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FRANCISCO PÉREZ MARICEVICH (+)

  FICCIÓN BREVE PARAGUAYA - UNA SELECCIÓN DE BARRETT A ROA BASTOS, 1983 - Por FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH


FICCIÓN BREVE PARAGUAYA - UNA SELECCIÓN DE BARRETT A ROA BASTOS, 1983 - Por FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH
FICCIÓN BREVE PARAGUAYA
 
UNA SELECCIÓN DE BARRETT A ROA BASTOS
 
 
(COMPILADOR)
 
 
Título de la primera edición:
 
BREVE ANTOLOGÍA DEL CUENTO PARAGUAYO,
 
Asunción, Comuneros, 1969.
 
Se agregan en esta edición los autores
 
NATALICIO GONZÁLEZ, VICENTE LAMAS,
 
JULIO CORREA y CARLOS ZUBIZARRETA
 
© Copyright by FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH, 1969
 
© Copyright by ZENDA-SELECCIÓN CULTURAL, 1983
 
Diseño de portada: FRANCISCO CORRAL y OSVALDO SALERNO
 
Logotipo: CARLOS CESAR ALMEIDA
 
1a. Edición, Comuneros, Asunción, 1969
 
2a. Edición, Zenda, 1983
 
Hecho el depósito de Ley 94
 
 
 
PRESENTACIÓN
 
Dos veces intentó el Paraguay hacerse de una generación de narradores: la primera, en la última mitad del siglo pasado; la segunda, en la primera de este siglo. En ambas ocasiones su esfuerzo quedó baldío. El espejo mágico de la ficción que reflejase su desconocido rostro, fuésele reiteradamente escamoteado, ya por la prematura confluencia en la muerte de sus escritores, ya por el extravío de éstos en los alienados cauces de la historiografía y sus mitos cristalizadores.

La que pudo ser la generación inaugural de la ficción paraguaya se perdió gloriosamente tras la humazón de la guerra de la Triple Alianza (1864 1870). La gran guerra, que devastó cuanto pudo ser devastado del poderío material de este país, tuvo todavía otro efecto aun más destructor: la laceración profunda de la conciencia popular, herida traumáticamente hasta sus raíces. Pero antes de perderse en la aniquilación, estrenó ese grupo de escritores el cuadro de costumbres -a través del taumatúrgico maestro de esa generación, el, español ILDEFONSO ANTONIO BERMEJO (1820-1892)-, la novela romántica -a través de la traducción que de la GRAZIELLA, de LAMARTINE, hiciera hacia 1860 el más aprovechado de esos talentos, NATALICIO DE MARÍA TALAVERA (1837-1867)- y los propios intentos novelescos como LA PRIMA NOCHE DE UN PADRE DE FAMILIA, del deán EUGENIO BOGADO. En los tiempos de la guerra, aparecieron de vez en vez, algunos brevísimos relatos en las páginas combatientes de los periódicos de trincheras: CABICHUÍ, CACIQUE LAMBARÉ, EL CENTINELA, LA ESTRELLA. Después, sólo la desolación infinita, y los urgentes, prometeicos afanes por reconstruir desde sus cimientos el asolado país.

En medio de ese ajetreo -con sus luchas intestinas de facciones y el ineludible enfrentamiento diplomático con las potencias vencedoras de ocupación para salvar lo salvable del territorio nacional-, los periódicos de la época publican de cuando en cuando alguna que otra romántica narración europea o hispanoamericana. Así -y vaya como ejemplo- "LA REFORMA", en los primeros meses de 1876, inserta en sus páginas un anónimo CUENTO PERSA, No hay burlas con el honor, del chileno MIGUEL LUIS AMUNÁTEGUI, y una extensa serie de las TRADICIONES PERUANAS, de RICARDO PALMA; algunos desvaídos relatos de JOSÉ SELGAS y JULIO LANDEAU; un folletín -Volver a verse- presumiblemente escrito por un argentino residente en Asunción y que disimuló su nombre bajo el seudónimo de MALEMPEÑO, y en su número 289 EL INDIO ERRANTE, de DIÓGENES DECOUD (1859-1920), acaso el primer intento narrativo paraguayo de la posguerra. Los inmigrantes -italianos, españoles, franceses, argentinos-, y principalmente los primeros, se afanan noblemente por fecundar los institutos de cultura y forman bibliotecas, ofrecen algunos conciertos -o lo que hayan sido aquéllos-, dan representaciones teatrales y de "diafanorama".

Entre estos inmigrados vive por algún tiempo escribiendo en los diarios, el argentino FRANCISCO F. FERNÁNDEZ (1842-1922), quien publica en Asunción la novela de ambiente morisco ZAIDA (1874), la primera que sale impresa en libro en el Paraguay. En Nueva York, donde vivía, uno de los sobrevivientes de la generación de escritores muerta en la guerra, JUAN CRISÓSTOMO CENTURIÓN (1840-1903), lanza el último fulgor de la misma bajo la especie de la elegíaca y temblorosa novela breve VIAJE NOCTURNO DE GUALBERTO o RECUERDOS Y REFLEXIONES DE AUSENTE (1877). En 1885 apunta el tercer paraguayo que narra, JOSÉ DE LA CRUZ AYALA (1864-1892), con su cuentecito romántico-indigenista LEYENDA GUARANÍ. Tres años después 1898-1903, ADRIANO M. AGUIAR (1849-1912) lanza sus EPISODIOS MILITARES DE LA GUERRA DEL PARAGUAY, lo más memorable de este tiempo. En 1890, el emigrado español Z. ALBORNOZ Y MONTOYA (?) reúne en 47 páginas los seis cuentecillos sentimentales de LAS ÚLTIMAS MEMORIAS DE UN LOCO (1.- Para todo este período véase: CARLOS R. CENTURIÓN: HISTORIA DE LA CULTURA PARAGUAYA, T. 1. 1961, RAÚL AMARAL: EL ROMANTICISMO PARAGUAYO, rev. "Comentario", N. 47, JOSEFINA PLÁ: APUNTES PARA UNA HISTORIA DE LA CULTURA PARAGUAYA (1967).).

Y el trágico siglo XIX paraguayo expirará alumbrado por los resplandores nacientes de la llamada generación del novecientos.

El alma conturbada de los sobrevivientes de la gran hecatombe buscó, con esa enloquecida urgencia de los desesperados, sublimar su angustia -como era inevitable- en una esperanza y en un rechazo. La esperanza fue el liberalismo romántico (luego positivista, en directa vinculación interna  con el sistema capitalista en expansión) proyectado hacia la configuración ideal de un Estado democrático: el rechazo, todo el inmediato pasado personificado hipostáticamente en el Mariscal Francisco Solano López. Ambas correlativas sublimaciones provocarán, en los nacidos de la guerra, lo que será el signo característico de la mente paraguaya hasta el presente: la alienación en la historiografía y su resultado, el mito histórico cristalizado -y cristalizante-, y la alienación en las ideologías, con sus exclusivismos políticos disgregadores. Ambas alienaciones cuajarán dos actitudes, expresivas de complejos traumáticos colectivos: de una parte, la que podríamos denominar actitud lotiana -es decir, la pregnante fijación en lo que se ha dejado atrás, el irreversible pasado-, que se manifestará en frenéticas evocaciones masoquistas de las desdichas pretéritas, mas sin que esas tribulaciones -y sus causas presuntas- sean vistas objetivamente como ya sucedidas, sino, por el contrario, actualizándoselas, conviviéndoselas como si fueran existencialmente presentes, subjetivándolas. De otra parte, la derivada actitud narcisista con sus estereotipos humanos, sociales y políticos (2.- (1)     Cfr. Josefina Plá y Francisco Pérez-Maricevich: Narrativa paraguaya (Recuento de una problemática), en "Cuadernos Americanos", julio-agosto, 1968.).

De esta ingente, poderosa estructura mental ningún paraguayo podrá liberarse hasta después de la guerra del Chaco (1932-1935). Y tampoco del absorbente, atmosférico, consubstancial romanticismo que configuró con su impulso idealizador esa conciencia que, si fue fecunda para el resurgimiento espiritual de este país, esterilizó completamente su vertiente creadora. Absortos en sus mitos -uno de ellos será sucesivamente vilipendiado y exaltado-, los hombres de la generación del 900, envueltos en un contexto político anárquico y anarquizante, se desinteresarán enteramente de la ficción y encauzarán sus fuerzas imaginativas, inconscientemente, en la elaboración de sus caldeadas construcciones historiográficas. De modo que su labor contribuirá a formar esta paradoja: la ficcionalización de la historiografía y la historificación de la ficción. Apreciarán, v. gr., a un mediocre argentino, MARTÍN DE GOYCOECHEA MENÉNDEZ (1877-1906), por sus aficiones a poematizar en prosa las tribulaciones humanas de la guerra pasada (Guaraníes, 1904), pero marginarán -en lo que tenían alguna razón- a otro argentino, JOSÉ RODRÍGUEZ-ALCALÁ (1884-1959), porque en sus cuentos (ECOS DEL ALMA, 1903; GÉRMENES, 1904) y en su novela (IGNACIA, 1906) se complacía en describir tristes situaciones sentimentales bajo una atmósfera folletinesca, y al español RAFAEL BARRETT (1847-1910) -en lo que los del 900 se equivocaron desgraciadamente-, porque éste, desposeído de toda anteojera mítico-narcisista, denunció -"¡Pluma mía, húndete hasta el mango!"- las miserias humanas que observaba, adolorido y tremante, a su alrededor.

El complejo mental configurado por esas actitudes y sus secuelas es una de las ocultas razones por las que no es posible hablar, con propiedad, de la existencia en el Paraguay de las escuelas literarias comunes a Hispanoamérica. Lo que se dan son contaminaciones, reflejos débiles, intentos híbridos, como en el caso del modernismo y del realismo posterior. Sólo un expatriado escritor dará la neta vibración modernista en esta literatura: ELOY FARIÑA NÚÑEZ (1885-1929). El resto de los escritores de la segunda generación narrativa con la que el Paraguay intentó revelarse a sí mismo, desaparecerá succionado por el tremedal del desconcierto estético y del vacío social, atrapados como estaban esos escritores en las redes de hierro de las alienaciones y del agotador clima espiritual del romanticismo en descomposición. País de historiadores y juristas -el paraguayo nacía por entonces con un folletito de historia bajo el brazo-, el Paraguay seguía identificando obstinadamente la historiografía con la literatura y dejó distraídamente morir en un abandono trágico a esos angustiados, desorientados narradores ingenuos de CRÓNICA (1913) y de JUVENTUD (1923).

Quisieron aquéllos de CRÓNICA -LEOPOLDO CENTURIÓN (1893-1922), ROQUE CAPECE FARAONE (1894-1928)- iniciar el despegue evadiéndose del opresivo ambiente en que alentaban a los refinados mundos de CHARLES BEAUDELAIRE, GABRIELLE D'ANNUNZIO y CHARLES LORRAIN -pasando por los cuentos del AZUL..., de RUBÉN DARÍO-; pero, desquiciados, sumiéronse en las drogas. Los de JUVENTUD visitaron a VARGAS VILA, exploraron las páginas españolas de la época -y las de más atrás-, se entusiasmaron brevemente con las hispanoamericanas leídas en revistas argentinas, y se callaron apenas borroneados los primeros papeles. Ninguno de éstos dejará libro de ficciones. Y ninguna de éstas, perdidas en las páginas de sus revistas -o de los diarios-, puede hoy ser rescatada por su valor estético. No pasan de meros hitos históricos como huellas de un proceso que alcanzará -motivada por algunos socialistas argentinos y españoles inmigrados- una breve lucidez en cuanto conciencia crítica de lo social con los relatos publicados por LA NOVELA PARAGUAYA (1923): MIGUEL GONZÁLEZ MEDINA, EL LOCO DE LA CELDA N° 13; CARLOS FRUTOS, LOS CUERVOS DE ICARIA; DAVID DE VALLADARES, GAVILANES Y PALOMAS; LUIS ALVAREZ, EL SACO NUEVO.

Sólo aquellos escritores obedientes a la conciencia narcisista y a sus estereotipos humanos publicarán libros de relatos. Son ellos EUDORO ACOSTA FLORES (1904-1980) -CUENTOS NACIONALES, 1921-, NATALICIO GONZÁLEZ (1897-1966) -CUENTOS Y PARÁBOLAS, 1922- Y MARÍA TERESA LAMAS DE RODRÍGUEZ-ALCALÁ (1897-1976) -TRADICIONES DEL HOGAR, I, 1925, II, 1928-.

Con la guerra del Chaco, la cristalización mítica en el pasado tuvo que descender a las reales arenas de la vida. Y algo desconocido -el pueblo usual y cotidiano, el campesino con su entera humanidad- se hizo sólidamente presente. Y la generación de narradores oscuramente buscada por este país se adelantó silenciosamente con un libro -EL GUAJHÚ, 1938- que nadie se tomó el trabajo de considerarlo importante. Con él su autor, el desdibujado novelista de HOMBRES, MUJERES Y FANTOCHES, GABRIEL CASACCIA, daba socarronamente el RIP a la tendencia según la cual el paraguayo -vaciado en una formulación idealista- debía ser obligado tema de cuanto relato se escribiera. Y lo hizo asumiendo obedientemente la inevitable tendencia, pero como la volviera del revés, situó a su invariable temática en una perspectiva completamente insólita, de manera que el resultado de "el paraguayo y sus costumbres" -visto desde Casaccia- es un cuadro tan alejado de lo idílico-sentimental como de lo heroico estereotipado. Negándose obstinadamente a identificar sus personajes con el convencional patrón entonces en vigencia instaló en la narrativa de su país el demorado, liberador objetivismo en la configuración del mundo ficticio. Y con él el certero narrador conectó la literatura de la que procedía con el espíritu crítico de la contemporánea latinoamericana. Pero interrogada el alma campesina y sus mundos mágico-míticos, el avizor cuentista se lanzó a levantar el inventario de las interioridades urbanas y más o menos burguesas en EL POZO (1947). Y con ambos libros funda, esencialmente, la narrativa válida de su país. No se trata, en el caso de Casaccia, de un genio, pero para liberar a esta literatura bastaba con un talento audaz. Y Casaccia no sólo lo era, sino que contaba con una condición fundamental -dadas las circunstancias entonces tipificadoras de este país- para llevar a puerto seguro su excepcional labor: la distancia, madre de la perspectiva. Contando con el apoyo de esa perspectiva, lanzó luego la más grande revolución del Paraguay contemporáneo (que, como la de la Independencia, no necesitó de ningún tiro): LA BABOSA, punto final de toda una estructura -mental, cultural- en este país.

Después de Casaccia, la increíble revelación: AUGUSTO ROA BASTOS. No es exagerado afirmar que nadie que desconozca la índole específica de esta cultura, puede comprender en toda su dimensión escandalosa el insólito fenómeno que significa el "oscuro fantasma llamado Augusto Roa Bastos" como producto de esta sociedad y de esta cultura institucionalizada en los estereotipos, en sus mitos -ya exangües-, en sus coordenadas mentales -ya extemporáneas-. Roa Bastos constituye la súbita aparición del paraguayo terral narrando desde las oscuridades de la realidad que se vive -y no de la realidad en que se está-, desde el nivel mítico más revelador y determinante, desde los enloquecedores símbolos, desde la esperanza más dolorosamente soñada y sufrida, para configurar en mundos doloridos la fabulación existencial y vital más neta de este pueblo y sus grandes, inescrutables tristezas. Sus relatos son verdaderos alaridos alucinados y mágicos con los que se anuncia en América el alma multitudinaria de este calumniado pueblo. Y el hijo pródigo que es este poeta épico-lírico vuelve parabólicamente desde la ficción a las honduras subconscientes que trabaron durante décadas amargas la lengua de su país: el masoquismo y el sadismo más fieros paralelizando el más tremante amor por las esencias de la propia alma, del propio ser. Por lo que casi un siglo después de ocurrido el trauma de la guerra del 70, que anduviera buscando sus símbolos liberadores a través de múltiples formas historiográficas, sale al fin a cielo abierto con las fabulaciones estrictas de este paraguayo inmemorial.

Los otros dos narradores del grupo del 40 -al que pertenecen los dos anteriores-, tienen mundos más reducidos. JOSEFINA PLÁ y HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ han acotado parcelas más humildes y modestas de la realidad paraguaya y en ellas tratan de encontrar valores -o contravalores- humanos tan ejemplares como los explorados por Casaccia y Roa Bastos.

Asunción, noviembre de 1968
 
FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH
 
 
 
ESTA EDICIÓN
 
La presente edición -agotada hace tiempo la primera- sólo agrega una novedad: la inclusión de otros cuatro autores -NATALICIO GONZÁLEZ, JULIO CORREA, VICENTE LAMAS Y CARLOS ZUBIZARRETA- que vienen a llenar algunos huecos dentro del proceso narrativo que intentó esbozar esta compilación. La narrativa reciente será incorporada en una Panorámica del relato en el Paraguay, crítica y texto, de próxima aparición.
F.P-M.
Asunción, 1983
 
 
 
 
 



DE CUERPO PRESENTE

Sobre la cama sucia estaba el cuerpo de doña Francisca, víctima de cuarenta años de puchero y de escoba. Entraban y salían del cuartucho las hijas llorosas. Chiquillos de todas edades, casi harapientos, desgreñados, corrían atropellándose. Una vieja acurrucada pasaba las cuentas de un rosario entre sus dedos leñosos. El ruido de la ciudad venía como el rumor vago que sube de un abismo, y la luz desteñida, cien veces difusa sobre muros ruinosos, resbalaba perezosamente por los humildes muebles desportillados.
Siguiendo los declives del piso quebrado, fluían líquidos dudosos, aguas usadas. Una mesa sin mantel, donde había frascos de medicina mezclados con platos grasientos, oscilaba al pasar de las personas, y parecía rechinar y gemir. Todo era desorden y miseria. Doña Francisca, derrotada, yacía inmóvil.
Había sido fuerte y animosa. Había cantado al sol, lavando medias y camisas. Había fregado loza, tenedores, cucharas y cuchillos, con gran algazara doméstica. Había barrido victoriosamente. Había triunfado en la cocina, ante las sartenes trepidantes, dando manotones a los chicos golosos. Había engendrado y criado mujeres como ella, obstinadas y alegres. Había por fin sucumbido, porque las energías humanas son poca cosa enfrente de la naturaleza implacable.
En los últimos tiempos de su vida doña Francisca engordó y echó bigote. Un bigotito negro y lustroso, que daba a la risa de la buena mujer algo de falsamente terrible y de cariñosamente marcial. Sus manos rojas y regordetas, sanas y curtidas, se hicieron más bruscas. Su honrado entendimiento se volvió más obtuso y más terco. Y una noche cayó congestionada, como cae un buey bajo el golpe de un mazo.
Durante los interminables días que tardó en morir, la costura se abandonó, las hijas aterradas no se ocuparon más que de contemplar la faz de la agonizante y de espiar los pasos de la muerte. Las oscuras potencias enemigas del pobre, las malvadas que deshilachan, manchan y pudren, las infames pegajosas se apoderaron del hogar, y se gozaron del cadáver de doña Francisca.
Las horas, las monótonas horas, indiferentes, iguales, iban llegando unas tras otras, y pasaban por el miserable cuartucho, pasaban por el cadáver de doña Francisca, y dejaban descender sobre aquella melancolía, la melancolía del ocaso y la madeja de sombras que ata al sueño y al olvido. Los chiquillos, hartos de jugar, se fueron durmiendo. Las mujeres, sentadas por los rincones, rezaban quizá. La vieja, acurrucada siempre, era en la penumbra como otro cadáver que tuviera abiertos los ojos.
Una de las mujeres se levantó al cabo, y encendió una vela de sebo. Miró después hacia la muerta, y se quedó atónita. Debajo de la nariz roma de doña Francisca la raya del bigote se acentuaba. La longitud de cada pelo se había duplicado, y algunos rozaban ya los carrillos verduscos de la valerosa matrona.
-A los hombres les suele crecer la barba -murmuró la vieja.
El silencio cubrió otra vez, como un sudario, la escena desolada. Se agitaba extrañamente la llama de la vela, haciendo bailar grupos de tinieblas por las paredes del aposento. Encorvadas, abrumadas, las mujeres dormitaban, hundiendo sus frentes marchitas en las ondas de la noche. Las horas pasaban, y el bigote de doña Francisca seguía creciendo.
A veces se incorporaba una de las hijas, y consideraba el rostro desfigurado de su madre como se consideran los espectros de una pesadilla. Los niños, con aleteos de pájaros que sueñan, se estremecían confusamente. La vela se consumía; en la hinchada, horrible doña Francisca, seguía creciendo aquel bigote espantoso que después de difunta le trastornaba el sexo.
Cuando el alba lívida y helada se deslizó en el tugurio, y despertaron ateridos los infelices, vieron sobre la carne descompuesta de doña Francisca unos enormes bigotes cerdosos y lacios que le daban un aspecto de guillotinado en figura de cera.
Entonces el más menudo de los diablillos soltó la carcajada, una carcajada loca que saltaba a borbotones como de una fuente salvaje, y la vieja se destapó también como una alimaña herida, y las mujeres no pudieron más y se rieron como quien aúlla, y aquellas risas inextinguibles, sonando en las entrañas de la casa sórdida, hacían sonreír a los que pasaban por la calle.
(CUENTOS BREVES, 1911)




BUCLES DE ORO

El nene estaba enfermito. Inmóvil, pálido, con sus ojitos astrosos, respiraba fatigosamente en la cuna, junto a la cual velábamos los dos en silencio.
Era una benigna tarde de invierno. Del vasto rumor de Buenos Aires sólo llegaba a nuestro cuarto de pensión un murmullo tenue. Abajo, sonaban las notas largas y graves de un pistón, en el cual hacía escalas un músico italiano, con tenacidad desesperante. En el patinillo lóbrego de nuestro piso, hablaban a media voz tres modistas sicilianas, de trágicos ojos negros. En el cuarto vecino, canturreaba la patrona, una garrida sevillana.
Estábamos solos, como en una isla desierta, en medio de aquella gente venida de diversas partes del mundo. ¿Qué hacer en tal trance supremo? Por fortuna, el médico había venido y recetado una poción contra el mal. Cada dos horas, Matilde le abría la boca al nene y echaba en ella una cucharadita del jarabe. Pero su respiración se volvía cada vez más entrecortada y ronca. Sentíamos la presencia de la fuerza invisible e irreparable que, a guisa de una sombra progresiva, iba llenando todo el ámbito del cuarto.
-Parece que está mejor, -dijo de pronto Matilde-. ¿No ves?
Allí estaba el pobre nenito, con su cabecita rubia, propicia a la caricia, echada sobre la almohada, mirándonos fijamente con santa inocencia. La maldita bronquitis pulmonar le roía los bronquios y los pulmones y la fiebre aumentaba por grados. Sufría visiblemente, y esto era nuestra mayor pena. ¿Qué resistencia podía ofrecer el delicado organismo de una criatura? ¿No era una crueldad espantosa hacer sufrir así a un inocente? En fin, nosotros, los grandes... Con toda nuestra alma hubiéramos deseado arrancarle su mal y padecer nosotros por él. Debía de sufrir mucho, porque hacía tiempo que no sonreía. Era en él la sonrisa algo así como el signo de la vida, la expresión inmaterial del plenario florecimiento de la potencia orgánica que se transfiguraba en dos gotas de luz en sus pupilas, en hebras de oro en sus cabellos y en un divino halo de gracia en sus labios.
Para entibiar la atmósfera y facilitar la respiración del nene, Matilde se apartó por un momento de la cuna y quemó un minúsculo cono de incienso, que sahumó el recinto. Luego, volvió a su asiento. La miré, profundamente abatido. Más que nuestra pena común, me dolía el golpe de la fatalidad, sumado a la evidencia del desamparo. Todo parecía oponerse hasta entonces a la realización de mi plan de conquista de Buenos Aires, a la que había jurado vencer, cuando de mi lejana provincia vine, caballero en mi juventud, hacia la ciudad áurea y seductora, en busca de un campo en qué dar noble empleo a mi actividad. ¿Qué había sido de todos mis ensueños de estudiante? Mi porvenir se obscurecía. En aquellos momentos estuve a punto de desfallecer, porque me pareció que la lucha emprendida era superior a mis fuerzas. Más no me abandonó la esperanza, y, sobre todo, me sostuvo el deseo de imponer mi albedrío a la adversidad.
El músico seguía tocando notas prolongadas, que repercutían en mi espíritu con infinita tristeza. ¿Qué relación sutil habría entre las vibraciones sonoras de los instrumentos de cobre y las ondas invisibles de la fatalidad y del dolor? A ciencia cierta, no lo sabía; mas lo positivo era que aquellos sonidos lúgubres aumentaban mi sufrimiento. En la calma del crepúsculo, sonábanme como la expresión musical de mi congoja muda, y oíalos como si fueran las voces del silencio patético que se expandía en mi cuarto, y del destino inescrutable que rondaba en torno nuestro con señorío augusto.
-¿Oyes Matilde? Esa música me pone mal... Dile...
Matilde fue a hablar con la encargada de la casa, y, a poco, oí que ésta respondía:
-Ya le he dicho que aquí arriba hay un chico enfermo; pero no me ha hecho caso. ¡Qué gente desconsiderada!
Estábamos verdaderamente solos, sin otra compañía que la de nuestro nene moribundo, en aquel rincón de la gran urbe. ¡Ah, Buenos Aires, tentacular sirena del planeta! Nos contemplábamos de nuevo, y sonreíamos melancólicamente. De pronto, los ojitos sin brillo del enfermo se fijaron, con inmovilidad inquietante, en el techo. Cuando lo advertí, el corazón me palpitó, por intuición inefable, con violencia, y ví que los ojos de mi compañera se llenaban de lágrimas.
- ¿Qué será? -me preguntó en voz baja.
-Nada-, me atreví a responderle.
Aparté la vista de aquellos ojos, ignorantes del misterio de la vida, que miraba con extraña fijeza el techo, y la clavé en el suelo, resignado. Ella hizo lo propio y en esta actitud permanecimos mucho tiempo silenciosos. Ambos éramos como dos ovejas barridas por la tempestad, en medio del inmenso rebaño humano que nos rodeaba. Hacía siete días que sosteníamos una lucha desesperada con la enfermedad y carecíamos ya de fuerzas para continuarla. Un abatimiento profundo se apoderó de nosotros y nos entregamos, sin aliento, en brazos de lo irreparable. Amilanados, medrosos, pasivos, dejamos transcurrir los minutos, en una como especie de insensibilidad casi animal. Las fuentes de la vida se secaron momentáneamente en nuestras almas. Dejamos de ser criaturas humanas para convertirnos en dos masas maleables, dóciles al menor impulso y susceptibles de ser moldeadas a designio.
Era entrada ya la noche. Matilde encendió la lámpara y la puso a media luz. El silencio circunstante tornábase cada vez más desolado. Jamás experimenté una impresión tan cabal del desierto ciudadano, como entonces. Desde mi cuarto veía pasar las sombras de las jóvenes sicilianas, que iban o venían de la cocina, en incesante ajetreo.
El nene pareció mejorar un poco, pues una sonrisa, imperceptible casi, se diseñó fugazmente en la comisura de sus labios exangües, y decidimos acostarnos vestidos. Como hiciera frío, sacamos al enfermito de la cuna y lo pusimos en nuestra cama, a fin de reanimarlo con el calor de nuestros cuerpos. Magüer la proximidad del desenlace, bien pronto me rendí al sueño. Serían las doce de la noche cuando un grito azorado de Ma-tilde me despertó bruscamente.
-¿Qué pasa? -inquirí con la consiguiente alarma.
-Me parece que el nene ha muerto... Tócalo... Está frío.
Palpé su cuerpecito con ansiedad suprema: estaba, efectivamente, helado.
-Sí, tiene el cuerpo frío, -repuse- pero ¿no estaba ya así?
-No, tenía fiebre, Luis.
-No puede ser... ¿Late aún su corazón? -Creo que no.
Puse la mano sobre su corazón y comprobé que había cesado de latir.
-¿Será esto la muerte? -interrogué a Matilde con el corazón oprimido.
-No sé... Hace un minuto que oía su ronquido, cuando de repente, cesó todo y se quedó inerte, como un pajarito.
Aún tenía los ojitos abiertos.
-Ciérralos, -sollozó a mi lado Matilde.
-Tengo miedo.
Los cerré piadosamente y deposité un beso conmovido sobre sus párpados cerrados. Luego se oyó, en el silencio nocturno, escapado de una garganta varonil, un sollozo extraño y breve, como un grito de angustia de una bestia repentinamente herida.
Era la primera vez que me hallaba en presencia del cuerpo inanimado de un ser, al que había dado vida, y el misterio de la muerte me pareció a la sazón más enigmático y contradictorio que nunca. La pálida carita del nene había adquirido tal serenidad seráfica, que pensé si la muerte no sería el estado de reposo de una vida trascendente y profunda. Parecía dormido: el silencio, que se cernía sobre sus labios, era apacible, la rigidez de su cuerpo distaba de ser trágica y la blancura de su frente y de sus manos tenía una palidez suave de rayo de luna.
Lloramos en silencio, por largo tiempo, ante el cuerpecito yacente de nuestro hijo, concebido en el dolor y en la esperanza, en aquel cuarto de pensión, aislado del resto del mundo. Debíamos ofrecer un aspecto dramático, llorando delante del cadáver, a la indecisa claridad de la lámpara, bajo el alto misterio de la noche, en medio de la ciudad dormida. Al mismo tiempo que mi corazón sangraba, discurría mi pensamiento. Y bien: fuerza era aceptar lo irreparable, apurar el dolor y marchar adelante. La muerte de esa pobre criatura clamaba al cielo y necesitaba ser vengada. Llevaría su cadáver a cuestas hasta el acabamiento de mi vida. Y, mentalmente, arrojé el guante a Buenos Aires, a la vida y al destino.
Llegó la mañana, luminosa y serena. Por los cristales de la ventana penetró la claridad naciente en nuestro cuarto, e hizo resaltar la blancura metálica del rostro marmóreo del nene. Ascendía de nuevo hasta nosotros el potente ritmo de la vida cotidiana de Buenos Aires. Diríase que la angustia, que hería nuestras almas, tenía algo de egoísta y profanaba la impersonal alegría de todo un pueblo, entregado al trabajo. Antojábaseme que el dolor carecía del derecho de alzarse en el seno de una ciudad esplendente y bulliciosa. El grito de nuestro corazón, presa de la desgracia, no debía turbar el formidable rumor del colmenar urbano atareado.
A la congoja sucedió la resignación en mi ánimo, ante ideas tales; la divina serenidad se aposentó en el hondo de mí ser, y en el transcurso del día, sonreí a solas varias veces, al pensar en las oscuras interrogaciones del hombre frente a las simples, arcaicas y supremas verdades de la vida.
Lo que pasó después, se grabó imprecisamente en mi memoria. No recuerdo con fidelidad los detalles de la noche y día siguientes, que fueron para nosotros inacabables.
Han transcurrido varios años desde aquel entonces hasta la fecha. Al principio, evocaba, con su colorido real, el desolado episodio cerraba los ojos y veía, proyectada con nitidez, en el plano de la cuarta dimensión de los recuerdos, la figura viviente del nene; pero más tarde con el correr del tiempo, fui olvidando, poco a poco, el color de sus ojos, la expresión de su cara, el sello alado de su boca sonriente. Y una densa sombra se ha extendido, por último, bajo el firmamento de mi alma, sobre la diminuta columna truncada de su recuerdo.
Hoy procuro recordar su rostro, asir por un momento su sonrisa, fijar nada más que por un segundo su trémula imagen en mi espíritu; pero todo su ser, leve y fugitivo como el resplandor de su sonrisa, se escapa de mi evocación y, a pesar de mis esfuerzos, no logro definir bien los rasgos exactos de su figura. Y cuando pienso en él, en algunos momentos de mi vida, me invade una dulce y bienhechora tristeza y sólo me acuerdo de que sus bucles eran de oro.
(LAS VÉRTEBRAS DE PAN, 1914)



EL TARTAMUDO

La fogata encendida frente a la choza, doraba con reflejo tembloroso el rostro de los jóvenes, y el aire mismo semejaba sutil velo ondulante de luminosas reverberaciones gualdas. Los mozos, enseñando el pecho en la abertura de la camisa, como tallado en moreno mármol, alimentaban el fuego arrojando en él grandes haces de leña recogida en el vecino bosque. Las móviles llamas, elevándose a las estrellas, pasaban el techo de las casas, ascendían hasta la copa de los lapachos centenarios, y ya muy alto, se disipaban en un vago y sutilísimo nimbo de luz. A la distancia, aquello parecía una enorme rosa ígnea abierta en el seno de la noche.
Con haces encendidos de paja seca, que portaban a manera de antorchas, niños, hombres y mujeres corrían por la ondulante llanura, agitando en alto las llamas o bajándolas a ras de la tierra para acercarlas a las desnudas piernas de las mozas.
- ¡Viva San Juan!¡Viva el señor San Juan! De todos los pechos brotaban alegres y unánimes las mismas palabras. Había algo de rudo y de extraño en el acento de aquella gente bulliciosa.
-¡Viva San Juan! ¡Viva el señor San Juan! Las voces tenían la viveza de las llamas, y ondulaban en el aire como banderas desplegadas. Y de las bocas, rebosantes de palabras y de risas, borboteaba una alegre algarabía como de urna agitada y llena de cascabeles.
La fogata se consumía, cubriendo el suelo con su alfombra de ascuas. La esparcida muchedumbre acudió en torno al círculo de fuego, y los niños comenzaron a correr sobre los carbones ardientes: sentían suave calor en la planta de los pies entumecidos por el frío de la noche.
Un gallo entonó su primer canto. Otro le respondió de lejos. Y otros y otros. Y sus marciales alardes se entrecruzaron en el espacio, durante varios minutos, semejantes a no sé qué vagas músicas guerreras.
Un arpista ejecutaba aires nacionales. Algunas parejas, alejándose de la fogata semiapagada, bailaron bajo el pajizo techo del rancho, mientras la voz cadenciosa de un cantor modulaba palabras guaraníes, suaves como la queja romántica de un viento nocturnal.
Florencio danzaba con María Rosario. Casi apoyando la barba en los torneados hombros de ella, hablábale en voz baja.
Rodeaba a Florencio una leyenda donjuanesca. Cazador de jaguares y seductor de airosas hembras, músico a ratos, daba a su acento un tono áspero en las riñas, y lánguido y persuasivo en las justas galantes. Sus palabras penetraban como un filtro en el corazón de María Rosario, despertando en ella los dormidos ardores de la carne. El rostro le resplandecía, embellecido por las amapolas del sonrojo, la sangre galopaba por sus venas, encendiendo a su paso las sensuales llamas de la vida.
La música había cesado. Las mujeres se sentaban en rústicos asientos de madera, junto a las paredes.
En la boca de María Rosario brillaba una bella sonrisa, una sonrisa muy ardiente, con la gracia y el color de una rosa púrpura, apenas entreabierta. Sentía una como renovación de su ser psíquico. ¿Qué fuerza íntima, fascinante y sugestionadora, animaba las palabras de aquel adorable burlador de mujeres? Bajo el imperio de su encanto, María Rosario miraba palidecer sus más firmes sentimientos, dando lugar al nacimiento de otros nuevos. Seguía sonriendo, con cierta pena, pensando en Mauricio, aquel buen gigante de torpes palabras. ¿Cómo pudo amarle? Le bastó conocer a Florencio para sentir por el otro intensa compasión, ese sentimiento que nace en el corazón de las mujeres sobre la tumba de un antiguo amor, como hiedras que brotan entre las piedras de ruinosos castillos.
Los músicos ejecutaron una lánguida habanera. Alto y recio de planta, apareció Mauricio entre la concurrencia. Su mirada tímida vagó por todas partes, hasta encontrarse con la de María Rosario. Tenía fama de hombre fuerte. En los rodeos, abatía a los toros, asiéndose de las astas, y él solo cargaba en hombros los grandes tigres cazados en las selvas lejanas. Se acercó a la amada. Desde fuera, embozado en la sombra, la había mirado con tristeza bailar con su rival y había visto florecer en su carne todas las rosas del amor., como florecen los limoneros y los lapachos bajo los soles de la primavera. ¿Cómo vencer al enemigo con sus palabras, pronunciadas a pedazos, con inaudito esfuerzo?
Iba a ensayar la lucha. Pasándole la mano, la dijo:
-Ma...ma..ma... ría Rosario, ¿ba...bai...lamos es... esta pie ... pieza?
Ella se levantó. Al son de la música un cantor relataba en monótonos versos guaraníes episodios de las últimas guerras civiles. Mauricio prosiguió:
-E...e...e... eres...
Sin completar la frase, volvió a sumirse en el silencio. En sus tímidas pupilas se asomaron dos lágrimas. Advertía su ridiculez. En su cabeza se agolpaban las ideas, construía interiormente frases bellas como jamás labios humanos llegaron a pronunciar. Y todo ¿para qué? No podía utilizarlas. Su torpe lengua se resistía a traducirlas en la música del lenguaje humano, dándolas esas inflexiones delicadas y sutiles que realzan la magnificencia de un pensamiento. La comicidad de su situación nacía del contraste entre la adorable hermosura de sus frases y el grosero y dificultoso modo de pronunciarlas. Una obscura desesperación oprimía su ser. La violencia de su respiración levantábale el pecho en movimientos rítmicos y fatigantes. Sus manos se crispaban de impotencia. Ya sin conciencia de sus actos, hundió las uñas en la mano de la amada.
-. ¡Ay!
Aquel grito contenido le devolvió el sentimiento de su ser. Abandonó a María Rosario, estupefacta, y se perdió en el misterio de la no che. Un aire frío azotaba su frente y le revolvía los cabellos. Anduvo con pasos de ebrio, resbalándose en los caminos, y tras de mucho caminar, salía otra vez en los mismos sitios recorridos.
¿Cuánto tiempo estuvo así? Lloraba, lloraba, echado al suelo, al pie de un cedro gigante. Salían de su pecho roncos gemidos, gritos ásperos, más parecidos a bramidos de una fiera que a exteriorizaciones del sufrimiento humano. ¡Cuán mal lloran       los hombres! Tal vez por eso procuran no llorar nunca, al revés de las mujeres, maravillosas artistas del llanto, divinas comediantas del dolor. ¿No habéis sentido nunca cierto placer estético al escuchar los bellos y musicales lloros femeninos? En cambio, los del hombre son horribles e infunden no sé qué vago pavor en el espíritu.
Mauricio seguía preso del llanto. Pero ahora lo ahogaba entre sus labios. Se le adivinaba por ese peculiar estremecimiento de cuerpo de los que sollozan en silencio.
De pronto se incorporó, al llegar hasta él un acento conocido. ¡Era la voz de ella, la que protestaba airada!
- ¡No!¡no!...¡Miserable!...¡Pretender abusar así de una mujer!... ¡Traerme hasta aquí bajo engaño para esto!
Y se sentía el forcejeo de una lucha sorda.
Saltó, como aligerado, devorando de un salto la distancia que de ella le separaba.
Apareció con la furia de un macho en celo, que defiende a la hembra de un rival. Se encontró con Florencio. Lo alzó con su manaza de gigante, y lo arrojó lejos. Levantó en sus brazos a María Rosario, y corrió en dirección a la casa. Ella sintió renacer su viejo amor. La reconquistaba su admiración por la fuerza del buen gigante, a quien acarició, felina. Cerrando los ojos, le pasó los brazos por el cuello y le puso un largo beso en su boca tartamuda. Y sintió humedecérsele los rizos, desparramados sobre la frente, con las lágrimas de Mauricio.
-¿Lloras?
-No. Es el ro... ro... ro... ro... rocío que cae.
(CUENTOS Y PARÁBOLAS, 1922)





LA REBELIÓN DE PEDRO DAVID
I
Pedro David era chiquito, delgado, tirando a rubio. Pelambre pajiza de ariscos cabellos. Siempre afeitado; rasa la piel amarilla. Sus ojos incoloros y miopes miraban suspicaces tras gruesos cristales. Boca pequeña, nariz afilada y prominente. Pulcro en el vestir: nunca sucio; siempre bien arreglado. Los zapatos, relucientes: años de práctica convirtiéronlo en experto lustrabotas.
Sin casarse, tenía mujer. Una mujerona hacendosa y frescota, mas de imperioso talante agresivo. No la quería. Antes bien, la temía, y en sus escasos momentos reactivos, cuando el hastío o la impaciencia lo abrumaban, hubiérala enviado a los diablos, de no existir "Chingolo". Toda la poesía de su alma tímida y aniñada, vibraba en este alado sobrenombre.
"Chingolo" era el fruto de un ardor pasajero, causa de continuos renunciamientos, y espejo de venturoso porvenir. Dos lustros cantaban historias en sus rosadas mejillas. Y en esas rosadas mejillas contemplaba Pedro David el pronóstico de una lozana existencia.
Si a Pedro David le quitaban su "Chingolo", se moría: tan concentradas tenía en el muchacho la ilusión de su vida y la bondad de su corazón. Por ello, soportaba las impertinencias y extralimitaciones de aquella mujer, madre de aquel hijo, su único hijo. Tal vez fuera un pretexto de irresolución y desánimo, pero, si ella se iba, se iría "Chingolo". "Chingolo" amaba a su madre más que a Pedro David, y Pedro David lo sabía.
Pedro David, chiquito, delgado, tirando a rubio, sólo buscaba venturas para el muchacho. Mientras él no naciera, fue un manirroto dilapidador. Después, ahorrando centavo a centavo, vio aumentarse los pesos, y acumulando los pesos, ahora no lo ahorcaban por muchos millares de ellos. Cuando tuviese "Chingolo" los veinte, quizás tintineasen millones. Cuando tuviese los treinta, sería rico y famoso, ya casado con una linda mujer, a su gusto escogida y muy bien elegida. Y sería feliz. Y él, Pedro David, contemplaría extasiado el gozo del hijo, y, babeante, limpiaría las babas de sus retoños parleros.
Así soñaba a menudo Pedro David, encantado. "¡Hala, hala; al trabajo, Pedro David!".
II
Cierto compatriota sin empleo le habló de las ventajas de un auto de alquiler. Presentóse la ocasión de adquirirlo, ya usado, en magnífica propuesta, y Pedro David ascendió ese tramo en la escala del mundo. Arregláronse ambos fácilmente: socio industrial y socio capitalista dividirían a medias el fruto del trabajo del primero. Doce horas formaban su jornada. Las restantes quedaban al arbitrio de Pedro David.
Eran muchas horas. Pedro David, buscando mayor rendimiento al dinero aportado, aprendió en pocos días a conducir. Así, en los momentos de holganza, cuando el cuerpo le dijese que sí, saldría a ganarse unos pesos. Pesos guardados con cauta prudencia para "Chingolo". Nadie en su casa sabía la compra, ni husmeaba el lindo negocio.
Una tarde, anocheciendo ya, decidió lanzarse al trabajo. Estaba algo cansado, pero una leve llovizna auguraba bastantes clientes. Su socio, aquejado por acerba dolencia, no podía exceder su jornada.
Salió del garage. Las calles de la ciudad dormitaban en una tenue semipenumbra. Los escasos transeúntes deambulaban premiosos, saltando los charcos y masas barrosas. Los focos eléctricos aún no brillaban, y las casas laderas entornaban sus puertas en cuya seca pintura las gotas de agua fingían lágrimas temblantes y correderas. Pedro David, el volante entre las manos, sintió un placer inefable. Su prosaica existencia buscó la revancha de tantas penurias. Sobre el afán ventajero, la suerte plasmó en su tímida mente el encanto de una marcha forzada. La cancha mostrábase abierta, limpia de trabas y estorbos.
Fue creciendo el impulso del auto. Pedro David, niño estrenando juguete, desfogaba su continencia de excesos, y echaba a los vientos su tímida audacia, en un loco sorber la rápida brisa.
Las paralelas tranviarias encauzaban su empuje. Cada esquina era un sonar retumbante del rítmico claxon. Entre las nubes, iba huyendo el tronar de la ruda tormenta.
Pedro David se sentía un gigante. El abismo de la marcha violenta succionaba sus preocupaciones, bajo el acicate del afán engullidor de kilómetros.
Su eterna prudencia, su suave cortedad, sus ideas, sus proyectos, su íntegra estructura moral, perecían momentáneamente. El mismo "Chingo lo" moría. Todo se iba esfumando. Sólo perduraba el hombre, y en el hombre, la breve exaltación a lo sublime, la triunfante rebelión contra lo diario.
Fueron pocos segundos de independencia. En una esquina, un bulto blanco cruzando la calle. Luz escasa. Gran torpeza. Y el bulto, con un gemido, vuela hasta la acera.
El vehículo a cierta distancia, se detiene. Y en este momento reviven la eterna prudencia, los cotidianos proyectos, revive "Chingolo". Y el auto reinicia su marcha.
III
En el garage, Pedro David reflexionaba. Había llegado allí tras mucho correr la ciudad espantado por el hecho, y con un balancear de intenciones en su espíritu.
Si no la tranquilidad, poseía de nuevo la aptitud de sopesar causas, efectos y probabilidades. Su espíritu justiciero le impelía a entregarse. Su espíritu humanitario se espantaba ante su huida. Su espíritu paternal se rebelaba contra el destino, maldiciendo a la fatalidad que podía deshacer en un momento la labor de tantos años. Varias veces llegaron a él los ramalazos de un arrepentimiento. Varias veces estuvo a punto de gritar   su pena y su culpa. Si durante la loca carrera por las calles había evitado, atento a las maniobras, el engarce de propias acusaciones, ahora, ya escondido en el garage, nada podía impedirlo. Tentó su defensa. ¿Qué ganaba el mundo con que se entregara? El mal se había cumplido; nada podía remediarlo. Y necesitaba ser libre por y para "Chingolo".
¿La penitencia? La cruz de la penitencia pesaría sobre sus hombros una vida entera.
¿La justicia humana? Quizás ante la justicia humana pudiera salvarse, pues el bulto se le vino a las ruedas. Pero sería un despilfarrar dinero, el dinero de su hijo "Chingolo".
Una sola idea batía todas las argucias defensivas: "¿Por qué no ayudaste a ese pobre?". Y necesitaba para contrarrestarla pensar mucho en "Chingolo": en "Chingolo" cuando bebé, más tarde, ahora con sus doce años. Con sus doce años y una corneta infantil que lanza todos los amaneceres su "Tarariii..." tocando diana. Con sus doce años, su sencilla inocencia, y su lozana existencia. Con sus doce años y la sangre de su sangre, y la carne de su carne, y el alma de su alma. ¡Y la vida de su vida! Porque, con "Chingolo", Pedro David había vencido a la muerte. Era él mismo proyectado hacia la eternidad. Como el hijo de "Chingolo" sería Pedro David proyectado hacia la eternidad.
¡La eternidad! ¡La muerte! ¡Pensar que aquella criatura tenía que morir!
Tal idea le produjo dentera, haciéndole levantarse nervioso y pasear a largas zancadas. Y entonces recordó la sangre. La sangre del bulto.
Con su linterna inspeccionó el vehículo. Lentamente. Piadosamente. Sólo el guardabarros mostraba sus rastros.
Agua. Un trapo. Todo iba bien...
Y al irse borrando la mancha, Pedro David sintió nacer una euforia creciente.
- ¡Tarariii...!
Sus labios:
- ¡Tarariii...!
IV
Ya llega Pedro David a su casa. Ya no reflexiona Pedro David: sólo la mole de la reciente tragedia abruma su mente. Y como recuerdo de tantos pensamientos, va modulando en voz baja el sonar de aquella corneta infantil:
- ¡Tarariii... !
Sus pies marcan el paso, golpeando la acera con ruda torpeza.
La puerta de la calle está abierta. La cruza tranquilo, como si fuera costumbre franquearla a tal hora, como si fuera normal encontrarla así abierta. Dentro, en el jardín diminuto, con un foco venciendo tinieblas, hay personas que hablaban y callan al verlo. Esto le extraña: le extrañan aquellas personas, y le extraña su extraño silencio.
Breve es la duda: son policías que aguardan su presa. Nada se debe de hacer: el destino ha dispuesto ese fin.
Piensa entregarse. Después, esperar su prisión. Pero, como ellos se quedan tranquilos, hechos sombras en las sombras clareadas, sospecha la debilidad piadosa de permitirle una despedida, abate la cabeza y hacia el hogar se dirige.
¿Más gente adentro el hogar?
¿Faldas y faldas por medio?
¿Qué ocurre?
Pedro David se detiene intranquilo. Escucha. Avizora. Percibe el rumor de sollozos hirientes. Avanza unos pasos. Es la alcoba de todos.
Y en la alcoba de todos unas luces muy raras. Y en la alcoba de todos una mole que avanza y se ciñe a su cuello. Y en la alcoba de todos unos gritos horribles que cuentan la muerte del niño, unos gritos horribles maldiciendo al chauffeur despiadado. En el lecho, "Chingolo" tendido. En el aire, se huele la cera.
Y Pedro David se desploma. Y entre alaridos y bajo el espantoso ulular de la hembra, Pedro David, cerrados los ojos, pálido el rostro afilado, va modulando, en su boca, el sonar de aquella corneta infantil:
- ¡Tarariii...!
Un soplo de viento conmueve las luces.
(HOOOHH LO SAIYOBY, 1935)





COMPLICIDAD DE LA SANGRE

La caída de la tarde no menguaba el calor pero traía el alivio de las moscas pegajosas. El sol abandonó por fin el frente reseco y despintado de las casillas de madera. Coloreadas sombras de acuarela atenuaron en el callejón polvoriento la luz enceguecedora. Sobre el rancherío hacinado se alzaba el esqueleto de acero y cemento del nuevo supermercado en construcción. En su último piso, se movían figuras minúsculas y el ruido amortiguado de martillazos rebotaba en el cielo brillante. Hora de cerrar. El mujerío se agitaba guardando la mercadería expuesta frente a las casillas. Los hombres tomaban tereré; unos pasos más allá, las mercaderas de la carne, sucias, pringosas de sudor, acomodaban en recaudo los grandes trozos sangrantes. Los perros, innumerables, gruñían entre las piernas de la gente.
Sentada sobre un cajón, Mariaí se aventó el pelo sobre las sienes sudorosas. El espejito colgado a la entrada de su casilla reflejó sus facciones morenas y agraciadas. Le faltaban años para la treintena; pero el cristal barato le devolvía un rostro cansado, húmedo, con leves arrugas bajo los ojos renegridos. Distendió la boca pulposa. Le faltaba un premolar en el lado derecho. Calculó que bien luciría en el hueco el diente de oro, cuando pudiera pagárselo.
Frente al puesto de carne más cercano, tres chiquillas desarrapadas alborotaban acuciando al cigarrillero que paladeaba un helado en cucurucho. Apenas pubiscente pero con plena consciencia del deseo que provocaba en ellas, el muchacho ponía coto con socarronería al manoseo atrevido.
-Puercas, zafadas...  -dijo Mariaí, distraída en la inspección de su dentadura.
Y tornó al acomodo de la mercadería en el cajón. Era la tarea fastidiosa de todas las tardes, cuando el cuerpo agotado de calor tras la jornada agobiante sólo reclamaba baño y descanso. Terminó de guardar frascos y potes con productos de tocador y, sobre ellos, colocó como última camada la pila de corpiños erectos. Hizo su arqueo de caja. Desarrugándolos, apiló unos sobre otros los billetes. Mil trescientos setenta guaraníes. Significaban magra ganancia. Don León le había enseñado a calcular rápidamente la utilidad neta producida por las ventas. Antes se comía el capital, encandilada ante la vista del dinero, con la ilusión de que todo era ganancia.
-Solamente veinte por cada cien es tu ganancia -le explicaba el judío-. La mercadería de contrabando te deja más, pero la mercadería nacional te deja menos... Y tenés que descontar tu patente y tu alquiler...
Ahora Mariaí no era tan optimista. Recordó que al día siguiente, bien temprano, se presenta-ría el cobrador del alquiler mensual de la casilla. Mil guaraníes. Y faltaban sólo tres días para el pago de la cuota semanal por la mercadería recibida a plazos. Apartó dos billetes de cien y escondió el resto en una carterita de plástico, bajo los corpiños.
Repentina disminución de la luz le anticipó otra presencia. Volvió la cabeza y ahí estaba Juan, en el quicio de la puerta. Recién bañado, la camisa blanquísima remangada en los puños, el pantalón impecable ceñido sobre la cadera estrecha, el largo cigarrillo humeando en la boca imberbe. Mariaí acusó el conocido estremecimiento en todo el cuerpo. Esa mezcla confusa y deleitante de temor y ardiente deseo que la poseía ante la sola presencia de Juan. Su cansancio, su calor desaparecieron.
-Entrá; ¿qué esperás?
-Hace demasiado calor... Te espero aquí... Apurate... Mejor, vamo a tu casa; allí por lo meno, podemo estar en el patio... ¿Cuánto vendiste hoy?
-Apena mil guaraní... Si seguimo así, no sé qué voy hacer... Tengo que pagar por la casilla...
-Yo necesito seteciento guaraní. Del resto podés disponer vos...
-Ehá; entonce nicó no me va a alcanzar... A lo mejor, mañana ya puedo darte...
-Necesito hoy; no mañana...
Cuando recobró la lucidez, el recuerdo vino a ella, más brutal que el dolor físico. Buscó la carterita de plástico. Estaba ahí, abierta, vacía, entre el montón revuelto de corpiños blancos, celestes, rosados... Los dos billetes de cien guaraníes también habían desaparecido. Se miró al espejo. Tenía un ojo hinchado y la mancha violácea se iba extendiendo desde la ceja hasta el pómulo. Le dolía más el hombro; tenía otra hinchazón en el labio superior. Intentó llorar pero no pudo; entonces se desahogó con un torrente de maldiciones y juramentos, mientras echaba el candado a la puerta de su casilla.
En el coro de bebedores de tereré simularon no advertir su aparición. El grupo de carniceras estaba raleado, y calculada indiferencia atenuaba las conversaciones. Buscó con los ojos al agente de policía que cubría habitualmente esa facción; pero, justamente, había desaparecido. El callejón se colmaba de sombras azules y ya estaban encendidas las luces de los boliches. Encaminó sus pasos derrotados hacia la avenida Pettirossi. Don León estaba sentado a la puerta de su tienda.
Cuando llegó, levantóse y vino a su encuentro. Entrecerrando los ojos miopes, observó su aspecto desolado:
-¿Qué te pasa, mi hija? Vení... Sentate...
Sólo entonces, en la penumbra de la tienda desierta, apoyó la cabeza sobre una pila de percales estampados y comenzó a llorar mansamente. Luego, entre lágrimas, relató su desventura. Don León desaprobaba moviendo la cabeza con tristeza.
-Bueno, ya pasó, mi hija. No te vayas a preocupar por el dinero. Yo te doy la plata, ahora, para tu alquiler... Pero, no comprendo... Decime, ¿por qué no lo denunciás? Si querés, te acompaño a la Seccional. El comisario es mi amigo...
-No, don León. Yo te agradezco demasiado lo que hacés por mí... Pero dejame a mí para arreglarle a ese individuo... Anga ohechane pe aña-membyré...
-Como quieras, mi hija. Pero no te comprendo. ¿Por qué no querés denunciarle ahora? Le va a venir bien a ese miserable limpiar la letrina de la Seccional por un tiempo...
Pero la mujer insistía, resuelta:
-Dejá, no más, don León... Yo sé cómo arreglarle a ése...
La noche caliginosa, pesada, húmeda, caía inexorable sobre el desolado corazón.
Ocho, diez días resbalaron indiferentes sobre la resignada soledad de Mariaí. La vida, con sus pequeñas miserias y sus cortas esperanzas, continuaba acumulando basura en el callejón del mercado, encendiendo codicias, alimentando los perros. Nadie le preguntó nada. Rostros sin perfil definido desfilaban frente a la casilla, surgían de la sombra de la noche, se diluían bajo el calor del sol, perdían contorno a la vuelta de las esquinas. Don León la visitó una tarde. No preguntó por Juan y volvió a darle más dinero. Los ómnibus colmados, grasientos, con asfixiante hacinamiento, la traían y llevaban del mercado a su rancho del suburbio agreste. Un día era igual que otro día.
Encendió el mbopí. La luz mezquina, avergonzada de alumbrar la miseria del cuarto, se apagó de nuevo. Tuvo que recargar el depósito de kerosén y entonces pudo desvestirse. Sacó un balde de agua del tambor que recogía el agua de lluvia y se lo volcó encima. Se enjabonó y volvió a repetir la operación, una y otra vez. Tendría que comprar agua si no llovía pronto. No importaba. La frescura del baño era una delicia merecida para su cuerpo cansado. Tras el remojón, se extendió en la cama, desnuda, sin secarse. Su cuerpo esbelto, sin grasas, casi adolescente, brillaba como bronce pulido a la débil claridad del mbopí. Sentía sueño, mucho sueño para levantarse a encender el brasero y preparar el cocido.
Sobre el filo de la inconsciencia, parecióle de pronto que un aliento le entibiaba el hombro. El mbopí se había apagado. ¿Estaba soñando? Una mano suave, de dedos sabios, se posó apenas sobre los senos turgentes, corrió el vientre liso, cosquilleó en la escasa pelambre de la pelvis. Se sentó en la cama. Una voz preguntó en la oscuridad:
-¿Qué te pasa? ¿Por qué te asustás?
-¿Juan? ¡Reicuahata nde aña memby...!
Ligera como venado, saltó de la cama y se acercó a la mesa, buscando el cuchillo de cocina. Sintió que le aferraban la muñeca, le oprimían la cintura, inmovilizándola. El abrazo la hizo retroceder y la acostó de nuevo... Ya no se defendió. ¿Para qué? Sus besos la dejaban sin fuerzas, alelante... Luego se abandonó.
Desde la estructura del supennercado, los ruidos metálicos rebotaban en el silencio enrojecido por el crepúsculo. Mariaí echó candado a la casilla y se volvió hacia Juan:
-Vamo primero a la parrillada... Quiero emborracharme con cerveza...
El agente de policía los miró alejarse con indiferencia. Los perros hurgaban en la basura. Y la noche incipiente, serruchada por el cuchillo de las radios, caía sobre el callejón del mercado.
(LOS GRILLOS DE LA DUDA, 1966)





CAJÓN

El cuatro de agosto quemé en Asunción las circulares y los panfletos clandestinos y también las cartas de los amigos no escritores que pudieron ser comprometedoras.
Le dije a mi mujer que me pusiera dos mudas en la valijita y que no se olvidara de la brocha de afeitar.
Todo lo demás estaba ya arreglado excepto lo del manuscrito de poemas.
Temía llevármelo conmigo y no quería dejar-lo ni en manos de la Christie ni en las de ningún pariente.
Ya estaba escarmentado con lo que me pasó durante el primer destierro.
Felizmente me había crecido ya una barba tremenda en los dos meses del bochinche; yo mismo no me reconocía y me consideraba ya otro tipo.
El espejo me mostraba un Van Gogh un poco más peludo que el del autorretrato ese que te gusta.
Pero en aquellos días, ¿quién era el mismo de antes con o sin barba nueva?
Todo el mundo andaba salvajizado a fuerza de la salvajada interminable que asolaba todo el país, hasta la voz de Christie, tan dulce siempre, estaba agria y quebrada.
Había que ver cómo se movía la gente, cómo corría de esquina a esquina y se tiraba de bruces sobre las piedras y hacía con sus armas aquel infierno.
Marineros, policías, milicianos, lo mismo. Chiflados y feroces.
Desde mi pieza me parecía que golpeaba cajones enormes de palosanto como los cajoneros peruanos; pero cajones enormes que de pronto estallaban.
Y la ciudad toda era un cajón, el más grande de todos, un cajón que se perforaba por los cuatro costados.
O un ataúd abierto ahora al cielo de invierno cruzado de aviones nocturnos, pero que se iba a cerrar pronto a martillazos venidos de arriba, vertiendo furiosos chorros colorados sobre el río, sobre el campo, sobre los caminos.
De noche era mucho peor que de día, Justino. Sin luces pero con fogonazos que se me estrellaban en la cara mientras dormía en mi cuarto cerrado.
Tuve que suspender las transmisiones de radio porque se hacían muy peligrosas: mi suegra y la Christie se horrorizaban viéndome en el garage con los auriculares.
A mí por mí no me importaba la cosa; si me agarraban, me agarraban.
Me gustaba sí encerrarme con la radio por solidaridad con los muchachos.
Aunque no era mi culpa que la batalla me hubiese atrapado en mi propio barrio, deploraba no estar con ellos peleando.
El estruendo se hizo intolerable a mediados de agosto en las calles más populosas, especialmente en la nuestra.
En las esquinas del Sur emplazaron morteros y ametralladoras; detrás de las verjas del cementerio seis cañones de 75.
A mí, en la inacción, me empezaron a dar esos mareos que ustedes conocen.
El tercer lunes de agosto, el Rafles, que andaba brincando y aullando por la casa, consiguió escaparse por el portoncito de hierro que dejé abierto de puro estúpido.
Yo salí volando detrás de él.
Sabía que el Rafles se iba por la perra de los Espinoza media cuadra arriba.
Ya en la calle, aunque entonces había calma por casualidad, vino aquella ráfaga, Justino, mejor dicho, vinieron aquellas ráfagas cruzadas.
Una rociada de mil diablos con rebotes en el empedrado y en las veredas.
Fue irreal la cosa, vi que el Rafles, a toda velocidad cruzando la calle se quedó de pronto pataleando en la mitad de la calzada; insistieron desde las esquinas y creo que desde los altos de una casa; lo dejaron quieto y aún después de quieto siguieron baléandolo por gusto.
Yo me pegué un porrazo al tropezar con las tablas de un andamio venido abajo; caí y me ensangrenté las manos sobre el empedrado.
Me ardía también el hombro izquierdo, más que las manos.
No me explicó cómo pude volver a casa. Entonces vino lo peor.
Noches después, entre la Christie y la suegra, me dio por ver el abanico de viento y de metal.
Un arco iris, che, pero sólo con variantes de gris y aire cortante y caliente en el espectro.
Todo el día el abanico se abría y se cerraba, unas veces horizontal, otras verticalmente. No sé si me explico.
Cuando se abría hacia arriba, como te digo, yo podía subir por él como por una escalera vertiginosa.
La Christie también podía subir; lo hacía gritando histérica y aterrada.
El viento, para ella más fuerte que para mí, la llevaba sin falta hacia el lado de la barranca del río; la pollera le cubría y ahogaba sus gritos.
Yo vociferaba tan fuerte que la suegra salía corriendo y volvía con agua para aliviarme.
Lo extraño era que a la Christie la veía después a mi lado, como si no se hubiera movido de su sitio, sana y salva.
Después veíamos caer fragorosamente el abanico sobre la calzada: esta vez se abría y se cerraba de vereda a vereda; venía ahora la peluqueada de los árboles, el destrozo de los postes y madera del andamio derrumbado, y arreciaba el ruido del cajón, de los cajones.
Cesaba el diluvio un rato; Rafles entonces se levantaba entre un torbellino de moscas y venía hacia mí, rápido, con los ojos duros y fijos.
La Christie, según te digo, lo más bien a pesar de sus repetidos vuelos, lloraba junto a mi cama; yo la consolaba diciéndole que al fin y al cabo ella estaba de regreso, sana y salva, y no como su madre y yo temíamos que estuviese, flotando ahogada y mutilada, al pie de la barranca, en el río.
La herida en el hombro no fue gran cosa. La suegra me acribilló de inyecciones y no hubo infección.
Te cuento esto con detalles porque sé que me entenderás bien; leíste mi "Requiem para Rafles" y, sobre todo, en casa de Pablo, mi "Cajón sangrando bajo el arco iris"...
Pero déjame retomar el hilo. Me preguntaste cómo conseguí salir de allá.
Eso pasó semanas después, cuando me repuse del todo.
La víspera de aquél sábado, Manolo Montiel saltó sobre la tapia del fondo y cruzó corriendo nuestro patio hasta la cocina.
No lo reconocí; venía ensotanado y hasta con teja de cura en una mano.
Me avisó que la cosa estaba liquidada ya; agregó que el domingo, a más tardar, la policía iba a hacer una "razzia" sin cuartel por nuestro barrio y que no lo hacía ya porque estaba ocupada en sectores de mayor trabajo; habló de atroces torturas policiales; yo debería escapar a tiempo, si era posible el sábado por la madrugada.
El ya había prevenido a la embajada amiga.
Me dijo esto y se fue dándome la bendición y saludando a las mujeres con su teja.
-Adiós, padre -empecé a decirle riendo y con ganas de abrazarlo.
Pero ya saltaba otra vez la tapia y desaparecía por un laberinto de ranchos silenciosos.
El dato de Manolo Montiel era exacto pero sólo en parte, como todo lo suyo; al día siguiente y no el domingo como dijo, llamaron con fuertes golpes al portoncito de hierro.
Yo me les acerqué a los policías diciéndoles que les abría en seguida.
-Queremos ver a Matías Carballo.
-Aquí vive él -contesté con mi barba y mi poncho raído. -Se jué esta tarde y todavía no güelve.
Eran un tipo vestido de civil, blanco y bizco, y cinco agentes aindiados con máuser.
El de civil me miró como miran los bizcos; me pareció conocido el tipo, pero me pareció no más. Yo, frente a ellos muy tranquilo, atiné a decir con naturalidad si querían pasar los señores a conversar con la patrona, que estaba en la cocina.
Mi guaraní sonaba como recién llegado del fondo de las Misiones.
Con fijeza atroz, sin embargo, pensaba en la Jefatura de Investigaciones, anticipaba interrogatorios brutales; asistía a mi propia tortura; me do lían ya las uñas casi como si empezaran a arrancármelas una por una como a Martín.
Entraron todos, menos un agente que se quedó detrás del portón con el máuser desasegurado.
A la Christie le preguntaron por mí.
Muy bien les contestó ella que me había ido saltando por esa tapia y entre los ranchos porque "aunque no se mete más en líos" -aclaró- "un hombre que alguna vez fue político no está nunca seguro cuando hay revolución".
-Nosotros queremos hacerle unas preguntas no más -dijo el civil con una mirada de hambre para la Christie.
-Si es así -tercié yo, que me había reunido al grupo encogido bajo mi poncho y con el aspecto más desgalichado -¿por qué no se quedan aquí para esperarlo?
Me miraron como a un imbécil y comenzaron a revisar la casa.
El de civil volvió pronto a la cocina con un cigarrillo en la boca y le pidió fósforos a la Christie. Yo, que tenía un pucho apagado sobre mi barba, con respeto le pedí los fósforos después que él encendió su mal tabaco.
Cuando se fueron lloviznaba.
Yo besé a la Christie, abracé a la suegra, tomé mi valija, la escondí bajo el poncho y, protegiéndome de la llovizna con un sombrero pirí calado hasta las orejas, pude llegar en una hora a la embajada prevenida.
Dos días después logré salir del país sin recalar en Investigaciones.
Me alegro que les hayan gustado los poemas, los escribí en el destierro ya, no durante aquellos días.
Ahora comienzo a salir del pozo aunque tengo más recaídas, Justino.
Anoche mismo oí ladrar otra vez al Rafles, lo siento venir a menudo.
Cuando su asedio es demasiado audible y urgente, me levanto de la cama, llego hasta la puerta que araña con las patas en alto y le digo que en este hotelucho infeliz no quieren perros.
Le digo que se vuelva a casa o que se vaya a la de Espinoza, con su amiga.
Así es, che.
(CUENTOS DE NORTE Y SUR, 1983)




BORRADOR DE UN INFORME

Las caravanas de peregrinos empezaron a llegar varios días antes de la festividad. Y los más indigentes han sido los primeros en venir y son los últimos en irse. Es la costumbre, me han dicho. Y ha de ser verdad porque a estos haraganes cualquier pretexto les cuadra para estarse mano sobre mano papando moscas y pensando en cualquier cosa menos en trabajar. Se dejarían matar con tal de no hacer nada. Después se quejan de su suerte.
Y así es como también toda esta sangre estancada en la desidia y que va fermentando como las aguas de un pantano, les cría bajo el pellejo malos humores que luego revientan en hechos que ya no se pueden remediar.
Todavía se están ahí, después de la octava, tumbados en la borrachera del solazo, esperando a saber qué, como no sea a que el novenario de la Virgen acabe con ellos derritiéndolos en un guarapo oscuro, los confunda con la tierra y los desaparezca por fin en la humazón opaca que suelta el valle entre las reverberaciones. Si son no más como granos que ya están sembrados en el buche de los pájaros.
Desde la ventana del Juzgado los he visto bajar el cerro por la ruta que están construyendo los norteamericanos. Filas interminables, cabalmente de hormigas, con sus bártulos a cuestas que a lo lejos se me antojaron los bultos visibles de su fe, las jorobas de sus necesidades. No es que les neguemos sus derechos, como éste de esperar en la gracia de Dios.
Las ráfagas traían a remezones el coro del Himno:
... Es tu pueeeblooo... Virgen púuuu... raaa...
y te daaa... su amoooor y feee...
dales túuuu... paz y ventúuuu... raaa...
en tu Edén deee... Kaacupéee...
Lo malo es que cuando desembocaban en la plazoleta ya se podía ver alguna que otra guitarra terciada a las espaldas de los hombres; las ollas, los atados, las bolsas de bastimento hamacándose sobre las cabezas de las mujeres, y bajo sus brazos los melones y sandías robados en las chacras al pasar.
Polvo, calor, hambre, sed; nada los acobarda. Si hasta pareciera que eso es lo que les da más coraje y contento: sacrificarse un poco para congraciarse a la Patroncita que ahí, en la chata iglesia, sigue hecha una pura brillazón sobre el mar de velas en que flota su plinto, tendiendo hacia los peregrinos sus manos de madera pintada, sus ojos de rocío y su manto azul recamado de oro.
Ninguno de ellos, al verla tan rica y bien mandada, a pesar de que ya ha pasado su día, y de todo lo que ha pasado, se resigna a que no le con ceda algo, aunque sea a última hora. Esperan de seguro que los actos de desagravio, en que todavía continúan empeñados por su cuenta, acaben por apaciguarla y ablandarla hasta que de la punta del manto les caiga el milagrito kaacupeño sobre las jorobas de sus deseos de pobres, desinflándolas por lo menos hasta el año que viene.
En el Juzgado lo que nos ha caído ha sido trabajo. Infracciones, raterías, estupros; los mil y un matices de la picardía natural y profesional, por que las devociones han andado muy enredadas con las fechorías, al punto que sería difícil decir dónde acababan las unas y comenzaban las otras.
Con la romería de los peregrinos llegó la caterva de vendedores ambulantes, loteros, galleros, calesiteros, prueberos, contrabandistas, toda la infalible corte de los milagros de la Virgen. Diseminados entre el gentío o acantonados en sus toldos de lona, continúan tirando el anzuelo a los promeseros a grito pelado, pelándolos de lo que ya no tienen. Uno se pregunta cómo les permiten la entra-da al pueblo de la Milagrosa., Y debe ser porque en la vida todo anda mezclado: lo bueno y lo que es un poco sucio; lo santo y lo que es un poco del diablo.
Menos mal que no llegaron esos agitadores y bandidos políticos que han formado montoneras y andan escondidos por los montes, nada más que para hacer la contra al gobierno y perturbar el país ahora que por fin ha alcanzado una época de bonanza, de paz y de progreso.
Este es otro de los terrenos en que he venido manteniendo una constante vigilancia. (Y la verdad que me tiene todavía bastante preocupado, porque ellos caen sin decir agua va, ponen sus huevos a tiros, y como llegaron se hacen humo. A pesar de lo que digan los comunicados). Por eso he mandado poner un cordón de seguridad alrededor de la iglesia y he dado orden de que nada más dejen pasar a los donantes en hileras fácilmente controlables hasta el atrio donde están las urnas y los expendios de velas y reliquias.
Lo de las raterías y delitos menores no sería nada. Lo grave está en las tres muertes acaecidas en los hechos que son del dominio público. Estoy tratando de ajustarme estrictamente a sus instrucciones, Señor Coronel.
("Vaya usted y ponga orden donde esos pelotas frías no supieron cumplir con su deber", me "espetó no más al entrar yo en su despacho cuando me hizo llamar para comunicarme el nombramiento. "Como al cura párroco lo han mandado presentarse al Arzobispado y en Kaacupé sólo ha quedado el teniente cura, esa función patronal va a acabar en un verdadero...". Me resisto a poner aquí por respeto a la Virgen la palabra que empleó. El coronel estaba nervioso y colérico; su cara de pájaro seco y ganchudo se clavó en mí, respirando con dificultad por la disnea. "Lo he designado interventor con plenos poderes. Vaya y tome de inmediato cartas en el asunto", insistió hincándome la punta de la fusta en el pecho. "Como primera providencia, me encierra bajo llave y con precinto sellado las urnas con las donaciones. Debe haber millones y millones en efectivo y en especie. Me las pone a disposición de la Delegación, bajo su responsabilidad". Trató de suavizar el tono autoritario con un guiño, pelando los dientes en una falsa sonrisa. "Cuando termine la recepción de los donativos, me manda toditas esas urnas aquí. Oportunamente yo mismo daré cuenta a la justicia. No voy a estar tolerando más crímenes, rapiñas ni delitos de ninguna especie en mi jurisdicción", dijo excitándose de nuevo. Yo debí murmurar algo, alguna rastrera objeción respecto al procedimiento procesal. "Usted va representándome a mí", dijo apuntándome otra vez con la fusta. "Va como delegado del gobierno". Y después para alentarme: "Vaya y no se preocupe. Le voy a dar la tropa que necesite para que me restablezca el orden").
Y así estoy aquí, embrollado en los sumarios, guerreando con la gente, lidiando con vivos y muertos que no quieren soltar sus secretos, que se refugian en una burlona inocencia, impenetrables a toda intimidación. Sólo deseo terminar de una vez y dejarlo todo en limpio y en regla; pero esto se va complicando y no sé cuándo acabará. No necesito encarecerle, Señor Coronel, que a pesar de las dificultades este su viejo amigo y servidor procurará cumplir sus órdenes hasta donde le sea humanamente posible, tan siquiera para no defraudar su confianza y pagarle de algún modo sus mu-chas atenciones y finezas. Pero no sería del todo sincero si no le expresara también que esta misión me está resultando bastante ardua; no es agradable sudar sobre la malicia humana, créame. Sobre todo cuando en los hechos que investigamos están envueltos intereses y personalidades que merecen toda nuestra consideración.
Ya a mi entrada al pueblo no más tuve el pálpito de que no todo iba a resultar fácil. Por la cuesta del cerro bajaba la mujer cargando una cruz tan grande como la del Calvario. Avanzaba despacio como una sonámbula en pleno día, despegando con esfuerzo los pies del bleque que el sol derretía sobre el balasto de la ruta en construcción. La negra cabellera, encanecida de polvo, se le derramaba por la espalda hasta las caderas. Vista de atrás y encorvada bajo el peso de la cruz en el opaco resplandor, su silueta golpeaba a primera impresión con una inquietante semejanza al Crucificado. La desgarrada túnica se le pegaba al cuerpo en un barro rojizo, especialmente del lado que cargaba la cruz, dejando ver las magulladuras y escoriaciones del hombro y del cuello, los senos grandes y desnudos zangoloteando bajo los andrajos. De trecho en trecho se detenía un breve instante, los ojos siempre fijos delante de sí, para tomar aliento y borronearse con el antebrazo el sudor sanguinolento de la cara, pero también como si esas detenciones formaran parte de su espasmódica marcha, las estaciones en el extraño viacrucis de ese Cristo hembra.
Era algo cercano a un sacrilegio, sin duda, pe-ro la gente igual se paraba a mirarla; sobre todo, los hombres que pasaban en los coches de lujo y aminoraban la marcha para observar en detalle a la penitente que descendía el camino como dormida, abrazada a la cruz, dejando tras ella esa estría brillante y sinuosa en el alquitrán recalentado.
Ante el embotellamiento, los diez carros de asalto que venían siguiendo al auto de la Delegación empezaron a atronar con sus bocinas. El terraplén no tardó en despejarse y hasta las caravanas de gente a pie nos cedieron el paso desplazándose a los costados, entre los montículos de tierra y pedregullo. La única que siguió impávida en la calzada fue ella, como si no oyera nada, como si nada le importara, los ojos mortecinos, volcados para adentro, absortos en la pesadilla o visión de su fe, que tenía el poder de galvanizarla por entero en esa especie de trance de loca o de iluminada. Sólo esto podía explicar que por momentos su marcha se desviara hacia la banquina o, en las curvas, avanzara en línea recta como si en realidad no viese la ruta, o tal vez porque en la exaltación que la poseía sintiera que iba caminando a un palmo del suelo, en esa especie de levitación cataléptica de los hipnotizados.
Las bocinas volvieron a atropellar el aire caldeado, pero ella no pareció darse por enterada; simplemente siguió avanzando, encorvada, rígida, bajo la cruz, perseguida por los trazos fulgurantes de los tábanos y moscones que revolaban a su alrededor. Cada tantos pasos, la paradita consabida, alguien que se acercaba a darle de beber de una cantimplora, a Hacerle rectificar la desviación de su marcha, y otra vez el extremo de la cruz continuaba la estela zigzagueante entre los dos plastos de las sandalias sobre el asfalto.
El barullo de las bocinas arreció. Doscientos hombres, con su bagaje de guerra completo, se sancochaban en las ollas metálicas de los Willys, pero no podían pasar porque esa mujer les cerraba el paso como una absurda aparición. Subiéndose a los montículos, la gente se apiñó para ver. El pleito entre la penitente y el escuadrón motorizado, debía ser un espectáculo atractivo para ellos.
(Yo no me sentía nada divertido; no sólo por las molestias de la detención, el calor, la impaciencia y todo lo demás, sino también, y principalmente, por esa sensación de socarrona repulsa que sentía caer desde la pasividad del gentío, en oleadas aún más sensibles que las del aire de horno que nos asfixiaba: desde esa pasividad que no hacía sin embargo más que mirar y rumorear, esperar algo, y que les pintaba en las caras una expresión de irremediable idiotez).
Mandé al conductor que callara la bocina y saqué el brazo repitiendo al resto de la fila la orden, que pareció alcanzar también a la multitud. En el silencio que siguió, no se oyó más que el plaf.. plaf.. de las sandalias despegándose una tras otra, sin apuro, y no diré el zumbido de los moscones pero sí ese otro bordoneo constante, un tono más bajo, que después comprendí era producido por el arrastre del palo.
(Fue entonces, al ver moverse las corvas gruesas, las ancas ampulosas bajo el hábito rotoso y empapado que las dibujaba como a pincel, cuando comencé a sentir en la boca del estómago algo como un golpe de sed que todavía me vuelve por momentos, me seca y me llena la boca de saliva caliente. Era la primera vez que sentía una cosa así, y ya estaba temiendo que me viniera el ata-que, que habitualmente me avisa con otra clase de síntomas. No quería hacer el ridículo delante de toda esa gente. Cuando me dí cuenta tenía las uñas clavadas en el tapizado y las rodillas completamente mojadas).
Con una seña indiqué al conductor que avanzara por el costado aún no pavimentado del terraplén. Y así pasamos casi rozándola y saltando mucho sobre los badenes todavía sin rellenar. En los barquinazos, era la mujer la que parecía ahora encabritarse y avanzar a los brincos con la cruz; unos brincos que aumentaban aún más el obsceno zangoloteo de sus senos, de sus nalgas, y le desparramaban la cabellera larguísima hasta taparle toda la cara con un manchón oscuro.
Una vez más hube de verla antes de su muerte. (En realidad, volví a verla varias veces; pero estas son cosas mías y a nadie le importan. Todavía, por momentos, su recuerdo me provoca esta rápida arcada que, desde el bajo vientre al paladar, siento relampaguear con el hormigueo de un picor parecido al del éter si fuera caliente, y me hace escupir una saliva espesa que está formando charquitos alrededor de mi mesa). Por unos días incluso me había olvidado de esa mujer porque al llegar me esperaba la fatigosa indagatoria relacionada con los hechos del alcalde y del juez.
Entretanto, y como si los hechos mismos hubieran querido poner a prueba mi paciencia y mi sentido de la medida, hube de ocuparme de otros delitos menores, casi irrisorios de tan insignificantes, y que sin embargo acabaron por provocar la tercera muerte en esta función patronal pródiga en escándalos y disturbios.
La misma tarde de mi llegada pidió verme un mercachifle ambulante, un turco vendedor de jabones, baratijas y esos adminículos de nylon que usan hoy las mujeres. Tanto importunó en hablar personalmente conmigo, que al fin lo hice pasar, sospechando alguna artería. No era más que para denunciar el robo de la víbora que usaba como cebo para su clientela. "Búsquese otra", le dije con fastidio. "Es que esa víbora estaba amaestrada y no puedo preparar otra de la noche a la mañana", adujo el sirio con cierta lógica. "Hace una punta de años que vengo con mi víbora para las funciones, y nunca nadie me ha robado nada, ni siquiera una funda vacía de cigarrillos. Y este año, Señor Interventor, agarran y me roban nada menos que la víbora, que es como robarme un brazo, el zurdo si usted quiere, pero un brazo al fin, un instrumento de trabajo. Y ya la gente no se emboba conmigo y no puedo vender ni un alfiler...". Estaba aplanado; parecía que iba a echarse a llorar con sus grandes bigotes, su cara estriada de arrugas como una telaraña, los párpados sembrados de puntitos negros como granos de pimienta. Reclamaba el castigo del ladrón, al que según él había logrado localizar ya, la recuperación de su víbora y hasta una indemnización por daños y perjuicios por los días que había estado sin trabajar. De pronto empujó como al descuido un billete plegado en finos dobleces bajo la carpeta. Yo me hice el desentendido; quería ver hasta dónde era capaz de llegar este individuo astuto y vital, que tenía las características del informante nato. Le devolví el billete con la punta de los dedos y señalándole la puerta le dije: "Búsquese otra víbora".
Y al parecer, eso fue lo que hizo. Después declaró que se había metido en los montes aledaños para conseguirse una yarará viva, del tamaño de la suya, y que al final encontró y capturó la que necesitaba. En el sumario consta que lo hizo para reemplazar la que le habían robado.
(Todavía tuvo la desfachatez de responderme, cuando le pregunté dónde la tenía guardada: "En una urna como ésa, Señor Interventor", espiándome el humor con sus ojos que se parecen realmente a los de un reptil, bajo los párpados semicaídos y regados de costritas oscuras. Pero así y todo resulta bastante simpático por su desbordante vitalidad. "Ya sabíamos que nos íbamos a entender", me dijo frotándose las manos cuando le pedí que se quedara en el Juzgado para ayudarme en ciertos menesteres, seguro de que podía contar si no con su lealtad, por lo menos con su reserva, luego de someterlo a esas discretas pruebas que nunca me fallan con los hombres que han nacido para servir).
¿Para qué, se preguntará usted, Señor Coronel, quería el turco otra víbora si había encontrado la suya, o por lo menos a quien se la robó? La respuesta a esta pregunta es la que explica precisamente la muerte número tres: la de la penitente que llegara con la cruz. Porque de ella se trata.
Pero antes de seguir el orden natural de los sucesos, debo retomar aquí los relacionados con el juez y el alcalde, acaecido en la medianoche del 8, es decir, justo al cerrarse el Día de la Inmaculada, para mayor escarnio de todos, puesto que una afrenta a la dignidad de la Virgen de Kaacupé, Patrona de todo el país, es sin duda una afrenta al honor nacional. (Creo que esta tirada debe quedar por sí los diarios oficiales publican mi informe; no quisiera que se echara la sombra de la más mínima duda sobre mis convicciones).
Claro que todo hubiera andado más rápido sin las numerosas ceremonias de desagravio, desde luego muy oportunas y necesarias, pero que en lo que respecta a mis tareas, las han demorado más de lo previsto. Desde la mañana a la noche, casi ininterrumpidamente, la iglesia ha resonado con los cánticos litúrgicos de los doscientos prelados, canónigos y seminaristas que llegaron presididos por el propio Señor Arzobispo, y todo el pueblo ha retumbado con el clamor de cincuenta mil al-mas empinadas en su justa indignación y vociferando, más que cantando, las estrofas del Himno a la Virgen. Evidentemente, la fe es el sentimiento  nacional por excelencia. Aún ahora, como dije, se escuchan a los grupos apelotonados en los chaflanes y corredores, o bajo los cocoteros, que gritan y se lamentan como borrachos:
... Todo el pueee... blo... paraguaaayooo...
que juróooo... su libertáaaa...
a la luz del Sol de Maaayooo...
hoy aclaaamaaan... tu beldáaa...
Es el pueeeblooo... que en la gueeeerraaa...
y en la paz... sieeempreee... te amóooo, etc.

La reconstrucción del hecho sólo ha podido cumplirse ayer, con la llegada del titular de la Parroquia. He tenido que emplear toda la dotación para impedir que la Casa Parroquial fuera invadida por la multitud. Los motivos eran obvios: nadie quería perderse esa representación que era el último acto de un drama, diría mejor de una tragedia, que la maquinación infernal del demonio incrustó en la santa fiesta de la Virgen, intentando inútilmente deslucirla.
El Párroco, corpulento y rechoncho, está leyendo el breviario en la soledad de su despacho; ha quedado casi en cueros, sin más que los calzoncillos, porque ni siquiera la alta noche ha aliviado el calor y la presión del aire que le hacen manar raudales de los sobacos, de las tetillas, del peludo y abultado abdomen. Se levanta de tanto en tanto y se enjuga con la toalla todo el cuerpo hecho una sola burbuja de sudor, que el aire caliente del ventilador no hace sino inflar más y más; repasa la cuerina del Breviario y el espaldar del sillón frailero hechos ya también una sopa, y vuelve a sentarse para tratar de seguir leyendo el oficio, entre bostezo y bostezo, algo molesto por el rumor del gentío en la plaza y la música de los altavoces, que no cesarán en toda la noche.
De todos modos, el Día de la Virgen ha sido espléndido, pero bravísimo, magnífico pero agotador; desde la madrugada, misas, comuniones generales, millares de confesiones y la inundación de exvotos y donativos que hacían crujir en pocos instantes las cien y pico de urnas emplazadas estratégicamente y reemplazadas sin cesar. A todo esto ha tenido que atender el Padre Cura, ayudado por el teniente, los cinco sacerdotes invitados, y la cincuentena de Hijas de María, las más de ellas torpes por demasiado viejas o por demasiado jóvenes, atropellándose inútilmente en el desordenado y casi extático trajín.
Es natural que el Padre, si bien satisfecho y orgulloso por el éxito de la jornada, se sienta demolido. Ha mirado el reloj: unos minutos antes de las doce tomará su último vaso de limonada y luego se echará en cama a roncar con la paz de los justos. En eso oye un ruidito en la puerta lateral del despacho que da hacia una callejuela de zanjones. Parpadea incrédulo y escucha atentamente. El ruidito continúa insidioso y metódico, camuflado por el runrún de afuera y el zumbido del ventilador; es evidente que están tratando de forzar la cerradura. El Padre, consternado, se incorpora en un respingo. En un rincón del despacho, junto a la caja fuerte, están amontonadas las urnas repletas de dinero; sobre mesas puestas ex profeso la montaña de los donativos y exvotos. El Padre se persigna; con la alarma del primer instante ha temido que sean los montoneros. En un impulso instintivo descuelga un rifle y se lo echa a la cara, pero a partir de allí no sabe cómo ha de seguir. Jamás ha disparado un arma de fuego; jamás ha habido la menor tentativa de robo en la Casa Parroquial, que es como la prolongación de la misma iglesia. Y justo ahora le parece casi una profanación defender a tiros los dineros de la Virgen. Entretanto, el pestillo ha cedido, la puerta se abre rechinando levemente sobre sus herrumbradas bisagras, y en el cielo oscuro del vano se recortan las siluetas de dos enmascarados. Dos fogonazos como dos rayos revientan en ese momento, y voltean al Padre con las sentaderas sobre el piso del despacho. Las siluetas enmascaradas han desaparecido. El Padre Cura ha declarado que no recuerda haber apretado en ningún momento el gatillo del winchester. Pero el hecho es que esos dos estampidos han puesto en conmoción toda la casa.
Con el sueño roto sobre las caras, desmelenados y en paños menores acuden los demás sacerdotes; tras ellos, cubriéndose púdicamente con sábanas, repasadores y hasta sobrepellices, las mujeres del servicio. Entre todos levantan los cien kilos del Padre, desparramados en el suelo; pero él sólo sabe murmurar entre dientes, sin soltar el rifle: "¡Los enmascarados! ¡Los enmascarados...!".
Al principio, los otros creen que el Padre ha tenido una pesadilla, y que ha disparado sobre esa pesadilla. Porque esto aparte, todo está aparente mente en orden, salvo tal vez esa puerta; pero acaso la ha entreabierto el mismo Padre para aventar el aire viciado del despacho.
Un alarido los hace volverse; una de las mujeres ha visto del lado exterior de la puerta la punta de un pie. Alguien enciende una linterna. En el haz de luz, la punta de la bota continúa apuntando al cielo sin moverse. Los más cercanos salen a ver: a un lado del cancel, sobre la acera, está caído uno de los enmascarados, al otro, el otro de bruces, como si estuviera mordiendo el cordón de la veredita sobre el pañuelo del antifaz como para no romperse los dientes. Los sacerdotes y las mujeres se quedan petrificados. En la calle están comenzando a reunirse curiosos, intrigados por esta escena inusitada de clérigos y mujeres semidesnudos, apiñados en la puerta trasera de la Casa Cural.
El Párroco pide a gritos su sotana y reclama la inmediata presencia de la fuerza pública. El teniente cura sale -y aquí sí sería adecuada y gráfica la expresión- como alma que se lleva el diablo, en busca del alcalde.
Lo que ocurre en las horas subsiguientes -le ahorro los detalles, Señor Coronel-, se reduce al colapso del Párroco a quien han tenido que meter en cama, víctima de una fuerte crisis de nervios, por otra parte muy natural si se atiende las circunstancias -los periódicos informaron erróneamente que había huido-, y a la espera del teniente cura que regresa a las cansadas, cuando está rayando el alba, con el sargento de policía quien trata de excusar a su superior informando que ha tenido que ausentarse brevemente por una comisión. El sargento no puede tocar los cadáveres sin autorización del juez. El teniente cura sale nuevamente de estampía, ahora montado en su moto, y regresa con la noticia de que también el juez se ha ausentado para una diligencia. Debe ser la misma, piensan todos. Pero ya para esa hora hay más de mil personas entre los zanjones observando los cuerpos tendidos en la acera con los rojos pañuelos tapándoles las caras, y discutiendo a voz en cuello sobre si son asaltantes de verdad o montoneros. Como si hubiera diferencia ¿no?
A todo esto, urgido por los Padres, que quieren acabar cuanto antes con el escándalo de la situación, el sargento se resuelve por fin a intervenir. Hace girar con el pie el cadáver que está de bruces sobre las lajas, y con un tirón en el que descarga su furia, les arranca a los dos los pañuelos manchados de sangre. Y ahí estaban el alcalde y el juez, supinos, los ojos muy abiertos, las caras crispadas en una mueca, como sorprendidos y fastidiados por haber sido despertados muy temprano.
Diga usted si no parece un lance tramado por el mismísimo Satanás. La inocencia del Párroco, no obstante resulta incuestionable, y así lo demuestran las actuaciones. Caso clavado de legítima defensa, con todas las atenuantes morales y legales. Y hasta diría más: lo que hizo el Padre Cura ha sido un acto de estricta justicia, convirtiéndose sin proponérselo en el instrumento de un castigo verdaderamente providencial para esos funcionarios que no trepidaron en manchar el honor de sus cargos con un infame delito.
Por prudencia, sin embargo, a fin de evitar las tumultuosas manifestaciones que se preparaban, tanto de protesta contra el juez y el alcalde, como de homenaje al Párroco -y que hubieran podido degenerar en disturbios-, he resuelto, con la venia de Su Eminencia, que aquél volviera nuevamente a la capital donde de seguro se le dará nuevo destino.
Ha estado a despedirse. Al ver el amontonamiento de las urnas que están bajo custodia en el despacho, ha murmurado con tristeza: "¡Toda una cosecha perdida!". Pienso que se refería al desgraciado final de una de las más brillantes funciones que se recuerdan en muchos años y a sus consecuencias morales. En este entender, le contesté con el dicho: "El buen grano fructifica después de la tormenta y a los más necesitados alimenta". (La intención de lo que dijo con respecto al "grano" encerrado en las urnas, aunque sibilina, fue muy clara. Pero, ¿qué habrá querido insinuar cuando, al inclinar la cabeza y ver los charquitos de saliva junto a mi mesa, agregó: "No lo riegue demasiado, que se puede malograr"? ¿Me habrá visto algo en las miradas con respecto al "grano" que se pudre dentro de mí? ¿Pero acaso no sabe el cura, por los Evangelios, que el grano que muere es el único que fructifica? Sólo que hay distintas maneras de morir; y la de acabar en el buche de los pájaros, o sobre la piedra y entre espinas, o a hierro y fuego, no es de las peores).
Esa misma tarde, en mi recorrido habitual por la romería, hice otro descubrimiento desmoralizador.
A la misma entrada del pueblo, en los terrenos que la caminera está desmontando, y casi frente a los hoteles de más categoría, el turco que iba a mi lado en el coche, señaló una especie de toldo hecho con ramas secas y chapas herrumbradas de zinc. Una nutrida concurrencia, exclusivamente de hombres, se agolpaba alrededor, tomando tereré, jugando al truco sobre el mero pasto y hasta guitarreando polkas y guaranias. Bien se veía que el concurso machuno se hallaba concentrado no tanto en lo que hacía como a la espera de algo. "La carpa de María Dominga", dijo el libanés abarquillando pícaramente los gruesos labios. Nadie como él conoce la romería; la conoce palmo a palmo. Sólo por eso condescendí a llevarlo como baqueano en esas exploraciones. "¿La carpa de quién?", pregunté, contrariado, porque, a pesar del edicto, todavía funcionarán esos garitos en plena zona céntrica. "María Dominga Otazú, una famosa rea del Guairá", dijo el turco. "Parece que la promesa resultó no más. Está haciendo plata a montones".
Fui a decir algo, pero se me atragantó la voz porque en ese momento, en el hueco del toldo, asomó ella: ¡la penitente que había llegado con la cruz a cuesta y con la aureola mística de una iluminada! Semidesnuda, abanicándose con una hoja de palma y echando al aire, como con un cedazo, las crenchas de su larga cabellera, se puso a vocear a los hombres cambiando con ellos palabras y ges-tos groseros, y aún sobrepasándolos en indecencia y procacidad. En un momento dado, echó en mi dirección los ojos mortecinos que aparentaban no ver. Alguien le debió soplar que enfrente estaba el auto de la Delegación, en el que yo no podía salir de mi estupor. Pero a ella tampoco pareció importarle mucho eso; se limitó a esbozar una mueca de burla y volvió a entrar lentamente sin dejar de abanicarse ¡Imagínese mi indignación, Señor Coronel!
Ordené a las autoridades del Municipio que la hicieran desalojar de inmediato y que clausuraran todos estos antros de corrupción, dondequiera estuviesen funcionando.
Si no hubieran demorado el cumplimiento de la orden con dilaciones que hasta me resultan inexplicables -la incuria, el estado de aplazamiento que lo echa todo a la bartola, parecen estar aquí a la orden del día-; si se me hubiera hecho caso, digo, posiblemente no habrían ocurrido más hechos lamentables.
Por la noche, sin haber sido citada, compareció la mujer que dijo querer hablar conmigo. Mi ayudante abogó por ella, diciéndome que venía muy arrepentida, que había que dar una oportunidad a los descarriados para recuperarse; en fin, usted sabe cómo son estas cosas de los subordinados. La observé por una rendija; efectivamente, parecía otra: una mujer compungida, humilde, resignada a la pesadumbre de una reciente viudez. Envuelta en un manto negro, hubiera podido pasar por una de las más recatadas Hijas de María. Pese a todo, me negué a recibirla y le mandé decir que se fuera; más aún, que abandonara el pueblo sin pérdida de tiempo.
(Entró tantaleando a su alrededor, y apenas cerré la puerta, se me acercó guiada por mi voz y se hincó a mis pies buscándome la mano y estremeciéndose en lo que yo creí un sofocado sollozo que le removía la cabeza bajo el manto. Le ayudé a ponerse de pie, y entonces ví que en lugar de sollozar, se estaba riendo con el descaro de los ciegos que no se ven vistos y cuentan con la impunidad de su tiniebla. Su increíble duplicidad era inagotable; iba a encontrar siempre nuevas formas, golpes nuevos de efecto para asombrar, para deprimir, para desesperar. Aun ahora no hay momento en que no sienta que está a punto de aparecer: los ojos enormes y oscuros que me anulan con sus miradas muertas; el hueso exhumado de su frente, de sus pómulos, en cualquier dura superficie que mis manos tocan al descuido. En aquel momento, el asombro primero, la ofuscación después, me sacaron las fuerzas para increparla corno se merecía y echarla en el acto del despacho. Ante mi vacilación, entreabrió el manto y con un hábil meneo dejó caer a sus pies el liviano vestido y apareció completamente desnuda, inundando el despacho con su olor a mujer pública, a hediondez de pecado, a esos pantanos que en ciertas noches nos atraen con su sombría pero irresistible pestilencia.
El mareo del ataque de seguro ya me estaba viniendo porque del resto sólo me acuerdo borrosamente. En medio del retumbo que me ponía hueco por dentro y de las primeras pataletas, lo último que sentí es que caía a mi vez, que ahora caigo, que seguiré cayendo ante ella, que mi cara golpea contra su vientre, contra sus muslos, como contra una pared, pero infinitamente suave y cálida, que la atravieso de cabeza con un sabor ácido en la boca, que caigo como sobre una blanda telaraña, que me deslizo por un conducto cada vez más estrecho hasta perder la respiración y el sentido...
Lástima que sobre esto no pueda decirle una sola palabra a Taguató; no lo comprendería tampoco, aunque le aclararía muchas cosas y de paso le divertiría mucho. Lo haría reír a carcajadas con esa manera que tiene de reírse de los demás, metiendo la mano entre las piernas y expectorando sus graznidos).
Abreviando, Señor Coronel, y para finalizar de una vez esta relación que ya le debe estar resultando harto aburrida, le diré que la mujer amaneció muerta en su toldo, dos días después, mordida por la yarará que el sirio-libanés había cazado en los montes para reemplazar a la que le robaron.
El ladrón y el turco se echan mutuamente la culpa: el uno alega que, cuando visitó a la mujerzuela, llevaba sí la bolsa con la víbora robada, es decir, la amaestrada y sin ponzoña, y que al salir de allí, tras una acelerada discusión con la prostituta -parece que el hombre no sólo se negó a pagarle lo convenido sino que además le intentó hurtar el reloj de pulsera, una chafalonía por otra parte sin ningún valor-, dejó olvidada la bolsa con la víbora en un rincón. El turco alega que era la yarará, puesto que se la había cambiado un rato antes, en un descuido del ladrón, cuando éste entrara en un boliche a tomar una copa. Y yo no puedo incriminar ni al turco ni al ladrón a quienes, por el Código, sólo se pueden aplicar penas leves por delitos menores. La yarará criminal -que podríamos considerar como el cuerpo del delito- desapareció después de clavar su ponzoñoso colmillo en el vientre de la meretriz. Y la paciente indagatoria de los testigos, que ha hecho desfilar una interminable cantidad de hombres de toda calaña y condición por el Juzgado, agregando folios y más folios al ya voluminoso expediente, no ha modificado una situación ya de por sí positivamente definida. De igual modo que las anteriores, no habrá más remedio que dejar también esta muerte librada a los inescrutables designios de la Providencia.
(Cada noche doy cuerda a este miserable reloj de baratillo, que late débilmente bajo el enchapado corroído por la sal de su muñeca, que latía ensordecedoramente junto a mi oído cuando, hincado ante ella, me apretaba la cabeza con sus manos, riéndose, burlándose de mí, de mi secreto. Pero, a pesar de su desprecio, que era tal vez su forma de amar y comprender, nadie llegó tan al fondo de ese secreto cómo ella. Tampoco yo lo conocía hasta que me lo reveló sin palabras, solamente con su risa, con sus manos, con esa piel que forraba de seda sus huesos, pero detrás de la cual no había para mí más que el vacío, la noche, el silencio, y ese olor, ese olor... Por eso está muerta. Después que ella pasó a la habitación contigua a esperarme como las noches anteriores, yo me quedé trabajando en los sumarios a esperar su grito. La oí tropezar con los muebles colocados esta vez ex profeso, en el itinerario previsto casi al detalle: primero una silla, luego otra, de la que cayó con gran ruido la palangana de hierro; por fin, ya cerca de la cama, la urna cuyo contenido se llevó el turco poniendo en lugar la víbora.
Las sordas interjecciones reventaron por fin en un grito, en el estrépito de su caída; escuché su despavorido arrastrarse a tientas rebotando de una pared a otra, los golpes de sus puños en la puerta a la que yo había echado llave, mientras la oía gritar, tal vez más aterrado que ella, pero por primera vez lleno también de una extraña felicidad; sentí que a través de esa pared, de esa puerta, de esos gritos, la poesía ahora de verdad y me reencontraba a mí mismo... Pero cómo se puede recordar lo que nunca se tuvo, lo que ha estado muerto en uno desde antes de nacer... Mientras sus quejidos van decreciendo, la veo otra vez avanzando, encorvada, rígida, bajo la cruz, con el manchón de su cabellera tapándole la cara, siento de nuevo llenárseme la boca de este regusto agrio y caliente a cosa quemada, el relámpago de un ansia que vuelve a crecer, que escupo a mi alrededor como la materia de mi propia ponzoña...)
Le envío las urnas, Señor Coronel. Son 132, en total, selladas y lacradas, más 7 cajones grandes conteniendo los efectos de las donaciones, también lacrados y sellados, según me lo ordenó. Espero que este deshilvanado informe le dé una idea más o menos aproximada de los hechos que han sucedido, y aprovecho para repetirme su seguro servidor y amigo.
(EL BALDÍO, 1966)


 
 
BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA DE LOS AUTORES
 
BARRETT RAFAEL: Cuentos breves. Del natural, Montevideo, 1911.
 
CASACCIA, GABRIEL: El guajhú, la. ed. Buenos Aires, 1938. El pozo, la. ed. Buenos Aires, 1947.
 
CORREA, JULIO: Sombrero ka'a y cuentos, Asunción, 1968.
 
FARIÑA NÚÑEZ, ELOY: Las vértebras de Pan, Buenos Aires, 1914.
 
GONZÁLEZ, NATALICIO: Cuentos y parábolas, Buenos   - Aires, 1922.
 
LAMAS, VICENTE: Publicóse el cuento en la revista argentina "Leoplan" (1940).
 
PLÁ, JOSEFINA: La mano en la tierra, Asunción, 1963: El espejo y el canasto, Asunción, 1980.
 
ROA BASTOS, AUGUSTO: El trueno entre las hojas, 1a. ed. Buenos Aires, 1953; El baldío, Buenos Aires, 1966; Madera quemada, Santiago, 1967 y otros títulos.
 
RODRÍGUEZ-ALCALÁ, HUGO: Cuentos de Norte y Sur, Asunción, 1983.
 
VILLAREJO, JOSÉ: Hooohh lo saiyoby, Asunción, 1935
 
ZUBIZARRETA, CARLOS: Los grillos de la duda, Asunción, 1966.
 
 
 
CONTENIDO
 
PRESENTACIÓN
 
RAFAEL BARRETT (1874-1910) : DE CUERPO PRESENTE// EL MAESTRO// A BORDO
 
ELOY FARIÑA NÚÑEZ(1885-1929) : BUCLES DE ORO
 
NATALICIO GONZÁLEZ (1897-1966) : EL TARTAMUDO
 
JULIO CORREA  (1890-1953) : NICOLASITA DEL ESPÍRITU SANTO
 
VICENTE LAMAS (1902-1982) : EL "ABOGADO"
 
JOSÉ S. VILLAREJO (1907) : LA REBELIÓN DE PEDRO DAVID
 
GABRIEL CASACCIA(1907-1981) : EL MAYOR// EL NOVIO DE MICAELA
 
CARLOS ZUBIZARRETA (1906-1971) : COMPLICIDAD DE LA SANGRE
 
JOSEFINA PLÁ  (1909) : LA MANO EN LA TIERRA// EL ESPEJO
 
HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ (1917) :  CAJÓN SANGRANDO BAJO EL ARCO
 
AUGUSTO ROA BASTOS(1917) : LA EXCAVACIÓN// EL BALDÍO// BORRADOR DE UN INFORME// BAJO EL PUENTE.
 
 
 
 
Título de la primera edición:

BREVE ANTOLOGÍA DEL CUENTO PARAGUAYO,

Asunción, Comuneros, 1969.
 
 
 
 

 

 

 

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