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MABEL PEDROZO (+)

  LAS ARRUGAS DE LA VIRGEN - Cuento de MABEL PEDROZO - Año 2010


LAS ARRUGAS DE LA VIRGEN - Cuento de MABEL PEDROZO - Año 2010

LAS ARRUGAS DE LA VIRGEN

 

Cuento de MABEL PEDROZO

 

 Editorial: CRITERIO EDICIONES

ISBN: 978-99953-73-60-3

Año: 2010


Se reúnen dieciocho cuentos en los cuales la muerte se encuentra presente como un elemento definidor de los escritos. Asimismo también figuran sentimientos y hechos que rodean a la muerte, tales como el susto, las apariciones y los fantasmas en sus más diversas formas. Escritora y periodista, entre otras obras Pedrozo ha publicado "Juego de sábanas".

 

 

 

LAS ARRUGAS DE LA VIRGEN

 

         Un demonio, aparentemente, toma un convento.

Y se organiza su expulsión.

 

         Un día antes de que sor Catita viese a la Virgen María, el Convento de las Carmelas amaneció infestado de moscas.

         La madre superiora, que jamás tomaba las cosas a la ligera, además de ordenar la desinfección de pasillos, celdas, jardines, huertos, baños y cada pimpollo que colgaba de las terrazas del antiguo retiro colonial donde treinta y tres monjas de silencio dedicaban su vida a la oración, informó a la congregación mayor lo que pasaba.

         Esa tarde llegó al convento un enviado del Arzobispado para ver por sí mismo la gravedad del asunto.

         El alboroto en el doble portón tapado por enramadas olorosas alertó a las religiosas, que giraron el rostro en esa dirección cuando, a las tres de la tarde, un sacerdote que traía la cabeza cubierta con un kepi de color rojo, entró en el jardín.

         Probablemente, si no hubiese sido por el detalle del kepi, las religiosas hubiesen desviado la mirada, pero cómo resistirse a ver algo que los ojos de todas maneras ya observaron.

         Se llamaba padre Ángelo y una hora después de su llegada reunió a las monjas en la capilla para informarles que el convento estaba siendo atacado por el demonio. A su lado, la madre superiora buscaba en los ojos de sus novicias la alarma que no podía evitar demostrar en los suyos.

         - No es culpa de ustedes, hermanas. El Maligno es así -dijo el sacerdote, arrugando el kepi que sostenía en una mano. Estaba parado en la última de las cinco gradas que llevaban al atrio de la capilla, sus mejillas de veinticuatro años quemadas por lo que las monjas supusieron era exceso de intemperie. Detrás de él, como un pájaro atrapado entre aquellas paredes que olían a cosas sacras, la imagen de una Virgen María cubierta con una túnica entintada, clavaba en las monjas sus ojos de yeso.

         - Quiero preguntarles algo, hermanas...

         - Padre en esté convento cumplimos voto de silencio -advirtió la superiora.

         - Este no es momento de votos, madre. Acá se esconde una rata y no la hallaremos si no revolvemos la casa - respondió el sacerdote con voz irrefutable-. Bueno, hermanas, debo saber qué piensan de todo esto.

         El silencio en la capilla fue total. Afuera las moscas, como bolas chirriantes, golpeaban la puerta por la que de todas maneras, aún atando tuvieron ocasión, no se atrevieron a cruzar (la capilla fue el único lugar del convento en donde no entraron).

         La hermana Catita se levantó.

         - ¿Cómo sabe qué es quien dice que es, padre Ángelo?

         Era la religiosa más joven y a eso atribuyó la superiora su atrevimiento para hacer una pregunta semejante. La quiso disculpar, pero el sacerdote la hizo callar con un gesto:

         - Si quiere saber si tengo dudas, debo decirle que lastimosamente, no las tengo.

         - Pero cómo...

         - Las moscas. El Maligno las usa o se convierte en ellas a veces, por eso las llaman insectos de la noche. Antes de entrar al convento visité las granjas vecinas y ninguna tiene invasión de moscas ni se recuerda que haya habido alguna en esta zona, y es imposible que esto ocurra solo aquí, si viene de una causa natural. Además, puedo sentirlo... (La madre superiora giró la cabeza hacia el sacerdote)... a él. Sé que está aquí, en alguna de sus formas.

         - Padre, no creo...

         La mirada del sacerdote paralizó a la religiosa.

         Él le informó minutos antes, para evitar perder el tiempo en conversaciones simuladas, que estaba en conocimiento de lo que ocultaba el Convento de las Carmelas, secreto que escapaba al manejo del Arzobispado y que era tratado únicamente con la Nunciatura, o sea, con el propio Vaticano, de manera que la superiora entendió el alcance que tenía su presencia allí.

         Él sabía que a ese lugar enviaban a las monjas que, según la evaluación de los Carmelos, tenían condiciones para convenirse en mensajeras de las manifestaciones divinas (se les enseñaba a entrar en contacto con santos o con la Virgen María, y a transmitir sus dichos). Eso incluía a religiosas estigmatizadas o que recibían cualquier tipo de señal santa, incluso sueños proféticos. Por eso la superiora descartaba la presencia del Maligno, y también por eso el padre Ángelo estaba convencido de que lo que ocurría no podía venir de otro lado.

         Las monjas se arrodillaron.

         - No hagan eso -les previno el religioso-. Si está aquí, como efectivamente creo, no lo vamos a ahuyentar demostrando temor, sino con el único antídoto que la iglesia Católica tiene contra él.

         Un exorcista. Eso dijo, aunque las monjas dudaron de si escucharon bien.

         - En estos momentos, la persona que mandé buscar está cruzando el portón del convento -agregó el religioso y amagó moverse de lugar, pero no lo hizo. Volvió a arrugar la gorra y advirtió-: Sé que no vieron alguien así antes. Les recomiendo que no esperen nada, porque no será la que imaginan.

         Se les mandó permanecer en la capilla y lo hicieron hasta que el padre Ángelo volvió, pero esta vez traía a un raro con él. Eso fue lo que las monjas creyeron que era hasta que giró la cabeza y entonces nadie supo de qué se trataba, excepto la hermana Catita, quien, al verlo, recordó a una marioneta que recibió como regalo de leyes y que de niña encerraba en un baúl porque le aterraba que la mirara como si la viese.

         El enano (era un enano) vestía un enterizo de color turquesa y llevaba debajo una camisa que se le abultaba bajo los tirantes. Su pelo, abundante y descolorido, le caía a los costados como trapo y una sonrisa que parecía cavada en su cara le marcaba las facciones. Sus zapatos, de tacones cuadrados, sonaban como calzado de mujer sobre el embaldosado encerado.

         Todavía de la mano del padre Ángelo, el exorcista se detuvo cuando faltaban unos metros para llegar al atrio. Entonces giró, soltó la mano que lo sujetaba y caminó entre los bancos, traspasando a las monjas con su mirada transparente.

         Más que mirarlas, las olfateó, buscó lo que sabía que estaba ahí, aunque le faltaba descubrir dónde, escondido detrás de qué cuenta de rosario, de qué pliegue de hábito, de qué enagua perfumada con agua de rosas, hasta que se quedó viendo a la hermana Catita como si el mundo hubiese desaparecido en ese instante y hubiesen quedado solo él y la monja, que lo miraba espantada.

         El exorcista extendió hacia ella su mano pequeña y deforme que sor Catita vio venir sin poder esquivarse, sin poder mover su cuerpo, que el temor sujetaba a ese banco donde nadie más que ella existía en ese momento.

         La monja recordaba la mano acercándose hasta que cerró las ojos y vio lo que había dentro suyo, vio aquello que, sintiéndose descubierto, se escondió detrás de sus costillas, causándole un dolor puntiagudo. Parecía una figura hecha en plastilina, de color ceniza, con grandes ojos y boca sin labios. Y si no tuvo miedo fue porque aquella visión le resultó familiar. De niña le pasaba. Enterraba juguetes y los olvidaba hasta que un día los encontraba deformados, deshechos por la lluvia, y lloraba porque ya no podría meterlos en la casa y debía volver a enterrarlos, pero nunca lo hacía porque les tenía lástima.

         La mano no se detuvo. Se metió dentro de ella y estiró con firmeza. Sor Carita perdió la conciencia en ese momento. Y cuando abrió los ojos, ya no estaba en la capilla, sino en un cuarto que olía a vela recién apagada.

         Era un dormitorio de campaña, con techo de zinc sostenido por vigas recién barnizadas. Había camas dispuestas en desorden, pero cubiertas con frazadas pulcramente extendidas. Aunque era de mañana (una luz blanca entraba por la puerta entreabierta), las ventanas cerradas mantenían intacta la noche con su crujido de estrellas y su aire desamparado. Una sola de las camas estaba ocupada. Allí, acurrucada, dormitaba una mujer. Estaba descalza, llevaba un vestido de color oscuro que le tapaba los tobillos y tenía el pelo recogido en un rodete. A su lado dormían dos niños muy pequeños. Catita se acercó sabiendo, con esa certeza que solo da la alucinación, que aquella mujer era la Virgen María, la misma que contemplaba hasta que los ojos se le dormían en la capilla del convento, aquella con la que soñó desde que era una niña y se ataba rosarios a la cintura para tener a la Señora Santísima pegada a su cuerpo.

         - Madre –dijo con la voz atorada en la garganta, y se arrodilló.

         Entonces pasaron dos cosas que la hermana Catita supo que no olvidaría hasta que dejase este mundo: con delicadeza, para no despertar a los niños, la Virgen levantó la cabeza y el poco de luz que entraba por la puerta puso al descubierto su rostro marcado, enteramente, por arrugas profundas y antiguas. Era el rostro de una anciana.

         Lo segundo fue lo que pasó cuando ambas mujeres se miraron a los ojos y la Señora se dirigió a la monja:

         - ¿Quién sos? - le preguntó con un susurro que hacía recordar a las flores blancas y paralizadas de los cuadros de santos-. No te conozco agregó.

         Y sor Catita lloró, y así despertó en la capilla donde habían terminado el rito de exorcismo y el engendro que llevó el padre Ángelo le ordenaba volver a la conciencia y dejar atrás toda oscuridad.

         El padre Ángelo la levantó y no permitió que los acompañase la superiora ni nadie más.

         - Esto es entre la hermana Catita y  yo -dijo, y salió de la capilla llevando a la monja, que parecía una paloma desmayada, en sus brazos. Recorrieron las galerías iluminadas por una luna blanca y silenciosa hasta que llegaron a una puerta protegida, como todas en el pasillo, con un crucifijo de madera.

         - Lo que vi, padre... - susurró la monja.

         - Las cosas de Dios no son como pensamos que son. Siempre son más simples -le dijo el sacerdote, la dejó en la cama y cerró la puerta sin detenerse a sostener el crucifijo que desprendido de su soporte superior giró con fuerza y se invirtió.

         Dos semanas después, en la capilla de los Carmelos, la imagen de la Virgen María comenzó a envejecer. Al principio nadie se dio cuenta porque los cambios se dieron de manera sutil, hasta que surcos profundos marcaron las costados de la boca de yeso, y enseguida vinieron las patas de gallo y la frente que como una flor, amaneció marchita.

         En su celda, detrás de la puerta cuyo crucifijo se invertía cada madrugada, la hermana Catita se cambiaba las vendas ensangrentadas de los dedos que usaba para marcar el rostro de la Santísima con sus uñas de poseída. Dentro de ella, hincándole las costillas con una punzada dulce, la figura en plastilina del Maligno sonreía con su boca sin labios.

 

Fuente: Correo Semanal del diario ÚLTIMA HORA

Publicado en fecha: Sábado, 12 de Junio del 2013

 

 

 

 

 
 
Cuentos del libro DEBAJO DE LA CAMA. Por MABEL PEDROZO CIBILIS
 
 
 
ES LO MISMO
Un escritor leyendo un libro es lo mismo que un mago en día de franco. La caminata sin rumbo por los parques, el barcito en el camino, el círculo humeante del café extraviando la vista tras las luces anaranjadas que comienzan a prenderse en las calles.
 
Luego, la caminata de nuevo, el desconocimiento de sí mismo en medio del tráfico de las siete y media de la noche, el letrero, de pronto: «Gran show de magia. El maestro de lo imposible, el gran profesor Arturo. Entradas a precios rebajados. Última función»
 
Un momento de vacilación. Pero es el día libre. Pero no se puede ser tan fanático. Pero la cena espera en casa. Y luego la resignación. El convencimiento de que el hombre es esclavo de sus fijaciones. La fila que no es larga (nunca lo es), los billetes arrugados cruzando la ventanilla, el pasillo iluminado con foquitos de colores y el recinto, detrás de las cortinas de pana roja.
 
El semicírculo escalonado donde se ubican las quince o veinte personas traídas algunas por el frío, otras por las ganas de decir una vez más que estos shows son un fraude y que hubiese sido mejor quedarse en casa, lo reciben.
 
El mago busca un asiento en quinta fila. Las luces del escenario se prenden y se apagan las de platea. El mago se acomoda, cuenta tres y una melodía alegre inunda la sala. El mago ríe: «Siempre contando tres después que se ilumina el escenario», piensa.
 
Y el show empieza. Las flores de tela debajo del pañuelo, la paloma en la caja de cartón que el público pudo ver estuvo vacía, el abracadabra retumbando bajo las luces calientes. El delirio, cuando el conejo sale del sombrero de copa.
 
El mago aplaude al mago. Se levanta. Se seca las lágrimas que le brotaron antes del acto de las palomas. Sigue de pie cuando las luces se prenden, cuando ya todos abandonan la sala.
 
Nadie creería que él nunca ve la mano, el truco, los dobles fondos. Él cree en la magia. Desde que tenía cinco años. O quizás antes. Por eso es mago.
 
Al escritor le ocurre lo mismo.
 
 
 
 
ESPEJO (HISTORIA DE UN VAMPIRO)
«Debimos haber muerto con él», dijo la muchacha al tiempo que se tumbaba en el sillón cubierto -como los demás muebles- con una manta de color oscuro. Los pies le ardían. Se los restregó en la alfombra hasta dejar libres sus dedos que comenzaban a hincharse bajo la media de nylon.
 
La mujer a quien se dirigía caminaba en aquel momento hasta el botón del velador que anaranjó el saloncito con su luz tristísima. El negro de la ropa contrastaba con sus mejillas blancas y regordetas. Era la tía Constanza.
 
Sin girar la cabeza, con una voz que se mantuvo a medio tono desde que Federico Urrutia entró en la etapa final de su enfermedad, anunció que el té estaría listo en un momento. Colocó el pañuelo y el monedero sobre el aparador, cerró los ojos y se llevó la mano a la frente. Estaba sudando. También parecía a punto de llorar, pero lo pareció todo el día y como jamás lo hizo Candela distrajo su atención de ella -por un momento- y se hundió en esa especie de sopor en el que flotaban sus pensamientos.
 
Cuando la buscó, ya no estaba.
 
Candela fue la última Urrutia que conversó con Federico.
 
Habían crecido juntos en la casa de la tía Constanza sus once primeros años -tenían la misma edad- y tres más de la etapa que comenzaba a pertenecer a la adolescencia. Allí vivió la abuela Urrutia, y antes la bisabuela, y la madre de ésta, mujeres que, según la tía Constanza, no se casaron para evitar que desaparezca el apellido de la familia.
 
Rodeado de un jardín espeso y descuidado, la casa de tres niveles guardaba secretos que los niños fueron descubriendo en los baúles, en la biblioteca que perteneció al tío Eugenio -no lo conocieron-, en dormitorios de paredes peladas por la humedad, en cajas de fotos y en roperos donde colgaban trajes y sombreros que alguna vez no olieron a naftalina.
 
Las siestas eran deliciosas. La tía Constanza calafateaba las puertas para que el sol no se escurra por las rendijas, quemaba azaleas secas en un recipiente de barro y acomodaba su enorme cuerpo al lado de los niños. Entonces hablaba y, además de su voz, no había más sonido que el picoteo de los pájaros en el techo y los mangos del barrio achicharrándose a la intemperie.
 
Les contaba historias que nadie más recordaba en el mundo y que ella retuvo con la persistencia de quien, sospecha, sólo tendrá en la vida los recursos de la memoria.
 
-¿Qué dijo antes de... la desgracia? -preguntó la mujer. No habían dado las seis de la tarde. El comedor estaba ubicado en el lado Este de la casa. Una larga mesa de madera lustrada ocupaba el centro del salón iluminado con una araña de cristales azulados. Las sillas de respaldo alto y de asientos acolchados extendían sus sombras humanas sobre el piso de parqué. Una serie de cuatro ventanas cubiertas con enrejados de madera dibujada, dejaban ver el jardín en donde Federico -hacía tan poco- juntaba azahares para la tía Constanza.
 
-No quería morir.
 
-¿Lloró?
 
-No.
La mujer retiró la silla haciendo el gesto de levantarse. Sus ojos desfallecían. Candela le pidió que se vaya a descansar. Prometió retirar todo, y lo hacía en el instante en que un sonido atrajo su atención. Venía de la sala. Caminó con no menos temor que el que había tenido durante todo el día. Empujó la puerta. A sus pies, el monedero que la tía Constanza dejó sobre el aparador -como movido por manos invisibles- daba pequeños giros.
 
La muchacha lo levantó en un solo gesto, lo puso en su lugar y regresó al comedor para terminar de retirar los cubiertos. Sabía cómo sería, pero ahora no estaba segura de poder enfrentar los acontecimientos que sentía se adueñaban de su espíritu.
 
El primer día que entraron a la biblioteca tenían poco menos de diez años. La tía Constanza preparaba galletitas de canela en la cocina. Fue ella quien les dio, además del permiso, una llave de cabeza cuadrada que el herrumbre comenzaba a despintar, y la historia: «El finado Eugenio, mi hermano, no servía para nada excepto para encerrarse en esa pieza y llenarse la cabeza de boberías. Murió comido por la leucemia. El médico dijo que el encierro debilitó su sangre».
 
Sin embargo, no era la primera vez que subían a la última habitación de la casa. La tía los dejaba esperando -una vez por semana- en la puerta mientras pasaba el trapo de piso y abría las ventanas para espantar la humedad. «Este lugar no es para niños», les advertía, pero al final cedió ante la insistencia de Federico.
 
Fue él quien decidió que aquel lugar cambiaría sus vidas.
 
Y así fue.
 
LA BIBLIOTECA
 
A diferencia de la escalera que llevaba a las habitaciones principales ubicadas en el segundo nivel, la del tercero, mal iluminada por una lamparita que no hacía sino deformar la visión de las cosas, era tan estrecha que Federico subía primero. Detrás suyo, Candela sentía cómo un silencio puesto allí desde antes -¿tendría que ver con el tío Eugenio?- los marcaba para siempre.
Un pequeño pasillo protegido de un lado por barandales de fantasía y cubierto por el otro, por la pared lisa de la habitación en cuyo centro una puerta cuadriculada y pesada cerraba el paso, se completaba con la punta del techo que se unía en triángulo sobre la cabeza de los niños.
 
(El clack de la llave corrida en doble vuelta sonó a definiciones profundas que en aquel momento ni Federico ni Candela estaban en condiciones de interpretar, y que tan sólo el recuerdo devolvía con tanta claridad, con tanto sentido.)
 
La biblioteca consistía en estantes de madera -rebosados de libros- adheridos a los cuatro lados de la habitación, más tres baúles, un escritorio viejo, una caja de vidrio que alguna vez sirvió de portavelas -los restos de cebo pegados a la superficie lo delataban-, carpetas apiladas en los rincones, una silla con el forro deshilado y un sillón de mimbre ubicado al lado de una de las ventanas -había dos- probablemente destinada a la observación de los juegos de estrellas que los niños aprendieron a nombrar con la guía «Estampas de oro», que fue lo primero a lo que echaron mano.
 
-¿Y ésas, Fede?
 
-Las siete cabrillas.
 
-¿Por qué se llaman así?
 
-El libro no dice. A lo mejor porque son blancas.
 
-No son blancas. Son amarillas.
 
-No seas boba, Candy. Todo el mundo sabe que las estrellas son blancas. ¿Sabés por qué? Porque son cristales congelados. Como el hielo. Nada más que brillan. Es normal. Todo lo que está en el cielo brilla. Hasta Dios.
 
Acodados en la ventana, los niños experimentaban esa sensación de eternidad que produce la vista de una noche abrasada de estrellas.
 
Una mañana Federico se ocupó de los estantes altos. ¿Y aquellas cajas?, preguntó. Ni la mesa ni los demás muebles a mano fueron suficientes para salvar la distancia, pero sí la curiosidad. Aprovechando la ausencia de la tía Constanza -iba a misa de miércoles- subieron la escalera de madera destinada a bajar naranjas que la tía recostaba en el galpón, y se apropiaron de los cinco enormes bultos apartados por el tío Eugenio -más tarde sabrían por qué-.
 
Aquella noche Candela soportó las peores pesadillas de su vida -no dejaba de ver las horribles portadas que se pasaron la tarde limpiando con paños humedecidos en alcohol-, pero al día siguiente estaba lista para tirarse al lado de su primo, en el piso, y escuchar de sus labios historias de almas en pena, encrucijadas habitadas por espíritus malvados, perros hurgando tumbas en la medianoche de los días viernes, tesoros custodiados por duendes horribles.
 
Las cajas contenían ejemplares «prohibidos» -así rezaban las etiquetas- de las Ciencias del Ocultismo, Tratados de Alta Magia y Manuales de Hechicerías. Los niños deliraban. Frente a aquellos relatos, los de la tía Constanza pecaban de inocentes.
 
Federico tomó un interés casi obsesivo por el Manual de Vampirismo, un libro cuyas hojas cocidas a mano y manchadas por algo que los niños concluyeron era caca de bichos, se despedazaban en una vuelta brusca. Llegó al colmo de sacar el ejemplar de la biblioteca -tenían prohibido hacerlo- para leerlo en la cama, debajo de las sábanas, con la luz de una linterna que prendía las letras dándole una inmerecida resurrección.
 
-¿Vos creés en los vampiros, Candy?
 
-No sé.
 
-Yo no te digo el de la tele. Yo digo en vampiros de verdad.
 
-¿Cómo son los vampiros de verdad?
 
-Son personas que se mueren sin querer. Por eso vuelven del más allá, pero como ya no son como nosotros tienen que vivir escondidos.
 
-¿Eso leíste en tu libro?
 
-Sí. Dice que cualquiera que conozca el «gran secreto» puede convertirse en vampiro.
 
La conversación fue interrumpida por los gritos de la tía Constanza -el chocolate estaba listo y no quería que se enfríe-. Federico escondió el libro en uno de los estantes, lo cubrió con un ejemplar de la enciclopedia «Conozca su mundo» y se apresuró en buscar la sandalia. Candela lo esperó, algo perturbada por la conversación reciente, en el corte de la puerta.
 
SEÑALES
 
A las ocho y media de la noche Candela tomó el teléfono y llamó a su madre. «No puedo dejar a la tía Constanza. Está mal», le explicó.
 
-¿Y vos cómo estás? -le preguntó aquella voz que últimamente le costaba reconocer como parte de su vida.
 
-¿Y qué creés? Fede se murió, ma, ¿te acordás? -respondió en tono agresivo.
 
Su madre era hermana de la tía Constanza. Hermana del padre de Federico. ¿Tan poco le conmovía la existencia de estas personas -para ella, la vida misma- que tenía que hacerle una pregunta como ésa? Bajó el tubo -su rostro se descompuso con un llanto que hubiese querido evitar-. Una sombra en la pared la sobresaltó.
 
-¡Candela!
 
El grito de la tía Constanza sonó en toda la casa. Estaba parada en el mismo lugar de donde había desaparecido minutos antes, el rostro sin color, los labios envejecidos. Despeinada y con un salto de cama de color negro, señalaba hacia el lugar que Candela siguió hasta que su mirada tropezó con el tubo del teléfono que había tenido en sus manos.
 
Sostenido en el aire, el tubo se movía en círculos a treinta centímetros de su soporte. La muchacha, en puntas de pie, alcanzó el auricular, dio un pequeño tirón y lo colocó donde correspondía. Detrás del clack, la tía Constanza se desvaneció.
 
Cuando despertó, poco tiempo después, olía a vinagre aromático y hojas de ruda. Seguía en el piso -Candela no hubiese podido arrastrarla- pero su cabeza reposaba sobre un almohadón suave y estaba cubierta con una colcha.
 
-¿Qué fue eso?
 
La muchacha no respondió. La ayudó a subir hasta su dormitorio, le preparó un tecito de anís y la dejó dormirse en sus brazos. Cuando la arropó, rozó su frente con un beso y caminó hasta la puerta. Ojalá no despertase. Ojalá jamás supiese lo que en esa casa estaba comenzando a suceder.
 
PROCESO
 
Esta vez sí fue difícil convencer a la tía Constanza. «Cambiar las cosas de lugar trae mala suerte», se quejaba, pero una vez más dio el gusto a los niños.
 
Querían el espejo de cuerpo entero que, cubierto con un paño de franela, se mantenía al pie de la cama de la abuela Urrutia. Con terminaciones ovaladas y con un soporte de madera de palo santo, la lámina en plata viva resplandecía como un charco de agua de lluvia bajo la luz del alumbrado. Lo subieron entre todos -la tía Constanza presentía un accidente que no se produjo- y lo colocaron en el centro de la biblioteca -más tarde Candela y Federico se encargaron de arrimarlo a la ventana-. Mientras lo empujaban, la imagen de los niños tembló en la pantalla de metal.
 
Por entonces habían cumplido sus doce años. Candela era una muchachita delgada, morena, el pelo lacio caído por debajo de los hombros, el flequillo flotando sobre la frente, los ojos negros y demasiado grandes para aquel mentón que terminaba en punta. Vestía una remera amplia, jeans despintados -la tía Constanza se los desteñía con baños de lavandina-, iba descalza.
 
A su lado, Federico Urrutia reproducía sus facciones. Parecían hermanos. Un poco más alto que ella, también delgado, el rostro un poco más alargado y los labios más finos -la pelusa de un vello naciente se le escapaba por el cuello de la remera-. Vestía igual que Candela y, como ella, caminaba descalzo.
 
La idea era dar poder mágico al espejo cargándolo con la luz de la luna. Candela no creía nada de eso, pero le divertía ayudar a su primo en la difícil tarea de encontrar un supuesto «ángulo correcto» que terminó siendo tan estrafalario como peligroso.
Después de la cena y haciéndoles prometer que bajarían antes de las once, la tía Constanza los despidió en la escalera que llevaba a la biblioteca. Federico no encendió las luces -la luna ardía en el fondo del cuarto-, trancó la puerta y tanteó en la oscuridad hasta encontrar la mano de su prima.
 
-¿Y si se cae?- preguntó Candela viendo la lámina plateada tendida sobre el travesaño. Una mitad dentro de la pieza, la otra en el vacío.
 
-No se va a caer. Lo que quiero es inclinarlo un poco, para que se refleje mejor.
 
Permanecieron mucho tiempo -olvidaron cuánto- sosteniendo la punta del retablo de palo santo, cuando Candela sintió un dolor afilado en los ojos. Quiso apartarse de la ventana, pero Federico la previno.
 
-Ahora no te podés ir. Ya es tarde -le dijo.
 
En aquel momento la luna se paró en ángulo recto sobre el espejo. Como fuegos artificiales, pequeñas explosiones de luz flotaron en la superficie enceguecedora. Duró un segundo, pero fueron varios los días que tanto Candela como Federico sintieron la picazón de los ojos.
 
ENFERMEDAD
 
Aquel invierno fue el más memorable de la casa Urrutia. Una llovizna perpetua marcaba con sus púas transparentes los vidrios de las ventanas, mientras afuera los árboles perdían hojas y ramas en los asaltos porfiados de los vientos helados -la tía Constanza quemaba carbones en un brasero de hierro que más tarde colocaba en el centro de la cocina para darse calor-. El sonido de las vainas de ingá rebotando en el patio le recordaban su niñez.
 
Federico y Candela aprovechaban las vacaciones en el Liceo para encerrarse en la biblioteca, más convencidos que nunca -cada cual- acerca de la lectura escogida. Llevaron dos catres de lona para evitar el piso frío, y allí, envueltos en frazadas de lana, debatían largamente acerca de lo leído.
 
-¿Por qué no te gustan las historias de amor, Fede?
 
-Son bobas.
 
-¿Y eso que te pasás leyendo acerca de vampiros y de tumbas?
 
-Eso no es bobo.
 
-Claro que sí.
 
-No sabés de lo que hablás.
 
-¿Por qué siempre creés que tenés la razón?
 
-No siempre. Sólo ahora.
 
-¿Ah, sí? ¿Y se puede saber qué hay de especial ahora?
 
-Que nosotros también vamos a morir.
 
-¿Y qué?
 
-Pero no tenemos por qué irnos. Podemos quedarnos si queremos.
 
-¿Convertidos en vampiros?
 
-No te burles.
 
El aullido de un relámpago enmudeció a los adolescentes. Se miraron, y en sus ojos resplandeció la duda -en los de ella- y la fatalidad -en los de él-.
 
Federico permaneció lejos de la casa por una semana. Le dio gripe -la fiebre lo postró-. Una cantidad de descongestivos y jarabes lo devolvieron a la biblioteca con el semblante reanimado, aunque la tía Constanza parecía preocupada. «No debiste venir», repetía, pero estaba feliz de tenerlo en la casa.
 
Candela volvió al colegio una semana más tarde, sola. Federico tuvo una recaída. El médico que lo atendió reprendió a sus padres por no haberlo llamado en la primera gripe. Dijo que unos antibióticos hubiesen resuelto el problema, pero ahora se enfrentaban a una infección mal curada de consecuencias impredecibles.
 
Unos meses más tarde le diagnosticaron fiebre reumática. Los malestares inocentes del principio se volvieron insoportables en los albores de la primavera. Federico volvió a la casa de la tía Constanza, pero ya no subió a la biblioteca. Candela bajaba los libros hasta la sala y allí se quedaban tumbados en el sillón, saboreando el olor a flores del aire y el sonido de las aves rasgando el atardecer.
 
DEFINICIÓN
 
Candela sintió el piso frío -se había sacado los zapatos al llegar del sepelio- bajo las medias. Encendió la luz del corredor sabiendo que no debía hacerlo. Buscó con una mano el broche del vestido negro, lo abrió, corrió el cierre y vio cómo la ropa de luto se deslizaba por su cintura -sus senos de niña se erizaron ante la sorpresa de la desnudez.
 
Se acercó a la escalera. Estaba oscuro. Subió como la primera vez -su vida podía ser distinta si tan sólo se quedaba con la tía Constanza-, la pausa de un paso interrumpido por el nacimiento del otro.
 
Adivinó en la oscuridad lo que necesitaba: la puerta de la biblioteca, el picaporte, el sillón hasta donde se dirigió en medio de la soledad más temible. Su respiración, como algo vivo, le arañaba el pecho.
 
Emergiendo de las tinieblas, el cuarto que la rodeaba se clareó con la luz de la luna. Frente a la muchacha, la lámina plateada del espejo la reflejó borrosamente.
 
-¿Qué te pasa, Fede? -le preguntó hacía dos meses. El muchacho tuvo los primeros padecimientos cardíacos en el colegio. Le mandaron reposo. Candela se tuvo que acostumbrar a visitarlo en su casa.
 
-Estoy mal.
 
-Pero te vas a mejorar.
 
-No; por eso quiero que me hagas un favor. ¿Te acordás cuando teníamos siete años y la abuela murió? Vos y yo ayudamos a la tía Constanza a tapar con tela negra los espejos de la casa. Si yo muero, no dejes que nadie se acerque a mi espejo.
 
-No digas eso.
 
-No, Candela, dejame hablar. Si el día del entierro llueve, olvidate de todo lo que te digo. Pero si es día abierto, no permitas que acerquen flores silvestres. Sólo rosas, de las que compran en las florerías. ¿Entendés?
 
-¿No querés que llame a tu mamá? No te veo bien, Fede.
-Por favor, sentate y escuchame.
 
-¿No estarás pensando en las tonterías de la biblioteca...?
 
-Puedo hacerlo, Candy. Me preparé mucho. Leí todo lo que hay que saber. Si no es verdad, de todas maneras voy a estar muerto, y si es verdad, voy a poder seguir contigo.
 
Un acceso de tos acabó con la conversación. La última vez que estuvo con él, Candela recibió las instrucciones que faltaban.
 
Federico murió una noche de abril. Su padre prohibió la formolización del cuerpo -¿cumplía los deseos del muchacho?-. Al día siguiente, a las cuatro de la tarde, la familia Urrutia abandonaba en el cementerio a uno de sus miembros más queridos.
 
Eran las diez y media de la noche. Faltaba poco. Si en los minutos siguientes nada pasaba, Candela volvería sobre sus pasos, buscaría su ropa, prepararía agua caliente para el té de la madrugada. Probablemente podría entonces llorar la muerte de su primo -por fin-, podría dormir un poco y, al amanecer, cubriría el espejo de palo santo y sabría cómo es vivir el resto de la vida sin Federico.
 
RESURRECCIÓN
 
Candela llegó a la casa de la tía Constanza -eran las seis y media de la tarde- con un gesto de preocupación en el rostro. La familia confiaba en la mejoría del chico, pero él le habló de todo aquello, del espejo, de las flores sobre la tumba. ¿Se estaba muriendo y los Urrutia no querían darse cuenta?
 
Buscó a la tía en la cocina y la apartó de las cacerolas para sentarse con ella a la mesa.
 
-Tía, ¿por qué se tapan los espejos cuando alguien muere?
 
-¿No querés un pedacito de pan? Quiero que me digas si está rico.
 
-Bueno, sólo un poquito. ¿Y, tía?
 
-¿Por qué me preguntás eso?
 
-Fede me hizo acordar que cuando éramos chicos y se murió la abuela, nosotros te ayudamos a tapar los espejos.
 
-¿Por qué lo recordó?
 
-No sé.
 
-¿Habló de morirse?
 
-No, sólo de los espejos.
 
-Ah... No hay mucho que decir. Es sólo una costumbre.
 
-Sí, pero tiene que ser por algo.
 
-Claro que es por algo, pero no tiene importancia ahora.
 
-Quiero saber por qué.
 
-Bueno, antes se decía que para comenzar su camino hacia el más allá, el finado tiene primero que aceptar que murió. Eso es difícil, Candela, porque nadie quiere abandonar a sus seres queridos. Entonces el espíritu recorre la casa donde vivió buscando algo que le recuerde cómo era -lo primero que busca es su sombra, pero los muertos no tienen sombra-. Si fracasa, el espíritu se va, pero si ve su imagen en un espejo puede convertirse en ánima y quedarse en la casa.
 
-¿En ánima o en vampiro?
 
-No sé, mi hija. Eso se decía antes. Ahora nadie cree en esas cosas. ¿Te pido una cosa, Candela? No hables de esto con Fede. Él está mal, pobrecito. Se podría impresionar.
 
Alguien tocó a la puerta. Las mujeres enmudecieron. En el patio las estrellas comenzaban a prenderse. Eran noticias de Federico. Lo llevaron al hospital.
Candela volvió a mirar el reloj. Eran las once menos cuarto. El rayo alargado de la luna se metió en aquel instante por la ventana, calcó su círculo sobre las baldosas y se posó, etéreo, frente a los ojos vacíos de la muchacha.
 
Las partículas de algo que comenzó pareciendo polvo, flotaban en el halo. Candela recordó las palabras de Federico, alguna vez, en ese mismo cuarto. «Ahora no te podés ir. Ya es tarde». Entonces lo escuchó, no en su recuerdo sino a él, allí mismo, a las once menos diez del día que lo enterraron. «Candy, no te asustes. Estoy aquí». No lo veía, pero reconocía su voz. Lenta, como si arrastrase las vocales; ronca, como si el dolor de garganta no lo hubiese abandonado. Estaba del otro lado del rayo.
 
ALUCINACIONES
 
Candela no se movió. Soltó los senos que hasta entonces tapó con sus brazos -estaba avergonzada- para llevarse las manos a la cara. Sus oídos, lastimados por un silbido persistente, comenzaban a doler. Cerró los ojos. La paz de una noche interior la regocijó.
¿Volaba? Imposible. ¿Estaba soñando? Era lo más probable. Por encima del análisis de la situación -que no pudo evitar-, sin mover los pies, la muchacha avanzó hacia la claridad entreabierta de una puerta. No la tocó. Un sonido tan familiar, tan dentro de sus recuerdos, le trajo la tranquilidad que le faltaba.
 
Música de Strauss. Los sillones, la alfombra de pelusa encarnada, los retratos de las mujeres Urrutia en las paredes, todo indicaba que estaba en la sala de la casa. Un ramito de rosas se refrescaba en el agua de una vasija transparente ubicada sobre el aparador -el monedero y el pañuelo de la tía Constanza seguían allí-. El sonido de la música jugueteaba en el aire, caía en pendiente para luego remontarse con el vuelo desigual de las aves, se deshacía como un hechizo y resucitaba, limpio, encima de los muebles. La tía les ponía aquel vals cuando tenían cuatro años. Apartaba los muebles, se sacaba los zapatos, los tomaba de las manos y les enseñaba a girar, una y otra vez, la risa de Federico, los ojos agrandados de Candela, los pasos desordenados siguiendo las teclas, el violín, hasta sucumbir al cansancio.
 
Algún mecanismo que no alcanzaba a comprender la llevó hasta allí. ¿Dónde estaba Federico? Con horror, la muchacha notó que seguía desnuda. Fue él quien se lo pidió: «No quiero verte con luto», le dijo. El momento que se cubría los senos -una vez más- coincidió con la esperada aparición.
 
Parado al lado del tocadiscos, el muchacho la miraba. Sus ojos, ahora sin brillo, eran los mismos. Su pelo oscuro.
 
Por primera vez desde que tuvieron cinco años y dejaron de bañarse juntos, Candela lo vio desnudo. Le extrañó que no se avergonzase. Un órgano sexual rígido -era el de un hombre- la hizo sonrojar. Miró sus labios con temor. Nada en ellos había cambiado.
 
-Vení -dijo él tendiéndole una mano pálida. Candela le hizo caso. Cuando la alcanzó, Federico tomó sus brazos y se los abrió:
 
-Siempre soñé con tus senos. Sabía que eran así -le dijo. La muchacha se arrimó a él. Estaba tan frío. Se sentaron uno al lado del otro. El vals había enmudecido.
 
-¿Estás vivo, Fede?
 
-Vos sabés que no.
 
-¿Dónde estamos? Yo te esperaba en la biblioteca.
 
-Es mejor así, Candy. Hay cosas que tenés que saber antes de que volvamos.
 
-¿Sos un vampiro? No parece.
 
-Todo pasó como te dije.
 
-¿Y ahora qué vamos a hacer?
 
-Me vas a ayudar a morir, como me ayudaste a vivir.
 
-¿Por qué? ¿Qué salió mal?
 
-¿Sabés por qué te traje aquí? Porque no te podía mostrar cómo soy en realidad. No soy como me ves. Hay cosas que cambiaron en mí.
 
-No me importa.
 
-Decís eso porque no sabés de qué te estoy hablando.
 
-¿Qué sentiste, Fede? Vos me dijiste que me ibas a contar todo.
 
-No es malo, Candy. Es muy especial. Es algo que tenemos que dejar que pase.
 
-¿Cómo es?
 
-Como ir a la escuela. Tenés miedo, pero igual te llevan. Conocés otros niños, les enseñás tus juegos, ellos te enseñan otros y a la mañana siguiente ya te querés quedar.
 
-¿Duele?
 
-Sí. Duele no estar contigo, Candy. Por eso volví, pero ahora me doy cuenta de que de esta manera no sirve. Si no me ayudás a morir voy a tener cuarenta días para ver cómo lastimo a quienes más quiero.
 
-¿No vas a vivir para siempre?
 
-No. Sólo puedo vivir cuarenta días.
 
-¿Por qué no esperás, te quedás conmigo...?
 
-No entendés, Candy. Te puedo hacer daño: a vos o a tía Constanza. Yo puedo traerte aquí, puedo encender un relámpago, hacer que llueva, remedar sonidos, puedo desaparecer o entrar por una cerradura, mover el monedero de la tía en la sala, hacer que anochezca en pleno día, dirigir el tiempo a mi antojo, pero hay cosas que no puedo controlar. Quiero irme antes de que algo malo pase.
 
-¿Qué querés que haga?
 
-Quiero que cierres otra vez los ojos, que camines hasta la puerta, que te metas en la oscuridad y que levantes los párpados. Yo voy a estar a tu lado.
 
Otra vez el silbido en los oídos. El retorno. Desandar cada espacio. El silencio, antes del horror.
DECISIÓN
 
Como un espectro, la biblioteca apareció ante la muchacha con su rayo de luna atravesando el cuarto, con sus libros formando bultos desiguales en los estantes, con su espejo de plata, su sillón de mimbre, su quietud.
 
-Fede, vení, no tengas miedo -dijo sintiendo cómo sus palabras asumían una inesperada intensidad. Un perro ladró en la cuadra. Candela se estremeció. En esa otra parte del cuarto donde la noche parecía cerrarse sobre sí misma, algo se movió-. No me hagas eso. Si sos vos, vení.
 
La imagen diluida en la oscuridad comenzó a definir sus líneas, a llenar sus huecos, a completarse. Una mano terrible voló sobre la luz del halo que en aquel momento cambiaba de posición sobre las baldosas.
 
Si no supiese que era él, Candela hubiese muerto de miedo.
 
Un pulgar grande y largo, las uñas amarillas, afiladas, quebradas en hendiduras oscuras. Una palma blanca y huesuda. Fue apenas el principio.
 
Naciendo de las sombras, el cuerpo se daba a luz movido por contracciones suaves. Un pelo echado a mechones sobre los hombros, los ojos -seguían siendo los suyos- agrandados e inyectados de sangre, los labios encarnados, la nariz sin aletillas, las orejas pequeñas y puntiagudas sobresaliendo bajo el cabello. Pálido como la luna, el sexo rígido -por segunda vez en espacio de minutos, Candela se ruborizó al no poder apartar los ojos.
 
El mimbre del sillón se retorció al perder el peso de la muchacha. De pie, Candela examinó a Federico.
 
-Sos feo -le dijo levantando la mano para acariciar su rostro deforme.
 
-No te acerques, Candy. No me hagas sufrir más -murmuró la aparición.
 
Bautizados por aquel momento íntimo, los adolescentes -uno vivo y otro muerto- se hincaron bajo el peso de sus sentimientos. Entonces hablaron.
 
-Ahora ya ves en lo que me convertí, Candy.
 
-No me importa. Sos vos y basta.
 
-Soy y no soy. Por eso me tenés que ayudar.
 
-No. No te voy a matar.
 
-Candy, escuchame. Yo ya estoy muerto. No te asustes. No tenés que clavarme una estaca ni quemarme.
 
-Nunca te haría eso.
 
-Ya sé. Por eso te digo, Candy. Lo único que quiero es que vayas al cementerio, que derrames agua sobre mi tumba y que pongas un ramito de flores silvestres encima. Con eso basta. Después, volvé a casa, encendé las azaleas de la tía en cada rincón y devolvé el espejo al dormitorio de la abuela. No te olvides de cubrirlo, Candy.
 
-¿Eso te va a matar?
 
-No voy a poder salir otra vez. Con el tiempo, descansaré.
 
-No, Fede. Quiero que te quedes conmigo -traspasando la distancia que lo separa de Federico, la muchacha busca su pecho. Él la aparta. Su mano, como una garra, la detiene en el aire.
 
-Por favor, escuchá lo que te digo. La sangre es la vida o es la muerte. Si no elijo la muerte voy a tener que buscar sangre para simular que vivo. No quiero hacerte daño, Candy. No dejes que te haga daño.
 
-Te quiero, Fede. Quiero que me beses. Quiero probar tu boca. No me importa lo que pase.
 
La muchacha se acerca. Sus manos coinciden con el sexo crecido. Una lágrima del color del aire se derrama por su mejilla virginal. Un relámpago la fulmina.
OCASO
 
Eran las seis y media de la tarde -una vez más-. Candela reconoció la cocina, el aire oliendo a pan recién horneado, la tía Constanza limpiando trastos. En el patio, las estrellas comenzaban a prenderse.
 
-¿No querés un pedacito de pan? Quiero que me digas si está rico.
 
La mujer se dirigió a la mesa. La lámpara alumbraba su rostro. Se sentó, colocó el bollo delicioso en un platillo de loza ubicado frente a la muchacha y con ojos bondadosos esperó el veredicto.
 
Candela retiró la silla y le bastó mirar a su alrededor para saber que todo eso ya había pasado. Que lo último que le ocurrió fue Federico. Que, como esa lámpara, un rayo de luna los encandilaba hacía un momento, en la biblioteca. Pero la frase escapó de sus labios con la naturalidad de las cosas que tenían que ser.
 
-Bueno, sólo un poquito. ¿Y, tía?
 
La misma explicación sobre los espejos. Las frases moduladas de la manera como el recuerdo devolvía. Los labios de la tía repitiéndose como una película en reverso.
 
Pero esta vez al golpe en la puerta y a la voz diciendo que llevaron a Federico al hospital reemplazaron el grito estremecedor de Candela, el asco, su boca escupiendo los restos del pan que, impregnados de sangre, caían al piso en forma de coágulos. La tía Constanza había desaparecido y ella estaba desnuda.
 
Apoyada en los muebles que encontraba a su paso atravesó el pasillo, subió las escaleras, se abrió paso hasta la biblioteca. Todavía hincado en el cono de la luna, Federico se desangraba. Una herida profunda a la altura del corazón le manchaba el pecho.
-El último secreto, Candy. Ese pan que te llevaste a la boca, mezclado con mi sangre, me devuelve de donde no debí salir. Tuve que hacer eso, amor. Tuvimos que hacerlo.
 
La luna volvió a mover su halo. Tras su desplazamiento, la sombra atormentada de Federico, se incorporó a las tinieblas. Definitivamente.
 
 
 
 
TAMBOR
 
Tus hijos no son buenos, le dijo la tarde que lo encontró podando las granadas del cerco. Él no la miró. Si no le gustan no se acerque a ellos, respondió sin apartar los ojos de sus tijeras.
 
Nunca antes se lo había dicho y, como realmente pasó, estaba segura de que no lo volvería a hacer.
 
Julio era su hijo. Suyo y de don Esteban Madelaire, el hombre a quien no había dejado de querer en esos quince años que llevaba de haberlo perdido.
 
Enriqueta Madelaire tenía 71 años cuando dejó la casa donde vivió desde 1942, cuando contrajo nupcias a las seis de la tarde de un verano saturado de mariposas blancas (había tantas). Su hijo la vendió. Podía hacerlo dado que los Madelaire registraron la propiedad a su nombre cuando aún era un mocete despreocupado de lo que iría a pasarle en la vida.
 
Enriqueta no se enojó con él porque sabía que actuó movido por el amor. ¿Acaso ella no hizo todo en la vida por la misma causa? No, qué iba a enojarse.
 
Se trataba de una mujer, claro. El día que Julio la llevó para que la conozca, la casa se sazonaba en el olor a guayabas que en esos días maduraban en el patio. Enriqueta notó su aire altanero cuando le acercó la bandejita de plata donde, tapadas con una servilleta de encajes, sus galletitas recién horneadas despedían su aroma a limón y vainilla. «Gracias», dijo quien iba a ser su nuera, retirando la bandeja con la punta de los dedos.
 
Ella volvió a su casa una última vez. Mamá, mi esposa va a elegir algunos muebles que estamos necesitando, pero quiero que entiendas que lo demás se tiene que vender, porque no tenemos espacio para tanto, le explicó Julio. Hagan lo que quieran, respondió Enriqueta.
 
La nuera recorrió los dormitorios limpiándose los zapatos en las alfombras para ver si no se deshilachaban. La anciana la ayudó a separar lo que quería, mientras con una mirada inadvertida se despedía de sus cosas.
 
Sin jubilación porque en la vida no fue más que esposa de Esteban Madelaire y madre de Julio, Enriqueta tuvo que dejar la casa para irse a vivir con ese único hijo en quien tanta confianza puso alguna vez.
 
La ubicaron en una piecita que tenía una cocinita, un bañito, un galpón donde ubicó lo único que llevó consigo: su sillón de mimbre. Cruzando el zaguán podía entrar a la casa de su hijo por la puerta del costado, lo que ella no pensaba hacer a menos que tuviese una urgencia inevitable.
 
En su primer día en casa de su hijo, la anciana se ocupó de la limpieza de su nuevo hogar, preparó su sopa de verduras y a mitad de la mañana tomó su lugar en el galpón, adormecida con el sube y baja de su abanico con rebordes de satén, regalo de Esteban Madelaire en el último cumpleaños que pasaron juntos. Cerró los ojos y su patio sombreado de guayabos, los naranjos agrios, los cocoteros que escoltaban la entrada marmolada, la recibieron como si hubiesen estado esperando por ella desde hacía rato.
 
La mansión perteneció a los Madelaire por tres generaciones, y cuando llegó a Esteban aún conservaba sus aires dieciochescos, sus enormes columnatas jónicas cercadas por murallones de jazmines, las galerías de baldosas negras y blancas donde ella y Esteban Madelaire salían a sentarse apenas entraba la noche. Enriqueta abrió los ojos. El calor era insoportable. Sintió un dolor punzante en la cintura, consecuencia de haberse quedado dormida quien sabe por cuánto tiempo. Buscó en el regazo, en el piso, detrás del sillón. Su abanico había desaparecido.
 
Su nuera hablaba por teléfono cuando empujó la puerta de tela metálica. Con un gesto descortés le dio la espalda para darle a entender que la llamada era privada. Enriqueta sintió cómo un cansancio desacostumbrado le enfermaba el cuerpo. Dejó la cocina y volvió al zaguán. Por curiosidad se acercó a la ventana en donde sabía dormía la madre de su nuera. Los vidrios estaban abiertos, así que no tuvo más que asomarse un poco para ver lo que había en la habitación.
 
Una mujer semidesnuda y obesa dormía sobre una cama de dos plazas. El ventilador daba giros pesados. Había una mesita de luz donde se amontonaban jarabes y tabletas vacías, una silla, una alfombra, ropa esparcida encima de un armario. La mujer se movió y un eructo explotó en su boca. La sábana descompuesta con el movimiento dejó al descubierto el abanico que en ese momento cayó al suelo.
Las cosas quedaron claras desde aquel día. Cualquier reclamo que viniese de su parte era mal recibido incluso por su hijo, y su nuera no quiso más que aprovechar el incidente para aclarar que tenía todo el derecho de cuidar a su madre por amor, y a ella por obligación, y de ser sincera diciéndoselo de entrada.
 
No le devolvieron el abanico pero le aseguraron que no fue la anciana quien se lo robó sino los niños, tan amorosos siempre con su abuela materna.
 
Eran tres pilluelos con diez, ocho y seis años y medio. Enriqueta no se acercaba a ellos. No la dejaban. Su nuera aseguraba que los niños no la querían, y ella, claro está, no podía obligarles a que lo hicieran.
 
Jamás insistió.
 
Se conformaba viendo los ojos de Esteban en las criaturas y agradeciendo a Dios que él no estuviese allí para presenciar cómo aquella sangre de su sangre despreciaba a la mujer que él tanto amó.
 
De todo, lo que Enriqueta menos soportaba era el calor. En la casa de su hijo no había árboles, no había jardín, sólo las matas de granadas de las cercas. La construcción moderna con su entrada para auto y su terraza tenía al sol encima primero por un lado, luego por el otro.
 
Poco importaban a los niños, siempre dados a las travesuras, esas cosas. Enriqueta solía escucharlos jugando en el patio trasero. La casa era nueva, de manera que este patio servía de depósito de tablas, escombros y latas de pintura que dejaron los albañiles, y que eran utilizados por las criaturas para sus juegos. También quedaron abandonados los tambores donde se apagaba cal, a estas alturas herrumbrados por las lluvias y el descuido.
 
Enriqueta veía todo esto sin decir una palabra. Si hubiese sido su casa mandaba voltear los tambores para que el agua de las lluvias no se acumule en su interior convirtiéndolos en ollas a presión cuando el sol de mediodía quemaba.
 
Mandaba esparcir los escombros y levantar los hierros para evitar que los niños se lastimen. Pero se callaba, porque no era su casa. Se callaba y esperaba que llegue la noche para que el calor se atenúe.
 
En diciembre la temperatura llegó a 44 grados. Julio le prometió un ventilador de mesa que nunca trajo. Cuando venía a verla le decía que pasaría por el centro para traerle el aparato de una vez por todas: «Este calor mata, doña Enriqueta», observaba, obviando el «mamá» tan apreciado por la mujer que lo trajo al mundo.
 
Al mediodía, el sol abrasaba con tal intensidad que los techos chorreaban un tufo caliente y enfermo. Enriqueta tenía que abandonar el dormitorio a esa hora. Arrastraba su sillón hasta el galpón, mojaba una toalla en agua y se lo ponía encima de la solera de algodón. El corazón se le moría dentro.
 
Fue igual aquel sábado que a la siesta se convirtió en una bola de fuego que lo quemaba todo. La casa se cerró para el descanso a la una de la tarde.
 
Enriqueta vio cuando los niños, ayudados por algún mueble que recostaron por la ventana de la cocina, se lanzaron al patio. Siempre lo hacían. Atacada por la somnolencia, los perdió de vista y los hubiese olvidado por completo si un tirón suave en el hombro no la hubiese despertado.
 
Era su nieto, el mayor. Aterrado y comido por las lágrimas, pedía ayuda. «Mi hermanito se cayó dentro del tambor, abue», sollozaba.
 
Enriqueta lo siguió lastimándose los pies en los desniveles del piso. Se moría de horror pensando en el estado en que encontraría al chico. Quería correr, pero apenas podía arrastrar los pies comidos por la eczema y el reuma.
 
¿Dónde?, preguntó cuando vio los tambores ubicados uno al lado del otro en el fondo del patio.
 
El niño le señaló un recipiente. Enriqueta se acercó, uno, dos pasos, tres. No llegó a ver dentro del tambor. Un empujón la arrojó contra la lámina de metal que se metió en su carne como una plancha puesta al fuego. Quiso escapar, pero apenas logró darse vuelta sintiendo cómo la carne se le despegaba del cuerpo con el movimiento.
 
En el instante en que la vista se le nubló, los rostros de sus nietos (los tres) observándola, la llenaron de asombro. Pensó que habría bastado con que esos chicos la conociesen, aunque sea un poco, para que la hubiesen amado.
 
(Febrero 1997)
 
 
 
Fuente: DEBAJO DE LA CAMA
Autora: MABEL PEDROZO CIBILIS
Edición digital: Alicante :
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Intercontinental, 2000
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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