PortalGuarani.com
Inicio El Portal El Paraguay Contáctos Seguinos: Facebook - PortalGuarani Twitter - PortalGuarani Twitter - PortalGuarani
DIRMA PARDO DE CARUGATI (+)

  HOY = GRAN FUNCIÓN = HOY - Cuento de DIRMA PARDO DE CARUGATI


HOY = GRAN FUNCIÓN = HOY - Cuento de DIRMA PARDO DE CARUGATI

HOY = GRAN FUNCIÓN = HOY

(Tres historias de circo)

Cuento de DIRMA PARDO DE CARUGATI

 

 

I. Las trapecistas

 

     A mí, nunca me gustaron los circos. Mis hermanos decían que yo era un muchacho tonto, puesto que a ellos les encantaban.

     Es más; creo que nunca pude superar la tristeza de ver a esa gente que día tras día repite los mismos actos de destreza, a veces arriesgando la vida -¡vaya ironía!- para ganársela. También me dan mucha pena las fieras, que perdida su majestuosidad de la selva, son sometidas a humillantes piruetas.

     Pero por una u otra razón, porque mis hermanos lo pedían con insistencia o porque los mayores no siempre comprenden los gustos infantiles, cada vez que llegaba un circo a la ciudad, íbamos todos a verlo, «en premio por habernos portado bien».

     Recuerdo claramente mi primera experiencia. Habré tenido diez años cuando un circo se instaló en la costanera, no lejos de donde vivíamos entonces, a pocos pasos del estadio Comuneros.

     De cerca asistimos a la instalación del gran toldo rojo y blanco; curioseamos alrededor de los carromatos, hogar ambulante de los artistas y hasta los vimos ensayar algunos números con ropa de fajina.

     La noche del estreno, al entrar bajo la carpa, percibí ese tufo peculiar, mezcla de sudor de bestias y aserrín, que por siempre recordaría como «olor a circo».

     La función comenzó tras los desgañitados anuncios de un maquillado maestro de ceremonias. En un palco elevado, una orquesta aturdía con muchos golpes de platillos y aullidos de clarinete, mientras el director con exagerados ademanes trazaba círculos en el aire con una pequeña batuta.

     De todas las atracciones, fue el número central, a cargo de una familia de trapecistas, el que más me impresionó.

     Parado en medio de la iluminada pista, un hombre daba órdenes con palmadas precisas; arriba, en un trapecio, se columpiaba con gracia una mujer de pelo oscuro y ojos claros, vestida con vaporoso tu-tú azul y refulgente corselete. Como música de fondo, la orquesta interpretaba «Bei mir bist du chön» y pensé que verdaderamente, la trapecista era una bella mujer. De pronto, interrumpieron la melodía unos enérgicos redobles de tambor y ella empezó a ejecutar peligrosas acrobacias. La grácil trapecista se tiraba hacia atrás, quedando sostenida, primero por los jarretes y luego de otro impulso, suspendida por los talones. Luego, sin ningún aparente esfuerzo, se volvía a sentar graciosamente en la oscilante barra, para dejarse caer de nuevo, en una complicada vuelta, hasta quedar cabeza abajo, colgando de los empeines. Finalmente, para mi momentáneo alivio, se sentó y saludó sonriente, agradeciendo los aplausos de aquellos que habían recobrado el aliento como para aplaudir.

     Fue entonces cuando una niña rubia, con rizos a lo Shirley Temple, entró al círculo central dando veloces volteretas. Sus brazos y piernas se movían como aspas de molino, al compás de la música y un reflector la seguía en sus alados movimientos alrededor de la pista. Mi corazón previendo nuevas emociones, comenzó a latir aceleradamente.

     El padre de la precoz acróbata, se colocó una escalera en un hombro, manteniéndola en equilibrio y la pequeña comenzó a ascender por los peldaños, lentamente, sonriendo como esas muñecas de porcelana que tienen un dejo de tristeza en sus ojitos de cristal.

     Como si hubiera sido poca proeza haberse subido, indefensa, a tan alta escalera, al llegar a la cúspide, se colgó de un trapecio pequeño (que apareció como por arte de magia), frente al de su madre, y se columpió imitando sus piruetas.

     Pero yo no vi nada más. Cerré los ojos, hasta que las exclamaciones del público se convirtieron en aplausos, indicando que el número había terminado.

     Me sentía muy mal. Odiaba al hombre que orgullosamente agradecía con reverencias, tuve lástima de esa mujer que yo creía explotada y me compadecí de esa criatura sin infancia.

     Y me di cuenta de que estaba enamorado de las dos.

     Muchas noches, en los años siguientes, en pesadillas o en ensoñaciones, revivía aquellos momentos y veía otra vez, muy claramente, a la madre y a la niña, en sus rítmicos vaivenes.

     Tiempo después de aquella inolvidable función, mi padre en su matutina lectura de periódicos, halló una noticia proveniente de Frankfurt, en la que se daba cuenta de que «la trapecista de un circo que se hallaba en gira, había sufrido un fatal accidente al caer de su columpio».

     No quise escuchar más. Sabía que era Ella. Corrí a mi pieza, me encerré y lloré largamente por aquella hermosa mujer que sólo había visto una vez pero nunca había olvidado.

     Y lloré también por la niña, porque sabía que ahora, ella ocupaba el lugar de su madre, allá arriba en el trapecio mayor.

 

II. Los equilibristas

 

     Los hermanos Mendoza, malabaristas, equilibristas y contorsionistas, tenían un físico admirable, con músculos duros y brillosos apenas ocultos por ceñidos pantalones y chalecos laminados que dejaban al descubierto la mayor parte de sus torsos morenos.

     Juan se destacaba entre ellos por ser el menor, casi un adolescente. Era el que volaba por el aire catapultado desde un madero por el peso del hermano mayor.

     «Los Magníficos Mendoza», que así los anunciaban, ejecutaban su número con retintín de platillos y acorde con su origen latino, remataban cada destreza con gritos o exclamaciones, festejando sus propias hazañas. En esto no se parecían a los otros artistas, que eran silenciosos, solemnes y sólo sonreían con una mueca estereotipada.

     La noche del debut, entre el público, Martina, nuestra mucama, solo tenía ojos para Juan. Si hubiese tenido una flor, se la hubiera arrojado con un beso. Daba palmadas frenéticas y suspiraba con pasión.

     Por un momento, cuando agradecía los aplausos, los ojos de Juan y los de Martina se encontraron.

     Fue un instante fugaz, como el paso de una estrella errante, o más aún, como la luz de un relámpago.

     Después de aquella mirada, los volantines de Juan parecían ser solamente para ella y los aplausos de Martina únicamente para él.

     La noche siguiente, ella volvió al circo, con el mismo vestido rojo de la noche anterior y se sentó en el mismo lugar. Él la vio, le sonrió. Ella lo miró y se ruborizó.

     Veinte días estuvo el circo; veinte noches asistió Martina como infaltable invitada.

     A la mañana siguiente de la última función, el circo, en un desfile de retirada marchaba hacia la frontera sur para tomar la balsa.

     Juan, con un bulto pequeño bajo un brazo, los miraba alejarse.

     Él se quedaba. Lo había resuelto secretamente cuando vio una mañana en las inmediaciones del baldío que ocupaba el circo, una herrería con un cartel pidiendo un aprendiz.

     «Nunca es tarde para empezar a aprender», se dijo, mientras la troupe se alejaba.

     Y se dio vuelta, para no verlos partir.

     Años después, Martina -que había tenido que regresar a su pueblo imprevistamente «porque su mamá estaba enferma»-, vino un día a visitarnos; traía consigo a su hijo para que lo conociéramos.

     Nos contó que su marido hacía tiempo la había dejado; «se fue por donde vino». Ella parecía resignada. Trabajaba y no le iba tan mal. Se notaba que toda su ilusión era su hijo.

     Era un chico alegre, vivaracho, pero imposible resultaba mantenerlo quieto. Brincaba sobre los sillones, se trepaba a las rejas de las ventanas y saltaba como un canguro.

     Martina estaba orgullosa del niño, pero se avergonzaba un poco por sus travesuras. «Yo no sé qué tiene este mita-í que es tan inquieto», dijo a modo de disculpa.

     -¿Y cómo se llama este nene tan simpático? -preguntó mamá.

     -Juan, como su papá -contestó Martina.

     Y bien estaba que siendo genio y figura de su padre, tuviera por lo menos su nombre, ya que nunca pudo tener el apellido.

 

III. Los motociclistas

 

     Los llamaban «Los bólidos humanos». Eran dos jóvenes motociclistas, que encerrados en un globo de alambre de acero conducían sus máquinas estrepitosas a toda velocidad. Uno lo hacía en forma vertical y el otro, horizontal. Uno vestía de brillante amarillo, el otro de reluciente negro.

     Se cruzaban y entrecruzaban hasta que en un momento intercambiaban su rumbo, en audaz maniobra.

     -No me gusta, es aburrido -decía mi hermano menor mientras lamía su helado, ajeno al peligro que corrían los pilotos. Es que los más chicos se asustaban con el rugir de los motores. Ellos preferían el momento en que bajo potentes reflectores aparecían los payasos con sus sonrisas pintadas y sus narices postizas. Sus chistes mudos, sus tropezones y caídas, sus torpezas y travesuras entusiasmaban a los pequeños -y a algunos grandes también- que lejos estaban de imaginar que aquello era un número de relleno, para disimular el armado y desarmado de las jaulas de las fieras.

     En cambio muchos sádicos mayores, cuando más disfrutaban era precisamente con los actos de arrojo, peligro y suspenso, como el de los intrépidos motociclistas.

     Cuentan que una noche, en plena función, por un mal cálculo, cayó el piloto de la vía horizontal y el de la vertical, con horror comprendió en el último instante que no podría esquivarlo.

     Es de suponer que esa noche el público habrá colmado su sed de emociones. Los que habían presenciado el accidente se sentían protagonistas de la tragedia y relataban el suceso con abundancia de detalles. Y no siempre coincidían las versiones: que murieron los dos; que falleció uno y el otro está preso; que sólo están heridos; que eran hermanos, que no, que eran rivales por el amor de la ecúyere, que no fue un accidente, que sí, que no... Lo cierto es que el número se suprimió del programa, el circo errante se fue y el asunto se olvidó.

     Años más tarde, un hombre que no era joven ni artista de circo, atronaba las calles de Asunción con su potente motocicleta, en los momentos que le dejaba libre su taller mecánico. Como entonces en la calle Palma había aún poco tránsito, a veces, cuando tenía público, él ejecutaba algún acto acrobático, como conducir su biciclo con los pies en alto y la cabeza en el asiento.

     -¡Soy el bólido solitario! -gritaba. Y los lustrabotas y canillitas lo seguían corriendo, con gritos de burla o de admiración.

     -Es un loco lindo -decían los comerciantes de la zona, que no lo tomaban muy en serio, excepto a la hora de arreglar motores. Ya estaban acostumbrados a sus frecuentes y ruidosas extravagancias. A veces lo ignoraban, si había mucho trabajo y otras, le aplaudían. Cuando esto último ocurría, feliz por tener público interesado, el piloto suicida redoblaba sus cabriolas. Luego, desmontaba y con reverencias agradecía las modestas ovaciones, que le recordaban aquellas noches de gloria, bajo la carpa del circo.

 

 

Fuente:

LA VÍSPERA Y EL DIA

de DIRMA PARDO DE CARUGATI

Editorial Arandurã,

Asunción-Paraguay, 2007

 

 

 

 

 

GALERÍA DE MITOS Y LEYENDAS DEL PARAGUAY

(Hacer click sobre la imagen)

 

 

 

 

 

ENLACE INTERNO A ESPACIO DE VISITA RECOMENDADA

(Hacer click sobre la imagen)





Bibliotecas Virtuales donde se incluyó el Documento:
LIBROS,
LIBROS, ENSAYOS y ANTOLOGÍAS DE LITERATURA PA...



Leyenda:
Solo en exposición en museos y galerías
Solo en exposición en la web
Colección privada o del Artista
Catalogado en artes visuales o exposiciones realizadas
Venta directa
Obra Robada




Buscador PortalGuarani.com de Artistas y Autores Paraguayos

 

 

Portal Guarani © 2024
Todos los derechos reservados, Asunción - Paraguay
CEO Eduardo Pratt, Desarollador Ing. Gustavo Lezcano, Contenidos Lic.Rosanna López Vera

Logros y Reconocimientos del Portal
- Declarado de Interés Cultural Nacional
- Declarado de Interés Cultural Municipal
- Doble Ganador del WSA