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FRANCISCO (PANCHO) ODDONE (+)

  SIETE CUENTOS INDECENTES, 1999 - Cuentos de PANCHO ODDONE


SIETE CUENTOS INDECENTES, 1999 - Cuentos de PANCHO ODDONE

SIETE CUENTOS INDECENTES, 1999

Cuentos de PANCHO ODDONE

 

 

Edición digital: Alicante :

Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2002

N. sobre edición original:

Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),

[Pombero], 1999.

 

 

PRÓLOGO

Pancho Oddone ha sido afortunado en la elección del título de esta nueva incursión en el género de la narrativa: «Siete cuentos indecentes». Es que ellos son, intrínsecamente, eso: indecentes. Y esto que digo es una constatación y no una denuncia escandalizada. Es que el libro contiene historias cuyos protagonistas se rigen por reglas opuestas a las que recitan gravemente -aunque no las cumplan- los buenos burgueses, esos sujetos aburridos y grisáceos que se atiborran con las revistas que se ocupan de los personajes de moda, mientras urden planes para seducir a la mucama (o al chofer según el caso) del vecino, y la mejor manera de engancharse con alguna de las mil y una formas de vivir a costa del Estado.

Ignoro si el título revela algunos sórdidos subsuelos de la atormentada psiquis del autor. No estoy seguro de ello. Toda afirmación al respecto sólo podría navegar en las aguas profundas de la conjetura, donde la adivinanza substituye a la comprobación y la intuición al raciocinio. Por eso debemos tomar con prevención al primer malvado que diga que la atenta lectura de los cuentos ofrece suculentas revelaciones a los devotos de la secta de Freud y de Jung; y que un congreso de miembros de esta fauna barullenta haría una fiesta con el análisis de algunos de los textos aquí presentados. Esta misma precaución tendrá que adoptarse ante aquel que trate de adivinar en el texto matices autobiográficos, dotados de un maquillaje superficial que apenas consigue apaciguar esas persistentes sospechas.

Pero dejemos de lado estas hipótesis alocadas y retornemos a lo más obvio: los siete cuentos reunidos en este libro. Lo indecente es el signo que preside a los protagonistas y a los desenlaces. Aquí tenemos al adúltero contumaz que, después de disfrutar las mieles del amor ilegal, recibe su merecido con la milenaria Ley del Talión; al pícaro que vive un romance veraniego con la hija de un amigo y que, como era de esperar,  después de embriagarse con la aventura, despierta a la dura realidad; la dulce adolescente que parece víctima de un complot para ser presentada como una asesina y que termina revelando oscuros aspectos de su verdadera personalidad; el marido que padece sus cuernos con la resignación enfermiza de un masoquista hasta que, acicateado por el alcohol, realiza un gesto tan heroico como inútil; la mujer que cree haber encontrado el amor de su vida -un mestizo bello y ardiente-, con quien realizará sus más alocadas fantasías hasta que, cuando éste resuelve dejarla reacciona con un coraje inesperado; el encuentro clandestino entre el patrón y la secretaria, en un coqueto departamento bonaerense, episodio que también concluye con un castigo sórdido y ejemplar, que pareciera dispuesto por el destino; las extrañas circunstancias por las que debe pasar un fugitivo de la represión política argentina, en su afán de poner tierra de por medio.

La mentira, la cobardía, la humillación, la inconsecuencia y la traición campean a lo largo del libro que, a la postre, se convierte en un catálogo de diversos aspectos de la condición humana. La lectura deja, por esa suficiente razón, un sabor excitante y perturbador. Los cuentos están excelentemente escritos, dentro de un estilo que ignora los tediosos recursos del realismo mágico, la épica latinoamericana o las exploraciones del subconsciente.

Sin descuidar la belleza del lenguaje, el autor nos propone un género que aplica a la crónica los métodos de la ficción. Quedará siempre la duda acerca de la verdadera naturaleza de los cuentos: cuadros de la vida real organizados con los recursos de la literatura o fabulaciones que aprovechan con éxito ciertos retazos de la cotidianeidad. El género ofrece enormes posibilidades a los escritores que se hallan de vuelta de las pompas y de las glorias del post-boom, y Pancho Oddone ha sabido internarse, con éxito, en este sugerente terreno, con la seguridad de un avezado explorador. La decencia, de seguro, no le hubiera sido de mucha ayuda para ello.

Helio Vera.

 

 

Enlace a la versión digital del libroSIETE CUENTOS INDECENTES en BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES

PRÓLOGO

UNA PREGUNTA INFANTIL

DE REPENTE, EN EL VERANO

ANGÉLICA ES UN ÁNGEL

MESALINA

«LAS COSAS NO TERMINAN ASÍ»

LA SIRENITA

EL FUGITIVO





 

UNA PREGUNTA INFANTIL

 

Anita nos guió por Berlín. Era la encargada de relaciones públicas de la empresa con la cual intentaba negociar un contrato para mi compañía. Su comportamiento era pulcro, eficiente, preciso. Representaba la juventud alemana nacida después de la guerra, protagonista del crecimiento incesante de una gran nación.

Exhibía, con recato, unas piernas largas y perfectas, un pecho alto y firme que pretendía asomarse por el discreto escote de su vestido y el pelo enmarañado y salvaje, sobre un rostro limpio de monja, como las que pintaba Hans Memling.

Alicia, mi mujer, no se dejó engañar, aceptó con buena educación y desconfianza sus gentilezas, observó recelosa las ligeras liberalidades de humor que intercambiaba conmigo, y no tuvo ninguna duda que se estaba tramando una infamia, cuando le informé que su vuelo a Roma partía esa misma tarde. Agregué que no tenía más alternativa que postergar el mío hasta el fin de semana, a pedido del presidente de la empresa anfitriona.

Volvimos al Hotel Kempinski como tres esfinges silenciosas, dispuestos nosotros a continuar el juego hasta el fin, y Alicia proyectando algún recurso heroico que pudiera desbaratarlo. El silencio implicaba una inequívoca comunicación subliminal, destinada a patentizar transparencia afectuosa, a la vez que complicidad culpable. Así suele ser la vida.

Yo amaba a Alicia. Le había pedido que participara del viaje, sólo que no pude prever la presencia de Anita, ni los ominosos sucesos de los cuales fui finalmente víctima.

Preparó su equipaje en silencio, me miró a veces con un relámpago de reproche en sus ojos negros, circunstancia que ignoré mientras fingía revisar papeles de la compañía. Letras y números aparecían como un remolino de confusas fantasías incomprensibles. Me sentí culpable, más exactamente, un hijo de puta, pero tuve el valor de continuar hasta el fin.

Anita condujo el auto hasta el aeropuerto comentando banalidades que a nadie le interesaban. Quedó a una discreta distancia, después de una insincera y efusiva despedida y yo acompañé a Alicia hasta la sala de abordaje. Mientras la conducía solícito del brazo, me confió dulcemente que jamás me perdonaría.

Esperamos que el avión partiera, atormentados por una tensión insoportable. Anita condujo el auto con imprudencia hasta el centro de la ciudad, trepamos impacientes en el ascensor del hotel hasta el piso noveno, abrimos la puerta del departamento con manos temblorosas, nos atropellamos al entrar mientras nos quitábamos la ropa y con un grito de walkiria, heroína de la leyenda de los nibelungos saltó sobre mí, me estrujó, golpeó y violó enloquecida de pasión, violencia despiadada y ensañamiento inmisericorde. Me sentí morir. Pensé en Alicia e imaginé que su venganza había comenzado.

La noche fue el marco misterioso del acoso constante y tormentoso de la muchacha, que parecía decidida a terminar con mis ingenuas trivialidades de macho indomable. Una cruel mentira. Hizo lo que quiso y lo hizo bien, anuló mis iniciativas, desarrolló su propio proyecto erótico y recorrió mi cuerpo con precisión artesana, absorbiendo sin descanso cualquier expresión de vida, que pudiera proclamar mi  mentida independencia de obrero del sexo. Fui dominado, expoliado, destruido y castigado. Si hubiera tenido algún coraje me habría refugiado en el baño, fuera de su alcance. No pude, no quise o no tuve la suficiente valentía como para aceptar mi cobardía. La noche se confundió con el frío azul del amanecer, que iniciaba la imperiosa rutina de un nuevo día. Mi fatiga era una historia incorporada definitivamente a la experiencia imperdonable de la derrota. Anita cumplía su misión con una helada pasión profesional y el resultado fue devastador.

Los negocios se complicaron y debí viajar a Hamburgo. La compañía insistió en que la encargada de relaciones públicas me acompañara como traductora y secretaria. En los proyectos de la compañía parecía estar incluido el exterminio de un salvaje de las pampas chatas, por obra de una descendiente de Odín.

Comprendí que Alemania hubiera decidido batirse contra una importante parte del mundo. En el espíritu indomable de Anita adiviné la eficiencia y la voluntad de un gran pueblo, finalmente derrotado por la proletaria mediocridad de la producción masiva y el primitivo salvajismo ruso.

Desde Hamburgo traté de comunicarme con Alicia en Roma. Era lunes, habían transcurrido cinco días desde su partida y en el Hotel Excelsior el recepcionista me dijo que no se hospedaba nadie con ese nombre. Me pidieron un segundo apellido y sus datos de soltera. Yo sabía que era contrario al orden y la costumbre que hubiera dado sus apellidos de soltera. El resultado fue previsiblemente negativo. Alicia no estaba donde debía estar. Había desaparecido. Curioso y sorprendente.

Las reuniones de negocios ocupaban menos del diez por ciento del tiempo útil. El resto del día y durante la noche Anita se alzaba como una diosa terrible y demoníaca al pie de la cama, contemplaba con serenidad y objetivos alarmantes el campo de batalla, en el cual un sudamericano extraviado sucumbiría sin remedio.

Propuse aprovechar el tiempo libre para recorrer la ciudad y sus alrededores. Pedí al conserje del Hotel Atlantic un mapa de la región y organicé una rutina turístico-cultural, con el objeto de poner distancia entre la intimidad del hotel y mi persona, sometida invariablemente a vejámenes indescriptibles cuyos detalles omito por mero prejuicio conservador.

La falta de información sobre Alicia ensombreció aun más mi caótica situación personal. Llegué a pensar que una extraña confabulación había cambiado el rumbo de mi viaje, porque si bien participé de la maniobra destinada a pasar algunos días con Anita, jamás imaginé que sería precipitado a una maratón erótica, que terminó sustituyendo el sencillo objetivo comercial, que me había llevado a Europa.

No supe cómo cambiar el curso de los acontecimientos. Carezco de la personalidad suficiente como para imponerme al acoso de una mujer como Anita, seguramente como consecuencia de una formación indulgente con las inclinaciones primarias de la gente en general, y de las mías en particular. Esta conducta, derivada de mi incapacidad para rechazar las hipótesis del placer, generó vendavales incontrolables en mi vida privada, y me aproximó finalmente a un epílogo dramático.

La cosa llegó a su clímax en Travemunde, localidad de veraneo sobre el Mar del Norte. Anita me desvistió en una playa solitaria, azotada por vientos helados. No tuve ninguna posibilidad de pedir auxilio, terminé con pulmonía en un  hospital bellísimo y aséptico, y con enormes marcas moradas el pecho, el estómago y el cuello, que recordaban las fotografías del domador del Circo de Moscú, destrozado por sus leones. No parecían consecuencia del frenesí amoroso de una muchacha con rostro de ángel.

Insistí en mis llamados a Roma. Esta vez al consulado y a un amigo del Ministerio de Relaciones Exteriores de Italia. Prometieron hacer una investigación para localizar a mi mujer. Alicia era mi verdadero gran amor. Quizá un poco fría y circunspecta, con una ternura medida, casi tímida, incapaz de desbordes ni violencias. Instalado dolorosamente en la cama del hospital viví una regresión culpable. La pulmonía y las grotescas condecoraciones, ganadas sin gloria ni esfuerzo, constituían la expresión tumefacta de una sanción justa, por el desvarío desleal con el cual había atropellado los finos sentimientos de mi mujer.

Durante los días en que permanecí internado, Anita montó guardia junto a la puerta de la habitación. En el pasillo. Aprecié su solidaridad cómplice, pero le rogué al médico que no la dejara entrar. Inmovilizado por los tubos de oxígeno estaba indefenso y desconfiaba de su prudencia. Llamaron del consulado en Roma. Habían localizado a mi mujer. Una información ambigua. No mencionaron ningún hotel a pesar de mi insistencia, estaba bien y no debía preocuparme. Pobre Alicia, no quería preocuparla a ella, mi pulmonía podía provocarle una crisis de consecuencias imprevisibles. Jamás volvería a actuar locamente.

Una semana más tarde fui dado de alta. Anita me condujo en silencio hasta Hamburgo. Llegamos al hotel y me acompañó hasta la habitación. No entró. Sentí un alivio injusto. Una especie de condena cobarde.

Al día siguiente llegué a Roma. Tomé un taxi hasta el consulado. El cónsul fue amable y extrañamente circunspecto, dijo que Alicia estaba instalada en una casa de la calle Andrea Dona. Tomé un taxi y le di la dirección.

-Bello posto -comentó el chofer.

No sabía lo que diría a mi mujer. No había previsto ninguna historia extraordinaria, para justificar los moretones, todavía de un color azulado tendiendo a rosa pálido. Soy un canalla, pensé, tal vez debía decirle la verdad. Pero la verdad generalmente implica una locura de lamentables consecuencias. Alicia me amaba. Me propuse dedicar los próximos meses a la reconstrucción de nuestra relación. Sería una tarea de buenos modales, un poco de ternura y mucho amor.

El taxi se detuvo ante una puerta enorme de madera labrada.

-¿Esta es la dirección?

-Eco, signore.

Toqué un timbre que sobresalía de la boca de un león de bronce, con ojos que me parecieron cargados de humor. Abrió la puerta un empleado, vestido con un mandil a rayas grises y negras.

Pregunté por mi mujer. Me hizo repetir el nombre, mientras me observaba de arriba a abajo con mirada innoble, sutilmente burlona. Me habían dicho que los italianos no tenían respeto por nada. Apenas por el Papa. El mucamo me cerró la puerta en la cara con una sorprendente firmeza, después de decirme que esperara.

Pagué el taxi que arrancó rápidamente y desapareció. Me sentía intrigado y desconcertado. No conocíamos a nadie en Roma. El mucamo volvió y me indicó que entrara. El  jardín y la casa se correspondían con la belleza imponente de la puerta. Alicia estaba sentada en una amplia reposera tapizada a rayas amarillas y blancas que hacía juego con otras, dispersas por el jardín. Estuve por avanzar rápidamente para abrazarla pero una sensación inquietante me detuvo. Un señor de pelo entrecano ocupaba otra reposera cercana y me sonreía con simpatía.

-Alicia -dije- no entiendo nada.

-Es fácil de entender. Voy a aclararte todo rápidamente. Me abandonaste por esa puta y vine a Roma. Conocí a Carlo Cavallerosi. Vivo con él.

Sentí que me precipitaban por la Garganta del Diablo en las Cataratas del Yguazú. Quedé atontado. Imaginé que era una broma. Algo en sus ojos me indicó que no se trataba de una broma. Se miraban con ternura. Yo había quedado al margen de la historia. No podía ser. Me estaba castigando. Lo tenía merecido, pero los castigos tienen un límite. Aparentemente vivía en ese palacio y con ese tipo. La mosquita muerta. Fría y sin pasiones. ¿Tan rápido? ¿Por qué no? ¿Nunca había conocido a Alicia? Pero me amaba y yo también a ella. Era un disparate, una estupidez. Una locura.

Entonces fue cuando el pequeño perro lanudo se me acercó y me orinó en el zapato. Lo miré con rabia. Al perro y a Alicia.

-¿Por qué me hiciste esto? -dije.

Ambos miraron al perro. Nunca llegaron a saber a quién había hecho la pregunta.

 

 

Buen amanecer

 

 

DE REPENTE, EN EL VERANO

 

Mario me alcanzó cuando salía del estadio.

-Te estuve haciendo señas. No me viste.

-Claro -lo miré sorprendido-. No podía verte entre tanta gente. ¿Cómo va todo?

Miré distraído alrededor. No me interesaba mucho la respuesta. Alguna gente abandonaba el estadio. Era demasiado tenis. El tercer partido llevaba dos horas y era imposible saber cuándo terminaría.

-Necesitaba hablar con vos. ¿Te acordás de Beatriz?

No me acordaba. Mario me recordó el personaje. Una linda muchacha que trabajaba en publicidad. Los había encontrado juntos en varios lugares. Pero a Mario se lo encontraba siempre con lindas mujeres en cualquier lugar de moda.

-Tengo un problema.

Guiñó un ojo. Había decidido que yo sería su cómplice. Se oían gritos de aprobación y aplausos. La gente desocupada de Punta del Este en el verano del 75 participaba de cualquier acontecimiento que distrajera de la rutina. Alguien había organizado un torneo de tenis. Seguramente un buen negocio. Mario trataba de saber si yo sería su cómplice. Generalmente sus problemas consistían en comprometer testigos falsos, para que su mujer pensara que era mentira lo que sin duda era verdad y le había contado alguna amiga indiscreta.

-Me voy mañana a Río con Beatriz.

-Eso será solamente parte del problema -Mario era transparente.

-Necesito que me hagas un favor. -Estaba tenso. Parecía cosa de vida o muerte.- Mi mujer está en Buenos Aires. Tiene que atender su consultorio. -Recordé que era sicóloga. Empecé a preocuparme. Un rumor de voces creció como un huracán y arrasó las tribunas. Los que salían volvieron al estadio. Quería irme. El sol era insoportable y no había ninguna sombra para protegernos.

-Estoy con Claudia. ¿Te acordás de mi hija?

Me acordaba. Una flacucha fea y mal educada. Se entrometía en las conversaciones sin ninguna gracia.

-No puedo irme a Río y dejarla sola. No es que no pueda - se rectificó- no creo que deba. Es de mal gusto.

Mario no hacía cosas de mal gusto. Le pedí que cruzáramos la calle para refugiarnos bajo un árbol. No le importaba el sol ni el calor. Estaba en otro problema.

-Vos estás con tu mujer y tus chicos. Podés invitarla a la playa. Tal vez a comer, alguna noche.

Lo miré asombrado. Confusamente adiviné la propuesta. Me transfería la responsabilidad de la hija, durante la aventura en Río. Los únicos chicos que me gustan son los míos. Los ajenos me parecen insoportables.

-Juanito -el tono era lastimero-. En veinte años nunca me había dicho Juanito. Ni él ni nadie. Me hizo otro guiño. Esta vez con el ojo derecho. - No te va a costar nada. Cuando van a la playa la llevan. - A la noche... No dijo qué podíamos hacer con la nena malcriada por la noche, porque una pareja lo interrumpió.

-Entendés, Juan. -Volvía a ser Juan. Lo de Juanito le debió parecer exagerado. Casi humillante. Vendría a casa a las ocho para que Claudia conociera a Julia. Me sentí derrotado. A mi aburrimiento en Punta del Este debía agregar la condición de niñero. Un aplauso ensordecedor indicó el final del partido. Eso pareció.

Eran más de las ocho cuando la empleada los hizo pasar. El tiempo había cumplido una juiciosa tarea. La niña era una belleza de largas piernas y melena lacia y negra. Me saludó con un beso. En la penumbra de la galería el brillo de los ojos fue un revoloteo de alas de mariposa. Enseguida llegó Julia.

-¿Esta maravilla es mi hija adoptiva? Qué orgullo. Hay que exhibirla a los amigos.

Se entendieron rápidamente. Una hora más tarde fuimos a un restaurante donde Mario había reservado mesa. Casualmente estaba Beatriz con una amiga. Les pidió que nos acompañaran.

-¿Negocios, sabés? Beatriz es la creativa de mi principal enemigo.

Admiré su astucia. Su enemigo terminaría pagando la semana en Río. Las mujeres miraron a Claudia. Un relámpago de estupor y fastidio. Para colmo era joven.

Me sorprendí ajeno a la conversación, observando a la muchacha. Escuché sus comentarios sobre el torneo de tenis. Una andanada apabullante de humor e ironía. Agudos comentarios sobre la gente no deportista y de pronto sorprendentemente aficionada al deporte. Mario y Julia le festejaban las ocurrencias. Beatriz y su amiga comían en silencio y la observaban con una sonrisa helada. No podía reconocer a la muchachita que molestaba en las reuniones de los mayores.

-Juan, Juan.

Julia llamó mi atención, para decirme que Claudia hacía caza submarina.

-Ya tenés una ocupación para la mañana. Por favor Claudita -el tono era de humor y fingida humildad- el pobre madruga y se aburre durante la mañana. Eso lo pone de mal humor. Al medio día nadie puede soportarlo. Por favor, llevalo a hacer caza submarina.

Mario dijo que había sido siempre la pasión de su hija.

-Vale la pena, Juan. El fondo del mar es un espectáculo alucinante. -Calló pensativo-. Uno debiera dedicarse a bucear. Tal vez allí se encuentra el sentido de la vida.

-Claudia -continuó Julia en un tono ligeramente burlón- descubrile a estos viejos el sentido de la vida. Parece que asombraste a tu padre. Ahora, asombrá a Juan. -Se volvió a las mujeres ensayando un susurro confidencial -voy a poder dormir en paz toda la mañana.

Cuando al día siguiente llegué al edificio de departamentos Mario salía para el aeropuerto. Después de un confuso «gracias hermano» trepó a un taxi que lo esperaba. En ese momento desapareció de mi vida. Claudia traía unos tubos de aire y patas de rana. Se cubría, si así puede interpretarse, con una salida de playa blanca de toalla, ceñida a la cintura por un grueso cinturón del mismo material. Descalza. Me sonrió como una niña buena, que ofrece un ramito de violetas a la salida del cine, esperando que se apiaden  de ella. Sin embargo la impresión no era clara. Resultaba confusa. Una caja de metal con instrumentos de pesca estaba al lado de la puerta. La había bajado Mario.

La mañana era cálida y el cielo muy azul, con algunos chisporroteos dorados y rosados. No había una nube.

En mi auto marchamos hacia la punta, flanqueando el puerto de yates, inmóviles como en una postal. La salida de playa se había abierto y las largas piernas color caramelo agregaron una cualidad inquietante a la serenidad de la mañana.

Dejamos el auto al borde del acantilado y descendimos hasta una angosta playa de arena blanca, que rodeaba un golfo de aguas profundas. La playa se interrumpía a veces con el acantilado, que descendía hasta el fondo del mar.

Era un lugar solitario, íntimo, divorciado de la ciudad. No se escuchaba otro ruido que el de las olas golpeando los arrecifes, desparramándose sobre la angosta faja de arena que desaparecía bajo el agua.

Acomodamos los aparejos de pesca, los tubos de aire y las patas de rana, en profundas cuevas cavadas por las olas en el acantilado. Nadie podía imaginar en la ciudad, la existencia de este lugar extraño y fascinante.

Claudia se quitó la salida de playa. No pude contener una exclamación de asombro, que cualquiera podía atribuir a la belleza del lugar. En una pequeña bikini negra exhibía un cuerpo bello, armonioso, involuntariamente provocativo. Se movía con naturalidad, preocupada por organizar la sesión de caza submarina. Tengo la impresión de que en ese momento un esbozo de sonrisa pasó brevemente por sus labios. Se colocó las patas de rana, los tubos y el visor y me indicó que hiciera lo mismo. Le obedecí sin saber muy bien lo que haría, una vez que tuviera puesto el equipo completo.

Claudia se introdujo en el mar y desapareció bajo la superficie. La playa descendía bruscamente hacia la profundidad de una hondonada natural, cavada por el mar a lo largo de un tiempo parecido a la eternidad.

Descubrí que no es fácil hacer caza submarina. Particularmente cuando se inicia la aventura abruptamente, sin preparación previa y se tienen cuarenta años. Resbalé al fondo de la hondonada. Me resultó imposible coordinar la respiración, con el dominio de los movimientos del cuerpo. Sentí que me ahogaba. No podía respirar. Los tubos me pesaban y las patas de rana en lugar de facilitarme los movimientos, me generaban una torpeza mayor.

En ese momento sentí que Claudia me quitaba de la boca el terminal de goma de los tubos de aire y me obligaba a aceptar entre los dientes, el terminal de su equipo. Me sostuvo con su cuerpo en un abrazo protector. Creo que mi miedo terminó cuando giró hasta ponerse frente a mí, y me indicó que alternáramos el uso de la boca de aire.

Sus pechos fumes y suaves resbalaban sobre mi cara, mientras nuestros cuerpos se entregaban a ridículas contorsiones con el objeto de dominar el movimiento de las olas y llegar a la playa. Este esfuerzo de supervivencia duró una eternidad. Como casi todas las cosas que tienen al mar como escenario y a la vez como protagonista.

Me derrumbé sobre la arena. Conservaba la sensación angustiosa de quien estuvo a punto de ahogarse. Claudia reía.

-Olvidé algunas instrucciones previas. No pensé que nunca hubieras usado tubos de oxígeno. Hay que abrir la válvula.

Respondí que sólo había usado oxígeno en mis cinco últimos infartos, pero era la enfermera quien operaba los tubos. Rió, nuevamente. Yo también. Semi ahogado, me sentí feliz y libre.

Ordenó que intentáramos nuevamente la aventura. Esta vez sin tubos, solamente con el visor que se prolongaba en un aparato de goma y plástico que emergía del agua para respirar.

El fondo del mar se veía mágicamente repleto de vida. Peces, tortugas, caballos marinos. Nos rodeaba una actividad incesante en el silencio. Por el contrario, parecíamos inmersos en una misteriosa inmovilidad. Claudia me guiaba por los rincones de ese mundo sorprendente, como una experta que exhibía un territorio exclusivo, de belleza deslumbrante. Me rodeó los hombros con su brazo, orientándome en la semipenumbra, mientras descubría con señas y gestos la diversidad de moluscos, peces y plantas acuáticas confundidos en un espectáculo de gran belleza. Nuestros cuerpos se estrechaban involuntariamente. Un abrazo inocente forzado por su voluntad didáctica. Los rayos del sol quebraban el hermetismo de las sombras profundas, multiplicando los colores, fugaces y cambiantes, como en un caleidoscopio.

Los ojos de Claudia bajo el mar, expresaban una fiesta de alegría y excitación. Su piel se había convertido en una condición insustituible de ese viaje encantado al pasado, si es verdad que allí están nuestros orígenes.

Salimos del mar gateando, todavía abrazados. Con púdica delicadeza nos separamos lentamente. Nos acostamos en la arena caliente, sumándonos al silencio de ese refugio cavado por el tiempo. Cerré los ojos. El recuerdo del mundo que acababa de descubrir fue sustituido por las fragmentarias y torturantes imágenes del cuerpo de Claudia, desplazándose en el agua a mi lado.

-¿Te gustó?

-Sí.

-¿Volveremos?

-Claro.

Me resulta imposible recordar cómo pasó el tiempo. En el puerto de pescadores comimos mejillones y tomamos vino blanco helado. Nos divertimos recordando historias del verano, en las cuales los protagonistas eran siempre los otros. Después buscamos a los chicos y la niñera y los llevamos a la playa.

Me sentí extrañamente desconcertado. Pensé si los confusos, tiernos y a veces violentos apretujones en el mar, habían tenido alguna cualidad diferente al azar, o al accidente originado por mi torpeza. Claudia miraba la gente y el mar. Los veleros quebraban la línea del horizonte.

Jugó con mis hijos pequeños, buscó berberechos entre los remolinos de arena producidos por las olas, cuando retrocedían, antes de lanzarse sobre la playa con renovada energía. Saludó alguna gente.

Yo había dejado de existir, si es que había existido alguna vez. Era una sospecha enredada en la fantasía de mi inconsciente. No me miró en ningún momento. Imaginar que pudiera ser diferente me pareció una pretensión ridícula. Extemporánea. Llegó Julia y desapareció completamente la magia. Las mujeres se sumergieron en una intensa, variada y convencional crónica del verano.

Esa noche fuimos a una fiesta. Claudia nos acompañó y distribuyó generosamente encanto y sonrisas. Nos marchamos durante la breve y profunda oscuridad que precede al amanecer. A las ocho, después de algunas horas de vigilia impaciente, toqué el timbre del departamento, en el momento en que Claudia abrió la puerta. Me dio un rápido beso y se volvió hacia el interior.

-Ayudame a cargar los tubos. Yo llevo las patas de rana. Pensé que no vendrías. Nos acostamos muy tarde. Una fiesta estúpida. Bueno, casi todas lo son.

La salida de playa era color verde agua. Habló sin parar durante el viaje hasta la punta. Bajamos del auto y descendimos hasta la playa. Era domingo. El silencio parecía haberse acentuado, si es que corresponde esa absurda presunción relativa al silencio. Dejamos los tubos, las patas de rana y los visores. La bikini era color rosa viejo. Renuncié a mirarla.

Me senté en la breve playa con las piernas cruzadas, como un Buda. La posición del loto, dicen los yoguies. Se sentó a mi lado en silencio y puso su brazo sobre mis hombros. Suavemente jugueteó con mi pelo. Entonces me volví y comencé a besarla.

Desprendí el sostén mientras Claudia me desabrochaba la camisa. Desnudos, rodamos sobre la arena hacia la hondonada profunda del mar. Trepamos nuevamente a la angosta franja de arena. Nos amamos con furia. Con deleite. El largo y suave grito de placer de Claudia se incorporó al rumor de las olas. Una bandada de gaviotas estalló en un revoloteo de plumas sobre el mar inmenso, terrible, mágico, profundo, misterioso como la aventura de los sentidos. Quedamos abrazados, silenciosos, temblando. Me pareció descubrir en sus ojos una dulce y rara ternura desconocida. Me sentí absolutamente feliz. En un segundo entendí que la vida sin ella carecería de sentido.

Durante seis días repetimos la comedia apasionante de la caza submarina. Claudia se incorporó plenamente a nuestra vida familiar y cotidiana, desempeñando roles diferentes pero necesariamente complementarios. Fue una niña tierna, verdaderamente dependiente, solitaria, inteligente y bella admirada por todos. También fue la mujer apasionada. Una tormenta en la arena y en la cama de su dormitorio.

Ejercicios complicados y excitantes de amor bajo el agua en la pequeña bahía de la punta, rodeados de peces de colores diferentes y cambiantes. Imágenes fantásticas de seres desconocidos, entre el brillo de las plantas acuáticas que relumbraban en la profundidad como oro viejo.

Nos hicimos el amor en el mar, en la playa, en su departamento, en el auto. Fuimos a playas distantes para gozar en otros escenarios. Para recordar y saborear recuerdos que serían eternos, totales, sin tiempo.

Supe que Mario había vuelto de su viaje a Río, cuando el viernes, a las ocho de la mañana, llegué al departamento y el encargado me dijo que el día anterior habían viajado a Buenos Aires, en un avión particular. «Sí, el señor y la niña. No dejaron ningún mensaje».

Permanecí inmóvil en mi auto sin saber qué hacer. De repente el verano se había vaciado, como si fuera posible la existencia de una obra de teatro sin personajes y sin argumento. Ella no estaba. Me convertí en una expectativa frustrada en un horizonte sin vida.

Volvimos a Buenos Aires. Marzo había llegado con su frío temprano y la aridez de una rutina inevitable. La llamé por teléfono muchas veces. Nunca estaba. Acababa de salir o estaba en la facultad. Sí, tal vez a la noche podía encontrarla.

La voz de la empleada de la casa sonaba igual que las respuestas impersonales, y sin emoción, de una eficiente operadora de la compañía de teléfonos.

Cuatro días más tarde Claudia atendió el teléfono.

-Te llamé varias veces -dije.

-Sí. Imaginé que eras vos porque no dejaste ningún recado.

-Te extraño mucho.

Mi voz parecía el lamento estrangulado de un condenado sin esperanza. No hubo respuesta.

-¿Me escuchás?

Continuó un largo silencio. Pensé que la comunicación se había interrumpido. Tenía proyectos que me acosaban impacientes y resumían una nueva alternativa para mi vida. Escuché su voz.

-Juan... El verano ha terminado. ¿Entendés? Eso fue todo.

 

La lección de música



 

ANGÉLICA ES UN ÁNGEL

 

Ignacio Aguirre recibió el título de abogado en el mes de mayo. Antes que pudiera festejar el acontecimiento, durante el mes de junio, su padre lo llevó al estudio jurídico del doctor Ludovico, su amigo y socio, en la construcción de casas baratas.

El señor Aguirre y el doctor Ludovico eran correligionarios.

La actividad del estudio no se limitaba al ejercicio de la abogacía. Con lúcida eficiencia y acierto político, además de buenos resultados, el estudio manejaba los problemas de los muchachos del comité. Robos, accidentes, homicidios, demandas por cobro de pesos y tramitación de pensiones a la vejez. Actividades que requerían contactos e influencia y se confundían con especulaciones aritméticas proyectadas hacia la próxima elección.

El doctor Ludovico y el padre de Ignacio habían logrado ejercer una particular gravitación en la zona.

Ignacio por su parte estaba convencido de que a partir de su egreso de la facultad, le cabía una misión particular, engendrada en el silencio y la soledad de sus estudios.

Pretendía iniciar un análisis inteligente y profundo de la Constitución, con el objeto de cambiar los parámetros sobre los cuales se había desarrollado su articulado original, vigente todavía, para incorporarle una condición social  hasta ahora ajena a los principios sectarios y exclusivos, que inspiraron a la vieja clase dirigente del país.

-Cambiar para progresar -decía- para hacer un país eficiente, moderno y con beneficios para toda la comunidad.

El señor Aguirre interrumpió el discurso del abogado recién recibido, cuando advirtió que los ojos del doctor Ludovico se empañaban con una mezcla de aburrimiento y fastidio, que podía amenazar la eventual ubicación del muchacho en el estudio «Ludovico Pracaris y Asociados».

Aspiraba a que su hijo fuera incluido en el segundo término: asociado. Para lo cual debía desarrollar servicios, en beneficio de la comunidad política, olvidando esa estupidez de la Constitución y del nuevo mundo, porque los correligionarios requerían su apoyo y solidaridad ahora, no después que a este mocoso de mierda se le ocurriera la fatigosa e inútil tarea de cambiar el mundo.

El primero y único término verdadero, en la composición formal de la sociedad jurídica, el doctor Ludovico Pracaris, volvió del más allá, extraña región a la que lo conducían sus meditaciones transcendentales sobre el destino de la patria, e irrumpió en el embarazoso silencio impuesto por su amigo Aguirre. Dijo:

-Mirá pibe, hay un problema concreto. Será tu primer trabajo para el estudio. ¿Oíste hablar del asunto de Angélica Maldonado, la chica acusada de matar una vieja en Pompeya?

-Sí, escuché. Leí en el periódico que la mató en complicidad con un desconocido.

-Bueno. Nosotros pensamos que son todas mentiras. Calumnias de los mitristas, diría mi finado abuelo. Lo que ocurre es que esa chica es hija del Chino Maldonado, jefe del sindicato de camioneros de larga distancia y con influencia en la coordinadora de transportes de la capital. Un peso pesado. Es nuestro amigo.

Escrutó en silencio la cara de Ignacio. No encontró ningún rastro que pudiera señalar alguna luz de comprensión o de alerta. Continuó.

-Quieren comprometer a la chica, para sacarlo de circulación al Chino. Como te imaginarás, no es buena recomendación tener una hija homicida. Sobre todo si la víctima es una buena viejecita de ochenta pirulos, a la que el barrio decía respetar porque cada uno quería adivinar dónde escondía la plata. Así presentaron el caso los periodistas, que como vos sabés, son todos unos degenerados que buscan sensacionalismo y nada más. La chica es inocente. Te lo digo yo. Esa es tu misión en este estudio. Demostrar que es inocente, lo cual te resultará relativamente fácil si sos ingenioso.

Terminó el discurso.

Venticuatro horas más tarde, después de leer los antecedentes del caso, Ignacio descubrió que no bastaba el ingenio. El mismo Mandrake retrocedería temeroso ante la necesidad de demostrar que la chica era inocente.

El lunes siguiente, después de inútiles y angustiosas reflexiones, resolvió alternativamente rechazar la responsabilidad e inmediatamente después asumirla. Recordó la vidriosa mirada del doctor Ludovico, se levantó temprano y marchó al Buen Pastor.

Sentía una nauseabunda presión en el estómago y desagradables golpes de acidez le inundaban la boca, anticipo invariable de un inevitable fracaso. La misma sensación irrumpía durante los exámenes, cuando no preparaba suficientemente las materias.

En este caso era al revés. Había leído todo el expediente judicial. Sabía del crimen más que la víctima y los victimarios, de manera que no tenía ninguna posibilidad de equivocarse. Sencillamente, fracasaría.

La humedad chorreaba por las paredes de la sala de abogados del viejo edificio del Buen Pastor, lo cual agregaba otra condición de incomodidad y fastidio a la espera.

Una jovencita de unos dieciséis años entró acompañada por una monja. Ignacio pensó que le traían un personaje equivocado. La monja se apresuró a confirmarle que esa niñita de ojos celestes, pelo rubio y figura de adolescente, era la que había descargado el martillo sobre la cabeza de la octogenaria.

La monja montó guardia al otro lado de la puerta. Ignacio quedó a solas con la muchacha, que con voz suave y sugestiva relató su historia.

Había obtenido el trabajo de dama de compañía sin ninguna recomendación. Leyó un aviso en el que ofrecían el trabajo. Su tarea consistía en acompañar y atender a una anciana sola. Le gustaba ayudar a los viejos, pensaba que era parte del deber de los jóvenes, que se proponen devolver a los mayores lo que recibieron en su vida. De esa manera fortuita llegó Angélica a la vida de doña Inés Barrientos, y posteriormente a su muerte, circunstancia que no estaba prevista en las expectativas laborales.

Llegó a amar a la viejecita. En poco tiempo intercambiaron confidencias. La anciana hablaba del pasado mientras la muchacha anticipaba sus proyectos sobre el futuro. Doña Inés expresó un afecto comprensivo y solidario con las inquietudes y esperanzas de la adolescente, que pasaba más de diez horas a su lado, preparaba la comida y cepillaba sus dientes. A veces le higienizaba el trasero, porque la anciana se movía poco, y con dificultad para afrontar sus necesidades elementales.

Angélica lavaba a mano alguna que otra ropita interior, que podía destruirse en el lavarropas. Nada pesado. Tal vez no se trataba de una actividad placentera, para quien desconociera el deber hacia el prójimo. Pero ese no era su caso. Una vez, seguramente como expresión de alguna misteriosa excentricidad senil, le pidió que extendiera las manos con las palmas hacia arriba, solicitud a la que accedió. Fue sorprendida por un acto inesperado. La viejecita descargó sobre sus manos una rama de fresno, dura y a la vez elástica. Dijo que ese gesto tenía un carácter casi sacramental, porque le recordaba su infancia y la buena educación que le dieron sus padres. Un reconocimiento póstumo. A ellos se debía el aprendizaje que la condujo a valerse  por sí misma, durante tanto tiempo. Ahora tenía una dama de compañía, es cierto, aunque no era precisamente una dama de compañía. Sólo una niña. Una presencia viva y cálida, que le permitía transferir los conocimientos adquiridos mediante la aplicación ocasional de la varita de fresno. La misma que utilizara su padre y, según dijeron tiempo atrás algunos parientes, desaparecidos como consecuencia de una inexorable fatalidad biológica, la misma vara que había utilizado el abuelo con su padre.

El hecho de que Angélica se hubiera incorporado a esa rutina, formativa y excitante, porque el episodio se repitió, aunque no con frecuencia, implicaba una prolongación generosa de la tradición docente de la familia, integrada por gente sólida y responsable, e impulsada por una vocación mesiánica, a velar por los otros.

El extraño y doloroso voluntarismo docente de la anciana, no alteró el afecto de Angélica hacia ese ser simple, bondadoso y desvalido. Al contrario, despertó su admiración.

Con una sonrisa colmada de ternura, la muchacha explicó que decidió enajenar horas de descanso, disimulando compensaciones tardías y generalmente incompletas. Entendió, como una expresión de confianza y necesaria interdependencia, los excesos de una anciana cargada de temores y falencias. De manera que terminó asociando su vida a la casa de la calle Perú, que empezó a considerar como un segundo hogar.

La prolongada exposición fue un murmullo, que invadió de calidez la sucia humedad de la sala de abogados. Angélica era un ángel.

Ignacio advirtió que el destino, siempre imprevisible, lo enfrentaba a ese caso extraordinario. Vio con claridad la compleja trama en que se enredaba lo fortuito, lo imaginado y lo supuesto. Una suma de obvias injusticias.

La ineficiente frialdad policial y la neurótica agresión de una comunidad desprevenida, manipulada por el periodismo, se habían asociado contra una muchacha sencilla, de buena educación y finos sentimientos, incapaz, no solamente de descargar un martillo sobre la cabeza de nadie, sino de empuñar ese martillo, por desconocer, básicamente, su específica funcionalidad y el equilibrio de peso y volumen, entre el mango y la cabeza.

Una verdadera ecuación esotérica y sumamente complicada, más allá de la obtusa intención de los acusadores, la arrastraron como un vendaval hasta las celdas del Buen Pastor y la hermética frialdad de las monjitas.

Ignacio supo que ése era su caso. Fue consciente de la sagacidad y capacidad de penetración sociológica del doctor Ludovico, por elegirlo para la tarea. No era una carga. Era una misión para la cual estaba dotado intelectual y espiritualmente. Las reformas éticas y funcionales que imaginó alguna vez, para las instituciones de toda la comunidad, se expresaban en el hecho unitario, pero universal, que protagonizaba Angélica, víctima de la podredumbre oportunista de policías ineptos, jueces abúlicos y periodistas irresponsables.

Había llegado la hora del éxito y de la fortuna. La notable presencia de la ocasión, única y veleidosa, a la que no dejaría escapar por negligencia ni cobardía.

Más allá de las consideraciones que apuntaban al éxito profesional, estaba la decisión de reparar una injusticia. Porque Angélica era sin duda, víctima de la pereza mental de los policías, que preferían una alternativa fácil en lugar de una alternativa verdadera.

El oficial de guardia le dio la información sobre el crimen.

-¿Usted investigó el asunto?

-No. El sargento García hizo la investigación.

El sargento era un gordo escéptico, de buen humor.

-No se gaste tordo. La guachita lo mató. No encontramos las joyas ni los veinte mil dólares que guardaba la vieja. Se los llevó la guachita con cara de ángel.

El comentario desagradable del sargento lo convenció de que su intuición era correcta. Se había impuesto la línea del menor esfuerzo. Hubo que encontrar rápidamente algún culpable, aunque no lo fuera, para que asumiera la responsabilidad.

-Le digo que se equivoca, tordo. El martillo tenía las huellas digitales.

El sargento quería ayudar. Le gustaba ese joven abogado que pretendía reparar injusticias.

Ignacio argumentó:

-Tomó el martillo en un gesto espontáneo. Quizá irracional. La señora estaba tirada en el piso con el martillo encima. ¿Cómo no tomarlo? Es un acto reflejo. Incontrolable.

-Puede ser. También lo contrario -insistía el sargento.- Tuvo tiempo.

-No, sargento. No tuvo tiempo. Los vecinos dicen que entró y en menos de un minuto volvió a salir pidiendo auxilio. No tuvo tiempo de matarla, robar las joyas y el dinero, esconder todo en algún lugar inaccesible hasta ahora y salir a la calle pidiendo auxilio. ¿Un minuto? Vamos... sargento. El sargento se limpiaba las uñas con un cortaplumas. Lo miró por encima de sus manos unidas, como para disparar el cortaplumas o rezar una oración.

-¿Qué le hace pensar que fue todo en el mismo momento? Ella era la única que tenía acceso a la casa. La última en salir y la primera en llegar. Robó las joyas y el dinero el día anterior. Tal vez muchos días antes. Después, el último día, fue todo teatro.

Ignacio lo miró con desprecio. El razonamiento era primitivo. Elemental. Demasiado simple para ser cierto. Lo tenía agarrado.

-Y entonces, ¿por qué la mató?

No hubo respuesta. Ignacio visitó a Angélica dos veces por semana, en los meses siguientes.

Ella dijo: cuando el día del crimen entré a la casa de la calle Perú, vi a doña Inés tirada en el suelo en medio de un charco de sangre. El martillo estaba sobre el pecho. Alguien había entrado trepando la pared del fondo que da a un baldío, porque la cerradura no había sido violada. Yo era amiga de la señora. Era su confidente. Me prometió que alguna vez me haría muchos regalos, porque yo era buena y disimulaba sus malos humores. Nunca más usó la vara de fresno, destinada a poner orden y obediencia. No había ningún desorden y yo era obediente. Bueno, nunca más no, la usó algunas veces.

Se le inundaron los ojos de lágrimas.

-Pobrecita -continuó- creía que me estaba haciendo un bien. -Se llevó a los ojos el pañuelo que le extendió Ignacio-. Por eso nunca se lo reproché.

-Hablan de un chico...

-No sé quién inventó esa versión. Entré sola. No había pasado un minuto cuando volví a salir y pedí auxilio. Nadie me acompañaba. Era muy temprano y la calle estaba vacía. Podía haberme ido, sin que nadie me viera. Pero hice lo correcto. Me di cuenta que podía estar muerta. Pedí auxilio. Tal vez no estaba muerta y era posible salvarla.

Ignacio le rodeó los hombros con su brazo. Intentaba consolarla. La monja se asomó y le echó una mirada de reprobación.

La acusación y la defensa eran igualmente cerradas, herméticas y sin fisuras. El juez estaba por dictar sentencia, de manera que había que apurarse.

Ignacio tenía que encontrar un nuevo argumento. Algún dato que probara la hipótesis del intruso que pudo entrar saltando la medianera. Además, no podía no haber rastros. Había rastros. Nadie se introduce en una casa para robar, calzado con zapatos y botas. Lo lógico era que hubiera usado zapatillas y éstas dejan huellas. Tal vez rastros de tierra en el patio interior, en el lugar en que Angélica encontró a la anciana.

-Fue baldeado después que se llevaron el cadáver -dijo el sargento.

-La policía científica -ironizó Ignacio ante el juez- borró las huellas del asesino.

El almacenero de la esquina recordó que había visto un tipo desconocido, rondando el barrio.

-Ahora que me lo pregunta, le digo que me acuerdo bien. Se lo dije a la policía, pero los tiras no me dieron pelota. Desde el principio dijeron que había sido la chica. ¿Cómo está la chica? ¿En el Buen Pastor, no? Pobre, se va a comer un montón de años. Un desperdicio, porque si no recuerdo mal, estaba bastante buena.

También Ignacio se había dado cuenta de que estaba bastante buena, como había comentado con vulgaridad el almacenero. Sabía que ese hecho no tenía que ver con la intensidad de su trabajo. Tampoco con su convicción de que era inocente. El vecino aceptó, a regañadientes, acompañarlo a conversar con el juez.

-¿No me voy a meter en líos, no?

-No amigo, se trata de una buena acción. Solamente decir la verdad. ¿Recuerda cómo era el tipo?

-Sí. La mañana del crimen también lo vi. Rengueaba un poco. Por eso me llamó la atención. Traté de pasar el cordón policial para decirle a un oficial que ese tipo parecía sospechoso. Me sacaron a empujones. Dijeron que no molestara. Al día siguiente hablé con el oficial que vino a inspeccionar la casa. Me miró con bronca. Le traía un problema.

-Vamos a decírselo al juez. Ese sospechoso le cambia el caso a la policía. Y a mí... También al juez.

No encontraron el desconocido que rengueaba, pero Angélica salió en libertad amparada por el beneficio de la duda. En el estudio festejaron el éxito de Ignacio, que se incorporó definitivamente al segundo término de la fórmula, como asociado.

Se veían todos los días con Angélica. El agradecimiento amistoso fue convirtiéndose en un sentimiento profundo que terminó, por suerte para ambos, en la cama del departamento del joven abogado. Fue la consecuencia de una invitación espontánea respondida con igual espontaneidad. Todo anduvo bien. La dulce Angélica, entre besos y caricias, le confesó que muchas veces, en la soledad del calabozo, vivió la fantasía de amarlo, imaginando locas alternativas eróticas.

Se sentía feliz y agradecida. Por eso al día siguiente, durante la noche, para no llamar la atención de su familia, trepó a una silla de la cocina y buscó sobre el aparador una vieja lata oxidada de café. La abrió con alguna dificultad. Después apartó el paquete de las joyas. Separó cinco billetes de cien dólares, del fajo de veinte mil.

Quería hacerle un regalo a su salvador. Se lo merecía, por haber confiado en ella.

 

El laberinto

 

MESALINA

 

-Debe saberlo, doctor. No es que quiera juzgar a la Mirtha, pero las cosas son cada día más complicadas. No puedo decir que sea buena o mala. Son cosas de la sangre. La madre fue igual, hasta el día en que murió. Enloqueció al marido. El pobre viejo vivía temblando. Se asustaba hasta de su sombra, cuando volvía a la casa. Se dio a la bebida para tener valor. Cuando abría la puerta del rancho no sabía quién iba a salir de adentro. La vieja dormía con cualquiera. Dormía es una forma decente de decirlo. Me confesó que le ardía la sangre. Igual que a la Mirtha.

-Que Euclides se aguante -decía- yo no quería casarme y él me hizo un hijo. Después cuatro.

Miraba la laguna como leyendo los recuerdos sobre el agua. Después continuó:

-La Mirtha fue la menor, y dicen que la más brava. Igualito que la vieja. Yo tengo miedo por mi hermano. Antonio mira hacia la puerta, al final de la galería, porque la mujer llegará con el tereré. El sol se esconde en el horizonte en una fiesta de rojos y violetas, que se reflejan en el lago. Es la hora del retorno de los pescadores. El ruido de los motores de las lanchas repiquetea como una melodía machacona y monódica, agregando una cuota de pesar y desesperanza al relato, que ni siquiera esconde una propuesta. Sólo expresa una mezcla de fastidio y temor.

El doctor Aníbal, silencioso interlocutor de la confesión de Antonio, ha transcurrido su vida profesional escuchando  historias parecidas. Ahora los fantasmas de tantos recuerdos se introducen en la bella casa sobre el lago, donde viene a olvidar su condición de abogado. Sin embargo no puede desembarazarse del problema.

La Mirtha es su casera desde que construyó la casa. Han pasado diez años y la mujer cumple su tarea con responsabilidad y dedicación campesina. Demetrio, el marido, es un buen hombre. En general todos los maridos son más o menos buenos hombres, cuando quieren preservar su hogar. Sólo que en este caso el hogar es transitado por personajes extraños. Demetrio lo sabe. No quiere reaccionar, ni se le ocurre cómo hacerlo. No es un cobarde. Parecería que sufre y entiende. Quiere a su mujer. En los últimos tiempos se ayuda con la bebida. Se emborracha y recorre los alrededores de la casa como sonámbulo. Se esconde detrás de los árboles para darle tiempo al sombrero1de turno a terminar lo que ha empezado, porque no quiere recibir una puñalada o un tiro.

Los del pueblo no se burlan de la situación. Tampoco se compadecen. No les interesa. No se debe decir tonterías sobre cuestiones de la sangre, que de una u otra manera a todo el mundo apremian, con más o menos impaciencia.

El doctor Aníbal ha escuchado demasiados relatos relativos a las circunstancias críticas de la condición humana. Se siente atrapado. Es fácil dar respuesta a los problemas de la gente de paso, a quienes apenas se les ha visto la cara en dos o tres entrevistas en la cárcel. Sabe que Antonio tiene razón. La cárcel está llena de sombreros. Matan a los maridos.

Al principio este hecho lo dejó perplejo. Debía ser al revés, pero no era así. Hasta que comprendió que la propia vida es para el sombrero más importante que el placer transitorio. La mujer es solamente un objeto que se usa y aun se comparte. Pero el loco del marido puede empedarse, arreglarse con algunos socios y clavarlo cuando vuelve a la casa, por haber usado cama y mujer ajena.

Por eso Antonio tiene miedo. No se preocupa por la improbable reacción de su hermano. Tampoco tiene opinión sobre el adulterio. Las cosas de la sangre no pueden juzgarse, ni tampoco aceptan calificativos. Todas valen, porque son parte de la vida.

Por eso, cuando le cuenta el asunto al doctor Aníbal, no dice que la mujer es una puta, porque no piensa que lo sea. Al contrario -dice- es una buena mujer que no puede luchar contra sus ganas.

-Le cuento esto doctor, porque es la mujer de mi hermano y no quiero que lo maten.

El doctor Aníbal piensa en ese pueblo chico recostado sobre el lago. Hay solamente dos autos y chocaron la semana anterior. Dicen que desde el cerro vecino al puerto de pescadores, el general, cuando era coronel, destruyó una cañonera de los liberales durante la guerra civil del 47.

Esta guerra de la sangre es más complicada que el manejo de la artillería.

La mujer, gorda y de vivaces ojos azules, trae la jarra del tereré. Antonio guarda silencio mientras el doctor sorbe lentamente por la bombilla de plata, decorada con la estrella solitaria del partido. Antonio piensa que las mujeres de ojos azules no son confiables. No se puede creer en las gringas.

Dos pescadores trepan por la franja de arena que se inicia en el lago y termina al pie de la galería. Ofrecen con un gesto mudo el resultado de la faena. Aníbal le indica a Mirtha que compre lo que necesita para la cena. La mujer en un gesto innecesario se recoge la pollera y con un movimiento ágil, que parece contradecir su figura, desciende los escalones y entierra los pies descalzos en la arena.

Los pescadores dejan la carga en el suelo y la desparraman para que pueda elegir mejor. Hablan sin parar y se ríen. La operación se convierte en una breve fiesta privada cargada de erotismo. Aníbal y Antonio no pueden escuchar el diálogo, rápido y confuso, que tiene lugar al pie de la escalera, sobre la playa gris con reflejos dorados. El sol se hunde en el horizonte desdibujando la línea de la costa.

La mujer trepa por la escalera y desaparece al final de la galería en dirección a la cocina. Los pescadores levantan la mano hacia el doctor Aníbal en un saludo de despedida.

-Gracias, patrón.

-¿Ve, mi doctor? -dice Antonio-. Ella no puede con su manera de ser. Tiene que seducir a todos. Es su naturaleza.

Después llega Demetrio. Hace un largo relato sobre las dificultades que tuvo para pintar la casa, arreglar la bomba de agua y clavar los postes del embarcadero que están construyendo sobre el lago. Todo parece muy difícil. Tal vez es difícil. El doctor Aníbal imagina que el problema personal del casero, aparentemente insoluble, se expresa en la rutina cotidiana. Nada puede advertir en el rostro impasible del mestizo. Una madera tallada a hachazos.

-Es una gorda de mierda -piensa el patrón.

Cuando Demetrio se va, Antonio le pide que hable con la mujer.

No sabe qué decirle. Intenta hacerla reflexionar sobre el hogar, la familia y lo que murmuran los vecinos. Ella le dice con firmeza sin emoción que quiere divorciarse.

La decisión complica las cosas. No complica los problemas personales de Mirtha y Demetrio, que de esa manera pueden terminar, sino los problemas que se le presentarán al doctor Aníbal. La infidelidad de la mujer rebota en el orden de la casa. Los dos son útiles. Cada uno en su rol. La separación amenaza la cómoda rutina que funcionó durante diez años.

El doctor se sorprende. Piensa que Demetrio no objeta su condición de cornudo, es la mujer quien no puede soportarlo. El hombre solamente se emborracha para darse valor. Tiene miedo de volver a la casa, porque un sombrero puede estar esperando detrás de la puerta.

El doctor Aníbal reflexiona sobre esa manía de matar a los maridos. Parece una manera de adelantarse a sucesos fatales e inevitables. No se pelea por la mujer. Es casada y un poco pasada, porque ha llegado a los treinta. Se trata de cuidar la propia vida. Si el marido se emborracha y junta unos socios, mata al sombrero cualquier noche en una calle oscura. Todas las noches parecen túneles sin salida en el pueblito estirado sobre el lago.

El doctor Aníbal debe volver a Asunción, y la opinión sobre el divorcio queda en suspenso hasta el próximo viaje.

-Tengo miedo por mi hermano -le recuerda Antonio. El pobre Demetrio ya no es una persona.

Durante las semanas siguientes Mirtha acentúa su desparpajo y retiene al sombrero de turno hasta la madrugada, para provocar a Demetrio. Lo agrede con su desprecio. El hombre amanece dormido en el patio, sentado contra un árbol o en la playa fría y desolada, en el gris sucio del amanecer.

El viernes Demetrio se queda en el almacén hasta las cuatro de la madrugada. Ha tomado una botella de caña. Sale cuando el patrón cierra el negocio. Marcha tambaleándose, apoyado en el hombro de un vecino, que desde la esquina se queda mirando su marcha vacilante, mientras se hunde solitario en la oscuridad.

Demetrio decide entrar a su casa de cualquier manera. Arrastra los pies sobre la tierra del patio y llega a la puerta. Trata de abrir pero está trancada por dentro. La rabia y una profunda tristeza le hacen golpear con furia, con asco, con desesperación. La puerta se abre y la figura de un hombre se recorta contra la media luz del cuarto. Demetrio alcanza a reconocerlo.

En ese momento Antonio le dispara en la cara con su revólver. El estampido recorre la playa y se escurre como un escalofrío sobre la superficie inmóvil del lago.

 

En la lucha



 

«LAS COSAS NO TERMINAN ASÍ»

 

«Esta gringa me tiene podrido». La cara morena, se le amorataba de rabia. Después de una larga carrera de Don Juan exitoso la tipa vino a complicarle la vida. El jefe intentó prevenirlo, pero no quiso creerle. Siempre había salido bien de los compromisos. El problema era que esto ni siquiera parecía un compromiso. Era peor, pero no podía definirlo.

El jefe le dijo: «Eligio, esa rubia le va a dar problemas. Tiene ojos de loca». Eligio se rió, porque los ojos de Eileen, eran azules como los del jefe. Eso fue al principio. Después el jefe no habló más del tema.

Como siempre, los problemas vienen del silencio. Cuando ya no se puede hablar o cuando uno está dispuesto a hablar y antes de empezar sabe que será inútil. Hablar entonces no es conversar. Tampoco discutir. Apenas una forma de odiarse. Porque la gente no quiere admitir que las cosas terminan. La gente. En realidad, a Eligio no le importaba la gente. Sólo las mujeres.

La gringa vino a complicarle la vida. Al principio fue una condecoración que lució con orgullo. A los cuarenta años recién cumplidos, coronel de aviación, rico y con la confianza del jefe, tenía el mundo en las manos. También era guapo y macho. Así decían las mujeres. Las que se habían acostado con él y las otras, que de alguna manera pensaban hacerlo o fantaseaban con la idea.

Terminó de afeitarse. Se miró en el espejo del baño y aprobó el resultado. Eileen lo observaba desde la cama. Ajena a las reflexiones de Eligio, adivinaba que todo se moría.

Era una hermosa mujer. Apenas había superado la barrera de los treinta. ¿Por qué una barrera? Porque a los treinta las mujeres cambian. Como después de los cuarenta. Sobre el mundo y la vida de las mujeres después de los cincuenta Eligio no sabía nada. Nunca había accedido a esa nebulosa impenetrable. Las mujeres a los cincuenta llevan mucha carga de tristeza, dolor, soledad y obligaciones. Eligio pensaba que habían pasado la etapa de considerarse mujeres. Por lo menos, él no las miraba como tales. Las mujeres eran otra cosa. En todo caso, debían ser otra cosa. Objetos para el placer, para el orgullo, para la afirmación de poder. Para el sexo.

La gringa había sido un triunfo. Se la presentaron en la embajada. Estaba de paso. Sólo una turista. Después decidió quedarse. Llevaban ocho meses juntos. ¿Ocho meses? No, mucho más. Parecía toda una vida. Le había destruido la existencia. Ella no lo criticaba. Opinaba sobre todo y sobre todos. Machistas, decía. ¿Y qué? Le replicaba Eligio, los de tu país deben ser putos. Apelaba a la brutalidad para salir del paso. Para salvarse y no zozobrar, porque se ahogaba. La mujer quería hacerlo pensar y a él no le importaba pensar. Solamente hacer el amor. Como al principio.

Fue una linda locura. La noche de la fiesta la invitó a volar a la estancia. Una aventura para la gringa sentirse en  la negra oscuridad del cielo del Chaco, mientras la pequeña luz verde de la cabina le permitía, apenas, descifrar el perfil de Eligio. Un mestizo hermoso. Un centauro audaz y provocativo que penetró con su mirada, hasta el punto más vergonzoso e inconfesable de su sensibilidad. La desvistió lentamente, con los ojos negros y terribles, entre más de doscientas personas, el ruido, los olores y el calor. Eileen descubrió que el calor excitaba los sentidos en lugar de embotarlos. No podía ser de otra manera, porque el resultado fue ese vuelo a mil metros de altura en una frágil avioneta, tomada de la mano del hombre que acababa de conocer. Una locura. Suavemente le acarició la mano. Se multiplicaban los minutos y el deseo.

Si hubiera podido, le hubiera hecho el amor en la cabina de la avioneta, mientras volaban rodeados de una oscuridad impenetrable. No hablaron. El ruido monótono del motor parecía el ronroneo indefinido de un gato, con expectativas inescrutables. Eileen inventó la sorprendente figura, porque desde niña le gustaba identificarse con los gatos. El ronroneo tenía una cualidad erótica.

Eligio no hablaba. Concentraba la vista en misteriosas imágenes invisibles, cuya aparición debía ser consecuencia del cumplimiento de las órdenes que había impartido por radio.

Algunas luces, como perlas incandescentes, brillaron sobre el horizonte. Una sonrisa distendió la cara de Eligio. Llegamos, dijo. Se volvió apenas y la miró. Todavía no podía creer que la gringa le hubiera hecho caso. Le propuso el  viaje a la estancia como si le propusiera un viaje a la luna. Una fantasía de fin de fiesta. Pero la gringa aceptó y por primera vez Eligio pensó que se había enredado con una mujer diferente.

Tres semanas más tarde descubrió, sorprendido, que esa mujer podía lograr cualquier cosa. No porque fuera una gran amante, aunque lo era. Tampoco porque fuera inteligente. Sabía enfrentarse a esa condición. Su extraña energía provenía de una cualidad indefinible, difícil de expresar y casi insoportable.

Un sometimiento primitivo, antiguo y poderoso, le recorría la mente, la columna vertebral y le producía una inquietante laxitud en los brazos y las piernas. Como si fuera un niño, manejado con cariño y a la vez con firmeza por una mujer desconcertantemente irreal. Madre, niñera, gobernanta, amante, hija.

«Gringa de mierda -dijo Eligio- me quiere dominar».

Cuando llegó a esa conclusión Eileen ya lo dominaba. Las primeras semanas fueron de pasión. Eligio la llevaba a la cama y Eileen fingía escapar. Eligio la perseguía, supuestamente enloquecido por el deseo. La diversión, excitante, implicaba un rito erótico terrible y deseable, por innecesario. El juego terminaba con una posesión violenta, angustiosa, desesperante, en cualquier habitación de la casa, en la cocina o en el sótano.

Eileen imponía las condiciones. Eligio las aceptaba desconcertado y las vivía con una extraña inquietud. Se sentía incapaz de rechazar el juego.

Advirtió que no podía manejar la relación. La gringa gritaba, lloraba, gozaba y gemía. Ni siquiera se divertía. Eileen se quedó en la estancia. Eligio viajaba a la capital por su trabajo y porque quería alejarse de la mujer. Viajaba solo, conduciendo su avioneta o con Maciel, el piloto.

En Asunción, la vida adquiría una sensación de sólida realidad. Se reunía con sus antiguas amantes, comía con ellas, se divertía, hacía el amor y fingía que la gringa no existía. Pensaba que todo había sido una fantasía y que nadie lo esperaba en la estancia. Pero no era una fantasía y la impaciencia por volver le resultaba insoportable.

Eileen trazó un límite imaginario a su alrededor y definió su mundo privado. En el centro, como motivo, condición, principio y fin de todas las cosas, instaló a Eligio. Él no lo sabía.

Si hubiera escuchado una descripción de ese Eligio que Eileen había ubicado en el centro de su mundo, no lo hubiera reconocido. Eileen estableció un abismo imaginario, pero vívidamente real, entre el pasado y el futuro. El desorden inevitable ocurrió por ignorar que Eligio concebía solamente el presente. No el pasado, y mucho menos el futuro.

Imaginar el futuro le resultaba una carga intolerable. Como vivir la misma vida dos veces.

De manera que Eileen, sin razón ni justificativo, comenzó a vivir hacia el centro de su mundo. Por su parte Eligio luchó por preservar una vida libre en la periferia, lo cual le permitía fantasear con la hipótesis de la fuga.

No se decidía a llevarla a Asunción y decirle que todo había terminado. Era imposible. ¿Por qué imposible? Se hacía esta pregunta cuando viajaba a la ciudad. Tenía la respuesta cuando volvía a la estancia y era envuelto por su piel blanca, casi traslúcida, y los ojos azules, que parecían penetrar asombrados las historias baratas de la semana, con sus buenas, saludables e intrascendentes antiguas amantes. Se sentía humillado y vejado, en su amenazada independencia de macho montaraz.

Eileen nunca preguntó qué hacía en la ciudad. Tal vez no le interesaba, lo cual agregaba una cualidad despectiva al desinterés por las actividades de su amante, cuando no estaba a su lado.

La relación entre la gringa y el mestizo se convirtió en interdependencia neurótica. Eligio era feliz con ella, pero no la soportaba.

Eileen llegó a convencerse de que nunca se iría de la estancia. Eligio satisfacía las fantasías que había perseguido inútilmente en sus aventuras sentimentales. Era su hombre. La expresión contenía una poderosa carga posesiva, más allá de la anécdota erótica.

No importaba la realidad del amado, sin duda diferente a la imagen elaborada por la fantasía. Cuando Eligio se iba, para asumir sus responsabilidades en la ciudad, no se sentía abandonada. El hombre continuaba a su lado. Un fantasma vivo, poderoso e inmaterial, que existía solamente para su satisfacción.

El tiempo también transcurrió para Eileen. Sólo que las expectativas, las frustraciones y el deseo, se orientaron en sentido inverso al de su amante.

Se propuso demostrarle que la vida era una sola. Lo que ocurría ahora y ocurriría en el futuro, formaba parte de la historia escrita en el misterio de un tiempo remoto, sin que ellos hubieran tenido participación consciente, ni voluntad alerta para cambiar las decisiones.

Una noche los peones escucharon rumores en el desierto y el capataz dijo que los subversivos estaban cerca. Eligio ordenó que los hombres se armaran y transmitió por radio la información al Comando en Jefe. Se paseaba por la galería escrutando inútilmente la oscuridad, buscando algún indicio que delatara la presencia del enemigo.

La gringa se dedicó a preparar una buena comida. Cuando estuvo lista lo buscó.

Eligio se sentó en el comedor, irritado por la fría indiferencia de la mujer, ante la hipótesis de circunstancias terribles. «Vivís en la luna» dijo, y golpeó el revólver sobre la mesa con gesto dramático. La mujer disimuló una sonrisa. «No va a pasar nada, no llegarán. No está previsto». Eligio se negó a considerar qué era lo que podía estar o no previsto y por quién.

La noche transcurrió en un silencio tenso, apenas alterado por el lejano ladrido de perros salvajes. Al amanecer llegó un jeep del ejército con un teniente y dos soldados. La  marcha de los subversivos había sido detenida a cincuenta kilómetros de la estancia. El teniente dijo: «Eran pocos y se desbandaron. Los buscan, pero seguramente ya cruzaron el río».

La gringa miraba el horizonte. Eligio se sintió vencido. En el atardecer de ese día, resolvió terminar su relación con la mujer.

«Esto no puede continuar» -dijo desde la cama, mientras ella se desvestía. Eileen lo miró. Vaciló un momento, terminó de desvestirse y se acostó a su lado. Eligio se volvió hacia el otro lado evitando su contacto. «Las cosas no terminan así» -dijo la mujer.

Al día siguiente Eligio le dijo que preparara sus cosas, porque volvían a la ciudad. Impartió algunas instrucciones a su capataz y llamó a Maciel. «Vamos a Asunción».

Eileen no hizo ningún comentario. No protestó, ni trató de cambiar la decisión. Sabía que el destino se preocupaba por definir los hechos profundos o intrascendentes de la vida.

La avioneta carreteó pesadamente en la pista de pasto y se elevó sobre el desierto bajo un sol de fuego. Eligio conducía, Maciel a su lado, se revolvió inquieto en el asiento, acosado por una premonición, desde que se dio cuenta de lo que ocurría. Eileen acumulaba un pesado silencio, en el asiento posterior.

-«Me voy a librar de vos, gringa. Yo soy hombre para vivir solo». -La voz se mezclaba con vibraciones mecánicas y alboroto de bielas. El viento silbaba por las ventanillas de la avioneta.

Eileen dijo, suavemente: «Las cosas no terminan así. El destino. ¿Sabés, Eligio?»

Entonces fue cuando el hombre sintió el frío cañón del revólver en la nuca. Recordó el 38, olvidado sobre la mesa del comedor. El disparo le rompió el cuello y la cabeza cayó hacia adelante. El cuerpo de Eligio se aplastó sobre los controles y el avión entró en picada.

 

Sorprendida

 

LA SIRENITA

 

Jaquim Fadul era un buen organizador. Otorgaba un valor superlativo a la institución del matrimonio y a su prestigio de ejecutivo eficiente. En ningún caso pondría en riesgo esas instituciones, como las llamaba socarronamente.

Puede decirse que sería incompatible con su personalidad, obligarse a soportar sofocones de aficionado, para ejecutar lo que podía prever con decisión profesional, por eso, a la hora indicada, Dulce, su secretaria, llamó a Liliana, su mujer, para informarle con voz impersonal que Jaquim pasaría el resto del día y la noche, en una estancia de Santa Fe.

-¿Tanto tiempo le llevará inspeccionar esa estancia? -La voz sonaba indiferente.

-Sí, señora. El señor Jaquim debe hacer un informe definitivo. Es un negocio muy grande.

-Bueno. ¿Cuándo vuelve entonces?

-Mañana al medio día.

La conversación terminó y Dulce se volvió hacia Jaquim.

-Tenemos una noche para nosotros, amor.

A las siete Dulce abrió la puerta del pequeño departamento de la calle Ayacucho para que entrara su héroe, con dos botellas de champagne y tres paquetes de comida. Dulce vestía una sintética minifalda y un top. Había tardado una hora en bañarse, esperando ser sorprendida por Jaquim,   de manera que el encuentro fuera más excitante. Pero su amor siempre llegaba tarde. Tuvo tiempo suficiente para perfumarse y vestirse, encender el pasa cassette, dejar la media luz adecuada y ensayar su expresión más encantadora para iniciar un breve ciclo de apasionadas horas felices.

No es tema de este relato abundar en detalles sobre las alternativas de esa noche, sin duda bastante parecida a cualquier noche transcurrida en la clandestinidad, por un hombre y una mujer. En todo caso, diré que las exageraciones sonoras, suspiros, gritos, gruñidos, alaridos y demostraciones variadas de placer, que implicaron un conmovido homenaje a la virilidad del turco Jaquim, fueron responsabilidad exclusiva de Dulce, porque su amante, sometido a los condicionamientos formales indispensables para mantener el equilibrio del sistema, vivió angustiosamente esos excesos, temiendo que pudieran atravesar las delgadas paredes del departamento, proclamando a los vecinos, la definitiva revelación de su secreto.

El episodio romántico se fue desgastando con el transcurrir de las horas. Recuperó vivacidad en la mañana, frente al abundante desayuno colmado de delicadezas, anuncio indudable de que la historia llegaba a su fin.

El sol naciente impuso nuevamente el orden. Introdujo mentalmente a Jaquim en la encantadora e insoportable rutina doméstica, sin la cual era difícil vivir y se sumergió con deleite en la certeza de que Liliana, amorosa y abnegada, esperaba en casa.

Proyectaría un nuevo encuentro, aventura o transgresión erótica, con Dulce, quizá para el viernes. O con cualquier otra, porque un hombre organizado como Jaquim, manejaba los personajes como Pirandello, según su voluntad e inescrutable inclinación.

Condujo el auto hasta San Isidro, mientras reflexionaba que la vida lo colmaba de halagos. El brillante sol primaveral estimulaba la circulación de la sangre, y excitaba la imaginación.

Llegó a su casa demasiado temprano. Intentó introducir la llave en la cerradura, pero algo lo impidió. No advirtió que la cerradura era diferente. Pensó que se había confundido de llave y miró una a una las de su nutrido llavero. La elección había sido correcta. Intentó abrir nuevamente sin éxito. Sintió una perturbadora e indefinible angustia. Algo parecía haber afectado el orden natural de las cosas. Oprimió el timbre y pocos minutos después Liliana abrió la ventana del dormitorio que daba al jardín.

-No te esperaba tan temprano.

-¿Qué es esto? ¿Por qué no funciona la llave?

-Cambié la cerradura. -Se llevó la mano a la boca y bostezó.

Jaquim tuvo la ingrata sensación, no por reiterada menos exacta de que la tierra se abría bajo sus pies.

-¿Estás loca?

-Estuve. Tomá. -Abrió un poco más la ventana y sacó una valija-. Aquí tenés parte de tu ropa. Lo que me pareció más necesario. Después te preparo el resto.

Una sonrisa le iluminó el rostro como no podía ser de otra manera a la luz de esa mañana gloriosa de primavera. Lo miró atentamente.

-Cosas que pasan. Es la vida.

En ese momento pudo verlo. El tipo no trató de ocultarse. Se mostró con agresiva desfachatez, muy cerca, detrás de Liliana. Era enorme, joven, lucía despeinado y evidentemente desnudo. Con el aspecto de quien hubiera pasado una noche agitada. Jaquim estaba estupefacto. Seguramente el hijo de puta había pasado una noche agitada. ¿Con Liliana? ¿Están todos locos?

-Abrime la puerta. Quiero entrar. Es mi casa.

-No es tu casa. Fue regalo de mamá. Viviste en esta casa. Ahora no. Llamá más tarde, ahora tengo sueño. Olvidé poner el cepillo de dientes. Comprate uno en la farmacia. También un peine.

La sonrisa parecía un estereotipo ensayado. Sin embargo era auténtica. Feliz. El tipo la apartó suavemente y cerró la ventana mientras miraba a Jaquim como se mira un zapato viejo junto al cordón de la vereda.

Jaquim necesitó varias semanas para convencerse que el episodio había sido real y que Liliana no tenía interés en reanudar sus relaciones. Durante la cuarta semana de angustia depresiva lo llamó un abogado y le informó que su mujer quería divorciarse. El turco estaba solo en la oficina y se puso a llorar.

Jaquim había sido, antes de este delicado episodio un juppy triunfador, simpático, divertido, querido por sus amigos y apreciado por su ingenio. Los amigos fueron solidarios. Sin embargo reconocían que la actitud de Liliana era la que el Turco merecía como consecuencia de sus frívolas y notorias infidelidades. No había sabido amar a su hermosa mujer.

Respondía que era mentira. Siempre la había amado y seguía amándola. Aun a pesar del jugador de rugby, estrella de los Pumas, instalado aparentemente con carácter definitivo, en la casa de San Isidro. Jaquim aventuraba la idea de que le rompería la cabeza. Entonces lo miraban con pena y se apresuraban a disuadirlo. Sería una lucha desigual. David y Goliath. Esta vez ganaría Goliath. Jaquim, penosamente castigado por la adversidad, sabía hacer bromas y cantaba acompañado con la guitarra, pero de allí a convertirse en vengador, apelando a los puños, parecía una fantasía inimaginable. Tampoco había de qué vengarse en sentido estricto. Se había desarrollado un curioso juego de armonías recíprocas.

Los amigos continuaron la relación amistosa con Liliana. No le comentaron al Turco las alternativas del romance de su ex mujer, mientras estuvo en su apogeo, pero tradujeron tímidamente una hipótesis de cambio, a partir de que la relación fue deteriorándose, lo cual parecía irreversible, porque el jugador de rugby tenía mucho músculo relativamente aprovechable, pero nada más que eso. Terminó revelándose como un celoso insoportable, estúpidamente violento y con una edad mental próxima a los once años.

Sin embargo era poco probable que la ruptura del romance trajera como consecuencia el reencuentro de Liliana con el Turco, que se mostraba cada día más triste.

Cuando se enteraron que todo había terminado entre la bella y el campeón de rugby elaboraron un plan.

En realidad, fue un proyecto serio pero no definitivamente en serio.

Era difícil conmoverse con el dolor del Turco que habitualmente se burlaba de la mayor parte de los problemas ajenos. Encontraba siempre una veta de humor en los conflictos de amigos y conocidos y repetía que la vida no era definitivamente de una u otra manera, sino todo lo contrario, expresión que no aclaraba y cuyo significado debía ser objeto de adivinación según la variable imaginación de cada uno.

Organizaron la fiesta, decidieron cuál sería el escenario y escogieron protagonistas y testigos. Fijaron el día e invitaron a Liliana. Una reunión de amigos, para conversar y divertirse. Querían divertirse en más de un sentido. Como ese parecía ser el propósito de la reunión, el único que permaneció al margen del complot y de la hipótesis de diversión, fue el personaje principal del melodrama. En principio la iniciativa de los amigos podía considerarse arbitrariamente como buena. Se proponían lograr la reconciliación.

Cuando Jaquim llegó a la fiesta, Liliana creyó que era el autor de la confabulación. Veía a su ex marido por primera vez desde el sorprendente diálogo frente a la ventana de la casa de San Isidro. No sintió ninguna emoción particular, aunque sí un relativo fastidio.

El Turco inició el asedio y advirtió que la fortaleza era inconmovible. Liliana contestó a los ruegos con sarcasmos,  a las proposiciones con burlas, a las protestas de amor y fidelidad con una indiferente y aburrida frialdad. Jaquim se desesperó. Los amigos seguían atentamente el diálogo que se desarrollaba en un tono de voz que no intentaba ser discreto. Cruzaban apuestas sobre el resultado de la controversia y discutían, entre risas reprimidas, sobre el tiempo que le demandaría al amigo despreciado, decidir si se arrojaba por la ventana.

Sin embargo no ocurrió nada verdaderamente dramático, hasta que la imprevisible diosa del destino irrumpió con insolencia y convocó al caos.

La angustia golpeó los intestinos del Turco, un torturante problema desde la niñez. Interrumpió el diálogo para entonces convertido en inútil monólogo, corrió al baño, cerró la puerta y trabó la cerradura con la llave incorporada. Pudo escuchar todavía las risas sofocadas de la infamia antes de sumergirse, impotente, en su impostergable problema.

Cuando intentó salir del baño creyó volverse loco. La pomela se desprendió y la traba incorporada de la cerradura permaneció fija, indiferente, inconmovible a los esfuerzos del prisionero que forcejeó de muchas maneras para liberarla. Golpeó la puerta y gritó. Al principio no lo entendieron, después se enteraron que no podía salir.

Entre risas y comentarios agudos y vulgares de los testigos Liliana se acercó a la puerta del baño, ensayó st voz más dulce y comenzó una breve letanía que apuntó sin piedad a lo poco que quedaba del ego del Turco, abatido por el vendaval de la vida.

-¿Vés que sos un inútil? Me trajeron para darte la oportunidad de seducirme y te quedás encerrado en el baño. Te pasa por cagón.

El Turco empezó a llorar. Le explicaron que el sábado a la noche era muy difícil encontrar un cerrajero. Lo intentarían. Alguien llamó por teléfono, después de buscar en la guía telefónica. Los cerrajeros y plomeros no contestaban. Jaquim pidió que tiraran la puerta abajo. Estás loco, dijo el dueño de casa, esperá que encontraremos a alguien. Intentá desde adentro. Ni desde adentro ni desde afuera. Media hora después se olvidaron del Turco. La conversación se puso interesante cuando ignoraron la comedia de la cual debían ser testigos. El protagonista principal había hecho mutis por el foro. Peor aún, por el baño.

Jaquim escuchó la voz de Liliana. Explicaba con voz pausada y precisa, el inalienable derecho a la libertad sexual de las mujeres. Debemos terminar -decía con énfasis- con los prejuicios que inventaron ustedes. Se refería a los hombres presentes. No aceptan la idea de que queremos hacer el amor porque es lindo y divertido. Piensan que si decimos esas cosas somos chicas malas. ¿No es verdad? Bueno, descubrí que es bastante bueno ser una chica mala. Las mujeres la aplaudieron. Los hombres también. Uno comentó: hay que aplaudir ¿qué se habrán creído estas putas?

El Turco escuchaba. Se sentó en el inodoro. No estaba dispuesto a permanecer inmóvil mientras la loca de su mujer proclamaba la liberación sexual. Entonces recordó que se trataba de su ex mujer y se tranquilizó.

¿Conocen el cuento de La Sirenita de Hans Christian Andersen? preguntó Liliana con voz vibrante. ¿No? Bueno, les cuento. La Sirenita salvó al príncipe del naufragio y se enamoró. Pero como no podía amarlo como sirena, debía cambiar. La Bruja del Mar resolvió el problema. Podía cambiarle la cola de pescado por piernas, pero puso dos condiciones: siempre le dolería la unión de las piernas injertadas y debía entregarle la lengua, como pago por la operación. ¿Se dan cuenta? -preguntó Liliana al auditorio silencioso- para ser amada por el príncipe tenía que sufrir dolor eterno, precisamente en ese lugar; debía ser otra, cambiar y además ser muda. Muda -recalcó la palabra-. Lo que estos hijos de puta quieren, dijo señalando a los hombres de la fiesta, es que seamos mudas.

Reflexionó ensimismada unos pocos segundos y continuó:

-Resulta que aguanté a este tipo durante años.

Todos miraron la puerta del baño. No se oía un rumor. ¿Turco, estás allí? -gritó el dueño de casa-. Era una pregunta estúpida. La respuesta fue un rumor ininteligible.

La fiesta siguió y las mujeres decidieron constituir un club destinado a reivindicar a La Sirenita. Para que pueda abrir las piernas sin sufrir y expresar sus deseos sin temor y en voz alta. Muera el silencio, gritó una. Otra se encaró con su marido: eso que dijo Liliana es lo que pienso. Como estaba un poco borracha le confesó que había sido una mala chica antes de conocerlo. También después, pero poco. Espero volver a serlo -continuó-. Vos decidirás si con vos o con otro.

La fiesta se convirtió en una batalla. El encierro del Turco en el baño fue un extraño mensaje. Liliana siguió hablando. Los hombres no quisieron captar el mensaje y se limitaron a pensar que tenía un lindo culo.

Empezaron a irse porque era tarde. El discurso de Liliana había creado un clima hostil, de todos contra todos. Hasta los que se fueron juntos hubieran querido irse separados. El Turco seguía silencioso. De vez en cuando lloraba. Pero eso era consecuencia del whisky que le habían acercado por la claraboya.

A las ocho de la mañana llegó el cerrajero. Cuando abrió la puerta del baño vio que había un tipo durmiendo, sentado en el suelo con la cabeza apoyada en el inodoro. El cerrajero -viejo anarquista- reflexionó que la sociedad burguesa era una mierda. Jaquim salió del departamento sin saludar al dueño de casa. Se sentó en un banco de la plaza vecina, los ojos enrojecidos sobre la palidez cadavérica. Había envejecido veinte años. Ya no parecía el ejecutivo triunfador. Descubrió que en realidad odiaba a Liliana y que no podía vivir sin ella.

Encendió el motor del auto y puso rumbo a San Isidro. Esperó en la puerta sin llamar. Tres horas más tarde Liliana salió de la casa. El salto de cama transparentaba ligeramente la sombra del pubis.

-Te sacaron finalmente. ¿Qué hacés aquí?

-Quiero quedarme -dijo.

Liliana lo miró con pena. Después con desprecio y finalmente con odio.

-Está bien, entrá.

 

 

Mi amiga la bruja



 

EL FUGITIVO

 

El teléfono llamó cuando Juan se disponía a acostarse. No parecía existir ninguna relación entre la irritante insistencia del aparato rojo y la decisión de apagar la luz y subir al dormitorio, sin embargo, los hechos se entrelazaron de manera inesperada.

Atendió el llamado. La voz perentoria que le gritó una advertencia, determinó que el sencillo propósito de irse a la cama, se convirtiera en un objetivo inalcanzable.

Fue hasta el dormitorio, despertó a Marta y le dijo que la policía llegaría en cualquier momento. Puso alguna ropa en un bolso, le dio un beso a su mujer y a su hijo pequeño, trepó a la baranda del balcón y alcanzó la terraza del edificio.

Diez pisos más abajo, la calle iluminada por reflejos aceitosos y manchas rojas, originadas por las luces giratorias de los autos patrulleros, se pobló de hombres uniformados.

Juan desechó la idea de continuar observando el espectáculo y saltó a la terraza vecina.

Los policías irrumpieron en el departamento después de voltear la puerta de una patada. Le preguntaron a la mujer dónde estaba su marido. Contestó que todavía no había vuelto. Un sargento moreno y tranquilo levantó al niño y le preguntó:

-¿Dónde está tu papá?

-Se fue al cielo -fue la desconcertante respuesta. Hizo un vago gesto hacia la ventana. La noche parecía una inmensa  cúpula neblinosa, en la que se reflejaban las luces de la ciudad.

Juan bajó por la escalera los diez pisos del edificio. En la planta baja abrió la puerta principal y miró la intensa actividad que se desarrollaba en la cuadra. Encendió un cigarrillo. Los policías de guardia en los autos patrulleros lo miraron sin interés. Se alejó hacia la esquina, caminando despacio y sin volver la cabeza. No supo qué rumbo tomar en su nueva condición de prófugo de la dictadura. Prófugo y huérfano. No pertenecía a ninguna organización, grupo o comunidad de subversivos. Era apenas un periodista estúpido. Malversó su experiencia de muchos años, con la absurda suposición que podía escribir lo que pensaba.

Mario le dijo durante el breve llamado telefónico que iban a buscarlo. No sabía por qué, pero sería en pocos minutos.

A pesar de su desconcierto reflexionó que podía cometer el error de apelar a un auxilio equivocado. Convenía mantenerse lejos de los amigos, reales o supuestos, y de los lugares que solía frecuentar, como dicen las poco imaginativas crónicas policiales.

Durante las crisis se hacen cosas extraordinarias y sin sentido. En la radio de un taxi escuchó que lo buscaban. El ejército, la marina y la gendarmería. Estos últimos por la razonable hipótesis de que intentara salir del país.

Vagó durante la noche por calles oscuras y se refugió al amanecer en el Parque Lezama. Al día siguiente caminó por el centro de la ciudad imaginando que pasaría inadvertido entre la multitud. Se detuvo frente a una zapatería. Eran las cinco de la tarde de un tórrido día de enero.

En la vidriera se reflejó la imagen de un taxi, estacionado junto al cordón de la vereda. El motor en marcha. Frente al volante un hombre mayor, de abundante melena blanca, le indicó con un movimiento de la mano que se acercara.

Pensó que estaba perdido. Muchos choferes de taxi trabajaban para la policía y éste podía estar en la nómina. Pero si era un informante, no lo llamaría con una sonrisa amable. Lo hubiera vigilado hasta que llegara una comisión para detenerlo. Se acercó al auto.

-Señor Juan, suba. Sé lo que pasa. Escuché por la radio. Hace mal en caminar por aquí. Si lo descubren lo revientan.

Mientras arrancaba se volvió y lo miró.

-Usted no se acuerda de mí.

La cara roja parecía una máscara en medio de la blancura descuidada de la melena.

-Yo era chofer del doctor Mejía. Hace varios años. No se acuerda, ¿verdad? Se acordará por lo menos que los llevaba a la Boca. A un piringundín de putas buenas y simpáticas. También iba con ustedes el doctor López, el psicoanalista. ¿No se acuerda?

Juan recordaba todo, menos al chofer. Era siempre de noche y no tenía buena memoria visual. El auto se dirigió al sur. Pasaron el Parque Lezama y entraron en Barracas. Se detuvo frente a un edificio de pocos pisos, de ladrillo a la vista.

-¿Y vos cómo te llamás?

-Pepe.

-¿Pepe?

-Sí, así nomás. Pepe. Bajemos. Esta es mi casa. Aquí estará seguro hasta que resuelva lo que va a hacer.

Juan lo siguió mansamente. En el tercer piso Pepe abrió la puerta de un amplio departamento, decorado con exagerada profusión de muebles, jarrones, cuadros y adornos de bronce y plata, indicativo de generosos recursos aplicados con espontánea arbitrariedad.

Las alfombras cubrían el piso del departamento. Cuatro dormitorios, tres baños y un living que hubiera sido confortable con la mitad de los muebles que lo ocupaban.

Una señora mayor, de pelo blanco y anteojos sin montura, se acercó entre tímida y dubitativa. Las manos parecían no detenerse nunca, mientras insistía en secarlas en un delantal destinado a proteger el vestido de seda estampada.

-Esta es Hortensia, mi mujer. Este señor es mi amigo Juan. Yo lo aprecio mucho y está en dificultades. Se va a quedar con nosotros. Instalalo en el cuarto que mira a la avenida. Los edificios del frente están lejos. Nadie debe saber que el señor Juan está aquí. Servile lo que quiera. Volveré a la noche y traeré comida. Yo sé lo que le gusta. Miró a Juan y le guiñó un ojo.

-Esta es mi compañera desde hace cuarenta años. ¿Verdad mi vieja que usted me aguanta con buen humor?

Antes de irse Pepe le mostró su cuarto. Había una cama de plaza y media, un escritorio y un sillón. Detrás de los visillos de la ventana, la ciudad, húmeda y neblinosa aplastada por el calor. La señora encendió el aparato de aire acondicionado.

Cuando quedó solo Juan pensó en su salvador. Podía jurar que nunca lo había visto. Se desvistió y se acostó. No había dormido en toda la noche. Ahora, sin tensión ni miedo, sintió que se derrumbaba. En pocos minutos se quedó dormido.

Despertó con una desagradable sensación de angustia. La oscuridad acentuaba los reflejos de colores cambiantes de un cartel de propaganda, al otro lado de la calle.

Escuchó un rumor apagado, como de ratones en una despensa. Sobre la mesa de luz encontró el interruptor del velador. Pepe entró con un vaso en la mano.

-Don Juan -dijo- se despertó a la hora justa. Son las ocho y media. Este es su whisky. Sigue siendo su whisky, ¿verdad?

Desde el momento en que encontró a Pepe, Juan no había. dicho una palabra de agradecimiento. Tampoco formuló las preguntas relacionadas con las dudas que volvían a asaltarlo. No sabía qué pensar sobre su anfitrión. Pero ese lugar era mejor alternativa que los calabozos de la dictadura o una zanja en un baldío.

Se sentaron en el living. Pepe dijo que expondría su plan

-No tengo plan -rió- hay que esperar. No tenemos apuro. Aquí está bien y pasado mañana iremos a otro lugar de confianza.

Pepe juntó las manos sobre la barriga. Parecía un gnomo sonriente, plácido y optimista. Hortensia distribuyó sobre  la mesa del comedor diversos manjares en platos octogonales con delicados dibujos en tonos rosa y celeste. Jamón serrano, salmón rosado, caviar, un pollo dorado, pan fresco y duraznos al natural en una fuente profunda adornada con un angelito.

Juan no encontraba una relación lógica entre el taximetrero, y su exhibición de prosperidad.

-No sé cómo agradecerle, Pepe.

-No tiene que agradecer. Usted fue siempre amable conmigo. Además, yo me solidarizo con los perseguidos. Son mis hermanos.

Había muchas cosas que decir. Juan evitó introducirse en sentimentalismos.

Las alfombras lo intrigaban.

-¿Buenas alfombras, no?

-Sí, son muy buenas.

-¿Brasileñas?

Pepe lo miró por primera vez con cierto rencor y una pizca de desprecio.

-No, don Juan. Son alfombras persas.

-Disculpe, no entiendo mucho de alfombras.

-No es nada. En general nadie entiende de alfombras. En cambio, ese es mi hobby. Esta -señaló la del comedor- es del norte de Persia. Describe las costumbres de una secta vinculada a los kurdos. La familia que las teje trabaja en alfombras desde el siglo XVIII.

Juan disimuló su asombro. El taximetrero era experto en alfombras persas. Y tenía la posibilidad de comprarlas. Hortensia no hablaba y lo miraba arrobada. Parecía mayor que Pepe y lo trataba como si fuera la madre y no la esposa. Pepe dijo que el pedido de captura de Juan había sido transmitido por televisión. Esa noche rastrillarían el barrio. Había que quedarse quieto. No llamaban en todas las casas. Como en los aeropuertos, revisaban un pasajero cada cinco.

-¿No nos tocará a nosotros?

-¿Y por qué? Hay que poner la energía positiva.

Juan no sabía quién era Pepe. No recordaba si alguna vez lo había conocido, ni imaginaba la razón de su conducta solidaria. Había algo mágico en todo el asunto y era mejor aprovecharse de ello que cuestionarlo.

Pepe se levantó, le dio un rápido beso a su mujer y dijo que se iba a trabajar.

-No le abras a nadie -alcanzó a gritar desde la puerta- cuando no están seguros y no hay respuesta siguen de largo. Hortensia no era muy locuaz. Miraba a Juan con una sonrisa dulce. Transmitía con ese gesto, solidaridad y comprensión. Así lo imaginaba Juan. En su condición de perseguido se sentía inclinado a interpretar y aceptar cualquier hecho positivo.

La mujer levantó los platos y desapareció en dirección a la cocina. Juan tuvo la sensación de que su comportamiento era extrañamente natural. Como si el hecho de tener  un fugitivo hospedado en la casa formara parte de la realidad cotidiana.

No tenía sueño y miró la televisión. No pudo concentrarse, tomó unas revistas y fue a su cuarto con un vaso lleno de whisky.

Tres días pasó en el departamento. Pepe dijo que había que cambiar porque la inacción podía inclinarlo a dar un paso en falso.

Al día siguiente aprovecharon la intensidad del tráfico, durante el crepúsculo y marcharon en el taxi hasta el barrio de Floresta.

Se detuvieron frente a una casa antigua, remozada con nueva pintura de suaves colores grises y marrones.

Pepe abrió la puerta de calle con su propia llave. Una mujer de unos cuarenta y cinco años, alta, de rostro agraciado, con el pelo tirante peinado hacia atrás sujeto con un moño, lo recibió con un beso.

-Señor Juan -dijo Pepe- le presento a mi señora.

La imagen de su protector, voluminosa y de estatura mediana, establecía una relación inarmónica con la esbelta figura de la mujer. Era evidente que la armonía entre ellos no tenía que ver con nada exterior y formal. Juan conoció así otra casa de Pepe. Y a Laura, otra esposa. Más joven y dinámica que la buena Hortensia, pero igualmente tierna y eficiente. Lo demostró preparando una extraordinaria cazuela de mariscos en poco menos de una hora, sin abandonar por completo la conversación con su marido y con el  desconcertado Juan, sorprendido por el talento de Pepe para relacionarse con mujeres. Mantenía con ellas una relación equilibrada y satisfactoria.

Las alfombras cubrían todos los ambientes. La galería unía cinco habitaciones de techos altos, iluminadas con arañas de caireles. El rumor de los pasos sobre las alfombras traía reminiscencias de viejas historias románticas de principios de siglo.

-¿Son persas, no?

-Claro -sonrió- ¿vio qué fácil es aprender si uno se lo propone?

Pepe se fue a trabajar. Laura le contó que tenía una casa de modas. Pepe había contribuido para la instalación con algún dinero, pero sobre todo con su intuición de indagar en la naturaleza de las mujeres. Discutieron sobre el tipo de ropa que debían vender y estudiaron el nivel socio-económico del mercado. Pepe le sugirió apuntar a una comunidad tradicional, ligeramente venida a menos. Como la mayor parte de las familias que vivían en el barrio, en antiguas y bellas casas construidas a principios de siglo. Ochenta años atrás el barrio era territorio de quintas de fin de semana.

El negocio prosperó. Vecino al local de modas instalaron un negocio de venta de alfombras.

En esta etapa de los sorprendentes sucesos protagonizados por Juan, en ese controlado laberinto de la adversidad, éste se enteró de varios hechos curiosos.

Pepe era dueño de catorce taxis y de cuatro negocios de venta de alfombras. Se había entregado con pasión académica a estudiar e investigar el origen de las alfombras, lo cual lo condujo a desarrollar un activo y sofisticado contrabando ilustrado, para ser consecuente con la jerarquía y calidad de sus clientes.

Se convirtió en maestro y a la vez en asesor irremplazable de los curadores de los museos públicos de la ciudad.

Pepe era multifacético. Tenía encanto y buen humor, lo cual sumado a su espontánea capacidad de seducción completaba una fórmula irresistible. Demostraba ser también, un amigo inesperado.

La relación que se estableció entre el fugitivo y Pepe constituyó una nebulosa intemporal, más allá de las insólitas o convencionales experiencias vitales de la clandestinidad.

Pasó más de una semana desde la fuga. En los noticieros radiales y televisivos no hubo nuevas menciones sobre Juan. Fue desplazado por la crónica cotidiana, dedicada a consignar la aparición de cadáveres y la desaparición de personas vivas, presumiblemente incorporadas, en un futuro previsible, a la condición mencionada en primer término.

Juan dejó de ser noticia. La búsqueda continuó, pero por alguna razón desconocida la publicidad había terminado.

Pepe visitó a la mujer de Juan y organizó un encuentro en la costanera. Marta no pareció muy interesada en la propuesta, pero fue a la cita.

Los restaurantes de la costanera profusamente iluminados, el tránsito incesante y el aterrador tronar de los aviones  sobre el aeroparque, como si hubieran decidido aplastar la ciudad, empezando por su extremo más fácil, constituían indicios de que la vida continuaba normalmente. El episodio que protagonizaba Juan apenas afectaba a unas pocas personas.

-Te lo dije muchas veces -Marta volvió su rostro hacia el río. Evitaba mirar la cara de su marido en la penumbra del vehículo, estacionado en el muelle del club de pesca-. Te dije lo que te pasaría. Lo que nos pasaría -enfatizó el sentido plural de la expresión.

Juan la miraba en silencio, arrepentido del encuentro.

-Lo siento -dijo.

Esta vez Marta lo miró.

-Solamente eso y basta. Deber cumplido. Lo sentís y nosotros tenemos que estar agradecidos. Siempre fuiste un irresponsable -dijo con fastidio-. La policía puede pensar que yo también estoy en la subversión.

-¿Cómo también? -se alarmó Juan-. Vos sabés que nunca estuve con la subversión. Siempre estuve contra la violencia.

La mujer volvió el rostro hacia el río. Lamentaba haber aceptado el encuentro. Desde que no estaban juntos y no había probabilidad inmediata de que las cosas volvieran a la normalidad, se sentía libre. Se había dado cuenta de que no lo necesitaba. Hasta sería bueno proteger a su hijo poniendo distancia definitivamente.

-Me van a buscar, seguro. Me van a buscar -repetía con énfasis. En realidad no lo creía. Era una manera de crearle mayores culpas a ese hijo de puta egoísta que pretendía convertirse en héroe.

Pepe sentado sobre el malecón fingía mirar hacia la oscuridad del río donde titilaban las luces de las areneras. Miró su reloj y se acercó al auto.

-Mejor nos vamos, señor. Puede ocurrir una mala casualidad.

Pepe desconfiaba de Marta. Estaba arrepentido de haber cumplido el rol de intermediario para el encuentro.

El auto salió de la costanera y Marta descendió cerca de su casa. Había sido una mala idea. En las circunstancias críticas las relaciones convencionales se desmoronan.

Juan miraba la gente, las luces, el tránsito. Comenzó a sentirse un fugitivo, enfrentado a un vacío de angustia y desesperanza. Descubrió que estaba solo. Sintió por primera vez que el episodio no tenía retorno. Nada volvería a ser igual. Como si iniciara una nueva vida sin proyecto ni horizontes. Esa convicción en lugar de deprimirlo le generó una irresistible exaltación de alegría confusa y desconcertante. Más excitante porque supo que no podía recurrir a nadie y debía elaborar un nuevo ámbito. Nuevas relaciones. Como esta extraordinaria e imprevisible amistad con Pepe, que no había hecho ningún comentario, aunque expresaba con su silencio la correcta interpretación del aciago encuentro con el pasado. Lamentó no haber visto a su hijo, a quien tal   —85→   vez no volvería a ver durante años. Compartía la opinión de Marta. Desaparecer de la vida de su hijo era una manera de protegerlo.

Las alternativas eran inciertas. No podían medirse en el tiempo, ni a partir de sentimientos contradictorios y torturados que revelaban una fractura profunda en la historia vivida, hasta el momento en que la voz de Mario resonó como un sonido ominoso en el teléfono.

Pepe condujo el taxi hasta un edificio de departamentos en la calle Cangallo y estacionó en el subsuelo. El ascensor los dejó en el quinto piso. Una empleada uniformada abrió la puerta y sonrió.

-Querida, servinos dos whiskys. ¿Está la señora?

-Sí, señor. Voy a avisarle que llegó.

Los dos hombres se sentaron en un elegante living con las copas en la mano. Dos grandes alfombras cubrían el piso. Una mujer joven, de aproximadamente treinta años, vestida con discreta elegancia y una sonrisa luminosa en su rostro de delicada belleza besó a Pepe y se acercó a Juan que se había puesto de pie.

-Vos debés ser Juan.

-Juan -dijo Pepe- le presento a mi mujer.

-No me advertiste que vendrían hoy -dijo Gloria- el cuarto está preparado, pero la comida no. Ahora me ocupo. Asiento, por favor. ¿Cómo estás Juan? Pepe me habló mucho de vos. Ahora vuelvo.

Fue a la cocina, dio algunas órdenes a la empleada, y volvió minutos después. Durante su ausencia los hombres permanecieron en silencio. Pepe sonreía divertido. Juan evitaba mirarlo.

Cuando terminó la comida Pepe dijo que tenía que trabajar. No volvió en toda la semana. Llamó algunas veces para saber si todo estaba en orden.

Juan y Gloria establecieron una relación de afectuosa camaradería. Permanecían juntos durante el día y prolongaban las noches en conversaciones interminables, cada vez más descontraídas y placenteras.

No supieron en qué momento la relación se hizo más intensa e íntima, o si eso ocurrió poco a poco, como consecuencia de la soledad compartida. Juan terminó besando a Gloria y Gloria, con lágrimas en los ojos, e impidiendo que se apartara, susurró que no podía ser desleal con Pepe. Desde el primer momento supo que la idea de su marido era una locura peligrosa. Si en una semana no había venido, era con algún propósito oscuro, impreciso, deliberado.

Juan la condujo en silencio hasta el dormitorio. No al suyo, con una cama de una plaza, sino al dormitorio principal, con la gran cama de dos plazas o quizá de tres. En el camino se sacaron los zapatos. Caminaron sobre una mullida alfombra persa, que les provocó un cosquilleo de erótica liviandad, como si se deslizaran y flotaran blandamente sobre los colores, la pasión y la terquedad de antiguos artesanos orientales. Los envolvió la reminiscencia de alguna historia olvidada de Harum Al Raslud, a medida que avanzaban  sin prisa, pero sin detenerse, porque no había ninguna razón para hacerlo.

Se desvistieron lentamente. Sin apuro ni torpezas impacientes, y se amaron con ternura, con pasión, con la entrega definitiva de dos solitarios. Como si lo que estaba ocurriendo no fuera un episodio más de sus vidas, sino el principio de una nueva historia, más rica, libre, desprejuiciada, asombrosa e inesperada.

Tres días después llegó Pepe, sonriente y entusiasta como siempre. Tenía un plan. Un comisario le había prometido un documento de identidad. En las comisarías había muchos. De desaparecidos que no tendrían oportunidad de usarlos, ni interés de identificarse. No una cédula. Una libreta de enrolamiento.

A los veinte años -reflexionó- todos tenemos la misma cara de estúpidos distraídos.

Juan saldría del país por Gualeguaychú, frente a Fray Bentos. Allí hay un puente internacional.

-Mañana traigo el documento -dijo.

Después se marchó, no sin antes pedirle a Gloria que tratara bien al huésped.

-Fue ironía -dijo Juan.

-No. Pepe no haría una cosa así.

-Yo creo que sospecha.

-Pepe nunca sospecha. Tiene certezas o no las tiene.

Esa noche se amaron como si fuera la última. Pepe no volvió. La fiesta erótica continuó durante los días siguientes. Una tarde, mientras tomaban el té, por rara casualidad en el comedor, no en el dormitorio, desnudos y sentados en el suelo sobre la alfombra, Pepe entró como una tromba exhibiendo el gastado documento de la víctima desconocida.

Durante la comida definió el plan de acción. Esa noche tuvo el mal gusto de ejercitar su legítimo derecho de marido y durmió con Gloria.

Al día siguiente los tres amantes, o los dos amantes y el marido, como quiera interpretarse la naturaleza de esta relación, exhibían expresiones contradictorias y fatigadas.

Revisaron el plan, que sería ejecutado el sábado por la mañana. Era viernes. Pepe volvería a la madrugada con el equipo. Ropa deportiva, cañas de pescar, termos y bolsas de dormir. -También vendrá un chofer de mi confianza. Es como un hijo adoptivo.

Se marchó después de comer. Un cambio sutil, pero preciso, se había impuesto en la naturaleza de las relaciones de Gloria y Juan.

Se miraron en silencio. Los días tormentosos vividos apasionadamente reñían con la inocencia de Pepe. La preocupación por salvar al amigo introdujo una condición insoportable. Esa noche, la última, no hicieron el amor. Cada uno durmió en su cama.

Pepe llegó al amanecer. La niebla rosada anticipaba un día caluroso y húmedo.

Vistieron ropas deportivas. Gloria insistió en usar un short ajustado y provocativo.

-Es casi indecente -dijo Pepe- pero servirá para distraer al enemigo.

Pepe sentado al lado del chofer miraba la cinta metálica del camino. Estaba preocupado. No era un héroe.

Los detuvieron las patrullas militares, para pedir documentos y reconocer a los viajeros. Las largas piernas de Gloria tornaron superficiales las rutinas de control. Juan, a su lado, recordaba los días y las noches de amor, con desaliento y tristeza. En Gualeguaychú había pocos turistas haciendo trámites para pasar al Uruguay. El calor era insoportable. Un sargento revisó los documentos.

-¿Para qué van al Uruguay?

-Para pescar. Del otro lado el dorado se da mejor.

-Sí. Es cierto.

Devolvió los documentos y les deseó buena pesca.

El auto inició su recorrido por el puente. Un soldado les apuntó con su fusil y ordenó que se detuvieran.

-¿Acelero? -preguntó el chofer.

-No -dijo Pepe-. No hicimos nada mal.

Un cabo se acercó a la ventanilla abierta.

-¿Me pueden llevar hasta el otro lado? Si no es una molestia...

Claro oficial. Suba.

El hombre se acomodó en el asiento posterior, al lado de Gloria. Durante trescientos metros intentó disimular que le miraba las piernas.

-¿De pesca?

-Sí, de pesca.

Cuando llegaron al otro lado del río el hombre descendió del auto. Pepe le indicó al chofer que condujera hasta un bar. Estaba vacío a esa hora de la mañana.

Pepe se puso a reír. Los otros lo imitaron. Las carcajadas fueron el recurso necesario para distenderse y tomar conciencia de que estaban a salvo. Pepe pidió una botella de champagne.

Brindaron por la suerte. Habían logrado su propósito. El fugitivo estaba en lugar seguro.

Se besaron riendo. Gloria besó a Pepe. Después se volvió y besó a Juan ligeramente en la boca.

Pepe levantó su copa y se acercó al oído de Juan.

-Por tu salud, turrito.

 

 

La espera

 

 

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