusanos del cuero cabelludo y extraía piques de pies infantiles. Los minúsculos insectos se incrustaban bajo las uñas en las plantas, en las articulaciones y hasta en las manos. Sabía que las criaturas se retorcían de noche, gimiendo en sus jergones, atormentados por el escozor y de día cojeaban a causa de la inflamación de sus heridas. Así conoció a Tina, la pequeña de siete años, rengueando, seguida de su perro también cojo. El animal trataba de arrancarse los bichos con los dientes, en lucha desigual. Tina vivía con una mueca de angustia hasta que llegó Amelia con sus curaciones: en la última sequía le había extraído sesenta piques, e incluso el perro inseparable fue socorrido con el mismo tratamiento de agujas, yodo y vendas. Ahora, con las recientes lluvias, empezaban las lombrices a instalarse bajo la piel de los descalzos, trazando caminos serpenteantes que los atormentaban con picazones invencibles en la guerra de las uñas que arrancaban sangre a las víctimas. Reflexionó a su pesar que Borges no supo cuán afortunado fue al andar calzado toda su vida, y al no haber nacido pobre en el Paraguay. Inconscientemente, y con cierta complacencia, se sintió más experimentada en muchas cosas, que el escritor; cosas que la unían a la madre Teresa de Calcuta. Así, cavilando llegó a un bosquecillo de árboles jóvenes antes de llegar al rancho de los González. Cuando se internó, bajo la sombra notó en un matorral  un bulto carmesí. Al avanzar distinguió a Tina, la chica del perro y de las niguas. Unos pasos más y quedó helada. Contuvo el aliento y se detuvo en seco: la niña estaba echada, con las piernas abiertas, y entre ellas, sentado sobre los cuartos traseros, el animal le lamía mansamente la entrepierna desnuda.

La náusea le impulsó el desayuno a la garganta. Se contuvo, respiró profundamente y, con el cesto apretado furiosamente contra su cuerpo se volvió rápidamente buscando a ciegas el camino de regreso a casa. Cuando llegó, ya no reía.

Tiempo después el padre comentó:

-Amelia está distinta.

-No te preocupes, Tomás. Ya no cita a Borges. Tendrá otras cosas en qué pensar.

Areguá, 17, II, 94.


 

POR UNOS ZAPATOS ROJOS

 

Lo supe por su propia confesión. Desde entonces se fue perfilando en mi ánimo -sin que me diera cuenta- un atisbo de cambio. Ahora, mirando atrás, puedo ver mi proceso emocional.

Me pasé años odiándola sin precisar por qué. Es decir, creía saberlo por los muchos rencores acumulados. Piezas sueltas de un sistema que ahora entiendo cómo, por qué y a causa de quién echó a andar -el cuándo es remoto. Ella se encontró atrapada como yo mismo después, sin conciencia ni responsabilidad ninguna. De ahí que fue ese proceso de cambio tan importante para eximirla de culpa. Ella fue apenas un vehículo de infinitas causalidades y efectos en interacción, configurando aquella trama maldita.

Aprendí que no soy la única víctima del sistema. Todos nos convertimos alguna vez en victimarios luego de ser primeramente víctimas inocentes. Cuando creemos obrar a sabiendas lo que hacemos es repetir estúpidamente el juego de imágenes entre espejos, la noria de la culpa y de la autocompasión.

Pero creo acercarme a mi liberación. Me pregunto si yo la estoy conquistando o me la están dando. Esas son las preguntas-acertijos con que entretenemos la vida algunos marginales como yo, mientras esperamos la hora del olvido, del castigo o del premio. Cada cual compone su percepción de lo que llamamos realidad, ignorando si en verdad existe. Entre tanto hay que poner nombre a todo para comunicarnos con el propio yo, que tal vez no sea otra cosa que mera fantasmagoría.

Recuerdo muy bien la tarde húmeda, ardiente y pegajosa en que nos encontramos sin buscarlo, enfrentados alma a alma, madre e hijo inmersos en esa irritación que produce el trópico con su nube de insectos y ese olor dulzón de vida gestándose y agonizando, de flores de aroma penetrante y frutas putrefactas, esa tarde quieta en que nos miramos cara a cara, con nuestros rencores desnudos, sin las convenciones cotidianas que cubrieran la vergüenza de reclamos nunca bien formulados y de rencores nunca bien escondidos. Yo le dije a quemarropa:

-¿Por qué si sabías que yo iba a ser un estorbo en tu vida por qué pues, no me abortaste?

Intuí, leyendo su silencio, que estaba tratando de averiguar. Allí empezó mi vacilación. La percibía perpleja e impotente, acaso más que yo. Por un momento la sentí como mi hermana. Pronto fue otra vez la madre quejosa acusadora, demandando gratitudes imposibles por el don de estar allí, ante ella, vivo y amargado. Vivo, sí, con los cabellos blancos, las articulaciones  deformadas por la artritis y el hastío de no poder darle las gracias por el regalo del interminable sufrimiento. Mi vieja ira afloró e insistí en voz baja:

-¿Por qué no me abortaste? Si no tuviste temor religioso para fornicar acaso ibas a tenerlo para abortar.

Oscurecía sobre el patio exiguo del conventillo, y se elevaba el hedor promiscuo de las letrinas. Creí que no me contestaría, que no se atrevería pero habló despaciosamente, como tironeando el hilo de las ideas de una madeja enredada sin remedio:

-El miedo es compañero fiel del pobre -dijo-. Los poderosos compran satisfacciones que ocupan el lugar del coraje. Son escudos, al menos por algún tiempo. Yo también compré un remedo de valor, compré un momento de esperanza ante el terror de sentirme sola, abandonada por el hombre que me hizo feliz y te puso en mi vientre.

Calló. Supuse que recordaba. No pude apremiarla. El ansia de saber más, desapareció ante la sorpresa de descubrirla no ya como deudora, sino como otro ser humano tan perplejo como yo. Continuó:

-Me sentía hermosa y desdichada. Llevaba en el bolsillo el sobre con el dinero y la dirección de la partera. Fue entonces cuando vi en el escaparate los zapatos rojos de tacones altos. Mi madrina me había regalado un vestido del mismo color que le ajustaba. Era casi nuevo y me quedaba muy bien.

Me imaginé radiante, en el baile del sábado, buscando que me miraran, que me rescataran, que algún hombre me quisiera y te quisiera, que, que, no sé qué.

Jamás volvió a hablar de aquello, ni yo tampoco. Nunca lo dijo con palabras, pero desde entonces vivió pidiéndome disculpas.

La respuesta me sirvió para ir cambiando el odio en compasión. Yo la hice rica cuando fui concebido y cuando renunció a mi «no ser» por unos zapatos rojos.

Areguá 2, XII, 97.



 

CUARTO MOMENTO

 

Señor de mis amores, me inclino reverente ante tu majestad, con la rebeldía domeñada y con la paz puesta sobre mi pena incurable. Se acabó la búsqueda. Queda el misterio. La humildad se presentó para verme en perspectiva: yo tengo unos pocos datos dispersos y mucha pasión. Tú tienes todos los datos del universo, del que soy ínfima parte. Ya no pretendo desentrañar el porqué de los porqués. No me corresponde. Puedo, sí, decir con el salmista: «Ciertamente la ira del hombre te alabará; Tú reprimirás el resto de las iras». (Salmo 76:10).

Areguá, miércoles 12 de agosto del 98.

 

 

 

 

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