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DIRMA PARDO DE CARUGATI (+)

  EL COMPROMISO DEL ESCRITOR EN LA SOCIEDAD - Ensayo de DIRMA PARDO DE CARUGATI


EL COMPROMISO DEL ESCRITOR EN LA SOCIEDAD - Ensayo de DIRMA PARDO DE CARUGATI
EL COMPROMISO DEL ESCRITOR EN LA SOCIEDAD

 

 
 

EL COMPROMISO DEL ESCRITOR EN LA SOCIEDAD
 
 
 
¿QUÉ ES UN ESCRITOR PARA LA SOCIEDAD?
 
¿Realmente la sociedad espera algo de un escritor, de un intelectual que pertenece a una élite culta que sólo se dirige al sector ilustrado? La realidad es ésa: el escritor pertenece a una minoría que escribe para otra minoría que lee. Entonces, desde esa posición, ¿puede ejercer algún liderazgo, llega a tener alguna influencia en la comunidad?
 
Analicemos, para empezar, cómo ve a los escritores la gente que no escribe. Para algunos, el escritor inspira respeto, consideración; a unos pocos les produce fastidio o admiración; para otros, es motivo de indiferencia... o de temor. Para explicar cada una de estas manifestaciones tomemos algunos ejemplos bien contrapuestos. Durante mucho tiempo en las sociedades burguesas la palabra poeta era casi un sinónimo de bohemio, lo cual no era sino un eufemismo de vago. Sin embargo, había un sitio en América donde ser poeta tenía sus ventajas: en Guatemala, hasta hace muy poco tiempo, los poetas tenían el privilegio de no pagar pasaje en los vehículos públicos. (Lo menciona Luis Hars en Los nuestros). Pero algunos escritores se sentían molestos al ser equiparados con los minusválidos.
 
Ya Federico Holderlin (1770-1843) se preguntaba "... ¿para qué poetas en tiempos de miseria?". Pero tal vez, lo más cercano a la realidad sea que un escritor no es ni el inadaptado social que el vulgo mira de soslayo, ni el ser nimbado por un don divino.
 
El escritor, como el artista, no es una clase especial de individuo sino que como individuo es una clase especial de artista. El intelectual, creador, al igual que el pintor, compositor, escultor, arquitecto o historiador es un agente transmisor, quien con sabiduría y responsabilidad, al expresarse da fe de una realidad circundante que podríamos llamar contemporaneidad. Como dice Luis Hernáez, "es un testigo de su época".
 
La diferencia con otros creadores radica en que como proyecto, como métier, la literatura es una práctica privada, solitaria desde el punto de vista social, improductiva en el aspecto económico y de impredecibles consecuencias desde la perspectiva política.
 
El escritor es, casi siempre, un disidente y lo es por razones morales, de ética permanente más que por compromisos políticos ocasionales. Ningún sistema social regimentado liberal, totalitario o democrático le será propicio -dice Herbert Read en su libro titulado Al diablo con la cultura-. "Todos son gobiernos de mayorías que consiguen el asentimiento popular mediante la manipulación de la psicología de las masas".
 
Es que alguien que escribe -como creador-necesita seguridad y libertad, condiciones primordiales para el surgimiento y desarrollo de la cultura y del arte en general. Hasta el mecenazgo y la subvención entrañan cierto riesgo porque podrían originar una cultura dirigida, bajo la cual sería difícil ver surgir en forma espontánea la innovación y la creatividad.
 
Pero esa libertad, esa independencia de la que hablamos, no implica aislamiento. Aquellos escritores que imaginamos encerrados en su torre de marfil, están sin embargo uncidos -quiérase o no a su época y a su medio el hecho de que con frecuencia se opongan a su entorno no hace sino ratificar por sí mismo cuánto les interesa y cómo les concierne todo lo que les rodea.
 
En resumen, un escritor no es un filósofo sistemático ni un predicador, es un artista que ha escogido ciertas experiencias básicas y las ha incluido en sus escritos, ya se llamen novela, cuento, ensayo o poesía; es un artista que modela ideas con palabras, pero esas palabras -como decía Miguel Ángel Asturias- "esas palabras pueden ser la voz del pueblo". De ahí que a veces incomoden o inspiren temor.
 
 
 

LA INFLUENCIA DEL ESCRITOR
 
¿Realmente gravita en la sociedad la obra y el pensamiento de un escritor?
 
El efecto inmediato y directo de la literatura es que transforma los elementos de ficción en núcleos verdaderos.
 
Es curioso: un autor de ficción ofrece una obra de imaginación, de su inventiva y los lectores buscan y creen hallar un fondo verídico, un descubrimiento de algo que hasta entonces estuvo oculto. Al mismo tiempo, un historiador presenta hechos reales, sucesos verdaderos, documentados y los lectores -y hasta algunos críticos- le buscan la parte falsa, el dato tergiversado.
 
Dicho de simple manera, al que miente se le cree y al que dice la verdad se le desconfía. Henos aquí con los valores invertidos. La segunda consecuencia de la lectura es la incitación al pensamiento, porque al presentársele al lector una tesis, con la que coincide (o a la que se opone), se racionaliza una realidad que ese lector trata de cambiar o, al menos, de entender.
 
Un escritor, como exponente del pensamiento. puede ejercer influencia de muchas formas, desde las triviales como imponer una moda en el vestir tal ocurrió en los Estados Unidos cuando se filmó la novela El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald (1896-1940), ya muerto el autor. El protagonista era el símbolo de la rebelión contra los convencionalismos.
 
O como mucho antes sucedió en Alemania, cuna del Romanticismo, donde la literatura tuvo gravitación en el comportamiento de muchos jóvenes estudiantes que por lo visto leían. Después de la publicación de Las penas de Werther, obra de Goetthe (1795-1832) hubo una ola de suicidios por amores contrariados. Y aunque no se puede culpar al gran escritor por la insensatez de los suicidas se decía "hoy murió otro Werther".
 
Nunca sabremos cuánto pudo llegar a influir en la historia de nuestro país la ideología de RAFAEL BARRETT (1876-1910), un aristócrata devenido en anarquista. El escritor español (autor de "EL DOLOR PARAGUAYO") era un duro crítico de la realidad y denunciaba la injusta situación laboral de los trabajadores. Y él pasaba de la palabra a la acción cuando arengaba a los obreros, en las inmediaciones del puerto. Lo hacía en persona, de viva voz, sencillamente porque él sabía que los obreros no leían.
 
Un ejemplo del predominio o fuerza moral que los intelectuales son capaces de ejercer sobre la sociedad, es el elocuente caso Jean Paul Sartre (1905-1980). Bien sabemos que ha sido el más característico representante del existencialismo y lideró toda una generación. Como su compañera, Simone de Beauvoir, fue abanderada del feminismo.
 
Por lo tanto, si los intelectuales tienen seguidores, es fácil de comprender por qué los políticos buscan su adhesión y por qué los gobiernos totalitarios les temen. Recordamos la frase de José Goebbels, ministro de Propaganda del Reich: "Cuando oigo hablar de cultura saco el revólver". El novelista y astrofísico Fred Hoyle (1915-2001) enfatizando el valor de las palabras, dijo: "Se pueden escribir cinco líneas que destruirían la civilización".
 
 
 

LA LITERATURA ES PELIGROSA
 
Se teme a la literatura. Causa temor. "La escritura es siempre vista como origen del espíritu de rebeldía", afirma el escritor argentino Ricardo Piglia. Es comprensible; si ni la ciencia ni la tecnología son neutrales, ¿cómo lo sería la literatura que tiene el poder de determinar las concepciones del mundo, los sistemas de valores, intereses, motivaciones, normas de comportamiento, estructuras sociales e ideologías? Por eso la reprimen los gobiernos totalitarios, sean de derecha o de izquierda.
 
Desde el comienzo de los tiempos la literatura ha sido perseguida: los inquisidores se justificaban en nombre del cristianismo, los conquistadores en la mayor gloria de la patria; los colonizadores en la civilización; los nazis en la pureza de la raza y los bolcheviques en la igualdad (Víctor Massuh).
 
Ejemplos abundan; recordemos algunos. En los inicios de la Guerra Civil Española, el poeta Federico García Lorca fue fusilado por represalias políticas. La era franquista empujó al exilio a la intelectualidad liberal y descapitalizó la cultura de ese país.
 
En la populosa China de Mao Tse Tung la censura asfixiaba y, cuando hubo un intento de aflojar las ataduras "para que florecieran 100 flores", resultó un fracaso porque persistía la falta de libertad.
 
El gobierno soviético prohibió la distribución de las obras de Alejandro Soljenitsyn, un héroe de la Segunda Guerra Mundial y uno de los más grandes escritores de la Rusia contemporánea; fue deportado y privado de su ciudadanía, así como cien años antes, Fedor Dostoievsky (1821-1881) fue enviado a Siberia, en conmutación de la pena de muerte a la que había sido condenado.
 
En la Argentina, sólo hace poco más de treinta años, la dictadura militar consideró sediciosa la literatura. Impuso la censura, el exilio y fueron asesinados los escritores Rodolfo Waslsh, José Orondo y Haroldo Conti, quienes desaparecieron entre los treinta mil ciudadanos. Y por las dudas, se incineraron, en un espectáculo público, más de un millón de libros de la Editorial LEAL, el 30 de agosto de 1980. Esa fecha hoy es recordada como "Día de la vergüenza".
 
El libro Versos satánicos fue prohibido en 12 países, y su autor, Salman Rushdie, condenado a muerte por el ayatolá Jomeini. Esa pena sigue pendiente.
 
El régimen castrista reprime con cárcel y ejecuciones la disidencia de los intelectuales. Una de las más recordadas víctimas, el poeta Reinaldo Arenas, apresado varias veces, torturado, terminó en el destierro donde se suicidó.
 
En nuestro país GABRIEL CASACCIA fue acusado de antipatriota porque los personajes de sus novelas, ficticios pero terriblemente parecidos a seres reales, destacaban el lado oscuro, la faceta fea, de la idiosincrasia de los habitantes de Areguá.
 
Y no podemos dejar de mencionar que RUBÉN BAREIRO SAGUIER sufrió la arbitraria detención que no consideró su delicado estado de salud en ese momento y a pesar de los cientos de firmas que pedían su libertad. Estuvo en prisión por haber recibido un premio literario en Cuba y fue despojado de sus documentos de identidad, lo cual lo convirtió en el primer escritor con pasaporte de las Naciones Unidas.
 
AUGUSTO ROA BASTOS, aunque no estuvo en prisión, también conoció el destierro y si su libro Yo el Supremo, escrito en Buenos Aires, circuló libremente en nuestro país, creemos que fue porque los censores de entonces no comprendieron la obra o nunca pudieron terminar de leerla.
 
 
 

CREADORES DE ESTILO Y PERSONALIDAD
 
Autor y lector pocas veces se conocen personalmente, sin embargo ese doble aislamiento hace perdurable la vieja metáfora de la botella arrojada al mar. Ambos forman parte del proceso de intercambio. La ausencia del contacto visible entre el creador y su público no es óbice para la existencia de una comunicación entre ellos, puesto que ambos se necesitan, se complementan y dialogan con el pensamiento.
 
De esta interrelación autor-lector emana la responsabilidad que le corresponde al intelectual y la suma de méritos -o de culpa- que pueda atribuírseles por sus desaciertos y trastornos, o por sus ideas orientadoras, o simplemente por el placer que produce la lectura de su obra. En esas condiciones hablábamos de minorías y por tanto no importaba que el público fuera restringido, habida cuenta de que su palabra llegaba donde debía llegar, donde podía alcanzar efectividad.
 
En nuestros días, con variantes propias de la época, la sociedad abandona las viejas estructuras estamentales hacia equilibrios más dinámicos. Las poblaciones más lejanas son alfabetizadas, las multitudes se incorporan en masa a la civilización, o mejor diríamos, se insertan a los cánones de la vida moderna.
 
El concepto de cultura y su radio de expansión tienen otros agentes transmisores. Es notorio el importante papel que desempeñan los comunicadores sociales que se han convertido en los principales orientadores de opinión.
 
La juventud actual modela su personalidad y articula su pensamiento más que a través de los formadores naturales que son el hogar, el colegio, la iglesia y los libros, principalmente con los medios de comunicación, televisión, revistas, diarios, cine, Internet y hasta con los carteles de publicidad, los que, como dice Darío Sarah, "no venden productos sino un estilo de vida".
 
Y destacamos la palabra opinión, porque ésta siempre ha sido uno de los principales reguladores de la conducta colectiva. El Poder Público se apoya en la opinión pública. (En una democracia, por supuesto, porque en las dictaduras sólo se tienen opiniones privadas). Pero hasta la conducta privada se regulaba por la opinión pública, por el "qué dirán" que ahora cada vez importa menos.
 
Los medios de comunicación -hoy más que nunca- son los que influyen en fondo y forma del pensamiento.
 
Decía André Malraux (1901-1976): "El mundo es más fuerte que el hombre, pero la interpretación del mundo que hace el hombre, es más fuerte que el mundo".
Un periodista de opinión, que no es sino otro trabajador de la cultura, sitúa a su lector, oyente o espectador, en el espacio, en el tiempo; ensancha su circunstancia; conjetura, analiza, discurre para elaborar un criterio. Los medios lo hacen accesible y le otorgan poder de persuasión.
 
Tal vez sin proponérselo, el comunicador también ejerce enorme influencia en el lenguaje de su público, ya sea mejorando el vocabulario cotidiano o imponiendo por imitación el vulgarismo barrial o el error gramatical.
 
 
 

FINALMENTE ¿PARA QUÉ SIRVE LA LITERATURA?
 
Un pragmático iracundo nos contestaría: "La literatura no sirve para nada". En el fondo tiene razón, pero el sentido es otro. La literatura -la verdadera- es pura gratuidad estética.
 
El arte no debe ser sino arte. No tiene una función como el libro de texto, su intención es sólo suscitar emociones estéticas, dar placer, entretener, como ocurre con la música o las artes plásticas. En la actualidad el mismo acto de escribir está pasando por un radical proceso de análisis que pone en cuestión la validez de la literatura como medio de comunicación artístico-cultural.
 
Al ritmo de nuestro tiempo, las transformaciones se operan tanto en el campo del arte como en el de la totalidad de las manifestaciones humanas.
 
La literatura como unidad significante de la comunicación media, pasa por una reformulación a causa de las nuevas condiciones impuestas por los problemas del lenguaje, la información y el comportamiento-patrón, obligan al escritor a volverse hacia sí mismo y revisar todas sus posiciones artísticas y sociales.
 
Así como la sociedad de consumo ha impuesto una comida chatarra, también ha surgido una literatura de consumo masivo, con la que hay que competir. El nuevo producto tiene buen aspecto, variopinto relleno y mucho condimento entre las dos tapas. Pero indigesta.
 
La cultura de masa, lejos de representar una vía de acceso a las formas superiores de la civilización, ha creado -según la expresión de Bernard Chabonneau- un individualismo masivo, en el que el ser humano para encontrarse a sí mismo necesita ser miembro impersonal de una comunidad impersonal; para sentirse individuo necesita estar en un grupo colectivizado y anónimo y dialoga en un universo en el que las máquinas se comunican entre sí.
 
El desafío del escritor del siglo XXI es adherirse a los medios de comunicación con toda su complicada y potentísima tecnología, porque sabe que los medios hoy son los timones, son las palancas de mando de la sociedad actual.
 
Sólo es de desear -en esta situación- que el creador conserve su libertad de expresión y no se someta a los gustos (no siempre los mejores ni los más puros) de la amplia masa hacia la que también va dirigida la producción intelectual.
 
En resumen: la primera preocupación del intelectual frente a la sociedad es su obra personal. Su otro deber, no menos trascendente, es el que le obliga a exigir la libertad y la justicia, porque eso forma parte esencial de su misión y responsabilidad con la comunidad de la que forma parte.
 
El académico español Pedro Laín Entralgo sostiene que la verdad es el alimento propio de la inteligencia. Entonces, si la ver-dad es un don social, el escritor debe comenzar en la modesta operación de ser veraz consigo mismo y exigir una vida pública verdadera, es decir, basada en la verdad.
 
Y el reclamo de la verdad lleva como complemento la exigencia de la libertad, que es igualmente un bien social. El proverbio recuerda "la verdad os hará libres" y su reverso podría ser "la libertad os hará verdaderos".
 
De: Takuapu, Año III, N° 5, Febrero 2008, pp. 26-28.
 
Leído en el Encuentro de Escritores del MERCOSUR,
 
Gualeguaychú, noviembre de 2007.


 




Ilustraciones: CATITA ZELAYA EL-MASRI

Intercontinental Editora,

Asunción-Paraguay 2009 (427 a 822 páginas)
 
 
 
 

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