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FRANCISCO PÉREZ MARICEVICH (+)

  MEMORIA DE PASCUAL RUIZ, 2006 - Cuentos de FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH


MEMORIA DE PASCUAL RUIZ, 2006 - Cuentos de FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH

MEMORIA DE PASCUAL RUIZ

Cuentos de FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH 

(BIBLIOTECA POPULAR DE AUTORES PARAGUAYOS Nº 15)

© de esta edición Editorial El Lector/

© de la introducción Bernardo Neri Fariña

ABC COLOR y Editorial El Lector,

Director editorial: Pablo León Burián

Guía de trabajo: Bernardo Neri Fariña

Asunción - Paraguay

2006 (81 páginas)





ÍNDICE


INTRODUCCIÓN

·         GUITARRA AL AMANECER

·         MEMORIA DE PASCUAL RUIZ

·         LA CADENILLA DE LA VIRGEN

·         EL CORONEL MIENTRAS AGONIZO

·         EL ENCUENTRO

·         GUALAMBAU AL VIENTO

·         CRÓNICA VERÍDICA DEL SUCESO DE CAACUPÉ

GUÍA DE TRABAJO





INTRODUCCIÓN


PÉREZ-MARICEVICH: CUANDO A LA ERUDICIÓN SE LE SUMA EL TALENTO



Nacido en Asunción el 24 de julio de 1937, Francisco Pérez-Maricevich es ubicado en su condición de literato en la Generación del 60, junto con otros creadores como Esteban Cabañas (Carlos Colombino) y Lincoln Silva.

Hombre de un enorme bagaje de erudición y de una amplísima cultura humanista, Pérez-Maricevich es poeta, narrador, ensayista y crítico literario. Tuvo también un importante paso por el periodismo, oficio que ejerció en el mítico semanario Comunidad, en ABC Color, en el desaparecido diario HOY, en La Nación y en otros periódicos y revistas.

Bachiller por el Colegio San José en 1955, logró la licenciatura en Filosofía en la Universidad de Buenos Aires, en 1959, y aunque hizo el curso para el doctorado, no culminó esa etapa. Se especializó en lingüística y en ese contexto realizó varias importantes investigaciones sobre el bilingüismo en el Paraguay.

Tuvo también una intensa actividad en gremios y entidades culturales: presidente de la Academia de la Lengua y Cultura Guaraní, vicepresidente de la Academia Paraguaya de la Lengua Española, presidente de la Sociedad de Escritores del Paraguay. Durante varios años desempeño funciones en el Viceministerio de Cultura.

Su producción bibliográfica incluye los poemarios:

·         Axil (1960),

·         PASO DE HOMBRE (1963),

·         COPLAS (1970) y Los muros fugitivos (1983).

En cuanto a ensayos y crítica literaria, publicó:

·         LA POESÍA Y LA NARRATIVA EN EL PARAGUAY (1969),

·         PEQUEÑO DICCIONARIO DE LA LITERATURA PARAGUAYA (1964 1969 y 1980),

·         FICCIÓN BREVE PARAGUAYA (1983),

·         LOS FUEGOS DE LA NOCHE (colección de mitos tupí-guaraní y nivaklé, 1985) y

·         PANORAMA DEL CUENTO PARAGUAYO (1988).

·         En el 2003 lanzó, a través de la editorial El Lector, MITOS Y LEYENDAS DEL PARAGUAY.

Aunque publicó desde los años 60 varios cuentos en distintos periódicos y ganó premios importantes por su trabajo en narrativa breve, presentó su primer libro de relatos recién en 1998. Así, y a instancias de sus hijos, publicó MEMORIA DE PASCUAL RUIZ, su único libro en este género literario hasta el momento.

Para hablar de la producción literaria de Francisco Pérez-Maricevich hay que referirse al tiempo que le tocó vivir a él (y a los de su generación) cuando comenzó a escribir sistematizadamente.

Fue la época en que el régimen de Alfredo Stroessner se consolidó sobre la base de una represión implacable y del acoso preciso a todo aquello que se le opusiera. "Derechos humanos" era un concepto exótico en nuestro país, los apresamientos arbitrarios sin ninguna injerencia judicial y la tortura constituían una realidad incontestable, no existía la prensa libre, los opositores estaban exiliados, presos o bajo libertad vigilada. O muertos.

Los resabios dolorosos de la entonces aún cercana revolución de 1947 se sentían con todo el peso de su ignominia. Los intentos guerrilleros de fines del 59 y comienzos de los 60, con su fatal ingenuidad y su asombrosa falta de visión de la realidad política para desatar esa temeraria aventura, no habían hecho otra cosa más que exacerbar a la bestia represora y sembrar profundamente el pretexto para la automatización de la maquinaria destinada a doblegar la voluntad ciudadana.

Sólo había heroicos impulsos individuales o deseos soterrados en la impotencia, frente al poder omnímodo que se erigía en el país.

Y entre aquellos afanes de gritar estaban los escasos escritores que se quedaron aquí a vivir su exilio interior, algunos periódicos de la oposición y el inolvidable Comunidad, que de hojita parroquial se convertiría luego en vocero de la iglesia, de la feligresía católica y de todo aquel que no pudiera levantar la voz.

En aquellos duros años pergeñó Pérez-Maricevich prácticamente todos los cuentos que componen Memoria de Pascual Ruiz, un volumen que vio la luz muchos años después de que sus unidades narrativas nacieran dispersas para quedar durante décadas refugiadas y aletargadas en las amarillentas páginas de diarios y semanarios hoy ya inexistentes.

No se puede aludir a este libro sin tener en mente el contexto histórico en que nacieron sus cuentos componentes.

Son siete relatos de un Pérez-Maricevich que transitaba la franja etaria entre los 20 y los 30 años y que ya demostraba en esos escritos una madurez solidificada por sus conocimientos amplios de la realidad del país y por su cultura general vasta, metódica y sistematizada.

Si el contexto nacional le dio la temática social y política casi ineludible para volcarse a escribir, el contexto literario universal y más específicamente latinoamericano, le marcó un estilo que podríamos calificar de "sesentiano". Eran los 60, los años de consolidación del llamado "boom" de la literatura latinoamericana, que asombraba al mundo con su novedad argumental y con nombres que poco a poco iban instalándose en el mercado bibliográfico impul-sados especialmente desde Barcelona y París: Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar.

Casi todos ellos admitieron la innegable influencia del norteamericano William Faulkner (1897-1962), con su técnica narrativa compleja, un estilo fornido y hasta violento, atiborrado de simbolismos, y su tono de intenso pesimismo.

Primo hermano del surrealismo de muchos autores europeos, el llamado realismo mágico irrumpió adoptando una condición (genuina o no) casi de patrimonio de esos escritores latinoamericanos "sesentianos" (aunque algunos de ellos ya venían consagrados desde los '50), los transeúntes del "boom". Lo fantástico y lo real se disolvían en un caldo espeso cuyo producto literario servía para narrar desde una atmósfera fantasmagórica, henchida de alegorías, la verdad de un continente saturado de contrastes, donde la caricatura no era un remedo de la verdad sino la verdad misma.

El escenario latinoamericano estaba erigido sobre dictaduras sangrientas (militares o civiles, qué más da), crímenes políticos, intolerancia absoluta ante el disenso, corrupción compacta, terrorismo estatal, arbitrariedades inauditas, explotación humana inicua, inequidad social atroz y, fundamentalmente, una pobreza rayana en la indigencia. Los temas para esa literatura latinoamericana con marca faulkneriana estaban servidos.

Y si es necesario un referente más, ahí se encontraba el mexicano Juan Rulfo (1918-1980), quien había publicado su paradigmático Pedro Páramo en 1955 y era contemporáneo de los del "boom". Su técnica hermética y densa fue otra influencia sustancial. Ante ese panorama estaba parado Francisco Pérez-Maricevich, y entonces concibió, sin saberlo y muchos años antes de su publicación, MEMORIA DE PASCUAL RUIZ, un libro que tiene la virtud y la peculiaridad de pintarnos el contexto de los años 60 (y algunos anteriores) en el Paraguay, con la visión exacta de esos mismos años. No es el recuerdo de aquel tiempo estirado por la memoria, sino aquel presente pleno que se nos despliega en su completa dimensión. Como un presente inamovible.

¿Y qué decir de los cuentos que componen este volumen? GUITARRA AL AMANECER burila la pesadilla instalada en un pueblo donde la revolución descargó su morral de bestialidades, y en el que los personajes se van disolviendo lentamente en una muerte anunciada por la desesperanza. Memoria de Pascual Ruiz narra, en un estilo reconocidamente rulfiano (de Rulfo), el fantasmal recuerdo que se yergue sobre la antihistoria de un revolucionario devenido en tal luego de fatigar miserias y abandonos. LA CADENITA DE LA VIRGEN refleja la comodidad con que Pérez-Maricevich se emplaza en el relato fantástico, reflejo manifiesto del realismo mágico ondeante en aquellos tiempos. EL CORONEL MIENTRAS AGONIZO: el título nos remite irremediablemente a Faulkner (Mientras agonizo, 1950), en una historia que pinta la caída de un dictador carcomido por su propio círculo áulico tras una cadena de traiciones. Este cuento fue escrito en 1969 y se parece demasiado a una premonición de lo que ocurriría en nuestro país exactamente 20 años después. EL ENCUENTRO es otro de los relatos ceñidos a lo fantástico en este cuentiario: un individuo ve su vida desdoblada tras su muerte, y entabla un diálogo con señalado sentido de soliloquio. GUALAMBAU AL VIENTO constituye un magistral juego retórico encuadrado por los vaivenes temporales de la narración, con dos dimensiones bien identificables: una presente e insignificante y otra histórica envuelta en evocaciones terribles de la represión a las guerrillas. Por último tenemos CRÓNICA VERÍDICA DE LOS SUCESOS DE CAACUPÉ: evocando sin equívocos al cuento Borrador de un informe de Augusto Roa Bastos (a quien Pérez-Maricevich incluso cita en su relato) describe un hecho real adobado de elementos de ficción (y no tanto), ocurrido en Caacupé a finales de los años 60, cuando un activista opositor fue detenido con brutalidad luego de perpetrar un acto de protesta pública ante la imagen de la Virgen llevada en andas en procesión nada menos que por el propio presidente de la República. Este fue un hecho muy mentado entonces. El autor recurre a una ironía sin sutilizas para referirse a lo acontecido y, especialmente, a la actuación de la prensa oficialista que trataba de cohonestar el acto represivo. Una verdadera joyita literaria. Este cuento se publicó en el semanario “Comunidad” en diciembre de 1968. Hoy su publicación es un hecho absolutamente natural. Pero quienes conocen cómo era la cosa en aquellos años, sabrán a lo que se expuso el autor al hacerlo (claro que lo hizo con seudónimo, pero aún así... había que tener coraje).

MEMORIA DE PASCUAL RUIZ, esta espléndida colección de cuentos que pone en manos de los lectores la Biblioteca Popular de Autores Paraguayos de El Lector y ABC Color, nos ubica, finalmente, ante un Francisco Pérez-Maricevich madurado a fuego por su circunstancia humana y literaria, cuando aún era joven. Influido por el entorno político interno y por la lectura de los escritores de su tiempo.

Pero, por sobre todo, este libro nos pone ante la evidencia de que un gran escritor, como Pérez-Maricevich, se forja cuando a la erudición se le suma el talento.

BERNARDO NERI FARINA.

Asunción, setiembre del 2006.






MEMORIA DE PASCUAL RUIZ

 

Lo que hay en tu primer recuerdo -¿lo que había, Pascual Ruiz?- es un buey muerto. Era blanco y estaba tendido en el pastizal requemado. Te asustaste; te asustaron los cuervos, Pascual Ruiz, tantos cuervos -negros, azulosos, voraces-, rasgando el mediodía ardiente que te escaldaba el rostro. Eras pequeño entonces, e ibas con tu padre montado en el mismo oscuro y viejo caballo.

Al pasar frente a la carroña, tu padre dijo al hombre ceñudo y moreno que le acompañaba.

-Uno de don Miguel. Cuatrerea por la vecindad, y no hay quién reclame los animales-. Luego de una pausa, dijo:

-¡Don Miguel! Un bandido.

-Un bandido-, dijo el otro, escupiendo. Ya le arreglaremos con la montonera de Cerro Hú.

La montonera de Cerro Hú te acompañó desde entonces. Sus muertos no han muerto en ti. ¿Mueren alguna vez, Pascual Ruiz?

El camino doblaba a la derecha. Entonces, viste por primera vez el caserío. Achaparrado, mísero, perdido tras la polvareda que levantaba el viento norte. Después viste los perros, flacos y macilentos, y, un poco más allá, el comentario pícaro del moreno hizo que desviaras el rostro y fue cuando viste la rijosidad nerviosa de los burros. Ante la primera casa del pueblucho comenzaste a ver lo que continuaste viendo hasta ahora, que ya llevas las primeras canas, Pascual Ruiz.

Llegaste a la casa de tu padre. Fue entonces cuando conociste a la madre de tres de sus doce hijos. Era joven, casi hermosa, con ojeras profundas y una voz quebradiza. Te recibió con una caricia que rechazaste con un gruñido huraño. Después fuiste a un rincón que no abandonaste ni para ir a dormir. ¿Querías esconderte, acaso, Pascual Ruiz? Pero te miraban inquisitivos, sorprendidos, curiosos. Eran tus hermanitos, según te dijeron. Sentiste por ellos repulsión y odio. Luego, los días te trajeron algo de tranquilidad y confianza, y acabaste por acostumbrarte a ellos. Con los años acumulaste experiencia y astucia; cazaste pájaros y recogiste frutas por los aledaños de la casa. Fuiste, quizás, feliz. Formaste pandillas de las que sueles acordarte cuando te encuentras consumido por la nostalgia e hiciste con ellas largas incursiones en el bosque vecino. De aquel tiempo guardas en la memoria muchas historias casi bárbaras, pero has preferido callártelas, según tu costumbre, siempre.

Y un día volviste a escuchar de la montonera de Cerro Hú. Poco después, la montonera de Cerro Hú te llevaba con los tuyos al pie de un pozo.

El pozo continuó toda la vida abierta en ti. El de la tierra se cerró hace años con el cuerpo de tu padre adentro; el de tu vida, ¿con qué has pretendido llenarlo, Pascual Ruiz? Odiaste, te hundiste, te ennegreciste.

Mataste.

Fue una noche, por un color de pañuelo, bajo un gigantesco timbó. El otro, deslavazado y aturdido por

la ebriedad, te llamó a gritos yryvu. Todo fue rápido. Cuanto volviste en ti, lo viste a tus pies, desangrándose, con la puñalada en el vientre.

Tras esa muerte no regresaste al pueblo. Anduviste escondiéndote de ti mismo más que de los demás, huyendo de la poderosa voz que te crecía adentro como un trueno. Perdiste el rumbo, Pascual Ruiz, y acabaste arrinconándote de nuevo, pero ahora los ojos que te miraban se multiplicaron. Ya no eran los de tus hermanitos; eran otros, fijos, terribles, implacables. Ojos de muerto, los ojos de los muertos que nunca mueren, Pascual Ruiz. Te desbarrancaste huyendo de ellos, pero, pese a todo cuanto hiciste, jamás has podido escaparte de su fuego frío.

Aquella muerte te "enyetó". Tú lo sabías, y quisiste paliarlo tomando un amuleto y un "abogado" al que te lo hundiste en la carne del pecho. El "itakurú" no te sirvió para nada, porque después vinieron Liduvina y el Chaco. Allí te hirieron, te citaron en una orden del día, te ascendieron.

Te olvidaron después, cabo Ruiz. De nada te sirvió matar bolivianos. En la Argentina fuiste a cosechar algodón y a tratar de matar en ti a Liduvina. Liduvina te había abandonado por el hijo del bolichero. Eras pobre y feo, Pascual Ruiz, y no quisiste comprenderlo.

No te sirvió de nada buscar dinero en los algodonales argentinos. Porque volviste, Pascual Ruiz, aún volviste más pobre de cómo habías ido. Regresaste cansado y oscuro, solitario, pétreo. Desengañado.

Parecías un raigón centenario sobre el cual cae, resonando, el hacha. Regresaste con una mirada huidiza, perdida, insustancial. Y algunas palabras que echabas como piedra al río, y dejaban en ti un largo eco de sombras agresivas.

"La tierra es la dueña de los pobres", te escucharon decir varias veces, Pascual Ruiz. "Pero los pobres no son nada", terminabas para ti con una voz inaudible.

Por allí te hiciste de un terrenito, y sembraste tierra y mujer. Pero vinieron langostas y velorios. Después vino la caña y, luego, la revolución. Pero primero vinieron las langostas. ¡Qué de esfuerzos por alejarlos, Pascual Ruiz, qué de humaredas y resonar de latas! La nube alada y maloliente te destrozó. Volviste a sembrar, sin embargo, pero entonces llegó la sequía. ¡Cómo, en la impotencia, mirabas achicharrársete lentamente el maíz, la mandioca, el poroto! Con ellos te achicharraste, Pascual Ruiz, se te achicharró el alma.

Te resabiaste. Y, en tu furia, caías sobre tu mujer como una bestia. La empreñaste. La destrozaste. La mataste.

El sobreparto abortivo te anonadó. Ebrio de desesperanza y caña, envejeciste de golpe.

Se te surcó el rostro de arrugas profundas, doloridas. Y no encontraste mejor modo para huir de todo que tomando otra mujer. Y luego otra, y otra.

"Es mejor ser toro que buey", te justificabas mordaz y cínico.

Ya no te importó sembrar. Ya no te importó nada. Estabas caldeado y humeante como horno de olería.

Entonces, como un gran cuervo, llegó envuelta en fuego la revolución.

Despertaste, Pascual Ruiz. Abandonaste tu casa. La oscura voz de los muertos de la montonera de Cerro Hú te llamaba a ella.

¡La revolución, Pascual Ruiz! En ella confusamente pretendiste encontrarte, liberarte, encender alguna luz dentro de ti.

Pero sólo encontraste aquella canoa y este río de la tarde fluyendo hacia el sur.

El tiro fue en la nuca y lo sentiste apenas como un golpecito quemante. Pero de nuevo sentiste venir los cuervos negros, azul osos, voraces. ¡Los cuervos y la montonera de Cerro Hú, Pascual Ruiz! Pero ahora los cuervos están como naciendo de ti, que caes en el pozo que no se ha cerrado. Que no has podido, que no has querido cerrar, Pascual Ruiz.

Los camalotes vienen contigo arrastrando el atardecer, pero ya no sabes que es el atardecer y que los camalotes vienen. ¿Te has encontrado, Pascual Ruiz? Pero la montonera de Cerro Hú no mata nunca a sus muertos. ¿Te habrá matado a ti, Pascual Ruiz? Es necesario que te detengas ya. Ahí, ahí, contra ese raigón. Quédate, Pascual Ruiz.

“-Uno de don Miguel...".

 “-Ya le arreglaremos con la montonera de Cerro Hú".

La montonera de Cerro Hú te ha traído ese cuervo que viene picoteándote la espalda muerta. Pero tú no eres culpable de la montonera de Cerro Hú. No eres culpable de que haya en tu primer recuerdo un buey muerto, blanco, que era de don Miguel, y que estaba tendido en el pastizal requemado que se va comiendo el horizonte, que se va comiendo a la tierra, que se va comiendo al cielo sin que puedas evitarlo, Pascual Ruiz.

La Tribuna,

Suplemento Dominical

Domingo 19 de enero de 1964

 

 

 


 

EL CORONEL MIENTRAS AGONIZÓ

 

1

Debo hablar contigo, Timoteo Gamarra. Ahora, que todo está en su sitio y siento la necesidad de decirme yo mismo la verdad, ahora que puedo verla sin miedo. Y con usted, coronel. Con usted a quien creí... Pero usted ya sabe qué creí de usted.

¿Quién da importancia a las palabras de su chofer cuando le dice: "Su Excelencia debe cuidarse"? Nadie, Timoteo. Nadie se atreve a dar crédito a la sabiduría profética de los ignorantes. Nadie de entre nosotros, que nos creemos inteligentes. Nosotros somos complicados, mentirosos, analíticos, suspicaces, enceguecidos y demasiado asustadizos y cobardes para reconocer el peso de las palabras o para mirarlas de frente. Porque como nunca conocimos la verdad, no la hemos vivido al decirla, ni hemos pretendido decirla nunca.

En consecuencia, yo no creí en tus palabras. Tenías el exagerado defecto de ser un hombre de pueblo, un campesino honrado y monolítico. Más allá del breve saludo, nunca me habías dirigido antes ni una sola palabra. Te limitabas obstinadamente a tu función de conductor, hundido en tu silencio. No conocía de ti, en realidad, sino tus hombros y tu nuca. Durante tres años, cuatro veces al día, tus hombros y tu nuca, Timoteo. Unos hombros densos, enterizos, terrosos, tan sólidos que parecían inmemoriales. Jamás se me ocurrió mirarte realmente al rostro, ese rostro que ahora veo, impasible, oscuro, calcinado. Remotísimo.

Te limitabas a conducir el automóvil de la residencia al palacio, y del palacio a la residencia. Y no decías nada, absolutamente nada hasta aquel día (hace tres semanas) en que me dijiste: "Su Excelencia debe cuidarse". Tus inesperadas palabras me irritaron, pues me pareció que ponían en evidencia mi secreto. No dijiste nada más. Me quedé en silencio reprochándote, con mi actitud, haberte entrometido en lo que no te importaba. Pero después supuse que te habrías referido sencillamente a mi relación con Susanita. Había pasado una mala noche, y estaba cansado y soñoliento. Pero mi tonta frivolidad se había sentido halagada con la posibilidad de que esa nueva conquista hubiera irritado ya los oídos de Gasparito. Mi enojo volvió, sin embargo, apenas pensé en Gasparito y en lo que esa tarde debíamos hacer. En el fondo, me dominaba una inquietud temerosa, una desazón y un violento odio por el coronel. Fue una desgracia que hubiera pensado en Gasparito cuando estábamos a corta distancia de la Central de Policía. Porque la confusión que me cegaba me hizo ver en ti a un secuaz del coronel. No creía en tus palabras, Timoteo, pero arrestarte me pareció necesario. Descendiste del coche, silencioso, sin mirarme, y desapareciste en el interior del edificio. Mi tonta reacción no me dejó ningún remordimiento, pero ahora sé que ella me puso completamente en manos de Gasparito. No sabías eso, pero intuiste oscuramente que yo había caído en una trampa.

Tres días antes el doctor José Domingo Real me había dicho idénticas palabras a las tuyas. Y yo las creí, Timoteo, con la misma facilidad como no creí en las tuyas, con esa facilidad ingenua y fatal con que se recibe la mentira. Ahora comprendo que no se encuentra en las palabras ajenas sino aquello que llevamos adentro, aquello que somos desde siempre. Yo creí en la mentira, porque yo mismo no era otra cosa que un amasijo de traiciones, de falsedades, de hipocresías. Y las palabras del doctor crecieron en mí, se alimentaron de mí como el itakarú, la piedra imán en la que creías supersticiosamente. Las palabras son nuestro itakará, Timoteo, las palabras que nos sorben, que nos matan. El doctor José Domingo Real era mi médico y jamás se le habían conocido actividades políticas. Se negaba obstinadamente a ocupar cargo público alguno, y ello le daba un prestigio popular invulnerable. Su fama de hombre honesto era tan sólida como la de su sabiduría. Yo confiaba plenamente en él y la eficacia de su medicina (tal me lo parecía) hizo que concediera análoga fe a la rectitud de su juicio. Poco a poco -y sin que yo cayera de ningún modo en la cuenta- fue haciéndose de la condición de confidente y consejero. Entonces comenzaron a anudarse los hilos de la trampa, con sencillez, con paciencia, con absoluta precisión. Estaba en el tercer año de mi gobierno y me sentía tan seguro como una roca. Confiaba en que era de veras dueño de mis actos, y me consideraba lúcido y expeditivo. Miraba con cierta mezcla de repulsión y lástima a mis colaboradores, de quienes recibía una sumisión casi irritante. Los tenía por obsecuentes y cobardes, y tan poco inteligentes como codiciosos. Estaba tan satisfecho de mi poder, tan seguro de mi inteligencia, tan confiado en mi astucia y mi "viveza", que me permitía hacer la vista gorda para que realizaran, compitiendo en corrupción, sus inocultables ambiciones de riqueza. Y de cuando en cuando me divertía regañándoles, agitadamente, en concejo de ministros. Sesiones que, naturalmente, no trascendían sino desvirtuadas al público. De estas reprimendas sólo quedaba libre el señor ministro doctor Gaspar Parra, a quien invariablemente invitaba a retirarse de la sala. Gasparito se alejaba,  invariablemente también, sombrero en mano, en medio de las sonrisas indefinibles de sus colegas... Al día siguiente de estas sesiones, acostumbraba lanzar inútiles mensajes al pueblo acerca de aspectos completamente anodinos de la política económica, cargados de cifras y estadísticas que los editorialistas del periódico gubernamental se dedicaban durante un mes a escarmenar concienzudamente.

Yo me creía inteligente, Timoteo, me tenía por hombre listo y astuto. Había escrito artículos históricos y tres folletos de intriga partidaria que los intelectuales cortesanos calificaban de "documentos definitivos" acerca de los turbios temas a los que se referían. (Temas, por otra parte, sin sentido para toda otra cosa que no sea cubrir la indispensable ficha bibliográfica de todo político egresado de Derecho).

Los periodistas políticos de segundo orden tenían una marcada preferencia en desglosar sonoros párrafos de "mi" (es sólo un decir) conferencia sobre "La psicología del vendepatria" -un libelo estúpido y pretencioso, tan falto de juicio como estrafalario-, a propósito de cualquier inauguración que presidía. Indefectiblemente encontraban una admirable consecuencia entre mi pensamiento y mis obras de gobernante, y luego de identificar encarnizadamente al vende patria con los políticos de la oposición, se sentían profundamente felices por constatar la ejemplar pureza de mi patriotismo que hacía posible que "el Paraguay volviera...", etc. Etcétera.

Yo me creía inteligente, Timoteo, y aún cuando me divertía íntimamente de la baja estupidez de quienes me llamaban "maestro de la historiografía nacional" y "heredero del pensamiento patriótico de Francia y de los López", no dejaba de satisfacerme el aireo de mis elucubraciones intelectuales.

Debilidad que el honorable doctor José Domingo Real sopló a Gasparito, vía Jerónimo Ledesma. La consecuencia inverosímil fue que a los pocos días el diario gubernamental exhumaba de un perdido y antiquísimo periódico estudiantil, un soneto alejandrino escandalosamente cursi que había escrito, ebrio de romanticismo, cuando cursaba el quinto año del bachillerato y que se lo había dedicado, al dorso de una fotografía, a la madre de la actual amante del desmedulado de Gasparito.

Al verlo en el periódico publicado en recuadro, sentí una comezón espantosa y la desfogué en una risa torrencial, infinitamente liberadora, saludable y sanguínea que llegó a lastimarme, con la convulsión, aquello que el doctor Real llamaba mi "úlcera". Había sido todo aquello tan divertido, tocó tan en lo vivo de mi vanidad, que cuando vi entrar como un pollo desplumado a la persona esquemática del señor ministro, ya le tenía concedido de antemano todo lo que me pidiese. Y lo que pidió me pareció tan inocente, que no dudé en responderle:

-No hay problema, Gasparito, no hay problema. Se lo destituye ahora mismo y lo mandas arrestar. A quién nombro, ¿eh?... Decí un nombre, Gasparito, decí un nombre...

El señor ministro pronunció entonces el nombre del fatídico:

-Jerónimo Ledesma, mi secretario.

Acepté, sin sospechar que con Jerónimo Ledesma, ese sujeto seco y escuálido, tan cargado de cejas como aforístico de estilo, introducía en la dirección del diario y en la jefatura general de propaganda a una de las piezas maestras del engranaje montado por Gasparito.

El circuito estaba cerrado. La fugacísima sonrisa con que el desvaído ministro me obsequió al retirarse, no tuvo para mí otro significado que el de su agradecida estupidez. Y me sumí en recordar, ¡idiota de mí!, lo satisfactoria que había sido como amante Esmeraldita Neo, actual florón de la pasión ministerial...

Yo me creía inteligente, Ti moteo; me tenía por hombre listo y astuto. ¿Pero quién hubiera sospechado honradamente del diabólico cinismo de Gasparito, su imaginación precisa y perfecta, y su inteligencia admirablemente exacta y lúcida? Nadie que estuviera en su sano juicio recelaría de ese apocado, de ese pusilánime, de ese cornudo de Gasparito. El cual, sin embargo, no había hecho otra cosa que crearse concienzudamente, con franciscana paciencia, esa personalidad conmiserativa y epigramática, conducida con maravillosa exactitud hasta que el señor Presidente de la República, mi inteligente persona, cayera juiciosamente en la trampa.

Hace tres semanas, Timoteo. El honorable, el discreto, el invulnerable doctor José Domingo Real fue la persona indicada para mover la primera pieza del engranaje inverosímil. Era una maquinaria perfecta, verdadera obra maestra de conspiración y venganza, por lo simple, por lo extraordinariamente sencillo de su traza. Todas las conspiraciones clásicas que se conocen tienen un mecanismo complicado, Timoteo. Y constan indefectiblemente de dos o tres comandantes de unidades militares como piezas básicas. Pero no ésta, que comenzó por eliminar a los militares.

El foco central de su ataque fue el coronel Odón Cano Peña, usted coronel, ex combatiente de la guerra del Chaco, comandante de Regimiento y oficial de la reserva. Usted, coronel, tan silencioso, tan moreno, tan austero, tan patriota y tan ignorante. Usted, que no pronunciaba jamás las "eses" del plural. Y que se levantaba invariablemente a las cuatro de la mañana, y se paseaba frente a la Comandancia con el mate en la mano, meditabundo, silencioso, lleno de autoridad natural. Usted, coronel, a quien sus camaradas de escuela despreciaban sinceramente; usted, a quien debía, sin saberlo, mi permanencia en el escritorio del despacho presidencial...

2

El abultado legajo de documentos que me enseñaba la ministerial diligencia de Gasparito, lo acusaba de traidor, coronel. Su correspondencia secreta -y cifrada- con el jefe político del Guairá no daba lugar a la duda. Bien es verdad que ninguno de esos documentos (urdidos cuidadosamente por Jerónimo Ledesma, hoy lo sé) llevaba su trabajosa firma. Pero la de Juan Cayetano Gaona era fácilmente identificable. Pasé la mañana analizando, con el ministro, punto por punto esos papeles traidores. En ellos se hablaba de la organización de brigadas campesinas de combate que estaban actuando, hasta que llegase la hora de la rebelión, bajo la fachada de agrupaciones agrarias sindicales y apolíticas.

Mi exasperación desembocó en un deseo de refinada venganza contra usted, coronel. Imaginé rápidamente una variedad de crueldades respecto de su persona, pero todas ellas me parecieron ofensivamente benignas.

Gasparito parecía derrumbado, mientras yo medía a pasos coléricos la amplitud alfombrada del despacho presidencial. Varias veces intenté descolgar el tubo del teléfono, pero el alicaído ministro me disuadía invariablemente de ello.

Hasta que Gasparito dijo:

-Hay que pillarlos ahí, Julián.

Y me alargó un papelito en que, usted, coronel, citaba a Juan Cayetano Gaona "en el local del equipo C". El local del equipo C resultó ser la nueva casa de campo de Gasparito. Usted ya sabe lo que en ella ocurrió, coronel. Había concurrido usted a ella accediendo a una invitación para una partida de truco. Un radiograma urgente había traído, asimismo, al desfoliado Juan Cayetano Gaona desde su apostadero de Villarrica. Después...

Fue una maniobra perfecta, coronel. Jerónimo Ledesma le había descerrajado una ráfaga apenas en-tramos en el local, Gasparito y yo. Usted conversaba distraídamente de animales con el desleído de Juan Cayetano... ¿Quién lo hubiera sospechado, coronel?

Tuve que firmar. Lo tuve que firmar, coronel. Dejaba la presidencia a Gasparito, al mismo tiempo que me enteraba horrorizado que mi "úlcera" no era otra cosa que cáncer. El honorable doctor José Domingo Real me había ocultado, hasta ese instante, juiciosamente, la realidad de mi dolencia.

3

Ahora todo está en su sitio. La oscura celda, húmeda y maloliente, fue el lugar de mi muerte. Me trajeron aquí acusado de traición a la patria y a los principios de la revolución. Las tragedias y venganzas sentimentales de Gasparito están pasando a la historia trasmutadas en heroica acción de salvamento de la dignidad nacional. Su venganza fue perfecta. Esmeraldita Neo, aterrorizada y confusa, vino a hacerme compañía invitada por los fusiles policíacos de su amante, mientras la prensa del régimen anunciaba, pudorosamente, desde sus columnas sociales, que ella había emprendido viaje a Suiza para tratarse de una enfermedad. Los boletines médicos del actual ministro de Salud, doctor José Domingo Real, propalan una serie de falsedades acerca de mi estado, mientras los editoriales de Jerónimo Ledesma realizan una cuidadosa selección de citas de mi conferencia sobre "La psicología del vendepatria", afirmando con soltura que ella contiene una subconsciente, pero muy clara, descripción de mi corrupción moral.

Ahora Gasparito ha cumplido enteramente consigo mismo. Tres años de espera, tres años de hacerse pasar  por  imbécil, tres años de preparar una venganza atroz, le dan derecho a cruzarse emocionadamente el pecho con la banda presidencial en medio de los atronadores aplausos de los nuevos y que resultan ser los mismos corifeos.

4

En realidad, todo esto parece inverosímil. Pero es. Y compruebo que la verdad tiene una consistencia abrumadora y una naturalidad escandalosamente evidente y simple que rechaza todo análisis. Y compruebo que nadie ve la verdad en el rostro del prójimo, sino su íntima mentira, y que es necesario llegar hasta este lugar sin fronteras en que nos encontramos, coronel, para comprender que la realidad es inverosímil y que la muerte es una rectificación.

Una rectificación de imposturas. Morirse es la única experiencia de la verdad que alcanzamos a tener. Pero morirse, Timoteo, es otra cosa que desaparecer. Es muy otra cosa. Es vivirse, tenerse a sí mismo, estarse por primera vez de cara a sí. Es estar condenado a ser enteramente uno mismo, sin interferencia, sin contaminaciones de otros, despojarse del ser de los demás, de la porción increíblemente grande que hurtamos de los otros para ocultarnos de nosotros mismos y engañarnos engañando. Somos los embozados, Timoteo, los oscurecidos, los ladrones, y morirse es descubrírsenos el hurto, el aclararnos, el ponernos desnudos y naturales para siempre. Así, como estamos ahora.

Crónicas del Paraguay

Editorial Jorge Álvarez

Buenos Aires, 1969

 

 

 

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