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FRANCISCO PÉREZ MARICEVICH (+)

  INFORME SOBRE ANTENOR (LA SOBERBIA) - Cuento de FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH


INFORME SOBRE ANTENOR (LA SOBERBIA) - Cuento de FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH

INFORME SOBRE ANTENOR (LA SOBERBIA)

Cuento de FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH

 
 
 

INFORME SOBRE ANTENOR
 
(LA SOBERBIA)
 
Despertó sobresaltado y se incorporó en la cama. Entonces lentamente se percató de que nada le era familiar. Paseó la mirada por la habitación: era blanca, casi vacía de muebles. Del respaldo de una silla colgaba el pantalón, se detuvo en un desgarrón a la altura de la rodilla; de allí para abajo estaba lleno de taha-taha.

Se restregó los ojos, pero no le abandonó la sensación de que seguía dormido. Todavía se demoró un largo rato, dubitativo. Recordaba y no recordaba al mismo tiempo. Restos de recuerdos, sombras de sombras, algo como un alarido, como un chillido de mono, aparecían confusos y se diluían al pronto. Era él y, sin embargo, no se sentía él. Como no acostumbraba a beber, la pesadez de la cabeza le era extraña. La claridad del día, colándose por las rendijas de la ventana, iluminaba la penumbra de la habitación. Acomodó la almohada como para volver a acostarse, pero no lo hizo. Con las piernas colgando de la cama, procuró sus zapatos. No los halló. Se volteó al lado opuesto y allí estaban: sucios de lodo.

Tenía la impresión de que era espiado. Corajudo como era, no perdió su presencia de ánimo. No creía en fantasmas ni en ninguna otra especie de espíritus. Sin embargo, parecía inquietarse, no por miedo, sino por incertidumbre. "Debo estar pasando por una alteración", se dijo. ¿Quién era él, en realidad, en ese momento? No quiso o no pudo responderse, en razón de que parecía vivir simultáneamente dos tiempos en un mismo espacio. Era él sin duda, pero no podía explicarse el hecho de haber despertado en una habitación desconocida. Volvió a sentirse forastero en su propio cuerpo y casi de inmediato se reconquistó a sí mismo. Pero volvió a entrar en un sueño profundo.


La discusión había sido tumultuosa: túnicas, mantos, gorros y capas volaron por los aires en medio de la bulla. Pero ¿dónde y cuándo fue esa discusión? ¿Anoche o hace mil años? No lograba ubicarse aunque estaba seguro que él había estado en esa discusión, de que ahora mismo estaba en ella como si el tiempo no pasara o no hubiera pasado. Lo que se discutía le importaba bien poco o nada: que haya cien mil ángeles en la cabeza de un alfiler era una tontería tan absurda como que un chamán pudiera viajar en sueños para encontrar la causa de la enfermedad del doliente y poder curarla. ¿Puede alguien utilizar la vía del sueño para adentrarse en las cavernas de la mente? Un ligero estremecimiento le devolvió la visión de los pantalones colgados del respaldo de esa silla rústica. La penumbra gris parecía haberse detenido. ¿Se habría nublado el cielo? Ni luz, ni olor, ni sonido: sólo la quieta penumbra.

Alguien en él como subrepticiamente comenzó a recordar, como a ubicar las fichas de algún dominó en su sitio, de manera que se articulara el juego. Como desde muy lejos le llegó una voz con su nombre: Antenor.

Desdeñó a la voz. Emergía como a remezones de un fondo oscuro en el que progresivamente reconoció el dibujo de su rostro retratado como en un espejo. ¡Antenor!, insistió la voz apresuradamente desde algún lugar inubicable. Como que le pareció distinguir calidades diferentes en la voz que le llamaba, aguzó el oído para percibirla mejor. La voz se llamó a silencio.

De pronto comenzó a recorrer una galería de mármoles blancos, fríos, inexpresivos. Desconocía la causa de su presencia allí, lugar tan incógnito como inesperado, y tan largo que se perdía en un velocísimo punto de fuga en el infinito. La uniforme inmensidad blanca no le permitía fijar la mirada, era casi como una acumulación de glaciares. Entonces regresó la voz: era plena y clara, hasta excitante: ¡Antenor! E inmediatamente, como atropellándola, resonó otra, grave, oscura, pedregosa: ¡Antenor! ¡Antenor!

Sentía como si le sorbieran, como si una enorme boca negra y poderosa le sorbiera y absorbiera en una materia viscosa, casi repugnante. Se debatía inerme, aunque no vencido, de modo que pujaba por liberarse. Luego experimentó una gran quietud, como acumulando fuerza y vigor.

"Está volviendo", dijo la voz clara y firme. "¡Antenor!", "¡Antenor!", llamó la voz grave y pedregosa. "¿Estás ahí, Antenor?", inquirió con ansiedad.

"Tenga paciencia, ya está volviendo. Ya salió del coma", dijo la voz clara, con amabilidad.

Abrió los ojos lentamente. Tardó en reconocer los rostros. Vio que se distendían en alguna leve sonrisa o en un rictus que liberaba la tensión. De a poco fue percibiendo los objetos: la bolsa de suero que colgaba a su izquierda, una bandeja con medicina, el leve zumbido del acondicionador de aire, una luz difusa.

"¿Cómo se siente?".

Miró al rostro joven inclinado sobre él.

"Muy cansado", respondió, revelando una gran fatiga.

"Mejorará pronto", dijo el joven de la voz firme y clara. "Ahora descanse".

Se separó de la cama y llamó aparte al hombre de la voz pedregosa. Poco después éste invitó a salir de la habitación a quienes no eran parte del personal médico. En la habitación sólo quedó una enfermera controlando en silencio el goteo del suero.

-Qué suerte que está con vida--, dijo una enfermera algo rolliza mientras le aplicaba una inyección. Vació luego el contenido de otra en el cañito del suero.

¿Durmió bien? Estuvo muy grave. Salvo el golpe que le produjo la conmoción cerebral, no tiene usted fracturas. Es un milagro, dijo.

Él la miró casi con indiferencia. Luego preguntó:

-¿Cuánto tiempo llevo aquí?

-Eso no debe importarle. Está con vida y tomando fuerza--, dijo la enfermera afectuosamente. Bulliciosos, los jóvenes le ponían al tanto del accidente. No recordaba sino vagamente lo ocurrido. Las imágenes se le confundían con las del delirio del coma o del sueño profundo en que había caído. De todos modos no quería enterarse más allá de la exhalación oscura que le había salido al paso cruzándosele en el camino a muy alta velocidad en la noche.

-¡Qué bien que estuvo el debate, profe! -exclamó de pronto uno de los jóvenes del grupo.

-Lo dejó como bosta.

-¡Peor! Lo dejó como palo de gallinero, profe--, declaró un chico menudo, de brillantes ojos escrutadores.

-¿Les pareció?--, dijo él, complacido.

-¡Claro! Nadie puede discutir con usted, profe. El pobre tipo cagó fuego cuando usted le sacudió esa cita de Heráclito.

-¡Y en griego!--, concluyó otro riendo a carcajadas.

¿A qué debate se referían? Solía tenerlos con frecuencia en el auditorio de la Facultad, pero no recordaba al que ellos aparentemente se referían. Disimuló su incertidumbre y condujo con habilidad el diálogo a través de preguntas que le aclararan la cosa.

-Nunca como esta vez estuvo usted tan brillante, profe--, dijo el muchacho menudo con verdadero entusiasmo.

-¿Ah, sí? ¿Y en qué especialmente?-, inquirió él con intencionado desgano.

-¡Le dejó ya se sabe cómo, profe: hecho polvo!-, dijo otro de los jóvenes frotándose las palmas de las manos.

Disfrutaba de la opinión de sus alumnos respecto de sus poderes intelectuales. Desde luego nunca conoció ningún complejo de inferioridad, abrigaba, por el contrario, el convencido sentimiento de ser superior en múltiples virtudes a quienes compartían con él relaciones de trabajo o vecindad o simple camaradería. No sólo negaba en los otros capacidades de inteligencia iguales a las suyas, sino que no reconocía valor a las opiniones ajenas, y mucho menos a las obras, si éste era el caso.

Siempre solitario, su conducta parecía rodearle de un cerco que lo aislaba de los demás. Sus colegas, que bien lo conocían, se alejaban cuidadosamente de él, evitando cualquier contacto innecesario, por más breve que fuera. Él interpretaba esto como que le tenían sumo respeto y aún envidia. Lo que le llenaba de autocomplacencia y orgullo. No toleraba críticas a su crítica ni opiniones sobre su conducta moral, que juzgaba intachable. Habiendo hecho cursos en Europa y ostentando un Ph.D harvardiano, consideraba todos los días que ya había llegado el momento de abandonar el país, buscando ambiente propicio a la expansión creadora de su talento y sabiduría. Salvo cierto número de jóvenes con quienes tenía feeling, no compartía con nadie ni tiempo, ni saber ni experiencias. No dejaban de atraerle las muchachas, pero no avanzaba más allá de unas conversaciones en el bar o paseos al campo, actividad que le gustaba mucho y que realizaba con gran contento casi todas las semanas. Si bien pensaba casarse alguna vez, no lo haría con una compatriota, por lo que demoraba hacerlo hasta tanto estuviera viviendo en un país propicio.

A pesar de que había sido advertido de que su comportamiento y actitudes eran motivo de chanza entre la gente que lo conocía y con quienes trataba, él sencillamente los despreciaba. "El menosprecio de los imbéciles es el tributo a la excelencia", predicaba a sus alumnos, que no sabían a qué atenerse verdaderamente al escuchar esa sentencia.

Los chicos parloteaban casi excitados. Él los escuchaba ausente. El hombre de la voz pedregosa anunció que el médico estaba llegando para cumplir con la curación diaria. Los jóvenes comprendieron la situación y se despidieron. Él trataba de rescatar del naufragio de su memoria algunos restos de recuerdos e impresiones del accidente. No podía lograrlo: todo era un montón de retazos sueltos, informes, heterogéneos. ¿Eso, sólo eso era él en la dimensión de su memoria? Sintió una desazón profunda, experiencia hasta ahora nunca conocida por él.


Lo cumpliría una vez hubiera acabado su convalecencia. No abrigaba dudas acerca de la corrección de lo decidido. Cosa de amor propio y de dignidad justificaban su decisión. Confiaba en realizarlo con precisa justeza. Nada dejaría al azar. Lo planeaba ya con meticuloso cuidado. Era hábil en diseñar y ejecutar planes. Se tranquilizó sabiéndose paciente y aún obstinado en la consecución de sus fines. Gozaba por participar del éxito y con esto se sentía bien. Durmió esa noche con placidez, sin sobresaltos, sin pesadillas.

Al término de la cuarta semana estaba de alta. ¿Se presentaría a retomar sus clases repitiendo el "Decíamos ayer..." de Fray Luis de León? Sí, lo haría, pese a no sentirse particularmente motivado para ello. Lo haría por presentarse en la sala de profesores a experimentar el remolino de preguntas y comentarios que necesariamente produciría su asistencia a ella. Y principalmente para ver la expresión que tomaría el rostro del profesor de Obligaciones al encontrarle ahí. Como todos los demás, pero especialmente el profesor de Obligaciones era un bruto despreciable al que de buena gana le cruzaría la cara a puñetazos (no le costaría nada; él era robusto y alto frente al metro y sesenta y seis del sabandija de Obligaciones). El escándalo que estallaría en el seno de la Academia no afectaría su reputación más allá de un breve chismorreo de vejetes que se diluiría pronto, con mucha mayor antelación que la algazara de los alumnos al difundirse el hecho.

Cargó papeles y sus libros en el maletín y salió a la calle. Hacía un excelente tiempo, con una suave brisa que daba frescura al clima. Llamó un taxi y se montó en él. El crepúsculo llenaba de rojizo esplendor el horizonte.
-¿Derecho UNA o Católica?-, inquirió el taximetrista, quien al recibir la respuesta se dirigió raudamente a Trinidad.

Esperaba cumplir acabadamente con su plan. El cual incluía no sólo el puñetazo sino algún agregado aún más ejemplarizador. A una cuadra del portón del edificio, vio a Obligaciones descender de su automóvil. Mirarlo y preguntarse si valía la pena llenar de fama a esa cucaracha inmunda hizo que sustituyera su decisión por otra. El taxi se detuvo, pagó el servicio, descendió y esperó a Obligaciones. Cuando lo tuvo cerca, introdujo la mano en el bolsillo interior del saco. Cuando la extrajo cargaba un revólver con el dedo en el gatillo.

-¡Profesor Jara!- gritó imperativamente, apuntando con el arma al hombrecillo que, del terror, casi se fue de espaldas. ¡Usted se me arrodilla aquí y sabrá lo que debe decirme! ¡Y lo hará en voz alta! Para que todos lo oigan-, dijo paseando la mirada sobre la gente desconcertada.

Obligaciones se echó de bruces farfullando algo desconsoladamente. Antenor, frío y con calculada lentitud, se acercó al hombre tendido y, antes que llegaran junto a él guardias y alumnos que corrían a detenerlo, apoyó el pie en las espaldas de Obligaciones y apuntándole con el arma dijo:

-¡Usted no vale ni el esfuerzo de presionar el gatillo! ¡Váyase jodidamente al carajo!

Y lo dejó allí, aplastado como una cucaracha.

 
Fuente: PECADOS CAPITALES. SIETE CUENTOS. COLECCIÓN NARRADORES PARAGUAYOS © de los cuentos, de los respectivos autores © de esta edición Editorial El Lector. Director Editorial Pablo León Burián. Tapa: Marcos Condoretty, Ilustración de tapa "Los 7 pecados capitales", de Jerome Bosch (El Bosco) (1450 - 1516), pintor medieval holandés, precursor del surrealismo cuatro siglos antes de que esta corriente apareciera. Ilustraciones interiores: Ricardo Migliorisi. Asunción-Paraguay. 2006 (117 pp.)
 
 
 
 
 

 

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