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LUISA MORENO DE GABAGLIO

  CAPIBARA y EL ÚLTIMO PASAJERO - Cuentos de LUISA MORENO DE GABAGLIO - Año 1999


CAPIBARA y EL ÚLTIMO PASAJERO - Cuentos de LUISA MORENO DE GABAGLIO - Año 1999
CAPIBARA y EL ÚLTIMO PASAJERO
 
 
CUENTOS de
 




 

CAPIBARA

Desde esa mañana Maruto esperaba visitas de la ciudad. Sin embargo, al oír el ruido de un motor y divisar la polvareda en el camino, tuvo un mal presentimiento.
Llevaba años trabajando en la Estancia, y conocía a muchos amigos del patrón que venían a desquitarse, según ellos, de esa canalla de ciudad llena de vicios y poluciones.
Decían necesitar el aire puro y la paz del campo; traían naipes, abundante whisky y muchas cajas de proyectiles. Maruto los recibía con gran entusiasmo y se divertía ayudándolos a instalarse. Comían y bebían hasta la náusea, se enfrascaban en una partida de truco salpicado de guiños y risotadas. Amanecían por ahí, roncando como animales.
Más tarde, de pura casualidad, mataban un loro o una garza distraída y regresaban a sus casas con el espíritu renovado.
Pero el recién llegado, alto, flaco y pecoso, era diferente.
Ya estaba oscureciendo y hacía bastante calor cuando se bajó de la camioneta. Venía acompañado de un muchacho de nombre Roberto, un rubio caripavo, que tiroteaba hacia cualquier sombra que se moviese en la maciega.
El pecoso se presentó como Nicolás Duarte, cuñado de un fulano de muchas condecoraciones. Tenía el cigarrillo como pegado al labio inferior y hablaba con el desenfado propio del hombre acostumbrado a ser obedecido, y era antipático hasta por la manera de saludar.
Nicolás se desabrochó la camisa dejando ver un pecho lampiño y sudoroso. Encendió otro cigarrillo raspando la cerilla en la suela de la bota, deformada por el uso, y dijo:
- ¿Hay alguna aguada por aquí?
-Sí, señor, como a quinientos metros.
- ¿Riacho o laguna?
-Riacho, señor.
-Me dijeron que abundan los yacarés, ¿es cierto eso?
-Y... suele haber, pero ahora es época de veda, señor.
-¿Escuchaste eso, Roberto? Nuestro amigo parece ser todo un sabihondo. Roberto lo aprobó con una risita de imbécil, y siguió echando tiros. Nicolás dijo:
-Te voy a explicar algo, Maruto: podés hacer con tu veda lo que te venga en ganas, no me importa un comino- y, amartillando el arma, se dirigió hacia el vehículo, abrió la portezuela y se aventó el olor hediondo a cueros silvestres que estaban en la camioneta. Con una rápida ojeada, Maruto calculó que allí habría alrededor de cuatrocientas pieles de yacaré. Movió la cabeza con indignación y, a pesar de que le hervía la sangre, aguantó, en silencio, las injuriosas palabras de Nicolás. En ese momento, sus miradas se cruzaron fugazmente, y Maruto se estremeció sin saber porqué.
Nicolás bajó un pesado reflector y lo ajustó sobre los hombros de Maruto como si unciera un buey. Luego se llenó los bolsillos con cartuchos, destapó una botella, tragando un sorbo ardiente de whisky, y ordenó a Maruto guiarlos hasta el riacho.
Los últimos rayos del sol se arremolinaban sobre las hojas, y desaparecían en la maraña del monte. Comenzaba a caer el sereno, y de la tierra se evaporaba un calor húmedo avivando enjambres de mosquitos. Olía a pastizal tierno, a flores de tuna. Las que producen el desvarío y la mala visión. En eso pensó Maruto y se persignó tocando el amuleto que llevaba colgado al cuello, una trenza de escroto de chivo, poderoso contra la yeta, del que nunca se descuidaba. Troceó un pedazo de tabaco para distraer el poco ánimo y la desagradable sensación de andar con el ángel de la muerte.
Los tres iban ensimismados como si la selva les impusiera una pausa de silencio. La picada terminó en un chircal fangoso que anunciaba la proximidad del riacho; la brisa era fresca y traía olores a raíces podridas, a peces.
Buscaron un lugar alto y seco, y Maruto alumbró hacia la playada.
-Apagá la luz, idiota -le increpó Nicolás. Decenas de ojos oblicuos fulguraban a lo largo de la costa. Se escuchó el ruido del seguro de un arma, pero la maniobra fue frenada por la voz de Nicolás:
-Ni un solo tiro, Roberto; esperaremos a que salgan del agua. Por suerte el viento está a nuestro favor. Vos, Maruto, sólo vas a encender el reflector cuando yo te lo mande.
Roberto aguardaba con la respiración contenida y nerviosa del cazador improvisado; Nicolás se regodeaba con la emoción intensa del que está por trascenderse. Matar era sentirse vivo. Fumaba tranquilo con los sentidos puestos en el gatillo y en la valiosa piel del yacaré.
Pero el río guarda más de un secreto. Ajena a toda amenaza, ella roía rizomas de camambú, y, cubierta de algas, buceaba ejercitando sus músculos, porque sabía que era el momento; un espasmo doloroso, visceral, fue el anuncio.
Nicolás ordenó a Maruto rastrear el río con el reflector; sobre la superficie oscura asomó algo parecido a un perro, ladró dos veces y se perdió de nuevo.
-¿Qué fue eso? -dijo Roberto.
-Es un capibará; no le dispares, espantarías a los cocodrilos, y además no vale la pena gastar balas en un bicho tan estúpido- contentó Nicolás.
La hembra intuyó el peligro, pero no por eso mudó de parecer; olisqueó las flores azuladas de los jacintos y lilas de agua, y se hartó con ellas. Necesitaba energía para el esfuerzo que la esperaba. Otra punzada, como una corriente eléctrica, se radió de su espinazo hacia el vientre; eso la decidió, y sus patitas remaron veloces buscando la costa. Los hombres escucharon el chapoteo en el agua.
-Ahora, Maruto, el reflector -dijo Nicolás. En ese momento el animal alcanzó la orilla, y vio que una ancha franja de arena la separaba del pirizal. La catinga fuerte del hombre la entumeció por unos segundos, pero no podía volverse atrás; sus cachorros debían nacer antes de que saliera la luna, y tenía que apresurarse. Fuerzas misteriosas tensaban sus entrañas pujando hacia la luz. Se movió pesadamente; sus dedos se hundieron en la arena cuando la enfocaron de lleno; se quedó como atontada en el cerco luminoso, y fue entonces cuando recibió el primer impacto que le abrió un largo surco en el lomo acanelado. Echó a correr bamboleando el enorme vientre.
-Imbécil, no dispares te dije -rugió Nicolás, ciego de ira, y se precipitó hacia la playa.
-El faro, Maruto, el faro -pero con fuertes coletazos los cocodrilos ya se perdían en el riacho. Cuando Nicolás llegó, ya no estaban.
-Me la pagarás maldita -dijo con los dientes apretados; estaba furioso, y sentía que la sangre se le convertía en burbujas. Siguió los rastros dejados por el animal en la arena.
-¡El reflector, indio desgraciado! -repetía como enloquecido, pero Maruto no daba en el blanco. Entonces Nicolás sacó una pequeña linterna y la vio justo cuando ya entraba en el pajonal: ¡bang, bang! La carpincha rodó entre los yuyos, de un boquete abierto en su flanco derecho manaba algo caliente. Sin embargo, ella no se detuvo, faltaba poco para el intrincado chircal. El dolor ardiente, la fatiga, cada una de sus fibras, respondía a un solo llamado; arrastrándose, empujándose, con las uñas en el barro, llegó y concentró el resto de sus fuerzas en pujar, pujar..., después de nacer el último cachorrito, cesó la hemorragia de su costado.
-Perdí su rastro, carajo, dónde se habrá metido -bufaba inútilmente Nicolás.
Mientras tanto, a salvo y bien ocultos, cuatro carpinchitos de ojos brillantes comenzaban a mamar.
Horas después, guiado por el olfato, Maruto los encontró sentados juntitos sobre el vientre aún tibio de la madre. Los metió en una bolsa y, de regreso a la casa, iba pensando en fabricar una buena mamadera.
 
(Asunción, 1992)
 

EL ÚLTIMO PASAJERO

Crucé la Plaza Uruguaya y bajé hacia la estación, quería ir a Areguá. Necesitaba descansar. Era un día terso y me sentía de muy buen humor. Compré el pasaje y me dirigí hacia el vagón de pasajeros. Un niño estaba sentado en la escalerilla. "Permiso", le dije, pero él siguió muy concentrado en algo que tenía entre las rodillas, de modo que puse un pie en el extremo del peldaño para no molestarlo y entré. Una mujer de luto ocupaba el primer asiento: Busqué un lugar desde donde pudiese ver cómodamente el paisaje y me ubiqué en la fila derecha. De reojo vi al niño sentado al lado de la mujer de luto, mientras una chipera me acorralaba con dos enormes canastos. Cuando se bajó la vendedora, el niño me miraba a mí y a la chipa que yo tenía en la mano. Sus ojos eran muy negros y llevaba un traje marinero muy limpio; lo cual me llamó la atención, porque la señora de negro que lo acompañaba era más bien desaliñada. La costura de las mangas estaba cedida y el montón de cabellos los ataba con un elástico mugriento. Saqué una argolla de la bolsita de hule y le invité al chico, pero éste se rehusó moviendo la cabeza y comenzó a brincar sobre el asiento justo cuando la máquina se ponía en marcha. El niño se bamboleó tratando de equilibrarse con el movimiento de sus brazos de espaldas a la puerta que se había trabado y que no lograban cerrarla. Me levanté gritando: "Eh, se va a caer", pero nadie me hizo caso, salvo el chico quien, mirándome sorprendido, echó a correr por el pasillo soltando su risa fresca y divertida, yendo de vagón en vagón. Suspiré aliviado y volví a mi asiento, cuando escuché de nuevo la risa del pequeño travieso, quien volvía junto a la gorda. Sin embargo, no tardó ni dos segundos en levantarse, y otra vez patinando por el pasadizo, se fue junto al maquinista, y de ahí, como una lagartija de un lado a otro. Terminó por malograrme el paseo. Cuando llegamos a Areguá, lo vi colgándose del pasamanos de la escalera. Me sentí dichoso al librarme de su tormentosa compañía. Y anduve vagando por la orilla del lago durante un buen rato. Almorcé en un restaurante muy agradable, luego compré un par de objetos de alfarería y regresé a la estación. Eran las cuatro de la tarde. Ocupé mi lugar y saqué el diario. Me disponía a leerlo, cuando de refilón volví a ver al chico de traje marinero. No pude leer ni una página. El niño era peor que un mono con una sobredosis de estimulante. La mujer de luto que por la mañana iba a su lado ya no estaba en ese vagón. Busqué con la vista a quien pudiese dar alguna queja de ese niño tan molestoso, pero ya no éramos más de cinco pasajeros y, al parecer, todos iban muy tranquilos, ocupados en sus propios asuntos. Pensé que, tal vez, a ellos no les molestaba tanto como a mí la exasperante vitalidad del chico. Lo cual no me asombraba, en realidad, mi aversión a los niños inquietos hasta podría considerarse enfermiza. Tuve que resignarme, de todos modos tendría que soportarlo durante el viaje de regreso. Por un rato cerré los ojos y traté de dormir, pero el constante movimiento del nene me ponía los pelos de punta. Y cuando lo vi asomarse a la ventanilla y sacar una pierna sentándose a horcajadas, a punto de ser arrastrado por el viento, me sentí paralizado de horror. No sé cómo llegué hasta él, decidido a darle un buen sosegate, sin embargo, cuando intenté atraparlo, se deslizó pasando como un soplo entre mis brazos, y fue riendo y saltando de respaldo en respaldo, llenando el pasillo con su risita insoportable. Un señor me miró con desaprobación y continuó revisando unos papeles. Me sentí ridículo y volví a mi sitio enojado conmigo mismo. Tenía calor y sed. Me saqué el pulóver. Estaba harto. Cuando llegué a Asunción, me dolían la cabeza y el cuello. Me sentía todo entumecido. Bajé enseguida, y, al cruzar la calle fuera ya de la estación, me di cuenta de que se me había olvidado el pulóver. Así que totalmente fastidiado volví al tren, que ya estaba vacío y envuelto en un sopor caliente y silencioso. Vi al viejo maquinista alejarse lentamente hacia el bar. Subí buscando el vagón que había ocupado. Y para mi satisfacción pronto di con la prenda olvidada y al volverme hacia la portezuela vi otra vez al chico en uno de los asientos, muy quieto en la penumbra. Me acerqué, la rabia que le tenía se hizo humo al ver sus grandes ojos con un no sé qué de desvalido, el cuello fino, la carita pálida, me dije que no tendría más de cinco años. Lo miré en silencio. Me sentí extrañamente turbado. "¿Por qué no bajás?", le dije. El movió la cabeza. "Yo vivo aquí". Creo que eso me dijo bajando la vista. Me intrigó la contestación y fui hacia el bar buscando al fogonero. Lo encontré pidiendo "Otra vuelta de lo de siempre". Le pregunté por el niño.
-¿Qué niño?
-El de traje marinero.
-Ah, ese Ricardito-dijo, y mirando larga y distraídamente su vaso, contestó:
- Hace muchos años lo mataron en una pelea entre borrachos. El iba de paseo con sus padres. No suele dejarse ver. Por lo visto usted le simpatizó.
Conmovido profundamente regresé al tren. Pero el silencio era absoluto en ese montón de hierros viejos. Ya no vi a nadie. Me dirigí hacia la salida y al pasar junto al último vagón, volví a escuchar la misma risa fresca, inconfundible, difícil de olvidar.
De: «El último pasajero» y otros cuentos (Asunción, 1997)
 
 
 
Intercontinental Editora, Asunción-Paraguay 1999.
De la página 441 a la 847.
Ilustraciones: CATITA ZELAYA EL-MASRI
 

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