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DIRMA PARDO DE CARUGATI (+)

  HABEAS DATA y cuentos de DIRMA PARDO CARUGATI


HABEAS DATA y cuentos de DIRMA PARDO CARUGATI
CONFESION, A SANGRE FRÍA, LA ANCIANA DEL CUARTO DE ATRÁS y HABEAS DATA

 
 
 
 
 

CONFESIÓN
 
Son penas muy encimadas
 
el ser pobre y ser mujer
 

-. Bendecime Padre porque he pecado. Hace más de un año que no me confieso.

-Eso es muy malo, pero el hecho de que hayas venido demuestra tu contrición. ¿Cuáles son tus pecados, hija mía?

-Robé, padre.

-Eso es muy malo. ¿Cuántas veces has robado, hija mía?

-Muchas veces, padre, todas las veces que pude.

-Eso es muy malo, eso es muy malo. Debes arrepentirte.

-No me arrepiento si qué, padre, por eso vengo.

-Te condenarás, hija, debes tener propósito de enmienda y devolver todo lo robado.

-No puedo, padre, ya gasté todito por mi hijo cuera.

-Hija mía, puedes devolverlo de otra manera, haciendo buenas acciones, demostrando arrepentimiento. Y no peques más.

-Yo demasiado cosas buenas hago, padre, a veces hasta doy de comer a los hijos de los vecinos. Mi marido se enoja, me dice que soy tonta porque eso no es mi obligación porque nosotros somos pobres también.

-Dijiste "marido", ¿eres casada, acaso?

-Ay, si padre; me casé por la ley y por la iglesia.

-Entonces, ¿por qué no le pides dinero a tu marido en vez de andar robando por ahí?

-Le pido, padre, pero él no me quiere dar. A penitas para la comida me da. Los lunes ya no le sobra, el domingo duerme todo el día y el sábado cuando cobra sí que no le puedo ni hablar, porque festeja con los amigos y él cuando toma caña es muy nervioso. Yo procuro, padre, vendo pasteles, lavo ropa ajena, recojo alguna cosa en el vertedero, hago gajo de mis plantas y vendo por la calle. Pero no me alcanza, tengo muchos hijos.

-Dios proveerá, mujer. Dios proveerá, ten fe. Pero debes arrepentirte de tus pecados. ¿Y a quién robas, hija mía?

-A mi marido, padre, a mi marido.

-¿A tu propio marido?

-Ay, si, padre. Eso es muy malo, ¿verdá?

-No, hija mía. Eso no es ningún pecado puesto que tu marido y tú forman una sociedad, cuanto es de uno es también del otro.

-¡Había sido! Entonces, puedo seguir robando, padre?

-Yo no lo diría de ese modo. Puedes seguir tomando, con moderación, parte de algo que también te pertenece.

-Naumbrena, y yo que me preocupé tanto, porque al infierno no me quiero ir.

-Ve con Dios, mujer, y no olvides tus oraciones. Yo te bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

¡Chist, chist! Escucha; Ten cuidado, que tu marido no se dé cuenta.

-Amén.





A SANGRE FRÍA
 

En la quietud del recinto, el hombre, con el rostro oculto, se colocaba los guantes. Todo había sido previsto; sin testigos. Afortunadamente para ella, en ese momento no tenía que enfrentar la mirada de su cómplice. Ahora descansaba en silencio, con los ojos cerrados. ¡Se la veía tan joven y agradable! ¿Qué historia habría detrás, para llegar a tan drástica determinación?

Un último escrúpulo lo inquietó de nuevo. Pero éste no era asunto suyo. Por un momento se sintió degradado por la propia traición a sus principios; le repugnó pensar que lo hacía por dinero. En busca de excusas concluyó: si no era él, otro habría sido el ejecutor y tal vez con menos pericia e infligiendo más sufrimiento. Cuando aceptó el pacto, consintió en ser el autor material, sin ignorar que no por compartida, la culpa sería menos grave.

Por un momento se detuvo; cobró valor -vaya que hacía falta tenerlo- y se ubicó para el ataque.

La víctima, acurrucada en su íntimo refugio -ahora convertido en cámara letal- intuyó el peligro: se retrajo levemente, en instintiva defensa. Pero la masacre había comenzado.

La operación fue exitosa; el crimen, consumado.

Con minuciosa prolijidad, el cirujano eliminó todo rastro delator. Luego, arrojó los guantes, se sacó la máscara y evitó mirarse en el espejo del lavabo. Bajo el potente chorro de agua que fluía con obstinado silbido, se lavó las manos. Se lavó las manos.




 

LA ANCIANA DEL CUARTO DE ATRÁS
 

Ahí está, otra vez. Lo oigo bien, a pesar de que se cuida de hacer ruido el muy astuto. Le he puesto trampas, unas latas vacías encimadas, para que tropezase y los botes cayesen al suelo con estruendo. Pero él esquiva las vallas hábilmente; sabe perfectamente por dónde anda; además, me conoce de sobra como para no saber en qué forma me defiendo.

Pero aquí, a mi habitación no entrará. Ese no es mi temor. Sé que no lo hará porque si se viera descubierto terminaría su diversión. Ya no causaría el efecto buscado: él prefiere que me inquiete la duda sobre la existencia de un merodeador peligroso. Además no creo que, ni siquiera en la irresponsabilidad de sus pocas luces, tenga el coraje de enfrentarme. No, su ataque es siempre solapado, cobarde, arropado de sombras.

A veces me pregunto si no estaré equivocada. ¡Ojalá lo estuviera! Pero ya he consumido todas las hipótesis posibles y siempre llego al mismo resultado: son ellos, sus padres, los artífices de la conjura y él - pobre infeliz - es sólo el mercenario del miedo.

Oigo sus pisadas, escucho atenta y hasta puedo percibir esa respiración asmática que delata su presencia. Es ese pobre diablo, enviado por su madre, claro está. Como si yo no supiera que esa bruja ha conseguido que él me odiara, así como me apartó de mi hijo, desde el día en que se casó con él y lo convirtió en mi enemigo.
¿Qué le habrá dicho de mí a este niño? ¿Que cuando era pequeño no le compré juguetes ni le di golosinas como hacen otras abuelas? ¿Le habrá contado que fui indiferente a sus piruetas infantiles y que nunca lo tuve en mis brazos, ni le di un beso, ni le ofrecí una sonrisa de cariño?

Esa puede ser su versión, interesada y maliciosa. Yo nunca fui adepta a esas debilidades. Eso explicaría tanta hostilidad de su parte. No hace falta que su madre se lo recuerde, él lo sabe bien: entre nosotros hay un abismo y aún cuando permanecemos cada cual en nuestra orilla, no hemos aprendido a tolerarnos. No sé qué pasaría si osáramos saltar la zanja, límite de nuestro territorio.

A mí, poco a poco, han ido confinándome al fondo de la casa. Primero fue con arteras zalamerías: "para darme tranquilidad e independencia". Luego con manifiesto fastidio. Me han ido empujando, con los trastos viejos, con mis gatos, "porque allá ensucian" y me han arrinconado aquí, con los recuerdos que duelen.

Hace tiempo he dejado de ir al comedor - ¿para qué iría? - Allí todos hablan y no los entiendo, yo digo algo y no me atienden. Prefiero comer sola, si puede llamarse comida este potaje desabrido, aburrido y escaso que me trae la empleada (bien seguro esta chica es una espía) y vaya uno saber qué me están poniendo en la bebida.

Y tú, dándome batalla día y noche. Yo te ahuyento a gritos cuando te acercas con tu hondita a derribar los gorriones. Pobres pajaritos que acuden por las migajas que les dejo en el alféizar. ¡Satanás! Hasta mis gatos han aprendido a respetar a las avecillas, pero tú, no. Y además, te empecinas en arrojar piedras a mis mascotas, a romper las ramas florecidas de mis plantas y a robarme las cosas por las noches, mientras yo doy vueltas y vueltas en mi cama, como ahora.

¡Cómo disfrutas por las mañanas al verme afanosa, mascullando maldiciones, tratando de encontrar aquello que te has llevado!

Aunque te ocultas, veo cómo te acercas; me espías, me vigilas con los ojos bien abiertos, con el asombro pintado en ese rostro hermoso, angelical, que Dios te ha dado y en el que veo rasgos míos.

Y ahora estás allí, ocupado en tus nocturnas fechorías. Yo te oigo; se mueven las baldosas flojas a tu paso. ¿Qué te lleva rás hoy? ¿La bombilla de luz mezquina que alumbra el corredor en mis atardeceres ajetreados? ¿mi vieja linterna, otra vez? Sabes que la necesito cuando intento recoger mis gatos, como una clueca llama a sus polluelos. ¿O esconderás, nuevamente, el cuchillo con el que trozo la comida de mis pobres protegidos? ¿O me robarás mi último poema, tal vez el último que escriba?

Esta mañana te he visto rondar cuando yo intentaba esconder los bizcochos que me trajo una amiga. Esos bollos dulces fue ron el único bocado agradable de este día y tú, cual mosca a la miel, te acercaste a saludar a la recién llegada, con falsa gentileza y sonrisa zalamera. Pero a mí no me engañaste. En cambio yo, sí pude burlar tu asedio: me comí todos los dulces, todos, a hurtadillas; eran míos, míos, sólo míos.

¡Ah! ... Ahora te subes al tejado. ¿No es suficiente con que el tiempo destructivo me arranque las tejas y que la lluvia acabe con mis libros y papeles? Por tu culpa, mañana habrá otra gotera nueva, otra rendija más dejará pasar el viento. Pero no me moveré de aquí, hasta que me muera. ¡Hasta que me muera!

En eso también los contrarío a todos. No acabo de morirme, aunque estoy muriendo poco a poco. Cada día los fastidio más; apenas me soportan. Soy un incordio. Bien sé: sólo me toleran porque la casa es mía y pago los impuestos. Pero ellos quieren más: lo quieren todo.

Sí. Claro; lo pensé. Pero no pueden matarme porque tengo cierta fama y no ignoran que todavía me visita alguna gente. Y de seguro, tienen la sospecha de que yo haya escrito una carta denunciando la conjura que han urdido. Por eso revuelven mis papeles; asaz ladinos, no harán nada que pueda incriminarlos.

Por supuesto; sus médicos están en la conspiración. Son todos miembros de la misma banda. Yo sólo confío en uno, que es mi amigo. Pero no sabe que no tomo sus malditas pretendidas medicinas. Por eso me mantengo lúcida, como para entender qué está sucediendo.

Ellos, mis enemigos, traman volverme loca, declararme insana, incapaz de administrar mis bienes, porque entonces podrían manejar mi dinero a su gusto y capricho, derrochando cuanto yo con mucho esfuerzo me he ganado. Que no es tanto, al fin de cuentas, como creen los muy rapaces.

Dicen que yo estaría mejor en un hogar de ancianos; hablan de paranoia. No es que se preocupen por mi bienestar; sólo pretenden cobrar mi pensión sin tener que aguantarme. Y quieren sacarme de la casa, de mi casa, para revisar mis cosas, con el pretexto de que hace falta una limpieza.

Como si yo no me diera cuenta: intentan volver a robarme, ya lo han hecho antes, con descaro. No. No me moveré de aquí.

Quiero morir en mi cama, en mi desorden que es el orden que yo he hecho y al cual tengo derecho. ¿Rima? Pues llamémosla poesía de protesta.

Ahora, ¿qué pasa? Ya no te oigo, estás quieto. ¿Crees que no lo sé? El silencio es parte de tu acoso; lo conozco. Estoy segura de que estás allí. No importa. Pasaré otra noche en vela hasta la madrugada, cuando me doblegue el cansancio y caiga dormida por escasas horas.

Alguna vez, inevitablemente, quedaré sumida en ese sueño al que no quiero entregarme, pero comprendo: cualquier noche de éstas me vencerá en la lucha.

Entonces, cuando yo haya muerto, vendrás a mirarme de cerca. Verás cómo se irá endureciendo mi viejo cuerpo inmóvil, hasta parecer de mármol. Te acercarás a cerciorarte de mi gran sueño verdadero, de mi siesta eterna. Y tendrás miedo. Entonces serás tú quien sienta miedo y con angustia y terror esperarás cada noche mi venida en una nueva forma de presencia.

Yo traspasaré los muros, me deslizaré por los resquicios de las puertas, apareceré allí, incorpórea, de pie junto a tu cama. Y tú estarás insomne, alerta, pendiente de cuanto yo pudiese hacer para vengarme.

Y no sé si alguna vez podrás oírme, cuando te revele mi secreto y confiese cuánto te quise, aunque nunca supe demostrarlo. Ojala llegues a escucharme cuando ya no me avergüence de esa debilidad, la de haberte amado y me decida a contarte esto que siempre callé, por no saber decirlo... si es que logro - por fin - cruzar el foso que nos separó en la vida.

¿Qué fue ese alboroto? ¿Y esos gemidos? ¡Santo Dios, esto no puede ser fingido! ¿Te has caído del tejado? ¿Dónde estás, qué te ha ocurrido? ¡Madre de Dios, en nombre de tu Hijo, no permitas que se haya hecho daño!


 
 

HABEAS DATA
 

¿Qué pasa, mamá? ¿Por qué nos quedamos aquí?

Algo anormal sucedía con el tránsito esa mañana; la fila de vehículos no avanzaba y los bocinazos eran cada vez más insistentes.

-¿Qué pasa, mamá? - repitió mi hijo. -Probablemente es un coche descompuesto. Habrá que tener paciencia y esperar. Resignada, apagué el motor. Y entonces lo vi: en el carril de la derecha, junto a la ventanilla del niño, iba al mando de un lujoso automóvil el hombre a quien jamás hubiera querido volver a encontrar. Sus dedos largos y delgados tamborileaban impacientes sobre el volante. Esas manos que parecían garras, al moverse hacían rutilar el rubí de un enorme anillo. Era él, sin duda.

Y todo el horror volvió en un alud de imágenes atroces ante la aparición de aquel que debería estar ardiendo en los infiernos. Las sirenas de la ambulancia y del carro de bomberos gritaban un accidente.

-¿Puedo ir a ver, mamá?

-¿No, quedate acá, por favor! Puede ser peligroso.

-Estamos atrapados- comentó el muchachito, entre divertido y ansioso por la inesperada situación.

-¡Estamos atrapados! - le susurré a mi compañero cuando las camionetas policíales rodearon la casa.

Las sirenas perforaban el silencio de la noche en el desaforado operativo rastrillo, que desplegaban para arrestar a un solo hombre.

-¡Quedate acá, por favor! - me respondió - Voy a entregarme y cubrírte; escapate por el patio de atrás cuando se hayan ido.

Él lo sabía. Era mejor que no lo capturaran con vida, pero rendirse era la única forma de salvarme a mí y a nuestro hijo que en unos meses iba a nacer.

-Por nuestro hijo, -- le imploré - quedate conmigo.

-Por nuestro hijo tengo que hacerlo o no sería digno de él - murmuró con voz entrecortada y me besó.

Vestido sólo con sus pantalones vaqueros y una camiseta, salió con los brazos en alto. Yo permanecí adentro, a oscuras, mirando por la ventana a través de las lágrimas.

La luna iluminaba el jardín pisoteado de la casita que alquilamos, nuestro último escondite. Alguien nos había delatado.

Un certero disparo impactó en una pierna del prisionero. Era evidente: lo querían vivo. Sangraba cuando lo subieron al coche celular.

Antes de que yo atinara a intentar mi huida, irrumpieron en la casa. Me sujetaron los brazos, me esposaron y me llevaron hacia otra de las patrulleras.

-¡Ella no tiene nada que ver! ¡No sabe nada! - repetía él, una y otra vez.

Los vehículos llegaron juntos a destino, nos bajaron al mismo tiempo, pero no pudimos acercarnos. Él alcanzó a gritar te quiero y me miró, antes de desaparecer hacia el fondo del Departamento de Investigaciones. Jamás olvidaré ese momento; era el último recuerdo que se me quedó grabado, como una fotografía: dos policías lo arrastraban, le habían hecho un torniquete con su propia camiseta.


-No es un auto descompuesto, mamá; pasó un señor con sangre en la camisa.

No contesté.

-No voy a llegar a tiempo al colegio - refunfuñó, contrariado.

El tiempo se había detenido. A tiempo... ¿qué es el tiempo? Sólo un instante inmensurable en el que cabe una larga y feroz pesadilla.

-Voy a tener que anotarme en la Dirección y me van a hacer firmar el Libro de llegadas tardías - protestó finalmente el chico.

Fui conducida a una oficina iluminada por una lámpara de mesa. El lugar olía a tabaco curiosamente penetrante.

-Repórtese - ordenó el guardia que fungía de escribiente.

Escribió mi nombre y otros datos en el Libro de Novedades. A medida que escribía iba leyendo, dificultosamente, en voz alta: -Car-go. Dos puntos. co-la-bo-ra-do-ra de comunistas.

La última palabra le salió triunfal, como un veloz y sonriente insulto.

Esa fue la primera vez que vi al hombre siniestro. A un costado, en la penumbra, fumaba su cigarrillo de aroma peculiar. Parecía ajeno al procedimiento. Luego sabría que nada más esperaba su turno: el tenía recursos especiales para su interrogatorio.


No puede haberme reconocido - pensé. He cambiado mucho en todos estos años; para bien y para mal. Sin embargo él sigue siendo el mismo. Quién diría que tras su apariencia se oculta el endriago de mis pesadillas nocturnas. Es él, como siempre, alardeando con su forzada elegancia y, como de costumbre, silbando. ¡Dios mío! Ese silbo exasperante; era el anuncio de que se acercaba, antes de abrir la puerta.

-¿Puedo poner la radio, mamá?

-Sí, pero despacio.


A empujones me obligaron a entrar en una celda húmeda y oscura, que durante meses iba a ser mi calabozo. Un jergón por cama y una lata vacía por retrete.

Esa misma madrugada empezaron los alaridos de dolor. Cesaban un instante, se oían gemidos lastimeros y luego, otra vez, clamores desesperados.

Comprendí que en una pieza cercana estaban torturando a mi marido.

En las reuniones de nuestra célula, muchas veces se había hablado de la terrible enforcia que aplicaba la represión. Yo no ignoraba la existencia de la pileta, donde las víctimas, sumergidas en aguas inmundas, a golpes, eran reiteradamente llevadas al borde de la asfixia, hasta los lindes de la vida.

Había oído hablar del castigo con el látigo trenzado cola de lagarto; de la picana eléctrica, de las leznas candentes bajo las uñas... ¿Qué le estarían haciendo a él?

De las torturas a que sería sometida, escuchar el sufrimiento de mi compañero fue mi mayor tormento.

O, tal vez, fue el abrupto silencio que siguió a su martirio.


Una ambulancia pasó raudamente por el carril izquierdo, en sentido contrario.

-¿Alguien murió, mamá?

-Espero que no. Ahora los médicos se ocuparán. No te preocupes; pronto saldremos de aquí.

-Tengo sed.


Tenía náuseas. Me encontraba tirada en el piso, sin noción de las horas, El silencio me zumbaba en los oídos. Y lo peor, no estaba segura de qué habría dicho él en las sesiones de tortura.

Entró una mujer robusta, de uniforme; trajo un jarro de agua y me ayudó a levantar.

No me percaté de cuánta sed tenía. Mi pregunta era inevitable.

Como quien comparte un secreto, la oficiala murmuró: "Lo llevaron a un hospital. Por la pierna, sabés, estará bien; no te preocupes".

En mitad de la crueldad, la mujer policía apareció como un ser caritativo; me animé a contarle sobre mi preñez y la inquietud de que todo eso pudiera afectar la gestación.
Pero ella miró con desconfianza mi vientre todavía plano y con una sonrisa respondió: "No te servirá de excusa. Te aconsejo que colabores. Vamos, tenés un traslado".

Pronto experimentaría qué significaban esos momentáneos traslados a una habitación con algunos muebles. Soporté varias sesiones de tormentos que terminaban siempre en la misma forma.

Era entones cuando oía al hombre que silbaba, mientras avanzaba por el corredor vacío, cada vez más cerca, más cerca. Era el mismo que había visto fumando cuando llegamos a Investigaciones. Ahora estaba ante mí y hablaba pausadamente: "Veamos qué dice la princesa. Hasta el momento di orden de que no te tocaran; no me gustan las manoseadas. Pero tenés que ser buenita conmigo" -dijo sin esperar respuesta.

Un ordenanza trajo una silla y la colocó en medio de la pieza. "Salí y cerró la puerta ordenó el jefe.

No me atrevía a mirarlo, pero pregunté: "¿Dónde está mi esposo?"

-Aquí no estamos más que vos y yo - dijo - y vas a contarme todo eso que sabés. Pero primero vamos a divertirnos un rato. Después, si no me gustan los datos que me contás, hago entrar a los soldaditos . No se debe comer sin convidar.

Comencé a temblar y supliqué.”Por favor, déjeme, estoy embarazada". Respondió: "Mejor para mí, sin compromiso". Empezó a desvestirse y a poner sus ropas, en orden, sobre la silla; yo no levantaba la vista; sólo miraba sus zapatos brillantes, seguro, lustrados minuciosamente por algún conscripto. Traté de concentrarme en eso para no pensar. Pero sus dedos largos y delgados, con la ostentosa sortija, desataron los cordones. Los zapatos vacíos quedaron junto a la silla. Doblegada, ultrajada de la manera más humillante, no hacía más que llorar y llamar a mi marido. Lo único que me importaba entonces era el bebé, que mi padecer no le afectase.

Rogaba a Dios que no tuviera malformaciones a causa de los maltratos. Soporté golpes, me hirieron, me desgarraron el cuerpo y el alma. Una hemorragia me hizo temer un aborto; estuve dos días inconciente y en los delirios creía perder a mi hijo.

Luego, me di cuenta de que sobrevivimos, milagrosamente.

Primero empezó a engrosar mi cintura y luego comencé a sentir palpitar esa pequeña vida dentro de mí.

Después - no puedo precisar cuándo - mi torturador no vino más. Dejé de ser una pieza importante en las averiguaciones. Me transfirieron a otra dependencia del

Ministerio del Interior y por último, sin motivo aparente, me liberaron.

Llegué a casa de mi madre.

La pobre me creía desparecida. Aunque me habían buscado hasta organismos internacionales, nunca pudo obtener noticias durante mi cautiverio.

Me confirmaron la muerte de mi marido. Murió por el descontrol de los torturadores, pero el informe oficial decía "septicemia por infección de una herida en la pierna izquierda, que se causó al tratar de huir y resistirse al arresto". El certificado de defunción que entregaron a su madre lo había firmado un médico del Policlínico Policial, cumpliendo las consabidas órdenes.

Poco a poco fui recuperando mi capacidad física y racional.

El esperado nacimiento de mi hijo compensó todas mis penurias. Nació pequeñito y débil, debió permanecer algunos meses en una incubadora, pero hoy es sano, fuerte, sin las temidas malformaciones. Sólo tiene un lunar rojo en forma de mancha en el cuello - vaya uno a saber qué antojo mío lo causó - pero él desde chico lo acepta orgulloso, porque un día se me ocurrió decirle que el lunar era un beso de su padre desde el cielo. Resolví empezar una vida nueva; revestirme de paciencia y esperanza; convencerme de que todo aquello se había acabado.


-Bueno, se acabó. Sigamos, mamá.

El horror quedó atrás. En realidad, nunca se fue del todo: aun me persigue como una sombra, todo cuanto ocurre alrededor me trae un recuerdo del pasado. Pero decidí que jamás hablaría de las penurias que soporté; no permitiré que mí hijo llegue a avergonzarse de mí. Desde pequeño le he enseñado a venerar la memoria de su padre; porque la cárcel política y la tortura son condecoraciones para los hombres que luchan por sus ideales, pero no son expedientes honrosos para las mujeres.

-¡Se acabó, tenemos que seguir, mamá! El policía te da paso.

Tenemos que seguir. Debo olvidar. Cerrar la tapa del arcón de los horrores. Como hice cuando después de esa época indigna, se descubrió el Archivo del Terror y recurrí al amparo judicial.

No me interesan los desagravios ni las reivindicaciones, sólo quiero paz y olvido.

En mi nueva vida soy una honorable profesora universitaria; la respetada viuda de un opositor víctima de la dictadura, la orgullosa madre del hijo póstumo de un prócer de la democracia. Y llegamos a ser quienes somos.

-Llegamos, mami.

- Sí, mi amor, llegamos.

-Mamá, ¿te fijaste en el señor de la camioneta de al lado?

-No, mi cielo, ¿por qué?

-Tiene un lunar igual al mío, en el cuello, del lado izquierdo...


 


SIMPLEMENTE MUJERES, es un libro singular, abierto a infinitas dificultades, porque contiene cuentos cuyas protagonistas son mujeres libradas a su suerte.

Nada fácil debió ser para Dirma Pardo Carugati adentrarse en trozos de vida del universo femenino. Mundo que ella puebla de sus seres grises, melodramáticos, ignorantes.

Desde las entrañas de esas criaturas, la autora reflexiona y nos induce a coincidir con su parecer sobre la condición femenina.

Creemos que para Dirma, quizás para nosotros también, las mujeres de este lugar de la tierra sobrellevan su atribulado destino con un estoicismo digno de Epicteto.

La escritora utiliza una prosa límpida y rica, ajena a todo sentimentalismo, aun cuando se percibe el drama escondido en la mayoría de los textos. En varios relatos recurre al habla popular, despojado de pintoresquismos. Una constante en la obra de 24 relatos es el tono desapasionado, sereno. Resultan dignos de elogio.

Basta con citar solo tres cuentos como representativos de excelencia A SANGRE FRÍA, LA ANCIANA DEL CUARTO DE ATRÁS Y HABEAS DATA.

Bienvenidas y amadas sean las MUJERES de Dirma. 

 
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Editorial Servilibro,

Asunción-Paraguay 2008

Dirección editorial: Vidalia Sánchez

Tapa: OLGA BLINDER

Asunción-Paraguay, 2008
 
 
 
 
 
 

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