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LITA PÉREZ CÁCERES

  RARA - Por LITA PÉREZ CÁCERES - Año 2017


RARA - Por LITA PÉREZ CÁCERES - Año 2017

RARA

 

Por LITA PÉREZ CÁCERES

 

Ella se casó y vino a vivir al lado de mi casa. Hans,mi vecino, el alemán grandote, la levantó en sus brazos y así atravesaron el pequeño jardín de entrada. Yo vi todo porque estaba regando mis hibiscos rojos. Vi cómo frenó el taxi, cómo el Hans bajó las valijas y, luego, la entrada triunfal. Me puse contenta, al fin tendría una novedad para contarle a Raúl, mi marido, más conocido como el lacónico.

En este valle desértico donde habíamos posado los dos hace tantos años, solo había arena y viento, viento y arena que, incansables, tapaban toda esperanza de florecer. Sin embargo, con mucha paciencia, mucho tesón, yo había logrado que un minúsculo paraíso creciera en mi jardín, pero no daba sombra aún.

Rara vino a vivir en nuestra calle en primavera, es seguro que a Hans le habían entrado ganas de reproducirse, por eso había ido al pueblo para encontrar una mujer, que siempre hacen falta.

Hans y Rara permanecieron encerrados una se-mana, luego lo vi partir a él, como siempre a las 5:45, para abordar el micro de esa hora, que llegaba puntualmente, cruzando como una saeta la ruta que par-te en dos el desierto. A esa hora el paisaje es hermoso, con todos los colores del universo en las serranías que lo circundan. Ese mismo día, cuando yo daba mi caminata al atardecer, vi el rostro de Rara pegado al vidrio de la ventana frontera. Me pareció que seguía vistiendo el mismo traje de novia.

No sé por qué esa noche le serví milanesas rellenas a Raúl, quería contarle algo de Rara y enseguida el menú hizo efecto, porque me dirigió unas cuatro palabras, que salieron en tono bajo: ¿Cómo estuvo todo hoy?

Para mí fue como la largada de una carrera: que vi a Rara en la ventana, que no salía nunca a su jardín del frente, que no la escuchaba durante el día, que me había trepado a una silla –en el fondo, donde la divisoria era más baja– para verla barriendo o qué sé yo… algo.

En tanto yo hablaba, pronunciando las palabras muy rápido para que cupieran todas en su mezquina atención, él masticaba y, de vez en cuando, me miraba fijo.

–¿Y?

–Cada día estás más loca.

–Pero todo lo que te digo es cierto.

Esa noche Raúl se portó diferente, lo sorprendí mirándome con algo de pena y no entiendo por qué. No sé qué más quiere, estoy sola y me consagro a dar-le los gustos. Él me monta cada noche, es cierto, pero cada vez que se sube sobre mí me parece que es un animal extraño, grande, grave, oscuro.

Desde ayer salgo a cada rato y ya sin ponerme ex-cusas, quiero ver a Rara. Esta mañana llevé el bolso de la feria de los martes, pensaba ofrecerme para hacerle alguna compra. Ella todavía no sabe nada, no conoce las pocas ocasiones que tenemos los habitantes de este lugar de compartir con extraños, como los feriantes.

Pasé por la vereda muy lentamente, mirando sus dos ventanas; se la veía triste, bajó la mirada cuando yo la miré fijo. Su vestido está sucio de tanto uso, o eso me parece a mí, que, según Raúl, soy obsesiva con la limpieza. Tuve vergüenza y me apuré para llegar a la esquina donde se acaba el mundo, porque no era martes y no había nadie.

Esta mañana, a las 9, me puse a pensar qué iba a cocinar. Raúl no viene a almorzar, por eso me esmero en las cenas. Pero la tristeza de Rara me perturbaba, no podía concentrarme… hasta que encontré la solución. Podría llevarle un plato de comida al mediodía: algo rico, ella parece muy joven. ¿Qué le gustará? A las 12 en punto, cambiada mi ropa de entrecasa, con la mejor de mis fuentes, fui hasta la casa de Rara. Tiene una murallita muy baja, pintada de blanco, y un jardín que quiere serlo pero no lo consigue, solo arbustos marrones sobreviven allí.

¡Sorpresa!

Rara no estaba en la ventana. Entré por el senderito que lleva a la puerta y golpeé, al principio con educación y luego con desesperación. Nadie respondió y me di cuenta de que algo grave había pasado. Un detalle me dejó confundida. Esa puerta pintada de rojo tenía un candado no muy grande y estaba cubierto de telarañas.

Me atreví a espiar por la ventana y vi una habitación vacía, salvo por una silla muy cerca de la venta-na. Por eso no me respondían, no había nadie… allí. Fui al costado de la casa, donde hay un pasillito angosto, y llegué a la ventana trasera, al lado de la pileta para lavar las ropas. Otro candado en la puerta con las consabidas telarañas y en la habitación que sirve como cocina, la de la ventana, no habían dejado nada. El piso de madera estaba opaco por el polvo y solo una tela blanca tirada daba algo de luz al cuarto. Me acerqué más y comprobé que era el vestido de novia, notaba todavía una rosita rococó del ruedo.

Bajé del escalón y fui a mi casa, que me pareció más desierta que de costumbre. Creo que perdí el sentido porque no recuerdo qué hice hasta el momento en que llegó Raúl. Él se habrá dado cuenta de mi estado, porque se sentó a mi lado y no preguntó por la cena, me abrazó y me anunció:

–Tenés que preparar todo, mañana nos mudamos al pueblo.

–¿Por qué? Rara se quedaría muy sola.

–Porque el micro cambió su recorrido y no llegará más hasta acá. Yo soy el único pasajero que alza.

–¿El único? ¿Y Hans?

–Hace meses que soy el único y no insistas.

Creo que eso pasó anoche, hoy estoy lista para irme. Tengo una valijita de cartón con mis cosas, muchas agujas y todos los hilos de colores que pude encontrar, también un bastidor chiquito. No quiero irme de aquí, pero cuando Raúl ordena algo le hago caso. Estoy sentada, pensando. Todavía no amaneció, es el último día que pasa el micro.

Ahora entra Raúl.

–¿Qué hacés ahí?

–Estoy lista ya.

–Pero es muy temprano.

–No importa.

–¿De dónde sacaste esa ropa?

–Es mía.

Raúl trae el espejo grande del dormitorio. –Mirate. Soy yo, con mi vestido de novia, bordado con rositas rococó. Está un poco sucio… no importa ya.
















Fuente:

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ELLAS HABLAN

Cuentos sin mordaza

Páginas 107 al  113

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