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DIRMA PARDO DE CARUGATI (+)

  INGRATITUD - Por DIRMA PARDO CARUGATI - Año 2019


INGRATITUD - Por DIRMA PARDO CARUGATI - Año 2019

Nació en Buenos Aires, Argentina, 1934. Vive en Paraguay desde niña. Maestra, periodista y narradora. Catedrática, editora y columnista del diario La Tribuna.

 Es socia fundadora y presidenta del Club del Libro N° 1 y coordinadora del Taller Cuento Breve. Fue miembro de la directiva de Escritoras Paraguayas Asociadas, EPA, entidad de la que es cofundadora. Así mismo fue vicepresidenta de la Sociedad de Escritores del Paraguay, SEP. Desde 1996 es Académica de Número de la Academia Paraguaya de la Lengua Española.

Fue una de las cinco escritoras paraguayas seleccionadas para integrar la Antología Cuentistas Hispanoamericanas, de Literl Books, de Washington, USA. Por otro lado, sus cuentos fueron seleccionados y traducidos para el libro First Light de Susan Smith Nash de la Universidad de Oklahoma. Ha obtenido premios nacionales e internacionales.

Algunas obras publicadas son: Simplemente mujeres (2008); La víspera y el día (1992/ 2007); Ana Iris Chaves, la escritora, la amiga (1997); Cuentos, mitos y leyenda (1999); Cuentos de tierra caliente (2000); Historia de la literatura paraguaya (2000).

El relato “Baldosas negras y blancas” fue adaptado al cine y sirvió de guión a la primera miniserie paraguaya El secreto de la señora (1989).





INGRATITUD


Por DIRMA PARDO CARUGATI


Para mí ya no hay consuelo posible. Tendrían que estar dentro de mi piel para comprender qué siento. Primero fue dolor, ahora es rabia.

¡Qué fácil es decir “debes rehacer tu vida”, “el tiempo todo lo cura” y otros disparates cuando el problema es ajeno!

No, no estoy arrepentida de haberlo querido tanto, pero nunca pensé que me abandonaría. Durante veinticinco años él fue el motivo principal de mi existencia. Temía que algún día me sucediera esto —el riesgo siempre existe— pero evitaba pensar en esa posibilidad y yo vivía con felicidad tratando de hacer la suya.

Pero, desdichadamente, por culpa de una mujer que en un mal día se interpuso entre nosotros, todo cambió y la armonía se convirtió en tormento.

¡Nosotros nos queríamos tanto! Hasta entonces, yo había sido todo cuanto él necesitaba para ser dichoso. Y era todo mío (como lo seguirá siendo en el fondo de mi corazón, aunque esa intrusa me haya desplazado y me lo haya ido robando de a poco).

¡Falsa, hipócrita! Recuerdo bien la primera vez que vino a casa en compañía de amigos comunes. Me besó en las mejillas, ponderó la exuberancia de los helechos de la galería, admiró mi colección de bibelots en la sala y se detuvo, sonriente, delante de mi fotografía de casamiento.

Yo también traté de ser amable; disimulé el desagrado que me producían su audaz falda corta, el agresivo humo de su cigarrillo y esa actitud intrépida de mujer independiente, joven y bonita. (Porque no puedo negar su juventud y atractivo).

Me puse en guardia, fingí no darme cuenta de que se miraban a hurtadillas, pretendí ignorar que no fuera imprevisto que se rozaran las manos al servirse las masitas.

Y mis sospechas aumentaron —dirían se confirmaron— cuando a las dos semanas de conocerme, ella me envió flores por el Día de la Amistad.

No sé cuánto tiempo pensaban seguir engañándome, pero yo intuía que algo pasaba porque él empezó a ser más reservado conmigo, sobre todo después de verme tirar las flores al basurero. Y había otros detalles. Por ejemplo: se había vuelto diferente en la selección de su ropa. No me decía nada, pero ya no usaba el suéter gris que yo le tejí con tanto amor. Ni las camisas que, hasta entonces, yo siempre le había elegido. En cambio, comenzó a comprarse prendas más juveniles, como las que se ofrecen en la televisión.

Y llegó la etapa de los regresos tardíos con frecuencia preanunciados con un rápido y escueto llamado telefónico; otras veces ni siquiera me otorgaba la limosna de una excusa.

Mis cenas solitarias se hicieron más frecuentes, mis esperas en velo con un libro que leía sin comprender la trama se repitieron con calculada intermitencia, como para aplacar mis protestas.

El conflicto había comenzado. No tardé mucho en enterarme, por alguien que sin ninguna malicia me lo contó: fueron vistos juntos en uno de esos penumbrosos bares que ahora se llaman pubs.

“Son compañeros de trabajo”, me apresuré a explicar. Y ahora me doy cuenta: fue una mueca de burla esa sonrisa piadosa que fingió credulidad. Ese día, el engaño terminó. Azuzada por los celos me llené de coraje y lo enfrenté cuando llegó esa noche. Pese a mi propósito de mantenerme digna no podía retener las lágrimas y la voz se me quebraba. Pero si me resultó difícil preguntar, mucho más aún me fue aceptar la respuesta. Me tomó la cara con ambas manos y con gran esfuerzo —¡Oh Dios, dime al menos que le fue penoso!— sin embargo, admitió: “Es verdad: estoy perdidamente enamorado de esa chica. No quiero hacerte sufrir, pero esto es inevitable”.

Naturalmente, se fue de la casa. Me dejó por una extraña cualquiera, así nomás, a mí que le dediqué los mejores años de mi vida, a mí que le di todo y viví solo para él. ¡Qué ingratitud! En cambio, yo estaba dispuesta a cualquier sacrificio con tal de retenerlo. Hasta hubiera soportado la humillación de que trajera a esa mujer a vivir en casa. ¡Menos mal que no llegué a decírselo! Tuve que haber estado loca, totalmente loca, para haber concebido semejante idea.

Nunca, nunca olvidaré ese amargo momento y la crueldad de esas palabras; todavía me siguen lacerando como en aquel instante. Es algo que muy vívidamente recuerdo, aunque otros sufrimientos mayores aún me aguardaban.

Dicen que se van a casar; me contaron que se los ve muy felices por ahí; me enteré de que la empresa en la que ambos trabajan los trasladará a una sucursal en el exterior… ¡Chismes, chismes! ¡No quiero saber nada!

Lo malo es que mis amigas se cansaron de consolarme; ya no soy una compañía agradable. Y lo peor de todo, piensan que no tengo razón. Me lo han dicho en la cara, brutalmente: lo afirma hasta el sacerdote con quien me confesé; me lo repite a diario la propia hermana de mi difunto esposo queriendo componer las cosas. Pero, ¿cómo no va a ser ingratitud que mi único hijo se comporte así?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuente:

Enlace interno al espacio de

 MUJERES EN SU PROPIA COMPAÑÍA

Páginas 161 al 166

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