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LUISA MORENO DE GABAGLIO

  EL PEÑON y LA CASA HANNEMANN - Cuentos de LUISA MORENO DE GABAGLIO - Año 1992


EL PEÑON y LA CASA HANNEMANN - Cuentos de LUISA MORENO DE GABAGLIO - Año 1992

EL PEÑON y LA CASA HANNEMANN

Cuentos de LUISA MORENO DE GABAGLIO

 

LUISA MORENO DE GABAGLIO : Doctora en Ciencias Veterinarias (Asunción, 1976). Es integrante del "Taller Cuento Breve" que dirige el Prof. Hugo Rodríguez-Alcalá. Su primer cuento, "Justina", aparece en el volumen publicado por las participantes de dicho Taller, titulado "19 Trabajos" (1984). Con el mismo grupo publica más adelante, "El Antiguo Catalejo" (1985), y en 1988, los cuentos "La Cosecha" y "La Celda N° 7". Ese mismo año recibe el 2°Premio del concurso de cuentos cortos "Veuve Clicquot Ponsardin", "por constituir un cuento rural con profunda preocupación ecológica, posiblemente escrito por un testigo directo de la depredación que sufre nuestro país". En 1990, obtuvo Diploma con Mención de Honor por el cuento "Requiem para un dorado", distinción que fue otorgada por la revista literaria "Punto de Encuentro", de la ciudad de Montevideo, Uruguay.

 

 

EL PEÑON

 Le entumecía hasta los huesos la cerrazón malva que avanzaba sobre el río y borraba el pueblo esa mañana. Al entrever la costa, Simón aflojó los remos y, enlazando el amarradero, saltó a tierra. Sus ojos tenían el brillo de una sospechosa enfermedad. Llevaba la cabeza tonsurada -según él- para comunicarse mejor con ciertos amigos. Se arregló la bufanda y subió por el barranco hacia el almacén. El dueño no pudo disimular su entusiasmo al verlo.

-¡Buenas! ¡buenas! ¿Qué tal, Simón? ¿No tuviste problemas con la neblina?

-Un susto sin importancia-, sacó un papelito.

-¿En qué te podemos servir?

-Un hilo de quinientas yardas. Glicerina; lo mismo de siempre. El tafilete de gamuza que te pedí la otra vez, y veinte metros de bramante azul.

-¿Nada más? Mirá que podés llevar fiado, si necesitas otra cosita. El almacenero tenía los carrillos inflados de preguntas, pero Simón, pagó y regresó al bote.

Se desconocía el origen de Simón. Creció en las orillas, entre los canoeros. De ellos aprendió a leer en las nubes los cambios del tiempo; a jugar al bojo con barajas dudosas.

Solía amanecer sobre montículos de naranjas, sumergido en los vapores intensos de la fruta madura que se ofertaba en el puerto. A los siete años le ganó al tradicional comedor de pescado crudo, por su habilidad de estremecer el vientre, convenciendo al jurado de que el pescado que acababa de tragarse continuaba vivo en la barriga.

Vivía con su padre adoptivo en un barco anclado en la playa. El viejo era un marino gringo, evangelista fanático que le había metido al hijo la Biblia en la sangre, a punta de lazo. Era también gran bebedor de alcohol de quemar. En una víspera de Navidad, ardió durante varias horas. Entre las cenizas hallaron, intacto, el caracol que le había acompañado siempre.

Se decía que, en el interior del mismo, una extraña voz arenosa contaba algo que sólo el muchacho podía descifrar, al día noveno de cada mes, bajo los últimos rayos del sol. A esa hora indecisa, la voz cautiva le revelaba la secreta y doliente historia.

Desde entonces, Simón andaba como varado en tierra desconocida. Ganó altura, se cubrió de vellos rudos, y todos los días cruzaba a nado hasta el islote de piedra. Tiempo después lo rescataron de ahí, descolorido, ojeroso, desvariando algo acerca del caracol de su padre. La mujer de un canoero lo cuidaba. El se negaba a comer y se mantenía despierto, deambulando por la casa con las pupilas dilatadas de asombro. Tuvieron que atarlo a la cama para impedir que nadara hasta el peñón. Al oscurecer venían las vecinas a rezar el terciario, ahumando incienso y un geme de cuerno de ciervo.

Siete días después, la fiebre lo dejó blanco y húmedo como pollo hervido. Cuando pudo tenerse en pie, vendió un tambor de gasoil que le había comprado a los contrabandistas de la zona, se agenció de picos, palas y otros elementos, y volvió al peñón. Fluía el tiempo bajo su piel ardorosa, él seguía, dándoles al pico y al mazo, percibiendo en las entrañas de la roca lo vedado a los demás hombres.

-¿Qué buscás, Simón?

-El caracol... la casa está aquí escondida bajo la piedra.

Meses más tarde, un pueblo incrédulo observaba, desde la orilla, la blancura irreal que flotaba como si hubiera surgido del fondo del agua. Era una edificación rarísima. Simón le devolvió su antiguo esplendor. Cuando sus amigos fueron a visitarlo, los recibió a balazos. Se volvió agrio, quisquilloso; hermético. Pero seguía viniendo por el tarro de glicerina y la canasta de ñandypá. Corría el comentario de que Simón había capturado al Ypora, azote de los ribereños. Cerraron las puertas y se entregaron a la oración después del ángelus.

Simón no apareció más por el almacén. Había contratado a Buco, el mudo, para hacerle los mandados. Buco era un muchacho tímido, pero cambió enseguida, como si algo dormido en su interior se hubiera alertado. Cuando le preguntaban por el patrón, ponía los ojos en blanco y reía, dejando caer hilachas de baba, flexionando la pelvis como macho en celo, grotesco, absurdo. Pero si el almacenero amagaba con acompañarlo. Buco se ponía furioso, amenazándolo con el remo. El día entero se pasaba montando guardia alrededor del peñón. Tuvieron que resignarse con las ráfagas de mentol que llegaba al caer la noche, y con el vago resplandor de las ruinas.

Una vez a la semana, Buco traía la lista en la que nunca faltaban el tarro de glicerina y la bolsa de ñandypá.

De día no se hablaba de otra cosa; de noche, se revolvían en sus camas, mojados de sudor, insomnes, calientes de curiosidad. Muchos no lograban controlarse y a cualquier hora se aventuraban, desafiando las fuertes correntadas, y nadaban hasta las mismas barbas rocosas, pero se encontraban con el negro orificio de la escopeta de Buco apuntando a sus cabezas.

En la madrugada del Viernes Santo todo el pueblo se volcó al río, buscando el agua bendita. El almacenero se zambulló tres veces, conforme la costumbre, y desapareció, emergiendo más allá del gentío. Escondido detrás de un pilote, se sacó los calzoncillos; destapó el frasquito de pez embadurnándose con él, y luego se alejó braceando rápidamente. Llegó con esa atención frenética de las lagartijas. De uno de los balcones se proyectaba la luz verdosa, y se escuchaba el débil rumor de la lámpara a carburo, que despedía el olor inequívoco a azufre quemado. El cuerpo bilioso del almacenero se emparejó con la fría encalada de las paredes; extrajo de la bolsa de hule una linterna, tanteó la puerta y se deslizó adentro. Con la respiración contenida, avanzó en la oscuridad; salvo el ronquido de las bujías y el murmullo de las olas rotas, todo estaba muy quieto. A la derecha encontró una escalera, y guiado por el haz de su linterna, subió y sorprendió a Buco pegado a una puerta huroneando por la cerradura. Forcejearon, voló la linterna y rodaron escaleras abajo, trenzados en una feroz lucha. La fuerza muda de Buco se cerró alrededor del cuello del almacenero y, como tenazas los dedos mordieron la nuez del viejo, que inútilmente arañaba el piso. ¡Buco!, ¡Buco! se escuchó la voz de Simón, Buco aflojó la presa y ésta, aprovechándose de la distracción, se perdió de nuevo en el río.

Días más tarde al abrirse el almacén, entró un viejo espinelero como si lo corriera el diablo, y contó, relamiéndose de gusto, que al levantar una boya, encandilado por los últimos rayos del sol, vio (o creyó ver) en el balcón, una encendida cabellera. Cuando volvió a mirar, el balcón estaba vacío, y sólo las cortinas de bramante azul ondeaban al viento.

Por fin había un indicio. Simón vivía con una mujer, pero en el poblado ninguna tenía la cabellera de fuego como la descrita por el pescador.

En vano esperaron a Buco. El almacenero perdió el apetito. La imagen de Buco, atisbando por la cerradura, le había quitado también el sueño; le temblaba la barbilla al recordarlo. Cómo sonsacarle al idiota pétreo, si lo único que hacía era mostrar la dentadura cavernosa y moverse como un macho cabrío, soliviantando al espíritu más severo.

La chispa se hizo llamarada en el ánimo de los hombres. Cientos de ojos febriles apuntaban al peñón. Las mujeres protestaron, pero nadie las escuchó. Como potros de hollares temblorosos, turbados por el olor a hembra extraña, borrachos con el aire cálido y saturado de polen, se desparramaron hacia los botes. El río era tinta y plata. Delirantes, los remos acortaban la distancia. En la negrura se destacaba nítidamente la luz verdosa del balcón. Desembarcaron en la noche confusa y, tras breve tiroteo, un grito como de animal moribundo erizó los ánimos, y por la ventana saltó un bulto, una instantánea vibración de oro y fuego que se hundió en el río. En tropel, subieron las escaleras, y al derribar la puerta, lo único que encontraron fue un enorme nido de camalotes secos. En el balcón volaba la cortina de bramante azul.

Dicen que, meses después, hallaron la canoa de Simón en otra isla al Norte; y que, después de una tormenta, sacaron a Buco de la cuneta cercana al almacén. En el puño cerrado tenía una escama, de color oro, nunca vista hasta entonces.

Lo único cierto es que a veces, cuando el reposo es silencio, o rasgueo de guitarra, o simplemente una brisa mentolada, de pronto, aparece en el balcón la furtiva criatura de los cabellos de fuego.

 

Luisa Moreno de Gabaglio

 

 

LA CASA HANNEMANN

 La casa embrujada era del señor Hannemann, naturalista alemán que investigaba a los arácnidos. Una noche calurosa, su mujer le dijo:

-Ay, Federico, algo me camina por las nalgas-. Ya habían apagado la luz, y Federico estaba malhumorado: se le había perdido una valiosa araña y en ese momento, no tenía ganas de averiguar quién andaba entre las piernas de su esposa. Sabía que ella era miedosa y además, esos movimientos raros en la oscuridad eran propios de las ánimas que penaban por el sótano, así que soltó una palabrota, y siguió tratando de recordar si el ejemplar desaparecido era o no la mutante de la épeira diadema. Al despertar, notó que su mujer lo miraba fijamente. Tenía un círculo violáceo alrededor de los labios. Ya estaba dura.

Después del sepelio, Hannemann le vendió la casa a mi abuelo y se volvió a su país.

Y a esa casa nos dirigimos Miguel y yo, al abandonar el hospital. Apenas se distinguía la tapia del frente, invadida por la maciega. A la derecha, una Salamanca la separaba de la zona poblada; al otro lado comenzaba el monte de Beterete-cué. A empujones abrimos la puerta adherida al marco. A pesar del tufo a madera podrida, a cosas rancias, me gustaron las habitaciones amplias: paredes de treinta, arcos de medio punto. Una escalera conducía a la azotea. Bajo el dormitorio principal estaba el sótano, la razón de nuestra presencia.

Conocí a Miguel años atrás, en el lecho rocoso de un brazo seco del Añacuá. Yo iba tras unas vetas, él estaba de vuelta. En una ollita de hierro preparaba un revoltijo de cecina y huevos. Acepté gustoso. Harto ya de la áspera miel de lechiguana: mi único rebusque desde el día anterior. Cuando terminé de comer, le pregunté dónde había conseguido los huevos.

-Yacaré-curú-. Dijo y me sonrieron sus ojos mansos. Hablamos. Por el rabillo nos medimos, nos aquilatamos, nos calibramos. Vi sus uñas enlutadas de roedor. Vi su piel de tabaco oreado. Al llegar la noche, ya no vi su rostro. Quedaron nuestras voces: la mía, exaltada, tanteando; la suya, penetrando como lluvia en tierra árida. Entonces callé, como quien llega a la cumbre de un cerro o avista el mar por primera vez. Cuando la luna nos devolvió los rasgos, dijo que ya habíamos enserenado el alma, y que debíamos descansar. Tiempo después, me adoptó como cuando un viejo acepta un perro ya crecido, al que, luego de un largo periodo de prueba, lo deja dormir a sus pies.

Miguel anudó la hamaca en un rincón, al resguardo de la corriente de aire.

-Acóstate vos ahí-. Lio un cigarro y se fue por el bajo. Volvió con la noche. Prendió el calentador y puso a hervir algo. Poco después supe que eran hojas de eucalipto. Encendió el quinqué, abrió una lata de sardinas y cenamos. Al rato, Miguel dormía sosegadamente. Amenazaba tormenta, y negras mariposas me rozaban con sus alas de trapo. Yo sentía como si mis pulmones estuviesen apretados en una malla de alambre. Convalecía de una bronquitis contraída por permanecer de bruces durante horas, en estrechas grietas de caliza, donde lo único que encontré fue jabón de sastre y otras chucherías. La pasión que hervía en mis tripas terminó pudriéndome los bofes. Miguel cuidó de mí hasta que me dieron de alta.

Pronto sería de madrugada, y no conseguía dormir. Escuchaba el susurro ahogado de los insectos de la humedad que roían el maderamen, el de sabandijas que disparaban entre los muebles y un ruido diferente que me llamó la atención: era como un estertor. A ratos más cercano, luego se alejaba hasta tornarse casi inaudible. El aire caliente, denso, me asfixiaba. Salí al umbral y me palpé la frente, pensando que volvía a tener fiebre, porque al fogonazo de los relámpagos acababa de ver que un perro blanco sin cabeza ladraba a una mujer de vestido oscuro que venía subiendo de la salamanca. La mujer era rubia; estaba seguro, porque la cabellera parecía blanca al resplandor de los rayos.

Esa tarde fuimos a visitar a la dueña del barcito, al otro lado del zanjón. Pechugona, dientes chapeados en oro, zarcillos de agua marina. Tajantemente rechazó el diagnóstico del médico. Mi cara de tísico arrojaba otros datos; sangre aguasa y tiricia, pero ella conocía el remedio; caldo de pata, fortificante, y poleoí, depurador y corrial. Quedé a su cargo. Todos los días me sentaba ante el suculento plato sazonado con orégano y salvia, y un pan calentito salpicado de granos de anís y de lino. El postre; un tazón de arroz con leche perfumado con canela y tirabuzones de limón sutí. Mientras comíamos, ella nos enteraba de datos muy precisos acerca de la clase de aparecidos que rondaban la casa; algunos coincidían con nuestra información y nos alentaban a iniciar la búsqueda cuanto antes.

Miguel era más antiguo que yo en el ramo, pero una sola vez sacó un cantarito. Los otros intentos fueron malogrados, por trabajar con la persona inadecuada. Después de dividir el contenido de su hallazgo, se quedó con un brazalete, algunas libras y el resto, pura chafalonía. El dinero se le fue en medicinas, por aspirar metano en el cuarto cerrado donde rompieron la vasija.

Dos días antes, Miguel me llevó junto a una pruebera muy respetada, en busca de orientación. Linterna en mano, cruzamos la cerrada avenida de Curu-pay-mí, árbol mentado por sus poderes mágicos. La adivina tenía los ojos asalmonados y los cabellos sueltos y largos.

-Esperen un momento - dijo y tomando el candil, pasó a la habitación contigua. Volvió sonriendo.

-Por suerte ya no está. No le gustan los extraños.

-¿Quién? ¿Tu marido?

-Sí sale del agujero a esta hora, y no quiere bajarse del techo-. Vi que frotaba entre sus dedos una bolita de olor alcanforado; la hizo rodar sobre mi frente y la olió.

-Mañana, antes de que salga el sol, caven, de la marca, siete pasos al poniente.

De regreso, le pregunté a Miguel si el marido estaba loco.

-No está loco. Murió hace tres años, pero no deja a su viuda; todo el tiempo está que entra y sale del agujero, ese que ella menciona. Después ya no hablamos. Es imprudente referir una sola palabra al respecto. Poseíamos un buen detector direccional de veinte metros de profundidad. Una 89 M.C.08 B.L. Ultrasónico y discriminador. La máquina comenzó a silbar en la zona y pareció enloquecer en tres puntos bien definidos. Trazamos un rectángulo; desde ahí, Miguel dio siete pasos mirando al Oeste. Cerró los ojos y dio la primera palada. El filo rebotó contra el lodo seco, sería difícil morderlo y penetrar en él. Quedamos en calzoncillos y, con una vincha blanca, cuyo color daba buenas vibraciones. Poco a poco, perdimos la noción del tiempo. Al llegar a los dos metros, Miguel señaló el lugar. Este método es muy efectivo para engañar al dueño, y evita que el bulto se mueva, complicando la búsqueda. En nuestro mapa habíamos anotado tres puntos débiles y un epicentro. Comenzamos en la periferia; debíamos llegar al objetivo por el perfil derecho. La línea perpendicular era peligrosa, porque la energía de abajo podía chuparnos.

Desde ese momento, ambos fuimos diferentes. Los músculos en actividad despojaron a Miguel de su habitual mansedumbre. Se tornó hosco; me daba cuenta de que apenas percibía mi presencia, y, cuando lo hacía, me irritaba. Toda su fuerza y sus sentidos estaban concentrados en cada centímetro ganado a las profundidades de la tierra. De cuando en, cuando, se detenía y la palpaba, la acariciaba con los ojos cerrados, como se reconoce un cuerpo querido. Deslizaba los dedos sobre las protuberancias, demorándose en cálidas oquedades, en la seda de algún perfil, y al encontrar algo que sus dedos ignoraban, lo estudiaba en detalle con la pequeña lupa que llevaba al cuello. Cualquier cosa podría constituir la señal que buscábamos.

Al anochecer del primer día de la excavación, salimos a la superficie. Estábamos agotados. Comimos unas butifarras que nos sacaron llamaradas de la boca y cuando nos disponíamos a dormir, ¡de súbito! surgió ante nuestros ojos el perro decapitado. Sentí el estómago como si fuera de lana; fui incapaz de articular una sílaba o insinuar un ademán. La visión se esfumó; dejando una tenue luminosidad. Dormimos contentos. Estábamos en el buen camino, porque los signos eran inequívocos.

Antes de amanecer, me despertó el golpe seco de la pala. Miguel ya movía otra vez las paletas allá abajo. Ya habíamos superado el olor a huevos podridos y comenzábamos a sentir la borrachera que provocaban los gases acidulados. En dos oportunidades presentí en Miguel, la misma rabia y desconfianza que él me inspiraba. Yo había aprendido lo suficiente del oficio, podía haberlo hecho solo. A fin de cuentas, la casa era mía y no había razón para que compartiese mi suerte con él. Me recriminé duramente. Siempre el mismo sonso, gregario sentimental. Miguel era nadie en mi vida. Pura casualidad. De pronto, escuché el clan, clan de mi pala contra algo metálico. Sentí como si por dentro me derramaran un chorro de agua caliente. Miguel rió con fiereza y centuplicamos las paladas. Estábamos en el centro del sótano, y ya habíamos cavado una enorme zanja, brotaba agua de varias venas, y el piso no era firme, el lodo nos llegaba hasta el pecho. Teníamos sendas cuerdas atadas a la cintura, con los extremos sujetos a horcones allá arriba. Tiramos las herramientas y nuestras manos se movieron como enajenadas; jadeábamos y reíamos como imbéciles, pero la risa de Miguel me resultaba insoportable. Rebullía en mi sangre un furor demoniaco. La caja tendría veinte por ochenta centímetros. Miguel leyó en una chapita la inscripción "Banco de Agricultura" y gritando ¡lingotes ! desanudó la cuerda de su cintura y la pasó alrededor de la caja.

La tuya en el otro extremo, y luego subimos por ellas-

Impasible, lo vi hundirse en el lodo, con los ojos desorbitados, y sus labios diciendo cosas que yo no escuchaba. Vi sus manotazos en el aire. El no tenía parientes que lo reclamaran y ya estaba viejo. La boca se le llenó de barro. Nunca sabrían lo que pasó. Nos enfrentamos; no había súplica en sus ojos, sólo asombro, incredulidad. Yo quise desviar la mirada, pero algo me ataba a él; de pronto, su blanquísima cabellera se salpicó de barro oscuro, sentí como si acabaran de profanar algo sagrado y mi corazón dio un brinco de salvaje alegría, cuando lo tuve firmemente sujeto entre mis brazos.

 

Luisa Moreno de Gabaglio.

 

Fuente:

Dirección:
HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
© EDITORIAL DON BOSCO
Tirada: 750 ejemplares
IMPRENTA SALESIANA.
Asunción, Paraguay
1992 (152 páginas)
 
 
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donde encontrará mayores datos
del taller y otras publicaciones en la
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