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DIRMA PARDO DE CARUGATI (+)

  EL FINAL DE LA ODISEA - Cuento de DIRMA PARDO DE CARUGATI


EL FINAL DE LA ODISEA - Cuento de DIRMA PARDO DE CARUGATI
EL FINAL DE LA ODISEA

Cuento de DIRMA PARDO DE CARUGATI

 
 
 
EL FINAL DE LA ODISEA
. 
"¡Feliz hijo de Laertes! ¡Odiseo, fecundo en recursos!
 
Tú acertaste a poseer una esposa virtuosísima.
 
Como la irreprochable Penélope, hija de Icario,
 
ha tenido tan excelentes sentimientos
 
y ha guardado tan buena memoria de Odiseo,
 
el varón con quien se casó virgen,
 
jamás se perderá la gloriosa fama de su virtud
 
y los inmortales inspirarán a los hombres
 
de la tierra graciosos cantos en loor de la discreta Penélope".
 
HOMERO - "La Odisea" - Canto XXIV
 
 

Ajeno e indiferente a la tragedia de los hombres, aquella mañana de marzo de 1870, puntualmente, el sol empezó a asomar por detrás de las colinas. Sus primeras luces fueron haciendo visibles unos malformes bultos que habían amanecido tirados sobre la tierra, que no eran sino despojos humanos, algunos aún vivos y otros ya difuntos.
 
Ese día, en el confín de la patria, en el que habría de ser el último campamento, antes de que llegara el ocaso, el enemigo cerraría un lustro de adversidades y desventuras, con la muerte del hombre que había estado persiguiendo, ese hombre -héroe o villano- común mortal con ínfulas de Dios.
 
Entre los pocos sobrevivientes, Eliseo Lahaye juntó sus pocas fuerzas en un desesperado intento de resistencia cuando llegó la última batalla, pero al ver caer herido al que decía que "moría con su patria", comprendió que ya no sería útil una valentía absurda y optó por la vida, en una ignominiosa pero salvadora retirada.
 
La luz final del día aún alumbraba la llanura cuando Eliseo se internó en los montes cercanos y, a causa de la gran debilidad, pronto cayó exánime. Todavía inconsciente lo recogieron los indígenas que siempre merodeaban la retaguardia.
 
Las mujeres de la tribu lo abrigaron con pieles de animales y le dieron de beber tibios brebajes en vistosas calabazas.
 
El guerrero herido deliraba; en sus sueños llamaba a Petronila, su querida esposa, y a Teófilo, su hijo pequeño: "¡Tengo que llegar a Itauguá!", decía enloquecido por la fiebre y se quería incorporar. Pero, por orden de la curandera, las mujeres con celo lo cuidaban y se lo impedían. Al cabo de un tiempo, recobrado el vigor, impaciente por llegar a su pueblo, convenció a los indígenas y emprendió la marcha hacia el sur, encomendándose a todos los santos.
 
La guerra había concluido; la Triple Alianza enemiga escribía "sus páginas de gloria sobre los cadáveres de los vencidos", último capítulo de la historia que había comenzado con la obstinación del tirano que arrastró a su pueblo al exterminio.
 
Un largo calvario fue el regreso, con penurias de fatiga, de sed y de magra pitanza de limosna.
 
Eran leguas de polvo colorado bajo el sol ardiente o de barro resbaladizo si llovía. Eliseo tuvo que desandar el camino diagonal de la tragedia, que él mismo y otros esquivados de la muerte, a paladas furtivas, habían ido convirtiendo en cementerio.
 
¿Cómo olvidar el pasado -ya nunca podría- si todo estaba signado por el horror y la derrota?
 
A su paso hallaba los estragos que dejaron las huestes invasoras, la miseria de las fantasmales ciudades evacuadas, con sus casonas mutiladas por la violencia y el saqueo. Como en una plegaria musitaba: "¡Dios mío, Dios mío, ¿qué habrá sido de mi familia, de mi chacra, de mi hacienda?".
 
Hecho un mendigo, con sus heridas mal curadas y el uniforme en andrajos, iba Eliseo hacia su meta incierta. Era largo el camino, pero el recuerdo sabe acortar distancias y la imagen de su casa, de su pueblo, de su gente (que a veces quería desdibujar el tiempo), se recreaba con fuerza en la memoria.
 
Cada tanto se encontraba con grupos de mujeres y niños, y Eliseo ayudaba en la labranza o a mover alguna carga, a cambio de comida y de posada. Preguntaba mucho, pero él contaba poco, temeroso de ser reconocido.
 
Muchas veces releía la última carta de su esposa, llegada antes de que se cortaran las comunicaciones: "Te extraño mucho, te esperaré toda la vida si es preciso. Todavía no recibimos orden de evacuar, pero aunque así fuera, cuando todo termine, te estaré esperando en nuestra casa. Ayer comencé a bordar el mantel para el banquete del regreso. Teófilo está bien, lo cuido mucho. Cada día se te parece más. Está por cumplir los siete años".
 
Las lágrimas y el manoseo de un lustro iban deteriorando aquella carta, pero el soldado la guardaba como un relicario, sobre el pecho, en un bolsillo de su rotosa guerrera.
 
Él también había hecho una promesa a su fiel y paciente esposa cuando fue movilizado. "Voy a volver con vida -le dijo- con la ayuda de Dios y de la Virgen", agregó poniendo sus dedos en cruz sobre los labios.
 
Y el protegido de los dioses llegaba por fin a Itauguá, su pueblo natal, donde había sido tan feliz.
 
Con intensa emoción fue reconociendo antiguos lugares. Inquieto, sin admitirlo, temía llegar a su casa y no encontrar lo que al partir había dejado.
 
Pasaba una mujer con un canasto en la cabeza y Eliseo, saludan-do, la detuvo e indagó.
 
"Ahora ya casi todo es normal -contestó la vendedora de naranjas-. Aquí mismo no hubo batalla, pero hubo mucha desgracia, igual". Con muestras de dolor contó la mujer que un destacamento enemigo había acampado en las cercanías y que los soldados robaron cuanto quisieron, en ese pueblo sin hombres, defendido por mujeres tejedoras que alternaban la labranza y el bordado. No fue solo por piedad que no las mataron, sino porque eran buenas labradoras e industriosas y los invasores se alimentaban de sus huertas, de sus dulces caseros y de las aves de sus corrales.
 
Más adelante, ya cerca de su casa, encontró a un mendicante ciego y Eliseo, fingiéndose forastero e ignorante, le preguntó si conocía a la familia de Lahaye.
 
Le respondió el lugareño que creía que el señor había partido para la guerra sin retorno, pero sí sabía que la esposa, su hijo y la criada seguían en el pueblo, como siempre.
 
Recordaba el itaugüeño que esa casa, en la época feliz de la bonanza, fue la mejor, la más noble y que en la fiesta de la boda de Elíseo, el unigénito, con la más bella muchacha del lugar, él mismo había asado las reses del banquete.
 
Más quería saber el ex-soldado y se animó a preguntar por la señora.
 
"Es una santa mujer -dijo el anciano-, una verdadera reina. La viuda tiene muchos pretendientes, pero ella sigue esperando; no como sus primas, las propias hermanas del Mariscal vencido, que se casaron con los vencedores y se fueron a vivir cómodamente".
 
Elíseo, henchido de felicidad y orgullo, trataba de fingir casual curiosidad. El viejo vecino, aún sin reconocerlo, lo animó a que fuera hasta la casa a conseguir comida, ya que seguro la señora, siempre ansiosa de noticias, le daría unas galletas con cocido.
 
Siguió Elíseo caminando hacia su hogar, ahora con paso ligero, impaciente y decidido. Se sacó el poncho, que a pesar del calor de aquel otoño lerdo se había puesto para ocultar su miserable aspecto, y al hacerlo dejó a la vista su flaco cuerpo apenas guarecido por el haraposo traje de combate.
 
Cuando llegó frente a su casa, su corazón latía aceleradamente y las sienes palpitaban a punto de estallar. Desde la calle vio la antigua enramada del patio enladrillado. El cuadro que tenía ante los ojos se parecía mucho al sueño recurrente durante todos esos años: Petronila, siempre bella, dedicada a su bordado; Teófilo, su hijo, cabalgaba una escoba de ramajes; la criada revolviendo el contenido de una olla y la comadre (solo un poco mayor que hace unos años) siempre presente, con su niño dormido entre los brazos.
 
Elíseo no quería romper el hechizo de esa visión, tal vez solo in-ventada, pero batió las palmas atrayendo la atención de las mujeres. "¿Pueden dar un poco de agua a un caminante?", dijo en voz alta. La criada trajo un jarro de un cántaro de barro y sin abrir el portón se lo pasó al mendigo.
 
"Déjalo entrar", dijo el ama compasiva al ver el rotoso uniforme de la patria, y pensó: "Tal vez traiga noticias de Elíseo ......
 
Petronila ofreció asiento al pordiosero, sin saber que él era su marido y pidió a la criada que trajera un tazón de mazamorra con canela.
 
Elíseo temblaba. Petronila curiosa, preguntaba..., pero al mirarlo a los ojos fue imposible no reconocer al ser querido y a él le fue imposible, también, por un instante más, callar que era él mismo, que estaba de regreso.
 
Se abrazaron en un llanto común y no podían decir al mismo tiempo todo lo que anhelantes pensaron en esa larga espera.
 
La comadre, conmovida ante esa tierna escena, también lloraba emocionada. Dejó al niño en la hamaca y trayendo de la mano a Teófilo, que sin entender miraba, le explicó: "Es tu padre, que vino para siempre".
 
Diligente la comadre, fiel compañera de Petronila durante el tiempo de soledad y penas, empezó a disponer la casa para el amo. Ordenó una comida substanciosa y preparó el baño que Elíseo le pedía. Llenó una tina con agua del arroyo, que perfumó con hojas de menta y con azahares. Tras el baño le limpió las heridas con té de hierbas curativas y él se peinó los cabellos con enjuague de verbena.
 
Rasurado el rostro y con sus ropas de cinco años antes, Elíseo se presentó ante Petronila como un joven pretendiente que desea impresionar a una doncella.
 
Ella también se acicaló; sobre los hombros se puso una mantilla de encaje ñandutí y se soltó las trenzas, sin saber muy bien por qué lo hacía.
 
Con las manos enlazadas los esposos recorrían su campo y los corrales. El hijo, feliz, correteaba gritando: "Mirá papá, mirá papá", solo porque le daba placer poder nombrarlo.
 
Caminaron, contándose mil cosas, hasta que el crepúsculo pintó de rojo-fuego el horizonte y entraron en la casa a preparar las velas. Elíseo armó el pesado lecho, que con otros pocos muebles había escapado a la rapiña. Petronila abrió el arcón donde guardaba sus pertenencias y sacó las mejores sábanas, de las que sobraron luego de que la guerra fuera convirtiendo su ajuar en vendas, pañales y mortajas.
 
Y se hizo noche cerrada. El aire se llenó de luciérnagas y un coro de grillos reemplazó el agudo cantar de las cigarras.
 
La antigua cama nupcial fue otra vez el tálamo de los amantes reunidos. Recatada y púdica, como en su noche primeriza, Petronila se entregaba al abrazo de Elíseo, anhelando que ese encuentro borrase para siempre todo recuerdo ingrato del pasado.
 
Brioso y tierno, apasionado y gentil, él quería rescatar aquel idilio destajado por designios del destino. Sus recias manos, que habían matado tantos hombres en combate, eran ahora delicadas recorriendo el cuerpo de su amada. Era feliz sabiendo que ella lo esperó paciente y resignada. Daba gracias a Dios por ser tan afortunado.
 
Petronila con mil besos le rogaba que nunca más se fuera... De pronto, a la suave presión de las caricias, un tibio maná brotó de sus pezones. Y entonces Eliseo oyó llorar al niño pequeño (que él, ingenuo, creyó de la comadre) y se dio cuenta de que hacía mucho que lloraba, pues la leal servidora no podía ya calmarlo con té de hojas de naranjo ni otros engaños.
 
Eliseo miró a Petronila y muy despacio, como probando y no queriendo decir lo que decía, murmuró: "Es hora de alimentar a tu hijo". Y su esposa, con rubor, sin levantar los ojos, sin explicar nada, se fue a traer al niño y comenzó a amamantarlo, sentada en la mecedora de esterilla.
 
Con recelo, Eliseo se fijó en el tierno infante de pelo rizado y tez oscura y comprendió que su color era el estigma de su origen.
 
La única ventana abierta dejaba entrar un aire fresco y oloroso. La luz de la vela, a merced de la brisa, bailoteaba en las paredes dibujando fantasmagóricas siluetas. A medida que ardía la candela, iba derritiéndose en el candelero de arcilla, hasta que todo fue solo cera derramada con un pabilo apenas humeante.
 
Fue larga la noche, parecía interminable. Eliseo con la cara cubierta por la almohada, fingía dormir, cavilaba, y pasó inmóvil la vigilia.
 
Y llegó la aurora, finalmente; un nuevo día empezaba para todos. Se preguntaba Petronila cómo le contaría a su esposo la angustia, el sufrimiento y el oprobio de lo que le tocó pasar en esa guerra. Pero cuando él apareció en el corredor esa mañana, no la dejó hablar; le besó tiernamente una mejilla y solo dijo: "Estoy preocupado por mi madre. Voy a verla y a contarle que estoy vivo".
 
Petronila y Teófilo lo acompañaron hasta el portón del frente, lo besaron y abrazaron fuertemente.
 
El niño, triste, levantó la mano en un último saludo y Petronila supo, desde el fondo de su corazón lo supo: nunca más vería a su marido.

 
 
 

Selección e introducción: ROQUE VALLEJOS.

Colección: Hacia un País de Lectores (2).

Editorial El Lector,

Director Editorial: Pablo León Burián,

Asesor Editorial: Roque Vallejos,

Ilustración de tapa: Juan Moreno, 

Asunción-Paraguay 2002. 126 pp.


 
 
 
 
 

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