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FRANCISCO (PANCHO) ODDONE (+)

  WEEK-END, 1993 - Novela de FRANCISCO ODDONE


WEEK-END, 1993 - Novela de FRANCISCO ODDONE

WEEK-END

Novela de PANCHO ODDONE

Edición digital: Alicante :

Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001

N. sobre edición original:

Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),

Editorial Arandurã, [1993].

 

 

 

 

«El ser está solo, absolutamente solo frente a su propia responsabilidad en el ciclo sin fin de las existencias. Ningún dios interviene ni para condenar, ni para recompensar, ni para perdonar, ni para escuchar súplicas».

 

 

 

(Historia de Buda) André Bareau



Enlace al ÍNDICE del libro WEEK-END en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEN DE CERVANTES

 

 

- I -

 

La habitación era pequeña y húmeda. La mitad de la pared estaba ocupada por una ventana. Enfrentaba otra a escasos dos metros. Otra habitación con otra gente. El sereno había dicho, es confortable y no hay muchos mosquitos. ¿Por lo menos tiene espirales? No, no quedan. Café sí tenía. No estuvo mal. Mariana quiso juntar las dos camas sacando de en medio la mesa de luz. Era difícil hacer cualquier movimiento. Aun ese que parecía tan simple. Además, los ruidos se multiplicaban y un roce era un estruendo. Cuando el sereno trajo el café tuve que pasar sobre la cama de Mariana y pisar el suelo frío y húmedo. ¿Por qué tan húmedo? «Es un hotel nuevo» contestó. Puse la bandeja sobre la cama y entré al baño. Tenía ganas de bañarme. De lavarme los dientes. De hacer como si no estuviera allí. El hecho de estarlo no era simple, natural o indiferente. No me explicaba por qué había ido con Mariana a Mar Del Plata. No hay que volver sobre las historias pasadas. Es que resulta difícil saber cuándo una historia es pasada y simplemente se extiende o continúa siendo presente o amenaza con no terminar nunca. Tampoco se sabe bien por qué tiene que terminar, si cuanto ocurre es placentero y bueno. Mariana dijo que estaba enamorada. Mario nos había despedido en su departamento cuando partimos. ¿Qué pensará ese tipo? ¿Sabrá que dentro de un rato Mariana estará durmiendo conmigo? En ese momento creí que él lo sabía, solamente que la cosa era tan grotesca y se había planteado tan sencillamente que su oposición se nos hubiera antojado escandalosa, absurda y arbitraria. A él también, naturalmente. Fue un viaje sin impaciencia. Apenas con interés. Estaba dispuesto a no tomar ninguna iniciativa. Pero eso era una trampa. El no tomar iniciativas implica una iniciativa. Ocho años atrás había terminado mi relación con Mariana. Después hubo encuentros fugaces y placenteros pero todavía con engaños y escenas y protestas de fidelidad en las cuales ninguno de los dos creíamos. Así fue limpiándose una relación caótica y apasionada. Se fue transformando en una relación placentera porque no teníamos necesidad de engañarnos. Cuatro días antes me había llamado:

«Debo ir a Mar Del Plata a buscar a mi hija. ¿Me llevas?» Le dije que sí. Y allí estábamos en ese hotel nuevo, pequeño, húmedo y con mosquitos. Me acosté y recogí el diario que estaba tirado en el suelo. «Nueva York 27, (AFP) -El informe Peers sobre la matanza de My Lay concluye que militares norteamericanos cometieron allí asesinatos, violaciones, mutilaciones y actos de sodomía- afirma el New York Times». Recordé lo que me había contado dos años atrás un periodista norteamericano con quien había estado en Bogotá. Que en Vietnam había prostíbulos con menores de doce años y que los principales usuarios eran los soldados norteamericanos. Había que pensar en eso. Los norteamericanos eran como cualquier otro pueblo. Lo importante es lo que está pasando en el mundo cuando estos hechos, que forman parte de todas las guerras, son publicados por la prensa y discutidos en casa por toda la familia. Sodomía, violación, asesinato. Los temas de la literatura universal. El punto de partida de la naturaleza humana. Toda la tragedia griega se reedita en la lectura diaria de la prensa.

Nada cambiará. ¿Importa que cambie? ¿Puede cambiar? Mariana se desvistió y se acurrucó a mi lado. Seguí leyendo. Ella empezó a besarme el pecho muy suavemente. Se entretuvo sobre mi estómago mientras con la mano me acariciaba. No habíamos dicho una sola palabra. Esta era la primera vez que hacíamos el amor desde hacía más de seis meses. Durante  un rato continuó con sus caricias hasta que comencé a besarla. No podía apartar de mi mente la noticia sobre Vietnam. La brutalidad y la perversión ocurren porque las cosas no se hacen ni se asumen con normalidad. Dos horas más tarde Mariana dormía boca abajo y su piel blanca mostraba las curvas más perfectas. Estaba fatigado por manejar cuatrocientos kilómetros. También por dos horas de amor. Un mosquito comenzó a zumbar cerca de mi cabeza. Me cubrí totalmente con la sábana para evitarlo y traté de dormir. Al fin de cuentas el mosquito debería dejarme en paz. Tenía a su alcance un objeto más atractivo.

Me desperté temprano. Evité hacer ruido al levantarme y un momento después estaba bañado y vestido. Mariana dormía. Tomé el desayuno en un bar de la playa y empezaron a llegar los primeros bañistas. Familias con niños pequeños. Algunos muchachos y muchachas solas. El sol y la niebla de la mañana creaban reflejos dorados en la arena. Una hora más y la multitud habría ocupado bares, confiterías, playas, olas, aire, y espacio.

Volví al hotel donde Mariana se estaba vistiendo. Me besó con cariño. Yo estaba incómodo. Para mí la cosa había terminado. Ahora había que ir al mar y tomar sol y buscar un buen restaurante y comer mariscos y buen vino. Esa era la otra parte de la aventura. Fuimos a una playa distante de Mar del Plata. Cuando llegamos ya cada uno estaba en sus pensamientos. La noche había pasado. El agua fría y salada me hizo sentir joven y lleno de vida. Mariana caminaba por la playa. Me hizo señas para que me acercara y fingí no advertirlo. Estaba linda como siempre. Solamente que tenía ocho años más. Es decir, 28. Ahora era una hermosa mujer y solamente sus ocurrencias recordaban a la niña que había conocido una semana después de su matrimonio y dos días antes de su luna de miel que finalmente no se produjo nunca. Fue conmigo su luna de miel. Jamás quiso volver a ver a su marido. Durante dos años nos amamos a cada rato y en cualquier parte. Y ahora ocho años más tarde estábamos allí de nuevo y probando que ya no teníamos nada que ver. Solamente que lo pasábamos muy bien juntos y nos encantaba hacer el amor. En algún lugar de Mar del Plata estaba su hija que tenía ahora ocho años. Durante el almuerzo traté de convencerla de que  debía casarse con Mario. No era una garantía de estabilidad. Actor y anarquista. Pero era un buen tipo. Le expliqué que yo era un solitario y que eso seguiría siendo toda mi vida. «Te vas a morir solo como un perro», dijo con rabia. No me sentí agredido. Estaba comiendo la mejor cazuela de mariscos que había comido en los últimos tiempos. Además me sentí libre de la preocupación que había tenido desde el día anterior y que recién ahora descubría con claridad. Mientras hablaba miré la calle sin notar lo que ocurría allí pero hubo algo que me llamó la atención. Un reflejo nada más, pero suficientemente claro como para ver sobre el asiento delantero de un automóvil una pistola ametralladora en el momento en que un muchacho se disponía a cerrar la puerta. Después metió el brazo por la ventanilla. Seguramente para poner el arma en el piso. Se volvió y entró al restaurante con tres personas más. Una muchacha y dos hombres. Mariana me hablaba de sus dudas sobre Mario y de cómo yo había destruido su vida sin darle alternativas. Eso fue cierto durante varios años. Aun después de terminar formalmente nuestra relación. Pero después fue ella la que se preocupó por realizar la tarea de destruir sus posibles amores utilizando los argumentos que yo había usado antes. No quería tener a Mariana a mi lado, pero tampoco quería no tenerla totalmente. La naturaleza humana es contradictoria y egoísta y yo me consideraba una cabal expresión de esa pauta de la condición humana. Los tres muchachos y la chica se sentaron cerca de nuestra mesa. La muchacha no era atractiva ni bella. Solamente saludable, rubia, rosada, gordita y aburrida. Ninguno de los cuatro hablaban. Solamente miraban el menú. El mayor andaría por los treinta años y era el único entre los tres hombres que estaba afeitado. Por eso era tan agresiva su nariz larga y roja. Acercaba el menú a los gruesos vidrios de sus anteojos de miope. Los otros dos muchachos eran más corrientes. A pesar de sus barbas. Era natural que usaran pantalones de vaquero y camisas de colores vivos, pero no eran indudablemente turistas. Por lo menos los turistas no acostumbran a viajar con una ametralladora en las manos. Y uno de ellos la tenía en las manos hasta el momento de dejarla sobre el asiento. ¿Y si no era una ametralladora? Sin embargo, resultaba difícil equivocarse. Mariana insistía en que Mario era bueno y generoso y creo que eso en realidad no le importaba demasiado. O no bastaba. El auto era un Chevrolet nuevo y brillaba al sol. La muchacha reía alegremente. El restaurante estaba colmado de tardíos veraneantes de marzo. Familias enteras. Gordos, flacos, altos, bajos, vestidos como turistas, niños llorones, matrimonios mayores solos, clase media de todos los niveles pero con el común denominador de poder pagar la cuenta bastante onerosa del restaurante. Todos, pacíficos, buenos, tolerantes, envidiosos, egoístas, generosos, sectarios, mediocres, inteligentes, torpes, rencorosos y resentidos. Es como la gente, simplemente. Incapaces de admitir la posibilidad de que todos esos calificativos pudieran encajar en cualquiera de ellos, pero inocentemente desprevenidos ante cuatro jóvenes de aspecto deportivo que aparentemente tienen la insólita costumbre de pasear con una ametralladora debajo del asiento del auto. Mariana me tomaba la mano. «No me escuchas» «Por supuesto que sí». «A mí no me digas por supuesto. Nos conocemos demasiado. Eso quiere decir que no me escuchabas y que te burlas». «No, claro que no». Por qué te interesa tanto esa gente. Supongo que no será por la gordita. No. Es por otra cosa. De pronto advierto que en el restaurante hay mucho ruido. Ruido de platos, cubiertos, voces, rumores, risas, llantos. Los mozos se mueven con rapidez, con sonrisas, con gestos. Sudan, se esfuerzan, trabajan. Quieren ser personales eficientes, naturales. Nadie logra eso. Ni los mozos ni los clientes. No pueden serlo. Se trata solamente de actitudes, formas, gestos, y mucha comida que atraviesa esos gestos y los alimenta. Los estimula. Mario nos despidió con recomendaciones de vieja. No corran demasiado. ¿Qué habrá querido decir? Quédense dos días, así podrán ir a la playa. Hay tipos extraños. Estaba un poco triste, comentó Mariana durante el viaje. ¿Quién? Mario. Ah. ¿Y por qué? Cretino. Cada día estás peor. Debo recordarte que Mario no es mi prometido, dije. Mucho más cretino por recordármelo. Curiosa gente. Un amigo me había invitado a comer con Inés, la hermana de Mariana. Yo no conocía a ninguna de las dos. Cuando llegamos ella abrió la puerta del departamento. Fue solamente un segundo, pero estaba todo dicho. Dos días atrás se había casado después de tres años de noviazgo. Clásico noviazgo de provinciana. Quiso que todo fuera convencional y en el viejo estilo. Reaccionaba así frente a la madre. Viuda, rica, fea, con amantes y rodeada de brujos y brujas que sobrevivían con su generosidad o irresponsabilidad o desaprensión. Cualquiera de los calificativos se acomodaba correctamente para definir la cosa. El esquema fue bueno hasta esa noche. El marido había salido esa mañana hacia el norte a arreglar algunos asuntos antes de iniciar el viaje de bodas. Ese fue su error. O por lo menos uno de ellos. Nos vimos ese día y el siguiente. Después todo fue natural y lógico. O completamente poco lógico, pero fue y eso es lo importante. Nos fuimos a Paraguay durante más de veinte días. ¿Por qué a Paraguay? Quién sabe. Cualquier lugar hubiera sido lo mismo. Puede ser que resulte exagerado pero prácticamente nos pasamos veinte días haciendo el amor. A cada rato, en cualquier parte. En la piscina del hotel, en los autos, en el campo sobre el pasto y bajo un sol ardiente y espantoso que nos parecía ideal y amable. Inventamos un código para comunicarnos delante de la gente sin que nos entendieran. Mariana tenía sentido del humor y una ingenuidad conmovedora. En esos días compré una edición francesa del Arte del Amor entre los hindúes. Estaba ilustrado con muchas fotografías de templos en cuyos bajos relieves se reproducían escenas de amor. En realidad diversas formas del acto sexual. Estábamos en la cama de nuestro cuarto en el hotel. Desnudos acostados boca abajo y mirando el libro que estaba en el suelo. Pasaba las hojas lentamente y en silencio. «Cómo chapaban los antiguos» fue el único comentario de Mariana. Y su voz era tan graciosa que hasta el día de hoy no lo he olvidado. Recordaba este episodio ahora sin razón aparente. Tal vez porque nos acercábamos al fin. Un auto patrullero de la policía pasó lentamente. Los cuatro jóvenes no lo advirtieron. Mariana contaba episodios de la infancia de Mario. En su natural exageración parecía una versión infantil de «La hora 25». Según parece a su padre lo habían matado en Yugoslavia, en su aldea, en la puerta de su casa. A su hermano también. Después de asesinarlos los ataron con alambre de púa en los árboles del jardín. ¿El padre era fascista? No, comunista. En realidad tampoco. En momentos de guerra a veces la gente termina en un bando o en otro y no se sabe bien por qué razones. Los enfrentamientos vienen de muy atrás. Es curioso cómo la crueldad tiene formas similares y parecidos recursos en lugares diferentes. También en Colombia, en el Caribe en general, las venganzas políticas terminan con el derrotado envuelto en alambre de púa y colgado de un árbol boca abajo. Pero en Colombia agregan un detalle. Los testículos en la boca del muerto. Un colombiano me lo explicó. Es un símbolo, dijo. ¿Símbolo? ¿de qué? Cómo, ¿no se da cuenta? No me di cuenta y no agregó más. Después calló. No valía la pena seguir hablando con alguien que no entendiera algo tan obvio. A los 10 años, Mario sobreviviente huyendo por Alemania. Después Italia. Francia más tarde. Mario a los 18 años sobreviviente embarcado como marinero. Mario terrorista en París. Mario en Buenos Aires. Basta de Mario. Y a pesar de todo, Mario no había aprendido nada. Como a esas mujeres que las violan veinte veces en la guerra y la experiencia para ellas no existe. Siguen tan niñas como lo eran antes de que la violencia las golpeara.

Cuando volvimos de Paraguay el melodrama y el escándalo. El marido de Mariana me buscó y me encontró. Lo cierto es que no le costó mucho hacerlo porque la reunión, no provocada, pero sí prevista tuvo lugar en la casa de la mecenas de los brujos. Dijo cosas vulgares, groseras, violentas, cursis, grandilocuentes. En realidad, fue el único que habló. Ese derecho no se le podía negar. Yo esperaba un golpe en cualquier momento y estaba dispuesto a asimilarlo. Pero no llegó. La perorata continuaba. Meretriz. Eso ya fue tan gracioso que no pude contener la risa. Tampoco Mariana. A partir de ese momento me resultó imposible escuchar el final del discurso. Creo que una hora después continuábamos riendo. La madre de Mariana, que naturalmente había oído todo desde una habitación contigua, entró al living de la casa donde se había desarrollado el drama. Nos pidió que no le contáramos nada de lo que había pasado porque no le interesaba, pero que esa noche venían a comer unos parientes que llegaban de Europa y que nada sabían del escándalo, entonces, lo menos que podía hacer yo por el honor de la familia y la dignidad de la hija, era participar de la comida fingiendo que era realmente el marido de Mariana. Después de esta perorata expresada con toda dignidad, se marchó. Nuestras carcajadas debieron oírse en todo el edificio. Tal vez en el barrio. Resolvimos que ya que era de la casa y debía oficiar como marido de Mariana, era natural que cumpliera mi rol con absoluta autenticidad. Nos fuimos al cuarto de soltera de Mariana, cerramos la puerta con llave e hicimos el amor hasta que nos quedamos dormidos. Esa no fue la única vez que desempeñé mi papel de falso marido a pedido de esa insólita mujer que cada día era sistemáticamente despojada por sus adivinos, videntes, brujos y enamorados.

La gente se renovaba con frecuencia en el restaurante. Un hombre que estaba detrás del mostrador, seguramente el dueño, se acercó a saludarme. Me preguntó si la cazuela había estado de mi gusto. Le respondí afirmativamente y aproveché para preguntarle si conocía a alguno de los cuatro jóvenes. Dijo que jamás los había visto. Nos recomendó un buen postre y se marchó.

Mariana me preguntó si conocía tanto al dueño del local. En realidad era la primera vez que lo veía. Seguramente me había confundido con alguien. No lo creyó y curiosamente insistió en que por alguna absurda razón yo negaba conocer al hombre. Me pareció inútil insistir en la verdad. Hace tanto que te conozco y todavía no termino por conocerte, dijo. Me tomó una mano cariñosamente. Esas cosas en público me ponen muy incómodo. Le ofrecí un cigarrillo para liberarme de la cosa. Mariana dijo que termináramos pronto de comer y que buscáramos algún lugar al sol en la playa, lejos de la gente. Yo realmente no tenía ganas. Ni del sol ni de la playa ni de lo que inexorablemente ocurriría entonces. Una vez me había acompañado a La Plata y en el camino se le ocurrió bajar a tomar sol en el parque Pereira Irala. Terminamos haciendo el amor sobre el pasto interrumpidos a medias por los gritos de toda una familia de chacareros de la zona que paseaban en un auto viejo. No les hicimos caso y se fueron. Jamás conocí a alguien que fuera una expresión más cabal de la vida que Mariana. Descendiente de una familia tradicional, rica desde su nacimiento había aceptado sin protestas y sin interés las excentricidades de la madre que precipitó a la familia a una situación económica difícil e incierta. Dos años atrás alquiló un departamento pequeño en el que apenas cabían algunos muebles que pertenecieron al General Lavalle, antepasado de la familia, que por una casualidad había logrado salvar de la pasión enajenadora de la madre. A ese departamento que yo no conocía, la llamé  una noche en que me asaltó un deseo irrefrenable de saber cómo estaba. Hacía meses que no hablaba con ella y varias semanas atrás había recibido un mensaje suyo en el que me comunicaba su nueva dirección y teléfono. Fue poco después de uno de sus frustrados intentos de nuevo casamiento. Me atendió con voz llorosa, triste, como si le costara hablar y expresarse. Podría jurar que en el momento en que levantó el auricular del teléfono yo sabía perfectamente qué estaba pasando. Me dijo que era bueno escuchar mi voz después de tanto tiempo, sobre todo en esa oportunidad y cortó la comunicación. En diez minutos hice un viaje que normalmente lleva veinte y llegué al departamento. Toqué el timbre inútilmente y de un empujón abrí la puerta. El olor a gas era insoportable. Busqué el interruptor de la luz y encendí, lo cual fue una locura, pero no pasó nada. Antes de asomarme al pequeño dormitorio corrí a la cocina y cerré las llaves de gas.

Mariana estaba acostada en su cama completamente vestida y alrededor se veían sobres rotos de muestras de somníferos. Conté quince. Necesitaba saber cuántos había tomado. Estaba semiinconsciente. Me había hablado de una vecina que vivía sola y de la cual se había hecho amiga. Toqué el timbre de la puerta de su departamento y apareció una muchacha de unos treinta años, bien parecida, a quien le dije quién era. Respondió con un ¡ah! que bastó para enterarme de que sabía quién era. Le pedí que preparara bastante café porque Mariana se sentía muy mal. También le indiqué que llamara a la hermana de Mariana, si tenía el número, y que le dijera que viniera enseguida. Contestó afirmativamente a ambas cosas. Volví al departamento de Mariana. Traté de despertarla para lo cual la levanté con violencia abofeteándola.

Luego de un momento se derrumbó nuevamente sobre la cama. Había un montón de cartas y fotografías rotas. Solamente una fotografía mía que le había enviado desde Londres a los pocos meses de conocernos estaba intacta. Entró la vecina con el café. Le pregunté cómo se llamaba. Laura, dijo. Me preguntó si podía hacer algo. Estaba asustada. Le dije que no era nada grave. Tampoco yo lo sabía. Volví a levantar a Mariana y la obligué a caminar. Sosteniéndola con mis brazos la obligué a tomar un largo trago  de café muy caliente que se derramó en parte sobre su vestido. La hice caminar de un lado a otro. A veces interrumpía la caminata para darle una bofetada. Laura se había sentado en uno de los sillones de Lavalle (después me enteré que había sido de él) y observaba sin hablar. No tengo idea de cuánto duró esto pero mientras realizaba el trabajo que sabía que tenía que hacer, pensaba en todo el episodio y crecía dentro de mí una furia irracional, fría e inexpresada que se traducía en silencio y en mayor energía para continuar las idas y venidas por la pequeña habitación. Diez minutos más tarde fue despertando completamente y comenzó a llorar. Casi como un balbuceo. Un ligero y absurdo ronquido mientras las lágrimas se deslizaban lentamente por sus mejillas. ¿Por qué llamaste? decía. Por qué llamaste. Eras el único que podía darse cuenta. Después vino la hermana. El hermano. Una hora más tarde llegó un médico y Mariana bebía su café juiciosamente sentada en la cama. Ya no lloraba. Me miraba. Comentó: me debo ver hecha un desastre sin haber ido a la peluquería. En ese momento comprendí que todo había pasado y me podía ir. Es lo que hice.

Miraba ahora a Mariana en el restaurante y advertía que nada había cambiado en ella desde el momento en que la conocí. Nada había cambiado en lo fundamental. En el brillo de sus ojos, en su alegría de vivir, en su afán por desplazarse y hacer cosas. A la luz de esta observación me resultaba imposible explicarme su intento de suicidio. Jamás había conocido a nadie tan reñido con la muerte, la tristeza y la derrota. Sin embargo, había ocurrido. Muchos meses más tarde le pregunté por qué lo había hecho y respondió solamente: Estaba cansada. No explicó de qué y hubiera sido inútil preguntárselo.

Volvió el auto patrullero. Tal vez fue un segundo de indecisión en un cambio de marcha o simple impresión mía, pero me pareció que estuvo por detenerse. Continuó la marcha. Esta vez los cuatro jóvenes lo advirtieron. Solamente dos de ellos continuaron durante un momento mirando hacia la ventana. No podía estar seguro que lo que había visto en el asiento delantero del automóvil era una ametralladora, pero tampoco estaba seguro de que no lo fuera. De manera que la relación entre los cuatro jóvenes y el patrullero de la policía resultaba obvia. Nadie es capaz de decir cuál es el aspecto de una cosa o de la otra. Vivíamos, sin embargo, una época confusa en que los terroristas políticos son buscados por la policía como delincuentes y terroristas políticos. Formalmente existe una línea divisoria muy sutil entre el criminal y el héroe y nadie más o menos inteligente es capaz de definir ambas situaciones con precisión y seguridad. Solamente existe una manera y es refiriendo el análisis de la conducta formal a sus fundamentos esenciales. Allí, en el fondo del espíritu humano podrá encontrarse la clave que nos permita saber si el policía que reprime salvajemente es un asesino o un abnegado servidor de la comunidad o si el terrorista es un neurótico presionado y condicionado por oscuras frustraciones o un mártir capaz de arriesgar su vida y su muerte por un ideal que tiene como objetivo el beneficio directo e indirecto de la comunidad. Lo cierto es que yo no tenía una particular inclinación por la violencia, no obstante lo cual las circunstancias de la vida me habían llevado a conocer la cárcel por razones políticas cuando aún no había cumplido los quince años. Y después de más de veinte años de reflexiones sobre la violencia, era absolutamente incapaz de salir a la calle para informar al patrullero de la policía que en ese Chevrolet estacionado en la puerta del restaurante había una ametralladora debajo del asiento. También era cierto que mi escasa actividad política no había sido consecuencia de una actitud definida y clara hacia ese objetivo. Había sido arrastrado a ella por la circunstancia. En los últimos años mi actitud había cambiado. Observaba los hechos sin tomar partido y analizando y criticando la lucha permanente, eterna, incansable por alcanzar el poder y conservarlo, que es en definitiva la política. Como en estos momentos seguía con atención este episodio planteado entre la policía y los cuatro jóvenes, porque no quería evitar conocer de qué manera se resolvería. Independientemente de que la policía supiera o sospechara algo, o que los tres muchachos y la chica fueran delincuentes o héroes. Lo cierto es que entre ambos grupos había un auto con una ametralladora y eso no podía quedar sin expresarse de alguna manera. Pero no ocurrió nada. Había menos gente en el restaurante y los cuatro jóvenes y nosotros terminamos de comer casi al mismo tiempo. Cuando llegamos a la puerta ellos ya habían salido. Abrí y me hice a un  lado para que pasara Mariana. Entonces empezaron los gritos y las corridas. Una voz de alto y simultáneamente dos disparos. Otro más. El Chevrolet se puso en marcha con un rugido y saltó para adelante. Por la ventanilla salió el caño brillante de la ametralladora. Ruido y Sol. Ta-tac-tac. El auto empezaba a doblar la esquina y un policía de rodillas en medio de la calle disparaba tomando su revólver con las dos manos. En pocos segundos había terminado el tiroteo. Entonces empezaron los llantos y los gritos. La calle poco antes vacía, donde los tiros y las voces de alto resonaban como una campana, se había llenado de gente. Miraban hacia donde yo estaba con expresión de miedo y curiosidad. Entonces me di cuenta de que Mariana había caído detrás mío. Me agaché maquinalmente. Sin saber muy bien qué había pasado ni qué podría hacer levantándola. Estaba con los ojos cerrados. Al pasar mi brazo por la cintura sentí una humedad tibia y pegajosa. La levanté como pude y salí a la calle. Los policías se acercaron corriendo. Me señalaron el auto patrullero. La gente nos rodeaba por todas partes y los policías los apartaban a empujones. El sol era más intenso que nunca. Brillaba sobre la capota del patrullero. Pensé por qué estaría allí en lugar de perseguir al Chevrolet. Cuando estuve más cerca y la gente se apartó advertí que cambiaban una rueda. Mariana estaba realmente bella. Como si durmiera en paz.



 

- II -

 

El sol brillaba sobre el empedrado de la plaza. Un perro cruzó lentamente y desapareció por un extremo. Luego sacó la cabeza y miró a los diez hombres parados uno al lado de otro, frente a lo que parecía el edificio de la municipalidad o una iglesia. Sus cabezas eran redondas y sin rasgos. El sol las hacía brillar y se tornaron opacas casi negras. Sonó un estampido. Como un trueno gigantesco. Enorme. Tal vez el ruido que precede a los terremotos. O a las tormentas en la montaña. Pero nada se movió. O alteró. Las diez cabezas rodaron hasta el suelo. Los cuerpos quedaron parados en su lugar. Pero la niebla, el polvo, los hacía desvanecerse. Las cabezas empezaron a crecer. Cambiaban de color, verdes, rojas, amarillas. Eran poco a poco enormes esferas de las que crecían ramas, tentáculos, hojas, flores. Los cuerpos ya habían desaparecido. Y las esferas poco a poco ocupaban la plaza. En un extremo el perro observaba con atención sin mostrar el cuerpo. El brillo del sol era enceguecedor, enfermante, opresivo. Ahora blanco. Casi azulado. Sentí frío. La plaza quedó desnuda. Vacía, sin esferas, sin perro, sin sol. Solamente un tipo con cara bastante siniestra que me hablaba. A su espalda el corredor parecía un desierto de hielo encajonado. «Lo desperté. Me parece que estaba soñando. Hacía gestos con las manos. Es un mal lugar para dormir». -Miró a su alrededor. «Hubiera ido a su hotel. La chica se  pondrá bien. Su mujer, ¿no?» -No esperó la respuesta. «El comisario quiere verlo. ¿Puede venir?»

Noté que estaba entumecido. Sentí frío a pesar de mi grueso capote. Pasó la enfermera con la cual había hablado la noche anterior. ¿Anterior? Era todavía de noche. Miré mi reloj. Las siete de la mañana. La llamé.

-Cómo está.

-Bien, no se preocupe. Tuvo mucha suerte. No se interesó ningún órgano.

Recién descubría que Mariana tenía órganos. Sangre, huesos, estómago, páncreas, intestinos. Qué absurdo. La periferia era lo más importante. Tan bien hecho. Modelado. Terso. Y adentro los órganos. Una lección de anatomía. No. De plástica. Cómo conocer una persona si no se le conocen los órganos. Ni siquiera se le adivinan.

La enfermera se fue. El policía aguardaba. El bigote le caía a los costados de la boca. La frente estrecha mostraba una cicatriz de lado a lado. Como hundida. Mas bien partida de un hachazo. El cuello encajado entre los hombros. Por lo menos allí debía estar. Las manos en los bolsillos del sobretodo negro y gastado. La imagen de un pistolero mejicano. Solamente que no tenía sombrero. Le dije que lo acompañaría. No sé qué hubiera pasado en el caso de negarme. Pasé por la sala de guardia y pregunté por el médico que atendía a Mariana. Vino a los cinco minutos y me explicó que no había sido nada grave. Nuevamente lo de los órganos. La bala había quedado alojada entre las costillas, pero la extrajeron en cuanto llegó al hospital. No había perdido mucha sangre. Necesita unos días para reponerse. Por lo pronto, durante esta semana permanecerá en el hospital. Quedará perfectamente, solamente usted verá la cicatriz -dijo. Guiñó un ojo. Sonreí. El médico seguramente no supo por qué.

En la puerta aguardaba el patrullero. Subí a la parte trasera. En el auto hacía calor. Atravesamos en silencio la ciudad hasta el camino de la costa. Llegamos al destacamento del barrio de pescadores. A pocas cuadras del restaurante donde se produjo el tiroteo.

Esperé durante diez minutos en la guardia, mientras me tomaban los datos que ya me habían pedido durante la noche. Lo hice notar, pero me explicaron que se habían perdido. No les creí y tampoco pretendieron ser convincentes. Pasé al despacho del comisario. Este era bastante alto y de pelo claro. Vestía como un funcionario bancario. En un extremo de la oficina colgaba en una percha el correaje y la chaqueta del uniforme. Las paredes estaban adornadas con fotografías amarillentas. Seguramente de ex oficiales muertos. Con esas caras ausentes y artificiales que muestran las fotografías antiguas. Parecen tan remotas y sin ubicación. Sin tiempo. Sin espacio. Simplemente de gente que ya no existe.

«Esto no es un interrogatorio» -mintió. «Solamente una conversación. Ha pasado un momento difícil». Su voz era bastante agradable. Amistosa. «Esa gente estaba en el restaurante».

No creí necesario contestar. Estaba corroborando una certeza. Jugaba con un anillo de oro con una piedra azul. Se esforzaba por adivinar qué clase de interrogado podía ser yo. No había llegado a comisario por tonto.

-¿De paseo por Mar del Plata?

-Sí.

Hasta allí duró su actitud indiferente y sociable. Abrió un paquete de cigarrillos y me ofreció uno. Lo acepté y mientras me lo encendía seguramente buscaba las palabras más adecuadas para iniciar su faena. Fue todo muy lento. Como si le costara decidirse. Se sentó muy erguido y miró la punta del cigarrillo. Permaneció en esta actitud hasta que terminó la introducción. Solamente me miraba fugazmente. De vez en cuando. Seguramente para ver qué efecto producían sus palabras.

«Se trata de un episodio muy grave. Hace tiempo que buscamos esa gente. Son delincuentes dispuestos a llegar a cualquier extremo. Suponemos que asaltaron un banco en Tres Arroyos y colocaron bombas en una garita de la base de submarinos de Mar del Plata. No tenemos su filiación y seguramente, como consecuencia de todo esto que ha pasado y por este episodio en el cual casi pierde la vida su señora, tenemos la seguridad que comprenderá la gravedad de la situación y colaborará con nosotros. En estas épocas de crisis es responsabilidad de todos los ciudadanos colaborar con las autoridades y eso esperamos de usted. Lo que ha ocurrido es en cierto modo bueno, por lo instructivo. Perdone esta afirmación, pero por lo general cuando la gente lee sobre estos actos de terror en los periódicos supone que son cosas ajenas a ellas mismas. Casi irreales. Usted lo ha visto. Casi ha sido víctima de ello. Eso es importante.»

Terminado el discurso guardó silencio. -No es mi esposa-, dije. Creo que le molestó. Se puso el anillo. Por lo general a la gente le gusta contar episodios en los cuales ha sido protagonista. A mí no. El comisario acababa de enterarse de esta característica de mi personalidad, lo cual perturbaba su deber profesional. Los planos se mezclaban. Para mí no era tan claro como para el comisario. No había tan estrecha y terminante relación entre el episodio vivido durante la mañana del día anterior y mi colaboración con la tarea policial. No era una cosa de causa y efecto. No tan simple. Tampoco había detenido al patrullero para decirle que en el Chevrolet había una ametralladora. También me indignaba lo que le había ocurrido a Mariana. Más aún, lo que pudo haberle ocurrido si la bala afectaba algún órgano, como decían el médico y la enfermera. Y seguramente deseaba romperle la nariz al idiota que aparentemente comandaba ese equipo de adolescentes. Tal vez alguna vez tendría la oportunidad de hacerlo. Pero eso nada tenía que ver con la policía. Y esta conclusión era bastante grave. Angustiosa. Era como descubrir que lo razonable era arreglárselas solo. Pero no solamente aquí, frente al comisario. También frente a los supuestos delincuentes. Con esas caras. Terroristas. Esa gordita saludable. Imbécil. La revolución. Aquí en la Argentina. Tal vez treinta y cinco millones de estómagos en el año 2000. Y dos vacas y media para cada uno. Pero tampoco con la policía.

«Usted quiere colaborar con nosotros, ¿verdad?». Parecía una pregunta, pero no era así.

Ahora era yo quien observaba la punta de mi cigarrillo encendido. Después lo miré francamente.

-Señor comisario. La señora que me acompaña ha recibido un disparo. Todavía no sé de quién. Si de los delincuentes, como usted dice o de la policía. Vamos a distinguir dos cosas. Por una parte quién es el agresor. Por otra, todas esas cosas que usted explica sobre los antecedentes de los que se tirotearon con sus policías.

-Con la policía. No es mía.

-Quiero manifestarle, que tampoco mía. Aun cuando tal vez lo diga en un sentido diferente. El hecho es que no sé qué ideología o intención tenía la bala que hirió a la señora Cullen. Creo que en definitiva se trató de un accidente, porque nadie seguramente pensó en matarla, ni quería hacerlo. Igualmente podría haber sido yo el herido, tal como lo explicó hace un momento. De allí a participar en la persecución de esas personas y aceptar como válidas todas sus afirmaciones sobre ellos, existe una distancia que yo no me propongo recorrer.

Permanecí mirándolo para ver qué efecto habían causado mis palabras. Sonrió con cortesía. Casi afectuosamente.

-Debo entender entonces que quiere proteger a los delincuentes.

-No, señor, y usted sabe que no es así. No tengo ningún dato que pudiera servirle. (Esto había sido un retroceso) En segundo lugar no creo que sea oportuno, ni dé resultados más o menos constructivos, analizar los elementos a través de los cuales ustedes llegan a la conclusión de que se trata de delincuentes.

-De manera que a su juicio la gente que anda con ametralladoras por  la calle, ni son delincuentes ni tienen el propósito de delinquir.

«Digamos mejor que no abro juicios precipitados sobre esa conducta.» Esto era el absurdo, pero me divertía probar hasta qué punto el comisario era capaz de entrar en el juego. Pero no entró. En realidad no lo había sobreestimado. Se rió echándose para atrás en el sillón. Por primera vez rompió el esquema formal que había asumido desde el primer momento. Demostraba que tenía sentido del humor. Empecé a preocuparme. No iba a resultar fácil llevarlo a mi juego. Pero ¿cuál era mi juego? Hasta ahora era el de un estúpido, porque simplemente debería haberme limitado a contestar cuatro tonterías intrascendentes y ya hubiera terminado todo. Pero cierta absurda convicción de una imprecisa impunidad, y el fastidio de suponer que este tipo tenía resueltas todas las preguntas, me determinó a mostrarme sin ningún espíritu de colaboración.

-¿Cuál es su profesión?

-Periodista.

-¿Dónde escribe?

-En muchas partes. Trabajo por mi cuenta y vendo lo que hago a quien quiera comprarlo.

-Si es así, no tengo necesidad de explicarle las cosas que pasan.

-No.

-Entonces apoya a los elementos subversivos.

-Supongo que usted se refiere a esa gente que anda por la calle con ametralladoras. No. No los apoyo.

Se paró y comenzó a pasear por la habitación. Largos trancos a mi espalda.

No volví la cabeza ni seguí sus andanzas. Seguramente lo advirtió. Traté de imaginar qué estaría pasando, para adivinar cuál sería su actitud. Tal vez solamente evaluaba qué consecuencias podría tener el hecho de que yo fuera periodista, ante la posibilidad de aumentar la presión. Los héroes muertos desde sus fotografías miraban hacia mi espalda. En dirección al héroe vivo que tenía que decidirse. De pronto el paseo se detuvo. El silencio fue total y por eso lleno de rumores. Se oía el tableteo de una máquina de escribir en una oficina lejana. Los gritos exhaustos de algún borracho encerrado. El murmullo plagado de estática de la radio policial en la habitación vecina.

El comisario se sentó nuevamente. Estaba serio. Dio las últimas pitadas a su cigarrillo. Lo apretó lentamente sobre el vidrio del escritorio.

-Está haciendo una tontería -dijo-. Da la impresión de que usted estaba en el restaurante con los terroristas. Aparentemente los defiende. No es normal su actitud. Otra persona estaría indignada contra quienes son capaces de ejercer la violencia de esa manera. Reaccionaría. Clamaría por justicia. Una persona que estaba con usted ha sido herida. Podría estar muerta. No me importa que sea su mujer o no. Pero por lo que me han dicho, para usted no es indiferente lo que le pase. Lo llamo, esperando que colabore con nosotros y con toda tranquilidad me dice que no, y además duda que se trate de delincuentes. ¿Qué quiere que piense?

Poco a poco fui advirtiendo que estaba en el barro hasta las rodillas. Así que esa era la cosa. El comisario no era ningún estúpido. El camino era bueno. O hablo o soy cómplice. Mi actitud no era normal. ¿Quién es normal? ¿Qué cosa es normal? Viajar a Mar del Plata con una mujer ajena, que se pasa horas hablando del tipo que es su amante y tal vez su marido a breve plazo. Y esto poco después, o poco antes, de hacer el amor conmigo. Yo no sé si esto es normal o no es anormal. Son cosas que ocurren. Me divertían las referencias hacia la violencia del comisario. Resulta que los cuatro prófugos eran delincuentes con su ametralladora, pero la policía cuando golpea de más y se le va la mano, no ejercita la violencia, sino que  impone el orden. El orden para que nadie haga otra cosa que lo establecido. Muy bien, ¿por quién? ¿Qué legitimidad? ¿Valía la pena discutir esto con el comisario? Era una carrera perdida. Me tenía atrapado.

-Analicemos la cosa desde el principio. Usted no tiene ninguna prueba de que yo haya estado en el restaurante con los delincuentes o terroristas o como quiera usted llamarlos. En cambio, yo sí tengo pruebas de que estábamos solos. En segundo lugar, cuando salimos del restaurante los tipos estaban en su auto. En ese momento empezó el tiroteo y la señora Cullen cayó herida. Lo mismo podría haberle pasado al dueño del kiosco de golosinas que está enfrente del restaurante. Y si hubiera sido herido a usted no se le hubiera ocurrido establecer ninguna relación. Está utilizando un elemento de presión que implica una amenaza. Además, prueba que me equivoqué con usted y que no es capaz de aceptar la verdad y la franqueza. Debería haberle hecho una descripción cualquiera de los tipos y estaría encantado. Aunque fueran mentiras. En realidad, cuando me llamó aquí no esperaba obtener de mí algún dato que le sirviera para la investigación. Fue seguramente pura rutina. En diez minutos me hubiera despachado y hasta me hubiera demostrado su fingida o auténtica pena por el suceso. Pero eso ya está superado. Ya no se trata de la investigación ni de los datos que hubiera podido darle y que no le servirían. Se trata de que no estoy dispuesto a entrar en su esquema de plañidera consideración porque un puñado de delincuentes miserables pretende turbar el orden y la paz. No puede soportar la idea de que alguien piense de que todo eso no tiene demasiada importancia. Sería, naturalmente, restarle importancia a su propia actividad. Si esos tipos no fueran delincuentes, ni guerrilleros, y simplemente un grupo de idiotas intrascendentes, la acción de la policía no sería tan heroica, ni tan sacrificada, ni tan justa e indiscutible. Por el contrario, esa sospecha es la que no puede tolerar. Por eso inventó lo de la presunta relación entre los tipos del Chevrolet y nosotros. Pero no me va a enredar. -Decidí jugar hasta el final-. Como lo que propone como hipótesis es tan absurdo, que no va a poder sostenerlo, le voy a explicar la cosa hasta sus últimas consecuencias. Claro está, si le interesa.

Guardé silencio. Quería obligarlo a tomar una decisión rápida antes de continuar. Entró un cabo y le puso un papel sobre el escritorio. El comisario debió aprovechar esa fracción de tiempo para pensar y decidirse. Era un diálogo absurdo. A esa hora. Con frío y hambre. En Mar del Plata, adonde había ido a pasar dos o tres días con una mujer que me gustaba. A quien me unían muchas cosas y me separaban muchas más. Pero que siempre me resultaba atractiva. Ahora en ese hospital. Herida. Afortunadamente no afectó ningún órgano. El órgano sexual es el único que le conocía bien. Pero los otros también se habían salvado. Mientras este estúpido con su mundo de orden, de buenos y de malos, de justos y pecadores se molestaba porque no estaba de acuerdo con el casillero, ni con la ubicación de los términos en el casillero. Volví a repetirme que era un estúpido. No él. Yo. Que me había metido en el lío sin que al fin de cuentas me importaran ninguna de las dos partes. Era la historia de siempre. El campesino que sale de su casa para ver cómo el ejército del señor feudal, que dicta la ley e impone el orden, lucha contra los bandidos que quieren escamotearle sus bienes. Por su parte el señor feudal, mientras va ganando la guerra, también le cobra los impuestos. Igual que los bandidos, si ganan. Porque entonces serán ellos señores feudales. Y este papanatas, esbirro transitorio del señor feudal, a esta altura de la vida y de la muerte y de la historia y de los triunfos y las derrotas, pretende moralizar y explicar dónde están los buenos y dónde los malos. La diferencia está en que el campesino, que es sabio, trata de esconderse hasta que pase todo. En cambio yo, que pretendo ser un estúpido civilizado y con derechos, hago lo posible por meterme en el campo de batalla, aunque puramente dialéctico, para que me den un palo.

-Está bien. Cuénteme toda la historia.

-No hay historia. No vi a nadie. No sé quiénes eran los que disparaban. Solamente el cañón de una ametralladora saliendo por la ventanilla del auto. Ahora, ¿puedo irme?

-No, se va a quedar un rato. Parece que los han localizado. Voy a ver qué pasa.- Se levantó y fue a la habitación vecina donde funcionaba la radio.

Antes de que saliera le pregunté si estaba detenido. -Solamente demorado -dijo. Retornó su sonrisa amable.

Encendí un cigarrillo. No era la primera vez que estaba en una comisaría. Detenido o demorado. Los eufemismos del orden. Esta vez no me preocupaba demasiado. Tenía tiempo. Nada que hacer. Mariana en el hospital. Me intrigaba el destino de esos cuatro huyendo en el Chevrolet, seguramente por algún camino secundario. Asustados. Decididos. Tal vez con alguna dirección precisa o sin ninguna. Como al trazo de una luz de bengala que finalmente se apaga. ¿Tenían aspecto de salteadores o de terroristas? No lo sabía. Pero era más fácil ubicarlos en algún café vecino a alguna facultad o en un bar automático de barrio. Tomando refrescos. No conspirando ni planeando un atraco.

Tomé un diario que estaba sobre el escritorio del comisario. En primera página informaban sobre un terremoto en Perú. «Lima, 3 AFP- Mientras las muertes aumentan a causa del frío y del hambre, el Gobierno anunció oficialmente que no hay esperanza de que el balance de treinta mil muertos se reduzca y, por el contrario, hay que temer que aumente». A partir de allí un largo relato de desolación, hambre, aldeas arrasadas, muertos.

Varios años atrás había estado en un terremoto en Chile. Las ciudades con muchos sitios baldíos donde antes había casas. Las calles fracturadas. A distintos niveles. Mostrando la tierra negra y húmeda a pocos centímetros de la superficie. La costanera como un complicado rosario de cuentas dispersas. De vez en cuando un rumor amenazante. Nos mirábamos inmóviles en nuestro sitio. Nadie sabía en qué dirección estaba la seguridad. La salvación. Porque nada ocurría hasta que ya no había tiempo de huir, o salvarse o alcanzar la seguridad. Lo mismo ocurría frente a la violencia, el disparate, la revolución, la crisis, el conflicto ingobernable. Es la vida  misma. Es el mundo que transita y ama y odia, y crea y destruye. Esta generación, y la anterior y las que nos sucederán. Cambio, cambio, cambio. Los que quieren permanecer y conservar. Los que quieren transformar y trajinar hacia otro esquema. No hay diálogo. Ni con la naturaleza, ni con los hombres. Cuatro chicos huyendo en la noche entre la tierra, el miedo, el coraje, la impaciencia, la oscuridad y la esperanza.

Un puñado de policías persiguiendo la tierra, el miedo, el coraje, la oscuridad y la esperanza entre sus propios miedos y oscuridades. Los buenos y los malos. Mariana herida absurdamente. Se salvaron sus órganos. Eso está bien. ¿Testigo? El campesino que no tuvo tiempo de esconderse. La vida que permanece y simplemente existe. Es. Sin asaltos a bancos ni dinamitando puestos militares. Llorando como un niño, acurrucada en su cama después de los barbitúricos y el gas y la resolución, la desesperación y la muerte. Ya no quería vivir. ¿Eso es posible? La imagen misma de la vida, la alegría, el amor, el placer. No quería vivir. ¿Por qué tuviste que hablar? Me siento cansada. Inútil. Sin esperanzas sin respuestas. ¿Pero dónde querés buscar las respuestas? No importa dónde. Sé que no las hay. Estás equivocada. Vos sos una respuesta. Para otros. No para mí. Mi padre murió solo en el extranjero. Me enteré porque alguien envió una carta con un recorte de diarios en los cuales se hablaba de su vida y de su muerte. Tu padre está muerto. Terminado. Problema resuelto. No. No. Quiero hacerte el amor. ¿Dónde? ¿Aquí? Sí, aquí mismo. Pero estás loco. A treinta metros un cuidador vestido de gris recogía flores secas en una carretilla. El sol brillaba sobre las lápidas y las placas que recordaban y evocaban o intentaban fabricar virtudes, sentimientos, congojas, lejanía, soledad, silencio. La Recoleta. Como a cien metros cincuenta personas reunidas recordaban algún muerto ilustre. Alguien pronunciaba un discurso. ¿Sería para Lavalle? Estás loco. Loco o no loco te hago el amor aquí. Mariana se reía. Trataba de sofocar su risa para no llamar la atención del guardián. No se resistió en absoluto y me dejó hacer. No advertí si fue incómodo. Cuando todo pasó, descubrí que frente a mis ojos, entre su pelo, brillaban las palabras de una placa: «Silencio. Un guerrero reposa en paz». Se la señalé. Cuando salimos del panteón el cuidador nos miró con gesto de sorpresa. Observó un momento y después continuó con su tarea. El comisario volvió y trató de comunicarse infructuosamente por teléfono. Me miraba inexpresivamente.

-Parece que los encontramos. Va a tener que identificarlos.

La radio policial continuaba su monótona transmisión plagada de estática. Un cabo trajo varios papeles abrochados y los dejó sobre el escritorio. De pronto hubo mayor movimiento. Varios agentes salieron de oficinas interiores y marcharon por el patio rumbo a la puerta. Llevaban armas largas. Un sargento los detuvo preguntándoles adónde creían que iban. A Balcarce. ¿No? No. Solamente el comisario y yo, contestó el sargento. Volvieron a sus oficinas arrastrando pesadamente los pies. Negro, seguimos el partido. Está bien, pero ¿te acordás qué cartas teníamos? El borracho del fondo empezó a gemir. ¡Cállate, loco!, gritó alguien. Por el corredor de entrada de la comisaría resonaron risas de mujeres. Por su aspecto resultaba fácil adivinar que no habían sido detenidas por razones políticas. Las cuatro primeras eran arrastradas a empujones por dos policías. Una quinta marchaba rezagada. Esta se queda acá, dijo el sargento. La hicieron sentar en un banco del patio interior, frente a la sala de guardia. ¿Y por qué se queda acá? preguntó una de las mujeres. A vos no te importa. Métanlas al calabozo. ¿Y esto es justicia? ¿Acaso la loca esa tiene el culo de oro? Risas y gritos.

La muchacha miraba indiferente la punta de sus zapatos. Bajo las pinturas, afeites y adornos no llegaba a los quince años. El pelo lacio le caía sobre los hombros. Parecía realmente bella.



 

- III -

 

«Tres hombres jóvenes y una mujer se tirotean con la policía. Un herido». Después el relato. La acción policial. El dinamismo y la eficacia del comisario Toquero. Una turista herida. Se supone que en pocas horas más caerán los delincuentes. Una foto del lugar y los simples, usuales, reiterados reportajes, al dueño del restaurante, los mozos, el hombre del kiosco de cigarrillos, los policías. La sociedad en todos sus niveles clamando por justicia. No nombraban a Mariana. Tampoco a mí. Cortesía del colega. Casi te matan. ¿Los viste? No. No los vi. Volví la página del diario. Ayer secuestraron al embajador de la República Federal Alemana en Brasil. ¿Por qué se ensañan con los alemanes? Misterio. La Argentina propone en la Organización de Estados Americanos que no se dé asilo a los terroristas o delincuentes, que obtienen la libertad al ser canjeados por personalidades secuestradas. Si no hay asilo, no hay canje. Si no hay canje, hay homicidio. Ya ocurrió en Guatemala. Pero aceptar el canje es someterse a la violencia y promover los secuestros. No me gustaría tener que resolver la alternativa.

El patrullero marchaba a más de cien kilómetros por hora. El sol parecía una naranja colgada en el horizonte. A pesar de la calefacción hacía frío. El sargento manejaba el auto. A su lado la espalda cuadrada del gorila que me había buscado en el hospital. Inmutable. El comisario me observaba con disimulo. Esperaba seguramente un comentario sobre las noticias que estaba leyendo. Curioso tipo. El buen humor debe ser una defensa frente a su frialdad para cumplir con el deber. ¿Qué pensará de su deber? Solamente que es eso. Nada más. Un deber. Basta.

El sargento manejaba con corrección. Veloz. Sin disminuir la velocidad en las curvas. Estoy en el lío y el lío no me interesa. Me sacaron de la butaca de espectador. El mar cambiaba su color de violeta a dorado. Las gaviotas sobrevolaban la costa sin dirección precisa. Silencio. El rugido del motor y silencio. La voz del comisario sonó perfectamente modulada:

-¿Los podrá reconocer?

-No sé.

-No entiendo su actitud. Usted no es un delincuente. Anoche pedí sus antecedentes. Su familia es tradicional. Importante. Decente.

Lo miré con sorpresa.

-¿Qué quiere decir importante?

-Bueno, usted sabe qué quiere decir. Me enteré que tiene parientes militares. Su padre es un profesional conocido. Usted mismo es bastante conocido.

-¿Eso nos hace importantes?

-Sí. Mire, yo no soy bruto. Por qué no hablamos. No somos enemigos.

Lo miré con atención. No era bruto. No éramos enemigos. ¿Éramos enemigos? ¿Qué es ser enemigos en este mundo complicado? Una vez durante los años de estudiante me llevaron a la sección especial de la policía. No tienen derecho a tenerme aquí. No me digas, pibe. Era un tipo gordo. Morocho. Cuadrado. Como ese que iba de espaldas al lado del sargento. Contame, pibe, ¿por qué no? Tengo mis derechos. Vos sos un anarquista hijo de puta. Una bofetada. Me la aguanté. Después otra. Quise reaccionar. Te las das de guapo. Se reía. Apenas sentí los dos puñetazos. Desperté cuando alguien me tiró un balde de agua. Este se afloja como manteca. Tiene débil la mandíbula. Me dejaron solo. Miedo. Indignación. Impotencia. Imaginaba venganzas y actitudes heroicas. Quería irme. Salir. Huir. Me toqué la boca lastimada. Hinchada. Después advertí que un tipo estaba sentado a mi espalda. ¿Cómo te sentís? ¿Estás mejor? Era una voz suave. Amiga. Preocupada. Perdónalos, no saben tratar con la gente. Son brutos. Creen que cumplen su deber, pero son brutos. ¿Por qué no hablamos? Al fin de cuentas no somos enemigos. Somos todos argentinos. Más tarde me enteré que le llamaban «guantes blancos».

Era el que hacía hablar. Estuve tentado de contarle la historia al comisario.

El espectáculo del mar siempre me ha parecido sobrecogedor. Un mensaje. Un símbolo. Eterno. Infatigable. Eterno otra vez. ¿Hay algo, eterno? Sí. Tal vez. El mar. La vida. Hay también pequeñas eternidades. La mentira. La verdad. La violencia. El amor. La amistad. El odio. La injusticia. La debilidad de la naturaleza humana. Su heroísmo. Su cobardía. Su fortaleza. Eternidades transitorias. Eternidades efímeras. Cambian, se transforman, desaparecen y vuelven a gobernar, existir, vivir, durar, enajenarse y condenarse.

-No somos enemigos, comisario. Pero la situación nos torna enemigos. Usted puede disponer de mí, decir que estoy demorado. Hacerme hacer un viaje que no quiero. Obligarme a un supuesto reconocimiento que no tengo interés de hacer. Esas son las diferencias que engendran la condición de enemigos. Que un puñado de gente pueda arbitrariamente obligar a otro puñado de gente a hacer un montón de cosas.

-De otra manera no habría orden ni autoridad. Yo lo único que hago es ejercitar un poder de policía que me da la sociedad.

-El razonamiento es correcto. La premisa es falsa. Le han encomendado el orden y la autoridad. Solamente que ese poder emana de un grupo de gente que pretende ser la expresión formal de la sociedad. Allí esta el error. Usted debería decir. Soy la autoridad, porque así lo ha resuelto el grupo de gente que transitoriamente tiene el poder. Y mientras esto sea así continuaré siendo la autoridad y ejercitando mi poder de policía.

-Está bien. Acepto cualquiera de las dos alternativas. Puede ser que la segunda sea la más realista, pero simplemente es así y como usted lo ha dicho, así también son los hechos. Yo no puedo entrar a discutir o analizar si el Gobierno tiene derecho a hacer uso del poder o no. Para mí simplemente es el Gobierno y yo soy un empleado del Gobierno a quien le pagan un sueldo para cumplir con su deber. Y sé cuál es mi deber. Conservar el orden, evitar la delincuencia y proteger a la sociedad de sus enemigos. Al fin de cuentas ya lo dijo el Papa en una de las encíclicas. Todos los cristianos están obligados a colaborar para proteger a los seres humanos y los preservamos de sus enemigos antisociales que ponen bombas y secuestran gente decente. Es natural que todos los cristianos apoyen y colaboren con la policía.

Había sido dicho con voz clara. Bien modulada. Nada agresiva. Con intención persuasiva. Guantes blancos. Los brutos no saben cómo tratar a la gente. ¿Por qué no hablamos un poco? Ahora resulta que el Papa es el jefe de relaciones públicas de la policía. No había sombra de humor en las afirmaciones del comisario. La firme y serena convicción de estar cumpliendo un apostolado. Y los cuatro chicos corriendo en el automóvil. O ya no. Parados, como dijo el sargento.

-Terroristas. Delincuentes. Antisociales. ¿Qué fueron los guerrilleros para los alemanes durante la ocupación? ¿Qué son los terroristas árabes para los judíos en Israel? ¿Qué eran los negros norteamericanos del poder negro para los defensores del statu quo? ¿Qué son los blancos para los negros en Estados Unidos? ¿Cómo califican los campesinos centroamericanos a la clase dirigente? ¿Qué opinan los refugiados   —37→   palestinos árabes del ejercito judío de ocupación? Preguntas. Preguntas. No hay respuestas. Hay muchas respuestas. Infinidad de respuestas. Cientos de respuestas. Falsas, verdaderas, auténticas, injustas, justas, arbitrarias, oportunistas, realistas, sólidas, débiles, estúpidas, inteligentes. Mil respuestas para unas pocas preguntas. Sólido. Coherente. El Papa reclamó el apoyo popular hacia nuestra faena. Ni su deber, ni la santidad de la causa, ni el sacrificio. Tampoco me importa la de los delincuentes, terroristas o como quiera llamarlos. Seguramente ellos están tan seguros de su deber y su sacrificio como ustedes. Y eso es lo que debería hacerlo pensar. El brazo armado del poder. Está bien. Pero es razonable que cualquiera aspire a reemplazar ese poder con la misma legitimidad o con la misma ilegitimidad. Es posible que los terroristas no tengan apoyo popular. Como no lo tiene la policía. Ni este Gobierno. Mientras tanto la gente contempla esa guerra como los que no participan del juego. Observan posiblemente con la misma indiferencia, las peleas de los chicos cuando hacen de vigilantes y ladrones. Solamente que no es un juego. Hay muchos muertos, torturados, sangre, dolor, violencia y a veces el juego termina bruscamente para uno u otro de los bandos o para cualquier desprevenido que se cruzó delante de una bala. Ellos para imponer algo que no me interesa, y ustedes para defender algo que me interesa menos. Ayer hubo un tiroteo entre policías y terroristas. Pero el único herido es una chica que terminaba de comer una cazuela de mariscos y para quien sus preocupaciones fundamentales rondan alrededor de la vida y no de la muerte. Sin embargo, podía haber sido el único muerto en el episodio. Así están las cosas.

-¿Y hace responsable a la policía?

-¿Por qué no?

-¿Por qué no a los terroristas?

-A la policía, a los terroristas, a todos. Parece suponer, comisario, que los terroristas son sencillamente un grupo de maniáticos que quieren  matar gente o asaltar bancos. En ese caso para eliminarlos no se necesitarían policías sino sicólogos. Yo creo que la cosa es mucho más simple. Cuando uno tiene un medio normal para expresarse lo hace. Cuando ese medio le falta, usa la violencia para hacerse notar y proclamar su protesta. Cada uno de esos hechos tienen necesariamente que ser publicitados y difundidos por la prensa. Podrán calificarlos mal, pero seguramente los terroristas confían en el juicio popular y piensan que la gente sabrá hacer la evaluación correcta. Si este razonamiento es acertado, el método para superar el terrorismo no es el de los tiros. Permita que se expresen y no habrá secuestros, bombas, ni asaltos.

-Así de fácil, ¿no? Cómo se nota que usted no está en este oficio ni los conoce. Mire, le concedo que los de acá son idiotas útiles. Seguramente no saben ni lo que quieren. Pero los que los mandan y planean sus ataques, esos sí que saben adónde van. Son sirvientes del comunismo internacional. Quieren destruir nuestras instituciones, pero se niegan a colaborar con quienes los defienden. Eso es grave y trágico.

El comisario guardó silencio. Había llegado a la conclusión de que yo era un idiota más que no sabía apreciar su sacrificio. Su abnegación. Su misión. Es sorprendente la cantidad de gente que tiene vocación mesiánica en nuestra época. Gente a la cual no le basta sentirse vivo, reír, llorar, sufrir, amar, comer, tener un oficio, procrear hijos y algún día jubilarse o morirse o pintar paisajes en un asilo de ancianos. Es como la guerra de los señores feudales, que no permite al campesino esforzarse por alcanzar su pan de cada día. Debe esconderse si quiere sobrevivir. No participar. Si participa debe olvidar su vida. Salvo que el participar sea su vida. En ese caso se pertenece al pequeño núcleo de los que quieren defender la cosa como está o al otro pequeño grupo de los que quieren cambiarla. Los que tienen la misión. Entre ellos toda una humanidad que vive y muere cada día por todas las pequeñas cosas que componen, estructuran, fundamentan, caracterizan, orientan y determinan la vida y la muerte de los hombres. El juego de vigilantes y ladrones en la expresión adulta de orden y subversión. Ya no tan adulta. Ni sicológicamente ni físicamente. Lo curioso es que  cada día hay más gente que participa de una u otra manera. Parece ser que el espectador se muere. En lugar de ser lo permanente y eterno. El coro griego. El pueblo testigo frente al cual vive la tragedia. Ahora se muere el coro atrapado por la tragedia. O se salva con la participación. Se toma partido de un lado o de otro. El que está en el medio recibe los golpes. Las actividades humanas son más independientes. La existencia. La posibilidad de existir, sobrevivir, durar, permanecer, estar en el mundo. O rápidamente dejar de estar, pero sin chance ni opción. ¿Se acabó el cuadro clásico de la tragedia? Protagonizar. Nadie se salva de ser protagonista de la vida ajena. De la vida total.

Hasta puede llegar a olvidar la propia. ¿Y entonces qué? ¿Para qué? ¿Por qué? Fabricar un medio de vivir en los otros. Qué me puede importar este comisario maniático o esos muchachos ridículos que van a comer mariscos con una ametralladora en el auto. Señor, dame fuerzas y audacia para asesinar a mis enemigos, decía un pequeño, negrito, dulce campesino colombiano en la catedral de Bogotá frente a la imagen de Jesús. Y porque unos tipos eran liberales y otros conservadores, hubo quinientos mil muertos en dos años. Quinientos mil. Nada se pierde, todo se transforma. Sobre sus tumbas crecerán flores. ¿Hubo tumbas? ¿Esos muertos habrían leído a Marx? ¿También los de Vietnam que hace mil años que pelean? Pero que mil años no había nacido Marx. Qué lío. ¿Cazar elefantes en el África fue parte de la aventura? ¿También la pasión por el riesgo? ¿La vida romántica de los cazadores? Pero los mau-mau no entendían de romanticismo ni de aventura. También fueron delincuentes subversivos hasta que echaron a los ingleses.

Las gaviotas parece que no tienen rumbo. Pero vuelven al mismo lugar. Desde el auto las miraba planear en un vuelo perezoso e infalible. Seguro. Habló el sargento que conducía.

-El cabo que murió en el puesto de la base de submarinos que volaron los terroristas tenía cuatro hijos.

Se hizo un espeso silencio. La frase había sido como un disparo. Bien elaborada. Con voz contenida. Tensa. Seria. Sin intentar una polémica. Señalando el hecho más importante. Un cabo de guardia cumpliendo su deber. Ni siquiera ejerciendo el poder de policía, como decía el comisario. Tal vez un correntino voluntario en la marina. El éxodo de la provincia lo acercó a la armada y allí encontró estabilidad. Seguridad. Trabajo. La forma de ganarse el pan. Todo eso terminado en una fracción de tiempo multiplicado por miles de fragmentos de acero y millones de moléculas de calor y fuego y tierra. Hasta el cemento del techo desplomado. Silencio, un guerrero reposa en paz. ¿Se puede hacer pedazos la dignidad humana? No hay dignidad en la muerte. Nada más poco digno que el hombre sorprendido brutalmente por la muerte. Los que se mueren en la cama. No hay ninguna dignidad en esas bolsas macabras y terribles en que se juntan los pedazos que quedan de los desastres. Pobre cabo. ¿Habrá tenido tiempo de sorprenderse? El sargento recordaba a su hermano. Ese era un buen punto de partida para reflexionar sobre los hechos políticos.

Más allá del deber, la sombra, la disolución y la muerte. Nadie había respondido al sargento. No había respuesta. La respuesta estaba en nuestra loca carrera hacia la encerrona que le habían preparado a los cuatro terroristas. Metido en el túnel. Solamente dos salidas. El auto redujo la velocidad. Dos patrulleros cerraban el camino. Nos acercamos lentamente. Un oficial se aproximó y saludó al comisario.

-¿Dónde están?

-Más adelante. En el primer camino de tierra a la derecha. A diez kilómetros. Nos dieron orden de cerrar el camino y revisar los autos. Hay gente de la federal que piensa que no trabajan solos y pueden venir otros a ayudarlos.

-¿Están vivos?

-No lo sé, comisario. Los de la federal no me dijeron nada.

-Hasta luego. Vamos, sargento.

Entramos por el camino de tierra. El sargento aumentó la velocidad. Durante los diez kilómetros nadie habló. Cada uno pensaba seguramente en lo que encontraríamos. Yo pensaba en Mariana. El pelo revuelto cayendo sobre los hombros. La mirada brillante. ¿Todavía me querés? Por supuesto. Sos un miserable. ¿La había querido alguna vez? Igual que ahora. ¿Serías capaz de casarte conmigo? No. ¿Por qué no? No lo sé. Muchos quieren casarse conmigo. No lo dudo. Yo tampoco me casaría con vos. ¿Sabés por qué? Porque sos desleal, infiel, egoísta, vanidoso, interesado. En todos estos años no me has traído ni siquiera un ramo de flores. Las flores son para los muertos. Cretino. Sos incapaz de seducir a una mujer. Eso pone de manifiesto mi buena índole. Cínico. Honrado en todo caso. No sabés nada de honradez. Ni sabés qué quiere decir la palabra. Entonces ¿por qué estás aquí? Porque yo también soy desleal, infiel. Egoísta. Te aprovecho. Te uso. Hago el amor y basta. Mi corazón será para quien lo merezca. Reí. Eso es cursi. Cretino. No se puede hablar en serio. Decime, ¿creés en algo? Sí, en lo cambiante que es la naturaleza humana. A veces no te reconozco. No sé con quién estoy acostada. Eso puede ser fascinante. No. Me asusta. Se acurrucó a mi lado. No te miro los ojos porque seguramente no se puede ver nada. ¿No has advertido que cuando uno mira a los ojos de alguien desde muy cerca se ve a sí mismo? Estaba amaneciendo. La madrugada se insinuaba por la persiana entrecerrada. Tengo frío. Tápate. Soy una puerca. Silencio. ¿No te parece que soy una puerca? No sé qué quiere decir eso. Que anoche hemos comido con ese tipo honrado y decente que quiere casarse conmigo y dos horas más tarde le pedí que me dejara en casa porque estaba cansada. Mentira. Quince minutos después estaba aquí con vos. Soy una puerca. Sí, sos una puerca. Se irguió sorprendida. ¿Me lo decís en serio? Claro, no por estar aquí conmigo sino por salir con ese tipo honrado como decís. Seguramente te preguntó si lo amabas y le contestaste, por supuesto. También te estuvo besando en su auto y cuando te dejó se fue feliz pensando que el mundo era generoso con él. Cumplís una tarea apostólica. No me ha tocado un dedo. Era la época de las mentiras. ¿Te  importaría si me entregara a él? No. ¿En serio? No, no me importaría. Más aún, creo que tenés que hacerlo, así podrás establecer las comparaciones del caso. Sos un inmoral. ¿Qué tiene que ver la moral con el sexo? Vos querrías que yo me acostara con él seguramente para callar tu conciencia. Tus remordimientos. No quiero apenarte pero me he esforzado por tener remordimientos. Sin éxito hasta ahora. Se levantó de un salto y comenzó a golpearme con la almohada. La derribé sobre la cama. Rodamos sobre la alfombra. Fingía un furor que no sentía de ninguna manera. Me golpeaba y arañaba mientras procuraba que le hiciera el amor. Te uso, ves, te uso. Su furia fingida se convirtió en pasión fingida. Después en ternura. Suavidad. Un gemido dulce como un llanto apenas perceptible. Amanecía. Nos cubrimos con una manta. Todo el misterio de la vida. Un hombre y una mujer. Eterno y transitorio. Permanente y efímero. Los celos. Has destruido mi vida. Yo ya no soy yo, soy lo que has hecho de mí. Mentira. Nadie hace nada a nadie. Todos se hacen entre sí. Nada le pasa a nadie. Todo ocurre entre la gente. Por lo general entre dos. Pero siempre uno es diferente. Y uno permanece. Entonces son dos, por diez o quince o veinte veces dos, con alguien que no cambia. Que es apenas cambiado. Que da y recibe y se transforma pero siendo uno. Uno, menos todo lo que ha dado. Uno, más todo lo que ha recibido. Nadie está libre de lo que ha amado. Nadie está libre de quien amó. Cuando esto ya no ocurre es que estamos muertos. Mariana miraba el techo. Qué vida inútil. ¿O útil para quién? ¿Qué es una vida útil? Es fácil encontrar respuestas. Es difícil encontrar una respuesta.

A veces el auto metía las ruedas en la huella y saltaba hacia los costados hasta que recuperaba la estabilidad. Habíamos hecho los diez kilómetros y no se veía a nadie. Desde que dejamos atrás a los dos patrulleros, sobre la ruta principal, no se había recibido ningún mensaje por la radio policial. Tampoco fue posible comunicarse con la gente que presumiblemente había detenido a los terroristas. El comisario ordenó detener el auto. Hacia ambos lados solamente campo sembrado y algunas garzas en los charcos que flanqueaban el camino. Abrimos las ventanillas. Viento. Sol. Un reflejo irritante sobre el trigo maduro. Silencio.

-Pruebe la radio.

Solamente estática.

-¿Qué habrá pasado? Sargento, sigamos hacia aquel monte.

A la derecha se veía un monte y a poco de andar advertimos una casa muy grande casi oculta por los árboles. Franqueamos la tranquera y avanzamos por el camino de acceso. El sargento detuvo el auto y miró alrededor. Desconfiaba.

-Hay huellas de auto.

Siguió avanzando. Muy lentamente. Mientras tanto nos esforzábamos por descubrir algún signo de vida o actividad en la casa. Nada. Ni siquiera perros. El parque que rodeaba la casa parecía abandonado. Cubierto por yuyos y cardos. La construcción era insólita en ese lugar. Un castillo escandinavo en la pampa. A cada lado dos torres con techo de pizarra gris. Las paredes descascaradas mostraban restos de pintura rosada. Humedad. Decrepitud. Abandono.

-Sargento. No, mejor vos Mejía, da vuelta a la casa y mira si ves algo por aquel lado.

Bajó con la pistola ametralladora entre las manos. Lo vimos desaparecer por el extremo derecho de la casa, caminando con cautela. El sargento había sacado su 38 especial y revisaba la carga. Lo cerró con un golpe seco.

-Voy por la puerta de adelante -dijo. El comisario no contestó. Tenía que tomar una decisión y no sabía cuál. El esquema cambiaba. Seguramente había esperado encontrar policías. Era muy extraño lo del radio. El hecho de no haber visto a nadie. Tampoco pudo comunicarse. Esa casa aparentemente desierta.

El sargento trató de abrir la puerta principal. Miró en nuestra dirección e hizo un gesto negativo. Mejía ya debía haber vuelto. El sargento se dirigió a una puerta lateral. Maquinalmente la empujó. Ante su sorpresa cedió a la presión de su mano. Dio un salto atrás. Luego se acercó lentamente, abrió y se introdujo en el interior de la casa.

El comisario descendió del auto y se acercó a unos diez metros de la puerta principal. Mejía no aparecía. Tampoco el sargento. De pronto tuve la convicción de que el comisario también desaparecería. Y el auto. Cualquier rastro de quienes me habían llevado a ese lugar. Y debería enfrentarme solo a la casa. Al silencio. A la ausencia. A los fantasmas que podían vagar por esa expresión decadente de un mundo terminado. No tuve tiempo de continuar la fantasía. El comisario corrió hacia el auto, pero cayó pocos metros antes de llegar. El estampido había sido seco y débil. Casi como un chisporroteo. Una puerta se abrió en la galería del primer piso y un muchacho apareció con una ametralladora por la puerta principal. Levanté los brazos. Por la puerta que abrió el sargento salió corriendo otro tipo que se detuvo al lado del comisario. Se agachó sobre él unos segundos y luego se acercó. Me miró atentamente. Era uno de los cuatro del restaurante. El mayor. Me apuntó con una 45.

-Bajate.

Obedecí. Me hizo apoyar las manos en el techo del auto, me revisó y advirtió que no llevaba armas. Estaba sorprendido. Revisó el interior del patrullero. Sacó una escopeta de dos caños que estaba debajo del asiento.

-¿Vos manejás esto?

-Yo no manejo nada.

-No te hagás el guapo que nosotros también sabemos cagarlos a patadas. Andá para la casa.

Como para que no vacilara me empujó en esa dirección. Al llegar a la puerta lateral por donde había entrado el sargento, advertí en la penumbra del interior otro tipo con un fusil entre las manos. Salió cuando el que me vigilaba le ordenó que se hiciera cargo del patrullero.

-Ponelo junto con el otro. Vamos adentro-. Otro empujón.

Alguien encendió las luces. La casa estaba desmantelada. Sin muebles, ni lámparas. Por adentro tenía el mismo aspecto que por fuera. Solamente bultos y cajones. Mejía y el sargento estaban sentados al pie de una escalera que conducía al primer piso. Una chica y un tipo los cubrían con pistolas ametralladoras. Me obligaron a sentarme a su lado. Dos hombres trajeron al comisario. Estaba vivo pero herido en una pierna. Lo sentaron como pudieron con la espalda apoyada en la pared. Uno de los que lo había arrastrado hasta ese lugar cortó el pantalón para ver la herida. «No está mal», reflexionó. Abrió el maletín y sacó varios elementos para ponerle una inyección. Nadie hablaba. Desde el primer piso llegaba un rumor de voces. A veces alguien levantaba la voz. Con violencia. Era difícil atender qué decían. El que había observado la herida del comisario salió de la habitación y volvió unos minutos más tarde con una cacerola pequeña y humeante.

-Te pongo una inyección de antibióticos. Para que no se infecte demasiado. Después te curarán tus amigos.

El comisario no respondió. El sudor de su frente brillaba bajo la lamparita que iluminaba apenas el hall.

-¿Qué pasó con los otros? Un patrullero con cuatro hombres-. No se oía bien su voz. Casi un murmullo de dolor y miedo. Sorpresa. Curiosidad. ¿Cómo habían resultado las cosas así? Por la radio habían dicho, antes de partir de Mar del Plata, que la situación estaba controlada.

El dolor le desfiguraba el rostro.

-No hagas preguntas. Vamos a emplear el método de la policía. Las preguntas las haremos nosotros.

Guardó la jeringa en el maletín. Tiró el agua caliente de la cacerola sobre el piso.

Las voces se aproximaban. Varios hombres bajaron desde el primer piso. El que encabezaba la marcha, nos miró con curiosidad.

-Esto venían en el patrullero -dijo la muchacha.

-¿Quién es el jefe? -preguntó el que parecía comandar el equipo.

-No te puede responder porque se ha desmayado. Es ése-. Señaló al comisario tumbado hacia un costado.

-Y estos, ¿quiénes son?

Nos señaló con un gesto vago. Indiferente.

-Soy el sargento Quiroga y este es el cabo Mejía, de la policía de la provincia. El señor no es policía.

El Comandante se volvió con curiosidad. Me miró durante un instante. Trataba de adivinar. Alto, pelo negro, cara inteligente, boca mediana, con un ligero, impreciso rasgo irónico. Daba la sensación de una gran indiferencia. Sus gestos eran vagos, apenas insinuados. Pero claros en cuanto a lo que querían indicar.

-¿Y qué hace aquí?

Me formuló la pregunta a mí, pero parecía que todos eran los destinatarios. Como si al mismo tiempo los hiciera responsables de que algo no encajara en el esquema.

-No sé -contestó el que había hablado-. ¿Qué hacés aquí?

-Ayer hubo un tiroteo en el barrio de pescadores. Hirieron a una persona que estaba conmigo. Como los que se tirotearon con la policía presumiblemente estuvieron en el restaurante donde yo comía, me trajeron para identificarlos.

-Eso quiere decir que colaborás con la policía.

-Eso quiere decir que me trajeron para ver si los identificaba -contesté con violencia.

-A la fuerza, ¿no?

-A la fuerza no. De la misma manera en que actuarían seguramente ustedes si yo ahora le dijera que quiero marcharme.

Me miró en silencio. Pensaba una respuesta.

-Ya podrá hacerlo cuando estemos lejos de aquí.

-¿Dónde están los policías que vinieron en el otro patrullero?-. Era el sargento. Tomaba el mando ante el silencio de su jefe.

-Están muertos. Les dimos la voz de alto pero no quisieron entregarse.

-¿Dónde están?

-Qué importa, están muertos y basta.

-Cuatro asesinatos más.

El Comandante se volvió y miró fijamente al sargento. Solamente unos segundos. Contestó con voz pausada. Sin entusiasmo ni dramatismo. Se refirió al tema como si se tratara de un hecho objetivo. Impersonal. Ajeno. Casi lejano. Sin involucrarse. Como si los cuatro cadáveres de los policías fueran parte de la crónica de otros. Una noticia de dos líneas en un diario de la tarde. Un albañil cayó de un andamio. Puede ocurrir cuando alguien trabaja en eso. Nadie pregunta si tiene mujer, hijos, deudas, acreedores, amante, amor, fantasía o dramas privados. Igual que los cuatro boca abajo. ¿Por qué boca abajo? Como se vuelcan las cartas cuando terminó el juego.

-Seguramente habrá muchos más. Los que maten ustedes y los que deberemos matar nosotros. Pero no deben quejarse. Ustedes empezaron el juego y fijaron las reglas.

-No entiendo.

-El sargento no entiende-. La voz venía de lo alto de la escalera. Reconocí la voz y el rostro. Era el que me había hecho bajar del patrullero. Uno de los que estaba en el restaurante. Descendió lentamente. El sargento se puso tenso. Los pasos se acercaban a su espalda.

-El sargento no entiende -repitió-. Debería pedirle al comisario Toquero que le explique.

-Lástima que no pueda hacerlo ahora -continuó-. El juego empezó cuando le rompió la cabeza a los hermanos Martínez en nombre de la democracia y el orden. ¿Vos colaboraste, sargento? No sé. Tal vez. ¿No te acordás de Ayala? Ese tuvo la estúpida idea de no querer ser detenido en averiguación de antecedentes. Se desacató, dijeron ustedes. Cuando lo llevaron al hospital ni su madre hubiera podido reconocerlo. Se murió sin despertarse. Mejor para él. Vaya uno a saber cómo hubiera quedado. ¿Te doy todos los nombres? No creo que sea necesario. ¿Ahora vas entendiendo?

El sargento escuchaba atentamente. Lo miraba a la cara. Sin asomo de miedo. Con seriedad.

-Hace 28 años que sirvo en la policía. No hay otra manera de hacer hablar a un delincuente.

Tranquilo. Serio. Con voz clara. ¿Los provocaba? No. Daba una respuesta. La síntesis de una experiencia de muchos años. Casi toda su vida. Sencillo. No hay delincuente sin confesión. Nadie confiesa voluntariamente. Mejía lo miro sorprendido. ¿Para qué agravar la cosa? El que había bajado la escalera lo enfrentó.

-Para ustedes son delincuentes todos los que no se someten a la dictadura. Para ustedes es delincuente cualquier tipo que tiene dignidad.

-No señor, está equivocado. Para la policía es delincuente el que comete un asesinato, roba, estafa, destruye bienes públicos o privados que no le pertenecen, incita a la rebelión o altera el orden público. Hay un código y allí está todo explicado. Nosotros estamos para hacerlo cumplir. Yo no sé nada de política, pero el que incendia una casa es un incendiario, así lo haga por razones políticas o porque no le gustó la cara del dueño. Ahora se asaltan bancos. Yo no sé si los ladrones son políticos o no, pero se llevan la plata del banco y nosotros tenemos que impedirlo.

Lo miraban con cierta curiosidad. Como si resultara sorprendente que no se diera cuenta de su situación. Intervino otro.

-Y si detienen a alguien, aunque no sea el culpable, hay que molerlo a palos para que confiese. Si habla a tiempo se salva y va a la cárcel. Si no habla porque no sabe qué decir, lo matan a palos como a Ayala. Culpable o muerto. Esa es la alternativa que dan ustedes.

-Basta, Manuel-. Era el Comandante.

-No. Dejame que siga. Tenemos tiempo y al fin de cuentas muchos de estos infelices no saben ni por qué matan a la gente. Hay que explicárselo de alguna manera.

Intervino uno de los muchachos que vigilaba al sargento.

-Dejame que yo se lo explico mejor. A los intelectuales como vos no  los entiende nadie. El método es simple. Si el sargento no se reconoce culpable de la muerte de Ayala lo muelo a golpes hasta que afloje y diga que sí. Será una explicación práctica.

-Vos sos tan bruto como ellos. Si no estuvieras en nuestro grupo seguro que serías policía.

-Andá a la mierda.

-Mire, sargento: el país está en guerra. Desde hace varios años. Hay dos bandos. Los grandes monopolios internacionales, las empresas extranjeras, los bancos extranjeros y los sirvientes nativos de todos esos intereses, que son empleados del extranjero o ministros. Esos por un lado. Por el otro lado está el pueblo que trabaja, lucha, se esfuerza por hacer un país grande y poderoso. Desde hace treinta años esta guerra es más evidente. Nadie puede engañarse. Hasta ahora triunfa el enemigo. Porque el pueblo no puede elegir, porque no hay elecciones o porque a esas elecciones puede concurrir solamente una parte del pueblo. Entonces un pequeño grupo de gente, todos ellos empleados de los monopolios, son los que dirigen el país. Para hacer eso cuentan con el apoyo del ejército y de la policía. Es decir, que para conservar el poder usan la fuerza y la violencia. No hay otro camino. No hay elecciones, ni podemos comprar una radio o hacer un diario para decir lo que pensamos. Eso cuesta mucha plata y no la tenemos. Entonces debemos emplear sus mismos métodos. La fuerza y la violencia. Eso quería decir el Comandante cuando le contestó que ustedes inventaron el juego y las reglas-. El sargento no estaba demasiado sorprendido. Escuchaba con atención. Hizo un gesto como para interrumpir. Manuel calló.

-Escuche, señor. Yo gano treinta mil pesos al mes. Le juro que no conozco más extranjeros que los tanos de la banquina de pescadores que llegaron aquí antes de que yo naciera. El cabo que mataron en la casilla de la base de submarinos era criollo y tenía cuatro hijos. Correntino. Hombre humilde. Tal vez demasiado correntino, pero argentino. Yo me he baleado  con delincuentes muchas veces y tuve suerte porque hasta ahora no me mataron. Hace poco fue en la puerta del banco de la provincia. ¿Cree que debía parar al pistolero que salía del banco tirando tiros para todos lados y preguntarle si era un verdadero delincuente, o un argentino patriota que quería liquidar los monopolios? Si hubiera hecho eso no estaría aquí para contarlo. Se lo aseguro. ¿Y todos los ladrones que detuve? ¿Y los asesinos? ¿Para ganar treinta mil pesos por mes después de 28 años de servicio? No, porque éste es mi oficio y estoy orgulloso de él. Porque represento el orden y la ley. Es cierto que fajamos a los delincuentes. Pero ¿ustedes conocen algún delincuente que se reconozca culpable sin que se le aplique la máquina o una buena patada? No. Además les probamos el delito, los mandamos al palacio y los jueces lo ponen en libertad. Me torturaron, dicen. Después se lee en el diario que detuvimos a un tipo que tiene veinte procesos y sigue en libertad. Cómo puede ser que un tipo con veinte procesos esté libre, se pregunta la gente. Allí tiene la respuesta.

-Escuchá, sargento. -Era el que había sido calificado como bruto por Manuel-. Si la ley y el orden sirven para matar gente inocente, si sirve para que unos pocos doctorcitos atorrantes entreguen el país a los extranjeros, si sirve para que un grupo de gente sea la que mande y tenga todos los privilegios, contra la mayoría de la gente que tiene que aguantárselas, porque sino la policía le mete la máquina o le da una buena patada como decís, entonces yo te contesto que todo tipo que viola la ley, esa ley, es mi hermano y tiene razón. Cualquiera sea la razón porque lo haga. Para liquidar los monopolios o para salir de pobre. Si la ley es mala entonces son buenos los que la violan.

-¿Eso es lo que piensan ustedes? -preguntó el sargento.

-No. -Era el Comandante-. No todos pensamos así. Pero forma parte de nuestro grupo, gente que piensa así. A eso conduce la indignación. El ser víctima del atropello y la arbitrariedad. La violencia y el abuso del poder, fabrica gente desesperada, por impotencia y rabia. Entonces se hacen delincuentes, asesinos, terroristas, anarquistas, agitadores o místicos. Sergio aprendió esto desde muy chico. Su padre fue un dinamitero asturiano en la guerra civil española. Allí también se fabricó el caos y la violencia, y después muchos murieron sin saber bien por qué. Pero el padre de Sergio parece que allí no cubrió suficientemente su cuota de violencia. Lo mataron hace quince años en una huelga de los frigoríficos. También defendía el orden y la ley. Era del servicio de vigilancia del frigorífico. Los obreros le pasaron por arriba. Los mismos obreros que eran sus compañeros ideológicos. Reaccionaban estimulados por la angustia y la misma indignación que lo hicieron dinamitero a él, en las montañas asturianas, durante la guerra civil. Parece una paradoja. Injusto. Absurdo. Inútil. Pero está dentro de las leyes del juego.

-Puede ser que haya pasado lo mismo con el cabo muerto de la base de submarinos-. Tuve la impresión de que todos habíamos pensado en él. Manuel continuó.

-Al fin de cuentas, seguramente se escondía en su uniforme para escapar de la miseria. Pero la culpa no es nuestra. En todo caso es de los que se resisten a compartir sus privilegios con el pueblo y de los que los defienden como usted, sargento.

Manuel había abandonado su actitud agresiva. Hasta diría que se dirigía al sargento con alguna simpatía. La muchacha que vigilaba a los dos policías había abandonado su puesto. Retornó al rato con una gran cacerola humeante. Otro trajo tazas.

-¿Quiere café? -me preguntó el Comandante.

-Sí.

Todo resultaba extraño. Ridículo. Un puñado de terroristas que cometieron asaltos y agresiones. Mataron varios policías. Perseguidos y cercados en una casa de campo. Logran destruir a sus perseguidores, conservan herido alguno y pierden tiempo explicándole a un policía por  qué hace mal al cumplir con su deber, mientras toman café como si nada los apremiara o preocupara. Mientras tanto dos patrulleros cierran el camino a diez kilómetros de allí, sin imaginar cuál es el rumbo tomado por los acontecimientos. ¿Por cuánto tiempo? ¿No les sorprenderá el silencio de la radio? ¿Cuánto tiempo fumarán cigarrillos y controlarán coches sin preguntarse por qué no hay noticias de sus compañeros? Y este Comandante. Yo lo llamo Comandante, porque indudablemente es el jefe. ¿Qué espera? ¿Que toda la policía y el ejército le caiga encima? Si es el jefe, es el que tiene que pensar en estas cosas. Varios hombres entraron y hablaron en voz baja con él. Luego salieron de la casa. Seguramente hacían guardia. Pero una vez sorprendidos, pocas alternativas les quedarían. Habían tenido suerte con los patrulleros anteriores y eran muchos. Más de los que el comisario Toquero supuso. Los policías perseguían tres muchachos y una chica y se habían topado con un grupo de veinte, con buenas armas y organización disciplinada. De manera que los terroristas no eran fantasmas rastreados solamente a lo largo de los rastros dejados en sus acciones, publicitadas por la prensa. Si aquí había veinte ¿cuántos habría en el resto del país? ¿O serían los únicos? El comisario Toquero seguía desmayado. Una lástima. Me hubiera gustado verle la cara durante el diálogo con el sargento. El ruido inconfundible del motor de un helicóptero se acercaba. El comandante miró a su alrededor. Tomó un largo sorbo de café cuando el ruido pasó por sobre nuestras cabezas. Fue disminuyendo y luego regresó. Pasó de largo. La policía andaba cerca. Buscaba sus patrulleros perdidos. En ese momento Mejía dio un salto y corrió hacia la puerta. Extendió una mano para abrirla pero quedó como suspendido en el aire. El tableteo de la ametralladora lo detuvo en la mitad del gesto. Cayó pesadamente. Manuel se acercó, le levantó un brazo y luego lo dejó caer.

-Está muerto -dijo.

El Comandante hizo un gesto de fastidio. Miró su reloj.

-Ya es hora de prepararse.



 

- IV -

 

La desaparición de los tres patrulleros y su tripulación fue la noticia bomba que se filtró del departamento central de policía, por obra de un periodista que había jurado por su honor que mantendría la información en secreto. El oficial que le hizo la confidencia seguramente se tomó en un escéptico en relación al honor de los periodistas. Lo cierto es que la información restalló en los noticiosos radiales y los diarios de la tarde lo consignaron en tapa con variados estilos. Algunos lo presentaban como un enigma a lo Ágata Cristie y otros como la más sensacional operación de los comandos de la guerrilla urbana.

Objetivo fundamental: demostrar su poder y particularmente llevar a cabo una venganza contra un conocido y probado representante de la ley y el orden, el comisario Toquero.

Los informativos daban cuenta de una amplia operación que abarcaba varios partidos de la provincia de Buenos Aires. La prefectura vigilaba la ribera. Más de treinta helicópteros fueron incorporados a la búsqueda y 1.500 hombres de las fuerzas de seguridad, con toda clase de vehículos, seguía el rastro de los terroristas. Esta información era matizada con reflexiones sobre si cabía la posibilidad de aplicar la pena de muerte, ya  que se trata de agresión a las fuerzas de seguridad y posible secuestro y asesinato de funcionarios. Lo más grave de la situación fue insinuado por algunos comentaristas radiales, quienes seguramente se esforzaban por evitar el ridículo, en el caso de que los acontecimientos desmintieran la información que aparentaba ser una realidad para todos los medios de prensa. Opinaban que la clave de la situación era que hasta ahora se trataba solamente de conjeturas. Lo único cierto, concreto, evidente e indiscutible era que los tres autos patrulleros habían desaparecido, cuando se dirigían a cumplir un operativo contra cuatro terroristas que huían en un automóvil cerca de Balcarce. Solamente eso. A partir de allí el misterio. Fascinante misterio que fue el tema de conversación de todo el país. Hubo reuniones en la Casa de Gobierno con el Presidente, el Ministro del Interior, el jefe de la Policía y los titulares de las fuerzas de seguridad. El Comandante del Ejército envió un radio a los jefes de unidades detallando concisamente el episodio y ordenando medidas especiales de seguridad en los cuarteles. Los servicios de informaciones del Estado y de las tres armas enviaron una legión de agentes a la zona, lo que según parece, incrementó lánguidamente el melancólico fin de la temporada turística en Mar del Plata. Ningún noticioso ni periódico señalaba mi presencia en el episodio ni destacaba mi desaparición. Esto era finalmente satisfactorio. Hubiera vivido con mucha vergüenza mi rol de víctima de los terroristas. Pero mirando la cosa desde otra perspectiva, en el caso de que me hubieran mencionado, más tarde podía vender a precio de oro la crónica del asunto. Esto es, si sobrevivía. De todas maneras valía la pena correr el riesgo.

Un diario de Mar del Plata decía que la señorita herida en el tiroteo del barrio de pescadores, había recibido en el hospital un ramo de flores. Este iba acompañado de una nota, en la que un desconocido se disculpaba en el caso de que alguna de sus balas hubiera herido a la muchacha. Nadie reprodujo esa información en la prensa de Buenos Aires. Sería un dato destinado a cambiar la imagen que debía tener el público, de los delincuentes y terroristas. Sin embargo hubiera durado poco, porque un par de días más tarde otra noticia ensombreció la primera plana de los periódicos e hizo vibrar de indignación a los comentaristas radiales. En una casa abandonada a diez kilómetros de la ruta principal un perro de la policía dedicado al rastreo de los desaparecidos, había logrado desenterrar parcialmente un cuerpo al fondo de un descuidado jardín. El descubrimiento fue macabro. Los cuerpos eran siete. Cinco de policías y dos de desconocidos aún no identificados. Mejía y los conductores de los dos primeros patrulleros atrapados por los guerrilleros. Los desconocidos eran dos guerrilleros muertos en la operación.

De eso me enteré más tarde. No se había mencionado durante el diálogo con el sargento. Uno de los terroristas muertos había estado en el restaurante donde hirieron a Mariana. Apenas tenía veinte años.

Después de la orden de apresto dada por el Comandante, en una hora se equiparon varios autos y dos camiones para transportar a los guerrilleros. También al comisario Toquero, al sargento y a mí. Subimos a un camión de mudanzas, completamente cerrado, de manera que resultaba imposible conocer el camino. La muchacha y dos de los guerrilleros quedaron con nosotros. Uno parecía tener conocimientos médicos, igual que la muchacha y atendieron al comisario. Le limpiaron la herida y le inyectaron morfina por el dolor. Llegamos así a un lugar donde bajaron al comisario. Hicimos ademán de seguirlo pero la boca de una pistola ametralladora nos disuadió. Uno de los guerrilleros quedó de guardia y fue imposible hablar con él. El sargento me habló de su familia. «Sabe, señor, me resulta difícil entender a estos muchachos. No lo que dicen. Entiendo lo que dicen. Lo que no comprendo es que sea tan importante como para matar y matarse. Se llega a eso cuando uno está desesperado. Yo he visto a muchos hombres jugarse la vida. Eran tipos hechos y derechos, castigados, culpables, sufridos, criados en cualquier parte, sin padres ni destino. Pero estos son educados. Vio, la mayoría. Si yo hubiera podido educarme así. Si hubiera tenido una familia que me hiciera estudiar, no hubiera sido policía y hubiera tenido tiempo de trabajar para el país sin necesidad de calzar ametralladora. Al que no puedo sintonizar es al Comandante. Apenas habla, pero me juego las pelotas que ése es militar. Tiene toda la manera de comportarse de un militar. ¿Y cómo puede ser un terrorista? Expliquen. Lo habrán echado del ejército. Es raro, estos son capaces de matar, pero lo cuidan al comisario como si fuera un nene. Yo creí que lo tiraban por allí. Estos me hacen acordar al fiero Paz. Un personaje raro.»- El sargento se rascaba la cabeza. Fue hace más de diez años. El fiero estaba en la banda de Zanotti. Asaltaban bancos y siempre mataban alguno, porque tenían que matarlo, o porque se cruzaba o por cualquier razón. Lo cierto es que no hacían operaciones limpias. Nosotros sabíamos quiénes integraban la banda, pero estaban muy bien organizados. Zanotti era una bestia. Él decía que había que dejar una marca. Un rastro. Cuando la gente se acostumbrara bastaría solamente que gritara, esto es un asalto, soy Zanotti, para que nadie opusiera resistencia. Tenía razón. Fue el terror de los bancos de la provincia cercanos a la capital. El fiero Paz era de la banda. El jetón lo llamaban en el barrio de Núñez donde había vivido desde chico. Se parecía un poco a Mejía. Pobre tipo. Creyó que podía avisar al helicóptero que ya había pasado. Es que era un poco lento. Pensaba despacio. El jetón Paz, decían que venía de una buena familia. Él también lo repetía pero no decía de dónde. Tenía una cara que daba miedo. Todos le atribuían muertes misteriosas para vengar a su familia no se sabe de qué agravios. Si uno le veía la cara creía en todo lo que se decía de él. La cabeza enorme, frente chica y arrugada. Dos cejas que parecían flequillos. La cara cruzada de cicatrices. Atracaron un banco cerca de San Martín y me llevaron como rehén para facilitarles la huida. Escapaban algunos en un camión como éste, cerrado, y el jetón iba atrás conmigo para vigilarme y matarme cuando estuviéramos en campo abierto. Zanotti le había dado la orden. Tenía que tirarme en cualquier cuneta cuando ya no me necesitaran. Íbamos muy rápido. El jetón me apuntaba con una 45 y yo no decía ni palabra. Sos un boludo, dijo, te dejaste agarrar. No le contesté. De pronto el camión empezó a dar tumbos. Habíamos pinchado una goma. Traté de abalanzarme sobre él pero me dio un golpe en la cabeza con la 45. Sentí que se nublaba todo y tuve ganas de vomitar. Cuando desperté estaba tirado al borde de un camino a la sombra del camión. Escuché gritos y discusiones. Era el jetón  que le gritaba a los dos que iban en la cabina del camión. Ya habían cambiado la goma y querían matarme antes de seguir viaje. Se porta bien -decía el jetón- para qué lo vamos a matar. Tenemos orden. Me cago en la orden del gringo. Si un tipo molesta hay que matarlo, pero si no, ¿para qué? Uno de los de la cabina apuntó con una escopeta al pecho del jetón. Te digo que lo mates o la ligás vos.

Tal vez fue una compadrada, o tal vez no, pero antes que terminara de hablar tenía una bala entre los ojos. El otro quiso apoderarse de la escopeta pero el jetón se la arrancó de un golpe. Abrió la puerta de la cabina del camión y el cuerpo del muerto rodó hasta la banquina. El fiero Paz subió y le gritó al que conducía. Seguí, carajo, y basta de discutir. El camión se perdió entre la polvareda. Yo me quedé allí con el muerto que me miraba. Todavía tenía cara de sorpresa. Varias horas más tarde llegué a un pueblo y allí vinieron a buscarme. Y pasó algo raro. No le conté a los oficiales lo que había ocurrido. Dije solamente que me golpearon en la cabeza y que al despertar me había encontrado con este tipo muerto a mi lado. Parece chiste pero no quería comprometerlo al jetón ante su gente, ni ponerlo en manos de la venganza de Zanotti. A ese asesino loco, con la frente chiquita y la cara de bruto. Pero ¿por qué no me mató? Nunca lo sabré. ¿Cuidaba una vida? Ridículo. Disparó contra el otro. ¿Qué idea de la vida y de la muerte podía tener ese animal? ¿Qué idea de la vida y de la muerte tiene cada persona? ¿Qué puede pensar sobre algo así el Comandante? ¿Usted lo vio cuando mataron a Mejía? -No esperaba respuesta-. Ni se volvió para mirarlo. Ni se le arrugó la cara con el ruido de la ametralladora. «Matan sin asco a Mejía y después lo cuidan al Comisario como si fuera un bebé. Yo no los entiendo». La muchacha volvió e interrumpió las reflexiones del sargento. Era muy linda. El pelo castaño claro enmarcaba un rostro de rasgos suaves y dulces. Los ojos grandes. Serios. Sorprendidos a veces. Unos pantalones ajustados mostraban su perfección y resaltaban sus movimientos graciosos y ágiles. Vamos a seguir, comunicó al hombre que nos vigilaba. Este se volvió al sargento. Había escuchado el relato del episodio del jetón Paz.

-Los asesinos son enfermos mentales. La culpa de que haya muertos no es de una u otra persona. Es del sistema. Las dictaduras fabrican muertos. Las revoluciones también. En otra época tal vez el jetón Paz hubiera sido un revolucionario, pero le tocó una época en la que lo único que podía ser era pistolero.

-¿Qué van a hacer con el comisario? -pregunté a la muchacha.

-Lo van a operar. Le sacarán la bala.

-Sí, y no hay que hacerse ilusiones -terció uno de los guerrilleros- ese puerco se salvará. El sargento me miró. -Es lo que yo decía -comentó.

El camión emprendió la marcha y nadie habló más. Alguien encendió en la oscuridad una radio de transistores. Música beat. Cambio. Buscaba un informativo. La esfera luminosa de mi reloj indicaba las ocho de la noche.

Radio Mar del Plata continuaba repitiendo informaciones viejas. Se estaba en la pista de los cuatro delincuentes que protagonizaron el episodio del restaurante en el barrio de los pescadores. Una breve mención sobre la mejoría de Mariana. Sin nombrarla. Hubo dos atentados con bombas en Rosario y los obreros metalúrgicos tomaron fábricas en Córdoba. ¿Qué hacía yo en este camión fantasma por caminos de tierra en la provincia de Buenos Aires?

No se puede planear un buen fin de semana en Mar del Plata. Atrapado. Así me sentía. Atrapado por algo que no busqué. Lejano. Desconocido. Imprevisto. El azar. Siempre dije que el azar era fascinante. Recitaba. Lo misterioso, caótico, alucinante. No previsto. Que no es lo mismo que imprevisto. La cazuela de mariscos más complicada de mi vida. El juego de los héroes entre la vida y la muerte. ¿Qué hacía yo entre los héroes? Yo no era un héroe. Nunca me atrajo el rol. Un puñado de locos contra el orden y la ley. Un puñado de policías contra los locos. Mientras tanto todo sigue su rumbo. Cierto. Fijo. Inalterable. Mataron al Che Guevara en las montañas bolivianas. Lo hizo un negrito intrascendente que se quejó amargamente porque no fue premiado como esperaba. Resulta que el premio fue de otro que llevaba su mismo nombre.

Un error. Y todo siguió igual. El monopolio internacional del estaño fijando su precio. Los mineros muriendo tuberculosos. Los campesinos con hambre. Los militares asesinándose regularmente para controlar el poder. La rueda del destino. La rueda de la fatalidad para nuestros países. ¿Nada había cambiado? Nadie podía responder esa pregunta. La camisa del Che Guevara guardada por los campesinos de La Higuera. ¿Un recuerdo? ¿Un mito? Un símbolo. Los agentes de la CIA fueron a analizar el episodio. Hablaron con todos los protagonistas. Tomaron datos. Chequearon lo que habían propuesto las computadoras y seguramente a través de otras computadoras, analizaron si los resultados eran correctos. Se acabó el Che. ¿Se acabó? ¿Y estos que había visto durante el día de hoy? ¿Qué eran? Esto no puede triunfar. No aquí, en la Argentina.

Nadie se muere de hambre. Y los que se mueren de hambre son pocos y no se hacen notar.

Cuando descubran los cadáveres de los policías, los militares se afirmarán en su convicción de que con el terror no hay diálogo. Los nativos empleados por los monopolios tratarán de convencer a sus patrones que esa manía revolucionaria es nada más que una peste transitoria. Hay que curarla con energía. Pero se cura. ¿Se cura? ¿Adónde vamos en medio de la noche con este camión que salta para todos lados? Veinte héroes a la deriva. Un sargento que entiende más de lo que expresa. Un comisario abatido. Y yo. Treinta años de juego rebelde.

¿Y la revolución? Apenas rebelde. Como los hippies, que por rebeldes no se atreven a ser revolucionarios. Con sus miradas lejanas. Casi alegres. Flores en la barba y en el pelo. Aspecto sucio, pero cuidados. Es costosa la ropa de hippies. Haced el amor y no la guerra. ¿Adónde? ¿En este mundo que vive de amor y de guerra? ¿Qué diría un adolescente de Indochina,  cualquiera sea su bando si alguien le dijera «haced el amor y no la guerra»? Querría ver sus ojos abiertos por la sorpresa y el humor. Entretenimiento de chicos bien alimentados. Para quien la guerra en las montañas bolivianas es una crónica heroica que se lee o se filma con Omar Shariff.

Haced el amor y no la guerra. Las moscas alrededor de los veinte tiros que mataron al Che.

El sudor rancio de su camisa despedazada y quemada por el fuego. ¿Dónde está el amor? Hay que entender. ¿Es posible entender? Mejía muerto, sorprendido en el aire, al comienzo de la parábola a pocos centímetros de la libertad, del heroísmo, de la luz, de la ayuda, de los amigos, del ruido camarada, de la protección de la intemperie. Y sin entender nada. Murió sin entender más que su propio deber. Todos creen entender su propio deber. ¿Pero el ajeno? El deber de conservar, aunque lo que se conserva sea podrido, injusto, ruin, equivoco, atrasado, estable, sólido, frágil, justo, armónico, inarmónico, torpe, brutal, arbitrario. El deber de destruir esas mismas razones y muchas más. Válidas. Sí. No válidas. Sí. Siempre las razones son válidas. Para cualquiera de las dos cosas. El que sobrevive impondrá la validez definitiva. Sobre los muertos y los vivos, y el derecho y la ley y la guerra. Haced el amor y no la guerra. Gracioso. Hasta vulgar. Inútil. Aunque quiera. Yo no vine a este camión. Ni hice cien kilómetros para ver gente. Ni participé de los asesinatos en Colombia, ni del terrorismo en Brasil, ni de las manifestaciones y los incendios en Chile, ni de los fusilamientos en Cuba, ni de la guerrilla en Venezuela. Ni de la estrategia del Pentágono, ni de los objetivos de los monopolios, ni del mercado del petróleo. Pero estoy aquí en este camión bamboleante y frío. Cerca de alguien con quien me gustaría hacer el amor, pero ambos estamos condenados a la guerra. Yo no. Si puedo me escapo. Me voy. Que queden ellos con sus ametralladoras con las cuales piensan cambiar el mundo. Al mundo no lo cambia nadie. Así fue siempre. Y así continuará. Policías y ladrones. El juego de siempre. Y la gente que solamente quiere vivir en paz. No protagonizar.

Solamente que ya no sirve el rol de testigo. Los que no juegan son sospechosos. Carecen de todos los derechos. No tiene organizadas sus defensas. Se mueren también. Como Mejía. Sin saber por qué.

-Usted nunca habla-. Era la muchacha. Estaba muy oscuro y era imposible verla pero no tenía dudas de que se refería a mí.

-Nadie me pregunta nada.

-Parece estar tranquilo.

-¿Tengo algo que temer?

-Todo el mundo tiene algo que temer.

-No tengo ese sentido dramático de la vida.

-¿No le importan los muertos?

-No los mato yo. Esa debería ser una pregunta para usted y sus amigos.

El camión saltó y al tratar de enderezarme advertí que ya el sargento no estaba a mi lado.

¿Estará por hacer una idiotez este héroe gordo y tranquilo? Espero que no. En un lugar tan reducido el que no reciba un tiro estará protegido por Dios.

-¿Nos considera un grupo de asesinos?

-No exactamente. Los considero un grupo de maniáticos que suponen que volando algunos puestos militares y matando algunos policías pueden cambiar el curso de la historia. Usted supone que yo me divertía durante la discusión sobre la violencia. Tiene razón. Me divertía porque a ninguno se le ocurría analizar la cosa en sus términos reales. Despojados de prejuicios  y resentimientos o sentimentalismos. Y eso es lo que determina que yo tome o no tome partido. Ni por el Gobierno ni por ustedes.

De pronto quedé en silencio. Me sentía francamente idiota. Era una conversación parecida a la que había tenido con el Comisario Toquero. Inútil. Los que no toman partido están perdidos. No tienen sus defensas organizadas. El coro ha muerto. O está condenado, lo que en definitiva es más o menos la misma cosa. Siempre es así. Cuando era estudiante y hacíamos manifestaciones callejeras, los heridos eran desconocidos. De ningún bando. El tipo que salió a comprar cigarrillos y de pronto una granada de gas le rompió la cabeza. Hasta iba preso, seguramente.

-No se detenga. -Era la vocecita dulce que llegaba desde la oscuridad-. Díganos por qué somos tan poco inteligentes.

Ahora era ella la que se reía. Se divertía. Pero no del todo. En realidad no se divertía nada. Solamente fingía ironía y lo hacía mal. Fue una revelación sorprendente. Tuve la convicción de que había hablado como un estúpido. Poco importaba en realidad la justificación intelectual de la violencia para quienes cada día arriesgaban su vida en el juego. Juego de la vida y de la muerte. Tuve la convicción de que en ese momento, ante la vida, la acción, el riesgo, la decisión y el coraje, las palabras, la explicación formal, el análisis intelectual resultaba ridículo e inoportuno en ese camión bamboleante, en medio de la noche, en la marcha tensa del silencio, la precipitación, la fuga y la guerra. No solamente era inoportuna. No importaba.

-«No es problema de inteligencia. Tal vez de tiempo. Y tiene tiempo quien no hace cosas. En este momento son ustedes quienes hacen cosas. También el sargento o el comisario. No yo. Todo Gobierno que es Gobierno tiene poder y lo ejercita. Eso es así y tiene que ser así. Tiene que preservarse. No me importa que esté bien o mal. Es, simplemente. Y si ese Gobierno no es legítimo, como éste, y produce hechos que afectan a la gente, cada uno tiene derecho de alzarse contra él y esforzarse por   destruirlo. Tampoco me importa ahora si está bien o mal. Simplemente es así.

-Entonces todos tenemos razón. Buena manera de lavarse las manos. Con Dios y con el Diablo. Ustedes los intelectuales son personajes de ficción. No existen.

Ahora sí había desprecio en su voz. Rabia. Hubo un largo silencio. Nadie hizo comentarios. Una voz surgió de la oscuridad a mi derecha. Era el sargento.

-Entonces todos tenemos derecho a matarnos unos a los otros. No lo entiendo muy bien. Yo soy la autoridad y el orden. Bueno, soy, represento la autoridad y el orden. Pero la autoridad y el orden de un Gobierno que no tiene derecho de serlo. Entonces soy un asesino a sueldo. Por otra parte estos chicos son delincuentes y ladrones. Asesinos también, pero tiene derecho a serlo. Pero como el Gobierno es Gobierno, tiene que defenderse y hace bien en tener asesinos como yo para evitar que lo destruyan. Entonces no soy tan pistolero a sueldo. ¿En qué quedamos?

-Parece difícil de entender pero es así. Habría solamente que hacer un agregado. Los gobiernos como el nuestro se dicen democráticos y en nombre de la democracia matan, invaden países, destruyen, corrompen y en definitiva lo que quieren es continuar ejerciendo el poder defendiendo las condiciones en las cuales se desenvuelven. Simplemente porque no son democráticos ni representativos, de manera que la violencia forma ya parte del sistema. Para evitar el cambio hay que ejercitar la violencia sobre los que pretenden el cambio. Entonces la violencia ya se torna una necesidad permanente, eterna, fundamental, inexorable. Es diferente el caso de los que pretenden el cambio. De los subversivos. Para ellos se supone que la violencia es instrumento para alcanzar sus objetivos democráticos y podemos suponer también que una vez alcanzados, la violencia cesará. Esta tiene un límite. Un tiempo determinado.

-Tenga cuidado que se está poniendo de nuestro lado. Poquito, pero algo.

-No es así. Pienso que voy a frustrar su buen humor. Eso sería así si en realidad lo que ustedes buscan es la democracia y una auténtica representatividad. Pero no me consta que así sea. Inicialmente buscan el poder. Ese es el objetivo de toda lucha política, armada o no, y nada permite suponer que una vez alcanzado, la violencia cese y los objetivos teóricos se transformen en hechos concretos.

-¿Usted cree en algo? -nuevamente era la joven.

-Es una pregunta muy vaga.

-Y eso ni siquiera es una respuesta. Voy a ser más precisa. ¿Usted tiene ideales políticos?

-No tengo ideales, tengo tal vez objetivos. Y no diga que es lo mismo, porque no es así.

-¿Cuál es la diferencia?

-No la entendería.

-Usted supone que es el único tipo inteligente. Nadie entiende nada en realidad. Solamente unos pocos iniciados en los secretos de la vida y la política, que de tanta sabiduría alcanzan la meta de la total inacción, de la abulia, el conformismo y la esterilidad.

-Es verdad. Cuanto más se sabe menos se está dispuesto a matar a nadie en función de objetivos efímeros. La vida humana se convierte entonces en la cosa más importante.

-Aunque se la desprecie, como hace usted. Todo lo que dice está condicionado por una carga de agresión hacia todos nosotros que a su juicio somos inferiores, vulgares e ignorantes.

-Aun cuando eso sea cierto, y no digo que lo sea, no estaría alegremente dispuesto a asesinarlos de una u otra manera. Y si por casualidad tuviera que hacerlo, por lo menos para defenderme, tampoco me sentiría un héroe como en alguna medida les pasa a ustedes.

-¿El Comandante Guevara es un héroe?

-Sí. Lo era. Pero mucho más que eso. Era un hombre que había hecho su experiencia intensamente y se fijó un objetivo sabiendo que podía morir antes de alcanzarlo. Y eso ocurrió. Cuando alguien, que escasamente tiene veinte años, que jamás tuvo contratiempos en su vida, que la experiencia política y el dolor le son ajenos, o llega solamente como un rumor, asiste indiferente al asesinato o participa de él, aun cuando se ejercite sobre gente que está mucho más cerca del Che Guevara por infinidad de razones, como el sargento, por ejemplo, o el cabo muerto en el destacamento de Mar del Plata, debo suponer que hay algo falso, arbitrario, débil y profundamente vergonzoso en el fondo de esa actitud. No convincente. Es un rol, más que una actitud vital.

Silencio. Durante algunos minutos esperé un golpe de uno de nuestros guardianes. Silencio. Ridículo. ¿Qué estarían pensando? ¿Les importaría lo que había dicho? No les importaba nada.

¿Me importaba a mí en realidad? Qué podía saber esa chica del torturado camino de la ilusión, la decepción, la fe, la incredulidad, el abandono, el amor, la desesperanza, la rebelión y la cobardía. ¿Y qué me importa a mí? La aventura se estaba tomando no solamente aburrida, sino estúpida. Es curioso. Oyendo al comisario Toquero entiendo a los guerrilleros, o terroristas o como quieran llamarles. Escuchando a los terroristas pienso que el Estado hace bien en preservarse. El Estado. El gobierno. El que manda. La autoridad. ¿Qué es peor? ¿Qué es mejor? ¿Hay en realidad algo peor o mejor? Los héroes se acaban cuando uno los conoce. Toquero. El sargento. Mejía. Los otros dos muertos. El cabo de la base. En la época de Perón baleaban policías en las paradas de las esquinas. ¿Cuál es el sentido? Cuántos gloriosos héroes de la libertad y de la democracia pasaron al lado de Perón, hablaron con él, le estrecharon la mano, lo veían pasar con su automóvil por la Avenida del Libertador, bajo la mira de cualquier fusil de caza, sin atreverse a disparar. Sin embargo, gritaban la necesidad de acabar con él.

Era más fácil el cabo de facción. Conspirar en el Jockey Club. Antes que lo quemaran, claro.

Los filósofos de la violencia parecen tener la manía de errar en la definición del enemigo.

Entonces habló uno de nuestros guardias. Se había quedado pensando seguramente y se sintió obligado a dar una respuesta.

-Vos pertenecés a la clase de los que hay eliminar. Los que no se comprometen. Los que explican las cosas, pero jamás las hacen. Obtienen los beneficios, ya sea que gane uno u otro. Además; después aclaran el panorama diciendo donde estuvo el error. Nunca antes. Se ponen a gimotear como monjas ante la violencia, pero ni siquiera rezan. No creen en nada. Sólo opinan sobre lo mal que funcionan los otros. Sos en realidad el típico producto de esta sociedad podrida, sin valor y sin gloria. Si ganan los otros, bien. Si ganamos nosotros, también. Mientras tanto procurás aprovecharte de las cosas tal como vienen. Vivís porque el aire es gratis y tratás de pasar inadvertido. Estás en el mundo, pero ajeno al mundo. Una especie de vegetal. Algún día te morirás y habrá que poner en la lápida: «Aquí yace un tipo que jamás existió».

Silencio nuevamente. Había dicho todo sin rencor. Apenas con fastidio. Cansancio. Melancolía. Soledad. Desprecio.

 

 

- V -

 

La esfera luminosa de mi reloj indicaba las tres y media de la mañana. Sentía frío y hambre. Un calambre me impedía mover la pierna derecha y cuando lo intentaba el dolor me hacía sentir como un inválido. Era difícil cambiar de posición. Probé todas las alternativas. Nadie hablaba. Ya no teníamos nada que decirnos. Agregar algo hubiera sido ocioso. No me importaba el diálogo. No quería hablar. Ellos seguramente tampoco. Cada uno sabía en qué estaba y por qué. El sargento Quiroga también. No movía un músculo y tal vez reflexionaba sobre la juventud y su destino de policía. O cómo escapar, también. Ese era su deber. ¿O no? Acaso resultaba más fácil que se entendieran entre policías y guerrilleros. Estaban en el mismo juego y debían conocerse bien para atacarse y ganar. O perder. Pero el mismo juego. Durante esas dos horas de silencio seguramente nadie había dejado de pensar. No podíamos prever cuál sería nuestro destino. Algo había determinado el cambio de método. En la casa decidieron ponernos en libertad. Luego nos embarcaron en el camión de mudanzas. Una caja de muertos. De fantasmas. Bamboleándose en un camino secundario en la pampa chata, fría y silenciosa. Desde nuestra última parada habían transcurrido dos largas horas de marcha. Este es un país grande. Inmenso. Eterno.

Se viaja días y días en cualquier dirección y sin llegar a ninguna parte.

Todos los lugares son de paso. Transitorios. Se los rebasa y se continua la marcha. Y cuando el lugar se nos antoja definitivo, en realidad hacemos lo que hay que hacer para que se tome un punto de tránsito.

De cambio de caballos, en la diligencia. Entre el temor, la amenaza y el aburrimiento una inquietud honda, lacerante, llena de desasosiego y esperanza. Entonces se emprende nuevamente la marcha. Con imaginación, con pasión, con tristeza, con la melancolía de saber que ése no era el puerto esperado. Solamente un lugar a partir del cual reiniciar la marcha. Los argentinos son aventureros frustrados. Cada día viven la ficción, la esperanza, la tristeza del cambio. ¿Cambiar? ¿Para qué? Eso, simplemente, cambiar. Para hacer las mismas cosas en otro lugar, con otras gentes. Las mismas cosas. Pero ahora se están haciendo otras. Una guerra cotidiana. Sorda, despiadada, donde todos son héroes, mártires y asesinos terroristas. Como todas las guerras. Pero ahora la tenemos entre nosotros. No como expresión de una pasión transitoria. Del ímpetu de la violencia individual.

No. La guerra. Simplemente la guerra. Meditada, cuidadosa, planificada, orgánica. Eficaz. Sin pasión. En orden. No es una guerra privada ni de grupos. Es algo que viene de muy atrás en el tiempo. Cuando de pronto comenzó a advertirse que había que cambiar algunas cosas para que quedaran otras, más valiosas, permanentes, sólidas. Aunque ya no son sólidas. Ni valiosas ni permanentes para los que hoy hacen la guerra. Veinte años atrás era posible cambiar algunas cosas. Cuando lo decíamos nos palmeaban afectuosamente la espalda y comentaban: «Es romántico». Ahora los que se lanzaron a la guerra quieren cambiarlo todo. Un mundo nuevo. ¿Cuál? No importa cuál, seguramente será mejor. Pero hay que hacerlo.

Destruir. Crear. Cambiar. La vorágine nos arrastra a todos. Los románticos de ayer, así nos llamaban los que nos palmeaban la espalda paternalmente, también somos enemigos para los que hoy hacen esta revolución. Y tienen razón. No somos confiables. Estamos demasiado metidos en este mundo que hay que dar vuelta como un guante. Nos hemos hecho cínicos y sin esperanzas. Objetivos y desapasionados. Completamente neuróticos,  solamente por no serlo de ninguna manera. La generación que nunca existió. Los fantasmas de la inmensa, oscura, eterna, caótica, plácida, luminosa ansia de vida que vacila perezosa sobre la anhelante, ilimitada, árida, y húmeda tierra argentina.

-¿Duerme? -Era el sargento.

-Creo que vamos más despacio.

-Sargento, ¿tiene familia?

-Soy viudo. Nunca quise volver a casarme. Sufrí mucho, cuando mi mujer murió.

Así de sencillo. Sufrí mucho. No había nada que responder. Comentar. Decir. ¿Qué? Los pensamientos simples son siempre los más profundos. Graves. Auténticos. Enormes. Silencio. El camión de mudanzas continuaba su danza torpe a través de la noche. ¿Cuál sería el nombre de la muchacha? ¿Qué nombre heroico habría inventado la guerrillera? Cualquiera menos Lulú. Seguro.

Los guerrilleros tienen demasiado con su guerra, su fatiga, su heroísmo, su coraje, su miedo, como para tener sentido del humor. Este es un privilegio de los que ven pasar la vida y la observan con la insólita convicción de que no van a morir al minuto siguiente. ¿Alguien sabe si va a morir al minuto siguiente? Los kamikazes lo sabían. No obstante lo cual sobrevivieron muchos. ¿Cómo puede sobrevivir un piloto suicida? Ese será siempre un misterio para mí. Los japoneses deben tener alguna explicación. Pero el sargento no es un kamikaze. Lloró a su mujer. No quiero que lo maten. Pero simplemente quiere cumplir con su deber. Un rato más tarde llegaría la pregunta.

El camión se había detenido y nos hicieron descender en una casa en medio del campo. Habíamos formado parte sin saberlo de una pequeña caravana. Había dos camiones más. Tres autos y una camioneta. La ametralladora  apuntaba a mis costillas. ¿Cómo te llamás? No hubo respuesta. Los hombres entraban en la casa y descargaban bultos y cajas. Parecían estar mudando el cuartel general. Apenas nos prestaban atención. El sargento me hizo la pregunta a boca de jarro.

-¿Sabe cuál es nuestro deber? -No-, contesté. Me miró sin sorpresa. Había esperado la respuesta tanto como yo temía la pregunta.

-Entonces sea imparcial.

-No pienso ser imparcial. Si puedo voy a evitar que lo maten. Tengo la ventaja de desconocer cuál es mi deber-. Me aparté y me senté en el suelo observando el ir y venir de la gente.

Uno de los guerrilleros, armado con una pistola ametralladora, vino en busca del sargento.

Me levanté. Una voz a mis espaldas susurró: -No hagas tonterías. Solamente le van a sacar el uniforme-. Se escuchaban gritos y voces de mando. No temían que los escucharan. -Vuelva a sentarse. De todas maneras a usted no le importa nada de nada-. Había desprecio y sorna en su voz. La miré atentamente. No había ni desprecio ni sorna. Pena, lástima, rabia, fastidio. No era una observación política. Ni una crítica. Ni un reproche. Solamente la opinión de una mujer frente a un hombre. Era bella. Qué importa la luz y la claridad y el silencio y la sombra. Bella. Triste. La noche, el silencio, una fatiga expectante llena de ruidos, gritos y voces. Bella y triste. El aleteo cálido y extraño de las aves de la noche.

La oscuridad sólo se descubre cuando brilla alguna pequeña luz. El tiempo se descubre en la impaciencia. Lo bueno se adivina entre lo malo. La vida entre la muerte. Sí y no. Nada antes ni después. Cada minuto es el fin de una eternidad y el comienzo de otra.

Solamente que las eternidades tienen principio y fin. Es la eternidad de los hombres.

Principio y fin. No importa adónde se va. Solamente lo que ocurre en el camino. ¿Para qué? ¿Por qué? No hay respuesta. ¿La hay? La vida es siempre hoy.

Me sentí absurdamente alegre. Confiado. Regocijado. ¿Por qué? Allí estaba el juego que conocía.

El juego que había vivido en relación con todas las Marianas que había conocido. Y con las que no había conocido. Conocía la voz, la mirada, la agresividad, el encanto natural, impreciso, espontáneo, involuntario. Todo lo que reduce una amplia, compleja, dura, caótica realidad, a un elemental, profundo eterno, vivo brillo de una mirada al azar. Todo en tan poco. Tan poco en esa inmensidad eterna, vital, lacerante, dulce y abandonada. La alegre tristeza de la comunicación humana. El juego de la vida. La existencia. Existencia. Existir.

Lo demás son meramente actos. Expresiones, formas. También conducta. El buen ferroviario que todas las mañanas a las 4:30 se levanta, viste la ropa azul, toma la linterna y la caja de herramientas, sale de la casa después que su mujer, semidormida, le calentó el café preparado desde la noche anterior. A las 5:17 toma el tren que lo conducirá a la estación donde presta servicio. ¿Qué estoy diciendo? 5:17. Esa exactitud, no en la Argentina. Nuestro gran país donde todavía, gracias a Dios, el tiempo es algo que sirve para que lo perdamos. Lo lamentable es que muy poca gente sabe cómo. Se pierde igual. Es parte del sistema. Pero ocurre que se pierde fingiendo que se está ganando. Aprovechando. Entonces no importa que se aproveche o no. No importa que se pierda o se gane. Ocurre que no se sabe perderlo. Eso es trágico. Los argentinos no hemos aprendido a gozar del ocio. Lo vivimos con culpa y entonces explicamos que esas horas en que nos sorprendieron mirando por la ventana de un café o hablando con amigos en la esquina, estábamos esperando a alguien muy importante que está en el negocio del aluminio o en la quiniela. O en realidad estábamos preparando una declaración sobre el aprovechamiento del talento joven, en relación con la Secretaría de Cultura de la Municipalidad. La vergüenza de  perder tiempo. En realidad, la vergüenza debería consistir en el hecho de no saber gozar de la pérdida de tiempo. Es un problema de conducta. Cuando la conducta es meramente un problema formal y no la consecuencia de una verdadera toma de posición antes la vida. La conducta se da en términos definitivos frente a situaciones límites. Hoy y aquí.

En este rincón abandonado del campo. Cerca y lejos de todo. Entre cajas de municiones. ¿Serán municiones? Hombres, muchachos, chicas que se mueven de un lado para otro con precisión. Eficazmente. Como si hubieran nacido en la guerra, en la lucha, en el juego de matarse cada día o de sobrevivir. ¿Es un juego? ¿O una conducta? Estaba amaneciendo. La luz azulada del alba jamás me pareció alegre. Ese lapso entre la noche y la aparición del sol se me antojó siempre angustioso, frío, enfermante. Con la extraña sensación de poder ser sorprendido. ¿Por quién? ¿Por qué? Seguramente por el día y todo lo que trae a sus espaldas. Empezar todo de nuevo. Afrontar cada minuto, cada mirada, cada pedido y cada rechazo, cada exigencia de la vida cotidiana y fingir que es natural que ocurra porque así es simplemente la vida. Pero en esa mañana no quedaba nada de la noche anterior. No siempre es así. El sueño nos sorprende entre la excitación y la culpa, y al día siguiente proponernos solamente un acto de contrición que no realizamos. Pero con la esperanza de que todo empieza de nuevo. El pasado fue compensado con lo que sufrimos y nos preocupamos.

Ya podemos vivir, pecar, fatigarnos, olvidar o recordar sin que importe realmente.

Estaba tan lejos de mi fin de semana con Mariana. Aquello se me antojaba irreal. Absurdo. Una fantasía. ¿Cuántos mundos vivimos al mismo tiempo? Pero no subjetivos, profundos, individuales, misteriosos, por lo que tiene de misterio y sofisticación la naturaleza humana. No esos mundos. Los muchos formales, objetivos, concretos de cada día. La Argentina, por ejemplo. ¿Cuántas argentinas hay? La que dejé en Buenos Aires antes de iniciar este incierto, apasionante y peligroso week-end. La Argentina de Levington, Federico Pinedo, Lanusse, Frondizi, Balbín. Hasta de Paladino.

Algo así como el juego de las visitas en el que se entretienen los chicos, los fríos sábados de invierno. El desarrollo del juego se conoce antes de empezar. Ya se sabe de qué se trata. Cada uno conoce las reglas y su rol. Solamente no se sabe cuánto dura. Y al lado de ese juego para entretenidos intelectuales hay otra Argentina inmediata, distante, cercana, paralela. La misma, pero otra. Un montón de muchachos y chicas asesinan policías, asaltan bancos, toman puestos militares o los hacen volar. Y nada une una Argentina con la otra. Son dos mundos. Diferentes. Opuestos. Antagónicos. Enemigos. Que se disputan la misma geografía, la misma gente, los mismos valores, la misma tradición, la misma terminología. Hasta los mismos próceres, glorias, y objetivos. Y si es así, es simplemente porque mienten. Todos, unos y otros. Ambos por táctica. Lo curioso es que a nadie le importa. Porque independientemente de lo que diga cada uno de los que forman una u otra Argentina, todos saben de qué se trata. Todo el mundo sabe qué quiere uno u otro y no tiene importancia en realidad si lo que saben, o lo creen saber, es correcto o no, es verdadero o no, es cierto o no. Lo importante es que todo el mundo sabe algo y está seguro de ello, con lo cual la distorsión, la impostura, el absoluto es total, profundo, sin alternativa y unos y otros matan por razones opuestas a las que los destinatarios de la acción consideran motor de esas mismas acciones. Y entonces, qué me importa la policía y la autoridad y los guerrilleros y los héroes y los mártires. Solamente las piernas esbeltas, ágiles y fuertes de quien sin ninguna piedad me apunta con su pistola ametralladora a la cabeza y me dice: «¿Por qué se preocupa por el policía? Al fin de cuentas a usted no le importa nada de nada». Y tiene razón. Y eso me da una gran alegría.

Ni preocupación, ni angustia, ni miedo, ni fatiga. Solamente una gran alegría.

El sargento ha vuelto sin su uniforme, y se sienta en un rincón. Vino acompañado de un guardia, pero al advertir a mi guerrillera en la habitación, aquél se marcha.

El Comandante pasó dos veces acompañado de Manuel. Seguramente, su lugarteniente.

No tuvimos más noticias del comisario Toquero. Esa noche nos enteramos que el grupo había hecho conocer un comunicado que las radios y los noticieros de televisión transmitieron cada diez minutos. El comisario Toquero y el sargento estaban presos en una cárcel del pueblo. De mí no dijeron nada. Le pregunté a mi guardiana sobre la omisión.

-Usted no existe.

La situación era fastidiosa pero razonable. No me sentía gratificado por la opinión de mi guerrillera, pero el hecho es que yo no tenía significación política. Nada justificaba mi cautiverio en manos de los terroristas. Que nadie reclamara por mi desaparición, ni Mariana, ni mis amigos, seguramente informados por ella, me inclinaba a reflexiones negativas sobre la amistad y el amor. Por lo visto no despertaba ninguna consideración en la gente con la cual había tenido trato diario. Lo cierto es que no había producido por ahora algo que fuera particularmente valioso para nadie. En esta vida se recibe normalmente lo que se da. La pregunta siguiente estaba relacionada con la conducta de los guerrilleros hacia alguien que carecía de importancia política, que vivía transitoriamente en un campamento guerrillero sin participar de la mística revolucionaria, que consumía dos comidas diarias sin dar ningún rédito, ni como rehén ni como colaborador, y que distraía a uno de sus miembros para dedicarlo a su vigilancia. La reflexión terminaba en una conclusión poco optimista, si tenía en cuenta la facilidad con que estos muchachos en pocos segundos resolvían terminar con la vida de alguien.

Por una parte concluía en que quería continuar con el juego para saber hasta dónde llegaba, y por otra reflexionaba en la posibilidad de secundar las aspiraciones del sargento. Esta última alternativa era bastante improbable por la organización y eficiencia demostrada por los guerrilleros. Además exigía el condimento de una vocación heroica y la decisión de considerar a esa gente como enemigos.

No podía considerar la primera hipótesis con seriedad. Mucha gente se equivoca a este respecto y yo no estaba dispuesto a cometer el mismo error. Con respecto a la segunda hipótesis mis dudas me llevaban a especular si por el hecho de que no eran mis amigos, realmente eran mis enemigos. Estaba seguro sin embargo, de que eran enemigos de quienes de ninguna manera podían ser mis amigos y eso era algo que nos unía. El enemigo de mi enemigo es mi amigo. Había una tercera razón, arbitraria, subjetiva, sentimental e irresistible. Mi custodia, que no me abandonaba en ningún momento y me observaba siempre, situación que hubiera querido conservar eternamente. Me hubiera sometido a cualquier tortura aunque esta reflexión frívola, dadas las circunstancias dramáticas en que tenía lugar, determinaba una confusión profunda entre lo fundamental y lo accesorio, concepto que podía ser claro para cualquiera.

Después de la comida de esa noche Manuel vino a conversar conmigo. Fue un largo interrogatorio sobre los medios de difusión, diarios, radios y televisoras, pero puso énfasis en indagar sobre la personalidad de algunos periodistas. Le dije que los guerrilleros no tenían enemigos entre los periodistas, lo que tampoco significaba que tuvieran amigos. Los periodistas daban más difusión a la actividad guerrillera, porque era más atractivo que una reunión internacional sobre economía. Con esa información asustaban un poco a las autoridades y a los patrones, enrolados en el bando de la autoridad y contra los guerrilleros. Era una especie de venganza por su condición de asalariados intelectuales. Manuel era un personaje con un particular magnetismo, objetivo, y a la vez apasionado por sus convicciones. Después de varios minutos de conversación se olvidaba su nariz larga y enrojecida, sus ojos miopes, los bigotes exageradamente crecidos y cobraba valor su voz suave, persuasiva, cálida. No fumaba ni bebía y seguramente no tenía un particular interés por las  mujeres, absorbido por la actividad militante. Esas características tomaban sospechoso a cualquiera. En Manuel parecían lógicas, naturales, obvias y quien lo escuchaba, era conducido a la convicción de que no podía ser de otra manera. Era una actitud legítima y necesaria.

El sargento estaba a nuestro lado e intervino en la conversación para afirmar que los periodistas eran sensacionalistas, escandalosos e inmorales. Manuel y mi carcelera me miraban divertidos. Contesté que en la Argentina hay dos clases, dos sectores que son tradicionalmente calumniados sin que eso fuera consecuencia de una actitud crítica objetiva. Se decía que los periodistas eran sensacionalistas y corruptos, como los políticos ladrones e ignorantes. Afirmaciones generalmente injustas y arbitrarias. Era fácil descubrir que al cabo de muchos años de profesión, políticos y periodistas eran unos muertos de hambre.

-Vamos... -dijo el sargento.

-No vamos a ningún lado -dije- nos quedamos aquí. Los políticos y periodistas son básicamente honrados. Es más fácil decir que son corruptos. Pero los que han manejado la política económica del país han sido los doctores en ciencias económicas, que se han autodefinido como apolíticos y tecnócratas. Esos se han robado todo. Sin embargo a nadie se le ocurre decir, los doctores en ciencias económicas son todos ladrones. Es la verdad de los últimos veinticinco años.

-Es una forma de mirar las cosas -dijo Manuel.

-Siempre hay maneras diferentes de mirar las cosas. Pero seguramente esta forma de mirar no le conviene a su militancia. Podría poner en duda la justificación de su existencia.

-No, nada de eso. Nosotros no vivimos con anteojeras. Comprender las cosas no implica necesariamente que deban ser toleradas. Lo que dijo de los políticos puede ser cierto. Creo en realidad que es cierto. Pero eso no los exime de la responsabilidad de lo que ha ocurrido durante los últimos  veinte o treinta años. Puede ser que hayan sido honrados, pero inútiles, y culpables de la frustración, el escepticismo, la incertidumbre.

-Claro, pero tan culpables como los políticos o los periodistas son los profesores universitarios, los dirigentes obreros, los empresarios, los profesionales, los militares y los curas. Es decir, el país, incluidos ustedes.

-Ahora estamos haciendo algo por cambiar las cosas.

-Mucha gente debe estar haciendo algo para cambiar las cosas. Sólo que no se nota. El proceso está atomizado o carece de publicidad.

-¿A usted le interesa cambiar las cosas?- Manuel dejaba traslucir cierto humor en sus preguntas serias.

-No lo sé -Manuel me dio un cigarrillo. Asocié el interrogatorio, porque no era otra cosa, con la sentencia. Tal vez por el cigarrillo. Aspiré una bocanada mientras me daba tiempo para la respuesta. Repetí -No sé. Soy consciente de la arbitrariedad, de la injusticia, de un orden que en realidad es un desorden. Pero esto no ocurre solamente en nuestro país. Es un desorden del mundo. Está en el fondo de la naturaleza humana, que lo expresa en su actividad creadora. En la vida social, en la política, en la vida intelectual. La cosa es más profunda que cambiar unos por otros. Es más grave que modificar un sistema, si alguien sabe en realidad qué significa cambiar un sistema. En la medida en que la alegría de vivir se transforma en un mito exótico, todo lo que ocurre es inocuo. La alegría de estar vivo, de ser capaz de enfrentar la realidad. La idea de un mundo sufriente, dolorido, caótico y melancólico que un grupo de hombres y mujeres sufrientes, doloridos y melancólicos se esfuerzan por cambiar, me resulta francamente insoportable. -Manuel me escuchaba con atención. También la muchacha y el sargento. Fumaba el cigarrillo con la convicción de que recibiría la sentencia. Pero no podía dejar de hablar. De decir lo que pensaba. Era la única manera de ser libre. No había otra.

-¿Sabe qué es el deber?

-¿Para quién?

-El deber es uno solo.

-No entiendo. Para un policía el deber es luchar contra los delincuentes. Y los delincuentes son los que quieren alterar las normas de la sociedad. Para un guerrillero el deber es cambiar esas normas y por eso mata y destruye. Para un periodista el deber es relatar lo que hacen unos y otros. ¿Qué cosa es el deber?

Manuel me miraba sonriendo.

-El deber es hacer lo que uno cree que es el deber. Esto es, ejercitar su responsabilidad. El objetivo de su vida. Descubrir que haciendo lo que debe hacer, su vida adquiere sentido.

-Y para ello se mata o se muere. -Agregué.

-Claro, así están dadas las cosas.

-Esa carnicería me aburre. Prefiero no participar.

-Claro. Pero no puede. Para eso debería estar muerto. Es la única manera de no participar. Mire qué curioso. Hace unos días usted estaba en un restaurante con una linda muchacha. Desde entonces todo ha cambiado. Ha visto varios muertos, un ataque a un patrullero, fue testigo de cómo se hace una movilización militar, y ahora está preso. Digamos, demorado-. Era su nota de humor. -De un mundo ha pasado al otro, abruptamente y también sin interesarle demasiado. Ni aquel ni este. Probablemente menos aquel-. Lo miré sorprendido. -Sí, no finja sorprenderse porque nos va a defraudar. Usted no se asombra por nada. ¿Por qué habría de asombrarse ahora? Por lo menos ahora no se aburre tanto, ¿verdad? Está esperando poder observar qué ocurre, quiere saber cómo termina la cosa. Le faltan todavía muchas respuestas-. Se levantó del cajón donde se había sentado. -Todavía vamos a estar juntos mucho tiempo.

Era una observación optimista. No había sentencia. Norma también estaría con nosotros. Ya que no hay muerte hay que vivir todo lo que se pueda. Manuel se fue y ella lo acompañó hasta la puerta. Los pantalones ajustados eran una invitación a la vida. Me pregunté qué haría con la ametralladora cuando estaba en la cama con un hombre. El sargento me observaba y parecía divertirse.

-Le gusta la chica, ¿no?

-Hasta soy capaz de hacerme guerrillero. En ese caso me voy a preocupar porque no lo maten.

Ella volvió a su puesto de guardia.

-Norma.

-¿Qué quiere?

-Hacerte el amor.

No hubo respuesta. Apartó el cajón en que había estado sentado Manuel hasta un extremo de la habitación. Se sentó a horcajadas sobre él en una actitud que se me ocurrió provocativa.

-A mí no me engaña con sus sofisticaciones. Conozco los tipos así y me dan asco.

Empezábamos a comunicarnos.



 

- VI -

 

Cambiaron las condiciones de mi cautiverio. También las del sargento, que fue encerrado con un guardia permanente. Él no había ocultado su intención de huir. Conmigo fueron más liberales. Seguramente no creían que yo pudiera huir. Tal vez pensaban que me interesaba más ser testigo de lo que podía ocurrir, que volver a mi intrascendente, tonta vida cotidiana. Curiosidad. Tampoco era un enemigo. Enemigo. Así, en términos absolutos y definitivos. Apenas alguien que no pertenecía al grupo. A ese mundo. Como si en realidad perteneciera a alguno. ¿Cuál mundo? Tampoco aquel que había dejado en Mar del Plata, del que había sido arrancado por el Comisario Toquero. No había vuelto a ver al Comisario.

No sabía si seguía herido o estaba muerto. Yo no pertenecía a este mundo del heroísmo y la violencia. Pero de alguna manera tampoco me sentía ajeno. Esto me había ocurrido antes. En Bogotá. El despertar en un mundo absurdo, caótico, milagrero y fetichista.

Mi guía fue una mujer. Lo supe más tarde. Desperté una mañana en un dormitorio extraño. La luz se filtraba por la ventana a través de una pesada cortina roja. La pared que enfrentaba la cama estaba totalmente cubierta por imágenes de santos católicos, fotografías de negros y negras en extraños  ritos vuduistas. Máscaras. Rosarios que terminaban en cruces y cuernos. Olor. Pesado. Agrio. Una cabellera larga y negra colgaba de un falo enorme de madera clavado contra la pared. Parecía el trofeo de un cazador. No cabezas de leones, tigres o ciervos. Un falo. La cazadora estaba a mi lado. Una negra joven en un pijama rojo. La observé atentamente. Empecé a recordar, la noche anterior en un club privado en los alrededores de Bogotá. No sé por qué la muchacha vino sentarse a mi lado. Allí no se come y se bebe mucho. Ron de Caldas. Había descubierto esto en Cali varios días antes. Una muchedumbre en la plaza principal bailaba al son de la música improvisada por campesinos de la sierra que habían bajado a la fiesta de la virgen. Comían fritanga y bebían ron de Caldas. Unos pocos blancos, transitaban entre el color, la música, el ritmo frenético de negros y mulatos. La virgen también bailaba sobre los hombros de cuatro hombres jóvenes. Duró toda la tarde. Naebe y Bogo reemplazaban a San Pablo y San Tadeo. Al caer la noche estábamos todos borrachos. Comenzó la dispersión. Una diáspora doméstica en la plaza de Cali. Podía llegar el Barón Samedi. ¿O tenía aquí otro nombre? El señor de las tumbas, los muertos y los cementerios. Y la procesión marchó hacia el pesebre. Las colinas apenas iluminadas por el rancherío. Cada puerta un prostíbulo. Señor ¿quiere una o dos? Aquí, mis hermanas. La mayor tiene quince. ¿Quiere?

La cazadora se despertó. Me contó lo que yo adivinaba. El destino de un borracho, en la madrugada desconocida de una ciudad extraña. Empedrados ruinosos. Paredes húmedas. Algunos faros en la oscuridad. El traqueteo monótono, casi fantástico de un auto. Igual que en el camión de los terroristas. Solamente que en esta oportunidad estaba consciente. Allá no. La boca seca y agria, consecuencia de la borrachera de la madrugada.

Después ni traqueteo, ni sonidos, ni luz. Solamente un gusto agrio en la boca. Al día siguiente descubrí el dormitorio santuario de la negra en pijama rojo. Fue mi pasaporte a la violencia y al heroísmo. No al mío, claro.

«Son los bandidos de la sierra», me dijo el secretario del Presidente Lleras mientras comíamos en el Club Lagartos. Frente a la ventana, mirábamos las acrobacias de chicas y chicos haciendo esquí acuático en un lago artificial construido por los socios del Club más elegante de Bogotá. «Son bandidos. Delincuentes».

La negra fue el pasaporte a Tolima. Dos días más tarde, en un auto alquilado atravesaba la selva un medio del silencio y un agudo y excitante terror en el corazón. También pensaba que era un estúpido. La negra en ese amanecer absurdo se me antojaba algo lejano y fantasmal. Aquella realidad era la mía, no ésta que llevaba la marca del terror de «Tiro Fijo». Hay gente para la cual la cosa más importante que puede hacer en su vida es sacar la cédula de identidad. En cambio hay gente a la que le pasa de todo. Yo pertenecía a estos últimos. Siempre me pasa de todo. Amar la vida, el amor, el sexo. También el odio.

Pero no mucho. Apenas una pasión destructiva. Transitoria. Efímera. ¿Igual que el amor? Tampoco importa. Hoy como ayer. Un montón de hombres y muchachas jóvenes que se esfuerzan por cambiar el mundo a tiros. ¿Lo cambian? ¿Qué es lo que cambian? Después de todo me trataron bien.

Dos días más tarde, frente al fuego del rancho de la guerrilla de Tiro Fijo, escuché varias historias. Todas iguales. «Yo tenía 12 años. Cuando aquella mañana llegaron los conservadores no dieron tiempo a nada. A mi viejo lo mataron a machetazos. También a mi vieja. Después los ataron con alambre de púa y los colgaron de un árbol cabeza abajo. No del árbol donde yo estaba subido, sino de otro. Yo no podía dejar de mirarle la cara a mi viejo que estaba hacia mi lado. Yo no creía que eso podía suceder. Lo había oído contar muchas veces. Pero esas cosas, uno siempre piensa que le ocurren a otro. Cuando se fueron recorrí el pueblo. Yo, y el viejo Luis, éramos los únicos sobrevivientes. A él lo dejaron por muerto después del machetazo con que le abrieron la cabeza. Pero el viejo tiene la cabeza dura. Al final se murió de indigestión. Reventó. Él fue quien me llevó a otro pueblo donde vivía un hermano de mi viejo. Conté todo. Unos días más  tarde acompañé a los hombres a una vereda conservadora. Yo miraba de afuera. No quedó nadie vivo. Vi muchos colgados cabeza abajo. Entonces pensé: Dios es justo. Fue cuando realmente me hice religioso. Así vamos a seguir peleando. Han pasado quince años y todo sigue igual». ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Cuándo empezó todo? ¿Cómo? ¿Quién disparó el primer tiro? Eso nunca se sabe. ¿Hasta cuándo? Eso tampoco se sabe. ¿De quién es la vida y la muerte?

Diez días más tarde tomaba el desayuno en el departamento de la negra que en realidad era contacto de los guerrilleros. Leía el diario. Un ómnibus de estudiantes conducidos por un profesor, había sido interceptado por los guerrilleros. Mataron a casi todos. A continuación el relato de uno de los sobrevivientes. Cuando los guerrilleros detuvieron el ómnibus, el maestro descendió para explicar que se trataba de estudiantes del Conservatorio Nacional de Música. El que lo interrogaba entendió mal. En lugar de conservatorio entendió conservadores.

Lo mataron a machetazos. A la mayoría de los chicos también. En el Club Lagartos muchachos y muchachas seguramente se disponían en esos momentos a iniciar sus acrobacias en el lago artificial, ¿Y es todo el mismo mundo? Quién sabe. Tal vez se trata de muchos mundos superpuestos. El del Comandante Tiro Fijo. El del Presidente Lleras. El de Manuel y sus guerrilleros. El de Toquero y sus policías. Uno arriba del otro. Superpuestos en una absurda Torre de Babel. ¿Y el mío? ¿Es que yo tenía alguno? ¿Cuál? Se me antojaba que mi vida era un poco vivir de a ratos en mundos prestados.

Igual que ahora, en esta casa perdida en la inmensa, chata, rumorosa y desconocida Pampa argentina. Me autorizan a salir del cuarto donde había compartido el cautiverio con el sargento.

Mis paseos consistieron en caminar alrededor de la casa. No podía acercarme al parque. Los guerrilleros estaban en todas partes. Norma, era el nombre de mi guardiana de las últimas 76 horas, no dejaba de observar  mis movimientos. Me sentía inclinado a suponer que ese exceso de celo superaba sus responsabilidades de militante. Pero fue este juego el que me decidió a huir.

O le hacía el amor, o me marchaba de este campamento, a riesgo de que algún guardia escondido resolviera matarme. Fui estudiando la situación hasta elaborar un plan. Siempre tuve la convicción de que en las circunstancias límites sobreviven no los más heroicos, sino los más inteligentes. Aunque esto tampoco parece cierto.

Sobreviven los más sólidos, simples, torpes, claros. Diáfanos. Transparentes. Quienes no saben qué ocurrió el día de ayer ni qué puede suceder el día de mañana. ¿La clave? A quién le importa. Todo transcurre hoy y aquí y se acaba en el segundo siguiente. ¿Para qué pensar? ¿A quién, en definitiva, le interesa pensar? No, al Sargento. Ni a tiro Fijo. Ellos actúan con una clara y firme convicción de la verdad. Nacen con una verdad sólida e inconmovible, como algunos nacen altos o bajos. Gordos o flacos, rubios o negros. Y es simplemente así. Cada hombre o mujer es de una determinada manera, pero con el tiempo, construye a su alrededor el artificio de una segunda realidad que termina siendo su propia realidad. Algo así como el bombero que se disfraza de bombero. No es que se tornen rectos o violentos o duros o simples. Es que definitivamente lo son, pero además se disfrazan de lo que son, para que nadie tenga la menor duda. Y, lo que es más importante, nos están diciendo que somos diferentes. Tan diferentes. Ellos son los que acabaron con las tonalidades en el mundo. Blanco o negro. Rojo o verde. Azul o amarillo. Nunca anaranjado. Gris oscuro o claro. ¿Dónde está la certeza? ¿Cómo se descubre? ¿Acaso se descubre? No. Simplemente se conoce. Así, desde siempre. Como una vaca debe saber que inexorablemente terminará en el matadero. Si de pronto una vaca muere de vieja es un absurdo. Algo que cambia el orden natural de las cosas. Aunque en la India las vacas se mueren por no poder soportar tanta tolerancia. Eso es nada más que una grotesca anomalía. El día que instalen en la India una cadena de carnicerías las vacas podrán entonces morir en   —88→   paz. Con optimismo. Aun con alegría. Habrán cumplido con su destino. Se habrán realizado, como dicen los locutores de televisión. Así como Mariana cumple su función de hembra, amante, esposa. Algún día lo será en serio. Definitivamente. No se afectaron sus órganos. Menos mal. Tan lejos de este lugar.

Extraño regocijo, haber dejado atrás un mundo, estar en una ajeno y no saber cuál será el destino. Tenía ganas de reír. Una extraña e insólita alegría me hacía tender los brazos hacia el cielo. Enorme, profundo, azul, infinito, estrellado. Lleno de angustiosas reminiscencias infantiles y de melancolías de la adolescencia. Un pájaro enorme brillante y silencioso aleteando sobre el estupor de un mundo que se destruye y se recrea cada día. A lo lejos la fila interminable de faros construía una carretera cavando en la noche llena de rumores. Apenas mil metros me separaban de un auxilio inesperado pero probable. De la salvación. ¿De qué? De la libertad. ¿De qué? De otras cosas, gentes, ademanes, pesares, alegrías, idiotez, vulgaridad, esperanza y deseo. Pero el deseo estaba a mis espaldas. Empuñando una ametralladora. Vigilante, alerta, atenta. Con los pantalones más ajustados, redondos y graciosos que había visto en mi vida. Difícil saber cuál era el rumbo cierto, la expectativa, el dolor. La esperanza.

La alegría y la decepción tienen 360 grados a nuestro alrededor. ¿Adónde volver la cabeza, el instinto, la energía, el deseo, la voluntad? En ese momento recordé que no había cambiado de ropa en varios días. Me sentía sucio. Me picaba la espalda. La casa estaba iluminada, se oían voces y risas. Los guerreros tienen buen humor. Si no fuera por el hecho de que sus armas estaban cargadas con balas verdaderas y que las disparaban con tanto desinterés y precisión, podía uno imaginarse que se trataba de una alegre bandada de jóvenes desocupados.

Me acerqué a la casa. Miré por la ventana y vi a Manuel rodeado de unos diez muchachos y chicas entre las cuales estaba Norma. Sentí un impulso irresistible de participar de la cosa y al mismo tiempo tuve la completa certidumbre de que hubiera sido inútil. Por primera vez me sentí  triste por no participar de algo. Tuve la convicción de que nadie recordaba los cadáveres enterrados dos días antes. Ni los ajenos, ni los de sus camaradas. ¿Para qué recordarlos de todas maneras? Solamente tierra que se esparce al viento. Queda el acto, no la tierra que se mezcla para siempre con otras tierras, viento, pasto, palabras, gritos, miedo, y sudor. Lo que ayer fue parte de la vida y de la muerte, de cada uno de ellos, hoy era solo crónica periodística, ni siquiera recuerdo. Pero eso tenía que ser mentira.

También la risa y el desinterés. Morirse al fin y al cabo, es definitivamente morirse.

Nadie que no sea loco o estúpido quiere morirse, e ignorar que eso significa terminar para siempre. Para siempre. Nunca jamás. Morirse para siempre. No importa la manera. ¿A quién le importa? El resultado es el mismo.

Me senté al lado de la puerta, en el suelo. No podía huir hacia la carretera. Seguramente había guerrilleros escondidos en el parque. Estaban posiblemente locos, pero no al extremo de descuidar su protección. Tal vez el mejor camino era precisamente el opuesto. Rodear la casa y escapar a través del campo. ¿Habría guardias allí? Seguramente, pero tal vez menos.

No soporté más la situación. Me levanté y caminé por la galería esforzándome por advertir algún movimiento en la profunda oscuridad del parque. Las luces de la casa impedían descubrir cualquier objeto a más de cinco metros. Avancé en la oscuridad hasta la parte de atrás de la casa. Allí estaba la celda del sargento. Por un momento pensé una aventura heroica. Reducir al guardia, si lo había, y liberar al sargento. Eso era simplemente un suicidio y de pronto advertí que yo amaba mi superficial y vacía existencia con toda la fuerza de la pasión, la alegría y la tristeza que alguna vez habían puesto en mí y que la vida se había ocupado de amedrentar, torcer, cambiar, ahogar o disimular, por vergüenza o por temor. Me sumergí en la oscuridad del parque y comencé a alejarme de la casa sin apresurar el paso y sin volver la cabeza. Esperaba un grito de advertencia antes de que  hicieran fuego. Seguí caminando hasta que empecé a sentirme mal. Miraba fijamente hacia adelante y tropezaba con las irregularidades del terreno. Terminó el parque que rodeaba la casa y mi marcha continuó descubierta, sobre un pasto ralo y húmedo. Las voces me parecían siempre próximas pero infundían una seguridad que la noche, la oscuridad y el medio se esforzaban por deteriorar. De pronto se hizo un profundo silencio.

No porque hubieran callado en la casa, sino porque estaban lejos. En realidad, en los últimos minutos esos ruidos resonaban solamente en mi cabeza. En mi deseo de que no acabaran nunca para no escuchar otros. El silencio o una voz de alto. Apresuré el paso. Poco después me sorprendí corriendo. Y en ese momento, por primera vez tuve miedo. Un terror profundo, angustioso. Me sentía observado. Como si la noche, y los árboles, y el silencio fueran cómplices de los guerrilleros y no de mi huida. Como si alguien me pidiera cuentas en un solo momento de toda mi vida.

Me detuve de golpe. En el momento tomé conciencia de que, en el caso de que hubieran notado mi huida, la persecución podía iniciarse en cualquier dirección y no me sentía tan desafortunado como para suponer que tomarían el rumbo correcto. Además, mi carrera en la noche, entre charcos y tropezones era más ruidosa que mi marcha normal tratando de evitar los desniveles del terreno. No había luna, avanzaba a tientas esforzando la vista a través de una masa negra, sospechosa, esperanzada, incierta. La marcha de cualquier hombre hacia su destino. Me pesaba el cuerpo, los brazos, las piernas. Después de la carrera veloz, llena de miedo y angustia sentía un cansancio triste. Una profunda sensación de abandono y desesperanza. Un montón de cañas me cerraron el camino. Traté de rodearlo pero era enorme. Tal vez rodearlas era de alguna manera retroceder. No podía hacerlo. Me introduje en el monte. Las cañas me lastimaban los brazos y las manos al tratar de apartarlas. Oía sonidos extraños de pequeños animales huyendo de mi presencia. El intruso. Allí también era un intruso. Empecé a compadecerme.

¿De qué escapaba? No lo sabía con certeza, pero lo que me inclinaba  a la fuga era precisamente el no querer esperar averiguarlo. Si habían notado mi ausencia Norma les diría que no había confiado jamás en mí.

A pesar del dolor de las lastimaduras, del frío, y de mis pies mojados, tuve que ahogar un acceso de risa. En el fondo debe sentirse abandonada, pensé. Terminó el cañaveral y atravesé un alambrado. Encontré un camino de tierra secundario, lo crucé y continué campo traviesa. Traté de adivinar qué harían mis perseguidores. Seguramente estaban recorriendo la carretera. O tal vez buscando en círculo. En ese caso les llevaba mucha ventaja. Les resultaría imposible encontrarme. Me sentí mejor. Hasta alegre. Confiado en que había terminado ese absurdo cautiverio. A lo lejos vi luces, eran muchas para ser una casa aislada. A medida que me acercaba advertí movimiento de gente y de autos. Era un pueblo. Salí del campo y me introduje en un camino de tierra que llevaba al centro del pueblo. A la derecha había un cartel indicando el nombre: Comodoro Py.

Jamás había oído ese nombre. Podía imaginar las pequeñas casas viejas y chatas por la luz que salía de puertas y ventanas. Resultaba insólita la presencia humana en un pequeño pueblito de la pampa bonaerense a esa hora. Miré mi reloj.

Era la una de la mañana. Hacía casi dos horas que caminaba cruzando el campo. Escuché toses y voces. No podía ver a nadie todavía. Sin advertirlo me sorprendí caminando en medio de la calle principal, como un fantasma solitario que buscaba viejos recuerdos en un pueblo abandonado. Tuve la extraña sensación de que era un blanco fácil. Solo, en medio de la calle apenas iluminada por las luces que se filtraban de las casas. El camino hacia una curva en dirección a los ruidos y las voces. Crucé una zanja y me refugié entre dos casas. Esperé varios minutos mientras pensaba que algo insólito estaba ocurriendo en ese lugar y mantenía despiertos a los vecinos.

Cualquiera fuese el promotor del alboroto mi presencia vendría a complicar las cosas. Era demasiado difícil explicar lo que me había ocurrido a un puñado de buena gente, tal vez perturbada por la muerte súbita del intendente, o de la abuela del carpintero si es que alguien había tenido la insólita idea de nombrar intendente en ese pueblo fantasmal e ignorado. De todas maneras pensé que era mejor descubrir primero qué ocurría y no que me descubrieran a mí. Tuve tiempo de ocultarme detrás de un árbol cuando pasó el primer auto. Era un patrullero de la Policía de la Provincia.

Marchaba rápidamente hacia la salida del pueblo seguido de otros patrulleros. Cinco en total. Había caminado casi dos horas en línea recta y la marcha había sido difícil y lenta. La casa de los guerrilleros estaba entonces cerca de las patrullas policiales. Eso me produjo sorpresa y estupor. No porque la policía pudiera estar cerca, sino porque si me descubrían yo volvía a ser el enlace entre ambos bandos. Aparentemente era imposible salir del juego, y yo estaba dispuesto a salir. Pensé retroceder y buscar otro rumbo, otro pueblo quizá. Otra carretera. Sin policías. Sin nadie que me preguntara la historia, ni me exigiera colaborar en el trabajo sucio, desagradable de contarle la historia a un montón de gente, con la cual uno tampoco tiene nada en común.

Cuando me disponía a abandonar mi refugio pasó otro patrullero a gran velocidad. Esperé varios minutos hasta que el ruido del motor del auto se perdió en la noche entre el polvo amarillento, seco, como recuerdo de un tiempo viejo de historias desteñidas y muertes irremediables. El remolino de tierra levantado por el último patrullero terminó con la alegría de mi libertad. Tenía que marcharme de ese lugar, pero también quería saber hasta dónde llegaba la amenaza a los guerrilleros. Caminé hasta volver la curva del camino que a la vez era la calle principal.

A menos de cien metros estaba la pequeña plaza central, al frente un viejo almacén con las puertas abiertas. Entraban y salían policías. Había más de diez patrulleros estacionados frente al almacén y dos carros de asalto cargados de policías con ametralladores y toda clase de armas largas. Llegué a menos de veinte metros del lugar. Contrastaba el silencio de los policías en los carros de asalto, con las risas y los gritos que salían del almacén. Un perro se acercó a olerme. Gruñó, ladró brevemente y semirándome con desconfianza. Desde mi puesto de observación al otro de la plaza presenciaba el ir y venir de los policías. Sentí hambre y sed. Recordé que no había comido nada desde el mediodía. Estaba cansado y aterido. Hambre y sed, pero no estaba dispuesto a entrar al almacén, preguntar por el jefe a cargo de las fuerzas y decirle: Mire, comisario, yo fui secuestrado por los guerrilleros. Pude escaparme. Son unos locos que se ríen y divierten aquí a pocos kilómetros y ya se han olvidado que hace unos días mataron varios policías. También tienen preso y herido al comisario Toquero. Era tan fácil y resultaba imposible. Tuve ganas de orinar. Sentía una puntada aguda en la vejiga. Retrocedí desde mi puesto y me interné por una callejuela oscura y silenciosa. Fue un placer largo, liberador.

Mientras escapaba del cuartel guerrillero me sentía confiado, podía detenerme en cualquier lugar y decir quién era. Encontrar un teléfono y pedir que alguien me buscara, o tal vez presentarme en cualquier comisaría de campo e inventar una historia más o menos convincente. O simplemente tomar un ómnibus en la ruta. Pero ahora frente a esa muchedumbre de policías me sorprendí perdido. Incapaz de relatar la historia verdadera o inventar otra. Mucho menos señalar cuál era la casa de los guerrilleros. Francamente un triste destino. Una voz me habló al oído. Sentí un latigazo helado en la espalda. «¿Usted es de este pueblo?». Forzando la vista en la oscuridad descubrí un viejo parado en el marco de una puerta. Había estado allí todo el tiempo. Por casualidad no había orinado sobre sus piernas. Tardé en responder, me imaginé atrapado por el absurdo, caótico, incomprensible azar. Balbuceé una respuesta que seguramente el viejo no entendió y retrocedí hasta la plaza. No fue necesario tomar ninguna decisión, ni siquiera pensarla. Ya no tenía ganas ni fuerzas para ello, pero de lo que sí estaba seguro era de que no pensaba entrar en ese almacén ni acercarme a ningún policía.

Recorrí nuevamente el camino por donde me había acercado al pueblo. Era difícil en la oscuridad. Tenía que apurarme porque el viejo hablaría de mí a la policía. Salí del camino de acceso al pueblo y me interné en el  campo. A medida que avanzaba fui descubriendo mi loca, absurda, estúpida e incomprensible decisión.

Sin embargo, estuve seguro de muchas cosas. De que encontraría el camino de retorno, que no tenía interés de dar ninguna información a la policía, que me sentía profunda y solitariamente alegre y que debía tener cuidado, si encontraba el camino, porque algunos de los guerrilleros podía pegarme un tiro antes de preguntarme qué hacía por allí. Atravesé el camino y me hundí en el cañaveral. Estaba impaciente por llegar y no me importó el agua, ni las heridas que me producían las cañas, como navajas agazapadas en el silencio activo de una noche de persecución y de búsqueda. No sabía cómo explicar mi conducta, pero resolví pensar en eso más tarde, cuando fuera necesario dar una explicación, si me la pedían. Advertí que después de muchos años de manejar informaciones en mi trabajo de periodista, por primera vez de mi información dependía la vida o la muerte de alguien y no podía ni escribirla ni venderla. No hacía falta. Desde el tiroteo en Mar del Plata había sido sustraído del mundo convencional, donde las cosas se compran y se venden, donde el negocio cotidiano de la supervivencia, por corrupto, injusto o arbitrario que fuera se sometía a regla de juego que eran cubiertas, con un blando manto de comprensión por la indiferencia de la gente. En cambio, había sido precipitado a un mundo donde las reglas del juego se fundaban en valores elaborados en las circunstancias más críticas del hombre. En el preciso borde del precipicio en que anida la muerte, la agonía, el heroísmo y la falta de piedad. Y aquí no había nada para comprar o vender. Tan solo cambiar la vida por la libertad. O la muerte por la libertad.

No podía detenerme a descansar, si lo hacía no sería capaz de incorporarme y continuar la marcha. Recordé mi adolescencia en un colegio interno. Nos vestíamos y desvestíamos veinte veces por orden del celador, hacíamos y deshacíamos las camas. Nos ordenaba cargar el colchón al hombro. Carrera marr, cuerpo a tierra, carrera marr, cuerpo a tierra. Vestirse, desvestirse. Una hora, dos horas, ya no sentía el cansancio, ni la ropa  pegada al cuerpo sudado. Tampoco me importaban ya las órdenes. Empecé a sentirme fuerte, descansado, potente. Mis compañeros se arrastraban. Yo saltaba como un gato. No, como un caballo con el arnés a cuesta.

El celador en medio de nosotros gritaba las órdenes, cada vez con más entusiasmo, furia, violencia, estupidez, impiedad. Fui orientando mi carrera, cada vez más cerca, más cerca, ahora estaba de espaldas a una columna de la galería, corrí con todas mis fuerzas, el sudor me pesaba en los párpados, sentía en la boca un gusto seco y salado.

Me tiré sobre el celador con el colchón avanzado sobre el hombro, su cabeza crujió contra la columna. Todos seguían corriendo. Cuando advirtieron lo que había ocurrido se hizo un silencio cerrado, cargado de acusaciones y estupor. Me miraron reprochándome el ataque, me di cuenta de que estaba solo. Eso ocurriría muchas veces en el futuro. Nadie habló, y si alguien lo hizo, el celador prefirió pensar que fue un accidente. Seguramente sabía la verdad, pero le resultaba imposible soportarla.

Finalmente divisé las luces de la casa. Todo continuaba igual. Cuando atravesaba el jardín sentí el cañón de la pistola en la cabeza. Me dejé conducir hasta el hall principal.

Me miraron como se mira a un condenado a muerte. Norma estaba allí, no había rabia en sus ojos, tampoco resentimiento. Pena, sí. A pesar de mi cansancio creí advertir que me sonreía. Imagino que yo solamente vi esa sonrisa. Manuel bajó las escaleras seguido del Comandante.

-¿Quién lo detuvo? -preguntó.

-Nadie -respondí-. Volví por propia decisión.

-¿Por qué?

-Crucé el campo hasta un pueblo que se llama Comodoro Py. Estaba lleno de patrulleros y camiones con policías. Entonces volví.

Manuel no dejaba de mirarme. Se hizo un extraño silencio.

-¿Alguien lo vio?

-Sí. Un viejo que me preguntó si era del pueblo. Le contesté que no. Que era de una finca de los alrededores.

-¿Ningún policía lo vio?

-No, ninguno.

-¿Cuántos eran?

-Vi salir del pueblo cinco patrulleros. Otros diez estaban en la plaza central frente a un almacén. También había dos carros de asalto llenos de policías.

Silencio. Manuel avanzó un paso, me miró fijamente. Después se volvió a los guerrilleros.

-Que se cambie de ropa.

-Tengo hambre y sed -dije.

-Que coma también-. Volvió a mirarme. Pienso que se reía. Mañana vamos a hablar -dijo. Subió al primer piso con el Comandante que no hizo ningún comentario. Los guerrilleros me rodearon. Me di un baño con agua fría y me puse ropa limpia que me trajo Miguel, un muchachito que no tenía más de 18 años. Bajé al comedor y había un plato y cubiertos. Norma entró con la comida, me sirvió y se sentó al otro lado de la mesa. Yo, ya no tenía muchas ganas de comer. Me miraba en silencio. Estábamos solos, me levanté y fui hasta ella. Me siguió con la mirada. Le levanté la barbilla y la besé en la boca. Suavemente, casi un roce sobre los labios. Ella dejó hacer, no estaba tensa ni sorprendida. Sólo profundamente seria. Volví a mi lugar.

-¿Por qué volviste?

-No me parece razonable que preguntes eso.

-Si yo no estuviera aquí, ¿hubieras vuelto?

-No lo sé.

Sentía el vino tibio quemándome la garganta. De pronto parecía un fin de semana en el campo.

Sin violencia, sin odio, sin guerrilleros, sin policía. Norma me acompañó hasta mi cuarto.

Era una pequeña pieza en la parte de atrás de la casa que seguramente en otra época usaba el personal de servicio. Había una cama de una plaza. Cerré la puerta. Ella me miró y no dijo nada. Abrió la cama y se volvió hacia la puerta.

-No te dejaré ir aunque me mates.

-No tengo mi ametralladora -dijo riendo.

-Aunque la tuvieras.

La abracé y besé lentamente, cada vez con mayor intensidad. Su cuerpo se fue ablandando. Mis manos recorrían su espalda y su trasero redondo y cálido. Lentamente fui desabrochando la blusa, también los pantalones vaqueros. Me besaba con furia ahora, con alegría. Se separó bruscamente.

-Me desvisto yo sola.

Su cuerpo era de una gracia adolescente conmovedora. Cruzó el cuarto y ordenó su ropa en una silla con la gracia de una gacela. Las piernas largas y ágiles. Los senos pequeños y perfectos. La acaricié suavemente, lentamente. Metí mis manos entre sus piernas y acaricié su sexo cada vez más  húmedo y caliente. El movimiento de sus caderas se hizo suave y regular. Dejé de besarla en la boca y continué con los senos, mientras jugaba con su sexo. Continué besando su estómago, el ombligo, la pelvis. Recorrí pliegues y profundidades con meticulosidad, con amor, con una pasión contenida y hasta calculada. Por fin me pidió que la penetrara. Desesperación, angustia, amor, placer, alegría, violencia, ternura.

Tuvo un orgasmo largo, tembloroso. Seguimos con nuestras bocas juntas como vaciándonos mutuamente de pasiones, amores, recuerdos, alegrías, y tristezas.

Esa noche tuve un sueño extraño. Estaba en medio de un campo seco y polvoriento. Había un hombre detrás de cada árbol, armados con fusiles, desganados, fatigados, cansados de ir y venir sin rumbo. Los árboles parecían extraños postes abandonados sin objeto en medio del campo. El sol brillaba intensamente. El cielo amarillo abrumaba a los hombres quietos y cansados. Entonces apareció un ejército que avanzaba a campo descubierto, cada soldado por su cuenta, los uniformes azules brillaban como salidos de la tintorería, los quepis sobre los ojos y los winchester abandonados negligentemente apuntando el piso. Los hombres armados con fusiles, detrás de los árboles, se iban entregando a medida que los soldados los descubrían. No había disparos, solamente silencio. Me descubrí yo también detrás de un árbol y miré a retaguardia. Allí la cosa era aún más absurda. Había un viejo carro de bomberos arrastrado por caballos y los bomberos, desplegados por el campo, encontraban a los guerrilleros escondidos detrás de los árboles y los arrojaban sobre el carro. Duros, inmóviles, aún con sus fusiles en las manos. Pensé que aquello era demasiado. Yo estaba vivo pero no tenía un ejército. Sin embargo, allí en medio del campo ancho, amarillo, brillante a la luz del mediodía, había un ejército disperso ganando batallas sin lucha. Abandoné mi puesto de observación y atravesé el campo entre los bomberos y los soldados sin que me advirtieran. Llegué así a un viejo y pequeño pueblo, busqué la oficina del Jefe del regimiento como si cualquier pueblo tuviera necesariamente regimiento, era pequeña y estaba ocupada   en su mayor parte por un escritorio inclinado, como los que usaban los empleados en las viejas escribanías.

Unas espuelas sobre el escritorio, muchos papeles, el sillón era más alto que el escritorio y cuando me senté descubrí que todo estaba resuelto. Llamé a los oficiales y les dije que me hacía cargo de la unidad. Todos aceptaron la decisión con entusiasmo y sin sorpresa, llegaban más oficiales y al enterarse de la noticia se ponían muy contentos y arrojaban sus sables y espuelas sobre el escritorio y no se caían a pesar de la tabla inclinada.

En un momento estaba rodeado de una muralla de uniformes azules. Una cabeza se asomó por la puerta. Era un antiguo amigo, compañero de colegio. «Qué hacés aquí», preguntó. «Ahora tengo mi regimiento», le contesté. «Bárbaro -dijo- pero ¿a quién defenestraste?». Miré a los oficiales que me rodeaban interrogándolos. «No sé». Ellos me observaron con indiferencia. «Al General San Martín» -respondieron. Y continuó la charla. Mi amigo se dio por satisfecho con la respuesta, hizo un saludo con la mano: «Voy a atender una persona y vuelvo -dijo- así me lo contás todo».



 

- VII -

 

Al despertarme advertí que me dolían todos los músculos. Sin embargo, sentía un cansancio placentero. Norma no está a mi lado. Pero su olor estaba en las sábanas, en mi cuerpo y en la punta de mis dedos. Pasó mucho tiempo antes de que decidiera levantarme. Pensé en la noche anterior. Una evocación fantástica, irreal, de mi travesía por el campo, el encuentro con la policía, en ese pueblo absurdo, desconocido, e ignorado. El viejo tal vez contaría a los vecinos que un desconocido lo había meado en la oscuridad. ¿Un desconocido? ¿Quién? Bueno, un desconocido. ¿Un guerrillero tal vez? ¿Un espía quizá? Puede ser. El viejo lo vio. Lo estarían interrogando en ese momento. ¿Quién era? ¿Cómo? ¿Cómo estaba vestido? ¿Verdaderamente no lo había visto nunca? Entonces están por aquí.

Seguramente todas estas reflexiones habían sido hechas por Manuel o el Comandante. No se oía un ruido ni una voz. ¿Me habrían abandonado en ese lugar? Tal vez estaba solo en la casa. Pudieron abandonarme durante la noche buscando otro refugio. ¿Y Norma? ¿Ella también? Sentí curiosidad. Tuve la certeza de que eso no ocurriría. ¿Por qué? Quién puede saber cuál es el fundamento de las seguridades absolutas, firmes, claras, inequívocas que se engendran curiosamente entre el escepticismo, la falta de lógica y el instinto. Nadie, pero existen. Mi vida está llena de intuiciones, premoniciones  y certezas. Lejos de la razón y la credulidad. Cuando los hechos ocurrían, cuando la realidad se encargaba de demostrar que la premonición había sido un anuncio profundo, claro, certero del futuro sentía el triste regocijo de haber acertado sin entusiasmo. Con calma. Casi con indiferencia y lástima de mí mismo. Tener premoniciones que se cumplen es francamente triste e insoportable. Es la muerte del azar, del accidente y de lo inesperado. Es el fin de la excitación del misterio y de lo desconocido. Yo no era un vidente, pero había llegado a descubrir que más allá de la apariencia y el caos una sutil y profunda coherencia relaciona los hechos y las cosas, las vidas y las actitudes, el pasado y el presente, el día de ayer con el día de mañana. Esa coherencia da un sentido a la vida de la gente. Por eso hay ganadores y perdedores. Por eso hay gente que vive aterrada por la necesidad de sobrevivir. Sometida a la lucha cotidiana por defender o conquistar un lugar entre la muchedumbre, pequeño o grande. El más alto o el más envidiado. Se afanan y se esfuerzan llenos de angustia por el acierto, el poder, la gloria, el pan de cada día, la satisfacción, el sexo, la miseria, y la muerte. Y no hay paz. No. Ni placer. Ni satisfacción. Ni deleite. Deleite, palabra deliciosa, profunda, limpia. Con una inteligencia hecha de sangre, pensamiento, actos, fuerza, alegría.

Millones y millones de hombres y mujeres en el esquema permanente e invariable de cosechar cada día su derecho a la existencia. Pero aparte de estos, además de esta multitud furiosa, empecinada, convencional, triste y sin alternativa están los otros. Aquellos a quienes todo les sale bien. Aquellos que cada día se acercan a un precipicio sometidos a la amenazadora posibilidad de precipitarse en él y sin embargo, una fuerza misteriosa, desconocida, imprevista, los aleja del peligro y los encamina hacia la vida, el placer, el amor, la paz, el deleite. Cuando menos ambicionan algo, más pronto les llega. Cuanto más indiferentes o escépticos son ante el amor, viven más plenamente el amor con placer y alegría. Cuanto menos se interesan por los bienes materiales, la vida se encarga de resolverles de alguna manera sus problemas sin demasiadas ansiedades ni angustias. Y esto no es mágico. Es simplemente así. No hay que repetirlo, puede alertar a los desprevenidos y perturbar el misterio. Pero es así. En un sentido profundo, definitivo, son muy pocas las cosas que pueden hacerse para cambiar el rumbo de la vida. Más aún, creo que nada puede hacerse. Mi abuela decía que algunos nacen con estrella y otros estrellados. Eso es cierto en todo sentido. Y cada día en la Recoleta entran tipos que nacieron estrellados, no obstante los millones que acumularon en bienes materiales que no le dieron ni la paz, ni el éxito, ni la vida, ni el amor, ni el deleite. Esto es así. Es demasiado serio. Cierto. Inapelable.

La luz del sol se filtraba por la persiana cerrada. ¿Cuáles serían los comentarios de mis captores? Lo cierto es que ya no eran mis captores. ¿Camaradas? ¿Qué quiere decir eso?

Estar dispuesto al riesgo. Al sacrificio. A la muerte. ¿Y por qué? ¿Esta es realmente la pregunta? Mentira. La pregunta correcta es la primera. Si uno está dispuesto al riesgo y a la muerte. Es la pregunta vital. Total. Desvergonzada. Profunda. Lo demás se puede adecuar o no. Hay razones. Siempre hay razón para matar a alguien que se aprovecha de las situaciones críticas. Siempre hay un millón de razones para ser revolucionario o para no serlo. Se necesita decisión para matar o para vivir la posibilidad de ser asesinado. Esa es otra cosa. Esa es la cosa definitiva y terminante. Es el valor, o la neurosis, o la seguridad o el amor. También el odio. Que es válido en la medida en que se tenga capacidad para amar u odiar. Pero en la guerra no se mata por odio o por amor, se mata porque tiene que ser así. Al enemigo se lo neutraliza o se lo elimina. Y no hay amor ni odio, ni resentimiento, ni esperanza. Y yo estaba seguro de dos cosas. No quería morir y no tenía ninguna vocación por el asesinato. No era un héroe para quien éstas fueran reflexiones secundarias. Para mí eran las primeras y fundamentales.

Me resistía a levantarme de la cama, como me resistía a introducirme en un mundo en el que debía tomar decisiones. Tenía la curiosa sensación de que todos los que formaban ese grupo estaban allí afuera esperando que yo les comunicara mi decisión, que de acuerdo a mi conducta de la noche anterior sería sin duda la de incorporarme al equipo. Sería una conjetura  equivocada. No había tomado esa decisión y me sentía inclinado a tomar la decisión contraria. Lo cual era bastante difícil. De lo que estaba seguro era de que de una manera u otra frustraría las expectativas de todos.

Norma me sorprendió en medio de estas reflexiones. Entró sin llamar y se sentó al borde de la cama. Comencé a besarla. Me esforcé por desabrochar su camisa. Me rechazó sin demasiada energía. Riendo.

-Por lo visto es lo único que se te ocurre. Manuel te espera. También el Comandante. Quieren hablarte.

Dejé de besarla. Era lo que temía. Esperaban al nuevo camarada. La situación comenzó a preocuparme. Ya no era tema para reflexionar. Era un tema para decidir.

-¿Qué esperan de mí?

-No sé. No me comunican sus proyectos. Solamente cuando tienen que ser discutidos por todos. O cuando dan una orden urgente que no hay tiempo de discutir. -Calló reflexivamente-. ¿Te preocupa?

Me preocupaba. Pero no le contesté. Salí de la cama y me vestí lentamente. Norma me observaba con rostro serio. Era fácil adivinar lo que estaba pensando. Para quien vivía su vida yo no expresaba la idea cabal del héroe. Antes de abandonar el cuarto me besó dulcemente. Era algo así como el cumplimiento del último deseo de un condenado a muerte. En ese estado de ánimo fui a la reunión con Manuel y el Comandante.

Estaban en una habitación en el primer piso. Era en realidad una oficina. Había un escritorio pequeño, una biblioteca, un sofá amplio y varias sillas. Ningún cuadro en las paredes.

El mismo aspecto de lugar de tránsito que tenían las otras habitaciones de la casa que ya conocía. El Comandante estaba sentado frente al escritorio. Manuel miraba por la ventana y se volvió al abrirse la puerta de la  habitación. Me invitó a entrar con una sonrisa. El gesto de simpatía no fue compartido por el Comandante quien permaneció serio y observándome atentamente.

Volvió a la ventana. Estaba pensando cómo empezar el interrogatorio.

Estaba condenado a ser interrogado por unos y otros. El hecho de no tener bando genera la desconfianza de todos. Es difícil aceptarlo. Creerlo. Admitirlo. Como si alguien pudiera permanecer ajeno.

Más allá, en el campo, los patrulleros de la Policía de la Provincia corrían de un lado para otro, entre la polvareda, el silencio, la sospecha, la certeza, el miedo y el aburrimiento. En alguna esquina de cualquier ciudad, un grupo como éste y otro grupo como el que yo había visto la noche anterior, se disponían a matarse por un montón de confusos ideales, deberes y necesidades.

Manuel me miraba con simpatía. Era extraño ese nombre español en esa cara de judío miope, narigón y colorado. Durante una conversación intrascendente, semanas más tarde, me informó que Manuel no era un nombre español, sino judío. Manuel era más lógico en el Café de la Paz o en el viejo café del Temple, con una pila de libros sobre la mesa, llorando su soledad y su desapego fundamental, a algún interlocutor atento, indiferente, interesado.

-Cuente cómo fue todo-. El Comandante habló sin volverse.

Hice el relato evitando toda subjetividad. No expliqué por qué había querido huir, ni por qué decidí volver. Solamente mi larga caminata por el campo, el encuentro con el pueblo y los policías. Después el retorno. El Comandante no interrumpió con ninguna pregunta. Tampoco Manuel.

Fue como relatar una aventura de colegio. Para ellos y para mí había significados diferentes. Yo quería terminar rápido y encontrarme con Norma. Pero sabía que la cosa no podía terminar de esa manera. Para ellos era  la vida o la muerte. Para mí también, pero no me daba cuenta. Apenas lo vivía como una aventura de la que era protagonista ocasional. Testigo involuntario.

El Comandante y Manuel se miraron. Advertí que para ellos era un problema complicado. Yo no era enemigo, ni un miembro del grupo. Si fuera una de las dos cosas todo podía ser más fácil.

-No sabemos qué hacer con usted-. Fue Manuel el que lo dijo, pero yo lo esperaba desde la noche anterior. Sin embargo, no era yo quien los había metido en el problema. Mis únicas decisiones habían sido pasar un fin de semana con Mariana en Mar de Plata y el día anterior no colaborar con la cacería de la policía. A partir de allí un objeto a la deriva, empujado por corrientes contrarias que no controlaba.

Manuel continuó: «Todo lo que usted dijo parece normal. Eso es lo malo. Vivimos en un mundo y en circunstancias que no son normales. Por eso lo normal se nos antoja increíble. Cuando lo encontramos usted estaba con ellos. Dice que lo obligaron, pero usted es inteligente y con recursos. Podría no haber accedido a lo que le pedían. Si lo que contó es cierto o no, no lo sabemos ni tenemos tiempo ni medios para averiguarlo. Por lo menos en este momento. Después escapa y vuelve con una historia que podría inclinarnos a suponer que en realidad usted está de nuestra parte. Pero también podría ser lo contrario. Volvió para ganar tiempo. Mientras tanto la policía nos rodea. Trae refuerzos y nos ataca. O espera que salgamos de aquí para sorprendernos en el camino. De esa manera también le dan una alternativa a usted para que se salve. Es lo normal para nosotros. Usted parece una víctima del destino que vive angustiosamente su porvenir. Y eso se parece más a un folletín. Además está lo de Norma. Ella contó lo que ha pasado y lamento decir que confía en usted. Significa que si usted es un enemigo, tiene además un aliado entre nosotros. Lo que es mucho más grave.»

Calló durante algunos segundos. Se volvió hacia la ventana. Parecía que detrás de esa ventana, bajo el sol, en el campo, alguien por señas, le iba  dictando el razonamiento que me condenaba. Lo único que había a mi favor era que el estilo del relato de Manuel sonaba a falso. Sabía que no tenía que responder. Que no esperaban eso de mí. Ellos tenían que oírse y resolver. Yo simplemente tenía que ser testigo mudo de un proceso del que participaba por ser el principal incriminado.

El razonamiento parecía lógico. Coherente. Eso era precisamente lo que lo tornaba irreal.

Finalmente habló el Comandante. Fumaba muy lentamente un cigarrillo. «Mire -dijo- si vienen a atacarnos aquí, no se salva. Como no habrá alternativa para nosotros, antes de que todo termine, usted estará muerto. En ese caso se salva ante nosotros, porque quiere decir que no es un traidor. O un espía -se corrigió-. Vamos a esperar unos días. Si cuando salimos caemos en alguna emboscada o advertimos que estamos cercados, se probará lo contrario. Tampoco son muchas las alternativas. En ese caso también alguien lo matará.»

El sol entraba de lleno en la habitación y la tornaba alegre. El sol siempre me produjo una extraña sensación vital, de euforia y alegría de vivir. Por eso me deleitaba la idea de hacer el amor en el mar o en la playa y detestaba la sórdida media luz de los moteles. El que la media luz sea el marco adecuado para el amor es un prejuicio pequeño burgués. Cursi. Posiblemente los anuncios de muerte del Comandante me condujeron a estas reflexiones eróticas y vitales.

Este Comandante era un buen hijo de puta. Me condenaba de todas maneras. Creo que no podía tolerar mi falta de ubicación. Si hubiera estado convencido de que era un enemigo me habría tratado con más respeto. Hasta habría demostrado simpatía. Pero era un marginado. El estúpido de afuera que no integra ninguno de los bandos en combate. A ése, ni consideración ni respeto. En realidad no existe. Viene a complicar absurdamente el juego y obliga a repensar el orden de los valores. Y para eso no hay tiempo. Ni ganas. Tomaría todo muy complicado. Estaría preguntándose por qué  razón volví. En el fondo prefería una pelea franca con la policía, alertada por mi delación y no la introducción de un nuevo objeto. El objeto, era yo, que venía a alterar el esquema simple, sólido, coherente, aterrador, de los buenos y los malos.

Ya no me importaba nada. Escapé y volví. Que los policías aparecieran o no era cosa del azar. Y lo imprevisible, lo imponderable, lo irracional, lo incoherente siempre me propuso alternativas. No había por qué suponer que ahora sería diferente.

Mariana seguramente estaba en Buenos Aires. Tan lejos. Los días en Mar del Plata ya eran parte de una fantasía del pasado, elaborada en la soledad, y no un hecho concreto del que me separaban pocas horas y millones de segundos angustiosos, bellos, inesperados. Si no fuera por la violencia, los asesinatos y la huida frenética por el campo de la provincia de Buenos Aires, esto no era más que un week-end desorganizado. Lo único razonable era encontrar nuevamente la forma de huir. Pero esta vez con Norma. A pesar de la condena del Comandante.

Me sentía alegre y confiado. Pensé que nada de lo que había oído era cierto. Ni siquiera ellos lo creían, pero era lo único que podían decir. Aceptar la situación, en los términos en que mi conducta formal los colocaba, era demasiado duro para quienes necesitaban confiar en un sistema de pensamiento en el que un error no conducía simplemente a una reelaboración del concepto, sino a la muerte. Terminante, definitiva y sin enmiendas. Las equivocaciones en la guerra se pagan caro. Y ellos estaban en guerra. Toda la nación estaba en guerra. O más exactamente, dentro de la nación había una guerra. Muchas guerras. Personales, privadas, públicas, nacionales, provinciales y municipales. Guerra contra la estupidez, la cobardía, la insidia, el honor, la dignidad, la personalidad, la pobreza, la riqueza, el poder, el deseo, la vida, la muerte, el desencanto, la esperanza, el futuro y el pasado. Una guerra total, pero no única. Cada uno tiene la suya. Una guerra en que muchos padecen el destino de la muerte y otros padecen el destino de la vida. Morirse físicamente es solamente una probabilidad.  No sé si la peor. Tal vez para mí, sí. Pero más grave que morirse es vivir el asombro de estar muerto. ¿Y ahora qué? Más sol por la ventana. La mirada dura del Comandante. Es su oficio. La mirada miope de Manuel, llorando un mundo que le gustaría cambiar de otra manera. Tal vez. Tal vez a través de ese ejercicio insólito, en un mundo real, violento, de contrastes definitivos entre las alternativas de la vida y la muerte había logrado superar su propia guerra interior entre el placer y el dolor, el deseo y la frustración, la ambición y la simpatía. Pero a mí no me importaba nada de eso. Ese era el problema de Manuel. Ese u otro. Daba lo mismo. El Comandante tendría otro problema. Y Miguel y el comisario Toquero y el sargento, que continuaba encerrado en la parte de atrás de la casa. Y Norma y yo mismo. ¿Y qué? Todos teníamos los propios. Nuestras propias guerras olvidadas o superadas por guerras ajenas o propias también pero más amplias, simples, esquemáticas.

Es más fácil comprender a una Nación, a un país que a un hombre. Cualquiera puede entender a un país. Saber por qué lucha, por qué se somete o se libera. Qué es lo que busca y cómo muere y mata. Pero es muy difícil, es imposible casi, saber por qué un hombre hace todas esas cosas. Y una mujer. Y yo mismo. Varios minutos permanecimos en silencio, después de la afirmación del Comandante. Yo no tenía ganas de decir nada. Curiosamente me sentía obligado a responder algo. Acababa de ser condenado a muerte, pero las normas de cortesía, esa segunda personalidad que nos fabrica el sistema y la convivencia me condicionaba, inclinándome a dar alguna suerte de respuesta que no colocara al Comandante en una situación incómoda. Al fin de cuentas él era el Comandante. Por lo menos allí. Y era allí donde yo estaba y era su prisionero. No podía dejarlo en una situación desairada, sobre todo porque estaba convencido de que había dicho eso por puro formalismo. Lo cual ponía en evidencia de que yo estaba bastante trastornado al adjudicarle esas connotaciones, a una terminante y desagradable condena a muerte, en la que yo era la víctima visible y señalada.

Entonces dije: «Yo no soy uno de ustedes, pero tampoco seré un enemigo».

Estas palabras convencieron al Comandante de que tenía razón. Manuel me miró decepcionado. Esperaba un discurso más completo. La transfiguración después de la marcha sobre la pampa, entre los cañaverales y con la policía pisándome los talones. La vida es, sin duda, una constante invitación a la literatura.

«Eso puede ser cierto o no, pero no correremos riesgos». Fue el Comandante el que se sintió obligado, a hacer el comentario. Yo estaba aburrido. No podía ya relacionar una vida heroica con esa situación ridícula en la cual dos jefes de un movimiento guerrillero perdían el tiempo con la frivolidad de mi retorno, sin entender sencillamente que yo no era un delator y que la cola de Norma podía hacerme volver al mismo infierno. Tan simple que resultaba intolerable para esos guerreros. Me sentí tentado a aventar las preocupaciones del Comandante, así como un momento antes había dicho algo inocuo, pero civilizado, para que no se sintiera mal. Seguíamos nuestra particular línea de pensamiento. Eran diferentes valores. Solos, individuos, náufragos. Sin reparar en el otro. Esa era su ventaja y mi desventaja. Al Comandante o a Manuel no les importaba nada de mí, de mi vida, objetivos, valoraciones, temores o apetencias. En cambio para mí resultaba imposible evitar la curiosidad, el interés, de alguna manera la solidaridad frente a gente que se jugaba la vida y que por eso ya era respetable. Claro, yo no era respetable. Eso me hacía precisamente libre. Tan libre que podía, como un globo, elevarme en el espacio, liviano, y empujado por incontrolables corrientes de aire perderme para siempre. Viva la libertad. Desaparecido, pero no muerto. Como las crónicas periodísticas en las que relatan cómo se hundió una barcaza en el Paraná. Cinco muertos y cuatro desaparecidos. Yo leía atentamente el nombre de los desaparecidos. Habría que visitar sus casas, sus familias, sus mujeres, sus hijos, sus odios y sus amores. De esos cuatro tal vez algunos murieron. Otros aprovecharon el naufragio y nadaron hasta la costa. Desaparecidos, se mezclaron con la gente. ¿De dónde viene? De por allí. Nada sabe del naufragio. Qué oportunidad para empezar una nueva vida. Desaparecido como un globo en el horizonte. Perdido para siempre. Libre. Libre. Desaparecido. Tal vez muerto. Que crean lo que quieran. La vida puede dar  esas oportunidades que recalan siempre en el fondo de nuestras fantasías. ¿Se enteró de lo de la barcaza? ¿Qué barcaza? La del Paraná. No, no sé nada.

Yo también era un globo en el horizonte. Un desaparecido en el Paraná. La gran oportunidad. No podía estar de mal humor ni enojarme por las palabras del Comandante. No me condenó a muerte, solamente a ser un desaparecido. Si me mataban en todo caso sería por azar. Circunstancias que nadie previó. Ni el Comandante, ni la policía, ni yo mismo.

Norma estaba esperando abajo. Le conté lo que había hablado con el Comandante y con Manuel. Ella no lo preguntó. Se lo conté para que supiera a qué atenerse. Para que no cometiera errores, si es que no tomaba partido a favor mío y para que supiera que estaba bajo sospecha. Me escuchó y no hizo comentarios. Me tomó la mano y se la llevó a la boca. Dulcemente. Me miró con alegría, divertida. Estuvimos sentados en las escaleras de acceso a la casa un largo rato sin hablar. Yo pensaba en mi propio destino. Allí. Largo o corto, pero inesperado. Norma pensaba tal vez en su nueva situación de sospechosa. «Se han olvidado de otra alternativa -dijo- que seas realmente un agente del enemigo al que yo seduje e hice cambiar de bando». Los ojos celestes le brillaban alegremente.

Me di cuenta que estaba enamorado. Sometido a esa mujer adolescente cuyo menor movimiento me conmovía. Después de muchos años de fugaces relaciones placenteras pero condicionadas, advertía que estaba dispuesto a adherir a cualquier confesión que me permitiera seguir a su lado. «Ellos no pensaron esa alternativa porque no son inteligentes. Están tan preocupados con la guerra que han olvidado lo que hacen los seres humanos. Además -agregué- no se dan cuenta que soy un juguete en tus manos». Me miró muy seria: «Ahora empiezo a no creerte» -dijo.

No tuve tiempo de hacerme perdonar la broma. En ese momento miré hacia el portón de entrada de la casa, sobre el camino, y advertí que entraba un auto. Era un Torino de la policía. Nos levantamos lentamente. «Vamos adentro -dijo- yo le avisaré al Comandante».



 

- VIII -

 

El auto avanzaba lentamente. La luz roja giraba sobre la capota, bajo el aplastante sol del mediodía. Parecía un insecto demoniaco arrastrándose pesadamente entre el polvo del camino de acceso. Recordé lo que había ocurrido varios días antes, cuando nos aproximábamos a otra casa, con el comisario Toquero, el sargento y Mejía, que rebotó contra el pavimento después de su frustrado heroísmo. Ahora yo era uno de los de la casa. Solamente que no estaba dispuesto a matar a nadie. Tampoco tenía que hacerlo.

Norma me dijo que el Comandante quería que estuviera afuera de todo. Que subiera al primer piso de la casa.

Sentí alivio y fastidio al mismo tiempo. Gente armada tomaba posición ante las ventanas. Sin urgencias, ni corridas. Seguramente como los soldados de una trinchera donde han pasado muchos meses de alertas, angustias y miedos. Con indiferencia. Norma salió a la galería mientras yo subía la escalera. Tuve un instante de vacilación, pero asumí rápida conciencia de que el único que estaba desubicado en esa casa, era yo.

Continué la marcha hasta el primer piso. Nadie quería hablar conmigo. Solamente me sacaron de circulación.

Manuel me indicó que entrara a una habitación, mientras revisaba la carga de un revólver y descendía a la planta baja. Quise hablar pero con un gesto postergó el diálogo, mientras decía: «Después, después».

La habitación que me indicaron tenía las ventanas cerradas y no daba al frente, de manera que no tenía posibilidad de ver qué ocurría con el patrullero. Entonces advertí el silencio.

Había cesado todo rumor de actividad. Como si la casa contuviera la respiración antes de reventar en estampidos por los cuatro costados. Yo no quiero estar afuera. Tampoco quiero la muerte. La vida, sí, la vida.

Recorrí los diez pasos que me separaban de la oficina del Comandante. Estaba vacía. Nuevamente el sol y el silencio. Volví a la habitación. Descubrí que estaba sometido, dispuesto a ser sumiso, obediente, peón en un juego cuyas características ignoraba. Un niño entre adultos más jóvenes. Silencio. Me di cuenta de que si estallaba el tiroteo, antes de que yo tomara una decisión, ya sería tarde para todo.

Norma en la galería, cada uno en su puesto. Todos, menos yo, claro. Sin alternativas. Ni siquiera la de elegir de qué lado caería.

Comencé a bajar las escaleras, cuando me sorprendió el ruido del acelerador del Torino que iniciaba la marcha. Volví al primer piso. Poco después Manuel me dijo que ya podía bajar. «No salga -advirtió- No todavía».

Esperé juiciosamente en la planta baja hasta que Norma entró. Me dijo que todo estaba en orden. Subió las escaleras seguramente para informar a Manuel o al Comandante. En la realidad yo había empezado a dudar sobre quién era el jefe. El Comandante parecía tener la imagen adecuada, pero Manuel tenía el talento.

Salí a la galería. No había rastros del patrullero. Pensé que en realidad se trataba de guerrilleros disfrazados. Hacía calor y ahora me sentía fastidiado  de vivir en esta nebulosa. Guerrilleros, policías, vigilantes y ladrones. Buenos y malos. Yo sentado en la platea viendo la cosa de cerca pero afuera. Me refugié bajo la sombra de los eucaliptos en el jardín. Desde allí podía ver el frente de la casa y el flanco izquierdo. También algunos de los galpones posteriores. Estaba seguro que en la casa había mucha gente, sin embargo no se advertían movimientos. Norma salió a la galería. Seguramente me buscaba. La llamé y vino a recostarse a mi lado. Permanecimos en silencio. Tenía ganas de preguntarle qué había pasado con los patrulleros pero esperaba que ella contara. Así fue.

-Los policías me conocen desde hace muchos años. Este campo es de mi familia. Vinieron a decirme que me cuidara porque andaban terroristas por la zona.

No lo dijo en broma, simplemente me informaba. Ese día empezó mi incorporación al grupo. Manuel y el Comandante me dijeron que debía volver a la ciudad. No precisamente en el rol que había desempeñado durante los últimos años, ni aún con mi nombre.

Debía elegir otro nombre, alquilar un departamento, alejarme de la gente con la cual había estado relacionado hasta ahora e iniciar una nueva vida como contacto de la organización.

El proyecto me pareció vejatorio, porque se me comunicaba sin discusión. Como cosa resuelta. «Muchacho: debés morirte y nacer de nuevo. Pero nacer otro, para nosotros, para la organización, para la causa de la revolución nacional». No podía seguir siendo quien era en realidad porque hubiera tenido que explicar demasiadas cosas a la policía. Mi desaparición, el testimonio de los tiroteos con los patrulleros, mi ausencia durante más de una semana. Seguramente la policía me vigilaría. La forma de evitarlo era aparecer con otra personalidad, en otro lugar de la ciudad, rodeado de otra gente. La propuesta era extraña y atractiva. De pronto advertí que en la vida nos rodeamos de un montón de hechos que a medida que se incorporan a nuestra existencia se toman fundamentales, importantes.

Nos inventamos a lo largo de los años una personalidad, una actitud, un estilo de vida, de pensamiento, de gustos. Significamos algo para la gente que nos rodea, verdadero o no, y nacemos entre las opiniones que la gente tiene con respeto a nosotros. La apariencia de la que somos autores, junto con la gente que nos rodea, aparece como la cosa más fundamental porque nos impone una definición frente al conjunto, y de pronto ante la hipótesis que me planteaban de asumir un nuevo rol, una nueva personalidad, advertía la falta de validez de esas pautas de la personalidad.

La definición es formal, transitoria, y sin importancia, una molécula intrascendente en un mundo enorme, intemporal, en definitiva, una cagada cargada de fatuidad porque nuestra vida es mucho menos importante de lo que presumimos.

La idea me puso de buen humor. Era la oportunidad de librarme de mí mismo. En realidad, no estaba demasiado disgustado conmigo, aunque resultaba bastante fatigante ser siempre la misma persona, sin oportunidad de ser otra. Muchas veces me había preguntado por qué la gente se aguanta tan estoicamente hasta la muerte. Sobre todo si pueden cambiar, cuantas veces quieran. Sólo falta coraje, decisión, o que otros la tomen por uno.

Basta ser secuestrado por unos guerrilleros y a partir de allí es posible cambiar la personalidad. Es el descubrimiento de la libertad que parece consistir en librarse de uno mismo. Ser otro de acuerdo a una libre invención. Gozaba con la idea, me divertía. Me habían estimulado nuevamente el sentido del humor después de tantos días de drama, tragedia, soledad, incomunicación y zozobra. Pero a la diversión se agregó el estupor cuando resolvieron condenarme a asumir este nuevo destino en compañía de Norma. Ella debía ser mi compañera, vivir conmigo, secundarme. ¿En qué, Dios mío? Me resultaba difícil entender por qué el destino había resuelto ser tan generoso conmigo. Si existe alguna justicia universal, que en definitiva nos da tarde o temprano lo que nosotros damos a otros, no me sentía particularmente merecedor de esto. De todas maneras no era una beca. Me daban un trabajo, sin duda diferente a todos los que había tenido hasta el  momento, con los recursos que necesitaré para desempeñarlos. Una especie de salario del miedo. ¿Entiende? Claro que entiendo.

El pasado ha muerto. Soy otro. A partir de aquí ¿y hasta cuándo? ¿Eso tenía realmente importancia? Descubrí con alguna tristeza que nada me unía al pasado. Ni el amor, ni el odio, ni la ambición, ni el temor. Sentía una profunda fatiga por haber vivido como lo hice. No tiene nada que ver con la evaluación de si esa vida había sido buena o mala, alegre o triste. Es que me aburría. Siempre pensé que si me lanzaba en paracaídas en la China, desnudo y sin conocer el idioma, al día siguiente estaría vestido y me entendería con los chinos.

Curiosamente mi mecanismo intelectual asumía la nueva realidad inventando las explicaciones y justificaciones satisfactorias. Me sorprendí descubriendo que a partir del momento en que ellos habían decidido incorporarme al grupo, y yo a asumir esa alternativa, ya no era el de ayer, ni siquiera el de hace un rato. «Será apoyo logístico. También información». decía el Comandante.

¿Cuándo? «Dentro de unos días. Tiene que saber muchas cosas. ¿Pero realmente quiere hacerlo?» Era la primera vez que se me pedía una opinión. Claro, sí. Quiero hacerlo.

Además, ¿qué otra alternativa tengo? «Quedarse aquí sin hacer nada». No puedo estar sin hacer nada como un prisionero, sin serlo en realidad. No me cree conflictos. Una cosa es aceptar algo que nos proponen, y otra tomar la decisión de hacer algo.

Bajamos la escalera. Me sentía temerosamente heroico. Solamente una pregunta amenazaba esta nueva realidad. Pregunta insoportable, estúpida, incómoda, casi inútil.

¿Por qué? Esa era la pregunta. Maldita pregunta.

Creía haber dejado de ser yo, pero no era totalmente así. Me pesaban  muchos años de estéril racionalismo. Siempre tenía que haber alguna causa lógica, coherente, o deliberadamente loca e irracional. Pero para las cosas de la vida, no para los negocios de la muerte como éste en que me embarcaba por decisión de todos. Del azar, de las circunstancias, de los guerrilleros, de Norma, de mis propias limitaciones y falta de apetencias. Una especie de aburrido play-boy de la guerrilla. No era serio, ni gracioso, solamente lamentable. Mas aún sabiendo que en poco tiempo inventaría un montón de razones para estar del lado que me había colocado el destino. Tenía que meditar. ¿Sobre qué? sobre todo. Para esto también tenía una respuesta. Cuando imaginaba que tenía que meditar sabía que la mecánica era diferente a lo que se entiende por una correcta meditación. No tenía que pensar en absoluto en lo que teóricamente debía ser el objeto de meditación. Tenía que hacer cosas vitales, apasionadas, violentas, tenía que hacer el amor, entregarme e ignorarme. Sentir la vida en la punta de los dedos, en la piel, en el estómago, en el sabor agridulce del sexo.

Fatigarme. Sentir que después de eso la muerte es solamente una ficción literaria y dormir, nada de pensar. Meditar no es precisamente pensar, es descubrir el camino sin intentarlo racionalmente. El subconsciente. Debo dormir, porque dormir resuelve los problemas, mi subconsciente trabaja correctamente, con más lucidez que mi conciencia. Solamente dormir y despertar con el problema resuelto.

Me refugié en mi pequeño cuarto, la austera celda del guerrero. Me resultaba difícil tomarme en serio. De pronto parecía irreal, fantasmagórico, absurdo, imaginado, ajeno. Como si hubiera sido transportado a otra dimensión. Una fractura en el tiempo y en el espacio y a otra dimensión. Paralela. Difícil concebir que en el mismo lugar, porque el lugar era el mismo, claro, convivan episodios y personajes en diferentes tiempos. Porque el lugar es uno, aunque si es otro tiempo, ya no es el mismo.

Me entregué a razonamientos estériles mientras esperaba que algún hecho viniera a demostrarme que mi nueva vida era en realidad lo que había estado esperando. No llegó ni el sueño ni la intuición. Llegó Norma,  entonces por primera vez me pregunté quién era. Curiosamente ahora que empezaba la aventura ya nada era una aventura en lo que yo pudiera transitar sin comprometerme, ni ellos eran los protagonistas apenas conocidos de una historia de la que pudiera ser un testigo extraño.

Un intruso, eso era en definitiva. Nos desnudamos. Jamás he visto a nadie sacarse los pantalones y las bombachas con tanta gracia. El cuerpo delgado de Norma tenía las curvas adecuadas en el lugar correcto y eso lo tornaba provocativo, agresivo, violentamente erótico a pesar de ser alta y esbelta. Jamás había sentido una emoción tan intensa como ante ese cuerpo fino, tostado por el sol, amado, dulce, apasionado, deseado. Besé y mordí su espalda suavemente. La nuca. Besé su sexo fresco, dulce, húmedo. Le arrancaba gemidos de placer y me apretaba la cabeza tiernamente con sus piernas. Le introduje mi sexo lentamente. Cadenciosamente. Arrodillado en la cama levanté sus piernas y besé cada uno de los dedos del pie. Introducía mi lengua entre los dedos mientras continuaba el ir y venir suave, intenso, tierno, profundo. El orgasmo llegó entre gemidos y un placer que me cruzó la espalda y la cintura como un rayo.

Había vivido muchos años para que esto fuera así. Había acumulado experiencias y frustraciones, amores y aventuras, placer y dolor. Esos años me permitían ahora hacer feliz a Norma y ser yo mismo tan feliz como jamás me había ocurrido.

Quería saber todo de su vida y al mismo tiempo temía saberlo. Los únicos celos que había sentido hasta ese momento eran celos ordinarios, de cualquier hombre que ingenuamente supone que la mujer que en ese momento lo ama, ha dedicado su vida a esperarlo y para ella no caben otras alternativas. Este principio esencial de la tontería del macho provoca además de hilaridad en las mujeres, un natural sentimiento de superioridad, ternura y condescendencia. En realidad yo había entrado en el monótono juego de ejercitar esos celos, aunque sin demasiado entusiasmo, tal vez como consecuencia del escepticismo. Como una reacción saludable y casi mecánica, preferí ignorar la investigación sobre el pasado de mi pareja de  turno, para no sentirme obligado a expresar celos que se me imponían como una responsabilidad ineludible, a la vez de una profunda e inquieta fatiga.

No era el caso con Norma, y tuve la convicción de que finalmente iba a conocer los celos. No podía soportar simplemente la idea de que otras manos pudieran haber acariciado esa piel suave y cálida, aún cuando lo hubieran hecho con torpeza y sin el arte que estúpidamente me adjudicaba. Norma no había estado esperándome. Bastaba averiguar cómo y con quién y por qué.

La historia surgió como un relato natural, objetivo.

El Comandante era un ex teniente, expulsado del Ejército junto con otros por cuestionar valores fundamentales e indiscutibles de la jerarquía castrense, complicada en la defensa del régimen. El cuestionamiento, que Norma definió como saludable e inteligente, por parte de ese grupo de oficiales, fue sancionado por un consejo de guerra con la baja y destitución de todos. Algunos olvidaron sus arrestos libertarios y se volcaron a la actividad civil. Otros eligieron la política. Unos pocos decidieron poner sus conocimientos militares al servicio de la guerra contra el sistema.

El Comandante era el prometido de Norma desde la infancia.

Sus padres eran amigos y remotamente parientes. Se esperaba el casamiento de ambos como algo natural que estaba en la dinámica de las cosas. El Comandante, que entonces no lo era, sino que acaba de ascender a su grado de teniente, fue el primer hombre en la vida de Norma. Se comprometieron y fijaron fecha para casarse.

Pocos días antes del casamiento Norma habló con sus padres, con los padres de su prometido y con él mismo, para informarles que no se casaría porque no estaba enamorada de quien sería su marido. Todos aceptaron la decisión con pena, pero con resignación.

Los padres de Norma murieron algunos meses después en un accidente de automóvil, precisamente en un camino vecino a ese campo en que me relataba la historia.

Un año más tarde se produjo la expulsión del Ejército del Comandante, quien le confió a Norma sus planes de acción política y guerrillera.

-¿Todavía te ama? fue mi pregunta torpe y pequeña.

-Tal vez -respondió- pero jamás lo demuestra y se lo agradezco.

Se volvió y me besó con ternura. Le expliqué mis celos. Se le inundaron los ojos de lágrimas. «Eres muy tonto en tener celos -dijo-. Ahora he descubierto el amor. La primera vez que hicimos el amor estaba aterrada. Te amo tanto. Es como si de pronto descubriera que soy realmente mujer. Creí que yo era la culpable».

Culpable. No me gusta esa palabra, nunca la culpa es de nadie, es una fea palabra. Silencio. Continuó mirando el techo.

-¿Qué pasa? -pregunté.

-No sé si esto resultará.

-¿Qué es esto?

-El proyecto del Comandante. De enviarnos a la ciudad. Juntos. Hacer espionaje, no es fácil. Es posiblemente lo más peligroso. Se dependen de muchas cosas. De los vecinos, de los policías del barrio, de las patrullas, del ejército. Es el azar. No se trata solamente de ser hábil, astuto, o inteligente. El azar.

-Habrá que instalarse en algún lugar alejado de donde he vivido. Eso no es difícil. No tengo barrio, en realidad. Me he mudado muchas veces. Tal vez no se trata de alejarse del lugar donde uno ha vivido, sino de los  sitios que ha frecuentado con amigos, por trabajo. Eso, allí no hay que volver más.

-No es fácil.

-Yo no he visto los diarios. Pero escuché noticiosos radiales. En ningún momento se me citó. La gente que pueda conocer esta aventura, por lo menos en sus momentos iniciales, lo sabrá por Mariana. Tiene real pasión por inventar historias y en este caso tiene un buen punto de partida. También la Policía. Ellos lo saben. ¿Por qué no me habrán mencionado nunca?

-Porque no saben si sos una víctima o en realidad pasaste a la clandestinidad. En cuanto a la tal Mariana, ¿qué tenía que ver con vos?

Esas preguntas que no tienen respuestas. Por lo menos respuesta fácil. ¿Cómo se explica un amor pasado? Terminado. Porque lo curioso del amor cuando acaba es que parece no haber existido nunca. Por lo menos así lo sentimos. El tiempo es despiadado, inconsecuente. No se puede recordar el amor, como tampoco se puede recordar el dolor físico o el placer. Se reelabora. Lo recreamos con la inteligencia y con la imaginación, pero no tenemos un recuerdo vivo, intenso. Ni siquiera un sabor. Tal vez un sabor. Un olor de manzanas en una tarde de verano. Eso puede ser el recuerdo del amor, del placer. El olor húmedo del pasto recién cortado. Tal vez se recuerdan las consecuencias del amor, los hechos, nunca el amor. ¿Qué se puede decir de alguien con quien pasamos largas noches amándonos? Sólo es posible hablar de las frustraciones, de las cosas que no fueron en realidad, o la anécdota que se evoca vívidamente.

Sentía el olor intenso de la uva rancia. Mi vecina era rubia y bella. Yo tenía no más de ocho años y ella era mayor. Es difícil recordarlo ahora que ha pasado tanto tiempo. Yo era un héroe en potencia. En el fondo de su casa había unos grandes canastos que se utilizaban para recolectar la uva. Estaban limpios y secos bajo el sol intenso del verano. Mi vecina y yo nos  metimos en uno de esos cajones e inventé una historia. Era un aviador que aterrizaba en un desierto y la salvaba de la soledad y de la muerte. Ella se aburrió del juego y mirándome de manera extraña se sacó la bombacha. Me dijo que me sacara los pantalones. Al principio me negué porque ése era un juego desconocido, extraño. Aterrorizador. Finalmente lo hice sin ninguna gana y protestando. Ella me señaló mi pijita y mostrándome un sexo peladito y rosado me dijo: -Tenés que poner eso aquí. Dios mío, tenía ocho años. No pude soportarlo. Este juego no me gusta, le dije, no tiene argumento. Me puse mis pantalones y me fui.

Algo extraño me había sucedido. Al mediodía fui al colegio. Cuando volví, mi madre no me dio tiempo a nada. Me llamó y me dio una bofetada.

Sinvergüenza, qué te has creído, la pobre Susana, me contó todo, degenerado, ¿dónde has aprendido esas cosas? Inútil explicar cómo había sido el juego y quién lo había propuesto. Inútil explicar, inútil todo.

Fue una buena experiencia. Los recuerdos del amor.

-¿Qué tenías que ver con Mariana?

-¿Cómo explicarlo? imposible. Bueno, tuvimos algo que ver pero ya no más. Lo de Mar del Plata fue algo inexplicable, seguramente ni yo ni ella sabemos exactamente por qué vinimos juntos. Cosas de la vida. Era una explicación tonta, también había sido una pregunta tonta.

No hablemos de los hechos del pasado, no recordemos nada.

Es una curiosidad morbosa, inútil, enferma. Eso no es el amor, el amor siempre es de ahora en adelante. Nunca hacia atrás. Lo que ocurre es que cuando se nace en un mundo podrido, equívoco, sin sentido, la familia carece de sentido, la relación humana también. El amor es enfermo y tratamos de destruirlo de cualquier manera porque no nos permitimos amar, gozar, ser felices, el deleite. O tal vez esa es la naturaleza del mundo. Esa es su única, posible, tangible, auténtica realidad. No hay otra.

Es un mundo inmaduro, como el hombre es inmaduro. Cuando madura se muere. Es un aprendizaje. Duro, despiadado. Es difícil saber vivir y cuando lo logramos, nos meten de cabeza en el cementerio. Debe ser en ese momento cuando alguien nos cuenta al oído cómo son las reglas auténticas del juego. Una broma definitiva cuando no hay retorno. Me parece escuchar la voz en el oído. ¿De quién será? No sé, no importa, así es la cosa, pero ya no tenés tiempo. Hay que tratar de adivinarlo antes de que llegue. Eso es la experiencia. Adivinarlo, y sólo eso. Sí, sólo eso, qué carajo.



 

- IX -

 

Mi madre me vestía de manera ridícula. Así lo vivía yo por lo menos. Saco de terciopelo verde, medias blancas hasta la rodilla, una corbata de lazo y pantalones cortos haciendo juego con el saco. Nadie se vestía de esa manera. Tal vez alguna borrosa figura en esas viejas fotografías de familia. A los diez años y en un pueblo de provincia, de costumbres sencillas, era una absurda flor exótica que provocaba burlas declaradas, miradas cargadas de humor y una franca admiración, según supe más tarde, por parte de alguna muchachita romántica, cursi y soñadora, intoxicada de literatura al estilo de Corín Tellado. Pero lo peor es que era negro. Un negro disfrazado de señorito europeo. Porque esa era la pretensión. Cada fin de semana me ponía ese uniforme y muerto de vergüenza salía de mi casa a afrontar el mundo. Claro, que también odiaba a mi madre. Mi padre ni se daba cuenta. Caminaba en dirección de la plaza central del pueblo, pero en la esquina debía tropezar con el enemigo. Cada sábado, aproximadamente a las cinco de la tarde, cumplía la rutina del miedo, la vergüenza y el excitante sabor de la cobardía. El chico empleado en el almacén de la esquina salía a mirarme, lanzaba unas carcajadas, me decía: «Qué tal, putito» y fingía arreglar la bicicleta de reparto moviéndola bruscamente sobre la vereda. Se esforzaba en ensuciarme. El sábado era entonces mi día de terror. El chico  del almacén era grande y fuerte. No tendría más de trece años pero yo lo veía como un gigante. Dueño de su destino y de su libertad, capaz de destruirme si realmente se lo proponía. La cara colorada y llena de granos entre los cuales salían algunos pelos largos sin afeitar, era la imagen más innoble de ser humano que yo había visto hasta ese momento. Después, mis experiencias fueron más ricas en esa materia. Lo cierto es que la presencia del chico del almacén llegó a obsesionarme. Tenía miedo. Miedo de la humillación, miedo físico, porque estaba seguro de que podía hacerme pedazos y más miedo, aún, por mi cobardía y mi silencio. En realidad, era tan cobarde ante esa muestra de brutalidad que ni siquiera tenía el valor de contarle a nadie mi drama, ni a Uriel, mi mejor amigo de esa época ni a mis padres. Pero lo grave era que tampoco podía hacer un rodeo para evitar la esquina fatal. Eso me habría parecido una humillación peor que la clara conciencia de mi terror. Vivía convencido que el chico del almacén pasaba su vida esperando que yo apareciera en la esquina para vejarme con sus insultos, risas y agresiones. Me armaba de todo el valor posible para superar el trance y aún cuando no lo encontrara, tenía la convicción de que desde algún lugar desconocido para mí, me miraba con su cara colorada, brutal, francamente asquerosa y se reía de mi ropa ridícula, de mi cobardía, de mi manera de caminar porque las piernas se me trababan y tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para continuar mi rumbo. Cuando me alejaba de ese lugar maldito sentía una profunda fatiga, un dolor agudo apenas olvidado, unos profundos deseos de llorar y comenzaba a elaborar violentas fantasías de destrucción, de odio, muerte y sadismo sin clemencia donde la víctima era el chico del almacén, con la cara colorada ahora cubierta de sangre por mis golpes. Revolcándose en el suelo como un perro atropellado por un auto, gritando de dolor e impotencia. No habría piedad para él. Así descubrí que tampoco había piedad para mí. Que siempre sería igual, la vergüenza, la humillación y el miedo, esperando en esa esquina aciaga del almacén. Un sábado mi madre me hizo vestir con mi ridículo uniforme de fin de semana porque tenía que ir a una fiesta de cumpleaños. Desde el momento en que me puse las medias blancas, comenzó el martirologio que me conduciría inevitablemente a la esquina donde me acechaba  la violencia, la vergüenza y el miedo. Me vestí lentamente, tal vez con el mismo resignado fatalismo con que un guerrero del medioevo se armaba para un torneo a muerte en que debía afrontar el juicio de Dios.

No había ni siquiera piedad para mí mismo. Pensé en mi madre, odiándola por no entender nada. Imaginaba la cara colorada, llena de granos y pústulas, los ojos vidriosos, asquerosos, lagrimeantes, llenos de risa y ferocidad acechándome en la esquina. Mi destino cruel y esta falta de valor que arrastraba melancólicamente ante la adversidad. Salí de casa sin fuerza, ya casi sin odio, sin atreverme a fantasear sobre mis deseos de venganza, porque tenía la convicción de que la venganza es algo que se ejercita de manera personal y yo simplemente no era capaz de ejecutarla. Caminé hasta la esquina buscando con la vista, ansiosamente. Allí estaba como un tigre agazapado. Fingía arreglar la cadena de la bicicleta, pero, en realidad, me esperaba. No volvió la cabeza hasta que yo llegué a su lado. Pasé lentamente y escuché su risa vulgar, desagradable, como un grito roto y cortajeado que se clavaba en mi espalda. Me apretaba los pulmones, me vaciaba el estómago y hacía temblar mis piernas flacas metidas en las medias blancas, impecables. Entonces comprendí la muerte, la violencia, el homicidio. No sé si escuché su risa o creí que la escuchaba. El hecho era lo mismo. Me volví como una culebra a la que le han pisado la cola, me lancé como un gato furioso sobre el chico del almacén, a quien apenas veía, cegado por la violencia, la furia, el miedo. Me temblaba el cuerpo y la sangre me ahogaba, golpeándome la garganta y rebotando en mi cabeza, que sólo pensaba en destruir para siempre, aniquilar, matar, vejar, triturar, moler y pisar. Eso es todo lo que hice. Un chorro de sangre saltó de los labios gruesos y babosos del chico del almacén. Sus ojos quedaron entrecerrados y enrojecidos. Sorprendido por el ataque, trastabilló y cayó hacia atrás. Lancé patadas por todos lados. Contra la cabeza, el pecho, la espalda. Quería matarlo. Destruirlo para siempre. Que no existiera más. Limpiar la esquina maldita de la vergüenza. Cuando trató de levantarse, le di una patada en pleno rostro y entonces, descubrí su cara de sorpresa, de horror, de innoble cobardía, casi estúpida, bestial, llena de granos y pelos y marcas  y ahora cubierta de sangre, de miedo, de desesperación. Arrastrándose, trató de alejarse. Trastabilló y me lancé sobre él, cuando dos fuertes brazos prácticamente me levantaron y quedé ridículamente pataleando en el aire. Yo gritaba como un loco. Hijo de puta, cobarde, miserable. Te vas a reír ahora en la concha de tu madre.

Calmate, chico. Calmate. Eran los brazos que me apresaban mientras continuaba los gritos contra el chico del almacén, convertido ahora en un bicho encamado que se arrastraba muerto de terror hasta la puerta del almacén. Los brazos eran del almacenero.

Tenés razón, pibe. Se reía de vos. Entonces era cierto. No era fantasía. No lo había inventado. Cuando vuelva por esta esquina, escondete, hijo de puta. Andá a tu casa y lavate, pibe. Estás todo sucio. Qué me importa. Lo mato a este hijo de la concha puta de su madre.

Entonces advertí que no estaba solo... Que el chico del almacén había desaparecido, pero buena parte del barrio estaba en la calle. El viejo escribano vecino de mi casa, la mujer del almacenero, las chicas del doctor Galíndez que me miraban con espanto y admiración. El diariero que me decía: te acompaño hasta tu casa, pibe. Lo fajaste, ¡he! Ese no jode más.

Estás todo sucio. Tenía la camisa llena de sangre. También los pantalones. Alguien había puesto en mi bolsillo la corbata. Sentí una profunda serenidad. Placer. Una sensación que sólo volví a descubrir cuando hice el amor por primera vez, años más tarde, en la pieza de la sirvienta de la casa de los Galíndez con la mayor de las chicas. Una catarata de violencia y placer y dolor. Explosiones y gritos. La lluvia furiosa como un mar que rompe la tierra y la desmenuza y la posee. El olor de la tierra húmeda y del pasto recién cortado en una fría mañana de primavera. El placer y el dolor, la alegría salvaje del amor y del sexo.

Mi madre, casi se desmaya. ¿Qué te han hecho? Nada. No me han hecho nada.

Comencé a desvestirme. Sabés, mamá, esta es la última vez que me pongo esta ropa de maricón. Mi madre no entendía nada. ¿Realmente, no entendía? Creo que siempre pretendió no entender lo que no quería.

Fui a la fiesta de cumpleaños. Nadie sabía nada. Nadie me hizo ningún comentario. Entonces me sentí bien. Saboreando mi triunfo y mi placer en plena soledad. Sabiendo algo que los demás ignoraban. Sabiendo lo que podía hacer. Era capaz de enfrentar el mundo. No pude quedarme en la fiesta, caminé por las calles del pueblo hasta muy tarde. No podía recordar con precisión la pelea. Todo era muy confuso. Mi madre dijo que me había peleado como un chico cualquiera. Menos mal, ahora podía ser un chico cualquiera.

Esa misma sensación del peligro agazapado en la esquina. Acechando. La ansiedad frente a un enemigo invisible, desconocido, presente, concreto, inmaterial, inidentificable.

Ahora revivía ese episodio. Mi vida en el departamento que alquilamos en Begrano R. era cálida, placentera, alegre. No parecía un trabajo. Tal vez una orgía erótica. Pero no solamente eso porque además estábamos enamorados. Al principio la fantasía de dormir con ella, no solamente acostarme para hacer el amor. Dormir con ella, sentirla durante la noche.

Amanecer con su cuerpo cálido y suave a mi lado, me conmovía como una espera ansiosa, torturante. Los días y las noches me probaron que todo continuaba, que no era solamente una fantasía.

Cada noche estaría a mí lado para amarme y acompañarme, para dejarse amar y besar y morderle la nuca y hacer el amor y después dormir abrazados. Para siempre. Despertaba en medio de la noche y la acariciaba suavemente, reconociéndola. Descubría cada centímetro de su piel que no conocía o redescubriendo lo que había acariciado y besado y mordido mil veces. Esas noches pensaba que la vida era extraña, insólita, imprevisible y además buena y generosa.

Había obtenido lo que buscaba, lo que había perseguido tropezando, corriendo, esperando, buscando silenciosamente a través de calles desamparadas, ajenas, desconocidas. Un largo camino para llegar a la meta. Miles y miles de pequeñas, intranscendentes, importantes, oscuras decisiones para que en la lógica profunda de la existencia se fueran encadenando los acontecimientos que me condujeron hasta esta cama, en este momento, con la persona justa, donde cada acto, movimiento, ternura, pasión, fuera el resultado de muchas acciones que parecían inútiles, muchas veces inconscientes, y sólo ahora cobraban sentido.

Norma era feliz. Descubría cada día la vida que había soslayado entre una adolescencia frívola, formal, intrascendente y la doctrina revolucionaria. Una reacción al pasado y una nueva expectativa al futuro. Ahora hacia una nueva experiencia. El aprendizaje de la vida. Para ella también la vida adquirió un nuevo sentido, al margen de la educación, de la doctrina revolucionaria y de la acción. Su vida adquirió un sentido vital, profundo, que imaginaba como trascendente.

Adentro del departamento estaba la seguridad, la confianza, el amor, la alegría. Fuera del departamento el temor, la ansiedad, lo inesperado. El enemigo.

Cuando salía a cumplir una misión, vivía la misma sensación que me generaba la presencia del chico del almacén muchos años antes. Solamente que ya no era la burla o el desprecio sino la posibilidad de la violencia o la muerte.

Habíamos contado en el barrio una historia de fantasía, igual que la de miles de jóvenes parejas en cualquier lugar de la ciudad.

A los pocos días de instalarnos ocurrió un hecho insólito. En realidad fue un descubrimiento que me enlazó con el pasado trayendo reminiscencias inocentes y placenteras. A pocas cuadras del departamento había una fiambrería. Reconocí a la dueña que atendía la caja.

Fue como retroceder quince años a un pequeño restaurante en la calle 25 de Mayo que fue demolido. Sobre la estrecha puerta de entrada oscilaba un cartel que decía: Thiky, ese era el nombre. Abajo, una inscripción en letras góticas: jamón de Praga. Era un restaurante pequeño, para obreros del puerto, vendedores ambulantes y prostitutas. Lo descubrí por hambre. Hacía dos días que no comía y tres que dormía en el poco hospitalario taller de una amiga escultora. Su colaboración con mi indigencia consistía en proporcionar el techo, delantales de sus alumnas sobre los cuales dormía y una taza de café de vez en cuando.

Nada de comida. En realidad, tampoco la tenía y superaba su propia indigencia comiendo en las casas de sus alumnas. Un impulso irresistible, el del hambre, me hizo entrar a Thiky. Me senté en el extremo de una larga mesa donde comían varios marineros extranjeros. Tomaban cerveza y tragaban con entusiasmo y violencia unas extrañas tiras como fideos que navegaban en una salsa oscura. Hasta ese momento el hambre era una presencia viva y triste. A partir de ese olor delicioso se convirtió en desesperación. Un mozo vino a atenderme, se llamaba Boia y me tradujo el nombre de los platos borroneados en una lista húmeda y grasosa. Comí con una pasión que jamás había sentido frente a un plato de comida. Los extraños fideos en la salsa negruzca eran en realidad tiras de hígado y la salsa un misterio que jamás pude esclarecer, a pesar de que volví a Thiky muchas veces. Boia es unos de mis personajes inolvidables. Como ese primer día no pude pagarle, ni tampoco el segundo, ni durante varias semanas, nos hicimos amigos. Me contó la historia de su vida. Su mujer era muy enferma, paralítica y estaba atendida por una enfermera desde hacía diez años. Boia había llegado de Checoslovaquia como marinero en un barco de carga. Se quedó, como luchador profesional para competir en el Luna Park. Su carrera como luchador no tuvo éxito, pero no quiso retornar a su país y a la guerra. Se casó con esta mujer que ahora se extinguía silenciosa y resignadamente en una silla de ruedas. Un día Boia no vino a trabajar. Faltó una semana, hasta que finalmente volví a encontrarlo.

Estaba triste. Quizá no exactamente triste. Estupefacto. Asombrado.

Me contó la historia. Su mujer murió tal como se esperaba. Antes de morir llamó a su marido en presencia de la enfermera, y los bendijo. Ella había visto cómo durante los últimos años la enfermera había cuidado de Boia con cariño y dedicación. Había descubierto que era una buena mujer y se sentiría muy feliz si después de su muerte se casaban. Boia y la enfermera. Dos días después murió. Feliz porque había dejado todo arreglado. Y entonces -pregunté-. «Entonces no sé qué hacer». Discutimos el asunto y me esforcé por convencerlo de que se casara con la enfermera. No me costó demasiado. Yo fui su padrino de bodas y un año más tarde padrino de su hija. Después la vida me llevó fuera del país y nunca volví a ver a Boia. Cuando retorné a Buenos Aires, Thiky había sido demolido. La mujer que ahora atendía la fiambrería del Belgrano R. era la mujer del dueño de Thiky, en aquella época bella y joven. «Una puta» decía Boia y cuando pasaba entre las mesas del restaurante moviendo sus caderas, el cocinero, un pelirrojo gordo de cejas enormes salía de su pequeña cocina de barco y la imitaba ridículamente moviendo también las caderas aparatosamente, mientras el restaurante estallaba en carcajadas. Ahora se le notaban los quince años transcurridos. Reprimí el deseo de preguntar por Boia. Ella me miró con curiosidad. Me fui sin comprar nada.

Manuel nos visitó pocos días más tarde y le relaté el episodio. Lo analizamos desde todos los puntos de vista. La cosa no tenía importancia. Ella nunca había sabido mi nombre y había visto demasiada gente en su negocio como para que pudiera ocasionar algún problema. Solamente un rostro sobre el cual también habían pasado quince años, que miraba desde el pasado. Como un olor que nos trae reminiscencias indefinibles. Nada más que eso. Y tanto para mí.

Cuatro meses más tarde la luna de miel en que vivíamos se cortó bruscamente. Manuel llegó con novedades. Había un plan del Comandante del que nosotros debíamos participar. Se había discutido mucho si yo estaba en condiciones de ser parte del plan. Finalmente el Comandante y Manuel asumieron la responsabilidad ante los otros.

Yo sería de la partida. Todavía no sabía si debía sentirme agradecido. El plan tenía como objetivo el asesinato de un funcionario importante. Tal vez, el presidente.

Lo dijo como si se tratara de un hecho intrascendente. Vamos a ir al cine de trasnoche. Apenas algo inusual. El asesinato del presidente, tal vez. Como el cuento de los dos amigos. ¿Hay alguna novedad? No, solamente que hay una vaca muerta en la bañadera. Todo intrascendente, una fantasía. Silencio. Nadie dijo nada. Nadie era Norma, yo, el mismo Manuel que nos miraba atentamente. Esperaba seguramente nuestra reacción. Un comentario. ¿Comentario? ¿cómo se puede comentar algo así? Manuel no esperaba nada. Solamente que asimiláramos la cosa.

«Les estoy informando algo ya resuelto. Pero pueden hacer las preguntas que quieran». Cómo empezar las preguntas. ¿Por dónde? A De Gaulle le hicieron más de diez atentados. Se salvó por casualidad. Si bien nosotros no éramos la O.A.S., tampoco la policía tenía un deuxième bureau. Apuntar a la cabeza. Esa era la teoría de cada revolucionario de café. Y ahora, ellos pensaban concretarla. Ellos. Nosotros. Me imaginaba tan ajeno a esa alternativa.

El espionaje era parte de la guerra, pero no era la guerra. Al menos no en la forma en que lo habíamos hecho con Norma. ¿Cuál sería mi rol en este operativo? pero antes que eso, para qué era el operativo. ¿Por qué? La aventura me había lanzado de alguna manera a la clandestinidad y a la colaboración con la guerrilla. También Norma. Esa era la verdad. Pero todo lo que había visto y sabido en estos meses me obligaban a reflexionar, ya no como alguien de afuera que contempla el espectáculo, sino como un protagonista más que en lugar de tener escrito el guión lo va escribiendo cada día. ¿Qué distancia había entre el terrorismo y la revolución? ¿qué buscábamos nosotros? ¿Cuál de las dos alternativas? ¿son diferentes? ¿opuestas? ¿o una no podía desarrollarse ni triunfar sin la otra?

Difícilmente pueda haber una revolución sin terrorismo. Pero sin embargo puede haber terrorismo sin revolución. Al final sirve lo mismo, había escuchado muchas veces. ¿Pero realmente sirve? El ejército en Uruguay cuestiona ahora la conducta, la moral y la política de la reacción. Pero, ¿eso hubiera sido posible sin diez años de guerra de los Tupamaros?

¿Podría la derecha chilena aceptar aún a regañadientes el proceso político encabezado por Allende, si no estuviera el MIR empujando desde la extrema izquierda de la revolución? ¿Hubiera habido revolución militar, populista y nacionalista en Perú si no hubiera sido por las guerrillas de De la Puente Uceda que aún derrotadas señalaron un camino?

Quién puede responder estas preguntas. ¿Quién puede explicar o demostrar que no son afirmaciones sino solamente preguntas? Nadie. Ni Manuel. Ni yo. Ni Norma. Ni el Comandante. Ni cada uno de los que intervendrían en este operativo que seguramente se hacían las mismas reflexiones. Pero había además otras preguntas. ¿Por qué yo? ¿Y por qué no? Nadie podía tampoco responder a esto. Yo no tenía ningún espíritu de sacrificio.

Ninguno. No quería que me mataran y era difícil de suponer que la consecuencia del intento fuera otra. Tampoco estaba dispuesto a que mataran a Norma. A ella menos que a mí. Héroe. Ahora me ponía la armadura, montaba en Rocinante y me lanzaba contra los molinos de viento. Mi familia no me interesaba, tampoco mis amigos o la profesión, que no busqué, pero que me permitió ganarme la vida durante años. Todo eso estaba muerto y enterrado. Lo había matado, deliberadamente y sin emoción. Pero no quería matar ahora esta vida. Era sencillamente feliz con ella. Me parecía un sacrificio inútil. Como si hubiera sacrificio útiles. Sin embargo, los mártires son útiles. A la iglesia católica le sirvieron para mantener el poder durante dos mil años. Francia está sentada sobre sus mártires de la resistencia. Los judíos llevan generaciones aprovechándolos. Pero el caso es que yo no quiero ser mártir. No sirvo para el rol. Todos estos razonamientos fueron claros para mí. Simplemente tenía miedo. Eso era todo. No era capaz de decir, no cuenten conmigo porque ya estoy muerto  de miedo. Entonces inventaba discursos dialécticos para explicar lo que cualquiera podía defender o atacar con la misma legitimidad y razón.

Manuel rompió nuevamente el curso de mis reflexiones.

-Ustedes van a tener que alquilar un departamento sobre la avenida del Libertador. Cerca de Retiro. Dirán que se instalará una compañía de publicidad, ya está elegido el lugar, hechos los contratos y un poder a nombre tuyo, naturalmente con documentos falsos. Mañana tendrán que hablar a esta persona y hacer una cita para concretar la operación.

Me extendió un papel, y continuó. Se hará toda la instalación. El día del operativo no estarán en el departamento, trabajarán como grupo de apoyo a diez cuadras del lugar. Cuándo y cómo se lo diré más adelante. Por ahora ocúpense de esto. ¿Alguna pregunta? era la segunda vez que nos invitaba a preguntar. Había respondido a todas mis dudas y miedos.

Entonces sentí vergüenza. Ellos sabían qué podía hacer. Hasta cuándo sería capaz de arriesgar el pellejo. Eso habían hecho cuando me dejaron libre en la casa de campo, en cambio al sargento lo encerraron en un cuarto con vigilancia.

-No participan directamente en el operativo porque necesitamos gente con más experiencia. Pero en estas cosas todo el mundo es fundamental.

Además me perdonaba la vergüenza, la cobardía, la vacilación.

Seguramente eso había sido discutido y analizado. ¿O fue el Comandante que quería preservar a Norma? Nuevamente dejaba de ser un chico cualquiera. Me faltaban las medias blancas hasta la rodilla y el saco de terciopelo verde. Solamente que ya no tenía edad para usar ese uniforme. El chico del almacén seguía esperándome en la esquina.

 

 

- X -

 

«Ola de secuestros», así titulaba La Razón. Cuatro comerciantes habían sido secuestrados en las últimas 48 horas. Pedían diversos rescates en dinero. El secuestro había dejado de ser una actividad guerrillera. La vieja técnica especializada de los ladrones de bancos había sido reemplazado por la técnica de los secuestros. En algunas oportunidades dejaban inscripciones mediante las cuales simulaban que los autores habían sido guerrilleros, en otras oportunidades ni se molestaban. La policía no podía hacer nada para evitarlo y el clima de inseguridad, de temor, de intranquilidad favorecía nuestros planes. La dictadura militar se expresaba a través de las declaraciones de los comandantes en jefe con una violencia verbal que no era más que el anticipo de la violencia que luego se traducía en allanamientos, detenciones, torturas y arbitrariedades que la mayoría de las veces se abatía sobre víctimas inocentes, sospechadas de actividad guerrillera. En otras oportunidades los detenidos eran de la organización.

Había que demostrar que la única alternativa posible para el país, no solamente para el Gobierno, para todo el sistema era cambiar su orientación. Nosotros no esperábamos que esto se concretara, pero sí estábamos seguros, que los personeros del régimen llegarían a la conclusión de que no podrían seguir actuando con impunidad y el pueblo sabría que no estaba  solo y que un ejército silencioso, clandestino, eficiente y audaz estaba dispuesto a administrar justicia, ya que los canales normales habían institucionalizado la injusticia como filosofía del poder. El periodismo mostraba solamente una décima parte de la realidad, escamoteaba el resto y aceptando las limitaciones que le imponía el Gobierno que se jactaba de una supuesta libertad de prensa.

Se podía mostrar con libertad lo que el Gobierno quería. Los políticos, enemigos de los militares, con la esperanza de participar de alguna suerte de actividad democrática que pudiera aproximar el proceso electoral, aun condicionado, aceptaban las reglas del juego que les imponían con la esperanza de participar, aunque sea parcialmente, del poder. La conducción sindical era «participacionista» esto significaba que para mantener la estabilidad de las organizaciones sindicales se prestaban a secundar la política del sistema, con lo cual los dirigentes sindicales conservaban su poder y sus privilegios.

El Gobierno había anunciado que convocaría a elecciones sin proscripciones, esto es que el pueblo podía presentarse a elecciones con los candidatos que quisiera. El hecho es que hasta los profesionales de la política, los que militaban o los que escribían sobre ella, terminaron por aceptar que realmente ese diez por ciento de la realidad que mostraba el periodismo era toda la realidad y esta convicción los llevó a admitir la hipótesis de que el sistema era capaz de admitir el cambio, perdiendo o cediendo finalmente su poder por respeto a la soberanía popular. Era lógico suponer que si los representantes del sistema asumían esta conducta era porque ya habían establecido sus reaseguros, pactando con quienes representaban a los sectores populares. De otra manera podía suponerse que habían resuelto suicidarse y esto era poco probable.

Las palabras revolución, cambio, socialismo etc., etc., se incorporaron a los discursos de los dirigentes sindicales. Hasta hubo un dirigente de la juventud que habló de organizar milicias populares por lo cual fue expulsado de su cargo partidario. Evidentemente se trató de un error porque  cuando un dirigente quiere institucionalizar y burocratizar la guerrilla, en realidad es fácil advertir que lo que quiere es destruir la guerrilla en su eficiencia y libertad de acción. Curiosamente el país estaba tan adherido a la formalidad que los jefes militares reaccionaron vivamente por esta declaración. Se puso en evidencia la paradoja de que todos los dirigentes políticos del país creían en las expresiones formales, escamoteando la realidad, como lo había hecho la prensa en los últimos años.

Mientras tanto nada cambiaba en el país. El centro de decisión de la política económica continuaba en el exterior, la desnacionalización de bancos y empresas, la penetración ideológica y el macartismo se acentuaba y hasta el movimiento nacional que en un principio había hablado de socialismo, ahora expresaba a través de sus dirigentes una conmovedora sumisión a los principios occidentales y cristianos, lo cual en nuestros países sudamericanos significa sumisión a los principios del capitalismo y del imperialismo. Frente a ese panorama era absurdo suponer que la guerrilla cambiara sus planes. La acción terrorista, por el contrario, aumentaba con atentados, asaltos a reparticiones policiales, bombas y ocupación transitoria de fábricas.

Era lógico suponer que esa acción es la que había determinado a los representantes del régimen a pensar en la alternativa de las elecciones, lo cual no implicaba una garantía de cambio dadas las características y antecedentes ideológicos de quienes se movían en la cúspide del movimiento popular.

Posiblemente esta realidad acentuaba la soledad de la guerrilla. Mientras no existieron posibilidades de participar en el poder, los partidos enrolados con el pueblo se regocijaron secretamente y justificaron de alguna manera los actos de violencia.

Cuando miles de participantes de la conducción de las superestructuras partidarias podían acceder a cargos públicos, privilegios, sueldos estables y pequeñas cuotas de poder era previsible suponer que en su opinión la  acción de la guerrilla perdía su justificativo nacional y debía ser combatida hasta las últimas consecuencias.

Esta lógica tenía vigencia no solamente para los dirigentes políticos y gremiales sino para la mayor parte de la gente que miraba con esperanza y fe la alternativa electoral. Para el pueblo también la violencia había tenido como objetivo obligar al régimen a convocar a elecciones. No pasaba por su cabeza la idea de que esa violencia perseguía en realidad el cambio definitivo a través de la transferencia del poder y la iniciativa, a ese mismo pueblo. El tema fue largamente discutido en la conducción guerrillera y la conciencia de la soledad, la convicción de que no podría ya contarse con un apoyo de infraestructura popular que pudiera expresarse con el silencio, o en una complicidad de hecho, ayuda con la cual se había contado para muchos actos de guerra, determinó la realización de reuniones en todas las regiones del país para resolver en definitiva si se daba una tregua, hasta que el Gobierno triunfante en las elecciones expusiera con claridad sus planes hacia el futuro.

Las visitas de Manuel constituían el único vínculo que permitía informarnos sobre este análisis que hacía la conducción guerrillera. Norma explicó que ella estaba a favor de la tregua y que no se podía forzar la actitud mental de la gente que partía de hipótesis diferentes a las que los habían decidido a la acción guerrillera. Era inútil pelear contra las esperanzas populares, como es inútil pelear contra la fe. Había que dormir sobre las armas hasta que los hechos demostraran que no había otro camino que la violencia, o hasta que la política del nuevo Gobierno demostrara que el cambio podía realizarse por el camino pacífico de la sustitución del poder dentro de la democracia representativa.

Hablaba con la misma pasión con que se había burlado de mí en aquella marcha por la provincia, cuando me conducían al refugio guerrillero cerca de Comodoro Py. Seguramente pensaba en estos cuatro meses de amor y de alegría y en la suerte que habíamos tenido por estar vivos todavía.

Manuel escuchaba con atención y me pareció advertir una sonrisa irónica. Su nariz enrojecida sobresalía agresiva sobre los bigotes y miraba atentamente un crepúsculo azul intenso quebrado a veces por los últimos rayos del sol. La habitación iba quedando a oscuras, libros y objetos simulaban figuras fantasmales que se desplazaban en una ronda melancólica e inútil. Las palabras de Norma se me antojaron extrañas y tan íntimas como los gritos de los pájaros en el atardecer silencioso del campo. Estaba reclamando su derecho a vivir después de haber arriesgado su muerte durante años de lucha. Sin el pueblo no hay revolución. Y ahora el pueblo cree que estará en el Gobierno. No se lo puede hacer cambiar con doctrinas ni tesis políticas. Cambiará cuando los hechos le demuestren lo contrario. Mientras tanto nos considerará enemigos de la misma manera que hoy nos respetan porque saben que luchamos por ellos. ¿Y nuestra vida? ¿Y nuestro amor? ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Silencio.

Manuel pensaba que sería difícil confiar en nosotros.

Norma era la depositaria relativa de esa confianza. No yo con mis dudas y vacilaciones. Sin embargo yo no tenía dudas. Nuevamente me resultaba difícil identificar mi vida, mi interés, mi alegría, mi amor con mis pensamientos, con el curso lógico y racional de una reflexión que me hacía desde tiempo atrás y que ahora me veía forzado a expresar.

La guerrilla no había nacido solamente para hostigar al régimen y hacer tambalear su estructura formal. Había nacido para destruirlo. Para reemplazarlo en el poder. De otra manera era difícil justificar su existencia. Si no se miraba la guerrilla con esa perspectiva entonces el asesinato era sólo asesinato, y el robo puro latrocinio. La muerte de un policía era entonces venganza y el secuestro de un empresario el método para obtener los instrumentos de la acción, dentro de un sistema en el que había poco para cambiar. Si esto era así la guerrilla sería tan limitadamente eficaz como podrían serlo algunas huelgas o la toma de una facultad por un grupo de estudiantes, que expresaban de esa manera su repudio a algunas cosas, pero que no cuestionaban las fundamentales.

Cuando se inició la guerrilla sus integrantes sabían que no contaban con el apoyo del pueblo. Sabían que eran una minoría y que nadie estaba dispuesto a arriesgar nada para encubrirla o defenderla. Una aventura en la soledad. El hecho de que la acción guerrillera hubiera favorecido los objetivos políticos de un sector del país, obligando al régimen a hacerlo participar de una cuota de poder, era simplemente un accidente y de ninguna manera este hecho invalidaba los fundamentos de la acción guerrillera.

La soledad de la acción durante la primera etapa, se relacionaba estrechamente con la soledad de la acción en esta etapa. ¿O había que suponer que la guerrilla había existido solamente para que un conjunto de dirigentes políticos y gremiales, de condiciones personales discutibles y francamente reprobables en muchos casos, que indirecta o directamente habían servido al régimen, accedieran al poder?

El juicio de valor debía hacerse en relación con los objetivos del movimiento. ¿Se alcanzaron sus objetivos? Si la respuesta era afirmativa había que liquidar la guerrilla o asumir la actitud de paz armada que proponía Norma. Si la guerrilla no había cumplido su objetivo, tal como yo lo suponía, había que continuar la guerra a pesar de la opinión general, con lo cual el pueblo advertiría que los objetivos eran más profundos aun cuando no los entendiera en una primera etapa.

¿Acaso no existe la posibilidad bastante concreta de que este régimen que se inicia, se limite a cambiar algunas cosas para que todo siga igual? Entonces seremos cómplices. Los ayudamos para que fueran poder. ¿Y ahora qué? Yo entré por la ventana a esta lucha y puedo salir también por la ventana, o por la puerta, si resuelven abandonar la guerra.

No sé si me importa demasiado. Pero no me engaño frente a la realidad y creo que ustedes tampoco tiene derecho a engañarse. Salgan de la cosa sabiendo cómo es y sin inventarse justificativos en los cuales es imposible creer. O sigan en la guerra aunque los odien. A nadie le gusta que le explote una bomba en el oído cuando está pensando en cómo comprarse un nuevo televisor, o marcha a convencerlo al almacenero de que le dé más crédito. A nadie le gusta la violencia, ni la muerte, ni la inseguridad. Pero ustedes eligieron el método y sería absurdo ponerlo a votación dentro de las normas de la democracia representativa, para ver si la gente está dispuesta a repartirse la responsabilidad de asesinar algunos generales, empresarios, sindicalistas o soldados de guardia.

Si la guerra termina aquí pueden estar seguros que la gente ni siquiera justificará lo hecho hasta ahora. Al contrario, de lo que se acordarán es de la decisión del régimen de permitir elecciones, a pesar de que estos locos terroristas siguieron poniendo bombas y matando gente hasta el último momento.

El silencio que continuó fue hendido primero suavemente por el sonido lejano de una sirena, fue roto poco a poco, irritado, herido de muerte por ese chillido desgarrante, agudo, angustioso que penetraba en el cuarto, se revolvía contra las paredes, penetraban nuestros oídos sin piedad, sin esperanza, locamente, hacía vibrar los vidrios de la ventana y envolvía, ya no solamente al cuarto, sino a la ciudad entera como un grito crispado, interior, profundo, sin esperanza, como un barco roto, hundido para siempre, lleno de fantasmas interiores, a la deriva, en el estallido alucinante de una muerte solitaria, en un mar habitado por sombras y violencia.

Luego fue extinguiéndose solitario y absurdo, sin objeto y sin fuerza, corriendo entre paredes en sombra y hombres asombrados que se hacían preguntas sin respuesta. Entonces el silencio fue mayor.

-Te has convertido en un revolucionario -dijo Manuel.

-Posiblemente no. Lo que ocurre es que no soporto la ambigüedad. Por lo menos en relación con los hechos objetivos. Tal vez mi vida haya sido ambigua. Tal vez lo sea. Por eso también no soporto la ambigüedad.

-Todo esto se discute en el movimiento-. Manuel se rascaba el bigote mirando hacia la ciudad iluminada, Norma encendió las luces.

-Manuel -dije- Nadie sabe como yo cuánta es mi felicidad. Después de tantos años de frivolidad, aventuras intrascendentes y tedio he llegado a la sencilla conclusión de que me resultaría imposible vivir sin Norma. La amo. Ahora sé qué es eso. La amo. Yo que siempre rechacé las alternativas de una vida normal, ahora lo único que quiero es una vida normal.

Sí, no es gracioso. Quiero que vivamos juntos. Quiero tener hijos. Pero no puedo dejar de pensar en qué mundo les tocará vivir a esos hijos. Si es en éste, tal vez no se justifique demasiado tenerlos. Salvo que hagamos lo posible por cambiarlo. Participamos de un mundo bastante insoportable que se funda en la popularidad, el exitismo, la acumulación de bienes materiales o la suma de neurosis que determina la imposibilidad de obtener esos bienes materiales. Vivimos para tener la heladera más grande o el televisor más moderno. El arribismo, la hipocresía, la auténtica inmoralidad, son el pan de cada día de quienes orientan esta sociedad y de quienes consumen esos valores como los fundamentales e indiscutibles. ¿Cómo educaría a mis hijos? Vamos a ver. Les explicaría que no importa tener bienes materiales, que lo importante es la vida del espíritu, que el éxito es una ficción, que hay que ser auténtico y consecuente con las propias convicciones, que hay que ser el más inteligente, el más lucido, el que más sabe de lo que lo rodea, el que mejor entiende dónde está la felicidad, el deleite, la vida real. Que el mundo que le presentan como real es menos real que el surco que deja un pájaro en su vuelo y que la ciudad del oro es una quimera que inventaron los hombres para satisfacer la fantasía y justificar una vida inútil.

-Me parece que lo que decís es una pendejada -interrumpió Manuel-. Yo te diría que esas son reflexiones burguesas. Eso no tiene nada que ver con la revolución ni con la lucha de clases. Al fin de cuentas una sociedad cristiana ideal respondería a esas expectativas que estás señalando. Yo no participo de la revolución para que la gente desprecie los bienes materiales. Al contrario, busco la revolución para que todos los tengan. Trabajo para que no haya madres de cuatro o cinco hijos que no tengan qué comer y que sus hijas terminen en la prostitución y sus hijos deban abandonar el colegio a los nueve años para trabajar. La vida del espíritu es un lujo para el que come todos los días y no le cuesta nada sobrevivir. Un lujo. Tus opiniones sobre la técnica revolucionaria, en relación con el problema concreto de hoy son buenas, objetivas. Al fin de cuentas es una táctica que debe examinarse como una estrategia general. Pero las razones que has dado para la revolución son las que da quien puede acceder con facilidad a todas esas cosas que hoy desprecia y que ya no le interesan. Estás equivocado. Son ideales y tal vez atractivas para vos, porque no te ha costado sobrevivir. Estoy seguro que no pensarías así si te faltaran. Pero otra cosa es el hambre. La injusticia vital, profunda, despiadada, inexorable. Me temo que si alguna vez triunfa la revolución, revolución que solamente hará de manera definitiva la clase obrera, a vos te van a fusilar por individualista y contrarrevolucionario. Tal vez a mí también, pero por diferentes razones. No hay que estar contra las heladeras y los televisores, sino que hay que fabricar muchos para que todos tengan uno. No quiero decir con esto que la revolución tiene como objetivo un relativo mejoramiento del nivel de vida de la población. Para eso bastaría un Gobierno reformista manejado por la burguesía, si no fuera que los dirigentes de la burguesía son tan estúpidos. Pero no te preocupes -rió- no se lo voy a contar a nadie. Mientras tanto lo importante es destruir el régimen. Romper el sistema. Para eso aceptamos todas las ayudas. Al fin de cuentas, de eso se nutre la revolución. De ideas y de balas. Todas son diferentes y terminan de manera diferente.

Se levantó para irse.

-No tan fácil. No te vayas todavía. No entiendo bien ese determinismo. ¿Acaso la clase obrera nació clase obrera? No lo entiendo.

-Claro, te resulta difícil entenderlo porque no sos clase obrera. Ya sé, me vas a decir que tu abuelo era inmigrante. Es posible, que haya llegado a la Argentina con una mano atrás y otra adelante y gracias a su esfuerzo e imaginación se hizo rico. Seguramente fue así. En esa época todavía era  posible. Por supuesto que lo hizo a costa de muchos otros. Pero seguís confundiendo los términos. Tu abuelo cumplió una misión. La de concentrar capitales en una economía feudal. Ahora estamos en pleno capitalismo. Tal vez precapitalismo, pero el mundo marcha muy rápido y la concentración de capitales se hace aceleradamente. ¿Quién maneja la economía? ¿Los monopolios o el pueblo? Yo lucho para que lo haga el pueblo.

-Pero el pueblo no es solamente la clase obrera.

-Claro que no. Pero solamente la clase obrera es la que no tiene nada que perder y todo para ganar. Los otros, la clase media, la pequeña burguesía lo único que quieren es ser alta burguesía. Clase alta. No tienen conciencia de clase. En Chile, por ejemplo, ahora se van del país los empleados de las grandes empresas, funcionarios, técnicos, profesionales y los miembros de la alta burguesía. No se van los obreros de las minas, ni los campesinos, ni los metalúrgicos. Esos seguro que no. Son los que tiene todo para ganar. También es cierto que la clase media se queda. Pero en dos posiciones claras. A favor de la revolución codo con codo con la clase obrera, o como representantes ideológicos del viejo régimen y porque no pueden irse. También bien nutridos para conspirar. No hay términos medios.

-Entonces debés aceptar, cualquiera sea el estímulo que determine la participación en la revolución, que no es necesario ser obrero para luchar por esa revolución. Al fin de cuentas Mao no lo era, ni Chou. En Lai tampoco.

-No, no lo eran. Pero su actitud revolucionaria fue la consecuencia de interpretar la voluntad del proletario industrial o campesino. No fueron obreros, pero al aceptar las razones de estos para formular la revolución se convirtieron en obreros.

-Supongo que Mao no se sintió nunca demasiado conmovido ante una heladera o un televisor. Si viviera en la Argentina no creo que hubiera  hecho una revolución para que la clase obrera, o cualquier otra, vea las estupideces que se transmiten por televisión.

Manuel estaba ahora de buen humor. Era la primera vez que lo veía así.

-Sos nada más que un dialéctico. El pecado de los intelectuales. Pero tené cuidado que eso va a terminar por liquidarte. Dialécticamente demostraste que hay que seguir peleando. Y así podés terminar con una bala en la cabeza. Como ves, la dialéctica es peligrosa.



 

- XI -

 

Cada noche me despertaban los ruidos de la calle. Mi sueño había cambiado. Ya no dormía profundamente, no podía volcarme a ese negro abismo de paz y abandono. Mis noches estaban llenas de inquietud, zozobra, sueños extraños. Los ruidos del vacío. Observaba desde la ventana del departamento los automóviles estacionados. Ningún rastro humano, nada que pudiera indicar que alguien vivo habitaba el silencio lleno de ruidos de la madrugada. Sin embargo, estaba allí.

Todo cruje en la soledad de la noche. El aire, el empedrado de la calle, los autos, hasta las casas, la vida está presente aunque no podamos verla, palparla. Decir, aquí está. Es ese tipo que camina por la vereda. Hasta los gatos pesan en las madrugadas, dejan rastros, denuncian su presencia.

Es mentira que a esa hora las calles estén vacías, la ciudad muerta, los árboles inmóviles. Un pulmón inmenso respira en la noche. Se expande y se contrae. La vida se esconde, disimula su presencia, se convierte en sombras bajo los faroles inmóviles. La fuerza de las cosas es más intensa, todo lo que aparentemente ha sido postergado hasta el otro día en realidad está allí, los ojos están más abiertos en la noche porque descubren otro mundo. También éste. Sólo que otra parte de éste. También real, viva, intensa, llena de amenazas, la calle es un gran hueco de silencio lleno de ruidos imperceptibles.

Es más fácil morir en la noche, es más difícil evitar la muerte. No se lucha, nos entregamos a la soledad, al horror, al misterio, a la angustia, al silencio. Esto es así desde que el hombre existe. La noche está metida en la naturaleza humana desde hace miles de millones de años, miles y millones de noches iguales, diferentes, silenciosas, llenas de ruidos, de sospechas, amenazas, sombras fantasmales, ruidos imprecisos, crujidos.

Empezó a ocurrir algo que me recordaba la infancia. El frío. Sentía frío entre las sábanas y sólo podía evitarlo abrazando a Norma. Si no lo hacía me despertaba aterido, solo, hundido en una absoluta, fría, desesperante, definitiva soledad igual que muchos años atrás en los colegios internos, en los enormes dormitorios silenciosos, llenos de sombras vagas e imprecisas con la luz azul encendida en los baños.

Cuántas noches pasé despierto, cubierto totalmente por las frazadas, pensando que irremediablemente llegaría el día siguiente, el toque de diana, el baño rápido y vigilado entre los gritos de los oficiales, después el café con leche con algunas facturas húmedas y la marcha hasta el patio interior donde estaban las aulas.

Allí los oficiales eran reemplazados por civiles, preceptores que imitaban toda la estupidez, la simpleza y el sadismo que en los militares no surge deliberadamente, sino como consecuencia del sistema. En ellos era una vocación frustrada. Ni siquiera eran capaces de ser preceptores, apenas mediocres sin autoridad que reemplazaban ésta con gritos y arbitrariedades.

Lo que les disculpábamos a los oficiales se nos tornaba intolerable en los preceptores. En los militares la cosa ya no tenía remedio.

En las aulas continuaba el frío de los dormitorios, así era también en el comedor al mediodía y en los recreos, luego del almuerzo, cuando nos  agrupábamos como pollos ateridos en un extremo del patio donde llegaba el sol. En el campo de entrenamiento, las corridas y el cansancio nos hacían olvidar el frío, no teníamos conciencia de él, pero allí estaba, lo sentíamos de pronto cuando advertíamos las manos lastimadas, insensibles, rotas por las correas duras de la cabezada del caballo, y luego otra ducha en cinco minutos, un minuto para desvestirse, dos para enjabonarse, dos para enjuagarse, terminó, fuera del baño, a secarse.

El agua salía hirviendo. Era un segundo y después nuevamente el frío. Así cada día, cada noche, siempre, ¿pero es que el frío no termina nunca?

Necesité muchos años para olvidar esa permanente, angustiosa, indefensa sensación. Años más tarde me sorprendía de no tener frío, hasta dejé de usar sobretodo en el invierno, a veces un pullover, liviano, cómodo, pero ahora había vuelto. Nuevamente sentía frío a cada momento, pero sobre todo por las noches, vacías, húmedas, llenas de sospechas y terrores. Claro que tal vez no era el frío, tal vez era el mismo terror metafísico de la soledad adolescente en el internado que ahora retornaba más agudo, despiadado, intolerable. El mismo terror o tal vez otro, igualmente intenso, inútil, inexorable.

Estaba lanzado en un mundo que enfrentaba como podía, pero con miedo, un miedo extraño, una especie de terror por dilapidar mi vida en algo ajeno a mi naturaleza.

En mis noches de vigilia en el colegio pensaba en un mundo amplio, enorme, brillante, lleno de luces atractivas que me esperaban colmadas de sugestión, de misterio, de pasión. La vida se escondía en cada llamado, porque eso me parecía cada luz en la noche, cada cuarto o cada calle que imaginaba poblada de seres fascinantes, heroicos, bellos, sórdidos, llenos de pecados y amores.

Pero estaba solo. Ese mundo me esperaba a mí, a mí solo, que debía tener la decisión de arrancarme de esa prisión, a la cual el menor cargo que podía hacérsele es que era imbécil, inútil, castrante.

Ahora era diferente, pero de alguna manera igual, también estaba en una suerte de prisión porque el mundo de las luces lejanas y atractivas me estaba vedado.

La frustración era más terrible porque tenía con quien compartirlo. Lo había conocido por lo menos en parte, pero ahora tenía a quien mostrárselo, con quien vivirlo, amarlo, gozarlo, odiarlo, entregarme a él con pasión, entusiasmo, inteligencia. Crear cosas para disfrutarlas entre nosotros, compartirlas libremente sin ataduras. Lanzarnos a la noche con pasión adolescente, con una pasión madura que en definitiva es más plena que la pasión adolescente, ya no quiero nada para mí solo, ya no basta, aunque tenga el mundo a mi disposición y unos brazos gigantescos para aprisionarlo, aunque me quepa todo el viento en la boca y el sonido y la música en el pecho y toda la pasión en el amor, haciéndome temblar la cintura. Todo es dos ahora. Es su cuerpo apretado contra mis piernas, son mis manos apretando sus pequeños, deliciosos, perfumados y suaves pechos, es su pelo en mi frente y sus pies acariciando los míos. «Hacés el amor como los chinos». «¿Quién dice que los chinos hacen el amor rozando los pies del ser amado?» Entonces el frío era solamente una sensación remota, difícil de adivinar, de comprender, como una enorme noche desnuda, interminable, perdida para siempre, sin retorno, sin amanecer y entonces el frío ha muerto para siempre, la soledad ha muerto, el silencio, el terror, el vacío, la angustia, nada, todo, uno mismo.

Varias veces desperté durante la noche. A las seis de la mañana un ruido en la puerta me sobresaltó, y sin encender la luz desperté a Norma. Empuñando una pistola me acerqué a la puerta de entrada del departamento, cuando una llave se introducía lentamente en la cerradura. Solamente Manuel tenía llave del departamento por cualquier emergencia. Podía no ser él sin embargo, esperé tenso, la pistola apuntando a la altura del corazón del presunto intruso. La puerta se abrió lentamente y la voz de Manuel quebró en un susurro el silencio angustioso.  

Entró y encendimos la luz.

-Es mala hora para visitas -dijo, y se sentó. Miró la pistola que aún le apuntaba-. Menos mal que no sos nervioso.

Dejé la pistola sobre un estante de la biblioteca.

-¿Qué pasa?

-Bueno, las cosas se precipitan. Hace algunas horas detuvieron a Gabriel. -También a Marcos.

Silencio. Miró hacia la ventana. Haría un informe objetivo. Marcos era su hermano. Norma me miró, no había nada que decir, solamente escuchar. Manuel jugaba con unas llaves, las guardó como si le incomodaran en la mano, encendió un cigarrillo.

-No sabemos cuánto aguantarán.

Un largo silencio como para que evaluáramos bien lo que acababa de decir. El paraíso perdido. ¿Adónde? ¿Cuándo? Ya mismo.

-El plan no puede fracasar -continuó- eso es lo importante. Está todo preparado. Vos lo viste -dijo- el lugar es perfecto para el ataque. Está controlado hasta en sus mínimas posibilidades y alternativas. No podemos dejar pasar la oportunidad.

Las elecciones se venían encima. Todo el mundo estaba encantado de entrar en el juego, la derecha y la izquierda, los partidos populares y los no populares, todo el mundo estaba cansado de la inutilidad de los militares. Estos se habían agotado y ya no servían al sistema. Había que reemplazarlos, lo cual no significaba en definitiva cambiar nada sino solamente encontrar otro mascarón de proa. El movimiento había resuelto que provocar una conmoción con un grave hecho terrorista podía frenar el proceso.

Demostrar a todo el mundo que las elecciones no bastaban, que no resolvían nada. ¿Qué cosa podía resolver algo? ¿Resolver qué? Nada, no había nada que resolver, solamente explicar que la lucha era larga y recién estábamos al principio. Que hay gente que no acepta las trampas, cualquiera sea el que esté en el poder, mientras no se intente cambiar el sistema y romper la dependencia. El terrorismo debía continuar.

Lo habíamos hablado muchas veces, yo también había sido consultado y había dado mi opinión, una opinión que ahora caía sobre mi cabeza.

-Vamos a tener que cambiar algunas cosas-. Manuel con gran sentido práctico se preocupaba por el éxito de la operación. Esa era su misión y se comportaba como un profesional disciplinado.

-Como no podemos contar con Marcos hay que reemplazarlo -hablaba como si estuviera solo-. Su misión era de mucha responsabilidad. Habíamos resuelto que solamente tres conociéramos todo el plan. Era una forma de evitar riesgos. El Comandante, yo y Marcos. Ahora hay que reemplazar a Marcos.

Manuel insistía en la palabra. Reemplazar. Norma me miraba, tensa, estaba pendiente de las palabras de Manuel, pero tuve la sensación de que esperaba que yo las dijera.

-Por eso hay que realizar el operativo lo antes posible. Marcos conoce todo el proyecto y la tortura hace hablar a cualquiera.

Aun a los tipos entrenados como el hermano de Manuel, pensé. Caminé hasta la ventana. La luz azul del amanecer igualaba el color de los autos. El farol de la calle había sido apagado. Todo había comenzado demasiado temprano esta mañana.

-El Comandante y yo pensamos que vos tenés que reemplazar a Marcos.

Silencio. Había tardado mucho en decirlo, pero lo esperaba. No me sorprendió, tampoco a Norma. No quería preguntar por qué me habían elegido a mí. Espontáneamente comencé a elaborar una serie de reflexiones destinadas a explicar por qué la decisión no era acertada. Pensé que debía postergar esa argumentación para después, pero si Manuel me explicaba el plan ya no existiría el después, no habría lugar para las explicaciones y los cambios, y además las explicaciones no tenían sentido cuando el comando había resuelto quién y cómo. Cambiar era imposible, dejar de actuar era traición. A los efectos de preservar mi vida con Norma cualquiera de las dos alternativas era igualmente mala. Lo cierto es que en este momento se repetía lo que había sido mi vida en los momentos críticos en que tuve que tomar alguna decisión. Por una parte el análisis racional de la acción, que no tenía objeciones, salvo que se cuestionaran los fundamentos. Por otra, la absoluta certeza de que todos estos hechos de sacrificio, violencia y terror eran completamente inútiles. No lograban cambiar nada, solamente condicionaban parcialmente la realidad y endurecían la actitud de los que mandaban. Desde que me había incorporado al grupo, más exactamente, desde que el grupo había resuelto enrolarme ambas hipótesis me parecían válidas, pero como se desarrollaban fuera de mí, nada me obligaba a definirme, porque no estaba en juego nada profundamente vital como es la diferencia entre estar vivo o muerto. Existía solamente la amenaza, pero no la certeza. Ahora sería diferente, era muy difícil imaginar que alguien pudiera escapar a un atentado como el que se planeaba, más aún cuando algunos de los principales organizadores del complot habían sido detenidos y en ese momento eran seguramente víctimas de la tortura de la policía. Sabíamos que nadie había podido resistir y era mejor dejarse matar que caer preso.

Dejarse matar, se dice fácilmente, pero ¿será realmente que la gente se deja matar o lo que ocurre es que no pudo cambiar la cosa? Nunca se tiene estas respuestas. Cuando uno las conoce ya no puede aprovecharlas porque está muerto. Los que opinan que se dejó matar son los otros, los que cuentan la historia, o la recuerdan o la piensan. Esta es la oportunidad de  dejarse matar o no, este momento en que Manuel viene a proponerme que encabece un comando suicida para liquidar al presidente y tengo que contestar afirmativamente, yo que ni siquiera accedí por propia iniciativa al grupo guerrillero y aún cuestiono si lo que está haciendo sirve para algo. Todavía peor es pensar si me estoy haciendo preguntas tramposas solamente porque tengo miedo. Miedo de perder lo que tengo y me gusta, no solamente de que termine mi amor por Norma o su amor, o esta forma de vida que inventamos desde aquella noche en el refugio de la provincia. Miedo de perder la vida, de morirme, de no existir más, de terminar, con o sin Norma, con o sin la felicidad, el amor, el sexo, el placer, el deleite. Aunque todo esto ya se toma secundario. La vida solamente. Eso y ninguna otra cosa. Lo demás puede obtenerse a partir de allí. Es fácil o no es fácil, pero conviene creerlo.

¿Y el deber? El deber, como lo imaginaba y lo expresaba el sargento cuando fuimos capturados por los guerrilleros. Un deber sólido, inalterable, sin ambigüedades. El deber que lo hizo proyectar una fuga imposible, distinta de la mía que nada tenía que ver con el deber, y podía ser solamente una frívola afirmación personal por no haber sido tenido en cuenta. Ahora pensaba en el sargento, nada supe de su destino y no había querido preguntar por temor a la respuesta. Tal vez era el momento de preguntar cosas, tenía derecho. Hasta ahora no había querido saber por qué apenas participaba, era una especie de infiltrado al que las circunstancias lo habían forzado a asumir un rol. Saber, preguntar, estar enterado, era meterme de cabeza en el negocio, estar obligado. Pero ellos me obligaban y empezaban también mis derechos.

-Decime, Manuel, ¿qué pasó con el sargento?

Manuel me miró con un gesto vacío, no tenía idea de lo que estaba preguntando ni a qué sargento me refería, debía pensar que estaba loco. Tal vez lo estaba, tal vez lo había estado siempre ya que nada me había impedido aceptar esta absurda doble vida sin auténticas convicciones en ninguno de los dos sentidos. Esquizofrenia. Esa era la explicación, pero no me importaba su sorpresa. En pocos días más podía ser un esquizofrénico muerto y eso me daba ciertos derechos. Repetí la pregunta.

-¿Qué pasó con el sargento aquel que estaba preso conmigo en el campamento de la provincia?

Manuel demoró en contestar. Seguramente trataba de adivinar la razón de la pregunta. Pensaba qué reflexión me había llevado a preguntar por el sargento. ¿Acaso eso condicionaba mi decisión? ¿Por qué ahora la pregunta, cuando durante meses podía haber preguntado por el sargento?

-¿Y a quién le importa el sargento? -contestó agresivamente, con fastidio.

-A mí me importa, por eso pregunto. Quiero saber qué fue del sargento y también del comisario Toquero. Al fin de cuentas yo no me metí en esto, me metieron ustedes, ahora me piden que haga algo que puede ser definitivo para mí, tan definitivo como morirme, bueno, ya que suponen que tienen derecho a pedirme eso yo también tengo derecho a saber cosas. Quiero saber qué fue del sargento.

Manuel se tomó un largo tiempo para contestar. Encendió un cigarrillo, se levantó y marchó hacia la ventana. Tuve clara conciencia de que su decisión lo torturaba, se sentía agredido por la pregunta precisamente en ese momento. La situación implicaba una suerte de dependencia que le resultaba intolerable. Me tenía que dar explicaciones, urdir una respuesta aunque fuera una simple mentira, pero tenía que decir algo, estaba en peligro el reemplazo, la operación, el plan elaborado durante meses que ahora peligraba. Ese plan dependía de mí.

No podía gozar de la venganza. Me sentí súbitamente avergonzado. Quise no haber hecho nunca la pregunta. Cuando llegué a esta conclusión empecé a escuchar su respuesta, como si una voz monocorde, indiferente, desapasionada llegara desde muy lejos.

-Nos descuidamos con el sargento. No sabíamos cómo deshacernos de él. Creo que vos te diste cuenta que era un hombre honesto a su manera. Con la particular honestidad que puede tener un sirviente del Gobierno que mata, golpea o tortura porque supone que ése es su deber, para preservar una situación que nosotros precisamente pretendemos cambiar. Conversaba con los muchachos. Un día trató de desarmar a uno de ellos y lo logró. Escapó hacia el camino pero no alcanzó a llegar. Lo matamos.

Las bocinas y el ruido de los motores de los automóviles nos sorprendió como el primer anuncio de la mañana. Todo empezaba a moverse y circular. Había escuchado ese breve y preciso relato como un cuento del pasado, en la hora en que los fantasmas huyen de la luz y de la vida, mucho más irreal en medio de la alegría irritante de la ciudad que despertaba. El relato no había terminado.

-En cuanto Toquero, tuvo más suerte. Lo trasladábamos hacia otro refugio y el auto fue interceptado por la policía. Román y Mario eran los encargados de la tarea. A Mario lo mataron antes de que pudiera hacer nada para defenderse, Román está preso. Por un amigo que trabaja para nosotros en la cárcel de Trelew, sabemos que no hubo tiempo de hacer nada porque el policía que conducía el grupo reconoció a Toquero.

Durante unos minutos nadie hizo ningún comentario. Manuel dejó que evaluáramos lo que había contado. Había sido un informe frío, preciso, objetivo, desapasionado. Se volvió hacia mí.

-¿Eso es lo que querías saber?

-Sí -contesté.

Donde todo es posible nada puede sorprender. Es el teatro del absurdo. El primer acto de una obra de teatro de Ibaskiewicz empezaba en un salón de la alta burguesía polaca. Un lugar refinado con toda clase de detalles de buen gusto, pero las paredes eran amarillas, de un amarillo intenso que  molestaba la vista, un amarillo que nada tenía que ver con ese ambiente y que agredía la sobriedad y el equilibrio del conjunto. En medio del salón, alrededor de una gran mesa una familia tomaba el té. Hablaban con monosílabos, en voz baja, sin molestarse, con el clásico estilo de los burgueses distinguidos de la alta Alemania. De pronto entraba corriendo una mujer pobremente vestida, con un niño en los brazos y lo arrojaba por el balcón. La familia se levantaba, toda al mismo tiempo y comenzaban a bailar un vals.

Ese estilo de teatro finalmente fracasó. Donde todo puede pasar, nada sorprende. El teatro del absurdo, la vida absurda, el sargento con el cuerpo acribillado cerca del camino cumpliendo con su deber, Toquero libre y seguramente aprovechando lo que había aprendido en el cautiverio, Mario muerto. No sé siquiera quién es Mario, no supe nada de su vida de manera que poco puede significar para mí su muerte. Román en la cárcel. Un amigo que trabaja allí nos tiene informados. Vamos a matar al presidente. Nos detuvieron a uno de los jefes. Ahora vos tenés que ser jefe. ¿Yo? Sí, vos. Cuatro meses atrás había ido a Mar del Plata a pasar un week-end con una ex amante y ahora formaba parte de la cúpula de una conspiración para matar al presidente. El teatro del absurdo. Nadie puede estar ajeno, los muertos son siempre los que no participan. Por lo menos no los importantes. Ni Toquero, ni el Comandante, ni Manuel. Sólo el sargento, Mario, muchos, cada día, de ambos bandos. Reflexionemos. ¿Hay dos bandos? Está el pueblo y el régimen que lo somete. ¿Cierto? Nosotros somos el ejército del pueblo, el brazo armado de la justicia popular, los elegidos. ¿Por quién? Elegidos por la vida, simplemente.

Manuel preguntó:

-¿Querés saber algo más?

-No. Es lo que quería saber. Me parece que estás molesto por la pregunta. No tenés por qué sentirte molesto, pienso que es una lástima lo del sargento, también lo de Mario y Román, seguramente todo es una lástima. Pero casi siempre ocurre exactamente lo que tiene que ocurrir, ninguna otra cosa.

Me sentía cansado y con sueño. Como si hubiera estado toda la noche en vela. Y en realidad así era. Sentía frío, tenía ganas de darme una ducha caliente y meterme en la cama con Norma. Seguramente lo que quería era calmar la angustia. Había resuelto lo que me preocupaba pero no podía aguantarlo, también había resuelto el problema de Manuel y el de la organización. Por primera vez iba a asumir una posición no ambigua. En realidad, ya la había asumido aunque no podía precisar cuándo. Durante la noche de mi fuga a Comodoro Py, cuando encontré a la policía y retorné al campamento o cuando le hice el amor a Norma por primera vez, o tal vez antes, cuando me negué a colaborar con el comisario Toquero, o aun muchos años atrás, cuando descubrí que no me importaba nada de lo que me ofrecía un mundo que no había ayudado a construir, de manera que aprovechaba lo que ese mundo tenía de bueno, sin aceptar ni respetar los convencionalismos sobre los cuales estaba organizado. Tal vez lo resolví cuando casi mato a patadas al chico del almacén de la esquina o cuando en el club Lagartos de Bogotá escuchaba las estupideces que decía el canciller y me regocijaba con la fantasía de que a alguien se le ocurriera hacer explotar en mil pedazos el edificio, como una respuesta lógica a lo que escuchaba. Conmigo adentro claro, aunque era parte de la fantasía que yo sobreviviría para contarlo.

Sin embargo, nuevamente me hacía trampa. Mi decisión parecía ser la consecuencia de que ya nada me importaba, en lugar de ser la consecuencia de algo que me importaba mucho. Finalmente, era un optimista, siempre lo había sido, yo no era Mario, ni Marcos, ni Román, ni el sargento.

Norma preparó café mientras Manuel me explicaba el plan con todos sus detalles. Traté de visualizar la acción de cada uno de los hombres del grupo. Manuel repetía cada secuencia varias veces.

En un papel marcaba la cronología de las acciones, Norma escuchaba en silencio, era difícil saber lo que estaba pensando, si su preocupación se vinculaba al cumplimiento del plan o a nuestro destino personal. Estaba seguro que ambos sabíamos que esto era el paraíso perdido.

El sol entró por la ventana, la ciudad parecía alegre y despreocupada, los ruidos de la calle se mezclaban con las voces, los gritos y las risas de los chicos del barrio. Miles de personas ajenas al análisis técnico que hacíamos en ese cuarto piso, sobre el mejor método para terminar con la vida de un presidente. El teatro del absurdo. Hay que gente para las cuales la cosa más importante que hace en su vida es sacar la cédula de identidad. Se enteran de lo que ocurre en el mundo y a su alrededor porque leen a veces los diarios, escuchan radio o miran televisión. Se enteran de algunas cosas y creen vivir en un mundo que en realidad no existe. Es apenas la mistificación de una parte de la realidad. También hacen otras cosas, trabajan, se casan, tienen hijos, se jubilan y mueren.

A las once de la mañana habíamos revisado el plan muchas veces. Empecé a impacientarme y Manuel insistía en los mínimos detalles con precisión de relojero.

Finalmente se fue, después de recomendarnos que no saliéramos del departamento hasta el día convenido, salvo para cosas elementales. No teníamos ni el proyecto ni la intención. Apenas cerramos la puerta detrás de los grandes bigotes de Manuel nos metimos en la cama e hicimos el amor como si fuera la última vez, con violencia, sutileza, ternura, rabia y desesperación. Nos quedamos dormidos.

Me desperté a las tres de la tarde. Nos habíamos amado diciéndonos que no podríamos vivir uno sin el otro y estábamos seguros de que así sería. Fui a la cocina y preparé sandwiches y café. Cuando volví, Norma estaba despierta y en silencio, me sonrió con ternura. Comimos y volvimos a acostarnos. No hubo necesidad de ponemos de acuerdo en no hablar del tema, sin embargo no todo fue sencillo. Me abrazó y mientras me besaba la cara, el cuello y el pecho rompió a llorar como una niñita pequeña y desamparada. Creo que en ese momento advertimos que estábamos absolutamente solos, que contábamos solamente con nosotros mismos y que teníamos razón de ser tan felices y desdichados.



 

- XII -

 

Desde la terraza veíamos pasar los helicópteros. Recorrían una franja de rutina entre la residencia del presidente, en Olivos, y la Casa de Gobierno, a lo largo de la avenida del Libertador. Sobrevolaban cada lugar donde pudiéramos estar agazapados, esperando. A nosotros o a cualquiera. Nadie sabía de nuestra presencia, solamente lo sospechaban. Desde cualquier rincón, esquina, ventana, automóvil o motocicleta fugaz, en cualquier lugar de la ciudad, barrio, suburbio, una escopeta y tac-tac se acabó el presidente. O alguien de su escolta. O algunos de los motociclistas que se tiran encima del presunto peligro con sus motocicletas gritonas, jadeantes, con extraños sonidos de pájaro herido, lastimado, aleteando tristemente en un mundo lleno de sol, luz y niebla matutina.

La angustia es más terrible en pleno día, tiene menos alternativas. También en algunas noches en que las luces coloradas intermitentes, cruzan entre el ulular de las sirenas, semáforos rojos, corridos por el temor, el odio, las amenazas, las culpas, la sospecha. Esperen, animales, ¿a quién cuidan? Cuidan sin cuidar verdaderamente. Protegen sin proteger. No aprendieron todavía que hasta ahora nadie se salvó por la acción de la custodia. Por eso van tan rápido, cruzan los semáforos con luz colorada, aturden con las motocicletas, cambian de autos, de colores, de ruta, de sospecha, de destino, de miedo. Llegamos, adentro, rápido, tal vez en aquella ventana, o tal vez la de más allá, y aun adentro de la Casa de Gobierno.

El helicóptero pasaba sobre nuestras cabezas sin vernos. Habíamos construido sobre la terraza un techo pintado por arriba del mismo color de los mosaicos de la terraza. Desde el aire no se podía advertir que era un techo cubriendo nuestro puesto de observación. Desde allí veíamos la Avenida del Libertador hasta plaza Francia. Desde Callao hasta Retiro. Habíamos instalado un teleobjetivo, un lente gigantesco como los que usan los tiradores profesionales para ver los impactos en el blanco a más de mil quinientos metros. Podíamos ver con todos sus detalles los rostros de los automovilistas que a esa hora de la mañana transitaban hacia el centro de la ciudad. Mano única de Libertador. Una especie de carrera no pactada, competencia, ¿quién se adelanta más rápido? Las caras preocupadas, intrascendentes, torpes, lindas, feas, inteligentes, sorprendidas. Más sorprendidas aún si nos vieran, si supieran. Desde lejos llegaba el ulular de las sirenas, el ruido intermitente de las motocicletas, abriéndose paso, apartando los autos a empujones, manejando con la mano izquierda para mantener la escopeta Itaka en la derecha. Un blanco perfecto, orgulloso, casi bizarro, destruido en una fracción de segundo. Nadie conoce sus nombres. Son solamente uniformes azules, los cascos sobre los anteojos oscuros. Sorprende verlos de cerca porque se advierte que son diferentes, gordos, flacos, bajos, altos, con bigotes, sin bigotes, rubios o morenos. Qué fuertes deben sentirse apartando con gestos firmes y violentos a los torpes, estúpidos, sospechosos, amenazadores conductores que marchan a esa hora a enterrarse en sus oficinas entre pagarés, ambiciones, fracasos, entusiasmos, éxitos y desalientos. Detrás y alrededor de las motocicletas, autos de diversos colores, veloces, como sorprendentes castillos artillados de los cuales sobresalen las escopetas y ametralladoras apuntando hacia los flancos, a cualquiera, a los otros autos, al tiempo, al espacio, a los desprevenidos automovilistas, a la historia, a desconocidos rostros extraños, a la crónica policial, al día, a la noche, al destino, a la fatalidad. Veloces, brutales, alertas, resignados, confundidos.

En medio de la jauría el auto del presidente, grande, negro, limpio, brillante, con la placa con el escudo, las cortinas oscuras corridas, detrás de la aterradora incógnita de los vidrios polarizados. Tal vez va vacío. Tal vez el presidente está tirado en el piso de uno de los autos de la custodia. Tal vez fue por el puerto en una pickup inocente y no por la Avenida del Libertador. Tal vez manejaba él mismo o pasó en el helicóptero y está en su despacho de la Casa de Gobierno. Tal vez todavía no salió de Olivos. Tal vez, tal vez. Cada día igual, rápido, sin dejarse vencer por la rutina. No hay que hacer caso porque hasta ahora no ocurrió nada. ¿Y si ocurre? ¿Y si en cualquiera de los edificios que flanquean la Avenida del Libertador, algún grupo de delincuentes subversivos está esperando su oportunidad? En cada ventana, en cada techo, en cada auto. Quién puede asegurar que todos estos automovilistas que conducen hacia el centro son gente de trabajo, ciudadanos honestos, buenos padres de familia, respetuosos de la autoridad presidencial. Habría que detenerlos uno por uno e interrogarlos. Que prueben quiénes son, qué hacen, si están libres de sospecha, si merecen estar libres de sospechas. Porque si los terroristas existen es porque la indiferencia del pueblo los protege. Nadie es inocente. Todos son culpables. Por eso no importa cometer errores, porque un error vale por muchos aciertos. Alerta. Alerta. Alerta. Sin descanso. En las últimas tres semanas estudiamos la rutina. El martes fue por el puerto, el miércoles en helicóptero, el jueves en auto por Libertador, el viernes nuevamente por el puerto. La imaginación de los custodios tenía límites. Variables, imaginables o probables. Alternativas previstas, pero en el fondo una rutina. Al final una rutina. Cambiaba cíclicamente. Desde Olivos hasta la Plaza de Mayo hay muchos caminos, pero muy pocos para absorber ese despliegue de vigilancia, poder, violencia, rapidez, tamaño, número. Muy pocos. Al final siempre vuelven a la Avenida del Libertador. Y allí estábamos nosotros, estudiando la rutina de la semana. Manuel analizaba las pautas, preparó un cuadro con todos los días de la semana y una curva de alternativas. Al cabo de un mes sabíamos cuáles eran los puntos débiles. Cuándo comenzaba la rutina, la oportunidad, el peligro, el destino, el azar, la fatalidad, la muerte.

El hermano de Manuel seguía detenido. No sabíamos dónde ni cómo; aparentemente no habían logrado hacerlo hablar, o nos estaban siguiendo de cerca y esperaban apresarnos cuando a ellos les resultara oportuno.

Teníamos alquilado el último piso de un edificio en la Avenida del Libertador, frente a los depósitos del ferrocarril. El acceso a la terraza donde estaba el puesto de observación era por el departamento y no de uso común. Las terrazas vecinas eran más bajas y no podían vernos. Nosotros sí podíamos observarlos y de eso también hicimos una rutina. Supimos quiénes vivían en los departamentos vecinos, cómo, cuál era su actividad durante la mañana, quiénes estaban regularmente a una hora determinada y quiénes no. A qué hora regresaban del trabajo, de hacer compras o de pasear al perro.

Cuando llegara el día decisivo había que tener resuelta la huida. El refugio, los lugares para defenderse, la ubicación de los apoyos. Resultaba un entretenimiento excitante, sólo que el día decisivo tenía que llegar junto con lo imprevisible. De acuerdo a la resolución del equipo de comando ese día dependía de mí. Yo decidiría sobre la base de las pautas del cuadro de rutina elaborado por Manuel, en qué momento se realizaría la operación. Podía equivocarme, ese día tal vez cambiaba la rutina. Se introducía lo imprevisible, un cambio de planes. Del otro lado había algún comisario Toquero pensando lo que nosotros podíamos hacer, de la misma manera en que nosotros analizábamos y conjeturábamos sobre todo el espectro de actitudes y alternativa del enemigo. Hasta el momento decisivo era solamente un juego de ingenio. A partir del momento decisivo un seguro estallido de espanto, muerte, sangre, terror, violencia, angustia y una huida del miedo hacía el miedo, acosados, cansados, con una fatiga profunda, eterna, inmemorial con deseos de que todo termine para siempre. Vivir o morir. Definitivamente. Sin la amenaza, sin el acoso, sin el húmedo paño del terror sobre los riñones, sin la boca seca y la lengua como un trapo pastoso y desgarrado y el hilito de orina involuntario, tenaz, más fuerte que el coraje y la fuerza, inevitable, escurriéndose por el pantalón, enfriando la pierna, reventando de vergüenza, de debilidad, de vulnerabilidad. Un niño débil, pequeño, miedoso, torpe, llorón, solitario. Quiero un agujero para esconderme temblando de terror a la muerte.

Entre estas reflexiones fantásticas y posiblemente premonitorias, se abrió paso la imagen de la mujer de la terraza vecina, tres o cuatro metros más abajo que había mirado por segunda vez hacia el puesto de observación. Aparentemente no podía ver nada, o en realidad no había mirado y nos había parecido. Miraba el helicóptero, anaranjado y blanco, grande como un bicho extraño sin alas, capaz de caerse en cualquier momento, con un equilibrio precario, sin paracaídas. Y de pronto escuchamos la sirena. Nuestros oídos se habían acostumbrado a detectar el sonido de la sirena de los autos de la custodia y los gritos intermitentes de las motocicletas desde que doblaban por Plaza Francia hacia Retiro. Eso nos producía una curiosa excitación omnipotente. Estábamos allí esperando que el pescado cayera en la red. El oso en la trampa. El pájaro en la jaula.

En las últimas semanas el departamento había funcionado como una normal compañía de publicidad, decorado de acuerdo a esa actividad hasta en sus mínimos detalles. Mesas de dibujo, proyectores, fotos, papelería, equipos de fotografía. Recibíamos correspondencia y atendíamos a presuntos clientes. Norma era la secretaria. En contra de mi opinión se decidió que participara en esa fase del proyecto. Intentaban asegurar mi permanencia y eso implicaba también una sutil e imprecisa amenaza. Manuel con su cara de intelectual inocente pensaba en todo. No podía explicarme por qué él no comandaba el operativo y cuando se lo pregunté contestó que por tener un conocimiento más amplio de la organización controlaría el operativo de apoyo y las alternativas de la fuga. Manuel a veces me parecía un buen hijo de puta. En realidad eran todos unos hijos de puta. Los de aquí y los que ahora hacían pedazos el silencio de la mañana con las sirenas y el ronquido de las motocicletas. Un verdadero campeonato de hijos de puta. Esencialmente, básicamente, al margen de la ideología, de la Patria. ¿Qué Patria? ¿Cuál? ¿Era la misma para ambos grupos? Preguntas que no tienen respuesta. Mejor, tienen un millón de respuestas todas válidas, precisas, inexactas, mentirosas, interesadas, inteligentes, estúpidas, pero en definitiva creían en ellas. En cualquiera. En realidad, desde ese punto de vista el hijo de puta mayor era yo, que no creía en ninguna. Dudaba de todas, recelaba de cada afirmación heroica, desinteresada, generosa, idealista. Qué palabra. Sesenta años de estupidez nacional habían repetido sistemáticamente esa palabra que carece de significación.

Yo me quiero ir de aquí, de este departamento transformado en comando de operaciones, de esta terraza alcahueta, de los grandes paquetes de papel enrollado con que introducían las armas al departamento, de las mesas de dibujo anchas y gruesas en cuyo interior transportaban los fusiles FAL desarmados y las pistolas ametralladoras.

Manuel interrumpió esas peligrosas reflexiones y me indicó que saliéramos. Buscamos el auto en un garaje vecino y marchamos hacia la provincia. En una linda casa con jardín encontramos al Comandante que nos habló con la seriedad de costumbre. Este nunca aprendió lo que es un gesto amable. Ni siquiera me interesó vincularlo al pasado de Norma. No existía. Preguntó a Manuel si yo estaba enterado de todo. Interrumpí en un esfuerzo de humor y comenté que, como siempre, no estaba enterado de nada. No hubo ni una sonrisa.

-Sabemos que usted no es un militante convencido, pero tampoco es un traidor -dijo.

Si no soy un militante convencido, pensé, aunque traicione tampoco sería un traidor en rigor de verdad. El Comandante seguramente no había leído a Platón.

-Hemos tenido muchas bajas -continuó- y no podemos darnos el lujo de rechazar a quien puede sernos útil.

Eso ya era un halago. Entraba en la categoría de objetos usables. Como un fusil FAL, una escopeta de caño recortado, el teléfono o un automóvil bien cuidado.

-Hay que evitar las elecciones -ahora se introducía en la doctrina obligar al ejército a que conserve el poder a través de la multiplicación de la violencia; en eso se está trabajando, pero nuestra responsabilidad es llevar a cabo el atentado al presidente, en medio de su custodia. Debemos demostrar a todo el país que la seguridad no existe, que si este Gobierno integrado y apoyado por las fuerzas armadas no está en condiciones de lograr la pacificación, ni impedir la violencia, menos lo hará un Gobierno civil, que de alguna manera ahora, desde la oposición, alienta la violencia. Usted dirigirá y resolverá el momento del operativo en la Avenida del Libertador. Manuel lo cubrirá con un dispositivo que ya está preparado para facilitarles la fuga. Simultáneamente se concretarán atentados en el interior del país contra jefes militares y unidades del ejército. ¿Comprendido? Claro, comprendido. No me había dicho nada que no supiera y había usado un tono como si estuviera revelándome la verdad universal, la esencia del principio del bien y del mal, el sentido de la vida. Le perdí el respeto. Me pareció un pelotudo.

Volvimos al centro. Manuel no formuló preguntas ni hizo comentarios, pero estoy seguro que de alguna manera había adivinado mi reacción. Si Manuel era como yo imaginaba, debía pensar lo mismo que yo. Pero ¿qué era Manuel? ¿Quién era? Cómo mantenía ese rol de segundón instrumentador de los planes del Comandante si a la legua se veía que era más inteligente y con una personalidad más poderosa. No entendía, y había llegado a un punto en que no me interesaba entender. Quería desaparecer. No sabía cómo y además tenía la convicción de que era imposible. Estos son fanáticos y me la darán en cualquier lugar. Hoy, mañana o dentro de un año. Pero, ¿son fanáticos? Esto me pareció una reflexión falsa tomada de la literatura convencional del periodismo. ¿Fanáticos? No era la expresión correcta. En realidad parecían alentados por una profunda, inconmovible, inviolable convicción de que estaban salvando a la Patria. Claro, igual que el comisario Toquero y sus torturadores. No como el sargento, muerto inútilmente por sus domésticas y elementales convicciones. Por su fidelidad hacia todo lo que sencilla y primitivamente amaba. Su mujer, su traba, su deber, sus amigos. Por eso se muere, en cambio los salvadores de la Patria matan. Y yo estaba enrolado ahora en uno de los bandos de los salvadores de la Patria. Me había convertido en protagonista. Había abandonado el peligroso y heroico sector de los testigos.

Durante la tarde revisamos cuidadosamente el plan. El auto cargado de gelignita, el equipo de control remoto para explotarlo, los tiempos de la operación, la oportunidad para empezar con los disparos, el tiempo previsto de la confusión, las huidas alternativas de la comitiva presidencial y la nuestra. El lugar de reunión después del ataque se conocería el mismo día de la acción. De esa manera se evitaba, en el caso de que alguien fuera detenido en los días previos, que la policía pudiera preparar un operativo de copamiento.

Esa noche el presidente habló por televisión. Lo vimos con Norma desde la cama. Habló de la salida política. Propuso un gran acuerdo. Todo el país debía participar de ese acuerdo. Invocó la fidelidad al ser nacional. Esa expresión no puede faltar en los discursos militares. El ser nacional. Mencionó las ideologías extrañas. Otra. El trapo rojo y la bandera. Siempre la misma literatura, cursi y de mal gusto. El que no está con el Gobierno, con el poder, según la opinión del presidente, está con el trapo rojo, en contra del ser nacional y alienta ideologías extrañas.

Yo debía ser la excepción que confirmaba la regla. No era marxista por formación mientras que por educación y vocación era más criollo que el mate. Y naturalmente, como consecuencia de las premisas anteriores no sentía ninguna atracción por el trapo rojo y lo que representaba. Lo cierto es que de lo único que no había oído hablar en este complejo grupo humano del que ahora formaba parte de una cierta manera involuntaria, era de ideologías. Seguramente ese tema estaba reservado a la cúpula conductora. Al pelotudo del Comandante y a Manuel, con esa cara de rusito inofensivo.

Yo debía ser un idiota útil, un camarada de ruta. Para los que manejan el poder los que no acatan sus decisiones son comunistas o idiotas útiles.

Para los que están en contra del poder, desde el presidente hasta el portero del ministerio de economía son agentes de la CIA. Lo grave de la cosa es que parece tan ridícula que puede ser cierta. El presidente habló contra la delincuencia subversiva. No dijo nada de los negocios con la importación de petróleo, ni con la exportación de cereales, ni sobre la operación con las divisas que manejaban alegremente las financieras privadas informadas oportunamente por los funcionarios del Estado sobre las nuevas medidas de regulación, ni tampoco habló de las coimas que había que pagar para obtener certificados de importación. Había que darle a la guerrilla, a los agentes de la Cuarta Internacional que pretendían subvertir el orden en América. Y el orden era expresión, naturalmente, de los que manejaban el orden. De los que permanecen. De los que se benefician con el orden, aunque ese orden estableciera las condiciones que determinaban que la Argentina fuera cada día un país más disgregado, postergado, liquidado. Pero en orden. Los representantes legítimos del orden manejaban el poder financiero, y sus lenguaraces a sueldo cuidaban de su prestigio en diarios, revistas, radios, canales de televisión. Sus ideólogos eran candidatos a premios Nobel y profesores universitarios. Abogados sus defensores y protectores. Pero, ¿qué estudiaron los militares en la Escuela Superior de Guerra? ¿No saben qué cosa es la defensa nacional?

El discurso era bastante aburrido. Apagamos el televisor y permanecimos sin hablar. Pensando. No podíamos hablar del futuro. Hubiera sido solamente un rasgo de humor. Tampoco de lo que estábamos haciendo. Ambos advertíamos que nos faltaba convicción pero no era posible pensar en desertar. Norma tal vez sobreviviría por su antigua amistad con el Comandante. Yo estaría muerto antes de las cuarenta y ocho horas. No había alternativas para mí. Lo curioso es que estaba seguro de que en el momento decisivo algo me salvaría. Resulta difícil aceptar la idea de la propia muerte. Eso es algo que le ocurre a los otros. No a quienes aman la vida y la viven con intensidad. Que gozan y se deleitan con la realidad y el misterio. La muerte es para el Comandante y su ascetismo seco, sin esperanzas. Esos son los que deben morir. No los que juegan alegremente con la vida, con el sexo, con el misterio de cada nueva oportunidad, con el sol eterno, cambiante, regocijado, feliz de su enloquecedora y a la vez serena carrera por el espacio. La muerte no es para los que pueden permanecer horas mirando los dibujos que trazan las gaviotas en la violenta alucinación del mediodía en una playa. No es para los que esperan una mujer sabiendo exactamente todo lo que va a pasar o puede no pasar hasta en sus mínimos detalles, pero con el corazón saltándole en el pecho como si fuera la primera aventura importante de la adolescencia. La muerte no puede ser para quienes no la conciben, ni para los que la desprecian y no la tienen en consideración. La muerte debe ser para los fabricantes del terror. Para los que especulan con ella, creando las condiciones para que otros la teman. La muerte debe ser para los que la llevan adentro, obsesivamente, no de una manera fatal e inevitable como cualquier ser viviente para el cual constituye simplemente el término natural de la vida, sino para los que la usan como sanción. Como amenaza, como instrumento de dominación y poder. Como parte del terror, de la angustia, de la soledad, de la incertidumbre, de la noche, de los breves ruidos del silencio y del descanso. Los que nos desvelan y toman heladas las sábanas y transforman en estruendo el rumor de un gato en la azotea vecina. Hay fabricantes de muerte que merecen morir, así como los fabricantes de vida merecen vivir.

Estos pensamientos me habían llevado a una conclusión inoportuna para mi condición de enrolado casi involuntario en la organización guerrillera. Estaba también en una usina de muerte y era parte de ella. En poca medida, tal vez, pero era parte de ella. Tampoco era válida para mí la conjetura del objetivo. Todos los que matan, de uno u otro bando, seguramente calman su conciencia, los que la tienen, en razón de los objetivos que se inventaron para justificarse. Pretenden ser los ejecutores de una misión destinada a salvar la patria. Los verdugos instrumentales del ser y del no ser nacional. Aspirantes al bronce mediante la oportuna presión en el disparador de una escopeta Itaka o del interruptor de una picana eléctrica. Esto podría ser de alguna manera verdad, si no fuera que los actores materiales de estas brutalidades son por lo general bastante sádicos, estúpidos e irracionales. Matar a alguien previa violación y tortura, disparándole cincuenta balazos y volándolo luego con dinamita, acusa a una mente enferma merecedora de un chaleco de fuerza.

Un típico tarado mental sin posibilidad de redención, de la misma manera, que poner una bomba bajo la cama de la hija menor de un jefe de policía. La misma acción, merecedora de iguales calificativos. Se trata de un enfrentamiento entre tarados, en el más riguroso sentido de la expresión. Los que están en el medio están perdidos. Yo estaba en un bando, pero en realidad me sentía en el medio. Lo curioso es que la experiencia me indicaba que estaba más seguro en la situación de comprometido, que en la de no comprometido. Absurdo, pero real. Formar parte de la secta implicaba estar protegido por la secta. Igualmente para un miembro de la secta antiguerrillera representante del orden su rol era bastante cómodo, porque hasta los errores por exceso de celo en el cumplimiento de la misión debían ser bondadosamente justificados y disculpados por sus mandos. No era demasiado importante que ese exceso de celo hubiera determinado la muerte de algunas personas ajenas a cualquiera de las dos alternativas, porque no era admisible la hipótesis de ser ajeno. Finalmente ya no tenían oportunidad de protestar ni reclamar por sus derechos, perdidos definitivamente en algún baldío de los alrededores de la ciudad.

La explicación que había escuchado alguna vez es que se trataba de una guerra total en la cual nadie debía permanecer neutral. Olvidaban decir que no se trataba de una guerra de liberación nacional, tampoco una batalla para convertimos en una gran potencia política y económica. No hacíamos gala de heroísmo violencia y cobardía para terminar con una pesada herencia de torpeza, idiotez, falta de imaginación y coraje que nos había legado una clase dirigente decadente y mediocre.

Se trataba de una simple guerra de exterminio de alguna gente que pensaba de tal o cual manera, por obra de otra gente que pensaba lo contrario, aunque la información que determinaba las acciones, fuera real,  irreal, imaginada, conjeturada o urdida como parte de alguna frívola delación procesada por algún integrante de los grupos enfrentados.

Mientras tanto todo seguía igual y el ministro de economía, director de varias empresas internacionales que por una patriótica manera de observar la realidad acentuaban las condiciones de la dependencia, enviaba a su familia a vivir en el exterior, para preservarla de la locura homicida que no variaba esencialmente la realidad y costaba unos centenares de cadáveres por año.

-¿Me querés?

-Sí, claro.

-Vos estás en esto por culpa mía.

Me acordé del comentario de un policía en una conferencia de prensa, en la cual se refería a un militar comprometido con un grupo subversivo a través de su amante. «Le hizo el bocho» -dijo.

-No, vos no me hiciste el bocho. Si hubieras estado en un colegio de monjas, me las habría arreglado para ser tu confesor.

-Pero esto te puede costar la vida.

-Yo creo que nos vamos a salvar.

No puse mucho énfasis en la afirmación. No estaba demasiado convencido, salvo por esa irracional y optimista actitud ante la adversidad que había sido una constante en mi vida. Si siempre fue así, no tenía por qué cambiar.

-Tenemos que hacer algo -dijo Norma.

Me quedé pensando en eso. Hacer algo. Era poco lo que se podía hacer, sin embargo ese poco podía resultar mucho. Había que pensarlo. Las mujeres tienen un sentido de la realidad y una capacidad de reacción generalmente superior a la de los hombres. Yo pensaba que la salvación aparecería de alguna manera como un hecho mágico. Así tenía que ser, porque me resistía a imaginar que todo pudiera terminar como era previsible, no obstante los hipotéticos planes de huida de Manuel. Pero en la afirmación de Norma no había nada de mágico, ni contenía la menor intención de una loca fantasía. Tenemos que hacer algo era una expresión más importante de lo que revelaba. Implicaba una definición abrupta y planteaba la desvinculación de todo lo que estábamos haciendo, particularmente de lo que en este episodio o proyecto dependía de nosotros y de nuestra modesta participación en la guerra.

A partir de esta propuesta silenciosamente aceptada por mí, podía ocurrir cualquier cosa. Inclusive que reveláramos a nuestros ocasionales compañeros, involuntariamente, que habíamos tomado una decisión fácilmente interpretada como deserción o más precisamente como traición. En ese caso no tendríamos ninguna oportunidad.

-Vámonos del país -dijo Norma-. No tenemos antecedentes, podemos viajar hasta con nuestros propios pasaportes.

-No es así, mi amor. Nunca se comentó en los diarios mi desaparición y el comisario Toquero debe recordarme perfectamente. Estará convencido de que pasé a la clandestinidad. Y claro, no está muy equivocado. Eso encaja en su idea de que yo era un espía del grupo. Debe estar buscándome y los policías en los aeropuertos estarán alertados. No, eso no resultaría.

-Podemos pasar la frontera por cualquier parte. De contrabando-. La voz de Norma expresaba su angustia.

Era una situación extraña. Si no nos hubiéramos conocido, cada uno de nosotros hubiera continuado su rutina sin fisuras. Claras formas de vida. Conocernos y amarnos cambió nuestras convicciones, terminó con la mecánica  de nuestras acciones, alteró la habitualidad de nuestros actos cotidianos.

Habíamos traicionado un estilo de vida diseñado por las circunstancias, por la fuerza de las cosas, por nuestra voluntad. Rompimos un molde, esparcimos su contenido y con lo que quedó no habíamos sabido ni podido todavía, inventar un continente nuevo. El contenido tenía los mismos elementos, pero de otra manera.

-Para obtener documentación falsa tenemos que contar con la organización. No podemos conseguirla por nuestra cuenta.

En esta conversación había un aspecto del problema que no nos atrevíamos a mencionar. No era la huida la única alternativa. Había otra. Tomar contacto con la policía, con el comisario Toquero, por ejemplo, y ganar de alguna manera nuestra liberación, si esa era la expresión justa. No lo habíamos mencionado. Probablemente teníamos vergüenza de hacerlo. La cosa era demasiado dura. Conjeturar algo así podía tener consecuencias no solamente sobre nuestra propia estimación sino sobre lo que cada uno de nosotros pensaba del otro. No éramos traidores. No éramos delatores. Lo único que queríamos era poder vivir libremente, dentro de la relativa normalidad en que se puede vivir en un país que acumula cada día episodios de violencia y muerte. Pero esa alternativa a través de ese método, implicaba inexorablemente traición, cualquiera fuera la fórmula que intentáramos para justificarla.

Había llegado a la conclusión de que el mundo en que vivía, a la luz de lo que debía ser una existencia decorosa para todos, no me gustaba. Pero también sabía que a través de la violencia, el asesinato, la muerte, discriminatoria o no, tampoco podíamos llegar a una fórmula de convivencia razonable con alternativas para todos, en una sociedad que debía ser relativamente justa. Lo cierto es que el conocimiento directo de esa guerra, formando parte de uno de los bandos, me había esterilizado la capacidad de análisis. Cada vez era más confuso el camino orientado a revertir una situación que era objetivamente mala para los argentinos. Desde afuera resultaba más fácil anatematizar las dos alternativas, igualmente brutales. Desde adentro hacía un juicio de valor parecido, pero el desconcierto me impedía analizar una hipótesis alternativa para salir del pantano.

Norma permanecía en silencio como si siguiera mentalmente mis silenciosas reflexiones. Seguramente ella también había pensado en la posibilidad de acudir a la policía. Seguramente nunca lo diría. Yo tampoco.

 


 

- XIII -

 

Antonio Gómez iba sentado en el asiento trasero de la limosina del presidente. Trataba de disimular la idea de que era un señuelo, actividad a la que lo habían dedicado desde hacía dos semanas. Le comunicaron su nueva responsabilidad como si lo premiaran con un ascenso por la muerte de su tío el sargento Rodríguez, a quien habían encontrado muerto a tiros en la banquina de una carretera de la provincia.

Antonio Gómez apenas conocía a su tío porque se trataba de un pariente más o menos lejano, pero ahora le había servido para el ascenso y eso era de alguna manera una suerte. Sólo que esta tarea de atraer los tiros de los terroristas en la limosina del presidente no podía ser un gusto ni tampoco una vocación. Tenía en claro que los terroristas eran unos hijos de puta, pero el presidente y sus amigos, a su manera, también. Pero de otra clase. Esto era claro para la simplista lógica formal de Antonio Gómez que nunca se había preparado para trabajar como policía, cambiaba empleos frecuentemente por su incapacidad de asumir algún oficio y porque en realidad le gustaba la vida sin compromisos ni problemas, pasear, las mujeres y la plata fácil.

Llegar a la policía había sido un buen puerto para cumplir, por lo menos parcialmente, ese modelo de vida. Pero no tenía nada que ver con su rol de blanco móvil, en el asiento del auto del Presidente, esperando que a los terroristas se les ocurriera acribillarlo a balazos. El trabajo en la policía se estaba tornando peligroso desde que integraba la custodia.

Antonio Gómez no tenía preocupaciones ni intereses políticos. La muerte de su tío le había hecho pensar, pero no mucho. Más que una reflexión política le generó una verdadera curiosidad por la conducta de su pariente, hombre tranquilo, buen padre de familia, sin audacia ni interés por la aventura. De ninguna manera un héroe. Sin embargo, ahora decían que era un héroe y estos comentarios le resultaban agradables pero desconcertantes.

El auto marchaba a regular velocidad, mientras los motociclistas apartaban a los tipos que no se habían dado cuenta que venía el presidente. Antonio miraba a la gente caminando por las veredas, los balcones sobre la avenida y las ventanas, desde las cuales se podía disparar y hacer un desastre antes de que ellos tuvieran tiempo para reaccionar. El gringo Biancoti, sargento veterano de la motorizada estaba sentado al volante. Era una garantía.

-Me jubilo el mes que viene, Negro -comentó.

-Qué bueno, señor, lo felicito. Entonces se dedicará a la vida tranquila.

-Eso espero. Aunque será difícil. Ya no hay ningún lugar para disfrutar de vida tranquila. Además la jubilación no es un lujo. Una forma de cagarse de hambre en casa.

Quedó en silencio. -Tendré que seguir trabajando. Un amigo me habló de una compañía privada de seguridad y custodia, organizada por militares retirados. -Seguía en realidad hablando consigo mismo-. Tal vez siga allí. No me veo como desocupado después de treinta años en la institución.

Antonio pensó que los viejos le llamaban a la policía, la institución. No sabía qué querían decir, pero debía tener un sentido profundo que se le escapaba.

Un auto superó la velocidad del vehículo del presidente, conducido por una mujer joven y rubia que miró con indiferencia hacia la enorme limosina. No podría ver nada a través de los vidrios polarizados si la intención era descubrir la presencia del presidente.

Antonio pensó que todos terminarían locos porque nadie se salvaba de las sospechas. No era para menos. La bomba que mató más de cien personas en coordinación policial fue puesta por un oficial, socio de los terroristas. Finalmente lo descubrieron, pero no pudieron procesarlo. Hubiera sido un escándalo porque se trataba del ayudante del Jefe de la institución.

Igualmente fue castigado. Cayó por el hueco del ascensor del Departamento de Policía. Se habló del accidente durante varias semanas. Después fue olvidado.

Antonio no podía olvidarlo porque ese día había estado comiendo en el comedor de coordinación y se había ido diez minutos antes de que explotara la bomba. Le costó varias horas de interrogatorios hasta que se dieron cuenta de que no podían esperar nada de él. Ni malo ni bueno. Parecía inexistente. Sin embargo había llegado como auxiliar a la residencia presidencial, terminó en la custodia y ahora, sentado en el asiento trasero de la limosina se consideraba uno de los hombres del presidente. Eso servía para las minas y además él era un negro simpático.

El sonido primero fue imperceptible. Como un lejano repiqueteo de granizo en el techo de un galpón de zinc. La relación entre el repiqueteo y el hecho de que uno de los motociclistas cayera de costado y su moto comenzara a girar enloquecida con el motor a toda marcha, y sin su conductor, tardó en abrirse paso en la conciencia elemental y primitiva de Antonio Gómez.

El gringo Biancoti tenía buenos reflejos, pero su iniciativa fue también su perdición. El primer tiro de bazooka se estrelló contra la pared del ferrocarril en un chisporroteo de fuegos artificiales. El segundo tiro alcanzó de lleno la limosina, atravesada en la avenida por una brusca maniobra de Biancoti que intentó con eso detener el avance hacia el peligro.

El Negro Gómez descendió con la ametralladora en la mano y corrió a refugiarse bajo la recova.

Desde allí vio cómo la limosina se convertía en un volcán en erupción terminando con las fantasías de jubilado del sargento Biancoti. En ese momento tuvo la absoluta convicción de que los terroristas eran unos hijos de puta que debían ser exterminados, pero que él no tenía el coraje ni la voluntad de hacerlo. Estaba aterrado.

A pesar de lo cual llevó a cabo una serie de actos reflejos sobre los que tomó conciencia más tarde, cuando todo había terminado y encontró un nuevo rol, inesperado, en su vida de mediocre aventurero de barrio.

Se reunió con los policías que habían descendido de los otros autos, más tres motociclistas, y comenzó a correr hacia adelante, hacia lo que imaginaba como el lugar de donde había partido los disparos de fusil y también los de bazooka, porque a pesar de sus pocos conocimientos sobre la vida de policía y su entrenamiento, había visto en las películas de guerra disparar bazookas contra los tanques, con resultado parecido al que había calcinado al pobre Biancoti y a ese auto de mierda donde realmente debía estar el presidente y no Biancoti.

Estas cosas se le fueron ocurriendo mientras corría como loco, a la cabeza de sus compañeros, sin calcular hasta dónde debía hacerlo y si se encontraría con esa aterradora ficción, que habían sido los terroristas para él, hasta ese momento. O en todo caso alguien le ordenaría detenerse y trepar por una escalera que nadie sabía a dónde conducía. O una bala de las que seguían rebotando en el pavimento, terminaría por anticipar la orden,  frustrando su imprevisible acción involuntaria, que pasó a los anales de la historia policial como un gesto heroico y encomiable.

En ese momento se encontró con otros policías que venían en sentido contrario. No intercambiaron disparos porque advirtieron su identidad antes de atinar a sacar el seguro de sus metralletas.

Entonces hubo un rápido intercambio de información, como un análisis de situación, seguido de una decisión táctica en medio del campo de combate, porque no era otra cosa ese sector de la avenida con una enorme limosina quemándose, ahora lentamente como una pira funeraria, varias motocicletas destrozadas en medio de la calzada, tres o cuatro policías evidentemente muertos o gravemente heridos, disparos por todas partes, y como si eso no fuera bastante, dos carros de bomberos con sus sirenas ululando a su máxima potencia incorporaron un elemento más de locura al escenario lleno de humo, ruidos, estallidos, gritos de terror y de alarma entre los que debían ser directos protagonistas del drama, y las víctimas de los choques inevitables que se produjeron en la avenida, a esa hora en la cual los automovilistas se dirigen a su trabajo en la ciudad y no están preparados para enfrentarse con una limosina destruida por una bazooka, varios policías muertos en su brillante uniforme azul con correaje blanco, ni un grupo de civiles con aspecto indefinible corriendo por la vereda, apuntando con sus armas a todos los que todavía no se habían ocultado en los edificios, porque imaginaban que cualquiera podía ser un miserable terrorista acechando la oportunidad de convertirse en asesino.

Antonio Gómez detuvo su insólita carrera y se preguntó qué estaba haciendo y adónde se dirigía. Miró a su alrededor buscando una respuesta. En ese momento vio a la anciana arrodillada en un rincón de la escalera, como un ovillo de lana desteñida o un trompo con el hilo sin tensar fuera de su hipotético objetivo. Pensó que estaba muerta, como una momia en cuclillas, pero en realidad solamente estaba esperando que le preguntaran algo sobre la gente del último piso, la de la compañía de publicidad que en lugar de trabajar se pasaban la mañana en el techo, porque ella los veía, aunque se cuidaba muy bien de que no se dieran cuenta de su presencia y si esto ocurría, miraba al cielo o a los helicópteros, porque siempre había alguno a esas horas de la mañana, revoloteando como un alguacil ruidoso sin objeto ni destino, porque giraba, volvía sobre el mismo rumbo, descendía o ascendía, pero siempre terminaba marchando hacia el horizonte. Cualquiera podía sospechar que eso era puro disimulo, y alguno de los que estaban en el helicóptero debía mirar para abajo, probablemente sin ver nada, porque era difícil a esa velocidad y teniendo en cuenta que los muchachos de la compañía de publicidad habían construido una especie de techo, más alto que el correspondiente a la terraza, lo cual era muy raro. Ella no lo había contado a nadie todavía, pero ahora que estaba ocurriendo lo que había podido ver cuando venía de la panadería, creía que valía la pena decírselo a alguien, porque debía haber alguna relación entre la extraña conducta de esos muchachos que tomaban sol en la terraza y las explosiones en la calle.

De manera que cuando el Negro Gómez empezó a tocarla para saber si estaba muerta, viva o solamente asustada, le dijo que se dejara de molestar y que no perdiera tiempo porque los muchachos estaban arriba todavía, y aunque pensaba que eran buena gente, amables en sus saludos matutinos, ese techo artificial algo debía tener que ver con alguna cosa fuera de la rutina, y lo que estaba pasando, que ella no entendía muy bien, pero imaginaba, por las explosiones y los gritos y toda la gente con armas en las manos, no era precisamente una rutina a la que estuviera acostumbrada.

Gómez no entendió nada. Pensó que precisamente en ese momento, que intuía como la gran oportunidad de su vida, venía a tropezar con una vieja loca o por lo menos enloquecida por lo que estaba ocurriendo. Con un gesto de forzada solidaridad, pero con un profundo malhumor la ayudó a incorporarse, la llevó hasta el ascensor y le dijo que se quedara en su departamento sin asomarse hasta que todo hubiera pasado.

Por eso cuando la anciana señora le dijo con una violencia desusada y resentida que era un pobre imbécil, el Negro Gómez reflexionó que le resultaba difícil entender a la gente en general, igual a los jóvenes que a los viejos, y en medio de lo que estaba ocurriendo le acometió un gran desaliento y llegó a un punto en que no sabía si avanzar, retroceder, quedarse protegido por el vestíbulo del edificio, sumarse a sus compañeros que seguían corriendo sin meta cierta o negarse simplemente a participar, como consecuencia de una intuitiva y visceral convicción de que no sabía en qué participar ni cómo, a pesar de llevar una ametralladora en la mano y haber visto cómo el pobre sargento Biancoti se consumía entre las llamas de la limosina.

Una terrible explosión interrumpió sus reflexiones. En ese momento presenció un espectáculo que seguramente jamás vería repetirse, ni podría olvidar, ni dejaría de relatar a sus hijos y aun a sus nietos, muchos años más tarde, cuando ya se había convertido por obra de las crisis, los golpes de Estado, los atentados subversivos y la violencia de las fuerzas de represión en jefe de investigaciones de la Policía Federal.

La explosión fue seguida por una cascada de llamas, humo y gritos de horror anticipando la caída del helicóptero en medio de la Avenida del Libertador, donde rebotó, reventó y se esparció en miles de fragmentos que convirtieron en una escandalosa corrupción plástica el frente de los edificios, que agregaron un estallido de vidrios multicolores en los cuales se reflejaban las llamas del aparato, que ya no era ninguna cosa organizada ni racional, con una mecánica y un objetivo lógico, sino un montón de hierros retorcidos, humeantes, desoladamente trágicos a pocos metros de los restos de la limosina.

Antonio Gómez apenas advirtió la presencia de la pareja de jóvenes que había salido del ascensor y que a su lado, tomados de la mano, se incorporaron como testigos de ese espectáculo caótico y desconcertante. Solamente les dijo que se quedaran a cubierto o volvieran a su departamento, pero la advertencia fue solamente una especie de reflejo condicionado, porque el Negro Gómez había vivido e incorporado miles de experiencia en esos pocos minutos, a partir de la primera explosión del disparo de bazooka y su actitud era ahora protectora, como representante de la ley. Por eso cuando salió de su refugio y se unió a sus compañeros en la calle, que ya sabían que el helicóptero había sido derribado también con un tiro de bazooka, se sintió sorprendido porque los jóvenes, como ajenos a la tragedia que se desarrollaba sobre la avenida, retrocedieron en dirección a Plaza Francia y sólo después de varios minutos, críticos para quien participa de un frente de guerra, estableció una relación entre la pareja, las advertencias desechadas de la vieja sentada en la escalera y la certeza de que el fuego y la agresión habían partido de la terraza de algún edificio de departamentos como podía ser ése en el que había estado refugiado.

Gritó a sus compañeros que debían subir hasta la terraza, mientras con la mayor rapidez posible describía la pareja a un policía, que se dirigió a paso rápido hacia la Plaza Francia.

El Negro Gómez, sobrino del héroe muerto en la carretera de la provincia, se había convertido en jefe y sus intuiciones diseñaron el operativo que culminó en la terraza del edificio donde no encontraron a nadie, aunque sí rastros de la presencia de los terroristas.

La bazooka, vainas servidas de balas de fusil y ametralladoras, varios fusiles FAL y tres ametralladoras, un cajón con armas cortas y varias granadas unidas a cables eléctricos, preparadas para explotar con un equipo de relojería.

Los terroristas escaparon por los techos de las casas sobre la calle Arroyo. Allí los estaban esperando los patrulleros de apoyo que desde los primeros minutos rodearon la manzana. En realidad todos podrían haber escapado con tiempo suficiente, pero la idea de destruir el helicóptero, como una demostración de fuerza y potencia militar les hizo perder los pocos minutos que tenían para aprovechar el operativo montado por Manuel.

Dos terroristas salieron a la calle por la puerta principal de un edificio con las armas en la mano, sin intentar disimular su participación en el operativo y se dedicaron a tirotear a los policías de los autos patrulleros, que fueron sorprendidos en pleno desconcierto, porque aparte de la convocatoria de la radio policial, no recibían instrucciones ni les comunicaban un proyecto de reacción contra el ataque.

Uno de los terroristas logró subir a un auto que esperaba en marcha y aceleró hacia la esquina para salir a Juncal. El otro fue muerto mientras gesticulaba como un espantapájaros azotado por el viento, y se estrelló contra la pared desde donde fue deslizándose lentamente hasta quedar sentado en la vereda en medio de un charco de sangre que goteaba hasta la alcantarilla.

Un policía se le acercó y le pateó la mano en la cual todavía empuñaba el revólver. Fue su último gesto, porque otro terrorista salió de un departamento vecino disparando con su revólver, empuñado con ambas manos, y prácticamente le voló la cabeza. El policía permaneció parado como una imagen atemporal, sorprendente, un maniquí de alguna tienda en la cual se vende ropa militar, después levantó los brazos lentamente y cayó para atrás en medio de un charco de sangre.

La huida del auto de los terroristas tuvo un abrupto final en la esquina, despedazado por las balas de las metralletas y los disparos de escopetas que lo fueron convirtiendo en una chatarra humeante. Al final de una carrera, loca y sin real control, guiado solamente por su propio impulso y no por el conductor, que estaba muerto, se estrelló aparatosamente contra las puertas de hierro de un enorme y bello edificio del siglo pasado, refugio de viejas familias en decadencia, algunos de cuyos miembros meditaban seguramente en la fatalidad de vivir en un mundo que había cambiado y era difícil de interpretar.

Norma y su acompañante fueron recorriendo un complicado itinerario entre los cientos de automóviles detenidos sobre la avenida y alrededor de la Plaza Francia, con la seguridad de no ser reconocidos, confundidos con los miles de peatones, automovilistas, curiosos y estudiantes de la facultad que a esa hora y en esa circunstancia, se habían multiplicado de manera misteriosa.

La avenida que rodea la plaza se había convertido en una inmensa playa de estacionamiento, una especie de feria, una kermesse de gritos y colores, rostros silenciosos y preocupados. Miedo y angustia de quienes se enteraban de la magnitud del episodio por las radios de sus vehículos.

Norma y el periodista habían cambiado el curso de acción previsto por Manuel y caminaban rápidamente entre los automóviles y la gente, que se aproximaba al lugar impulsada por una curiosidad temerosa pero irresistible. Querían alejarse del lugar del atentado, de la organización terrorista, de la policía, de la pugna mortal entre los beligerantes. Se sentían libres, como si su participación en el atentado hubiera sido suficiente para cumplir el pacto de lealtad con la organización, el último acto de un drama que los tuvo como protagonistas forzados.

Curiosamente, deslindaban su responsabilidad de la tragedia como si la acción desarrollada por cada uno de ellos, formara parte de un gran fresco sobre la vida política cotidiana, en el cual el artista hubiera dibujado sus figuras como elementos decorativos, sin consultarlos sobre su voluntad de integrar el conjunto.

No querían preguntarse cuál había sido el destino de sus compañeros. Su objetivo consistía en acercarse al lugar donde habían dejado estacionado el automóvil el día anterior.

Cuando descubrieron la mancha marrón del vehículo, cerca de la puerta del Convento de los Recoletos, se detuvieron y abrazaron como dos jóvenes amantes, lo suficientemente inmaduros como para preocuparse solamente por sus impulsos eróticos, mientras el mundo se derrumbaba entre gritos, disparos y explosiones. Solamente que en este caso el recurso tenía como objeto analizar si había algún peligro, porque tenían la convicción de que alguien debía haberse preocupado por impedir la huida ya que el cambio de plan, cuando todavía estaban en la terraza con los otros terroristas, fue aceptado por ellos sin discusión lo cual tomaba esa conducta sospechosa.

No fue difícil descubrir los autos estacionados en la vecindad con gente adentro, ni los dos hombres vestidos de civil que conversaban con el encargado de la puerta del Convento.

Volvieron caminando lentamente a través de la plaza, en dirección a la calle Vicente López y desde allí hasta Las Heras y Pueyrredón, ya bastante lejos del lugar del ataque, donde tomaron un taxi hasta Belgrano.

Por la radio escucharon la crónica de lo que ocurría.

«Casi se cargan al presidente» -comentó el chófer. No había emoción, ni sorpresa, ni crítica en la voz del hombre. Solamente la expresión objetiva de un hecho puntual. El cronista decía que todos los terroristas habían sido abatidos por la policía. Ninguno había escapado, pero había varios muertos entre los policías, además de los tripulantes del helicóptero. El presidente fue informado en su despacho en la casa de Gobierno. Esa tarde daría un mensaje por radio y televisión seguramente para condenar el atentado y reiterar su decisión de convocar a elecciones.

Norma y el periodista no sabían adónde ir. Su plan original era alejarse en el automóvil hacia el interior, como simples turistas, pero el hecho de que estuviera vigilado indicaba que había algún traidor en el equipo. Implicaba también que habían sido identificados y que en ese momento las fuerzas de seguridad los buscaban.

No había lugar seguro.

Al llegar a Las Heras y Canning fueron detenidos por una barrera policial que pedía documentos a los automovilistas. No fue necesario ponerse de acuerdo. Abrieron las puertas del taxi y corrieron hacia una calle transversal mientras Norma sacaba un revólver de su cartera y el periodista  empuñaba una pistola de grueso calibre que hasta ese momento ocultaba bajo la campera.

Los policías gritaron la voz de alto y comenzaron a disparar. El taximetrero miraba la escena estupefacto. Los peatones gritaban asustados mientras intentaban refugiarse en los zaguanes o se arrojaban al suelo para evitar las balas.

Un disparo dio a Norma en la espalda y la tiró hacia adelante como si un ariete violento y terrible la hubiera hecho volar en dirección a su destino imprevisible y frustrado. El periodista se detuvo y miró el cuerpo inerte sin creer en lo que había ocurrido. Se volvió con la mirada vacía hacia los policías que avanzaban gritando que se rindiera. Supo entonces que estaba todo terminado y que no podía ser de otra manera. Levantó el arma y vació el cargador contra los uniformes azules mientras su cuerpo se retorcía como una marioneta a la cual le hubieran cortado los alambres que le daban cierta coherencia, como consecuencia de los impactos de las balas de las metralletas, que continuaron disparando cuando ya estaba en el suelo, encogido como un niño en posición fetal, casi derrumbado sobre el cuerpo de Norma.

Después se hizo un silencio total, roto a los pocos minutos por una ambulancia del hospital Rivadavia que venía a buscar los cadáveres. El oficial de policía a cargo del operativo se negó a que los cadáveres fueran cargados en la ambulancia, argumentando que había recibido instrucciones de esperar a su jefe. La gente del barrio se amontonaba en el lugar en un dramático silencio y a regular distancia de los dos cuerpos porque los policías formaron un círculo para impedir que se acercaran.

El sol del mediodía, lleno de vida y energía, otorgaba una cualidad grotesca a los dos jóvenes, como un misterio más de los millones de misterios que habría que desentrañar, para encontrar alguna coherencia racional que explicara las vicisitudes cotidianas, cuya naturaleza esencial permanecía invariable, desde el fondo remoto de la historia.

Veinte minutos más tarde llegó el jefe esperado. El Comisario Toquero observó en silencio los cadáveres y nadie podría imaginar lo que pasó por su cabeza en esos momentos. A su lado el Comandante, después de algunos segundos, impartió instrucciones al oficial de policía a cargo del operativo.

Los dos hombres se dirigieron a un automóvil de la policía después de autorizar el traslado de los cuerpos.

-Los hubiéramos necesitado vivos. Estaban quebrados y podían sernos útiles.

-Sí, comisario, pero ese periodista era un desordenado mental, en realidad irresponsable y no confiable.

A pesar de su aparente escepticismo se hacía cargo de las ideas como si fueran cosa propia.

-Usted lo trató más.

-Sí, y varias veces estuve a punto de hacerlo eliminar. Era errático y eso lo tornaba peligroso.

-No lo critique tanto, hizo un excelente operativo.

-Es cierto. -Permaneció unos segundos en silencio-. ¿Y ahora qué?

-Ahora el presidente entenderá que somos la tercera fuerza. Nosotros somos los árbitros entre los payasos del Gobierno y los terroristas. Supongo que abandonará la idea de convocar a elecciones. El país está en plena violencia y estas no son condiciones para iniciar un proceso formalmente democrático.

El automóvil marchaba por Figueroa Alcorta en dirección a la Escuela de Mecánica de la Armada.

-¿Dónde está Manuel?

-En Córdoba. Allí organizó un grupo que parece eficiente. Mañana le explicaré el plan.

La mañana parecía plácida, normal, con la rutina de los autos marchando a regular velocidad hacia la provincia.

-No pareció muy impresionado por lo de la chica, Comandante -comentó el Comisario Toquero.

El Comandante tardó en responder. Miraba por la ventanilla del auto en dirección opuesta al comisario.

-Es una vieja historia.

El auto se detuvo para esperar que abrieran el portón de la Escuela de Mecánica.

 

 

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