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MABEL PEDROZO (+)

  DEBAJO DE LA CAMA - Cuentos de MABEL PEDROZO CIBILIS - Año 2000


DEBAJO DE LA CAMA - Cuentos de MABEL PEDROZO CIBILIS - Año 2000
DEBAJO DE LA CAMA
 
Cuentos: MABEL PEDROZO CIBILIS
 
Edición digital:
 
 
N. sobre edición original:
 
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
 
Intercontinental, 2000


 

PRÓLOGO
 
Es sabido que es el cuento, en el arduo ejercicio de la narrativa, la disciplina que supone un esfuerzo mayor de concentración para su creación, pues conlleva la obligación de resumir sus tres ejes -introito, nudo y colofón- en una extensión que, a lo más, puede concederle dos marbetes que no obstan para su ubicación en el género: cuento corto o cuento largo.

En el caso de estos cuentos de Mabel Pedrozo, reunidos bajo el título Debajo de la cama, puede el lector sorprenderse con resoluciones narrativas muy, pero muy cortas, como el caso de Casa materna (o de El peñasco y la enredadera), en el que la autora logra una síntesis tal que la escritura no es otra cosa que un poema (sí, poema) en prosa, acaso por la sumisión a la poesía que ella aceptara -y que tal vez acepta todavía- desde los primeros tiempos en que accediera al arte de escribir. O, por otro lado, demorarse en la lectura de las trece narraciones restantes para hallar, al final, los elementos que conforman su respiración axial: la cotidianidad (1) de una sociedad mórbida, impiadosa y desbarrancada en la que sus integrantes nacen, viven y mueren como víctimas y verdugos entre sí y situaciones que transitan por el hilo conductor de algunas creencias populares que continúan vivas en esa misma sociedad.

Con todo, hasta el lector menos avezado podrá colegir que la fuerza de estos textos no descansa (2) solamente en el aliento citado, pues está claro que están sustentados, además, por el arte de contar de la autora, así como por su inagotable capacidad de fabulación que nos conduce a territorios oníricos no exentos de estremecedoras descripciones, aquellas que, al final de su lectura, crean sensaciones de espanto y alucinación.
 
Y son estos estadios del espíritu los que nos señalan los perfiles kafkianos de los cuentos de Mabel, tal el que le da título al libro, narración cuyo singular tramado nos retrotrae a aquellos pasajes terribles de "La metamorfosis", de Franz Kafka. Sin embargo, el pico mayor del espanto que sabe generar con sus narraciones esta joven autora está en Dejale lavar a mamá, cuento que convulsiona al lector hasta el susto que deviene en náusea y que está muy emparentado -aunque, ciertamente, Mabel Pedrozo no lo sabe- con el relato "La boa", del gran poeta y narrador español Carlos Murciano.

En este último tramo finisecular, reconforta la aparición de un renovado género -como el de Mabel Pedrozo- que podrá, sin lugar a dudas, alimentar la ya crecida corriente de la narrativa paraguaya que está cobrando un corpus cualitativo y cuantitativo merced, precisamente, a las mujeres que escriben. Por tanto, debemos insistir en la necesidad de que esta autora asuma su innegable condición de escritora y que, en tal carácter, dedique sus afanes para la consecución de su ubicación exacta en ese corpus. Con ello, su pródiga capacidad de crear se nutrirá con el proceso de maduración que conlleva todo ejercicio sostenido y ha de contribuir a la consolidación de su calidad de narradora, en particular, y en general a la apertura de un nuevo cauce en el crecido río de la literatura paraguaya. 
 
 
 
 

LOS LUCIOS

 

     Lucio Grondola dejó la casa el 17 de julio para irse a vivir con la mujer que esperaba un hijo suyo. El otro, el hijo que ya tenía, preguntó por él dos días después, cuando abrió el placard y encontró las perchas vacías. Mamá, dónde está papá. Se fue. Dónde. No sé. Cuándo va a venir. Ya te dije que no sé.

     También se llamaba Lucio, como él. Tenía sus ojos, su pelo desteñido, su andar vacilante. Era un niño de 8 años silencioso, apegado únicamente al aparato de televisión que le instalaron en su dormitorio cuando cumplió cinco años. No volvió a preguntar por su padre hasta que escuchó su voz en el teléfono. Voy a pasar a buscarte. Bueno. Vamos a irnos al parque. Bueno. ¿Y mamá? No está. Y después ella preguntando: Qué quería. Llevarme el sábado al parque. Y qué le dijiste. Que bueno. ¿Te preguntó por mí? Sí. Qué le dijiste. Que no estabas.

     Lucio Hijo extrañaba a su padre pero no lo decía. Ni siquiera cuando él le preguntó (el primer sábado que salieron juntos) habló de eso. Se quedó callado, viendo con esos ojos que eran idénticos, al hombre que amaba. Estaban en la camioneta, frente a un semáforo. Lucio Padre le pasó la mano por el hombro y él se retiró con un gesto de desagrado. No me tengas rabia, hijo, yo nunca voy a dejar de ser tu papá. ¿Me escuchás? Sí. ¿Querés decirme algo? No. ¿No? No.

     Fueron salidas de dos a seis de la tarde, un helado, una película, un shopping, el hastío pero también la alegría del niño cuando veía a Lucio Padre desde la ventana, llamándolo con la bocina para no tener que entrar a la casa y encontrarse con los ojos amargos de su ex mujer. Y luego ella, a la noche, interrogándolo como si no le importase, como si le hablase de eso como podía hacerlo de cualquier otra cosa, esforzándose por apretar las lágrimas hasta que alguna se le escapaba y le mojaba el rímel de las pestañas. ¿Pero qué más te dijo, habló de mí, de la casa, te dijo si iba a venir a dejar la mensualidad? Y él, vencido por el sueño y el aburrimiento, queriendo irse de una vez a la cama para dejarla llorar en paz.

     La vida cambió para todos en el verano, cuando nació el otro hijo, el que se llevó a papá de la casa. No hubo paseo ese sábado. Una llamada telefónica sirvió para pedir disculpas, para escuchar la voz emocionada de papá contándole que nació su hermanito, que también se llamaría Lucio, como ellos. Quedaron para el sábado próximo, pero nunca volvió a ser como antes.

     Se arregló que Lucio Hijo visite la casa nueva de papá porque de todas formas ya era tarde para esperar una reconciliación. Además, la sicóloga de la escuela lo recomendaba para que el niño acepte su nueva situación familiar. Mamá le dio un beso en la puerta como si lo fuese a perder, aquella tarde de enero.

     Fue la primera vez que Lucio Hijo vio a Teresa, la mujer de papá que no era su mamá. No la podía querer, eso lo sabía, aunque de no ser tan fiel a mamá a lo mejor le hubiese gustado su pelo almendrado que le caía en ondas sobre los hombros. A la orilla de una cuna cubierta de tules, papá sonreía mostrándole el bulto colorado que dormía. Es tu hermano, hijo. Bueno. Crees que se parece a mí. No sé. Pero acercate, vení que no te va a morder. Bueno. ¿Y, se parece a papá? No sé.

     A veces papá reincidía en los sábados sólo de ellos, en las caminatas silenciosas por el parque y los palitos de helados de chirimoya. Eran los momentos más felices en la vida de Lucio Hijo. Sentía la mano enorme de papá sosteniéndole, no porque hiciese falta, sino porque era una manera de estar lo más cerca posible. Cómo te va en la escuela. Bien. Y las calificaciones. Bien. Querés irte ya a casa. No, quiero otro helado. Y papá sabía que aunque le doliese el estómago seguiría pidiendo helados para quedarse un poquito más a su lado, ellos dos, solos, en el parque.

     La ausencia de papá se sintió aún más en la casa cuando mamá comenzó a olvidarlo. El niño lo notó antes de que le cuente nada, antes de que ella le diga que también tenía derecho, que su vida no era vida y que ya era hora de que Dios se acuerde de ella. Un día dejó de preguntarle qué le dijo papá, cómo iba vestido, si seguía mascando chicles de anís y arrastrando los pies cuando caminaba.

     Luego vino la confesión. Mamá está saliendo con una persona muy especial. Él va a venir a conocerte, a conversar contigo, a que le muestres tus juegos de combate. Vas a ser bueno con él, porque mamá quiere que sean amigos. Y después él, su olor a cigarrillo ensuciando la sala, sus manos de extraño tocando la rodilla de mamá, el ruido de besos cuando el niño se hundía en la cama para no escuchar lo que siempre terminaba escuchando.

     Pasaron cuatro años para que Lucio Papá se preocupe en serio. Al principio pensó que el tiempo lo arreglaría todo, y así fue con algunas cosas, pero no con aquélla. Claro que entendía que a Lucio Hijo no le agrade el novio de mamá o Teresa, pero ¿por qué rechazaba a su hermano? El pequeño lo adoraba. Los sábados lo esperaba sentado en su sillita de plástico y cuando lo veía llegar con papá él abría los brazos pidiendo upa. Siempre era papá el que lo alzaba, de lástima, para no dejarlo de balde, para que Teresa no comience a protestar.

     ¿Acaso podía obligarlo a querer al pequeño? Intentó hablarle pero cuando comenzaba no sabía qué decirle. A sus 12 años Lucio Hijo ya había sufrido mucho en la vida (por culpa de él, en buena medida) de manera que costaba imaginar hasta dónde valía la pena amargarle las pocas horas que pasaban juntos reprochándole su conducta. Por eso se le ocurrió una manera de acercar a sus hijos sin decir una palabra.

     Era un luminoso sábado de setiembre cuando papá llevó a Lucio Hijo a una ferretería. Compraron un rociador de insecticida, un frasco de veneno para hormigas, abono natural, una azadita para el pequeño, sobrecitos de semillas y dos rastrillos. Papá quería un jardín cultivado por los tres Lucios. Dijo que sería el más hermoso de todos, y esa misma tarde se pusieron en campaña.

     Lucio Hijo aprendió a mezclar y a cargar el insecticida en el depósito de metal. Papá le pidió que rocíe los linderos del jardín mientras él y el pequeño descargaban las semillas en un recipiente. También ayudó Teresa, que después trajo jugo de naranja en vasitos de plástico y se sentó en el regazo de papá haciéndole cosquillas con la lengua mientras él no dejaba de mirar a Lucio Hijo como si se sintiese culpable.

     A las cinco llamó mamá. Dice que internaron a tu abuela y que te quedes a dormir; dice que quiere hablar contigo. Papá le pasó el tubo. Mi amor, es sólo esta noche. Está bien. ¿No estás enojado con mamá? No. ¿Te vas a portar bien? Sí. Papá tiene el teléfono del hospital por si algo pasa. Bueno. Que duermas bien, tesoro. Bueno.

     A Teresa no le cayó bien la noticia, pero se calló porque papá le miró con esa cara de que no le perdonaría si decía algo en presencia de su hijo. Por eso se fueron a discutir en la pieza, tan tontos los dos, olvidando que Lucio Hijo estaba del otro lado de la ventana, matando las hormigas con el rociado de insecticida.

     Por qué tenemos que cuidarlo nosotros; no es nuestro problema. No es tu problema, Teresa, pero el mío sí si te acordás que estamos hablando de mi hijo. «Tu» hijo, como si sólo tuvieses uno. ¿Viste cómo sos, cómo torcés las cosas para hacerme sentir mal? Yo sé que tengo dos hijos, pero en este caso estoy hablando de uno de ellos, no de los dos.

     Perdoname Lucio, pero no me trago ese cuento de la abuela enferma, y si te digo la verdad creo que tu ex hace eso para amargarme la vida, porque nunca me perdonó que te saque de su lado. No comiences, Teresa; ¿sabés qué cansado estoy de esa cantinela?

     Lucio Hijo se puso en puntas de pie para ver dentro de la pasta claroscura del dormitorio. Ya habían dejado de discutir. Teresa se levantó la solera para sentir la boca húmeda de Lucio Padre en el pecho, para arrastrarlo encima de ella aunque él miraba hacia la puerta, aunque demoraba los cierres y los botones porque no es el momento Teresa, pero ella insistiendo, pero si nadie nos ve, pero si están jugando en el patio, pero si te deseo ahora.

     En el bulto gimiente papá ya no era papá, era una cosa volteándose dentro de las piernas de Teresa, perdido en un mundo de sábanas, de uñas arañando la espalda, un mundo que no tenía nada que ver con los otros dos Lucios que estarían en el jardín tratando de quererse porque no tenían más remedio.

     Papá los encontró como los dejó, al pequeño haciendo agujeros con la azada y a Lucio Hijo rociando el lindero que faltaba. Papá olía a camisa limpia y a champú. ¿Querés acompañarme, hijo? No. ¿Seguro? Sí. Bueno, después que termines con eso entrá a bañarte y esperame, que voy a traer las hamburguesas para ponerlas en la parrilla. El chico lo veía a su lado aunque jamás apartó los ojos del caño azul por donde el veneno salía en chorros cristalinos. Lucio Padre subió a la camioneta y se fue.

     Detrás suyo, Teresa apareció por la puerta de la cocina. Traía en la mano una caja de fósforos que dejó sobre la mesita, al lado de los vasos de plástico, cuando vio a su hijo embadurnándose con la tierra. Le dijo algo, regañándole, le sacó las ropas y con la manguerilla de regar plantas le tiró un chorro de agua. Le ordenó que no se mueva de allí mientras traía un jabón y volvió a desaparecer por la puerta de la cocina.

     Lucio Hijo acomodó en su espalda el reservorio del insecticida, ajustó la cinta que iba unida al rociador y caminó, sin apartar el dedo pulgar del disparador. Pisó dos o tres montoncitos de tierra, obra de los juegos del pequeño, sin detenerse.

     La tarde comenzaba a mancharse de colores pasteles. El niño lo vio frente a él y levantó los brazos. No sintió la diferencia, excepto el olor agrio, entre el agua de la manguerilla que le derramó mamá y el líquido con que su hermano de padre le humedeció la cintura, el sexo, las piernas. El niño todavía tenía los brazos en alto, pidiendo que lo levanten, cuando Lucio Hijo fue hasta la mesita, buscó los fósforos y volvió. Acercó la cerilla prendida a la piel del pequeño y casi vio los ojos de Lucio Padre en él, antes de que el fuego tome contacto con el insecticida impregnado en su piel.

     Después pasaron muchas cosas. Teresa gritando. Un vecino corriendo hacia la casa. Alguien hablando de pedir una ambulancia. Lucio Hijo se escondió en el zaguán con la vista pegada a la calle. Pronto vendría papá. Pronto sabría si después de todo se quedaría a dormir en esa casa, o si tal vez le dejarían llamar a mamá para pedirle que lo venga a buscar.



DEBAJO DE LA CAMA

 

     -Son las ocho y treinta y mientras la mañana se pone caliente en la ciento dos punto cinco del dial, nosotros les preguntamos: ¿Están ahí? -un sonido de tambores quiebra la voz-. Vamos, con más entusiasmo: ¿Están ahí...?

     -...

     -¿Saben lo que les tenemos preparado?

     -...

     -Díganlo, díganlo con nosotros...

     -Amor...

     -¡Amor pirata! El temón de la semana. Trepó al número uno después de bajar desde el décimo lugar. Ahí va, porque ustedes se lo merecen...

     Las puntillas blancas de la cortina se inflan sobre el radiorreceptor que recupera su volumen cuando la tela vuelve a su sitio. La luz de la mañana es un foco encendido en la ventana.

     Al lado del aparato que chilla con las notas agudas de la melodía, un almanaque triangular marcado en el 28 de marzo tambalea con la nueva embestida de la cortina. Esta vez el ventarrón no viene solo. Impulsada por la brisa, una mariposa blanca se mete en el aposento. Sus alas transparentes marcan círculos pequeños que descienden en espiral hasta el piso cubierto con una alfombra de color marrón.

     Una cama de dos plazas cubierta con una colcha a cuadros, un ropero de dos puertas, una silla, una cocinita y la mesa donde una voz de hombre todavía canta su «Amor Pirata» desde el receptor, componen el mobiliario. Hay zapatos de mujer amontonados en un rincón. Perfume, también de mujer, descompuesto en el aire.

     Un sonido tosco interrumpe la quietud. La mariposa, atrapada por la mano que se ahueca para no lastimarla, es arrastrada bajo la colcha. Los bordes terminados en punto cruz ondulan hasta que recuperan su inmovilidad.

     -¿Les gustó? Claro que sí. Ustedes lo eligieron. Ahora vamos al número dos de la preferencia...

     En declinaciones esmeradas, los tonos de la luz se turnan en el cuarto. El dorado de la siesta palidece en un amarillo que se consume hasta que un rubor al principio tímido y más tarde encarnado, precede a la noche que se cierra cuando el último colectivo llega al barrio. Detrás del rechinar de las llantas sobre el empedrado, una cohorte de grillos resucita en los rincones.

     -Dublín: Una bomba estalló en un edificio de departamentos causando la muerte a 31 personas. La comunidad internacional fue conmovida por la noticia a las 18:30 de hoy...

     Un «clap» enmudece el aparato. La lámpara de flecos rojos de la mesita de luz se enciende, y una claridad triste mancha el aire. Son las diez de la noche. Rosa jamás se demora.

     Sus zapatos de tacones caminan hasta la cocina. Hay un hombre con ella. Alguien que tiene prisa. Alguien que no le deja preparar el café. Sólo la desviste y la somete encima de la colcha de bordes de hilo. Cuando se va, Rosa se saca los zapatos y calienta el agua.

     El aroma dulzón del café con leche anticipa la madrugada. Las aspas de un puñado de estrellas se agitan en la porción de cielo que cabe en la ventana.

     Rosa abre unos tarros, mezcla su contenido en una jarra de aluminio y se acerca a la cama. Un temblor levísimo trastorna sus labios lastimados. Dobla las rodillas maldiciendo con la estrechez de la falda. Sabe dónde buscar. Palpa con los dedos debajo de la colcha y trae hacia ella la bandeja de metal donde cuatro biberones vacíos resbalan sobre el resto de un líquido espeso y azucarado.

     (Fue el mismo día que a Rosa se le cayó una hebilla en el piso. Se agachó furiosa, como solía ponerse a veces. Su pelo se deshizo sobre la alfombra. El sol, que en ese momento se afirmaba en la ventana, coló sus tintes almendrados sobre la cabellera. Destellos charolados atravesaron el aire.

     Ella tuvo que irse, el sonido de sus pasos marchitándose en la puerta, y aún así dolían los ojos insolados. El niño colocó los codos sobre el borde, se empujó con ellos y, hechizado, cruzó los bordes puntiagudos de la colcha. Así conoció la luz.

     Se tendió, con la placidez de quien se expone a la vida o a lo que de ella resulte, sobre la alfombra, y dejó que aquella abundancia dorada lo atraviese con sus puntas de oro.)

     Rosa Aguirre llegó un domingo de julio. Un taxi la dejó en la avenida. Recorrió la callecita desierta hasta la casa que una vez dejó. Tenía 15 años cuando se fue. Su abuela murió sin despedirse de ella. Le dejó la casita. Le dejó los muebles.

     Rosa traía una bolsa de ropas y una caja. Esa misma noche comenzó a cavar. Encontró una pala detrás de la puerta. Apartó la cama, arrancó las baldosas podridas con sus manos y hundió la cuchilla en el suelo. Calculó medio metro de profundidad y un metro cuadrado de ancho.

     Amanecía cuando terminó de acarrear la tierra sobrante hasta el patio trasero. A medida que llenaba el saco de arpillera, lo arrastraba bajo la llovizna que no cedió hasta el mediodía. El frío amorataba sus manos.

     Dolorida y cubierta de barro retiró el resto de polvo con una escoba, forró el agujero con plástico y usó la vieja frazada desfelpada de la difunta para entibiar el hoyo. Recién entonces se acercó a la caja de cartón.

     Envuelto en unos trapos, un niño recién parido dormía. Temerosa de recibir castigos terribles si atentaba contra su vida, lo tuvo fuera de su voluntad. Nada le dolió tanto como traerlo al mundo. Cuando miraba al niño recordaba ese dolor.

     Rosa jamás escuchó su voz. No lloraba. No emitía más sonido que el de sus manos buscando los tarros de leche que ella le acercaba todas las noches. Ni siquiera el vuelo de su respiración en las madrugadas, cuando insomne lo espiaba en la oscuridad. Ese silencio hizo posible la vida entre ellos.

     (Conocía la noche en su vastedad. Desde las primeras penumbras hasta las sombras finales. Podía olerla apenas se apagaba la ventana, podía sentirla rodeando la casa, podía verla arrojándose al cuarto con su cara estrellada y su ruido de bichos desconocidos.

     El niño se movía sin que ella lo sepa. Rodaba encima de su cuerpo en busca del círculo azafranado que la luna delineaba sobre la alfombra. Pero no se metía dentro. Se quedaba con la boca pegada al contorno pálido hasta que la última partícula de luz abandonaba el cuarto. Entonces le quedaban las estrellas.

     Las agrupaba maravillándose de las figuras que formaban con sólo mover un milímetro su punto de mira. Se torcía a un lado, se arrojaba boca arriba, probaba a balancear la cabeza y entonces formaba una línea encendida bajo sus ojos finalmente ganados por el sueño.)

     ¿Desde cuándo le tuvo miedo?

     Al principio pensó que no era nada. Simplemente no le gustaban sus ojos. No le gustaba tocarlo. Los sábados al mediodía metía la latona de plástico en el dormitorio, entibiaba agua, empujaba la cama y se quedaba paralizada de su propio asco cuando metía los brazos en el hoyo para cargarlo.

     Muchas veces se deshizo en llantos al sentir aquella cosa viva en sus manos.

     ¿Por qué jamás lo dejó?

     Se cansó de hacerlo. Y si todas las veces volvió no fue por él sino porque no tenía adónde ir. Cuando salía temprano del trabajo iba a una plaza, buscaba un banco y se sentaba horas por el solo gusto de mirar a la gente que pasaba a su lado. Se imaginaba sus nombres, el sonido de sus ropas cayendo ante el apremio del amor. Quería sentir ese escote de seda en su espalda, esos pies acariciados por una vida tibia. Tenía tantas ganas de ser otras mujeres.

     Pero estaba hablando acerca del miedo, ¿no? Bueno, llevaban dos inviernos en aquel lugar cuando ocurrió. Rosa no se percató de nada hasta que buscó su bolso de hacer compras. Solía dejarlo debajo de la mesa. Estuvo media hora revolviendo el cuarto y nada. Aquella noche, cuando regresó, lo encontró cerca de la puerta.

     El incidente hubiese sido olvidado de no haber perdido sus aretes dos días después. Sabiendo que los había buscado por toda la casa, cuando volvió del trabajo los encontró sobre su almohada. Su espanto no le impidió darse cuenta de que fue el niño quien los puso allí.

     ¿Por qué lo hacía? Sabía que ella le temía, que los únicos momentos de felicidad que tuvo desde que él nació eran cuando lograba olvidar que existía. ¿Por qué no la dejaba en paz?

     Sin embargo, pensaba, no podía ser él. A excepción de las manos, no se movía. Sus piernas sufrieron un proceso de atrofia desde su cuarto mes de vida. Tenía las rodillas deformes y por debajo de ellas, todo estaba muerto. Rosa pensó que podía deberse a alguna enfermedad causada por la falta de vacunas, así que lo dejó a la buena de Dios. Pero, además del aspecto asqueroso de sus extremidades, el niño gozó siempre de buena salud.

     La radio llegó en la primavera. Rosa la ganó en una rifa. Como el barrio comenzó a poblarse (aunque los terrenos contiguos a la casa seguían vacíos) dejaba el artefacto encendido por si acaso sucedía algo con el niño. Ya no estaba en condiciones de arriesgarse.

     No pensó, claro, en la posibilidad de que alguien entre a la casa. ¿Qué podían buscar en ella? Antecedida de un jardincito donde crecían las malezas y abundaban los nidos de avispas, la construcción era tan vieja que las paredes descascaradas le daban el aspecto sombrío que en realidad tenía por dentro.

     Una salita fría y el único dormitorio eran todo lo que había allí. Afuera, un pequeño lavadero al aire libre y un bañito, además de latas y botellas que servían de guarida a las alimañas.

     Salvador Castillo lo imaginó, pero de todas formas ya tenía decidido entrar a la casa de Rosa. Era un ladronzuelo sin demasiadas pretensiones en la vida, que muchas veces actuó con el único fin de satisfacer su curiosidad. (Quería saber cómo vivía la gente que no era él.) En este caso eligió una mañana igual a las que le precedieron, empujó la ventanita que para su sorpresa estaba abierta y casi tumbó todo cuando sus pies chocaron con la mesa.

     Una vez adentro, sus zapatos deportivos recorrieron la estancia con cautela. Un escalofrío lo paralizó. Acostumbrado a meterse en las casas y a llevarse lo que podía, por primera vez se sintió afectado por algo que no entendía.

     Miró en torno suyo.

     Por encima de la radio que no dejaba de chillar, el silencio lo sofocó.

     Su mirada capturó el único movimiento que en una décima de segundo cruzó el aire. ¿Qué fue?

     Un perro no. Lo hubiese atacado. Animado por la curiosidad el hombre grueso de hombros, grandes manos peludas, rostro cuadrado y una dentadura postiza que le agrandaba un poco la boca, decidió saber de qué se trataba. Empujó la cama y, arrinconado por su propio gemido, se desplomó contra el ropero. Un hervidero de mariposas blancas le explotó en la cara. Envuelto en una frazada gastada por las polillas, algo que resultó ser un niño extraño incluso para él, acostumbrado a las infrecuencias de la vida, lo miraba con los ojos muy abiertos.

     (Se quedaba a veces de tal modo precipitado en sí mismo, que las horas zumbaban en círculos incapaces de incorporarlo.

     El recuerdo de su rostro lo perseguía.

     Ocurrió el mismo día que conoció la lluvia.

     Alterado por el rumor sibilante de la garúa sobre las planchas de ladrillo del techo, gateó buscando a su alrededor el origen del ruido. Miró enfrente. Esquirlas traslúcidas cruzaban la ventana.

     En aquel momento, la luz de un relámpago detonó en la habitación. Cegado de horror, buscó la pared. No vio el espejo. No lo conocía, en realidad. La última contracción lo lanzó contra la hoja plateada. Como un animal herido, un trueno rugió en el aire.

     Desprotegido en aquel espacio donde no había de dónde asirse, cuando se incorporó lo hizo sobre su propia imagen que el espejo le devolvió en proporciones engrandecidas. Era él.

     Lo supo cuando descubrió sus ojos.

     Si hubiese podido imaginarlos antes de ese momento, habrían sido así. Vivos y encerrados en su propio espanto. Esa visión lo tumbó boca abajo, los brazos arrastrando el cuerpo desmayado. Buscó el hueco de la cama. Lo último que sintió fue el ardor de sus muslos quemados en la fricción. Desde aquel día soñó con su rostro. Le temía, por encima de saber que se trataba de él.)

     Salvador Castillo volvió. Entró por el mismo lugar, ahora preparado para no salir corriendo como la primera vez. No lo vio el tiempo necesario para recordar con precisión su rostro, pero en las semanas en que no pensó en otra cosa dedujo que se trataba de una especie de engendro. ¿Qué más, si no? Tenía el torso cadavérico, las piernas hinchadas y la piel de una palidez verdosa. ¿Cuántos años? Cuatro, o cinco. Notó erupciones purulentas en sus brazos y pies, magulladuras en los brazos, costras rosadas en la cabeza pelada y ese tufo a orín que aún en el recuerdo lo mareaba.

     Tratándose de un hombre tranquilo y solitario, alguien que no se metía en la vida de nadie (más que nada porque ninguna le interesaba), Salvador no entendía por qué no lograba olvidar el asunto. Pero era así.

     Después que descubrió que Rosa Aguirre tenía un niño guardado bajo su cama, pasó cuatro días observando sus movimientos.

     Averiguó que trabajaba en el mercado del centro atendiendo un comedor de donde solía volver a la casa acompañada de algún cliente zalamero.

     Se acostaba con ellos por dinero, pero jamás ninguno presumió de haber amanecido a su lado.

     La única ventana de la vivienda se encendía con su llegada -a las diez de la noche- y así permanecía hasta la madrugada. Salvador sabía que se iba a las cinco de la mañana, por lo que cuando decidió volver a meterse a la casa, supo cuándo hacerlo.

     Con la tranquilidad de saber dónde estaba cada cosa, esta vez no hubo tropiezos ni amagues peligrosos.

     Salvador no quería espantar a la criatura.

     Sus sentimientos eran tan incomprensibles para él que evitó considerarlos en el momento en que se acercaba a la cama. No la empujó, como pensó hacerlo en un principio. Se echó en el piso, y habló.

     (Fue en el último verano. El calor aumentó a mitad de mes -era enero- y la atmósfera se llenó de vapores malsanos. Rosa entornó la ventana. También retiró la colcha de la cama de manera que el aire pudiese llegarle sin dificultades, pero nada se comparaba a tener los vidrios abiertos y la cortina corrida.

     Echado en cruz, el pie derecho enganchado a una de las patas de la cama, sonidos hermosos llenaron su alma. El niño no conocía a los pájaros, lo que no le impedía disfrutar de sus ruidos. Aquella mañana, una sombra se agitó en la ventana. La negrura creció conforme sucedían los minutos, hasta que algo entró a la habitación batiendo sus alas con furia.

     Guarecido en donde sabía, nada podía pasarle, sacó la cabeza fuera del ruedo de la colcha con la intención de dar marcha atrás apenas supiese de qué se trataba. Su mirada dio con lo que cambió su vida para siempre: una mariposa. Montado en nervaduras que sólo la luz permitía notar, sus alas tiritaban en oleajes vaporosos. Una línea negra separaba las membranas nevadas; ojos impalpables vigilaban desde su espacio diminuto.

     Con los pulmones hinchados de aire que la respiración amenazaba disparar en cualquier momento, avanzó hacia ella. Llegó, incluso, pero sus manos groseras desmembraron el hálito de vida que tanto le maravilló.

     Con la segunda no pasó igual. Aprendió a hinchar la mano de manera que no pudiese tocarla por ningún lado, pero con la firmeza necesaria para hacerla cruzar con él el travesaño de la cama.

     Recordó el episodio la tarde que escuchó los pasos de Salvador Castillo en la pieza. Acababa el invierno. Amaneció dolorido y afiebrado por un resfrío al que Rosa no le dio importancia, aunque lo sintió inquietarse en la madrugada. Tenía las mejillas abrasadas y el pecho agitado por un chillido desagradable.

     Siguió el recorrido de sus botas hasta el instante en que la cama se movió y el hombre de osamenta desproporcionada fijó sus ojos de intruso en los suyos. Todo duró tan poco que cuando la cama volvió a su lugar y la penumbra retomó su cuadratura, lo que acabó de ocurrir pareció ser obra de un desvarío. Otro, de los muchos que tuvo hasta que la fiebre desapareció.)

     No resultaba fácil decir algo. ¿Él lo escuchaba? No se movía. Le preguntó su nombre. Debía tener alguno. Todo el mundo lo tiene. Le preguntó si sabía hablar. Si sabía que él no le haría daño. No tenía motivos, y él nunca hacía nada sin uno.

     ¿Cómo lograba retener las mariposas bajo la cama? De chico, él las mataba porque no sabía qué hacer con ellas, aunque tampoco podía permanecer indiferente. Su padre le quemaba las manos para que no lo hiciera. Logró su odio, pero no su arrepentimiento.

     Él no quería a nadie, por otra parte. Ni siquiera a las mujeres. Una lo metió a la cárcel. Si sobrevivió en medio de la inmundicia fue para maldecir ese amor.

     Alternando su monólogo con silencios cada vez más frecuentes, Salvador Castillo se puso tan triste con sus palabras que se fue sin decir nada más, pero ya sabiendo que iba a volver.

     Por miedo a ser notado, resolvió alternar sus visitas. Nada tocaba, nada sacaba ni llevaba cosa alguna que pudiese delatarlo. Como la primera vez, se tiraba al lado de la cama y hablaba. Muchas veces con la sensación de que nadie lo escuchaba. Otras, advirtiendo el vuelo de una mano, un parpadeo, el desperezamiento del cuerpo amoldado a la noche fraguada.

     Una mañana le trajo un frasco. Lo empujó debajo de la cama. Le dijo que lo cubra con algo. Le dijo que no vendría por unos días. Se fue. Detrás de él, las llamaradas del mediodía se agrandaron.

     Salvador Castillo apartó los hilos multicolores de la cortina. Una penumbra agradable lo rescató de la calle. Buscó una mesa libre. Casi todas lo estaban. Se ubicó al lado de una ventana desde donde se veía el tránsito congestionado del mercado. Más allá, la plaza donde Rosa solía soñar con vidas ajenas.

     Era un lugar de mala muerte que olía a cebo de vela. Detrás del mostrador, una mujer obesa lo saludó con un mohín que delató sus dientes descompuestos. En una pequeña fiambrera cubierta con tela metálica, se apilaban empanadas deslucidas cuyos precios figuraban en cartelitos escritos con pinceles.

     Rosa Aguirre acudió al llamado de la mujer. Se sacudió la falda diminuta y se acercó bamboleando sus caderas hasta encontrar la mirada de Salvador. Anunció con voz desganada que el asado a la olla venía con guarniciones de papas y un vaso de cerveza.

     Veinte años. Pómulos duros. Ojos achinados; pelo castaño. Delgada. Marcas de acné en el rostro. Salvador conoció mujeres de peor aspecto. No dudó un instante cuando se puso de pie, y propuso: «Quiero compañía».

     Rosa Aguirre volvió la vista hacia la mujer que observaba la escena. Dudó un instante. «No será aquí que la vaya a encontrar», le dijo y desapareció por el mismo lugar de donde había salido. Tenía voz de no haber pasado buena noche.

     Rosa lo vio llegar todos los mediodías que transcurrieron desde esa primera vez, hasta que decidió hablar con él. Sentado en la misma mesa, la boca chapuceando en los caldos baratos que le servían, no dejó de venir ni siquiera en el feriado que cayó ese 16 de agosto en que ella lo enfrentó.

     -¿Qué quiere de mí? -preguntó con los brazos cruzados de tal forma que la redondez de sus senos le marcaron la remera provocativamente.

     -Usted me gusta -respondió él sin levantar la vista de la cuchara que en ese momento se llevaba a la boca.

     -¿Por qué no se va a molestarle a otra?

     Pese a lo que dijo, la voz de Rosa se había suavizado.

     -Me gusta usted.

     Acordaron que él la esperaría a las nueve y media en la puerta del copetín. Él estuvo allí cuando ella salió. Sin dirigirse la palabra más que para el saludo, se sumaron a la multitud sombreada por la noche que buscaba con los brazos en alto el número de colectivo que los llevaría a casa.

     Nunca había sido así. Hombres como él se acostaban con una mujer como podían hacerlo con cualquiera. Él la quería a ella, sin conocerla. ¿Por qué? ¿Y si era uno de esos dementes que asesinan prostitutas? Parecía inofensivo, sin embargo, la vista perdida en las esquinas que corrían por la ventanilla.

     -Es aquí -dijo Rosa dirigiéndose a la puerta de salida. Salvador ya sabía. Le dio paso y luego la siguió.

     (Escrutó el recipiente cubierto con un paño adherido a la boca del envase con una vuelta de alambre fino. Bichos. Un poco diferentes a los que vagaban a su alrededor. Cuando Rosa llegó, escondió el frasco y no volvió a verlo hasta después que la luz se apagó.

     La lluvia de la tarde lo tenía hundido en una especie de modorra que le estuvo causando sueños interrumpidos y molestos. No se podía perdonar desperdiciar de esa manera la noche, pero sus miembros se aletargaban a medida que pasaban las horas.

     Volvió a dormirse, y si esta vez despertó fue por causa de la luz entrecortada que desde alguna parte agujereaba la pulcritud de las sombras.

     Se levantó sobre los codos y casi estaba sentado cuando cuatro linternas de esmeralda le dieron a la cara.

     Columpiadas en el reducido espacio del frasco, costó identificar en aquella nube fluorescente a los gusarapos que le diera Salvador Castillo. Eran luciérnagas.

     Derrotado por el sueño, sin apartar la vista del recipiente chispeante, cayó en una especie de ensoñación donde las imágenes se le dispararon con tal agilidad que, para verlas, tuvo que andar un buen rato detrás de ellas. Cuando por fin se durmió, soñó con las luciérnagas.)

     Rosa abrió la puerta. «Hay goteras en el techo», explicó al sentir el tufo húmedo del cuarto encerrado. Aquella tarde había llovido. Buscó con la mano el botón de la luz. En la estancia, sombría y desamoblada, el ruido del radiorreceptor del cuarto contiguo lastimaba los oídos. Salvador Castillo esperó donde ella le indicó. La vio desaparecer, luego de aceptar la taza de café que le trajo. «¿Por qué tiene la cocina en el dormitorio?», le preguntó. No tenía el valor de tutearle.

     -Porque así me gusta -fue la respuesta que ella le dio, la mitad del cuerpo tragada por la puerta entornada.

     No le importaba esperar por ella. La sintió caminar descalza, revolver algo que imaginó era la leche destinada al niño. Lo quería hacer dormir antes de meterlo a él a la pieza.

     Dieron las once cuando la puerta se abrió. Rosa seguía descalza y caminaba con tanta gracia que Salvador sintió un peso en la barriga que solía tener antes, cuando todavía podía amar.

     También se mudó de ropa. Ahora llevaba una solerita con tiras flojas que le dejaban al descubierto los hombros huesudos. Parecía avergonzada. «Vení», le dijo.

     Salvador Castillo metió la mano en el bolsillo de la campera antes de entrar al dormitorio.

     Su imagen rebotó desde la hoja del espejo.

     Tanto sabía de aquel lugar que le daba miedo moverse con la soltura que podía. Rosa sonrió con malicia cuando vio que observaba la cama.

     -¿Cuánto dinero tenés? -preguntó.

     -Cuanto quiera -dijo.

     Las puntas de la colcha se movían sin que Rosa se percate. Salvador Castillo no se sacó la ropa. Se destrabó los zapatos, pero se dejó las medias y así se acomodó al lado de la mujer. Carajo, se reprochó. Había apagado la luz sin pedir permiso. Menos mal, Rosa no interpretó aquel gesto como propio de alguien que conocía su casa.

     -¿No querés hacer nada? -preguntó la mujer sintiendo el cuerpo inmóvil de Salvador pegado al suyo.

     -Sólo quiero dormir con usted -susurró él, consciente de que sus palabras eran oídas en las profundidades del cuarto.

     Rosa amagó decir algo, pero probablemente no se le ocurrió qué. Cerró los ojos y se quedó dormida, el cuerpo de Salvador flanqueando sus costillas.

     El hermetismo de la noche cerraba su círculo conforme las estrellas se afirmaban en la ventana. Salvador estiró el brazo derecho. Buscó detrás de la lámpara. Sus dedos arrastraron la botellita que Rosa no le vio sacar del bolsillo de la campera.

     Levantó la tapa con cuidado. Sabía que cualquier desacierto lo delataría. Retiró la cubierta y metió el dedo índice en el líquido espeso.

     Descolgó el brazo sobre el travesaño de la cama. El dedo goteó su líquido viscoso. Pasaron dos, tres minutos. Salvador escuchó al niño.

     Ya vio el dedo. Ya olió el aire azucarado y se acercó, los miembros contraídos en el gateo sigiloso. Dudó. Se colocó debajo del dedo. La lengua caliente probó la poción que goteaba desde la uña desaseada.

     Algo dentro suyo se estremeció.

     Abrió la boca y chupó el jarabe mientras en la ventana las estrellas comenzaban a velarse. Salvador recordó las palabras de Rosa. «Volverá a llover», le dijo. Era verdad. El cielo volvía a empañarse.

     El dedo le cosquilleaba. Lo retiró por un momento para cubrir con la frazada a Rosa que, a su lado, comenzó a temblar. Metió de nuevo el dedo en el jarabe.

     La boca lo esperaba.

     En la etiqueta del recipiente se leía «Miel de abeja» en letras de imprenta. La lluvia se desató. En el cuarto, una sensación de ingenua felicidad recibió a la madrugada.

     (Marzo de 1997)



EL PEÑASCO Y LA ENREDADERA

 

     Fue difícil al principio, cuando no sabía que bastaba con encaramarse a sus hombros afilados para que él la deje quedarse.

     Pasó noches larguísimas imaginando que él desenredaba sus dedos de los suyos, que apartaba las flores de su pelo y la miraba como un desconocido. Ése sería el día del fin. Después estaba la muerte.

     Jamás lo quiso para sí. Le bastaba con acurrucarse en su espalda prestando oídos al rumor agresivo de su pecho. Lo llamaba «el susurro de Luciano Both». Él no se llamaba Luciano, claro, pero dado que en su situación un roce de pelo bastaba para reconocerse, los nombres pasaron a cumplir funciones hasta si se quiere disparatadas.

     Muchas veces le preguntó de dónde vino, a quien amó antes que a ella, qué ojos muertos dentro suyo lo veían desde sus lugares eternos. «Nunca fui el que soy ahora. No hay nada que decir, puesto que no me reconozco en esos que ya no soy», decía él. De manera que nunca supo nada que ya no le conociese.

     Él la subió a sus hombros una noche y le mostró el universo. Una boca invisible soplaba las luces hundidas en una nada ilimitada y negra. «Se llaman estrellas», le dijo. Estremecidas en su tintineo de puntas de hielo, las luces resistían, giraban sobre sí y volvían a recobrar su brillo de lámparas eternas.

     Nada había más hermoso, sin embargo, que estar en él cuando esa negrura se diluía en el caldo liláceo que antecedía al amanecer. Ella dormía revuelta en su espalda, con el pelo echado al vacío que se abría a partir de ellos. Los hombros cuadrados de él custodiaban su sueño. Ella, todavía somnolienta, metía los ojos en la esquina que formaban esos hombros con el cielo, metía el mentón, se sostenía como si fuese a caer y entonces se ahogaba en los paneles rosas y aguamarinas, en los grises azulados, en los celestes terrosos que velaban el firmamento traspasando el espacio con sus tonos sucesivos.

     La roca, que jamás dormía (su condición eterna no le dejaba), se sentía verdaderamente triste en aquellas ocasiones. Pobre enramada, decía. ¿Cuánto tiempo le queda? ¿Hasta la próxima tempestad, hasta el retorno de los vientos fríos, hasta que sol de enero le derrita el alma? Lo único que le consolaba era saber que la pobre, mortal como era, vivía en una ignorancia absoluta de su naturaleza y de la naturaleza de las cosas que la rodeaban. Era lo único.



CARRAYÁN

 

«Hubo un tiempo en que las estrellas eran nuestras. Y el destino también.»

C. Chemei, líder indígena.

 

     Arnold Verhoeven y Joel Álvarez, catedráticos de la Universidad de Pensilvania especializados en lenguas indígenas muertas y relatos orales, llegaron a Asunción en una calurosa noche de febrero. Los esperaba en el aeropuerto un miembro de la embajada norteamericana y un caballero que se presentó con el nombre de Chemei. Era un indígena cobrizo y de gran estatura, de edad indeterminada y de profundos ojos hundidos en un rostro anguloso y duro. Más tarde, en la puerta del hotel, los investigadores recibieron de manos del funcionario de la embajada una grabadora y un casete.

     -La traducción está en esta carpeta -explicó el funcionario. No volvieron a ver a Chemei hasta dos días antes de su partida del país. Lo encontraron en un barcito de la zona del puerto, bebiendo caña y mascando pedazos de mandioca frita que aceptaron compartir con él. 

     La reunión no duró mucho. Chemei dijo, en perfecto español, que lo que escucharon en la grabación era la letanía de su bisabuela, quien la recordaba de haberla escuchado de su madre y ésta la tomó a su vez de la suya.

     Ya no había nadie que pudiese repetir la letanía, ni siquiera él, que trabajaba de estibador y tenía una mujer cristiana viviendo a su lado. Además, era hombre, y la letanía sólo podía ser pronunciada por una mujer.

     Chemei dijo que el canto tuvo su origen en los laiana, parcialidad desaparecida después de la colonización. La traducción hecha por él es la que se pasa a transcribir. Está en primera persona.

     Respecto de la voz de la anciana que escucharon los investigadores de Pennsylvania en la grabación, sirvió para que vuelvan a Paraguay a visitar la cordillera de Los Altos, ubicada en el departamento de Paraguarí. Nunca dijeron qué fueron a buscar allí, o qué encontraron.


 

PRINCIPIO DEL CONJURO

 

     Soy yo. Carrayán. La que ve en la oscuridad. Estoy en cautiverio por encargo de mi madre, quien también fue Carrayán y también estuvo en cautiverio.

     Pertenecemos a un pueblo atormentado por el miedo. Por eso estoy aquí. Para apaciguar a las sombras y recibir a las ánimas que antes que contaminar el territorio donde la gente a la que pertenezco duerme bajo la luz de los astros, vienen a mí.

     Las cosas que voy a contar las sé no porque me esté permitido salir de mi confinamiento, lo que no es posible, sino por mi fiel Yanacuá, la mujer que me vio nacer. Hubo un tiempo mejor para nosotros. La tierra daba frutos inofensivos y el cielo cumplía su destino generosamente. Todo cambió cuando nació Madimón, nieto de Yanacuá, mi padre.

     Él no fue bueno con nadie. Yanacuá lo apartó de la comunidad y lo llevó con ella convencida de que podía doblegar su espíritu. Madimón conoció, sin que haya debido, los secretos de las hierbas que dan vida y que la quitan, habló con los vientos, caminó en los dominios de la oscuridad y también conoció la luz (aunque se apartó de ella), sabiduría toda reservada para el sucesor de Yanacuá que no era él sino mi madre, la primera Carrayán.

     Madimón desapareció el día que Yanacuá consagró a su elegida con los rayos de la luna recién nacida, la primera que inicia las lunaciones en el valle de los laiana, que así se llama nuestro pueblo.

     No lo volvieron a ver, aunque muchos interpretaron las pesadillas que desolaron a la primera Carrayán como obra suya.

     La leyenda dice que las familias dormían sobre la frescura de las hojas de banano en la terrible madrugada en que un grito los despertó. Los hombres acudieron frente a Yanacuá. Las mujeres se cubrieron el rostro con las cenizas de las fogatas muertas. Fue mi madre la que gritó.

     Ella jamás dijo qué sueño horrible la asustó pero yo lo sé, porque vine con ese recuerdo.


 

LA HISTORIA DE MI MADRE

 

     A la primera Carrayán la trajeron al cerro de las ánimas (mi casa) demasiado tarde, cuando ya Madimón colocó en ella su simiente. Con el vientre inflado y el convencimiento de que se iba a morir, le consolaba saber que yo tomaría su lugar y que haría las cosas a las que ella estuvo destinada.

     No pudiendo acercarse a ella porque el poder de Yanacuá no se lo permitía, Madimón tuvo tratos con las hierbas que crecen en el bosque de las ortigas, el lugar prohibido de los laiana. Dicen que probó tanto y de maneras tales que tomó formas tan repulsivas que los animales que en la zona rondan y que también son repulsivos, se espantaron. Pero los dones de Yanacuá todavía protegían a la doncella.

     Sólo él sabe qué cosas realizó o con cuáles espíritus tuvo tratos para conseguir lo que nadie se imaginó: se hizo invisible. Sabía que no volvería a recuperar su imagen una vez que la dejase, pero no le importó.

     Por entonces se esperaba el día de la maduración de Carrayán, que era el mismo dispuesto para consagrarla con los dones de la luz. Se prepararon las infusiones con que se pinta(3) el cuerpo de la iniciada, las hojas que arrojadas a las brasas limpian el aire con el perfume de sus nervaduras, el líquido con que se purifica la tierra preparada para la ceremonia.

     Todo parecía tan en su lugar que lo único que inquietó a Yanacuá por esos días era el ramito de ruda que, como yo, Carrayán ponía sobre su pecho antes de dormirse (para que los espíritus del bosque la protejan de la noche). Éstos amanecieron marchitos durante una semana.

     ¿Cómo podía alguien imaginarse que Madimón, que también esperaba con ansias que la sangre de Carrayán fuese derramada, estaba detrás de esta señal? Él fue el primero que supo cuando eso ocurrió.

     Yanacuá dormía. El aire estaba quieto. Madimón se acercó a Carrayán. Su lengua repulsiva y deforme bebió la sangre que manchaba las piernas de la virgen. Cuando terminó de profanarla se marchó, pero en lo sucesivo atormentó a las mujeres que para protegerse de su malignidad cubrieron sus partes íntimas con bodoques de ruda humedecidas en salvia, antes de que el sueño las ponga a disposición de tan despreciable ser.

     Ésa es la historia de mi madre, la primera Carrayán, que me dio los dones de la luz. Madimón es mi padre y de él recibí los dones de la oscuridad. Todo lo que sé es para el bien del pueblo que en su perfidia el hombre que me dio la vida sueña destruir.


 

MI HISTORIA

 

     Una vez nacida Yanacuá confinó mis ojos a las sombras. Cuando me llevó a la luz, el día y las tinieblas eran para mí un solo elemento. Había olores diferentes. Había sonidos diferentes. Pero yo distinguía todo sin que nada me cause temor o sorpresa.

     Jamás puse un pie fuera del cerro de las ánimas. Yanacuá no lo permitía. Decía que Madimón no podía entrar aquí, pero deambulaba por los alrededores silbando mi nombre para recordarme que él era mi padre, que yo le pertenecía y que su odio un día sería el mío.

     Mi corazón, sin embargo, no es como el suyo.

     En el mío tiemblan los diamelos y las aves encuentran reposo.

     Cuando Yanacuá comenzó a morirse los laiana supieron que no sobrevivirían al espanto si alguien no se hacía cargo de sus difuntos. Por eso esperaron por mí.

     Yo los escuché bailar la noche que Yanacuá pintó mi cuerpo con colores hermosos, recogió en una vasija la sangre que mi cuerpo expulsaba y consagró el líquido encendido a los vientos que controlan la vida (el sur) y la muerte (el norte).

     Yanacuá dijo que a partir de ese momento dos ancianas traerían al cerro los cuerpos de los acabados de morir. Yo debía conducir el alma desprendida hasta el valle de la luz, uno de los lugares de los que sólo ella, y ahora yo, podía volver con vida.

     Yanacuá me enseñó a no hablar durante la travesía. A no mirar de frente al alma desprendida, a no rozar el halo que lo envuelve o dejarme tocar por él. Después de dejarlo en su sitio definitivo, yo debía volver para ocuparme del cuerpo tendido a la entrada del cerro.

     -Rostros y manos se tiñen con arcilla roja para que la tierra, pensando que es ella misma, lo acepte. La piel se humedece con yerba dulce y se perfuma con azucenas para que su aroma ocupe en los corazones de quienes lo amaron, el lugar que el desaparecido dejó -me explicó Yanacuá y agregó-. Las ancianas volverán para llevarse el cuerpo y enterrarlo en la puerta de la casa que, aún después de muerto, pertenece a quien en ella recostó sus ojos.

     Una mañana los pasos se aproximaron. Sentí la frescura de las sombras apoyadas en las paredes del cerro. Atemorizadas ante mi proximidad, las ancianas laiana se detuvieron en el umbral del último acceso permitido. Antes de ver lo que allí dejaron supe que se trataba de Yanacuá. Esperé en mi escondite hasta que el último sonido dejó de moverse en el aire, y entonces avancé sobre las rocas. Envuelta en pétalos de flores y cubierto su cuerpo con tintes sagrados, la vieja madre de mi pueblo aguardaba por mí.

     Mis manos sobaron sus cabellos. El sabor de su alma recorrió mi boca. Cuando la llevé a su destino, el aroma de las azucenas me inundó. Pero ése no fue el día en que terminó mi felicidad sino otro. Uno que me condena y que condena a los laiana, el pueblo al cual debo responder con mi vida. O con mi muerte.


 

LOS HOMBRES LAIANA

 

     Tuve un sueño en la luna nueva. Una tempestad se aproximaba. Arrojándole astillas prendidas corrí de cara a ella. Sin destino, los vientos se entrelazaban en los bosques.

     No recordaba más, pero cuando desperté pronuncié un nombre: Isaú. A la mañana soñé con la misma tempestad. A mi lado un hombre laiana andaba.

     Sus ojos se encendían como el cielo que en ese momento resplandecía y hacía resplandecer las cosas que tocaba. Sus manos resguardaban de la lluvia. Sus pies caían sobre las flores sin hacerles daño y el agua que bajaba de su cuerpo alimentaba la tierra.

     Tuve miedo de ese sueño y no lo repetí. Sentimientos sobre los que no tenía memoria me molestaron. De ellos me refugié en el lugar de mi infancia, un rincón del cerro llamado el valle de las avispas.

     Hay allí un lago formado con el hilo de agua que baja de una pendiente resbalosa. El sol, tamizado entre las junturas de las rocas, pincha con sus rayos la superficie arrugada renovando los tonos rojos en cobre, castaño y pardo. A su vista, las cosas reposan. Yanacuá decía que algo en su interior también lo hacía.

     Ella me habló de los hombres laiana.

     Agacé, el primero de nuestra estirpe, fue el más bello de todos. Hijo de los bosques, conoció el poder de las cosas vivientes. Sus hijos, los nacidos de mujer, poblaron los montes laiana con la anuencia del cielo, pero a disgusto de la tierra. Temeroso de su autoridad, Agacé educó a los laiana en el silencio. Por eso mi pueblo no ríe, ni llora, ni canta, ni se queja del dolor ni de la muerte, ni dice plegarias ni las maldice.

     Las palabras se guardan (espectros deformes duermen en ellas, ay de quien los desvela). Los laiana no perturban el sonido del universo. Sus pasos se ahuecan sobre el llantén, la yerbabuena y la ruda. A su alrededor las aves murmuran y la brisa se desata sin que ellos la distraigan.

     Están la siesta y sus espíritus engañosos. Están la noche y sus ánimas perversas (entre ellos Madimón, mi padre). Ambos quisieron destruir a los laiana, pero Agacé los combatió con algo que no esperaban: una anciana. Yanacuá fue la última. Yo, el ocaso.

     Las ancianas fueron escogidas para tratar con los muertos, para echar de los cuerpos el dolor, para custodiar con su insomnio el sueño de los laiana. Ni vivas, ni muertas, ni hijas de Agacé ni conocedoras de él, ellas hicieron posible el reposo.

     Eso dijo Yanacuá sobre los hombres laiana.

     Recordé sus palabras echada sobre las rocas, sintiendo el rumor del agua que, como mi espíritu, se estremecía en el cerro de las ánimas. El nombre volvió entonces. Isaú. Isaú. Isaú.

     -No me llames, espíritu innombrable.

     -Isaú.

     -Madimón, los cielos me protegen de ti.

     -No soy Madimón.

     -¿Quién si no puede hablarme en sueños?

     -Yo, Carrayán.

     -Carrayán es la anciana de la gruta consagrada.

     -No, yo soy Carrayán. Y no soy una anciana.

     -Madimón, tu impostura no me engaña.

     -Soy yo, la cautiva.

     -Mientes. Ella me protege de ti.

     Isaú. Isaú. Isaú.

     Arrebujada en la noche, desperté. La verdad había sido develada. Isaú existía. Era su voz la que escuché. Era suya la respiración que, como un pájaro, se cobijó en mi boca. Los sudores de su cuerpo humedecían mis manos.

     Vinieron otros sueños. Isaú en ellos. Su cabellera revuelta en los pajonales. Sus ojos de niño viéndome sin reconocerme. Su cuerpo de hombre laiana caminando entre mi pueblo.

     Dormí de día para velar en la oscuridad. Temía de mis poderes. Un movimiento inadecuado podía desordenar el destino de los laiana. El mío.

     La luz traía sosiego. La noche no. Para mí, que escuchaba el rumor de los astros cruzando el cielo eterno, la noche era el tormento.

     -Carrayán.

     -Shhh... No te escucho.

     -Carrayán...

     -No te escucho, Isaú. No debo escucharte.

     Le mentí. Yo notaba su pensamiento antes de que a él le fuesen revelados. Pero era la primera vez. Nunca después de la muerte de Yanacuá me acerqué en cuerpo o espíritu (como hacía ahora) a hombre o mujer laiana que estuviese vivo. Y lo peor. Estas conversaciones ya no se daban en sueños sino en desvelo, a puros ojos abiertos.

     Tenía que huir, pero adónde, si no podía salir del cerro de las ánimas. Y cada vez venía más clara la imagen, la voz. Hasta podía ver a Isaú bajo el enrejado de varas encorvadas cubiertas con paja donde duermen los laiana. A su lado, su padre soñaba con lunas muertas, pero él no, él me miraba a los ojos y repetía mi nombre, como yo el suyo.


 

AUTORRETRATO

 

     En una de las tantas noches de insomnio que tuve por esos días, pensé en mí, mujer laiana marcada por una memoria condenada a desaparecer. El sol inicial (el primero que tuvimos), la danza de las bestias bajo el firmamento, el espíritu sin proporción de las fogatas, el rumor de la lluvia trasponiendo la hierba, el movimiento en punta de las aves. (Todo morirá conmigo, Isaú, y tú no sabrás que existieron porque yo no te hablaré de ellas.)

     Tuve tanto frío aquella noche. Mis piernas, endurecidas por la inmovilidad, me dolieron suavemente. Un presentimiento me hizo escrutar la oscuridad. Un hombre laiana acababa de morir. El olor de sus cabellos flotaba en el aire.

     Me quedé esperando por las ancianas que no tardarían en subir al cerro trayéndome al difunto. Las escuché, las dejé entrar y salir y todavía esperé antes de recorrer el camino que me separaba de quien esperaba por mí. Estaba tan cansada. Hacía demasiado que no dormía.

     Me fui acercando al cuerpo sin poder descifrar mis sentimientos. ¿Tenía miedo? No. ¿La falta de sueño me embotaba? Pero estaba despierta. ¿Era Madimón, molestándome con sus cosas? En el cerro de las ánimas él no tenía poder sobre mí. Pero temblaba y el aire que me entraba al cuerpo, como un filo congelado, me abría la carne.

     Seguí caminando hasta encontrar el cuerpo tendido sobre las rocas. Entonces supe de quién se trataba, no sólo porque nada podía ocultarme un laiana, sino porque reconocí a aquel que, con los ojos cerrados, escuchaba mis pasos. Era Isaú.

     Yo, Carrayán, pude en aquel momento ordenarle al impostor que llegó a mí fingiéndose muerto, que se retire y no vuelva, y él me hubiese obedecido. Pude marcharme y él no hubiese ido detrás de mí. Pude pedir a los elementos que con sus poderes arrojen a aquel muchacho fuera y que no permitan que vuelva. Pero nada hice.

     Vi sus piernas quemadas por el sol. Su torso del color de la arcilla. Sus cabellos echados sobre los hombros, su boca. Todo como lo supe antes de ese momento.

     Me acerqué. Doblé mis rodillas encima de su pecho, pasé mis dedos sobre sus párpados. En ese momento, como en una fuente, sus ojos se desbordaron en los míos. El muchacho laiana se arrastró sobre el suelo retrocediendo. Temeroso, se cubrió el rostro con las manos.

     -No tengas miedo, Isaú.

     -Usted es la madre de mi pueblo.

     -Sí, soy yo, Carrayán.

     -Que el cielo me proteja.

     -No voy a hacerte daño, Isaú.

     -Usted no es como en el sueño. Usted no era así.

     -¿Y cómo era, Isaú?

     -Terribles desgracias caerán sobre los laiana.

     -¿Cómo era en tu sueño, Isaú? ¿Cómo?

     Quise tocarlo, una única vez, pero no me dejó. Él, que simuló la muerte para llegar hasta mí, ¿por qué no me dejó? En sus ojos no había amor, como en los míos, sino espanto. Quise acercarme, pero Isaú se arrojó sobre las rocas escondiéndose de mí. Extendí la mano para dar sosiego a su alma y, por fin, la suya amagó levantarse del suelo.

     Algo en la pared me alarmó. El dibujo encorvado de una zarpa tiritaba en las rocas, suspendido en el aire. Seguí la proyección hasta darme cuenta de que aquella era la sombra de la mano que yo tenía extendida hacia el muchacho laiana. Las manos que él no quería tocar.

     Corrí a la gruta sin volver la vista, sin detenerme hasta que caí al borde de la pantalla transparente del lago del valle de las avispas. Yanacuá me dijo que jamás me mire en él. «Las imágenes persiguen a su origen hasta darle muerte», me advirtió.

     Yo, Carrayán, la que ve en la oscuridad, era la anciana del cerro de las ánimas, no la muchacha que Isaú vio en sus sueños y que yo pensé hasta ese momento que era. Mis ojos hundidos, mi boca asquerosa, mi cabellera despintada, mis arrugas. Eso era yo.

     En la noche que comenzaba a cercarme, reconocí el silbido de Madimón anunciando el atardecer.



LOS PERROS

 

     Una vez Cornelio lo echó en el piso. Pudo haberlo mordido, pero no lo hizo. Se quedó babeando sobre su cara hasta que el tío le pasó una piola por el cuello y a estirones lo sacó de la casa.

     Su madre solía enojarse cuando recordaba la historia. Vos tuviste la culpa, Joaquín, le decía. El perro estaba comiendo y te fuiste a molestarle. ¿Te acordás que por eso tu papá lo regaló? Lloré mucho, Joaquín, ¿te acordás? Se acordaba de lo que ella decía, no de lo que pasó realmente, pero se callaba.

     Después de todo era su madre la que reclamaba esos recuerdos. Era ella, entristecida por aquella vida donde hasta los sueños palidecían en el sopor de las interminables siestas de Santa Rosa, quien lo atormentaba con su memoria.

     Él no era malo, Joaquín. Antes, cuando vos no estabas, él era lo único que yo tenía. Fue mi regalo de bodas, Joaquín, el mejor regalo que me dieron cuando me casé con el padre de usted, insistía.

     El primer aullido lo escuchó cuando la luz comenzó a irse del cielo. Fue con el segundo que recordó a Cornelio. Tu madrina lo vio un día, Joaquín. Al perro lo mandaron a la frontera, un lugar bueno para nadie. El perro se acercó y le lamió la mano. Tu madrina dijo que le miró a los ojos, Joaquín, y desde entonces no puede dejar de soñar con él. ¿Te das cuenta? Después de tantos años todavía la reconoció.

     Nadie notó su desaparición hasta las seis de la tarde, cuando Ramón Elizalde, el encargado de la única cabina telefónica del pueblo, llegó a su casa. Acostumbrado a su desamor, no esperaba encontrar a su mujer esperándolo en la puerta, pero le extrañó que el niño no venga a alcanzarle. ¿Y Joaquín?, preguntó. El olor a cebollas de la cocina le hizo lagrimear. No sé, debe estar por allí, le respondió su mujer sin mirarlo a la cara. ¿A qué hora llegó de la escuela?, quiso saber. La mujer espantaba con una mano el humo blanco que flotaba sobre la cacerola. Frente a ella, en el hueco de la ventana, un sol ya muerto caía detrás de la calle.

     Dejame de embromar, Ramón, que estoy sacando la espuma del puchero. No sé qué te extraña si tu hijo cuando se queda jugando con sus amigos se olvida de todo. ¿Pero no averiguaste?, quiso preguntar, aunque no lo hizo. Salió a la calle todavía con la ropa del trabajo y caminó hasta la despensa.

     -Buenas tardes. ¿No vino mi hijo por aquí? -interrogó-. No. Tampoco lo vio el vecino, cuyo niño era compañero de Joaquín y estaba en la despensa cuando Ramón entró.

     Cuando tuvo edad para el primer grado y su papá hizo los papeleos para inscribirle, se lamentó de que en Santa Rosa no hubiese escuela.

     -Y qué esperabas de un lugar como éste -le dijo su mujer cuando lo escuchó quejarse.

     A veinte minutos de allí, en Santa María, estaba la escuela más próxima. Los padres pagaban un transporte escolar para que sus niños no hiciesen a pie el camino de ida y vuelta. Mediodía la salida, cinco y media de la tarde el retorno. Ésos eran los horarios que Joaquín sabía, tenía que cumplir, por eso estaba tan preocupado. Por eso y por los ladridos que parecían acercarse.

     ¿Cuánto tiempo estuvo de pie, los dedos ahogándose en los zapatos acordonados, el guardapolvos empapado en sudor, las mangas almidonadas que, sabía de sobra, no podía ensuciar sin disgustar a su madre?

     El portafolios le pesaba en la mano. Se lo pasó a la otra, aunque hizo eso varias veces y siempre terminaba doliendo, quemando, picando. Todavía no lo quiso bajar. No había dónde, tampoco. Metió una mano dentro. Sus cuadernos, colocados en hileras, le dieron esa tranquilidad de las cosas que permanecen en su sitio cuando nada más lo está.

     Podía buscar una sombra si salía del camino, cosa que descartó enseguida porque no podía arriesgarse a que su papá no le vea. Pero ahora que el sol había desaparecido ya no era el calor lo que lo atormentaba, sino el cansancio.

     Convencido de que no podría mantenerse de pie mucho tiempo más, volvió a meter la mano en el portafolios, sacó el cuaderno de doble raya y arrancó una hoja. Cerró los ojos antes de hacerlo, convencido de que estaba cometiendo un sacrilegio.

     Empujó con el mocasín una piedra, la cubrió con la hoja y puso encima el portafolios. Sus manos adormecidas se desperezaron causándole un dolor suave. Joaquín suspiró, miró el cielo. Las últimas luces de la tarde disgustaban a su madre. Me hacen doler la cabeza, le decía.

     Los sábados, cuando se quedaban juntos en la casa, le mandaba bajar la persiana de la sala para tirarse con él sobre el piso embaldosado. Ella cerraba los ojos y los dejaba así mientras hablaba de su vida en la capital, antes, cuando no estaba casada ni Ramón tenía que ver con ella.

     Nació en un barrio adornado de luces de colores cada 15 de agosto, día de Nuestra Señora de la Asunción. Las casas abrían sus puertas, le contaba, se colocaban manteles de encajes sobre una mesa donde la imagen de la santa, llevada en procesión, visitaba los hogares cristianos.

     Ella juntaba las manos en esos momentos y le enseñaba las oraciones que recordaba de aquellos tiempos. Esas escenas, tan queridas por él, terminaban cuando, antes de ordenarle que prenda las luces, la mujer le decía con voz amarga que todo acabó el día que Ramón Elizalde la arrancó de su hogar para llevarla a aquel pueblo donde ni los atardeceres tenían sentido.

     Cuando la primera estrella apareció en el fondo del camino, Joaquín bebió el último sorbo de agua que quedaba en el termo del merendero. Envuelta en una servilleta de papel, todavía le quedaba una de las dos medialunas que su papá le metía en la cajita de plástico antes de mandarlo a la escuela.

     Sus piernas desfallecían. Volvió a meter la mano en el portafolios, sacó de nuevo el cuaderno de doble raya, arrancó otra hoja, buscó otra piedra y, luego de forrarla con el papel, se sentó. Se sacó un mocasín, la media, luego el resto. ¿Dónde estaba su papá? Se le pasó por la cabeza hacer el camino de regreso a su casa de una vez, pero si él le mandó decir que lo espere allí no podía desobedecerlo.

     Ramón Elizalde pasó por la casa para sacarse la ropa del trabajo y sin dirigirle la palabra a su mujer fue a buscar al chofer del transporte escolar para preguntarle por su hijo. Lo conocía como a todos en el pueblo, pero no tenía intimidad con él.

     Se trataba de un hombre obeso, de unos 40 años, a quien encontró sentado en la mesa para la cena. Dónde está mi hijo, le preguntó. Lo dejé donde usted dijo, don Elizalde. Dónde es eso, que yo no sé nada de lo queme está hablando. En el cruce, don Elizalde, como usted dejó dicho, insistió, tratando de sacarse la responsabilidad de encima. Ramón Elizalde miró sus zapatillas, sucias de polvo, mientras sentía cómo el corazón comenzaba a temblarle en el pecho. Eran las ocho de la noche cuando él y el chofer golpearon la mano en casa del niño que recibió el supuesto recado.

     «Él me suele tentar también, señor, por eso le hice la broma, pero pensé que se iba a dar cuenta y que iba a venir caminando». El chiquillo no miraba a nadie mientras hablaba. A su lado, su padre lo tenía prendido del brazo y de tanto en tanto le recordaba que era mejor que cuente todo si no quería aumentar los latigazos que ya se ganó.

     Los perros, pensó Ramón mientras fue a su casa a buscar su rifle. El camino entre Santa María y Santa Rosa estaba atestado de ellos. La gente del pueblo arrojaba en el camino a los cachorros que sobraban en la casa, los abandonaban a su suerte, se olvidaban de ellos y cuando alguien hablaba de un ataque en el camino, nadie recordaba que algunas de esas bestias vagabundas podían ser aquellas que tiraron alguna vez.

     Cuando asaltaban las casas de los linderos del pueblo eran esparcidos a fuego de escopeta, lo que hizo que aprendieran a mantener su distancia. Cuando el hambre los atormentaba destrozaban los terrenos baldíos que servían de depósitos de basura, y cada tanto arrasaban gallineros y huertas, pero se cuidaban de estar lejos de la vista de los habitantes.

     Cuando la pequeña comitiva salía del pueblo para ir por fin a buscarlo, Joaquín, en mitad del camino, sentado sobre la hoja del cuaderno de doble raya, dejó de mordisquear su segunda medialuna. Algo se movía en torno suyo. Guardó las medias en el portafolios y se puso los mocasines. Una luna blanca iluminaba el camino. Tengo que volver a casa, dijo levantando el portafolios. Y entonces recordó, por tercera vez en aquel día, a Cornelio.

     Su madre le mintió. Si aquella tarde su tío no se lo sacaba de encima, Cornelio lo hubiese destrozado. Cornelio sólo quería a su madre, y ella sólo lo quería a él. No caminó demasiado. Los perros lo tenían cercado desde hacía rato. Sólo que ahora estaban frente a él.



EL GORDO

 

     Marie Giezmar entró a la sala en medio del vuelo acampanado de su solera de motas rojas. Era una mujer mayor, pero su piel bronceada y su pelo levemente dorado le daban ese aire de sensualidad que el Gordo le ponderaba cuando hablaba de ella.

     Fue para verla que decidieron partir a la estancia desde allí (festejaban el egreso del secundario). Querían conocer a la mujer que obligaba a su nieto a orinarle entre las piernas.

     Marie Giezmar era la abuela de Pablo Giezmar («el Gordo» para los chicos del colegio español). Vivían solos en el número 472 de una casa con fachada de madera y grandes árboles de tarumá echados sobre la entrada principal. En un garaje de dos puertas, un Mercedes antiguo y la camioneta que por seis años dejó al Gordo frente a la puerta del colegio vigilaban, inmóviles, la elegante avenida de Los Portales.

     Sebastián Barros incorporó sus 1 metro 90 (era el capitán del equipo de básquet) del sillón.

     -Un placer -dijo, conteniendo la risa.

     Cuentas de pulseras de oro y una cadena terminada en cruz completaban el vestuario de la mujer.

     Los demás chicos corearon un «buen día» forzado.

     -Les mandé preparar bocadillos. No olviden el botiquín y cuídenme a este hombrecito -dijo y desapareció con paso sinuoso, no sin antes achatar las mejillas regordetas de su nieto con un beso.

     Tenían 14 años cuando el Gordo les hizo la confesión. Era noche de San Juan y por tradición, frente a una fogata que desafiaba la noche helada, los chicos acampaban en el patio del colegio.

     Cuando le tocó el turno al Gordo (hacían una confesión por año) sus enormes mejillas quemadas por el resuello de las llamas adquirieron una severidad extraña. «No sé si debo hablar de eso», dijo. El juramento de fidelidad de la concurrencia lo alentó. Y entonces contó que Marie Giezmar, su abuela, lo despertaba a las cinco de la mañana desde que tenía cuatro años, lo llevaba casi dormido al cuarto de baño, lo subía sobre un taburete, le bajaba el pijama y, después de ubicar sus blancuzcas sentaderas sobre el water, le pedía que la rocíe con su orín.

     La primera vez el Gordo se asustó y comenzó a lloriquear, no tanto por lo que se veía en la obligación de hacer sino por la impresión de estar frente a los genitales de su abuela.

     -No me salió ni una gota, pero al día siguiente le di el gusto -confesó.

     Dejó de hacerlo cuando entró en la pubertad. Ya no sos mi nene, le reprochó entonces Marie Giezmar, y lo dejó dormir en paz.

     Si esperaron hasta este momento para conocerla no fue por falta de interés, sino por culpa de ella. Cuando no estaba de viaje repartía sus horas de tal manera que jamás la encontraban en casa. En seis años de secundario no asistió a reuniones de padres, actos conmemorativos o entrega de calificaciones, y si los chicos no forzaban las cosas posiblemente hubiesen terminado el colegio sin conocerla, lo que, teniendo en cuenta la impresión que el relato les causó, no podían permitir.

     Cuando el ruido del auto de Marie Giezmar se diluyó en el aire, el jolgorio fue total. «Todavía tiene las nalgas duras», dijo el Gordo disfrutando del mal gusto de la frase.

     El Gordo llegó recién en la secundaria, pero los demás se conocían desde el kinder.

     Sebastián Barros comandaba el grupo. (Las chicas decían que tenía ojos angelicales.) Desde sus años de escuela se distinguió por sus centímetros exagerados y aquel tonito afónico que se le pegó mucho antes que a cualquiera. Quería estudiar ingeniería civil y desde que preparó un ensayo sobre los años 60 y los hippies, cambió sus zapatos deportivos por unas sandalias de cuero y su portafolios sansonite por una mochila de lona.

     Él fue quien adoptó al Gordo.

     José Valderrama era diferente. A los nueve años ganó fama al llegar a una especie de coma alcohólico sin que nadie se explique cómo (los chicos se encargaron de esconder las evidencias). Le gustaban las fiestas, las chicas y coleccionar revistas sucias. Tenía una cicatriz que le cruzaba la palma de la mano, consecuencia de una cortadura de navaja:

     -Nadie es hombre antes de ver su propia sangre -declaraba con orgullo cuando le preguntaban por qué se hizo la herida.

     Más pegado a los libros y menos a las juergas, Germán Varela ocultaba sus lecturas de biografías (le interesaban sobre todo las(4)de los presidentes norteamericanos) desde que aprendió que aquellas actitudes no eran propias de su generación. Quería ser veterinario porque amaba a los perros, y soñaba con un postgrado en el extranjero.

     Después estaba el Gordo.

     Una melena enrulada (de color castaño) le cubría la nuca. A sus 17 años pasó la barrera de los 115 kilos, los que se le notaban sobre todo en su vientre fofo y en los pómulos redondeados. Eternamente vestido con jeans, remera y calzados deportivos, se ganó el aprecio de los muchachos cuando los salvó de un aplazo seguro.

     Llegó en abril. Se mudó con su abuela después del período de inscripción, lo que hizo suponer alguna recomendación de peso detrás de su cara de recién llegado.

     Hubo prueba sorpresa de Estudios Sociales aquel día. «Vamos a leer vuestras genialidades en voz alta», amenazó la bigotuda de turno (cada año había una). Veinte minutos antes del tope de entrega, Sebastián recibió, pulcramente copiadas en un papel minúsculo, las respuestas de manos del desconocido.

     A la salida se hicieron las presentaciones y a partir de ese momento nadie se burló del Gordo sin recibir una golpiza a cambio. «Es nuestro amigo», decía Sebastián para poner en aviso a los osados.

     Fue él quien sacó el tema después que se fue la abuela. (Nadie dudó que lo haría, pero hubiesen deseado que esperase más):

     -Nosotros, Gordo, tenemos una deuda contigo. ¿Te acordás...?

     ¿Cómo podía olvidarlo? Fue la noche que Sebastián Barros propuso aprovechar la ausencia de la abuela del Gordo, para beber las últimas cervezas de la fiesta de primavera en la casa Giezmar.

     José Valderrama dio la idea. «Quitate los pantalones», le dijo. Los demás festejaron la ocurrencia con una risotada. «Vos nunca te bañás con nosotros, Gordo. Nunca te vestís ni desvestís. Es hora de que te la veamos. O qué, ¿acaso tenés algo que esconder?»

     El silencio del Gordo encendió el entusiasmo. Cuando hizo el gesto de huir (estaban tendidos sobre la alfombra) las manos huesudas de José trabaron sus tobillos.

     -Hicimos mal, Gordo. Vos nos perdonaste porque sos bueno, pero no queremos terminar el cole sin pedirte disculpas.

     -No, los perros, ya ni me acuerdo. Además, estábamos en pedo.

     -Vos sos bueno, Gordo. A vos no te importa lo que pasó. Pero la pasaste mal por culpa nuestra. ¿Te acordás, Gordo? Es nuestra responsabilidad, boludo.

     Cayó de espaldas. Alguien le atajó las manos. Alguien más se encargó de los pies. Y después aquello. El cinto destrabado con violencia. El cierre corrido. La vergüenza.

     -Perdonanos, Gordo. Vos sos un tipo formidable. Mirá que no decir nada después de lo que te hicimos...

     No se quedaron para ver sus lágrimas. Sorprendidos de su propia violencia, huyeron en la camioneta de Sebastián. Cuando amaneció buscaron al Gordo en la fila del colegio. No estaba. No apareció ni siquiera para la partida de ajedrez en casa de Germán, después de clases.

     -Si pudiésemos borrar lo que hicimos, Gordo.

     -Déjense de boludeces y ayúdenme de una vez a sacar del garaje las lámparas, que adonde vamos nada se enciende sin ayuda -dijo dando por terminada la conversación.

     Partieron al mediodía.

     Llevaron la doble cabina de Sebastián además de un carrito donde amarraron provisiones y mochilas.

     El Gordo dejó en claro desde que decidieron pasar unos días (antes de la ceremonia de graduación) en la estancia que pertenecía a su abuela, que él se encargaría de las bebidas. Los demás pusieron lo que faltaba.

     Tenían seis horas de viaje hasta el desvío Zanjita, lugar desde donde todavía quedaban dos horas hasta la estancia. El Gordo contó que «Los Naranjos» (así se llamaba la propiedad) fue abandonada por la peonada después de la última inundación (los terrenos tocaban el río), así que no serían más que ellos, el bosque y lo que pudiesen encontrar allí.

     Hubo turnos de una hora y media en el volante, paradas improvisadas (los líquidos llevados al cuerpo lo exigían) y enormes horizontes tendidos por donde la vista se asomaba.

     Aquella madrugada, hacía dos años, Sebastián vomitó. ¿Cómo fueron capaces de atacar al Gordo? José le sostuvo la cabeza como sólo un amigo sería capaz de hacer.

     Descubrieron el secreto de Pablo Giezmar. (Jamás supieron que tuviese uno.) Si él les hubiese dicho todo sería distinto. Germán seguramente ofrecería a su padre, el doctor Varela, para que lo viese. «Muchos adolescentes tardan en desarrollar sus órganos sexuales, Gordo, y nadie muere por eso», lo hubiese consolado.

     Pero él no les dijo nada. Lo ocultó y seguramente contuvo a solas su angustia, mirándose en el espejo del baño sin entender por qué aquella carnecita rosada seguía siendo la que tuvo de niño, mientras el resto de su cuerpo lo iba convirtiendo en un hombre.

     -No teníamos derecho, hermano. Siento casi como...

     -No exageres, Seba. ¿Cómo podíamos saber que él la tenía así? Me dio asco verle el gusanito, como si tuviese siete años. Está enfermo, Seba y nosotros no tenemos la culpa de eso -dijo aquella madrugada José Valderrama para consolar a su amigo, después de limpiarle el vómito de las ropas. Lo recostó en el asiento trasero de su camioneta y lo llevó a su casa.

     Al día siguiente un velo de silencio alivió la culpa. Y cuando el Gordo finalmente apareció, asumió la actitud que a todos conformó: Hizo de cuenta que nada pasó.

     Sebastián miró su reloj. Eran las seis de la tarde. El cielo estaba en carne viva y, además de los bichos aplastados contra el parabrisas, no hubo más novedad que el relevo de luces del atardecer y la resolana picando en los brazos.

     El Gordo dormía y los muchachos canturreaban un tema de Freddy Mercury.

     -Gordo, despertate que ya te toca -dijo Sebastián en el momento en que estacionaba la camioneta en el desvío. A partir de allí el camino de tierra obligó a levantar ventanillas y encender el aire acondicionado.

     «Amigos son los amigos». Así se llamaba el tema. Sebastián entrecerró los ojos. La pantalla colada de luces de sus hermosos párpados de adolescente le dieron una sensación de reposo.

     -Estamos llegando -anunció el Gordo.

     Un enorme portón de madera cortaba el paso. Sostenido por argollas oxidadas, el cartel «Los Naranjos» crujía con los arrebatos de la brisa. Pasaban de las ocho.

     Siguieron una senda mal iluminada por las luces de la camioneta. El Gordo apagó la radio. Sonidos secretos llenaron el aire.

     -No se asusten, señoritas. Son sólo ranas -se burló.

     Detrás de las ventanillas del vehículo, la oscuridad se espesaba. Cruzaron un puentecito de madera que servía de acceso a un descampado. Allí, recortada bajo la luz de la luna, la mole indeterminada de un caserón anunció el fin del viaje.

     El Gordo buscó las lámparas cargadas al tope con kerosene y a medida que las fue prendiendo se despegaron de las sombras el galpón protegido por barandales de madera, las planchas de tela metálica que cubrían las ventanas delanteras, el piso de ladrillo, los sillones abandonados, la enorme puerta asegurada con doble candado.

     -Hace frío -observó Sebastián mientras prestaba oídos a lo que, terminó concluyendo, no era sino el silencio en una intensidad que desconocía.

     Decidieron instalarse en la sala principal (ahora un recinto desamoblado) cubierta de polvo y olores antiguos. Bajaron las bolsas de dormir, los víveres y las bebidas y se ubicaron alrededor de una de las lámparas. Las otras dos se reservaron, por indicación del Gordo, para la madrugada y la noche siguiente.

     En medio de aquellos pisos que chasqueaban bajo la mínima presión, no se animaron a buscar el baño. Para salir del apuro decidieron usar el galpón (dejaron caer los chorros de orín sobre una plancha de zinc), parados en un último escalón tragado por la oscuridad).

     -Esto es vida, carajo -dijo José al tiempo que lanzaba un eructo.

     -Y eso que todavía ni comenzamos la fiesta -dijo el Gordo chocando la mano con su amigo que no terminaba de levantarse el cierre.

     Después que acabaron sus raciones de atún y arvejas, el Gordo abrió las conservadoras. Eran dos, herméticamente cerradas, y una tercera que les proveyó de cerveza durante el viaje.

     -¿Qué es? -preguntó Germán.

     -Una combinación del diablo. Si no tenés estómago, amigo, es mejor que te retires ahora -advirtió el Gordo mientras volcaba el líquido dorado en vasitos de plástico.

     -Venga, boludo, que la noche se presta -se apuró José.

     Sebastián esperó un poco, pero el entusiasmo de los muchachos terminó por animarlo.

     El Gordo se esmeró tanto en llenar los vasos una y otra vez que cualquiera diría que no tuvo tiempo de llevarse el líquido dulzón a la boca. En la radiograbadora portátil sonaba un tema de Rod Stewart.

     -Che, no seas cerdo, Gordo. Dejá las arvejas que mañana nos vamos a morir de hambre -bromeó Sebastián mientras se servía del termo que, con cada chorro, levantaba un vaporcillo congelado.

     -A ver, muchachos, ¿qué es lo que vamos a extrañar más del colegio? -interrogó Germán. La llama de la lámpara copiaba sus formas anaranjadas en los ojos de los jóvenes.

     -Los pechos de la cincuentona de inglés -dijo José haciendo el gesto de lamerse los labios.

     -Contigo no hay caso, Valderrama. Siempre con las narices húmedas -le reprochó Sebastián-. Yo los voy a extrañar a ustedes, mis amigos, mis hermanos... Ay, ay...

     -¿Qué te pasa, Seba? ¿Te sentís mal?

     José quiso correr al auxilio de su amigo. Empujó con la mano el cobertor acolchado que lo envolvía, pero un dolor en las piernas lo tumbó boca abajo. «Gordo, vení Gordo», dijo. La cabeza le daba vueltas. Un zumbido dentro suyo lo hundió en una ceguera pegajosa. Todo parecía flotar en un caldo confuso donde había ganas de vomitar, ganas de sacarse del cuerpo ese dolor extraño, esa punzada lastimando sus entrañas. Quiso gritar, pero un gemido mudo se le atoró en la garganta. Entonces se desmayó.

     Cuando recobró la conciencia (no supo cuánto tiempo después) el dolor no se había ido. Tenía la frente caliente y un sudor enfermo humedecía su cuerpo. Tumbado sobre su bolsa de dormir, pudo sin embargo mover los párpados. Imágenes desatinadas le detonaron en las pupilas. Bultos sin forma, salpicados de colores intensos. Había sonidos que en vano quiso reconocer. Murmullos que no se parecían a nada que hubiese escuchado en la vida. Algo que se le antojó podía ser el soplido de un animal.

     Cerró varias veces los ojos hasta que, con pesadez, la visión se le fue ajustando. Vio a Germán tendido cerca suyo. Estaba revuelto en su bolsa de dormir, con la cara echada sobre el piso. Como el dolor le impidió mover la cabeza, tuvo que hacer un último esfuerzo para distinguir detrás de la lámpara. De allí venía el quejido que ahora parecía más firme. Más intenso.

     La cara desfallecida de Sebastián fue lo primero que reconoció. Con los ojos cerrados y la boca abierta, temblaba sobre un líquido que, aún en medio de su mareo, José(5) reconoció. Era vómito. Tenía el brazo derecho (el único que podía ver) extendido a un lado y los dedos amoratados.

     José bajó la vista con cuidado (temía perderse de nuevo en su inconsciencia).

     Entonces lo vio.

     Mientras extendía con una mano el líquido que brotaba de las nalgas de Sebastián Barrios, el Gordo empujaba. Una y otra vez. Montado sobre su amigo como un animal, con el pantalón por debajo de las rodillas, murmuraba entre sollozos: «Perdoname Seba. Ay Seba, perdoname».

     Antes de rendirse a la intoxicación, José todavía creyó ver el sexo hinchado del Gordo hundiéndose entre las piernas de su amigo.



CASA MATERNA

 

     Con su inapelable inclinación a la tristeza, la sombra corva de sus pájaros, la humedad de plástico de sus jardines. Con la marea perpetua de los gatos sobre sus murallas, el gancho aterciopelado de sus lunas menguantes, su ruido de sapos, sus madrugadas blancas. Ella, la casa de la infancia, desdobla sus esquinas y termina ocupando a quienes la habitaron, enteramente, invirtiendo los sitios.



TOBOGÁN

 

     Puede quedarse la tarde entera siguiendo los círculos que la brasa, ya apagada, dibuja en el recipiente de acero inoxidable. Se llama Paola Urzúa y en aquel momento termina de preparar el cocido quemado para la merienda del abuelo.

     Una sombra cruza el corredor.

     Paola descubre el movimiento detrás de la ventana. Se saca las zapatillas, da unos pasos, se acerca a la puerta y corre la tranquilla de metal. Un sonido seco tiembla en el aire.

     -Paola, abrime -le suplica Rafa desde el otro lado.

     Es lo que más le gusta. Atrapar con la espumadera el bulto deforme del carbón. Acercarse a la jarra con los ojos cerrados y aspirar ese aroma verde mate que le recuerda cosas sobre las que no tiene memoria. Cosas que son ella, en algún lugar de su ser. Busca la taza de porcelana blanca en la gaveta adornada con rosetas de madera y se siente feliz de que por fin la llovizna caiga.

     Desde la mañana (es su cumpleaños) estuvo pendiente de las hojas de mamón, de ese colorcito oscuro que toman cuando los aires son del sur. Las nervaduras hinchadas, vigilantes, cada poro abierto al cielo como quien espera el cumplimiento de una promesa. Después vino el choque de las persianas sobre los vidrios, pero es recién ahora, a la hora en que el abuelo ocupa su lugar en el comedor, que comienza a llover.

     El olor a tierra mojada no tardaría en levantarse. El cabeceo del jardín bajo el peso de una oscuridad sobredimensionada por la vastedad de la lluvia. Por segunda vez aquella tarde, la muchacha suspira. Cumple diecisiete y, de no ser por el sonido de la llovizna rozándola con su pulso antiguo, casi diría que está triste. Coloca la vajilla en una bandeja donde su pelo ondulante encuentra refugio, ubica el pan y camina, suavemente, hacia la puerta.

     Recuerda la luz de los autos cruzando la avenida. La calle empedrada y el atardecer, pero el rostro de su madre se le escapa dejándole sólo el trazo, la línea de unos pómulos parecidos a los suyos. Tenía seis años. Antes de soltar su mano la mujer le dijo que empuje el timbre y se quede esperando. Después, corrió. Su sobretodo oscuro dobló la esquina. Recordaba la sensación de abandono agigantando las sombras que comenzaban a encerrarla.

     Si el abuelo no hubiese salido a ver los crotos aquella tarde, nadie sabría que estaba allí. Agachada detrás del portón de hierro. La cabeza metida en el vestidito a cuadros. La certeza de que quien la había dejado jamás volvería por ella.

     Rafa es el nieto del abuelo. Tiene dieciocho años y un retardo mental del que nadie en aquella casa, excepto ella, parece darse cuenta.

     Alguna vez le tuvo miedo. A él y a Nenucha, su madre. Cosa extraña que se lo haya perdido la noche que despertó y lo encontró a la orilla de su cama, con el pantalón a la altura de las rodillas y su cara de enfermo. No gritó por miedo aquella vez, sino para que el abuelo lo viese.

     -También llovía, entonces.

     Para evitar desgracias el abuelo mudó a Paola en el dormitorio contiguo al suyo. Rafa protestó. Juró que no lo volvería a hacer (quería conservar a la criada cerca suyo) y hasta recurrió a su madre, pero el viejo dueño de casa ya lo decidió. Para reforzar su determinación, colocó soportes de hierro a media altura de la puerta y enseñó a Paola a pasar los travesaños por él. Entonces dio por terminado el asunto.

     Fue por esa época que el muchacho tomó la costumbre de vagar en la oscuridad. A veces arrastrando los pies como el abuelo contaba que hacían las ánimas. O rasgando con sus uñas de nene consentido la ventanita de vidrio del cuarto de Paola. Cuando se cansaba, cuando sabía que hiciese lo que hiciese ella no le abriría porque no le tenía confianza, se dejaba caer detrás de la puerta y gemía, como un crío.

     -Te voy a cortar. Vos sabés que te voy a cortar -amenazaba. Muchas veces lo hizo. Tenía fijación con los extremos filosos, con las tijeras, con los cuchillos pequeños, con los bordes de los vidrios. Siempre dejaba en punta lo que tocaba y hasta el abuelo alguna vez fue víctima de su anormalidad.

     -Andate de acá, pendejo de porquería -le retaba Paola. Luego buscaba en el aire el soplo acatarrado del abuelo y recién cuando lo encontraba, con una irreal sensación de seguridad, se acurrucaba en la cama.

     Nenucha no necesitó apartar la vista del ruedo del mantel que reforzaba con punto de cadeneta, para adivinar a la criada. Su paso regular llevando la merienda hasta el comedor.

     Nunca entendió el apego de su padre a esa muchacha. Ni siquiera con Rafa, su único nieto, tuvo la mitad de atención que la(6) que le daba a ella. Y ahora cumplía diecisiete y andaba por la casa con aquel pelo castaño, aquellos hombros puntiagudos, aquella cintura que para nada bueno se había arqueado.

     Su altivez, por encima de todo, era lo que le molestaba. ¿Altiva por qué? Si por lo menos hubiese querido a su Rafa, aunque no hubiese sido de verdad. ¿Acaso le pedía que fuese de verdad? Pero ella no. Y aquella figura espigada. Aquella cadera redonda desapareciendo detrás del ruido de la lluvia. Aquellas piernas acariciadas por el vuelo de la faldita almidonada.

     Sentado en la punta de la mesa, el abuelo se dejó servir. Tenía la vista perdida en algún punto cuyo acceso era sólo conocido por él. (Los años inventan esos espacios excluyentes.) Paola cortó en pedazos el primer bollo de pan y se los fue echando en la taza. Había un silencio blando. Un silencio apenas tocado por el chapuceo del anciano en la taza de loza.

     Paola levantó el rostro; su gesto era de hastío. Detrás de los ventanales enrejados que daban al jardín, la sombra de Rafael tiritó. Se estaría mojando con las ráfagas de agua que, esparcidas por el viento, rompían sus puntas en el corredor. Pero seguía allí, vigilándola.

     Todavía tenía seis años. El abuelo la tomó de la mano, le limpió las hojas pegadas a su vestido y la metió en la casa. Había una lámpara de flecos en un estarcito tibio. La fotografía de una mujer -la abuela, supo después- adornada con flores de tul. Hubo preguntas. Un llamado telefónico. «La dejaron en mi portón. No sé qué hacer», dijo el abuelo.

     -Nenucha, traeme el catre -gritó después.

     Hubo una discusión. Un «¿estás loco, papá? Llevala a la comisaría y listo». El abuelo extendiendo el catre. Envolviéndola con sus enormes manos de hombre bueno. El fomento de mentol en su frente, antes de que el sueño la ponga a salvo.

     Al día siguiente conoció a Rafa. Después del desayuno, se dejó llevar por él hasta el gallinero.

     -Hacé lo que te digo -le ordenó.

     Aquel niño, que todavía era un extraño en su vida, le pidió que meta el dedo índice en el recto de la gallina que tenía en los brazos. Ella no quiso. Él tenía un cortaplumas en la mano.

     -Si no le metés el dedo, yo le meto el puñal -amenazó.

     Paola se quedó frente a él sin saber qué hacer.

     Sosteniéndole la mirada, Rafael se arrodilló, apretó a la gallina contra el suelo y le hundió la hoja de metal en el trasero.

     -Vos tenés la culpa. Te dije que me hagas caso -acusó mientras abandonaba a su víctima en el lodo.

     -Ahora vení -insistió-. Tenemos que saber si van a poner huevos. Vení y hacé lo que te digo.

     Paola desmenuzó el último bollo de pan.

     -Con su permiso, abuelo -dijo y se fue a encender las luces del pasillo.

     El barrio creció alrededor de la casa sin tocar su enrejado de jazmines, su paseo de crotos, sus ventanales de estilo colonial (largos y con paneles de vidrio), su puerta de quebracho por donde se accedía al corredor que separaba en dos la construcción. En el ala derecha, los dormitorios del abuelo y de Paola. En el izquierdo, la salita de costura de la tía Nenucha y los cuartos de dormir y de aseo.

     Había un patio interior cubierto de verde pelusa donde crecían mamones y rosas. Allí, una vez instaladas las sombras, se daban cita las estrellas y el aire se llenaba de fragancias inocentes. Enfrentados, los corredores por los que se accedía a la cocina por un lado y al comedor por el otro, cerraban en U achatada la antigua edificación.

     Paola jamás dijo que aquellas ventanas cubiertas con cortinas de encaje antiguo y dobladillos bordados en hilo blanco, el cielorraso altísimo, las persianas que cubrían los espacios entre pilares del corredor, la eterna penumbra de las habitaciones, el encendido silencio de la siesta, todo allí, hasta el abuelo, le daban una tristeza tan grande que cuando nadie la veía se ponía a llorar. Una vez Rafa la vio.

     -Sos una lela -le dijo.

     Cuando volvió de prender los focos, el abuelo todavía estaba en la mesa.

     -¿Qué pasa, abuelo? ¿No va a leer sus diarios?

     -Tengo un regalo para vos, muchacha.

     -Abuelo, no tenía por qué...

     -Anda, abrí la puerta que están llamando.

     El tobogán se quedó en el pasillo central de la casa esperando que la lluvia ceda.

     Era una única pieza caída en declive y adornada a los costados con barandillas. La rampa estaba construida con dos pedazos de madera unidos entre sí por una especie de cemento que el lustre disimulaba. Por detrás, una serie de gradas finamente pulidas, a los lados, soportes de 5 centímetros para sostenerse.

     -Es mejor que no lo saque, señorita. El lustre se hincha con la humedad -le dijo el hijo del carpintero que fue quien lo llevó a la casa. Se llamaba Ricardo.

     Paola lo recordaba de haberlo visto en sus caminatas con el abuelo, los sábados a la tarde, a la vuelta de misa. Muchas veces sintió cómo el taladro enmudecía mientras cruzaban frente al tallercito. En medio de una nube de aserrín, Paola descubrió alguna vez los ojos del joven. Los mismos que en aquel momento se fijaban a los suyos.

     -Cumple diecisiete, ¿verdad, señorita?

     Le dijo que sí adivinando alguna conversación entre aquel joven y el abuelo, pero se negó a probar el tobogán porque le daba vergüenza arrojarse frente a un extraño.

     -Se acuerda de mí, ¿verdad? Yo siempre le quise hablar, pero usted es tan seriecita que no me animé. En el barrio le respetan mucho, señorita, y eso está muy bien.

     Se fue, pero prometió volver para colocar el tobogán en el jardín. Cuando cerró la puerta, Paola tocó sus mejillas. ¿Y ese calorcito suave?

     No escampó, pero Ricardo volvió para dejar un tarrito de lustre que, dijo, podía ayudar contra la humedad. Era sábado y pasado el mediodía, así que Paola preguntó al abuelo si podía recibirlo.

     -Vaya, mi hija, pero despida pronto al mozo que Nenucha se va a enojar -advirtió.

     Cuando el hijo del carpintero se fue, la llovizna se espesó y los focos tuvieron que encenderse antes de tiempo. Faltaba poco para la cena. El abuelo arrastró su sillón hasta la ventana del dormitorio, se cubrió las piernas con un chal de franela y se abandonó al espectáculo de la intemperie. Paola apareció de la nada. Sostenía en una mano el agua de limón que le daba antes de la cena.

     -¿Qué piensa, abuelo?

     -Nada, mi hija.

     -Eso no es verdad. ¿Por qué no me quiere contar?

     -Las palabras ya no le sirven de nada a un viejo como yo, Paola.

     La chica se acercó a la ventana, bajó sus labios hasta una mejilla del anciano y le rozó con un beso.

     -Tengo que preparar la mesa -le dijo. Por la puerta entreabierta el abuelo vio cómo la luz del pasillo caía encima de la muchacha. Algo dolió en su interior. Años atrás, ese mismo ritual cuya importancia notaba ahora fue cumplido incansablemente por la mujer que amó.

     Fue bien entrada la tarde (era domingo) que la lluvia dejó de caer. En su lugar, un cielo todavía cargado de nubes dejaba ver (de tanto en tanto) el hueco sin fondo del universo. Paola dejó la ventana, volvió a enchufar la plancha y se sentó en medio de las ropas que amontonó sobre la cama. Estaba sola y agradecida de que el abuelo no la obligue a ir a esas visitas de parientes que Rafa odiaba tanto.

     -Si usted no quiere, no tiene por qué acompañarnos -le dijo el abuelo la primera vez. Y ella nunca fue. Y se quedaba con toda aquella casa para ella sola, en ese silencio del que se sentía parte, pieza, partícula. Diecisiete años. Y nunca tuvo en la boca el milagro de un beso, o sometió su alma al movimiento circular de unos ojos cerrados sobre los suyos. Sí, los imaginaba así. Dando vueltas como un girasol en trompo hacia la luz encendida de sus pupilas, hacia ella, que seguramente tendría miedo y que otra vez vería el sobretodo oscuro de su madre doblando la esquina, como le pasaba siempre que se emocionaba.

     Pero nunca hubo nadie. Sólo aquel muchacho. El de la carpintería. El recuerdo de sus manos en la última despedida.

     Aprovechó las compras de la mañana para cruzar enfrente. Él la vio. Se limpió las manos con algo que arrojó a un lado y la vino a saludar.

     -Ya podemos sacar el tobogán -le dijo. Tenía que pedirle permiso al abuelo.

     -Si quiere, vamos juntos -se precipitó el joven. Pero ella no sabía, aunque él ya estaba caminando a su lado con esa sonrisa, esos labios que la miraban desde algún lugar apartado, desde una tibieza a la que Paola, sin dejar de desear, le tenía miedo.

     Lo dejó en el recibidor y cuando volvió, el abuelo la acompañaba.

     -Gracias por su gentileza, muchacho. Dígale a su padre que no esperaba menos de un hijo suyo.

     Lo llevaron a empujones hasta el patio. Señalado por el abuelo, el tobogán ocupó la esquina norte del jardín. «Ahí no va a molestar a las rosas», explicó. Haciendo de cuenta que no lo veía, Paola encontró la mirada de Rafa espiando detrás de una ventana.

     Por supuesto, se negó a probar el tobogán. El abuelo insistió tanto que para librarla del compromiso Ricardo se ofreció. Era perfecto. Ni una astilla. La caída tan suave. Ricardo avergonzado pero feliz, demorando el resbalón para enseñar cómo se hacía.

     -Acompañe al joven hasta la puerta -ordenó el abuelo que también vio a su nieto escondido detrás de la ventana.

     -Paola -llamó el muchacho.

     Eran las ocho de la noche de ese mismo día. La voz se escurrió desde el jardín de la entrada, traspasó el corredor principal y llegó hasta ella, que en aquel momento se disponía a hundir las trancas de la puerta en la abertura del piso.

     Hubo un momento de vacilación, un segundo de duda, pero la voz volvió a sonar y entonces la muchacha se asomó a la oscuridad.

     -Soy yo, Ricardo. Vení que quiero hablarte -dijo sin dejarse distinguir.

     Paola miró hacia el interior del caserón. No había nadie. Cruzó el pasillo clareado por la luz escasa de una luna cuya posición no tuvo tiempo de fijar, sintió la frescura del aire y oyó crepitar a los crotos, las rosas, las madreselvas, mientras se arrimaba al cercado.

     -¿Qué hacés acá? Si el abuelo te ve...

     Primero sintió la boca de Ricardo como un peso tibio sobre los suyos. Después el líquido pegajoso en sus dientes, en su lengua.

     -Te quiero -le dijo Ricardo detrás del tejido de alambre. Ella no respondió. En ese momento escuchó que la llamaban. Era Rafa. ¿Acaso la vio? Paola cruzó a su lado tratando de disimular su arrebato. Algo siniestro llenaba al aire.

     El accidente se produjo a primeras horas de la mañana. El abuelo encontró a Paola al pie del tobogán, casi muerta. Estaba cubierta de heridas sangrantes cuya ubicación o naturaleza no se pudieron precisar hasta que los médicos le abrieron las ropas con una tijera.

     Tenía un corte profundo a lo largo de la espalda, incluyendo cuello, parte de la cabeza y las nalgas. La incisión abrió tejidos, dejó al descubierto una parte del omóplato izquierdo y cortó en tiras los músculos que fue tocando. Cuando una enfermera cortó la goma de la ropa interior, el recto apareció destrozado, con un tajo que se hundía entre las piernas.

     El abuelo pasó la mañana en el hospital, hasta que el médico le recomendó que fuese a su casa a descansar. El anciano le hizo caso. Ricardo, que apareció en el sanatorio apenas corrió la noticia en el barrio, se ofreció a acompañarlo.

     -Le voy a calentar un poco de leche -le dijo cuando llegaron.

     El abuelo no lo escuchó. Movido por pensamientos largamente repasados caminó hasta el lugar donde aquella mañana encontró a Paola. Alguien había limpiado la sangre. Todo estaba mojado, incluso las rosas, pero el chorro de la manguera no pudo diluir los coágulos que se formaron incluso antes de que la ambulancia llegue.

     -Mire, don Urzúa -dijo Ricardo que siguió al anciano sin hacerse notar.

     Al principio el abuelo sólo vio el dedo del muchacho palpando algo que sobresalía en el lugar en que las dos planchas del tobogán se unían. Se acercó. Puso el dedo y algo filoso le abrió la piel.

     -Cuidado. Son hojas de afeitar -notó Ricardo.

     Tenía razón. Encontraron dos más antes de que entendiesen lo que pasó.

     Esa noche, cuando Paola recibía su primer beso de amor entre las matas de jazmines, Rafa la vio.

     Esperó la madrugada, cuando las luces del cielo comenzaron a languidecer. Entonces dejó la cama, buscó las alpargatas, se agachó y cuando se incorporó caminó por el cuarto apretando una caja de cartón sobre su pecho. La caja donde guardaba los tesoros de su infancia.

     Pensó que no daría con el lugar indicado para colocar las hojas de afeitar que sacó en un puño. Probó la hendidura que unía las dos láminas del tobogán y el cemento fijó la filosa placa que, puesta en serie, una seguida de la otra, se convirtió en una sola cuchilla extendida de extremo a extremo y que Paola no pudo notar aquella mañana, cuando decidió inaugurar su regalo.

     El primer corte vino como un relámpago. La muchacha quiso esquivarse, volverse atrás, arrojarse a un costado, pero el declive resbaloso la fue trayendo por encima de su dolor, de su desesperación. La caída duró para ella una eternidad donde las cosas se le iban escurriendo en el lodo de sangre que le brotaba de entre las piernas. Cuando llegó al suelo, hacía mucho había dejado de sentir. De tratar de saber qué pasaba. De mover los labios para llamar al abuelo. De pedir la ayuda que le llegó después del desmayo.

     Cuando el cuerpo inconsciente quedó al lado del tobogán, Rafa(7) volvió a la cama. Le pareció que su madre estaba despierta, pero no le importó. Sólo quería volver a dormirse, y lo hizo cuando la ambulancia dejó de zumbar y la casa recobró su mudez acostumbrada.

 

EL CAFÉ DE LAS SEIS

 

     Se quitó la gabardina dejando que sus hombros desnudos tomen el color acaramelado de la lámpara. Llevaba puesto un vestido entubado de color negro, las botas que a él le gustaban.

     -Mi mujer siempre tenía un par -le dijo Mauricio Dego la tarde que se las vio puestas.

     Su mujer. La(8) nombraba a veces, pero se quedaba en los bordes. Como si algo que, quizás era él mismo, no lo dejase sacársela de adentro.

     -Alguien que se te muere es un poco de polvo en tu mesa. Si soplás fuerte el polvo se esparce en el aire y te lastima. Si alguien limpia tu mesa dejás de verlo hasta que un día abrís una ventana y miles de pequeñas partículas aparecen volando en la claridad. ¿Entendés que desde ese instante ya no tenés nada que hacer?

     Y no, no le entendía, pero aplastaba su rubia cabellera contra el empapelado carmín del Plaza Café y se dejaba envolver en su voz, en su tono encerrado. (Como si le estuviese hablando detrás de una puerta.) ¿Estaba enamorada? Le divertía pensar que sí, que tal vez, que por qué no. ¿Le tenía miedo a los más de sesenta años de él y a los veintinueve de ella? Si pudiese decirle que se animaba. Que ella le haría el amor, o le lamería las piernas, o sólo le besaría la boca hasta que él la apartase con sus manos huesudas. Sus manos corridas por piolas azuladas que, avergonzado, él metía dentro de los bolsillos del saco.

     -Hola. ¿No tenés frío?

     Mauricio Dego se agachó hasta sus mejillas. Tenía los labios húmedos.

     -Ya comenzó a garuar -advirtió.

     Traía puesto un traje azul noche de lanilla, una bufanda gris, su cabello entrecano peinado al costado, la corbata. Detrás suyo, la tarde se hundía en un todo de ceniza y sombras.

     Sí, ahora podía decirlo. Le atraía. Y era por algo que le endurecía los senos debajo del vestido (no llevaba corpiño) mientras él, que por supuesto se daba cuenta, disimulaba su arrebato con una pregunta que venía al caso.

     -¿Vino o cerveza?

     Se conocieron hacía tres meses. Allí mismo, en el cafecito de ventanales anchos de la avenida República. Llegó dispuesta -¿eran las seis de la tarde?- a terminar con Alejandro (su amante desde hacía años) pero no así, no sintiendo que él la dejaba porque se había convertido en una pieza que no se dejaba sujetar como a él le convenía. «Si me das un tiempo», rogó Alicia. «Si me dejás acostumbrarme a la idea».

     El amante no quiso. Y entonces vinieron las lágrimas. Él, queriendo irse de una vez. Buscando la billetera para pagar la cuenta. Pidiendo que no le haga ese papelón cuando podían resolver las cosas como personas adultas. Su «por favor, esperá» tan inútil. Y lo último, esa persecución indigna hasta la calle.

     -¿Podés entender que se acabó? Yo no te llamo, vos no me llamás. Es sólo esto. Además, vos debés estar acostumbrada a estas cosas -dijo él antes de tirarla a la acera. Es verdad. Fue ella quien tomó el picaporte del auto, pero era para forzar un último abrazo. Un gesto amable antes del fin.

     -¿Por qué le importa lo que le pasa a una desconocida? -le preguntó a Mauricio minutos más tarde, con la cara ya lavada, los labios remarcados con rouge y ese vaso de whisky que le aceptó no sabía por qué. O sí. Fue por no llegar a casa y quedarse sola consigo misma. No todavía. Pero un desconocido, Alicia. ¿Acaso tenía sentido?

     -Yo preguntaría para qué. ¿Sabés que a la hora de encontrar respuestas los «para qué» son más tortuosos que los «por qué»? Mi «para qué» fue quizás tenerte en mi mesa, frente a mi whisky, todo de esta manera como es ahora -le dijo Mauricio.

     Tirada en el piso escuchó cómo el auto del hombre que alguna vez fue el motivo de sus cosas se deslizaba sobre los charcos azulados del asfalto. Recordó su cuerpo, abierto sobre ella. El primer encuentro tan alocado. Esa fiebre a horarios inusuales, las escapadas de fines de semana, los besos como mechas prendidas quemando su carne. Una mano firme la tomó del brazo. Había un anciano agachado sobre ella. Alicia se dejó levantar por el desconocido y tuvieron que pasar unos minutos para que esa primera imagen se diluya y la figura espigada de Mauricio Dego la sustituya por siempre.

     -Venga. Entre conmigo que no está en condiciones de irse a ninguna parte -le dijo. (Dejó de tutearla desde que cruzaron la puerta del café.)

     Se presentó con nombre y apellido antes de indicarle en qué mesa la esperaría. Luego pidió al mozo que acompañe a la señorita hasta el pasillo iluminado con luces de neón que daba al sanitario de mujeres.

     Así se comenzaron a ver los martes y jueves después del trabajo de ella, después de las caminatas de él, siempre en la misma mesa del Plaza Café. Al principio iba cuando no tenía nada que hacer, total, él siempre estaría allí por si se le ocurría darse una vuelta. Después comenzó a saltear sus compromisos, antes de las seis y después de las ocho, hasta que una tarde de mayo supo que sus citas con Mauricio Dego eran lo único que tenía en la vida.

     -¿Sabés hace cuánto que nos vemos? Tres meses...

     -Huy, eso debe ser una eternidad para vos.

     -No te burles -dijo Alicia estirando el brazo que fue recibido del otro lado de la mesa.

     Era un brazo cubierto de una pelusilla dorada que cosquilleaba cuando los labios de él se acercaban. El beso en los dedos, en las uñas. Las miradas encontradas en mitad de la mesa, suspendidas por encima de la llamita de la vela que cabeceaba con el soplo de las bocas.

     -Mauricio, ¿te puedo preguntar algo?

     -A ver...

     -¿Por qué no podemos vernos en otro lugar? En tu casa, por ejemplo.

     Fue eso lo que no entendió de él. Ese gesto de alarma, como si un peligro cuya dimensión sólo conocida por él lo pusiese en guardia cuando ella intentaba ir más allá, más lejos del Plaza Café y de los paseos por el parque. ¿Acaso no era viudo y vivía en algún lugar que se cuidaba mucho de mencionar?

     -Y entonces, Mauricio, ¿o tenés miedo de mí? Prometo no meter las manos donde vos no me las pongas.

     Pero nunca le dijo. Salía con ella a la calle, la llevaba a la parada de taxi número siete y todavía con más frecuencia le hacía notar las estrellas, o la llovizna, o el movimiento de las ramas empujadas por los vientos de la costanera.

     -A veces, Alicia, me despierto sin saber si respiro o es la memoria de mi respiración la que levanta mi pecho bajo las sábanas. Y no sé si la oscuridad es eso o soy yo convertido en una noche esparcida(9)dentro de los recuerdos que guardo de mí -le dijo una vez.

     Cuando le hablaba de esa manera su voz se ponía espesa, reservada, tan para dentro de sí que la muchacha se pegaba a su sobretodo y respetaba ese silencio que le salía de un fondo secreto, de su cara recién afeitada, de sus pasos sobre la garúa cuadriculada de la acera.

     Así desviaba la conversación y la metía en un taxi sin decirle por qué no podía llevarla con él, qué terrible impedimento le obligaba a hacer el resto del camino sólo cuando podía tenerla más allá de las ocho de la noche y de esa despedida que comenzaba a molestar en serio.

     -Mi vida no es lo que vos pensás, Alicia.

     -¿Ah, no? ¿Y qué es lo que pienso?

     Mauricio Dego se acomodó en el respaldo de la silla. Todavía retenía entre las suyas las manos de la muchacha. Era 18 de julio y el vino no llegaba. El mozo trajo unas rosquillas de miel para disculparse por la demora. «El corcho se rompió. Ya le estamos abriendo otro», explicó.

     Alicia sintió el ruedo del vestido acariciándole las piernas debajo de la mesa. Bajó una mano hasta su cintura y se sintió estremecer.

     -¿No me contestás, Mauricio? Ya sé. La casa donde viviste con tu mujer es una catedral a la cual no estoy invitada. ¿Es algo así? Porque es muy típico...

     -No, no entendés, no sabés cómo se siente entrar a un lugar donde cada objeto agoniza en una muerte en la que también vos tenés que ver. Vos también estás involucrado. Allí nada se salva, Alicia, por eso me escapo. Por eso me meto en la vida aunque ya no esté invitado, aunque nadie me mire a los ojos y me reconozca, aunque a nadie le recuerde nada y tampoco ellos me recuerden algo a mí.

     -Ya comenzaste. Ya me vas a embarullar con tus frases complicadas. Mirá, Mauricio, vos me gustás. ¿Así vamos mejor?

     -No es tan simple.

     -Tampoco es simple decirte lo que te estoy diciendo. Estoy dejando de lado mi orgullo. ¿Te das cuenta de eso?

     El vino llegó en ese momento. Las dos copas fueron reubicadas en el centro de la mesa. «Yo sirvo», dijo Mauricio. Tomó la botella y derramó el líquido morado que fue arrastrando su sonido de ojos en el espejo, de alfombras iluminadas con la única luz que llegaba de una ventana antigua, de portarretratos amarillentos, de vacinillas agriándose en los pasillos.

     -Los sonidos evocan imágenes que no siempre queremos, Alicia.

     -¿Sabés que no? Esta vez no te voy a permitir que me quites del tema. Quiero respuestas, Mauricio. Quiero saber por qué te escondés de mí.

     -Quizás porque comencé a quererte.

     -Genial, yo también comencé a quererte. ¿Y entonces cuál es el problema? No soy una nena, Mauricio, y si nunca me preguntás es porque sabés que tuve mis tropezones en la vida. Sabés de Alejandro, por ejemplo...

     Mauricio sintió la mano sobre la rodilla. Una mano caliente, con urgencias que también eran las suyas. La dejó allí, sudando sobre la tela de lanilla de su pantalón, hasta que Alicia la retiró enojada.

     -Quiero caminar -dijo.

     La garúa adquirió su consistencia de plomo y agua, de paraguas flotando en las esquinas de la catedral. Mauricio se levantó el cuello del sobretodo. A su lado, Alicia esperó que baje las manos para enredar entre ellas sus dedos.

     -Vamos -dijo él.

     Cruzaron la avenida República, entraron en el parque y no dejaron de caminar hasta que apareció ante ellos el bulto circular del mirador. Era una construcción de madera con techo de zinc que en verano se llenaba de petirrojos y mariposas, pero ahora sólo servía para guarecer de la lluvia a los perros moribundos.

     Veinte minutos más tarde, acurrucada en el asiento trasero de un taxi, Alicia no podía contener las lágrimas recordando lo que allí pasó.

     Se hubiese conformado con un beso. La boca oliendo a vino. Los labios acercándose mientras en el mínimo espacio que separaba sus miradas, sus párpados, sus pómulos, cabía el río hecho un mismo color con el cielo, con ellos.

     Pero Mauricio no se lo dio. No le dijo que no, simplemente acarició su pelo, la miró hasta el fondo y la atrajo hacia su pecho supliendo con un abrazo todo lo que cabía en ese momento.

     -Perdoname -dijo sabiendo que para Alicia nada era suficiente sino ese beso, el que venía queriendo desde que los encuentros en el café significaron algo más que un buen momento. Algo más que la conversación apacible al lado de un hombre cuya tristeza le atraía de manera extraña.

     -Por favor, dé la vuelta. Quiero volver.

     El taxista le echó una mirada desde el espejo retrovisor. Sin hacer preguntas, giró el volante y cambió de carril.

     Fue un impulso. Una manera de no aceptar el gesto apagado de Mauricio metiéndola al taxi. «Es mejor así», dijo él. Quizás tenía razón. Quizás era mejor llegar a casa, tomar el teléfono y llamar a Alejandro. «Quiero verte», podía decirle, «te extraño». Pero no sería verdad. Ya no.

     Eran las nueve de la noche cuando el taxi la dejó de vuelta frente al Plaza Café. Alicia miró desde la puerta de vidrio antes de entrar. No quería encontrarse con Mauricio.

     -Disculpe, busco a un mozo, el que siempre nos atiende. No sé el nombre, pero... ¡Es aquél! Sí, es ése.

     -¡Manuel! Te buscan.

     Alicia notó la vacilación del hombre. En ese momento se dio cuenta de que por primera vez lo veía. La camisa blanca se le abultaba entre los dos últimos botones del chaleco encarnado.

     -Ya viene -le dijo la voz detrás del mostrador-. Si quiere puede esperarlo en una mesa.

     -No, es sólo un momento.

     Mauricio le contó que cuando aún no la conocía, el mozo se sentaba con él en sus ratos libres, pero nunca le dijo de qué hablaban. «Es un hombre agradable», fue lo único que comentó en un momento en que Alicia no podía imaginar la importancia que tendría en su vida todo lo que tuviese que ver con él.

     El mozo dejó la bandeja sobre el mostrador y le preguntó en qué podía ayudarla. Alicia se sintió afiebrada y descompuesta.

     -Hola Manuel, perdone que le moleste. ¿Se acuerda de mí, verdad?

     -La amiga del señor Mauricio.

     -Exacto. Bueno, le decía que no quería molestarlo, pero resulta que me urge hablar con Mauricio y como se me perdió la dirección, me preguntaba si usted sabría decirme dónde vive. Pensé que podía saberlo... Él me dijo que era amigo suyo.

     -Yo no sé dónde vive, señorita.

     -¿Un teléfono quizás? -Quería irse. No entendía cómo llevó tan lejos su obsesión por aquel hombre.

     -No... Bueno, la verdad es que tengo una tarjeta con un teléfono.

     Le explicó que hacía unos meses Mauricio se indispuso y le pidió que llame al número que figuraba allí. Él guardó la tarjeta por si volvía a presentarse esa situación. La tenía en la billetera, sí, allí estaba, pero no sabía si debía...

     -¿Por quién le dijo que pregunte?

     -Aquí dice: Elvira Guzmán. Si quiere le copio el número, pero no diga de dónde lo sacó.

     No se acordaba de ella. No, tampoco sabía si era pariente de Mauricio. Pero vino a buscarlo y se lo llevó tomado del brazo después de pagar la cuenta. ¿Qué cómo era? Una mujer mayor, quizás unos 48 o 50 años.

     Alicia volvió a la calle con una sensación que reconoció más tarde: quería llorar. ¿Tres meses viéndose con un hombre que podía estar comprometido con otra mujer? No tenía derecho a sentirse traicionada. Entre ellos ni siquiera hubo aquel beso, ni nada, sólo una atracción que ya no estaba en condiciones de saber si era recíproca.

     Las cosas comenzaban a tener sentido ahora. La preocupación de Mauricio cuando le pedía que la lleve a su casa, cuando le daba señales desesperadas de querer ser parte de su vida. Y él, retirado en ese silencio insalvable.

     Decidió esperar hasta la mañana para discar los seis números anotados en la servilleta de papel. Hubiese querido tomar el teléfono apenas llegó a su pisito de la calle Constitución, pero no lo hizo. ¿Para qué apurar lo que de todas formas terminaría sabiendo?

     Tampoco tuvo ganas de quitarse la ropa. Prendió la lámpara de la mesita de luz, y con todo el peso de sus acontecimientos, se tiró de cara sobre la sábana arrugada. Un aroma a lavanda la inundó.

     En los instantes que siguieron el pulso del minutero en la rueda plateada del reloj resucitó en su mente imágenes sueltas. La boca de Alejandro sobre esa misma cama, las horas vacías en la oficina, Mauricio, sus ojos, su cuerpo latiendo bajo el pantalón de lanilla.

     Durmió un poco, pero mal. Mareada por la somnolencia caminó hasta la puerta cuando el sonido del timbre explotó en el departamento. No sabía qué hora era, pero le emocionaba saber que faltaba poco para que pudiese tomar el teléfono y hacer su llamada.

     En los segundos que tardó en doblar la llave por el lado correcto, el espejo de la pared le devolvió una imagen confusa de sí misma. Tenía el pelo desarreglado y la ropa arrugada.

     -Mauricio.

     -Hola.

     Era él. Su mirada blanda. Su paraguas chorreando la lluvia que no había cesado. Todavía era de madrugada.

     -Te estás congelando -dijo él viendo en sus pies que comenzaban a mojarse con las gotas que bajaban por la comisura del techito de la entrada. La luz de un relámpago alumbró en la cuadra. Un taxi esperaba en la oscuridad. Alicia le dio la dirección alguna vez, pero no recibió la suya a cambio. Y nunca una visita, una llamada telefónica, nada que le diese motivos para soñar con tenerlo así, en la entrada de su casa. Sólo aquellos encuentros en el café cuyas posibilidades de sobrevivir eran mínimas después de lo que pasó.

     Alicia hubiese querido colgarse de su cuello, pero él no le dio la confianza para eso: «No tengo mucho tiempo», le dijo, y si bien entró con ella parecía que no fue por ganas sino para no dejarle pescar un resfriado.

     -No voy a verte más, Alicia...

     No lo dejó seguir. Se cubrió el rostro con las manos y se permitió ese llanto que venía tragándose desde hacía horas. Se sentía enferma de tristeza, desolada, acorralada por sentimientos que le aguijoneaban por dentro y por fuera. Necesitaba querer desesperadamente a ese hombre, o quizás a cualquier hombre. A fin de cuentas, no era más que una mujer perdida en un pisito donde, le aterraba admitir, su vida dejó de tener sentido muchas veces.

     Mauricio no se acercó a ella. No la tocó. Tampoco habló más, pero le hubiese gustado tomarla en sus brazos, decirle mi amor, y si no lo hizo fue porque no podía. No tenía derecho. Ella era el último milagro, la magia final, el sabor dulce en la boca cuando todo el cuerpo estaba amargo. Alicia hermosa, Alicia chiquilla, adiós Alicia.

     El ruido del taxi permaneció en sus oídos mucho después de que él se fue. Se quedó un largo rato de pie, escuchando su llanto. Una vez más, Alicia, llorando por un hombre. ¿Cómo pudiste exponerte así, por qué dejaste que sucediera, por qué dejaste que se te fuera de las manos?

     Llegó a la cama temblando de frío y de rabia contra ella misma, pero esta vez ya no pretendió dormir. A las siete de la mañana tenía el teléfono sobre su regazo. El primer tuuuuu le dio seguridad de que no debía hacer aquello, pero siguió adelante.

     -Buenos días, ¿en qué le puedo servir?

     El clap tuvo la fuerza de un latigazo. ¿Y si él y la tal Elvira Guzmán vivían juntos? Ése podía haber sido el motivo que Mauricio no se animó a darle, que calló para no quedar tan mal parado ante el amor que ella le ofreció y que él no pudo aceptar. Pero sin embargo, hacía unas horas, le había llamado mi amor. ¿O lo había soñado?

     Volvió a discar.

     -Hola, habla Elvira, ¿quién es? Hola, ¿hola?

     No habló porque no supo qué decir, pero decidió enfrentar las cosas de una vez. Consiguió la dirección llamando a la oficina de informaciones de la telefónica. Se sorprendió. ¿A unas calles del Plaza Café? Claro. Él siempre la subía al taxi y se iba caminando. ¿Cómo no se le ocurrió que podía vivir por allí?

     Conocía esa cuadra de residencias añosas, sus jardines delanteros corpulentos y profundos. En las aceras, la doble fila de árboles formando un techo de ramas por donde la lluvia caída a la madrugada todavía se descolgaba. Pasó por allí tantas veces. Miró su reloj. Eran las ocho de la mañana cuando un taxi la bajó en la calle que le indicaron. Buscó la [93]casa 517. Las hojas aleteaban suavemente con el soplo de sus pasos. Vio la verja taponada de arbustos aceitunados, el caminero de rosas, los árboles de tarumá. «Villa Guzmán» decía una placa de madera incrustada en el acceso a los portones batientes. Y algo más: «Hogar de ancianos».

     Ni siquiera se animó a entrar. Se quedó allí, frente al cartelito de madera, y se hubiese ido sin preguntar si el portero no hubiese aparecido. «Sí, el señor Dego vive aquí. ¿Es usted un pariente? Ellos se ponen felices con las visitas. Por favor, déjeme anunciarle. ¿Vendrá más tarde? Bueno, pero vuelva, señorita, que el pobre está malito y tendrá que guardar cama por unos días».

     Mauricio decidió que no bajaría a cenar. Quería quedarse así, semidormido, custodiado por los retratos que su hijo le ubicó en la cabecera de la cama cuando fue a dejarlo. Dobló las piernas debajo de las frazadas. Allí estaba, intacta, la comezón que Alicia le devolvió después de tantos años. Cerró los ojos. En el pasillo, el rumor de los internos dirigiéndose al comedor le entristeció.

     (Mayo de 1999)



ES LO MISMO

 

     Un escritor leyendo un libro es lo mismo que un mago en día de franco. La caminata sin rumbo por los parques, el barcito en el camino, el círculo humeante del café extraviando la vista tras las luces anaranjadas que comienzan a prenderse en las calles.

     Luego, la caminata de nuevo, el desconocimiento de sí mismo en medio del tráfico de las siete y media de la noche, el letrero, de pronto: «Gran show de magia. El maestro de lo imposible, el gran profesor Arturo. Entradas a precios rebajados. Última función».

     Un momento de vacilación. Pero es el día libre. Pero no se puede ser tan fanático. Pero la cena espera en casa. Y luego la resignación. El convencimiento de que el hombre es esclavo de sus fijaciones. La fila que no es larga (nunca lo es), los billetes arrugados cruzando la ventanilla, el pasillo iluminado con foquitos de colores y el recinto, detrás de las cortinas de pana roja.

     El semicírculo escalonado donde se ubican las quince o veinte personas traídas algunas por el frío, otras por las ganas de decir una vez más que estos shows son un fraude y que hubiese sido mejor quedarse en casa, lo reciben.

     El mago busca un asiento en quinta fila. Las luces del escenario se prenden y se apagan las de platea. El mago se acomoda, cuenta tres y una melodía alegre inunda la sala. El mago ríe: «Siempre contando tres después que se ilumina el escenario», piensa.

     Y el show empieza. Las flores de tela debajo del pañuelo, la paloma en la caja de cartón que el público pudo ver estuvo vacía, el abracadabra retumbando bajo las luces calientes. El delirio, cuando el conejo sale del sombrero de copa.

     El mago aplaude al mago. Se levanta. Se seca las lágrimas que le brotaron antes del acto de las palomas. Sigue de pie cuando las luces se prenden, cuando ya todos abandonan la sala.

     Nadie creería que él nunca ve la mano, el truco, los dobles fondos. Él cree en la magia. Desde que tenía cinco años. O quizás antes. Por eso es mago.

     Al escritor le ocurre lo mismo.



EL ROSTRO DE QUIÉN

 

     Apenas despertó (era de siesta) buscó el inhalador, buscó un enchufe, se tiró sobre la alfombra y aspiró el humo mentolado que la fue liberando de la constipación. Boca arriba, la vista del techo sin su cielorraso de yeso le recordó que no estaba en casa.

     -Salió a revisar los linderos con la peonada -le dijo Gladys, la sirvienta, cuando preguntó por su marido. No dejó dicho a qué hora volvería, lo que era una mala señal para su condición de señora sin noche de bodas. Sí, todavía era virgen. Después del casamiento nadie (excepto ella) pensó en un hotel. De la iglesia fueron al puerto y se embarcaron. Le tranquilizó que así fuese, por otra parte, y no por miedo a él. Estuvo de novia cuatro meses y hubo manos corridas bajo la falda en el jardín de su casa paterna. Era sólo saber que Diego Bernales, su marido, la tendería en esa cama de dos plazas y que ella no podía imaginar la dimensión exacta que tomarían sus sentimientos cuando eso ocurriese. Tampoco, y lo que era peor, si su asma sería capaz de soportarlos.

     Llegaron a la mañana en la fragata que llevaba personal militar a la frontera. Rosario no soportó el fresco de la travesía, se descompuso y el capitán la acomodó en su camarote que era el único con calefacción. No puedo respirar, le dijo a su marido. Tranquila, amor, que pronto llegamos, la consoló él. Se durmió después de la inhalación y lo único que recordaba de la travesía era un fajo de estrellas pegadas a la claraboya del camarote y su traje de novia que no se quitó hasta que Diego le dijo que estaban llegando.

     -Se llama como yo -dijo cuando su marido la bajó de la mano al puerto donde los esperaban los peones. Era un día luminoso.

     Diego no prestó atención al comentario. A su lado, su mujer leía las letras en molde negro pintadas en el cartel de zinc: «Puerto Del Rosario».

     Ella le contó la historia cuando se enamoró de él. A su papá lo trasladaron a la regional que la empresa tenía en el Chaco, después que se casó. Su mamá quería dar a luz en la capital, de manera que cuando se cumplieron los nueve meses vinieron para el parto. Ella no resistió. Murió de una hemorragia cuando el barco ancló frente a Puerto Rosario para pedir un médico. Su papá le puso el nombre.

     -¿Este puerto será el mismo de la historia de mis padres? -preguntó en el momento en que echaba una última mirada al cañonero varado en mitad del río. Una vez más, su marido no le respondió.

     Rosario vagó por la casa abriendo puertas y revisando armarios en su primer día de señora casada. Encontró a Gladys en la cocina, limpiando el pollo para la cena. Ya no le tenía miedo como cuando la vio por primera vez, aunque no dejaba de sentir algo respecto a ella que no lograba entender.

     Había otra sirvienta en la casa, una muchacha de rostro aindiado, que no le inspiró confianza. Prefirió a Gladys, tan calladita viéndola desde la ventana de la cocina cuando bajaron de la camioneta.

     -¿Desde cuándo estás aquí? -le preguntó.

     Aunque no la vio entrar, la sirvienta no se sorprendió cuando la tuvo a su lado, acodada en la mesa de lavar platos.

     -¿En la estancia dice usted?

     -Sí.

     -Desde siempre, señora. Casi diría que nací aquí.

     -¿Pero en dónde vivís? ¿Por qué no te quedás en la casa a la noche?

     -En la casita que se ve desde la playa. No, no la va a ver desde aquí. Hay que bajar hasta el río.

     -¿Sola? ¿No tenés hijos, marido?

     El silencio de la mujer le hizo cambiar de tema.

     -¿Por qué a Diego le gusta tanto este lugar, Gladys?

     -No sé. Desde que era chico le gustaba -respondió la sirvienta arrancando de un tirón las tripas que aparecieron en su mano con su aspecto espantoso. La mujer arrojó la cosa viscosa en una bolsa de plástico y metió el pollo bajo el chorro de agua de la canilla.

     -¿Vos sabés por qué?

     -Usted debería preguntarle a él -dijo. No le habló de mala manera. Su voz sonaba casi maternal.

     Ella fue quien le dio permiso para que curiosee en la casa. Nunca va a sentirla como suya hasta que no la ponga boca para abajo, le advirtió. Rosario le hizo caso.

     A las cinco de la tarde estaba en mitad de la sala, los ojos mudos frente al retrato ubicado encima del retablo de la chimenea. Lo descubrió en su paseo por la casa. (Quizás lo vio antes, pero recién ahora se fijó.) Era el dibujo de una muchacha hecho en lápiz negro. ¿Era ella? Sí, lo era. Su pelo negro, su rostro blanquísimo, su boca, sus diecinueve años, pero había algo que no reconocía. Trajo a Gladys de la cocina y le preguntó si era ella.

     -Debe de ser, si se le parece tanto -le respondió la mujer volviendo a desaparecer en el pasillo.

     Diego la encontró mirando el dibujo.

     ¿Soy yo, amor? Sí, sos vos. Pero ¿vos dibujás? Sí, de vez en cuando. ¿Y esa ropa? Yo nunca usé una ropa así. Bueno, se me habrá ocurrido. ¿Dónde estoy, me pintaste aquí? Sí, puede ser. ¿A la orilla del río? ¿Es la orilla del río? Rosario se encontró con los ojos de Gladys cuando giró la cabeza.

     -La cena está lista, señora. Comienzo a servir mientras se dan una ducha.

     Lo vio desnudo por primera vez minutos más tarde, cuando Diego se sacó la ropa sin darse la vuelta. Pensó que se hubiese quedado en la sala, así no se quedaba colorada frente a él. Él se rió, la llamó boba y entró a bañarse. Ella le acercó una toalla limpia. (Esquivó la mirada cuando se abrió la cortina de plástico.) Luego, se tiró en la cama, metió la cara entre las almohadas almidonadas y cuando le tocó el turno fue hasta el baño vestida como estaba. Recién cuando cerró la puerta se desabotonó la blusa y se bajó el bikini.

     Todo lo estoy haciendo mal, pensó. A ese paso no podría entregarse a su marido sin evitarle una tonta escena de primeriza.

     Cuando salió, él no estaba. Había una esquela pinchada al tallo de un pimpollo encarnado, sobre la cama: Te espero en la sala, decía.

     Rosario escuchaba la música que se filtraba debajo de la puerta. Cubierta con una toalla, se acercó a la enorme ventana desde donde se presentía, allá abajo, la sombra alargada del río. Un rostro la miró. Era el suyo, claro, pero por un segundo pensó que no.

     Después de ver cómo arrancaban sus vísceras la chica no pudo comer el pollo. Se conformó con las entradas de pancitos caseros, el queso derretido y los platos de ensalada. Gladys se retiró después de avisar que había más vino en la nevera.

     Hacía calor, pero Rosario no quiso salir de la casa. Diego la estrechó en sus brazos, la sacó al corredor, le hizo bajar los escalones que llevaban a la playita, la acercó a estirones hasta el río. La luna, con su ojo sin párpado, no los perdía de vista. Rosario se sacó los zapatos copiando a su marido, metió los pies en el agua, hundió sus dedos en la arena mojada. Su corazón tiritó.

     -Quiero entrar a la casa -dijo tratando de soltarse, pero Diego ya le envolvía la cintura, ya se desvestía tirando la ropa sobre la arena, ya buscaba sus senos bajo la solera, el cierre, los labios finísimos empujándola, haciéndole perder pie bajo el agua, tumbándola.

     -Tengo tanto frío -dijo sin que él la escuche. Su pelo se desparramó en el agua. Encima suyo, de espaldas al universo, su marido se adueñaba de su cuerpo con gestos feroces.

     -Ay, Nina, por fin Nina -balbuceó el amante en su arrebato.

     Frotó su cara en la almohada sintiendo su pelo, todavía mojado, pegado a su espalda. Gladys abrió las cortinas y se acercó a la cama.

     -Es casi mediodía, señora -dijo acercándole la bandeja del desayuno que esperaba sobre la mesita.

     -No me llames así. Decime Rosario.

     La mujer le acomodó la bandeja sobre las piernas. Vio su pelo mojado, pero no dijo nada. Las ropas cubiertas de arena ya no estaban en el piso. Ni los zapatos embarrados. Todo estaba limpio y en su lugar.

     -Gladys, ¿vos me contarías algo en confianza? Sé que apenas me conocés, pero no tengo a quien preguntarle.

     -Claro que sí, señora.

     -¿Quién es Nina? ¿Vos sabés?

     La mujer estaba parada al lado de la cama, las dos manos encima del delantal a cuadros. Su pelo entrecano recogido por detrás con una cinta de tela. Desnuda bajo la colcha, Rosario sostenía la punta de la sábana con una mano y con la otra levantaba el pocillo hasta tocar sus labios. El café con leche quemaba.

     -No se quede aquí, señora. Este lugar no le hace bien a Diego -le dijo. En sus ojos había lo mismo que Rosario vio cuando la conoció, pero todavía no podía saber qué significado tenía.

     Le preguntó si se trataba de una novia de juventud. La sirvienta no se quedó para responderle. Era una mujer delgada, de 57 años según le contó Diego, vestía con ropas limpias y opacas, sus zapatos de tela no hacían ruido cuando caminaba. Tenía los ojos negros y muertos.

     -No seas maleducada, Gladys. No me dejes hablando sola.

     Sin volverla a mirar, la mujer salió de la pieza. Rosario dejó la bandeja sobre la mesita de luz. La sirvienta sabía algo, estaba segura. Fue niñera de Diego, o por lo menos eso fue lo que él aseguró.

     -Ah, ya la conociste -dijo él cuando le preguntó.

     -Ella me miró no sé cómo, Diego.

     -Ella es así. No le hagas caso.

     -¿Creés que nos vamos a llevar bien? No quiero que diga que soy una creída.

     -Si ya te habló, es que le caés bien. Si no, ni se hubiese acercado.

     -¿Estás seguro, Diego?

     -Sí.

     Recordó esa conversación para convencerse de que lo que sea que le pase a Diego, ella lo sabía. Y no se lo quería decir. ¿Por qué? Le molestaba esa sensación de que en tan poco tiempo había muchas preguntas sin respuestas dando vueltas a su alrededor.

     No se levantó en todo el día. Cuando Diego llegó, abrió la puerta del dormitorio y se tiró a su lado. Estuve con los peones, le dijo. Olía a sudor. Amor, ¿qué te pasa?, le preguntó. ¿Por qué estás tan callada?

     -¿Quién es Nina, Diego?

     -¿Qué cosa?

     -Vos me llamaste así en la madrugada, en el río. Me dijiste Nina, Diego.

     -No puede ser.

     -Contame, Diego. Decime antes de que me entere por allí.

     El muchacho bajó los pies de la cama, se sacó las botas, dijo que no se acordaba pero que de niño inventaba nombres para llamar a las personas. Era un juego. Algo que pensó que ya no hacía. ¿Estaba molesta por eso? Qué boba. Pero si eran cosas que pasaban en medio del amor. ¿O acaso ella no lloró y él no le preguntó por qué lo hacía?

     Fue a bañarse mientras, hundida en la cama, su mujer recordaba un detalle más de la madrugada. Pasó algo en el río. Algo que devuelto por el recuerdo parecía no tener sentido ahora, pero en aquel momento ella hubiese jurado que se vio a sí misma. Fue un segundo, cuando se agarraba al temblor de su marido para soportar su propio estremecimiento. Una sombra detrás de sus párpados cerrados cubrió la luz de la luna (como si alguien, además de su marido, estuviese encima suyo). Cuando abrió los ojos se vio a sí misma. Era ella, como en el cuadro, pero diferente.

     -¿Todavía no te vestiste? Mirá que te llevo desnuda hasta el comedor, así disfruto del espectáculo -le tentó su marido que abría el placard para buscar una remera.

     Rosario supo que llamó su papá porque el peón vino a buscar a su marido. No había teléfono en la casa, pero la radio estaba en la casilla de entrada a la estancia y había que ir hasta allí para atender. ¿Es papá?, preguntó. Hacía una semana estaba en cama.

     -Ya voy, amor.

     -Decile que venga, Diego. Decile lo que me pasa. Decile dónde queda la estancia.

     Era el asma. Pero esta vez el silbido en el pecho vino con fiebre y mareos. Diego bromeó acerca de un embarazo. Claro que no, le dijo Rosario, es demasiado pronto.

     La vio un médico del puesto de salud local.

     -¿Te dijo que volvamos a la capital? -preguntó Rosario.

     -No, sólo dio los horarios para las inhalaciones y una nueva medicación -le desilusionó Diego.

     No lo vio cuando volvió. No le pudo preguntar si era su papá, qué dijo, cuándo venía. Sólo se veía a ella misma, una y otra vez, caminando por el borde del río, el ruedo del camisón blanco (¿dónde vio ese camisón antes?) chorreando agua, sus pies en el río, el frío, el ojo sin párpado de la luna vigilándola desde su agujero amarillo.

     El médico entró y salió de la casa hasta que se pidió auxilio a una embarcación que llegaría al puerto a la madrugada para llevarse a la enferma. Diego vagaba por la playa con la mirada perdida en los dibujos del agua. No quería que lleven a su esposa, pedía más tiempo, pero el médico anunció que el caso estaba fuera de sus manos.

     En el dormitorio, Rosario despertó. Gladys estaba a su lado. Le alargó la mano desmayada, quiso hablarle pero ella le hizo el gesto de que no haga el esfuerzo. Pidió el inhalador, dejó que la sirvienta le coloque la mascarilla, aspiró el vapor caliente y dejó que las lágrimas le corran cuando la voz de Gladys sonó en sus oídos, casi dentro de ella:

     -Yo sé lo que le pasa, señora. Yo tengo la culpa de que usted esté así ahora. Yo tenía que haber evitado que esto llegue tan lejos. Tenía que haberle dicho sobre...

     Nina.

     Fue ella misma quien le habló de Nina. Eran vacaciones de verano y Diego fue con su papá a pasear sus once años por la estancia. No tenía necesidad de contarle nada, de acercarse tanto, pero lo hizo quizás porque él la miró a los ojos y le dio la confianza.

     -No creo en fantasmas -advirtió el muchacho después de escuchar el relato. Estaban en la cocina, él tomando un vaso de leche, ella salando la carne para las milanesas de la cena.

     Gladys le aclaró que le hubiese gustado decir lo mismo, pero así como ella existía, Nina también. Todos en Puerto Rosario conocían su historia. Además, el cura párroco que oficiaba una misa en su memoria cada 7 de febrero (día del cumpleaños de usted, señora) conoció al hombre que la enterró en la playa. Era un funcionario del ministerio que llevaba a su mujer para dar a luz en la capital. El barco que los transportaba atracó en Puerto Rosario para buscarle un médico.

     Ella murió, al igual que uno de sus bebés. (Se da cuenta, Rosario, su mamá tuvo mellizos.) El que sobrevivió fue llevado por su padre. El que se quedó era Nina. Los del pueblo la adoptaron cuando se dieron cuenta de que nadie más se ahogó en Puerto Rosario desde que ella estaba en la playa.

     -Yo la veo en las madrugadas, cuando no puedo dormir y salgo a mirar el río -le confesó Gladys. La voz se le volvió un susurro.

     -¿Y cómo es?

     -Tiene los ojos oscuros como los pozos que viven en el fondo del río, el pelo le flota en la espalda, su piel da frío cuando se toca.

     -No creo nada de eso. Son mentiras -dijo Diego, pero desde aquel día se instaló en la playa y cuando terminaron las vacaciones no quiso volver con su padre. Lo enviaron una vez al mes, para tranquilizarlo, y en las vacaciones de invierno y verano.

     Gladys los solía ver juntos en la playa. Nina con su camisón blanco y su ruedo siempre sucio de barro. Diego con ese amor que le iba creciendo y que le ruborizaba cuando miraba el río.

     -Hace cuatro años yo le dije a Diego que vaya a la comisaría y busque en los libros guardados en cajas. Le di el año y el mes. Él me hizo caso, ahora lo lamento. Él encontró la anotación que hizo el padre de usted, señora. Allí daba su autorización para que su recién nacida y su esposa muerta sean enterradas en Puerto Rosario y, como firmaba con nombre y apellido, mi patrón lo buscó en la capital.

     Y la encontró a ella, y ella se enamoró y se dejó llevar hasta ese río donde también vio a Nina, aunque en ese momento no supo que era ella. No sabía ni siquiera que existiese. Su papá nunca le dijo que tuvo una hermana. Nina en el retrato, Nina en el vidrio de la ventana, Nina en su momento más íntimo.

     -Déjeme terminar, señora, deje que le diga que usted se tiene que poner fuerte para que ella no la perjudique. Ella no le quiere al patrón, señora. Ella sólo quiere tomar su lugar para no estar tan sola en el río.

     Rosario tosió.

     El camisón del retrato. El camisón con el que caminaba, en sueños, al lado del río. Ahora lo recordaba. Lo vio en el armario que su papá tenía cerrado con llave. Una vez lo dejó abierto y Rosario miró dentro. De quién es el camisón, le preguntó. Él no se enojó. Es de mamá, le dijo. Le dejó mirar de nuevo y no volvió a cerrar el armario con llave. La enferma volvió a toser.

     Sin que la puerta se mueva, una sombra entró a la habitación. Rosario vio la sombra y perdió el conocimiento. Fueron unos segundos que terminaron cuando la enferma empujó la mascarilla con la mano. Fue su último gesto. Lo que pasó después ya no tenía que ver con ella.

     -Por favor, Gladys, abrime esa ventana y andate a descansar a tu casa que ya es tarde -le dijo la voz desde la cama.

     La sirvienta no se demoró. Reconoció el olor a luna que se metió en la habitación apenas despegó de su tranquilla las dos hojas de vidrio. Se fue a la cocina, se fue sin volverse para mirar a la enferma porque sabía lo que encontraría en su lugar si lo hacía. Buscó la bata y el bolsón y salió. Afuera la sombra, la otra sombra, la esperaba.

     -Gladys, tengo tanto frío -le dijo.

     La mano impalpable se refugió en sus brazos.

     -Venga señora, vamos a mi casa. Venga que usted ya no tiene nada que hacer aquí.

     -No me digas señora, Gladys. Decime Rosario.

     -Y usted no me diga Gladys, señora. Dígame mamá.



PUTA VIDA, CARAJO

 

     La primera cuenta del rosario se entibiaba bajo los dedos blancos de Lola. ¿Dónde podía estar? No faltó al rosario desde los años del instituto Santa Marta. Y el misterio doloroso. El de la pasión y muerte del Señor.

     Justina, parada a su lado, hundía los ojos en la llama alargada de la vela de cebo fingiendo una devoción que no sentía. Conocía demasiado a su hermana para rogar, por debajo de las avemarías, que viniese de una vez.

     A las seis, cuando colocaron las velas en el altarcito de la sala de costura, Lola preguntó por ella. Estaba vestida de luto cerrado y, por la boca torcida a un lado de la cara, se descontaba su malhumor. Dijo que en esa casa se rezó a las siete desde que tenía memoria y que en lo que a ella respecta así seguiría siendo.

     Cuando el plazo se cumplió, tomó el rosario de cuentas negras y cadena de plata, cerró los ojos que le quemaban la cara, aspiró la frescura de los ramitos de crisantemos apretados en el florero y se dejó envolver en la tristeza de su propia voz.

     Paradas frente al altar donde el santo crucifijo tallado en palo santo se agigantaba con la llama de cebo de la vela, las ancianas eran bultos ululantes custodiadas a la diestra por la imagen del Ángel de la Guarda, a la siniestra por el San Miguel Arcángel. Rostros sin vida las vigilaban desde los portarretratos ubicados entre floreros e imágenes de santos.

     Aquellas mujeres, más la que no llegaba para unirse de una vez por todas al rosario, vivieron en la casona de la calle Irrazábal toda la vida. Lola era la mayor, Justina, la viuda, la seguía, y después estaba Angelita, a quien los vecinos recordaban por la obstinación con que buscó un hombre cuando todavía podía hacerlo.

     Con los años, como le ocurre a todo el mundo, la casa fue perdiendo a sus habitantes hasta que sólo quedaron ellas. Lola y Angelita amparadas en la pensión que recibieron en calidad de hijas solteras de un jubilado -Angelita tenía además sus clases particulares-, y Justina con lo poco que le sacaba al alquiler de su casa de casada.

     -Dice que al marido lo mataron en un bar -comentaban los que conocían la historia cuando la veían ir y venir con su bolsón de hilo y su mirada desolada. Ella nunca supo cómo fue. Tampoco dejó que se lo dijesen. Recordaba la noche en que lo trajeron muerto, el olor a rosas que se le quedó en el cuerpo después del velorio, esa necesidad de él que se fue apagando hasta que llegó la resignación, el sosiego después del Ave María Purísima, cuando el rosario llegaba a su fin y, agachada hasta el resplandor de las velas, se dejaba envolver en aquel olor antiguo, en ese sonido de ángeles rozándose en las esquinas.

     -Son las ocho.

     -Menos cuarto, Lola. Todavía falta para las ocho.

     -Igual. Debió llegar hace rato. ¿No te dejó un número de teléfono o la dirección del alumno?

     -No te preocupes, hermana, que en cualquier momento aparece.

     Deseaba con toda el alma que así fuese. Ellas tenían sus grandes diferencias, sus días sin dirigirse la palabra, sus ya estoy harta de que te creas la dueña de la casa.

     -No sean así, señoras. ¿Acaso no debemos dar gracias aunque sea por tenernos unas a otras? -intervenía Justina sabiendo que no la contradecían porque la respetaban, pero bastaba una cama desarreglada, el envoltorio de la pasta dental en el piso, el volumen del televisor, cualquier cosa, para renovar la discusión.

     -Siempre fuiste promiscua, Angelita. Siempre quisiste hombres y si ahora estás sola es únicamente porque nadie te tomó en serio.

     -A lo mejor tenés razón, Lola, pero por lo menos no soy una solterona que no conoció varón, como hay alguna en esta casa.

     Nunca llegaron a los golpes. Sabían que levantar la mano contra la sangre era pecado, así que se conformaban con ese pulseo rutinario, ese decirse cosas por la pura satisfacción de malograrse el día.

     Justina convenció a su hermana de que le vendría bien recostarse antes de la cena. Quería tenerla fuera de su vista mientras llegaba Angelita, así no se esforzaba por disimular su propio quebranto... Angelita. ¿Dónde podía estar a esa hora?

     La mano sobre el manual de inglés escapó hasta caer sobre la falda plisada(10). Él la miró, divertido. Era un atorrante de 18 años, ojos verdes y piel bronceada, un nene con casa de dos pisos, auto propio y esa boca oliendo ridículamente a pasta dental de frutilla.

     Angelita le pidió que repita su conjugación. Señaló con el bolígrafo la línea impresa en el libro, golpeó suavemente con la lapicera fuente, insistiendo, pero al final tuvo que levantar la mirada y sostener la suya para que él la obedezca.

     Hacía cuatro días, después que empujó el botón del timbre y escuchó el dong de la campana temblando tras las cortinas de encaje, su vida comenzó a perder seguridad entre las cinco y las seis de la tarde. Entre jugos de piña y café con crema. Parada frente al número 247 grabado en el metal bruñido de la puerta, ella no era más que una mujer escapando de casa para no morirse de la misma tristeza que estaba acabando con sus hermanas.

     -Señorita Ángela, gracias por venir.

     Apareció detrás del guardapolvos a cuadros de la muchacha de servicio. Era la dueña de casa. Una dama estirada por todas partes, oliendo a perfume dulce y solerita de gasa resbalando sus bordes sobre ese cuerpo moldeado con saunas y gimnasia localizada.

     Serían unas clases de refuerzo de una hora al día, nada que pudiese exigir demasiado a Manuel. Se llama Manuel, señorita. Es un chico maravilloso, aunque un poco irresponsable. Ya sabe. A esta edad nadie piensa en el futuro. ¿Verdad señorita que a fuerza de golpes se hace la gente? Espere aquí, por favor. Se lo mando enseguida.

     -¡Eugenia! Avisale a mi hijo que la profesora lo espera... Bueno, decile entonces que vaya a secarse y que venga.

     Estaba en la pileta. Ella podía verlo desde el estarcito donde la dejaron. Miró su reloj. Pasaban de las cinco. Manuel apareció unos minutos después. Vestía zapatillas, bermudas y remera de los Rollings. Angelita se avergonzó de lo que pensó cuando lo vio.

     -Buenas tardes, sos Manuel, ¿verdad? Yo soy la señorita Ángela, tu profesora de refuerzo.

     -Sí, mamá me dijo. ¿Querés que traiga los manuales?

     -Por favor.

     Era un bello ejemplar masculino. La prudencia le ordenaba no pensar así, claro, pero lo hizo antes de que pudiese censurarse. Tenía el pelo negro, la boca rosada.

     Cuando volvió con los manuales y la miró directo a los ojos, algo pasó.

     -¿Por qué me mirás así? -le preguntó.

     Manuel le tuteó desde la presentación reciente, así que ella se tomó la libertad de responderle de igual manera.

     -¿Te molesta? -preguntó Manuel.

     -No. Sólo que pensé que era por algo.

     Perdió la costumbre. Era eso. Nadie ve a los ancianos a los ojos, aunque, a sus 54 años y con ese cuerpo que conservaba sus encantos, en realidad no se sentía anciana. Lola le decía que lo era, pero, como actuaba movida por la amargura, sus observaciones no merecían crédito.

     Manuel pidió recreo. Dijo que quería hablarle de algo personal. Angelita cerró el manual, se sacó los anteojos y esperó.

     -Quiero saber por qué una mujer tan linda como vos está sola.

     -Se terminó el recreo. Volvamos a las conjugaciones.

     Manuel la miró, todavía más atrevido. Pidió perdón. Dijo que no quería ofenderla; sólo estuvo pensando en ella esa noche, y como su mamá le dijo que nunca se casó... Además, no tenía aspecto de mujer que pudiese vivir sin compañía.

     Molesta consigo misma por haber permitido esa conversación, Angelita no se sintió capaz de encontrarse con el chico el miércoles, así que faltó y pidió por teléfono que le envíen a la doméstica para retirar las lecciones del día. Manuel la llamó esa noche.

     -Puedo ir a verte, así me aseguro de que estás bien.

     Ella le prometió que no faltaría a la clase del día siguiente.

     -¿Por qué te importa cómo estoy? -le preguntó antes de cortar.

     -No sé. Sólo me importa.

     -¿Quién te llamó, Angelita? -curioseó Lola durante la cena.

     -Una amiga. Quería saber cómo estaba.

     Comieron como si la otra no estuviese al lado. Justina la vio caminar por el jardín, luego. El círculo encendido del cigarrillo bajaba y subía a la boca mientras los perfumes de la noche mojaban el corredor. ¿Por qué mintió? Justina le pasó la llamada y, aunque no la descubrió frente a Lola, sabía que quien habló era el alumno. ¿Por qué lo ocultaba?

     Justina abrió un par de frascos y mientras prendía las hornallas echó una mirada a la calle; todo estaba tan callado a esa hora. Metió el pan en el horno, revolvió el estofado y buscó la canasta de naranjas para preparar el jugo. Entonces escuchó el rechinar del portón. Un minuto más tarde Angelita estaba frente a ella. Cargaba sus libros de encuadernación desteñida, el bolso de mano. Sus mejillas lucían encarnadas y descompuestas.

     -Tengo fiebre -anunció.

     Lola no fue verla, aunque supo que no estaba bien. A las diez llegó el médico. Cuando terminó de revisarla mandó cuarenta gotas de novalgina, para bajar la fiebre, y una dieta a base de arroz y jugo de manzanas.

     -No sé por qué seguís dando esas clases. Mirá cómo te ponen -le dijo Justina mientras le desabrochaba las hebillas del pelo.

     -No son las clases, Justina, sino una gripe malparida que me tomó por el camino. Pero ya oíste al doctor, no es nada, así que dejá de plaguearte y dejame dormir.

     No tocó la cena. Justina retiró la bandeja como la dejó.

     Antes de irse, colocó la botella de agua y el vaso sobre una silla que arrimó sin hacer ruido. De espaldas a la puerta, con la frazada hasta los hombros, Angelita respiraba con dificultad.

     Lola estaba sentada en la cocina, frente a un tecito de manzanilla, cuando su hermana entró con la bandeja.

     -No comió -le participó. La anciana no la miró-. El médico dice que tiene más de 41 de fiebre. Vos la conocés a Angelita, ¿acaso tendrá algo grave?

     -Remordimiento, quizás, aunque me extrañaría viniendo de ella.

     -No seas así, Lola. Sé que te preocupa. Ella no es como vos ni como yo, pero es nuestra hermana y tenemos que cuidarla.

     -Me voy a acostar. Me duele la cintura.

     Justina la vio irse. Caminaba con las piernas un poco separadas, los pies arrastrando ese dolor de huesos que le apareció en su último cumpleaños, la cabeza alta, dirigida en ese momento hacia la oscuridad como si cumpliese el mandato de su destino.

     Comenzó a delirar a la madrugada, Justina escuchó el estallido del vidrio sobre la baldosa, buscó la bata de franela y corrió descalza por el pasillo. Lola también estaba despierta.

     -Habrá echado el vaso -dijo con su voz de espectro, desde algún rincón del corredor.

     Era verdad. Había pedazos de vidrio cerca de la cama, pero también un vómito de color ceniza que manchó la punta de la sábana y el ponepiés de terciopelo.

     -Tranquila, Angelita, decime qué te duele.

     Tenía los ojos entrecerrados y volaba de fiebre. Esta vez Lola tuvo que llamar al doctor mientras Justina se ocupaba de los vidrios y secaba con una lona el líquido inmundo regado en el piso.

     El médico mandó paños fríos en la frente, unas gotas para el malestar estomacal y los tecitos de anís y boldo que nunca faltaban en la casa. Cuando Justina preguntó si era grave, el médico dijo con tono de quien quiere irse de una vez: «Hay que ver cómo evoluciona».

     Lola lo acompañó a la calle. Parada en la puerta del dormitorio, Justina observaba el rostro inconsciente de la enferma.

     Si sus hermanas la hubiesen visto. Se animó porque no había nadie en la casa, porque a la vuelta podía entrar por la puerta del costado y ellas no se enterarían de nada. Cuando bajó del colectivo, el jeans ceñido a sus piernas le hizo sentir tan bien que le alegró haberse animado. Cuando la doméstica le abrió la puerta, su cara de sorpresa completó su dicha. Esto ocurrió en la tarde del jueves.

     -El señor Manuel pide que lo espere un rato. Está con sus amigos en la pileta, pero ya viene.

     Bajó el bolso sobre la mesa de vidrio. Del patio trasero llegaban voces alegres. Angelita sacó la cabeza en la terraza. Había música, refrescos en vasos multicolores, bikinis con argollas a los costados y rodillas redondas puestas al sol.

     -Ya vengo, profe. No se preocupe; mis amigos se arreglan sin mí.

     Estaba parado en la puerta del estarcito. Mojado y apenas cubierto con el minúsculo traje de baño. Antes de irse, la miró como si recién la descubriese.

     -Está muy linda, profe.

     Angelita se dio cuenta recién cuando lo tuvo sentado a su lado. No era el olor, porque su agua de colonia lo inundaba todo. Más bien su mirada imprecisa.

     -Manuel, ¿qué estuviste tomando?

     -Te diste cuenta, ¿verdad? No te pude engañar a vos, pero mamá ni se fijó. Profe, ¿te puedo hacer una pregunta?

     -Siempre que tenga que ver con las clases, sí.

     -¿Hace cuánto no hacés el amor?

     Estaba borracho, claro, y entonces se creía con derecho a avergonzarla de esa manera. Ella no tenía por qué aguantar esos desplantes por una platita que ni siquiera necesitaba. Claro que no. Podía irse en ese mismo momento, y era justamente lo que iba a hacer.

     Tomó su bolso de la silla y se levantó, pero Manuel estuvo a su lado antes de que hubiese dado el primer paso hacia el corredor que llevaba a la calle.

     -¿Qué es esto, Manuel? ¿Qué querés de mí?

     -No sé, profe, no sé qué quiero.

     Angelita sintió su boca cortándole el aire, sus brazos sudando sobre la blusa, ese mareo tan antiguo, esa sensación de desamparo total que produce el deseo. Lo empujó suavemente, no sabiendo si quería que se quede o si en serio necesitaba sacárselo de encima.

     Todo esto ocurrió antes de que entre la dueña de casa con la merienda. Angelita pidió disculpas por retirarse temprano. Dijo que tenía a un alumno esperando en casa, pero que de todas formas Manuel estaba casi preparado para el examen. Se fue tan rápido como pudo, pensando quizás encontrar en la calle su antigua vida, esa vida sin Manuel y sin sabor a frutilla en la boca.

     Esa noche no atendió el teléfono. Le dijo a Justina que se acostaría temprano, así que la dieron por dormida antes de la cena.

     -Ya está dormida. Pero puede llamarla mañana temprano. Sí, cómo no. Le digo que llamó.

     La voz de Justina le llegaba por la puerta entreabierta.

     Cuando las luces de la casa se apagaron, hubo una mano empujando la colcha. Unos pies que caminaron descalzos hasta la sala, hasta el teléfono, hasta la estupidez.

     -Hola... ¿Hola? ¿Quién habla?

     Manuel la reconoció en el silencio del tubo antes de que ella pudiese colgar.

     -Sos la profe. ¿Verdad que sos la profe?

     -Eh, sí, Manuel. Llamé porque me dijeron que hablaste. Muy amable de tu parte.

     -No, me llamaste porque estás igual que yo. Me deseás, y es recíproco.

     -No, Manuel, vos lo que querés es jugar con una vieja solterona. ¿Cómo podría pensar que te vas a fijar en mí si tenés a las chicas que querés?

     -Te quiero a vos, Ángela.

     En un gesto desesperado, como si él pudiese verla, Ángela se cubrió las piernas que colgaban desde el corte de encajes del camisón.

     -Querés satisfacer un capricho, que es distinto. ¿Para qué, Manuel? ¿Para reírte de mí cuando se lo contás a tus amigos?

     Ángela quiso cortar, de nuevo:

     -Creés que soy un nene, verdad. Creés que juego con todo, que no me importan tus sentimientos. No soy así, Ángela. Deberías dejarme que te muestre que no soy así.

     Ángela soltó el tubo del teléfono como si le quemase. Buscó sus cigarrillos en el bolsillo del salto de cama, caminó por los pasillos ensombrecidos hasta la cocina y salió al corredor. Un vientecito fresco subió por sus piernas.

     -Puta vida, carajo. No sé qué querés de mí, Dios, pero hacémelo saber antes de que haga una pavada.

     Y amaneció el viernes, el último día del repaso, aquel mismo en que Angelita no apareció para el rosario. Se fue temprano, después del almuerzo, cuando sus hermanas hacían la siesta.

     Hubo varios accesos de vómitos antes de que termine de amanecer. Lola no quiso volver a la cama, pero estuvo dormitando en la sala hasta que la luz, cortada en tiras por el enrejado, le picó en los ojos. Entonces fue a cambiarse la ropa y a lavarse la cara. Cuando entró a la cocina, el desayuno se estaba por servir y en la pava hervía alguna hierba medicinal que agriaba el aire.

     -Está peor, verdad -preguntó.

     -No sé, Lola. Podés verla y de paso le preguntás si necesita algo.

     -No, mejor la dejamos dormir.

     -¿Qué pasa, Lola? Te ves mal.

     Estiró una silla y se dejó servir el café con leche. A las ocho de la mañana volvieron los vómitos y la fiebre en el cuarto de Angelita. Justina habló de llevarla al sanatorio. Fue después que se fue el médico, cuando pensó que estaba dormida.

     -Déjenme aquí. Déjenme en paz -balbuceó la voz delirante. Después se durmió verdaderamente, lo que se aprovechó para poner en orden la casa y analizar qué convenía hacer si las cosas empeoraban.

     -¿Pensás que se va a morir? -preguntó Lola.

     -Dios me libre y guarde. No hables así, hermana, que a la desgracia se la llama con la boca.

     Las dos mujeres descansaban en la salita de costura.

     Pensaban en lo mismo, pero fue Lola quien se atrevió a desafiar el silencio.

     -Pensé que iba a ser yo, Justina.

     -¿Qué cosa?

     -Ya sabés, la primera en irme. Pero ahora... Ella está tan mal, ¿verdad?

     -Si no mejora mañana la llevamos al sanatorio. No vamos a dejar que...

     -Que se muera, ¿verdad Justina?

     No olvidaron el rosario del día sábado ni el nombre de Angelita a la hora del «te lo pedimos, Señor». Cuando terminaron, Lola se dejó llevar por ese nudo que le dolió todo el día. Se cubrió el rostro con las mangas del luto, y se entregó al llanto desordenado de los que olvidaron cómo llorar... «Yo fui tan mala, hermanita, tan mala».

     Justina la llevó a su dormitorio, la cubrió con una manta y fue a traerle un té de tilo. Los sonidos de la noche llenaban la casa. No supo por qué en ese momento, pero después entendió que era un presentimiento, decidió darle una mirada a Angelita.

     El cuarto estaba a oscuras. La palidez de la lámpara hizo aparecer de a poco las cosas sin que entre ellas estuviese Angelita. Ni en la cama, ni en el baño, ni en los demás cuartos que Justina fue revisando. Volvió al dormitorio como tratando de adivinar lo que allí había pasado.

     Finalmente se refugió en la cocina y trató de imaginar qué iba a decirle a Lola cuando pregunte.

     -Cuando abrí la puerta de su dormitorio vi la cama vacía. No sé dónde está -eso le diría. Nada más. Seguramente Lola preguntaría dónde fue, por qué y en ese estado, pero ella no podía mencionar al alumno. Después de todo, no sabía si tenía que ver con él. Aunque imaginaba que sí.

     Los grillos comenzaron a silbar en los techos. Hubo un chispazo de luz en el pasillo, y luego la voz. Era Lola. Todavía faltaba para que su rostro aparezca en el rectángulo de la puerta. Todavía había tiempo de imaginar qué decir, cómo.

     -No debí venir.

     -No seas boba, Ángela. Claro que ibas a venir. ¿Ya estás mejor? Dejáme tocarte... Hum, todavía tenés la cara caliente.

     -Vos me pusiste así, Manuel, vos me embromaste la vida.

     -Genial. Pero en serio, mirá que si no llegabas en diez minutos iba a buscarte.

     -¿Y después qué, Manuel? ¿Después soy un chiste más que le vas a contar a tus amigos, la vieja estúpida a quien le regalaste una noche?

     -Vení, Ángela, vení.

     La boca húmeda se abrió sobre ella, se hizo una sola sustancia estremecedora con su propia humedad pegajosa, caliente. El auto, estacionado a dos cuadras de la casa, era todo lo que necesitaban. Antes de abandonarse en el abrazo definitivo, todavía con los ojos cerrados, Angelita murmuró:

     -¿Sabés una cosa, Manuel? Al diablo con todo.

     Lola entró en la cocina en ese momento.



DEJALE LAVAR A MAMÁ

 

     Chela no le encontró nada de especial a esa mañana de enero que, como fruta pasada, se descomponía en el patio. El calor no cedió en la noche, pero siempre era mejor tener a la luna encima antes que a ese sol que se encumbraba tan temprano. Tan cuando todavía daban ganas de echarse un ratito más.

     El bebé estaba despierto desde hacía rato. Lo escuchó cantar en los pies del catre, voltearse de uno y otro lado, seguramente para escapar de los mosquitos que le tenían supurando las picaduras infectadas.

     Ella se los espantaba hasta que hastiada de esa lucha tan desigual, de ese empujar el bollo sibilante que volvía apenas la mano dejaba de mecerse en la oscuridad, lo abandonaba confiada en que el sueño lo ponga a salvo del tormento.

     Nadie entendió por qué no le dio el pecho después que lo parió. Chela dijo que era cosa suya y, aunque su respuesta no conformó a nadie, por lo menos se sacó de encima el compromiso de decir la verdad.

     Eran sus ojos. Su mirada como ese agujero sin estrellas donde una vez estuvo.

     Cuando la partera lo puso en sus brazos supo que no podía hacerlo. Imposible no traer a la memoria otra lengua, otro fuego quemando los senos, las noches oscurísimas de Puerto Pinasco hundidas en su cintura. Mandó sacar del ropero el biberón y no hubo quien la convenciese de aprovechar la leche que le manchaba el camisón.

     Pobre santo. Se mantenía al margen de su vida. Nunca lloraba, no sabía reír y, aunque Chela lo escuchó decir «mamá» mientras jugaba en el galpón, jamás pronunció la palabra en su presencia.

     Tenía once meses, el rostro aindiado (también como él), los primeros dientes habían aparecido, el pelo echado encima de la frente con hebras duras y desiguales. Resignado a las raciones de té de hojas de naranja cuando no había dinero para la leche, el bebé se encorvó un poco con la pérdida de peso. Pero estaba sano y hasta las gripes las soportaba con sobrada energía.

     Desde que nació Chela lavó ropa ajena para pagar la cuenta del almacén. Antes le bastaba con tenerlo a él (al papá del bebé), con esperarlo desnuda en el catre para sostenerse en su amor. Cuando se fue, nada en la vida tuvo sentido, ni siquiera el bebé que le dejó en el vientre.

     -Hola nene, ¿querés levantarte?

     Del otro lado del catre el canto cesó. Chela puso los pies en el piso. Aquel sería un día verdaderamente caluroso. Se sacó por arriba el camisón, buscó una remera limpia, se calzó la bermuda, recogió su pelo en una coleta y salió al galponcito que le servía de cocina. Eran apenas las seis de la mañana, pero todo estaba amanecido.

     No tenía necesidad de sostenerlo en su regazo para darle el café con leche. Le pasaba el biberón y él levantaba el brazo para tomar el recipiente de plástico. No se lo llevaba a la boca enseguida. Esperaba que Chela se olvidase de él para hacerlo y entonces volvía a dormitar un rato más, hasta que ella venía a buscarlo.

     Esa mañana fue igual. El bebé se quedó en el catre hasta que Chela terminó de remojar la ropa sucia en agua enjabonada.

     -Vamos nene. Vení con mamá.

     Lo tendió en el catre para sacarle el pañal mojado y ponerle un shorcito de algodón y una camisilla. Solía pasarle a menudo en esos momentos, que no sabía qué decirle. No le miraba a los ojos por miedo a encontrar nunca supo qué, pero ese silencio entre los dos era tan molesto que hacía todo enseguida para salir de una vez al patio y olvidarse de él hasta el mediodía.

     Una vecina le dio la idea. Ella no se animó al principio, pero necesitaba trabajar y no podía encerrarlo en la pieza sabiendo cómo hervían las paredes cuando el sol se ponía alto. En los primeros tiempos le daba una ojeada cada media hora, pero después tanto el bebé como ella se acostumbraron al corralito de tierra cavado bajo el yvapovõ.

     Era un hoyo de medio metro de profundidad. Si quería hasta podía salir empujándose con los brazos y las rodillas, pero el bebé era tan dócil que sólo se incorporaba cuando las piernas se le acalambraban. Se quedaba entonces mirando a Chela por un buen rato. Ella, volcada sobre las bateas de la ropa, sabía que lo hacía, por eso no se fijaba.

     -Ay nene, hoy va a ser un día terrible.

     Cruzaron los quince metros que separaban la casa del yvapovõ. El bebé todavía tenía sueño. Chela fue por una toalla vieja que pudiese servirle de almohada, la abolló con el brazo y se la dio. El bebé la puso bajo su cabeza y se recostó enseguida, un poco decaído seguramente por el sol que comenzaba a requemar el aire. Chela lo volvería a ver una vez antes del mediodía, cuando todo parecía estar tan en su lugar.

     Le llevó un pedazo de pan y el biberón con agua fresca. El bebé la miró con esos ojos de saberlo todo de ella, de haberla visto por lugares que ni ella conocía, de ser todavía ella de alguna manera. Tenía el shorcito mojado. Chela le pidió que se lo saque y él lo hizo, aunque los ojos le temblaron cuando escuchó su tono de enojo.

     -¡Te vas a quedar así, ¿me escuchás?! ¡¿Acaso te cuesta sacarte la ropa antes de ensuciarte?!

     Se calló porque no tenía sentido descargar su furia con quien ni siquiera le entendía. En el fondo, claro, pensaba que sí, que le entendía, que se mojaba con pis para castigarla, para hacerle la vida imposible, para recordarle al hombre cuyos ojos no dejaban de mirarla ni siquiera cuando el bebé volvía a echarse sobre la toalla y le daba la espalda.

     La escuchó alejarse camino al pozo, sus pies arrastrando las zapatillas con su sonido gomoso, triste. Sentía la viscosidad tibia bajo sus nalgas, lo que le pasaba siempre que se mojaba estando en el hoyo. La tierra se le pegaba a las partes y comenzaba a irritar, a dar comezón, a meterse en la piel con su filo redondo, a dolerle cuando se rascaba.

     Se puso boca arriba. El techo movedizo del yvapovõ le mareó. La gran masa viva resistía al incendio que filtraba sus puntas blancas hasta que un nuevo hamaqueo de ramas recomponía las piezas sueltas del follaje. Podía escuchar el sonido ronco de los gajos. El ir y venir de las hojas en su fricción de siglos. El bollo de pan se humedecía en su mano. No tenía hambre. Ni sed. Y se hubiese quedado así, tendido boca arriba, hasta que Chela volviese por él (¿se le habría pasado el enojo?) si no hubiese sido por el dolor.

     El aguijoneo se le hundió en la carne como un puñal. El bebé dejó caer el biberón. Algo detrás suyo empujaba, retrocedía y empujaba, le sacaba el aire, le hacía buscar con la mano la punta de lo que se estaba metiendo dentro suyo. Logró sentir la piel resbalosa yéndosele de las manos. Fue entonces que buscó la orilla del hoyo con desesperación. El primer chorro de sangre le manchó las piernas. Arañó las paredes secas del hoyo, se empujó con los codos hacia afuera, hacia afuera, y ese algo que seguía cabeceando dentro suyo, ese algo asqueroso que estaba entrando en él.

     Chela bajó la palangana donde las ropas ya enjuagadas se apilaban, cuando lo vio tirado al lado del hoyo. Desde lejos notó la palidez de su rostro entregado al desmayo. Como una coleta repulsiva, la culebra todavía temblaba en medio del líquido que no dejaba de brotar de las nalgas desnudas del bebé.

     Fue entonces que lanzó el primer grito.



ESPEJO (HISTORIA DE UN VAMPIRO)

 

     «Debimos haber muerto con él», dijo la muchacha al tiempo que se tumbaba en el sillón cubierto -como los demás muebles- con una manta de color oscuro. Los pies le ardían. Se los restregó en la alfombra hasta dejar libres sus dedos que comenzaban a hincharse bajo la media de nylon.

     La mujer a quien se dirigía caminaba en aquel momento hasta el botón del velador que anaranjó el saloncito con su luz tristísima. El negro de la ropa contrastaba con sus mejillas blancas y regordetas. Era la tía Constanza.

     Sin girar la cabeza, con una voz que se mantuvo a medio tono desde que Federico Urrutia entró en la etapa final de su enfermedad, anunció que el té estaría listo en un momento. Colocó el pañuelo y el monedero sobre el aparador, cerró los ojos y se llevó la mano a la frente. Estaba sudando. También parecía a punto de llorar, pero lo pareció todo el día y como jamás lo hizo Candela distrajo su atención de ella -por un momento- y se hundió en esa especie de sopor en el que flotaban sus pensamientos.

     Cuando la buscó, ya no estaba.

     Candela fue la última Urrutia que conversó con Federico.

     Habían crecido juntos en la casa de la tía Constanza sus once primeros años -tenían la misma edad- y tres más de la etapa que comenzaba a pertenecer a la adolescencia. Allí vivió la abuela Urrutia, y antes la bisabuela, y la madre de ésta, mujeres que, según la tía Constanza, no se casaron para evitar que desaparezca el apellido de la familia.

     Rodeado de un jardín espeso y descuidado, la casa de tres niveles guardaba secretos que los niños fueron descubriendo en los baúles, en la biblioteca que perteneció al tío Eugenio -no lo conocieron-, en dormitorios de paredes peladas por la humedad, en cajas de fotos y en roperos donde colgaban trajes y sombreros que alguna vez no olieron a naftalina.

     Las siestas eran(11) deliciosas. La tía Constanza calafateaba las puertas para que el sol no se escurra por las rendijas, quemaba azaleas secas en un recipiente de barro y acomodaba su enorme cuerpo al lado de los niños. Entonces hablaba y, además de su voz, no había más sonido que el picoteo de los pájaros en el techo y los mangos del barrio achicharrándose a la intemperie.

     Les contaba historias que nadie más recordaba en el mundo y que ella retuvo con la persistencia de quien, sospecha, sólo tendrá en la vida los recursos de la memoria.

     -¿Qué dijo antes de... la desgracia? -preguntó la mujer. No habían dado las seis de la tarde. El comedor estaba ubicado en el lado Este de la casa. Una larga mesa de madera lustrada ocupaba el centro del salón iluminado con una araña de cristales azulados. Las sillas de respaldo alto y de asientos acolchados extendían sus sombras humanas sobre el piso de parqué. Una serie de cuatro ventanas cubiertas con enrejados de madera dibujada, dejaban ver el jardín en donde Federico -hacía tan poco- juntaba azahares para la tía Constanza.

     -No quería morir.

     -¿Lloró?

     -No.

     La mujer retiró la silla haciendo el gesto de levantarse. Sus ojos desfallecían. Candela le pidió que se vaya a descansar. Prometió retirar todo, y lo hacía en el instante en que un sonido atrajo su atención. Venía de la sala. Caminó con no menos temor que el que había tenido durante todo el día. Empujó la puerta. A sus pies, el monedero que la tía Constanza dejó sobre el aparador -como movido por manos invisibles- daba pequeños giros.

     La muchacha lo levantó en un solo gesto, lo puso en su lugar y regresó al comedor para terminar de retirar los cubiertos. Sabía cómo sería, pero ahora no estaba segura de poder enfrentar los acontecimientos que sentía se adueñaban de su espíritu.

     El primer día que entraron a la biblioteca tenían poco menos de diez años. La tía Constanza preparaba galletitas de canela en la cocina. Fue ella quien les dio, además del permiso, una llave de cabeza cuadrada que el herrumbre comenzaba a despintar, y la historia: «El finado Eugenio, mi hermano, no servía para nada excepto para encerrarse en esa pieza y llenarse la cabeza de boberías. Murió comido por la leucemia. El médico dijo que el encierro debilitó su sangre».

     Sin embargo, no era la primera vez que subían a la última habitación de la casa. La tía los dejaba esperando -una vez por semana- en la puerta mientras pasaba el trapo de piso y abría las ventanas para espantar la humedad. «Este lugar no es para niños», les advertía, pero al final cedió ante la insistencia de Federico.

     Fue él quien decidió que aquel lugar cambiaría sus vidas.

     Y así fue.


 

LA BIBLIOTECA

 

     A diferencia de la escalera que llevaba a las habitaciones principales ubicadas en el segundo nivel, la del tercero, mal iluminada por una lamparita que no hacía sino deformar la visión de las cosas, era tan estrecha que Federico subía primero. Detrás suyo, Candela sentía cómo un silencio puesto allí desde antes -¿tendría que ver con el tío Eugenio?- los marcaba para siempre.

     Un pequeño pasillo protegido de un lado por barandales de fantasía y cubierto por el otro, por la pared lisa de la habitación en cuyo centro una puerta cuadriculada y pesada cerraba el paso, se completaba con la punta del techo que se unía en triángulo sobre la cabeza de los niños.

     (El clack de la llave corrida en doble vuelta sonó a definiciones profundas que en aquel momento ni Federico ni Candela estaban en condiciones de interpretar, y que tan sólo el recuerdo devolvía con tanta claridad, con tanto sentido.)

     La biblioteca consistía en estantes de madera -rebosados de libros- adheridos a los cuatro lados de la habitación, más tres baúles, un escritorio viejo, una caja de vidrio que alguna vez sirvió de portavelas -los restos de cebo pegados a la superficie lo delataban-, carpetas apiladas en los rincones, una silla con el forro deshilado y un sillón de mimbre ubicado al lado de una de las ventanas -había dos- probablemente destinada a la observación de los juegos de estrellas que los niños aprendieron a nombrar con la guía «Estampas de oro», que fue lo primero a lo que echaron mano.

     -¿Y ésas, Fede?

     -Las siete cabrillas.

     -¿Por qué se llaman así?

     -El libro no dice. A lo mejor porque son blancas.

     -No son blancas. Son amarillas.

     -No seas boba, Candy. Todo el mundo sabe que las estrellas son blancas. ¿Sabés por qué? Porque son cristales congelados. Como el hielo. Nada más que brillan. Es normal. Todo lo que está en el cielo brilla. Hasta Dios.

     Acodados en la ventana, los niños experimentaban esa sensación de eternidad que produce la vista de una noche abrasada de estrellas.

     Una mañana Federico se ocupó de los estantes altos. ¿Y aquellas cajas?, preguntó. Ni la mesa ni los demás muebles a mano fueron suficientes para salvar la distancia, pero sí la curiosidad. Aprovechando la ausencia de la tía Constanza -iba a misa de miércoles- subieron la escalera de madera destinada a bajar naranjas que la tía recostaba en el galpón, y se apropiaron de los cinco enormes bultos apartados por el tío Eugenio -más tarde sabrían por qué-.

     Aquella noche Candela soportó las peores pesadillas de su vida -no dejaba de ver las horribles portadas que se pasaron la tarde limpiando con paños humedecidos en alcohol-, pero al día siguiente estaba lista para tirarse al lado de su primo, en el piso, y escuchar de sus labios historias de almas en pena, encrucijadas habitadas por espíritus malvados, perros hurgando tumbas en la medianoche de los días viernes, tesoros custodiados por duendes horribles.

     Las cajas contenían ejemplares «prohibidos» -así rezaban las etiquetas- de las Ciencias del Ocultismo, Tratados de Alta Magia y Manuales de Hechicerías. Los niños deliraban. Frente a aquellos relatos, los de la tía Constanza pecaban de inocentes.

     Federico tomó un interés casi obsesivo por el Manual de Vampirismo, un libro cuyas hojas cocidas a mano y manchadas por algo que los niños concluyeron era caca de bichos, se despedazaban en una vuelta brusca. Llegó al colmo de sacar el ejemplar de la biblioteca -tenían prohibido hacerlo- para leerlo en la cama, debajo de las sábanas, con la luz de una linterna que prendía las letras dándole una inmerecida resurrección.

     -¿Vos creés en los vampiros, Candy?

     -No sé.

     -Yo no te digo el de la tele. Yo digo en vampiros de verdad.

     -¿Cómo son los vampiros de verdad?

     -Son personas que se mueren sin querer. Por eso vuelven del más allá, pero como ya no son como nosotros tienen que vivir escondidos.

     -¿Eso leíste en tu libro?

     -Sí. Dice que cualquiera que conozca el «gran secreto» puede convertirse en vampiro.

     La conversación fue interrumpida por los gritos de la tía Constanza -el chocolate estaba listo y no quería que se enfríe-. Federico escondió el libro en uno de los estantes, lo cubrió con un ejemplar de la enciclopedia «Conozca su mundo» y se apresuró en buscar la sandalia. Candela lo esperó, algo perturbada por la conversación reciente, en el corte de la puerta.


 

SEÑALES

 

     A las ocho y media de la noche Candela tomó el teléfono y llamó a su madre. «No puedo dejar a la tía Constanza. Está mal», le explicó.

     -¿Y vos cómo estás? -le preguntó aquella voz que últimamente le costaba reconocer como parte de su vida.

     -¿Y qué creés? Fede se murió, ma, ¿te acordás? -respondió en tono agresivo.

     Su madre era hermana de la tía Constanza. Hermana del padre de Federico. ¿Tan poco le conmovía la existencia de estas personas -para ella, la vida misma- que tenía que hacerle una pregunta como ésa? Bajó el tubo -su rostro se descompuso con un llanto que hubiese querido evitar-. Una sombra en la pared la sobresaltó.

     -¡Candela!

     El grito de la tía Constanza sonó en toda la casa. Estaba parada en el mismo lugar de donde había desaparecido minutos antes, el rostro sin color, los labios envejecidos. Despeinada y con un salto de cama de color negro, señalaba hacia el lugar que Candela siguió hasta que su mirada tropezó con el tubo del teléfono que había tenido en sus manos.

     Sostenido en el aire, el tubo se movía en círculos a treinta centímetros de su soporte. La muchacha, en puntas de pie, alcanzó el auricular, dio un pequeño tirón y lo colocó donde correspondía. Detrás del clack, la tía Constanza se desvaneció.

     Cuando despertó, poco tiempo después, olía a vinagre aromático y hojas de ruda. Seguía en el piso -Candela no hubiese podido arrastrarla- pero su cabeza reposaba sobre un almohadón suave y estaba cubierta con una colcha.

     -¿Qué fue eso?

     La muchacha no respondió. La ayudó a subir hasta su dormitorio, le preparó un tecito de anís y la dejó dormirse en sus brazos. Cuando la arropó, rozó su frente con un beso y caminó hasta la puerta. Ojalá no despertase. Ojalá jamás supiese lo que en esa casa estaba comenzando a suceder.


 

PROCESO

 

     Esta vez sí fue difícil convencer a la tía Constanza. «Cambiar las cosas de lugar trae mala suerte», se quejaba, pero una vez más dio el gusto a los niños.

     Querían el espejo de cuerpo entero que, cubierto con un paño de franela, se mantenía al pie de la cama de la abuela Urrutia. Con terminaciones ovaladas y con un soporte de madera de palo santo, la lámina en plata viva resplandecía como un charco de agua de lluvia bajo la luz del alumbrado. Lo subieron entre todos -la tía Constanza presentía un accidente que no se produjo- y lo colocaron en el centro de la biblioteca -más tarde Candela y Federico se encargaron de arrimarlo a la ventana-. Mientras lo empujaban, la imagen de los niños tembló en la pantalla de metal.

     Por entonces habían cumplido sus doce años. Candela era una muchachita delgada, morena, el pelo lacio caído por debajo de los hombros, el flequillo flotando sobre la frente, los ojos negros y demasiado grandes para aquel mentón que terminaba en punta. Vestía una remera amplia, jeans despintados -la tía Constanza se los desteñía con baños de lavandina-, iba descalza.

     A su lado, Federico Urrutia reproducía sus facciones. Parecían hermanos. Un poco más alto que ella, también delgado, el rostro un poco más alargado y los labios más finos -la pelusa de un vello naciente se le escapaba por el cuello de la remera-. Vestía igual que Candela y, como ella, caminaba descalzo.

     La idea era dar poder mágico al espejo cargándolo con la luz de la luna. Candela no creía nada de eso, pero le divertía ayudar a su primo en la difícil tarea de encontrar un supuesto «ángulo correcto» que terminó siendo tan estrafalario como peligroso.

     Después de la cena y haciéndoles prometer que bajarían antes de las once, la tía Constanza los despidió en la escalera que llevaba a la biblioteca. Federico no encendió las luces -la luna ardía en el fondo del cuarto-, trancó la puerta y tanteó en la oscuridad hasta encontrar la mano de su prima.

     -¿Y si se cae?- preguntó Candela viendo la lámina plateada tendida sobre el travesaño. Una mitad dentro de la pieza, la otra en el vacío.

     -No se va a caer. Lo que quiero es inclinarlo un poco, para que se refleje mejor.

     Permanecieron mucho tiempo -olvidaron cuánto- sosteniendo la punta del retablo de palo santo, cuando Candela sintió un dolor afilado en los ojos. Quiso apartarse de la ventana, pero Federico la previno.

     -Ahora no te podés ir. Ya es tarde -le dijo.

     En aquel momento la luna se paró en ángulo recto sobre el espejo. Como fuegos artificiales, pequeñas explosiones de luz flotaron en la superficie enceguecedora. Duró un segundo, pero fueron varios los días que tanto Candela como Federico sintieron la picazón de los ojos.


 

ENFERMEDAD

 

     Aquel invierno fue el más memorable de la casa Urrutia. Una llovizna perpetua marcaba con sus púas transparentes los vidrios de las ventanas, mientras afuera los árboles perdían hojas y ramas en los asaltos porfiados de los vientos helados -la tía Constanza quemaba carbones en un brasero de hierro que más tarde colocaba en el centro de la cocina para darse calor-. El sonido de las vainas de ingá rebotando en el patio le recordaban su niñez.

     Federico y Candela aprovechaban las vacaciones en el Liceo para encerrarse en la biblioteca, más convencidos que nunca -cada cual- acerca de la lectura escogida. Llevaron dos catres de lona para evitar el piso frío, y allí, envueltos en frazadas de lana, debatían largamente acerca de lo leído.

     -¿Por qué no te gustan las historias de amor, Fede?

     -Son bobas.

     -¿Y eso que te pasás leyendo acerca de vampiros y de tumbas?

     -Eso no es bobo.

     -Claro que sí.

     -No sabés de lo que hablás.

     -¿Por qué siempre creés que tenés la razón?

     -No siempre. Sólo ahora.

     -¿Ah, sí? ¿Y se puede saber qué hay de especial ahora?

     -Que nosotros también vamos a morir.

     -¿Y qué?

     -Pero no tenemos por qué irnos. Podemos quedarnos si queremos.

     -¿Convertidos en vampiros?

     -No te burles.

     El aullido de un relámpago enmudeció a los adolescentes. Se miraron, y en sus ojos resplandeció la duda -en los de ella- y la fatalidad -en los de él-.

     Federico permaneció lejos de la casa por una semana. Le dio gripe -la fiebre lo postró-. Una cantidad de descongestivos y jarabes lo devolvieron a la biblioteca con el semblante reanimado, aunque la tía Constanza parecía preocupada. «No debiste venir», repetía, pero estaba feliz de tenerlo en la casa.

     Candela volvió al colegio una semana más tarde, sola. Federico tuvo una recaída. El médico que lo atendió reprendió a sus padres por no haberlo llamado en la primera gripe. Dijo que unos antibióticos hubiesen resuelto el problema, pero ahora se enfrentaban a una infección mal curada de consecuencias impredecibles.

     Unos meses más tarde le diagnosticaron fiebre reumática. Los malestares inocentes del principio se volvieron insoportables en los albores de la primavera. Federico volvió a la casa de la tía Constanza, pero ya no subió a la biblioteca. Candela bajaba los libros hasta la sala y allí se quedaban tumbados en el sillón, saboreando el olor a flores del aire y el sonido de las aves rasgando el atardecer.


 

DEFINICIÓN

 

     Candela sintió el piso frío -se había sacado los zapatos al llegar del sepelio- bajo las medias. Encendió la luz del corredor sabiendo que no debía hacerlo. Buscó con una mano el broche del vestido negro, lo abrió, corrió el cierre y vio cómo la ropa de luto se deslizaba por su cintura -sus senos de niña se erizaron ante la sorpresa de la desnudez.

     Se acercó a la escalera. Estaba oscuro. Subió como la primera vez -su vida podía ser distinta si tan sólo se quedaba con la tía Constanza-, la pausa de un paso interrumpido por el nacimiento del otro.

     Adivinó en la oscuridad lo que necesitaba: la puerta de la biblioteca, el picaporte, el sillón hasta donde se dirigió en medio de la soledad más temible. Su respiración, como algo vivo, le arañaba el pecho.

     Emergiendo de las tinieblas, el cuarto que la rodeaba se clareó con la luz de la luna. Frente a la muchacha, la lámina plateada del espejo la reflejó borrosamente.

     -¿Qué te pasa, Fede? -le preguntó hacía dos meses. El muchacho tuvo los primeros padecimientos cardíacos en el colegio. Le mandaron reposo. Candela se tuvo que acostumbrar a visitarlo en su casa.

     -Estoy mal.

     -Pero te vas a mejorar.

     -No; por eso quiero que me hagas un favor. ¿Te acordás cuando teníamos siete años y la abuela murió? Vos y yo ayudamos a la tía Constanza a tapar con tela negra los espejos de la casa. Si yo muero, no dejes que nadie se acerque a mi espejo.

     -No digas eso.

     -No, Candela, dejame hablar. Si el día del entierro llueve, olvidate de todo lo que te digo. Pero si es día abierto, no permitas que acerquen flores silvestres. Sólo rosas, de las que compran en las florerías. ¿Entendés?

     -¿No querés que llame a tu mamá? No te veo bien, Fede.

     -Por favor, sentate y escuchame.

     -¿No estarás pensando en las tonterías de la biblioteca...?

     -Puedo hacerlo, Candy. Me preparé mucho. Leí todo lo que hay que saber. Si no es verdad, de todas maneras voy a estar muerto, y si es verdad, voy a poder seguir contigo.

     Un acceso de tos acabó con la conversación. La última vez que estuvo con él, Candela recibió las instrucciones que faltaban.

     Federico murió una noche de abril. Su padre prohibió la formolización del cuerpo -¿cumplía los deseos del muchacho?-. Al día siguiente, a las cuatro de la tarde, la familia Urrutia abandonaba en el cementerio a uno de sus miembros más queridos.

     Eran las diez y media de la noche. Faltaba poco. Si en los minutos siguientes nada pasaba, Candela volvería sobre sus pasos, buscaría su ropa, prepararía agua caliente para el té de la madrugada. Probablemente podría entonces llorar la muerte de su primo -por fin-, podría dormir un poco y, al amanecer, cubriría el espejo de palo santo y sabría cómo es vivir el resto de la vida sin Federico.


 

RESURRECCIÓN

 

     Candela llegó a la casa de la tía Constanza -eran las seis y media de la tarde- con un gesto de preocupación en el rostro. La familia confiaba en la mejoría del chico, pero él le habló de todo aquello, del espejo, de las flores sobre la tumba. ¿Se estaba muriendo y los Urrutia no querían darse cuenta?

     Buscó a la tía en la cocina y la apartó de las cacerolas para sentarse con ella a la mesa.

     -Tía, ¿por qué se tapan los espejos cuando alguien muere?

     -¿No querés un pedacito de pan? Quiero que me digas si está rico.

     -Bueno, sólo un poquito. ¿Y, tía?

     -¿Por qué me preguntás eso?

     -Fede me hizo acordar que cuando éramos chicos y se murió la abuela, nosotros te ayudamos a tapar los espejos.

     -¿Por qué lo recordó?

     -No sé.

     -¿Habló de morirse?

     -No, sólo de los espejos.

     -Ah... No hay mucho que decir. Es sólo una costumbre.

     -Sí, pero tiene que ser por algo.

     -Claro que es por algo, pero no tiene importancia ahora.

     -Quiero saber por qué.

     -Bueno, antes se decía que para comenzar su camino hacia el más allá, el finado tiene primero que aceptar que murió. Eso es difícil, Candela, porque nadie quiere abandonar a sus seres queridos. Entonces el espíritu recorre la casa donde vivió buscando algo que le recuerde cómo era -lo primero que busca es su sombra, pero los muertos no tienen sombra-. Si fracasa, el espíritu se va, pero si ve su imagen en un espejo puede convertirse en ánima y quedarse en la casa.

     -¿En ánima o en vampiro?

     -No sé, mi hija. Eso se decía antes. Ahora nadie cree en esas cosas. ¿Te pido una cosa, Candela? No hables de esto con Fede. Él está mal, pobrecito. Se podría impresionar.

     Alguien tocó a la puerta. Las mujeres enmudecieron. En el patio las estrellas comenzaban a prenderse. Eran noticias de Federico. Lo llevaron al hospital.

     Candela volvió a mirar el reloj. Eran las once menos cuarto. El rayo alargado de la luna se metió en aquel instante por la ventana, calcó su círculo sobre las baldosas y se posó, etéreo, frente a los ojos vacíos de la muchacha.

     Las partículas de algo que comenzó pareciendo polvo, flotaban en el halo. Candela recordó las palabras de Federico, alguna vez, en ese mismo cuarto. «Ahora no te podés ir. Ya es tarde». Entonces lo escuchó, no en su recuerdo sino a él, allí mismo, a las once menos diez del día que lo enterraron. «Candy, no te asustes. Estoy aquí». No lo veía, pero reconocía su voz. Lenta, como si arrastrase las vocales; ronca, como si el dolor de garganta no lo hubiese abandonado. Estaba del otro lado del rayo.


 

ALUCINACIONES

 

     Candela no se movió. Soltó los senos que hasta entonces tapó con sus brazos -estaba avergonzada- para llevarse las manos a la cara. Sus oídos, lastimados por un silbido persistente, comenzaban a doler. Cerró los ojos. La paz de una noche interior la regocijó.

     ¿Volaba? Imposible. ¿Estaba soñando? Era lo más probable. Por encima del análisis de la situación -que no pudo evitar-, sin mover los pies, la muchacha avanzó hacia la claridad entreabierta de una puerta. No la tocó. Un sonido tan familiar, tan dentro de sus recuerdos, le trajo la tranquilidad que le faltaba.

     Música de Strauss. Los sillones, la alfombra de pelusa encarnada, los retratos de las mujeres Urrutia en las paredes, todo indicaba que estaba en la sala de la casa. Un ramito de rosas se refrescaba en el agua de una vasija transparente ubicada sobre el aparador -el monedero y el pañuelo de la tía Constanza seguían allí-. El sonido de la música jugueteaba en el aire, caía en pendiente para luego remontarse con el vuelo desigual de las aves, se deshacía como un hechizo y resucitaba, limpio, encima de los muebles. La tía les ponía aquel vals cuando tenían cuatro años. Apartaba los muebles, se sacaba los zapatos, los tomaba de las manos y les enseñaba a girar, una y otra vez, la risa de Federico, los ojos agrandados de Candela, los pasos desordenados siguiendo las teclas, el violín, hasta sucumbir al cansancio.

     Algún mecanismo que no alcanzaba a comprender la llevó hasta allí. ¿Dónde estaba Federico? Con horror, la muchacha notó que seguía desnuda. Fue él quien se lo pidió: «No quiero verte con luto», le dijo. El momento que se cubría los senos -una vez más- coincidió con la esperada aparición.

     Parado al lado del tocadiscos, el muchacho la miraba. Sus ojos, ahora sin brillo, eran los mismos. Su pelo oscuro.

     Por primera vez desde que tuvieron cinco años y dejaron de bañarse juntos, Candela lo vio desnudo. Le extrañó que no se avergonzase. Un órgano sexual rígido -era el de un hombre- la hizo sonrojar. Miró sus labios con temor. Nada en ellos había cambiado.

     -Vení -dijo él tendiéndole una mano pálida. Candela le hizo caso. Cuando la alcanzó, Federico tomó sus brazos y se los abrió:

     -Siempre soñé con tus senos. Sabía que eran así -le dijo. La muchacha se arrimó a él. Estaba tan frío. Se sentaron uno al lado del otro. El vals había enmudecido.

     -¿Estás vivo, Fede?

     -Vos sabés que no.

     -¿Dónde estamos? Yo te esperaba en la biblioteca.

     -Es mejor así, Candy. Hay cosas que tenés que saber antes de que volvamos.

     -¿Sos un vampiro? No parece.

     -Todo pasó como te dije.

     -¿Y ahora qué vamos a hacer?

     -Me vas a ayudar a morir, como me ayudaste a vivir.

     -¿Por qué? ¿Qué salió mal?

     -¿Sabés por qué te traje aquí? Porque no te podía mostrar cómo soy en realidad. No soy como me ves. Hay cosas que cambiaron en mí.

     -No me importa.

     -Decís eso porque no sabés de qué te estoy hablando.

     -¿Qué sentiste, Fede? Vos me dijiste que me ibas a contar todo.

     -No es malo, Candy. Es muy especial. Es algo que tenemos que dejar que pase.

     -¿Cómo es?

     -Como ir a la escuela. Tenés miedo, pero igual te llevan. Conocés otros niños, les enseñás tus juegos, ellos te enseñan otros y a la mañana siguiente ya te querés quedar.

     -¿Duele?

     -Sí. Duele no estar contigo, Candy. Por eso volví, pero ahora me doy cuenta de que de esta manera no sirve. Si no me ayudás a morir voy a tener cuarenta días para ver cómo lastimo a quienes más quiero.

     -¿No vas a vivir para siempre?

     -No. Sólo puedo vivir cuarenta días.

     -¿Por qué no esperás, te quedás conmigo...?

     -No entendés, Candy. Te puedo hacer daño: a vos o a tía Constanza. Yo puedo traerte aquí, puedo encender un relámpago, hacer que llueva, remedar sonidos, puedo desaparecer o entrar por una cerradura, mover el monedero de la tía en la sala, hacer que anochezca en pleno día, dirigir el tiempo a mi antojo, pero hay cosas que no puedo controlar. Quiero irme antes de que algo malo pase.

     -¿Qué querés que haga?

     -Quiero que cierres otra vez los ojos, que camines hasta la puerta, que te metas en la oscuridad y que levantes los párpados. Yo voy a estar a tu lado.

     Otra vez el silbido en los oídos. El retorno. Desandar cada espacio. El silencio, antes del horror.


 

DECISIÓN

 

     Como un espectro, la biblioteca apareció ante la muchacha con su rayo de luna atravesando el cuarto, con sus libros formando bultos desiguales en los estantes, con su espejo de plata, su sillón de mimbre, su quietud.

     -Fede, vení, no tengas miedo -dijo sintiendo cómo sus palabras asumían una inesperada intensidad. Un perro ladró en la cuadra. Candela se estremeció. En esa otra parte del cuarto donde la noche parecía cerrarse sobre sí misma, algo se movió-. No me hagas eso. Si sos vos, vení.

     La imagen diluida en la oscuridad comenzó a definir sus líneas, a llenar sus huecos, a completarse. Una mano terrible voló sobre la luz del halo que en aquel momento cambiaba de posición sobre las baldosas.

     Si no supiese que era él, Candela hubiese muerto de miedo.

     Un pulgar grande y largo, las uñas amarillas, afiladas, quebradas en hendiduras oscuras. Una palma blanca y huesuda. Fue apenas el principio.

     Naciendo de las sombras, el cuerpo se daba a luz movido por contracciones suaves. Un pelo echado a mechones sobre los hombros, los ojos -seguían siendo los suyos- agrandados e inyectados de sangre, los labios encarnados, la nariz sin aletillas, las orejas pequeñas y puntiagudas sobresaliendo bajo el cabello. Pálido como la luna, el sexo rígido -por segunda vez en espacio de minutos, Candela se ruborizó al no poder apartar los ojos.

     El mimbre del sillón se retorció al perder el peso de la muchacha. De pie, Candela examinó a Federico.

     -Sos feo -le dijo levantando la mano para acariciar su rostro deforme.

     -No te acerques, Candy. No me hagas sufrir más -murmuró la aparición.

     Bautizados por aquel momento íntimo, los adolescentes -uno vivo y otro muerto- se hincaron bajo el peso de sus sentimientos. Entonces hablaron.

     -Ahora ya ves en lo que me convertí, Candy.

     -No me importa. Sos vos y basta.

     -Soy y no soy. Por eso me tenés que ayudar.

     -No. No te voy a matar.

     -Candy, escuchame. Yo ya estoy muerto. No te asustes. No tenés que clavarme una estaca ni quemarme.

     -Nunca te haría eso.

     -Ya sé. Por eso te digo, Candy. Lo único que quiero es que vayas al cementerio, que derrames agua sobre mi tumba y que pongas un ramito de flores silvestres encima. Con eso basta. Después, volvé a casa, encendé las azaleas de la tía en cada rincón y devolvé el espejo al dormitorio de la abuela. No te olvides de cubrirlo, Candy.

     -¿Eso te va a matar?

     -No voy a poder salir otra vez. Con el tiempo, descansaré.

     -No, Fede. Quiero que te quedes conmigo -traspasando la distancia que lo separa de Federico, la muchacha busca su pecho. Él la aparta. Su mano, como una garra, la detiene en el aire.

     -Por favor, escuchá lo que te digo. La sangre es la vida o es la muerte. Si no elijo la muerte voy a tener que buscar sangre para simular que vivo. No quiero hacerte daño, Candy. No dejes que te haga daño.

     -Te quiero, Fede. Quiero que me beses. Quiero probar tu boca. No me importa lo que pase.

     La muchacha se acerca. Sus manos coinciden con el sexo crecido. Una lágrima del color del aire se derrama por su mejilla virginal. Un relámpago la fulmina.


 

OCASO

 

     Eran las seis y media de la tarde -una vez más-. Candela reconoció la cocina, el aire oliendo a pan recién horneado, la tía Constanza limpiando trastos. En el patio, las estrellas comenzaban a prenderse.

     -¿No querés un pedacito de pan? Quiero que me digas si está rico.

     La mujer se dirigió a la mesa. La lámpara alumbraba su rostro. Se sentó, colocó el bollo delicioso en un platillo de loza ubicado frente a la muchacha y con ojos bondadosos esperó el veredicto.

     Candela retiró la silla y le bastó mirar a su alrededor para saber que todo eso ya había pasado. Que lo último que le ocurrió fue Federico. Que, como esa lámpara, un rayo de luna los encandilaba hacía un momento, en la biblioteca. Pero la frase escapó de sus labios con la naturalidad de las cosas que tenían que ser.

     -Bueno, sólo un poquito. ¿Y, tía?

     La misma explicación sobre los espejos. Las frases moduladas de la manera como el recuerdo devolvía. Los labios de la tía repitiéndose como una película en reverso.

     Pero esta vez al golpe en la puerta y a la voz diciendo que llevaron a Federico al hospital reemplazaron el grito estremecedor de Candela, el asco, su boca escupiendo los restos del pan que, impregnados de sangre, caían al piso en forma de coágulos. La tía Constanza había desaparecido y ella estaba desnuda.

     Apoyada en los muebles que encontraba a su paso atravesó el pasillo, subió las escaleras, se abrió paso hasta la biblioteca. Todavía hincado en el cono de la luna, Federico se desangraba. Una herida profunda a la altura del corazón le manchaba el pecho.

     -El último secreto, Candy. Ese pan que te llevaste a la boca, mezclado con mi sangre, me devuelve de donde no debí salir. Tuve que hacer eso, amor. Tuvimos que hacerlo.

     La luna volvió a mover su halo. Tras su desplazamiento, la sombra atormentada de Federico, se incorporó a las tinieblas. Definitivamente.


 

TAMBOR

 

     Tus hijos no son buenos, le dijo la tarde que lo encontró podando las granadas del cerco. Él no la miró. Si no le gustan(12) no se acerque a ellos, respondió sin apartar los ojos de sus tijeras.

     Nunca antes se lo había dicho y, como realmente pasó, estaba segura de que no lo volvería a hacer.

     Julio era su hijo. Suyo y de don Esteban Madelaire, el hombre a quien no había dejado de querer en esos quince años que llevaba de haberlo perdido.

     Enriqueta Madelaire tenía 71 años cuando dejó la casa donde vivió desde 1942, cuando contrajo nupcias a las seis de la tarde de un verano saturado de mariposas blancas (había tantas). Su hijo la vendió. Podía hacerlo dado que los Madelaire registraron la propiedad a su nombre cuando aún era un mocete despreocupado de lo que iría a pasarle en la vida.

     Enriqueta no se enojó con él porque sabía que actuó movido por el amor. ¿Acaso ella no hizo todo en la vida por la misma causa? No, qué iba a enojarse.

     Se trataba de una mujer, claro. El día que Julio la llevó para que la conozca, la casa se sazonaba en el olor a guayabas que en esos días maduraban en el patio. Enriqueta notó su aire altanero cuando le acercó la bandejita de plata donde, tapadas con una servilleta de encajes, sus galletitas recién horneadas despedían su aroma a limón y vainilla. «Gracias», dijo quien iba a ser su nuera, retirando la bandeja con la punta de los dedos.

     Ella volvió a su casa una última vez. Mamá, mi esposa va a elegir algunos muebles que estamos necesitando, pero quiero que entiendas que lo demás se tiene que vender, porque no tenemos espacio para tanto, le explicó Julio. Hagan lo que quieran, respondió Enriqueta.

     La nuera recorrió los dormitorios limpiándose los zapatos en las alfombras para ver si no se deshilachaban. La anciana la ayudó a separar lo que quería, mientras con una mirada inadvertida se despedía de sus cosas.

     Sin jubilación porque en la vida no fue más que esposa de Esteban Madelaire y madre de Julio, Enriqueta tuvo que dejar la casa para irse a vivir con ese único hijo en quien tanta confianza puso alguna vez.

     La ubicaron en una piecita que tenía una cocinita, un bañito, un galpón donde ubicó lo único que llevó consigo: su sillón de mimbre. Cruzando el zaguán podía entrar a la casa de su hijo por la puerta del costado, lo que ella no pensaba hacer a menos que tuviese una urgencia inevitable.

     En su primer día en casa de su hijo, la anciana se ocupó de la limpieza de su nuevo hogar, preparó su sopa de verduras y a mitad de la mañana tomó su lugar en el galpón, adormecida con el sube y baja de su abanico con rebordes de satén, regalo de Esteban Madelaire en el último cumpleaños que pasaron juntos. Cerró los ojos y su patio sombreado de guayabos, los naranjos agrios, los cocoteros que escoltaban la entrada marmolada, la recibieron como si hubiesen estado esperando por ella desde hacía rato.

     La mansión perteneció a los Madelaire por tres generaciones, y cuando llegó a Esteban aún conservaba sus aires dieciochescos, sus enormes columnatas jónicas cercadas por murallones de jazmines, las galerías de baldosas negras y blancas donde ella y Esteban Madelaire salían a sentarse apenas entraba la noche. Enriqueta abrió los ojos. El calor era insoportable. Sintió un dolor punzante en la cintura, consecuencia de haberse quedado dormida quien sabe por cuánto tiempo. Buscó en el regazo, en el piso, detrás del sillón. Su abanico había desaparecido.

     Su nuera hablaba por teléfono cuando empujó la puerta de tela metálica. Con un gesto descortés le dio la espalda para darle a entender que la llamada era privada. Enriqueta sintió cómo un cansancio desacostumbrado le enfermaba el cuerpo. Dejó la cocina y volvió al zaguán. Por curiosidad se acercó a la ventana en donde sabía dormía la madre de su nuera. Los vidrios estaban abiertos, así que no tuvo más que asomarse un poco para ver lo que había en la habitación.

     Una mujer semidesnuda y obesa dormía sobre una cama de dos plazas. El ventilador daba giros pesados. Había una mesita de luz donde se amontonaban jarabes y tabletas vacías, una silla, una alfombra, ropa esparcida encima de un armario. La mujer se movió y un eructo explotó en su boca. La sábana descompuesta con el movimiento dejó al descubierto el abanico que en ese momento cayó al suelo.

     Las cosas quedaron claras desde aquel día. Cualquier reclamo que viniese de su parte era mal recibido incluso por su hijo, y su nuera no quiso más que aprovechar el incidente para aclarar que tenía todo el derecho de cuidar a su madre por amor, y a ella por obligación, y de ser sincera diciéndoselo de entrada.

     No le devolvieron el abanico pero le aseguraron que no fue la anciana quien se lo(13) robó sino los niños, tan amorosos siempre con su abuela materna.

     Eran tres pilluelos con diez, ocho y seis años y medio. Enriqueta no se acercaba a ellos. No la dejaban. Su nuera aseguraba que los niños no la querían, y ella, claro está, no podía obligarles a que lo hicieran.

     Jamás insistió.

     Se conformaba viendo los ojos de Esteban en las criaturas y agradeciendo a Dios que él no estuviese allí para presenciar cómo aquella sangre de su sangre despreciaba a la mujer que él tanto amó.

     De todo, lo que Enriqueta menos soportaba era el calor. En la casa de su hijo no había(14) árboles, no había jardín, sólo las matas de granadas de las cercas. La construcción moderna con su entrada para auto y su terraza tenía al sol encima primero por un lado, luego por el otro.

     Poco importaban(15) a los niños, siempre dados a las travesuras, esas cosas. Enriqueta solía escucharlos jugando en el patio trasero. La casa era nueva, de manera que este patio servía de depósito de tablas, escombros y latas de pintura que dejaron los albañiles, y que eran utilizados por las criaturas para sus juegos. También quedaron abandonados los tambores donde se apagaba cal, a estas alturas herrumbrados por las lluvias y el descuido.

     Enriqueta veía todo esto sin decir una palabra. Si hubiese sido su casa mandaba voltear los tambores para que el agua de las lluvias no se acumule en su interior convirtiéndolos en ollas a presión cuando el sol de mediodía quemaba.

     Mandaba esparcir los escombros y levantar los hierros para evitar que los niños se lastimen. Pero se callaba, porque no era su casa. Se callaba y esperaba que llegue la noche para que el calor se atenúe.

     En diciembre la temperatura llegó a 44 grados. Julio le prometió un ventilador de mesa que nunca trajo. Cuando venía a verla le decía que pasaría por el centro para traerle el aparato de una vez por todas: «Este calor mata, doña Enriqueta», observaba, obviando el «mamá» tan apreciado por la mujer que lo trajo al mundo.

     Al mediodía, el sol abrasaba con tal intensidad que los techos chorreaban un tufo caliente y enfermo. Enriqueta tenía que abandonar el dormitorio a esa hora. Arrastraba su sillón hasta el galpón, mojaba una toalla en agua y se lo ponía encima de la solera de algodón. El corazón se le moría dentro.

     Fue igual aquel sábado que a la siesta se convirtió en una bola de fuego que lo quemaba todo. La casa se cerró para el descanso a la una de la tarde.

     Enriqueta vio cuando los niños, ayudados por algún mueble que recostaron por la ventana de la cocina, se lanzaron al patio. Siempre lo hacían. Atacada por la somnolencia, los perdió de vista y los hubiese olvidado por completo si un tirón suave en el hombro no la hubiese despertado.

     Era su nieto, el mayor. Aterrado y comido por las lágrimas, pedía ayuda. «Mi hermanito se cayó dentro del tambor, abue», sollozaba.

     Enriqueta lo siguió lastimándose los pies en los desniveles del piso. Se moría de horror pensando en el estado en que encontraría al chico. Quería correr, pero apenas podía arrastrar los pies comidos por la eczema y el reuma.

     ¿Dónde?, preguntó cuando vio los tambores ubicados uno al lado del otro en el fondo del patio.

     El niño le señaló un recipiente. Enriqueta se acercó, uno, dos pasos, tres. No llegó a ver dentro del tambor. Un empujón la arrojó contra la lámina de metal que se metió en su carne como una plancha puesta al fuego. Quiso escapar, pero apenas logró darse vuelta sintiendo cómo la carne se le despegaba del cuerpo con el movimiento.

     En el instante en que la vista se le nubló, los rostros de sus nietos (los tres) observándola, la llenaron de asombro. Pensó que habría bastado con que esos chicos la conociesen, aunque sea un poco, para que la hubiesen amado.

     (Febrero 1997)

 

Notas:

1.       [«cotidianeidad» en el original (N. del. E.)]

2.       [«descansan» en el original (N. del. E.)]

3.       [«pintan» en el original (N. del. E.)]

4.       [«la» en el original (N. del. E.)]

5.       [«Germán» en el original (N. del. E.)]

6.       [«el» en el original (N. del. E.)]

7.       [«Ricardo» en el original (N. del. E.)]

8.       [«Las» en el original (N. del. E.)]

9.       [«esparciada» en el original (N. del. E.)]

10.       [«plizada» en el original (N. del. E.)]

11.       [«era» en el original (N. del. E.)]

12.       [«gusta» en el original (N. del. E.)]

13.       [«la» en el original (N. del. E.)]

14.       [«habían» en el original (N. del. E.)]

15.       [«importaba» en el original (N. del. E.)]

 

 
 
 
 
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Enlace al ÍNDICE de la versión digital de DEBAJO DE LA CAMA en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES
 
*. Prólogo/ Los Lucios/ Debajo de la cama/ El peñasco y la enredadera/ Carrayán/ Los perros/ El gordo/ Casa materna/ Tobogán/ El café de las seis/ Es lo mismo/ El rostro de quién/ Puta vida, carajo/ Dejale lavar a mamá/ Espejo (Historia de un vampiro)/ Tambor.
 
  

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del portal LITERATURA PARAGUAYA
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