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LITA PÉREZ CÁCERES

  EN LA COLONIA - Cuento de LITA PÉREZ CÁCERES


EN LA COLONIA - Cuento de LITA PÉREZ CÁCERES

EN LA COLONIA

Cuento de LITA PÉREZ CÁCERES

 


Las abuelas cuelgan las bombachas de un alambre oculto a las miradas de los otros excursionistas. Son bombachas anchas, cómodas, que hablan de nalgas mantecosas y aplanadas.

Es la hora de la siesta, el pasto muy corto sufre los rigores del sol. El viento recorre las ramas de los euca­liptos llamando al invierno, que está cerca, que quiere llegar ya, que desea ver cómo se termina marzo para segar unas cuantas vidas con su guadaña de pulmonía.

En la colonia de San Custodio duermen los perros, gordos y de pelaje reluciente. Duerme el enfermero en el consultorio y también la cocinera apoyando la cabeza en los brazos que cruzó sobre la mesa después de dejarla bien limpia.

En el pabellón B, Ilusina escribe un poema de amor que le encargó Zenón para enviárselo a Celina, la viuda, la nueva, la que ha venido por primera vez a pasar unas vacaciones como adulta mayor. Hay olor a romance y eso favorece el negocio de la poeta que a la hora del al­muerzo recibe doble ración. Entre los huéspedes, algu­nos abuelos están muy actualizados, dominan Internet y pasan sus ratos libres en las computadoras, pero para suerte de Ilusina, ni Zenón ni Celina son amantes de la informática, los dos prefieren el amor a la antigua, con esquelitas y palabras románticas, muy usadas pero eficaces.

Ilusina está bloqueada, piensa y piensa en lo que le ha dicho Zenón: —Decile a Celina que la voy a esperar cerca de la pileta de natación, en el banco que está de­trás de los ligustros.

Y le pidió expresamente que le dijera, que esa no­che, sería “LA NOCHE”. Conseguí Viagra, dijo con aire triunfante. Ilusina no sabe cómo decirlo, le parece muy vulgar. No encuentra metáforas y cuando suena el timbre llamando a la merienda se levanta y decide decirlo en lugar de escribirlo. Celina tiene que saber lo que le espera.

Llegué a las cinco, el taxi terminó de cruzar el puente que me recordó a una película de Fellini —con arcos y pilares muy blancos—, hizo la curva y entró en la ruta arbolada de la Colonia Recreativa de San Custodio. Pude comprobar que es muy grande, con jardines bien cuidados y pabellones aparentemente cómodos. Bue­no esa era la apariencia y yo tenía que averiguar si esas apariencias engañaban o no. Había llegado al pueblo o ciudad de San Custodio hacía dos días y estuve alo­jada en el único hotel que hay. Pude convencer al juez de la causa, una causa que todavía no tiene nombre, e infiltrarme como un huésped más. Mi aspecto es tan desastroso que nadie duda de que tengo más años de los que realmente he cumplido. ¿A quién le importa si tengo 60 o 70? Debo hacer mi trabajo y nada más. La ciudad de San Custodio está sospechosamente limpia, sin mendigos y tampoco niños pidiendo comida. ¿Será este sitio una isla en medio del país? No, no creo en eso, isla no es porque me siento asfixiada, no hay horizontes, no hay costas, ni playas.

La mujer de edad indefinida baja del taxi frente al pabellón de la administración, casi choca con Ilusina que camina sin prestar atención, con una mirada de pesadilla. Va al salón de belleza, nombre que le dan al departamento donde Elsa, la mucama, lava la cabeza y peina a las abuelas coquetas, por un precio muy acomo­dado. Es la hora propicia para embellecerse, antes de la cena y después del baño. Las ruedas de conversación se forman en los corredores abiertos o galerías delanteras de los pabellones, allí hombres y mujeres se reúnen y hablan, ríen, escuchan música, se enamoran y firman un contrato tácito para vivir hasta el próximo verano.

—Tengo que infíltrame entre ellos, mézcleme en al­gún grupo.

—Están todos completos, nadie me avisó que usted venía.

—No tenían que avisarle, hace dos años que hay an­cianas muertas durante sus vacaciones, todos son sospe­chosos, por eso los del ministerio no le avisaron.

—¡Pero soy el administrador! Tienen la obligación de informarme cuando se va a hacer una investigación.

—No se preocupe, quizás las abuelas hayan muerto de muerte natural. De todas maneras nadie debe ente­rarse de que estoy acá para averiguar lo que realmente pasó. Necesito las fichas médicas, para ver si presenta­ban algún síntoma previo.

—No, fichas no tenemos. Acá se las atiende si hay alguna urgencia y el doctor Tordesillas informa directa­mente al ministerio.

—Bueno, ya hablaremos mañana. Ahora estoy vien­do que todos se encaminan hacia el mismo lugar.

—Sí, al comedor. Son las siete, hora de la cena.

—¿Tan temprano cenan?

—Claro, es la disciplina. Luego pueden estar afuera hasta las nueve y después duermen. Son gente de edad, hay que cuidarlos.

—Claro, son gente de edad pero no están muertas, están de vacaciones… o al menos eso me dijeron. Voy al comedor, quiero conocerlos.

En el salón comedor, con dos mesas larguísimas, los abuelos cantan antes de cenar. Dirige el coro una mujer de cuarenta años aproximadamente.

—Hoy vamos a tomar la sopita porque no hay que comer mucho de noche, después viene la mala diges­tión. ¡ABUELA! No coma pan, que usted es diabética.

La música que suena desde el parlante es pegadiza y sumerge a los abuelos en el silencio, comen en silencio. El menú es una sopa de verduras muy líquida y una manzana.

Estos no saben nada de nutrición, tendrían que cenar algo más sustancioso, a los mayores les cuesta mucho asimilar las nutrientes, luego podrían caminar en gru­po. Hay muchas cosas para cambiar en esta colonia, pero hoy estoy muy cansada.

—Señora, ¿usted llegó hoy?

—Sí, esta misma tarde ¿por qué? —Este hombre tiene un aire de aventurero, pero es el primero que no me dice abuela.

—Porque nadie avisó en la cocina y va a tener que comer una minuta.

—Está bien.

—¿Cuánto tiempo se queda?

—Todavía no sé. Según lo que me dijo el médico será por lo menos una semana.

—Cualquier cosa que necesite me la puede pedir a mí, me llamo Zenón, soy el coordinador del comedor.

—Gracias —Tiene ojos muy negros y brillosos. No es como los otros viejos, parece de cincuenta, no puede ser que le interese yo, la fea. ¿Y si así fuera?

Ilusina dio el mensaje de Zenón. Celina estaba entu­siasmada como una adolescente y confidenció a Ilusina que Zenón era un poco atrevido pero la divertía el ro­mance secreto.

—Voy a tratar de escaparme de las viejitas —dijo.

Al día siguiente unos gritos me despertaron, parecían alarmas y creí escuchar que alguien había muerto. Me vestí como pude y salí a la galería delantera. Vi correr a las abuelas rumbo al fondo, por esa avenida que cruzaba la colonia como una espina dorsal. Dos mujeres muy alteradas decían que había una muerta en la pileta de natación.

—¿Alguien murió?

—Sí, una de nuestras amigas, Celina, era la primera vez que venía a la colonia, pobre.

—Pero si ella sabía nadar, eso es lo que me extraña —terció otra.

—¿No me diga que fue a nadar sola y por la noche? —Me muestro asombrada como si fuera una antigua­lla, una vieja que no se anima a nada.

—A mí me dijo, porque la encontré cuando se esca­paba, o al menos me dio esa impresión, que tenía ganas de refrescarse un poco. Quise acompañarla, pero me dijo que no hacía falta, que le gustaba nadar sola.

—¿Ustedes la conocían bien? —Creo que estas dos me van a poner al tanto.

—No, porque era la primera vez que venía, me con­tó que su marido había muerto el año pasado y no le quedaba ni un hijo ni un pariente. Igual a las dos que murieron el año pasado.

En ese momento llegamos hasta el borde de la pile­ta y vimos un cuerpo tapado por una sábana, rodeado por grupos de mujeres y de hombres que murmuraban. Por lo visto el forense aún no estaba allí. Me acerqué al coordinador de la cocina, el atlético que me había hablado el día anterior. Se nota que practica deportes y sus manos son muy grandes.

—¿Cómo sucedió? ¿Se sabe algo?

—No, todavía nada. Pienso que vino a nadar sola y le dio un calambre o algo, un infarto, pero el forense todavía no llegó. ¿Ya desayunó?

—No, me asusté con los gritos y vine a ver el cuerpo.

—Venga conmigo que le voy a dar una ración extra de pan con manteca.

—¡No! ¡No lo puedo creer! ¿Está permitido?

—Algunos privilegios tengo, por mi cargo.

—En este sitio el pan con manteca vendría a ser como marihuana en un colegio.

—Ojo, no lo comente con nadie, solo lo comparto con algunas personas.

—¿Y a qué debo este favor?

—A que me caés bien. ¿Puedo tutearte verdad? Tenés una mirada que me intriga, sos muy misteriosa.

—Y vos, muy atrevido.

—Disculpe señora, no la voy volver a molestar.

—No seas sonso, molestame que me gusta —No puedo creer que haya dicho eso, estoy loca, pero… para cuándo la vida.

Me parece bastante mentiroso, pero me gustan sus men­tiras. Ahora tengo que hablar con el médico para ver cómo murió esta mujer.

Inés camina hasta el consultorio y al mirar al costado cree adivinar, por los gestos, que Zenón discute con una de las abuelas. Pero no puede acercarse a escuchar.

—¿Qué pasó con Celina?

—Y yo que sé. La estuve esperando y no se presentó.

—¿Qué? Me mentís. Yo la encontré y me dijo que estaba muy ansiosa y que iba a ir, que se iba a escapar de las viejitas.

—No fue. La esperé y no fue.

—Es la tercera que muere… y si descubren que todas iban a encontrarse con vos nos meten presos.

—¡Dejame de hinchar las pelotas! Es mejor que te callés la boca o me vas a conocer.

—¿Me amenazás, infeliz? Y pensar que yo te ayudaba sin saber lo mierda que sos.

—¡Por tu bien te digo que te callés! En boca cerrada no entran moscas.

—No entiendo porque lo hacés, ellas no te hicieron nada, eran buenas, se ilusionaron con vos… pobrecitas.

—¿Pobrecitas? Eran unas viejas locas. Mirá que creer­se las burradas que les ponías en tus versos. Si creyeron en mí es porque estaban locas y te puedo jurar que mu­rieron contentas, yo les di la última alegría… ja, ja, ja…

—Ahí viene la patrullera, es mejor que recibas a los canas.

—No me corresponde, soy el coordinador del come­ dor, nada más y nada menos. No abrás la boca porque tengo poder sobre las raciones, no lo vayás a olvidar.

Ilusina tiene miedo. Ella es una especie de mucama y huésped, porque sus hijos la abandonaron allí hace mucho tiempo. Sí, podría seguir allí, con techo y co­mida, pero piensa en Celina… “Voy a escaparme de las viejitas…” se había hecho ilusiones, ese es el gran defecto de la mujeres solas, piensa Ilusina, tienen ganas de recomenzar siempre, no importa con quien.

—Buenos días —la saluda la vieja que llegó ayer— ¿Era su pariente la señora que falleció?

—No, pero yo la quería mucho. Siempre se portaba muy amable conmigo.

—¿Ya saben de qué murió?

—No, no he visto llegar ni a la policía ni al médico forense. Ellos van a decir si fue un calambre o un infar­to. La pobre vino a pasar unos días felices y terminó la vida para ella.

—Bueno, hasta luego.

Lo único que no me gusta de este lugar es que el agua de la ducha es muy fría. Dicen que es saludable pero me pone súper nerviosa. El churro del comedor me invitó a cami­nar esta noche, después que todos duerman. Voy a ver qué pasa. También me invitó a nadar mañana por la noche. Ahora no se puede, todavía tenemos fresco el recuerdo del cadáver.

 

 

 

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SEP DIGITAL - NÚMERO 3 - AÑO 1 - MAYO 2014

SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM

Asunción - Paraguay. Mayo- 2014

 

 

 

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