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LITA PÉREZ CÁCERES

  LA PASIÓN DE MIMÍ y LOS DOS JEFES - Cuentos de LITA PÉREZ CÁCERES


LA PASIÓN DE MIMÍ y LOS DOS JEFES - Cuentos de LITA PÉREZ CÁCERES

LA PASIÓN DE MIMÍ y LOS DOS JEFES 

 Cuentos de LITA PÉREZ CÁCERES

 
 
 
 
 
Foto de tapa: Grupo de soldados pynandi (pies descalzos)
 
llegando a Asunción, revolución del año 1947
 
(Colección Carlos Pérez Cáceres)

 

 

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LA PASIÓN DE MIMÍ
 
 
 
Mimí era el nombre de guerra elegido por Mamerta Quiñónez, pupila de Fredesvinda Salas, propietaria de "El Pirata", renombrado prostíbulo de General Díaz y Hernandarias. Mimí no era la más linda ni la más codiciada de las chicas, pero se había hecho famosa por ser la preferida de Francisco Ledesma, el famoso "Pancho" Ledesma, cantor de tangos y guaranias que actuaba en los tugurios más conocidos y que hasta había conseguido un contrato para cantar en el famoso Bar "Victoria", frente al Puerto.
 
Mimí adoraba a Pancho, le entregaba dinero, le cocinaba en sus días de franco y lo mimaba como si fuera hijo de residenta. Pancho correspondía a esa veneración con un gran porcentaje de fidelidad. Totalmente fiel no podía ser, se debía a su público, las mujeres se le ofrecían y él lucía su estampa de Carlos Gardel, repartiéndose en besos y lechos, en módicas porciones, porque no quería fallarle a Mimí.
 
Se dejaba querer por ella y la quería también a su modo. Nunca hicieron planes, Mimí soñaba con una felicidad doméstica, pero guardaba esos sueños en secreto.
 
Cuando, cansados del ejercicio del amor, acostados los dos en el cuarto del peringundín, Pancho le decía que lucharía por triunfar en los escenarios de Buenos Aires, ella lo apoyaba y contribuía a aumentar y a pintar con vívidos colores esos sueños de un porvenir de éxitos. Se veía como la compañera de Pancho, vestida de lamé y visón, sentada en la mesa de algún local famoso, aguardando a que él finalizara su actuación para volver juntos a un hotel muy chic. No le contaba a él lo que ella anhelaba, sabia mujer, no ignoraba que muchas de esas cosas asustan a los hombres más templados.
 
Todos esos castillos en el aire se vinieron abajo con la revolución del 47. Una noche de fines de mayo, Pancho llegó al "Pirata" pálido, temblando; preguntó por Mimí y ella abandonó a un cliente para atenderlo.
 
-¡Tenés que ayudarme, Mimí! ¡La policía me persigue! -suplicó casi llorando.
 
-¿Qué lo que pasó?
 
-Mi hermano es uno de los oficiales revolucionarios. La semana pasada me llegó un mensaje de él, que me envió con un conocido nuestro, de allá, de nuestro valle de Piquete kué.
 
-¿Y después?
 
-Ese tipo me entregó un paquete y me dio una carta de Eladio, mi hermano. Él me pidió que guarde el paquete bien escondido, en mi pieza. Y que no tenía que decir nada a nadie.
 
-¿Por qué?
 
-Yo no sé por qué, lo que tuve es suerte, porque cuando volvía, esta madrugada antes de llegar a mi pieza, me salió Antonia, una vecina, y me avisó que no vaya a mi casa porque estaba un policía esperando para llevarme preso. Me contó que habían llegado de noche, mientras yo actuaba, y que revisaron todo, que encontraron explosivos y me estaban buscando para que confiese. ¡Ah, mi hermano añá ray! ¡Me comprometió de balde, yo no me meto en política! Estarán por venir acá también, ¡ayudame!
 
Mimí salió del cuartito con una llave y dinero.
 
-Andate a mi casita de San Antonio, procuró ir caminando ahora mismo, no te tienen que ver llegar, por allí cualquier cara rara llama la atención. Procuró cruzar a Clorinda cuanto antes. Hay muchos que hacen el favor de pasar a los fugitivos por la noche, andate, tomá el camino menos conocido. Escondete de día y salí a buscar quien te pase, pero que sea de noche. Yo me voy a ir a verte cuando estés allá.
 
¡Pobre Mimí! Haciendo honor a su nombre, no le quedó otro remedio que sufrir. No pudo cumplir su promesa. La policía llegó media hora después de la partida de Pancho. Se la llevaron sin más trámites y como no delató a su amante fue entregada a la tropa de conscriptos para que la echaran en gorra. Ella sobrevivió.
 
Después tuvo que cocinar y lavar la ropa de todos, servir como mujer por las noches para que los jefes desfogaran en su cuerpito debilitado, el miedo y el odio que sentían ante el arribo de las fuerzas rebeldes, el asco ante las torturas y las muertes en las que se veían envueltos.
 
Mimí fue debilitándose, comenzó a toser y cuando el gobierno festejaba el triunfo de la institucionalidad, echaba sangre.
 
Las palizas se hicieron más frecuentes y, pese al temor al contagio de su mbaasy poí (tuberculosis), siempre había algún necesitado que la usaba. Murió en diciembre, en una cama del Hospital de Clínicas, sola, abandonada.
 
Pancho Ledesma logró escapar y hasta llegó a Buenos Aires, olvidó a Mimí y trabajó en todos los oficios imaginables para tener el consuelo de cantar en un bar del puerto de la capital porteña. Nadie lo aplaudía, su voz había perdido el encanto, el misterio, él había perdido las ganas, le faltaba la veneración de Mimí.
 
 
 
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LOS DOS JEFES
 
 
 
Tacuarillas era un pueblo de mala muerte ubicado muy cerca de la ribera del río Paraguay, verdadero paraíso de los contrabandistas que hacían allí sus negocios. En Tacuarillas tenía su almacén de ramos generales Críspulo Martínez. Para decir la verdad, el susodicho Críspulo siempre estaba crispado, de mal humor y sufría de una argelería congénita e incurable.
 
Sus clientes pobres no se animaban a pedirle fiado antes de semblantearlo. Una señal de buen humor era encontrarlo sentado en el corredor del frente, aprovechando la sombra de un ingá, tomando tereré y charlando con su concubina, ña Tomasa. Si veían, en cambio, que don Críspulo recorría a grandes pasos ese mismo corredor, con mirada de furia y con el sombrero pirí muy calado..., sus sumisos clientes preferían esperar otro momento más propicio para entrar al negocio y solicitar un poco de yerba, de harina y de aceite con la promesa de pagar al día siguiente. Críspulo y ellos sabían que ese día podía no llegar.
 
Cuando se desató la revolución del 47 el almacenero se enteró por unos embarcadizos de la lancha que traía mercado rías y corroboró la noticia con Vicente, marino que guardaba algún contrabando en el galpón que Críspulo mantenía cerrado con candado.
 
Todos los vecinos conocían la ideología liberal del almacenero, quien se limitaba a criticar en voz baja, mascullando contra el gobierno. Una noche, en pleno mes de julio, una noche fría -envuelta en una niebla tan cerrada que impedía ver el contorno del caserío-, se escucharon gritos y tiros y corridas de la gente. Nadie salió a mirar, a nadie le importó saber qué pasaba o, más bien, prefirieron atortugarse, esconderse detrás de un caparazón de indiferencia para sobrevivir, así como habían sobrevivido siempre.
 
La mañana del día siguiente fue igual a otras, el sol salió y barrió la niebla, el frío del ambiente retrasó la aparición de los madrugadores, pero al cabo de las 7 los primeros en asomarse vieron un destacamento de tres soldados parados frente a la puerta del boliche de Críspulo.
 
El más osado, Rojas-tavy, así lo llamaban porque su esposa lo había hecho cornudo desde siempre y él no protestaba, llegó hasta el corredor del almacén.
 
-Güen día....
 
Los soldados lo enfrentaron y lo apuntaron con sus armas.
 
-¡Eaa! Qué lo que pasa, yo vengo a comprar carbón nomás. En ese momento se oyó la voz de Críspulo, con un tono autoritario, que hasta ese momento sus valles nunca habían escuchado.
 
-A ese déjenlo pasar, es de confianza.
 
Lo primero que notó Rojas-tavy fue que el boliche se había transformado, en su mayor parte, en una oficina con una mesa y unos papeles sobre ella. Detrás del precario escritorio se sentaba Críspulo, tocado con una gorra de capitán o algo similar, y ensayaba a sellar algunos de los papeles que tenía a mano, mojando el sello en la almohadilla y posándolo luego rotundamente, sobre el papel, como un úkase.
 
Al ver a Rojas-tauy acercarse al escritorio, Críspulo se levantó y dejó ver una cartuchera cargada con una pistola, que movió de su lugar, de un costado hacia el frente, corno para que Rojas la viera mejor.
 
-¿Mbaéiko la ojehúva, don Críspulo? (¿Qué sucede, don Críspulo?)
 
-Nada de don Críspulo, ahora soy el Jefe de Plaza de esta ciudad y todos están bajo mis órdenes.  ¡Cambiaron, las cosas acá! ¡Ahora me van a conocer esos coloradotes!
 
El flamante jefe se paseaba en el exiguo espacio de su boliche frotándose las manos, como si saboreara alguna venganza largo tiempo postergada. Rojas prefirió no decir nada y luego de pagar por un cuarto de yerba se retiró. El miedo no es sonso y había visto una chispa de locura en la mirada del antiguo almacenero.
 
Durante el mandato de Críspulo se atropelló la casa del inspector de Impuestos Internos y se incendió un galpón que el hombre tenía en los fondos del patio. La víctima era un solterón que tuvo una disputa con el almacenero y éste aprovechó su jefatura para humillarlo. El inspector fue sacado en ropas menores a la calle y recibió varios cintarazos de parte de los soldados que actuaban bajo las órdenes de Críspulo. Al dueño de otro comercio rival de Críspulo se le obligó a no despachar nada, acusado de ser gubernista.
 
Cuando se cumplió una semana de la dictadura de Críspulo, se recibieron noticias de que las tropas del gobierno, que defendían la dictadura de Morínigo, estaban triunfando en todos los frentes y que los revolú huían en desbandada. Críspulo no había querido creer las noticias desalentadoras que le había traído Emerenciana, una señora que le vendía velas de sebo que ella misma hacía. Emerenciana le contó que su nieta tuvo un pasmo porque en Emboscada, donde ella vivía, la niña fue hasta la lagunita para traer agua y vio cadáveres a su alrededor y el agua estaba teñida por la sangre de los muertos que flotaban.
 
-¿Maa piko la o manóva? ¿Revolú teca pa gubernista? (¿Quiénes eran los muertos?, ¿revolucionarios o gubernistas?) ** Pese a su incredulidad, Críspulo cerró su almacén-despacho a cal y canto, luego ordenó a los soldados que se larguen. Él mismo comenzó a preparar su escape, el de Tomasa y el de sus hijos.
 
Ante esto y enterada de lo sucedido, la gente pensó que sería una buena oportunidad para resarcirse de los desprecios y de las injusticias de Críspulo. Primero se arremolinaron en la calle a comentar las noticias que llegaban. Los ánimos se fueron caldeando, favorecidos por la caña que el rival comercial de Críspulo repartía generosamente. Antes del mediodía, la asamblea vecinal decidió saquear el negocio. Echaron abajo la puerta y, con ruidosos ¡pipus! se repartieron las mercaderías y destrozaron todo lo que pudieron. Ya muy borrachos, decidieron incendiar el local y casi lo lograron hasta que Juan Pirú, un líder colorado, los disuadió y se hizo cargo del negocio y de la vivienda que confiscó con la autoridad que le daba la victoria de su partido.
 
Se supo, varios días después, que el fallido Jefe de Plaza se encontraba en la casa de su hermano, en una compañía muy alejada de Tacuarillas. Allí atormentaba con su argelería a sus parientes y a tanto llegó su pya’ro (amargura) que Tomasa tomó a sus hijos y se fue con viento fresco a buscar otro compañero. Desde entonces Críspulo usó todo el tiempo su sombrero, aquel que denotaba su mal humor en esos tiempos de Jefe de Plaza de Tacuarillas.
 
La historia de Pedro de Mounier fue muy diferente. Abogado, muy simpático, gustaba de las mujeres, del trago y del juego, entretenimientos muy masculinos. Pedro era descendiente de un colono francés de aquella recordada colonia de Nueva Burdeos, hoy Villa Hayes. Él, gran gozador de la vida, habitaba la villa veraniega de Areguá con su familia, donde era muy apreciado por sus vecinos. ** Durante la guerra civil del 47 un destacamento de revolucionarios pasó también por Areguá, venció sin dificultades a los conscriptos de la comisaría y luego nombraron Jefe de Plaza al abogado Mounier.
 
A decir verdad, a Pedro no le cayó muy bien la designación, pero pensó en la seguridad de su familia y prefirió no discutir, él no era ni opositor ni gubernista, él solo quería ser feliz y basta. ** Cuando se produjo el primer conflicto entre una viuda que defendía la honra de su hija contra la lascivia de su vecino, un militar retirado, el Jefe de Plaza, inaugurando lo de la prisión domiciliaria, dictaminó que el militar fuera a sacar piedras del Cerro Köi, durante todo el día. Al terminar la jornada de trabajos forzados, donde dejaba toda su energía, dormía solo en su casa, al cincuentón militar no le quedaban ganas de acosar a ninguna mujer.
 
Pedro trató de llegar a un acuerdo con el cura párroco para evitar los conflictos innecesarios y hasta defendió a Niño Mora, el único hijo de madre viuda, Ña Tolentina, cuando los revolú quisieron obligarlo a militar en sus filas.
 
El brillante argumento del abogado y Jefe de Plaza fue que el evidente estrabismo (era vizco) de Niño pondría en peligro a sus propios compañeros, porque apuntaría a un blanco pero le daría a otro y hasta podía matar a alguno de esos "héroes" que luchaban por la revolución.
 
El Dr. Pedro de Mounier -los vecinos lo ascendieron inmediatamente a doctor cuando vieron que se convirtió en el mandamás de Areguá- trató de ser justo y equilibrado durante el breve tiempo en el que tuvo poder. No molestó a los colorados por el solo hecho de serlo y tampoco hizo gala de su poderío. Cuando todo volvió a la normalidad, o sea, cuando los colorados volvieron a mandar, Mounier también volvió feliz a su rutina y al amor de su familia. Pero antes festejó la paz en el Bar "San Carlos", rodeado de sus admiradores y favorecedores. La caña corrió en su justa medida, aunque muchos recuerdan que el Dr. Mounier regresó tambaleando a su hogar ubicado en la avenida principal.
 
 
 
 
 
 
 
INTERCONTINENTAL Editora,
 
Asunción-Paraguay 2008. 150 páginas.
 
 
 
 

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