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JOSEFINA PLÁ (+)

  ESPAÑOL Y GUARANI EN LA INTIMIDAD DE LA CULTURA PARAGUAYA, 1975 (Ensayo de JOSEFINA PLÁ)


ESPAÑOL Y GUARANI EN LA INTIMIDAD DE LA CULTURA PARAGUAYA, 1975 (Ensayo de JOSEFINA PLÁ)
ESPAÑOL Y GUARANI EN LA INTIMIDAD DE LA CULTURA PARAGUAYA

Ensayo de JOSEFINA PLA

BUENOS AIRES
 
ACADEMIA ARGENTINA DE LETRAS
 
AÑO 1975
 
Del BOLETIN DE LA ACADEMIA ARGENTINA DE LETRAS,
 
t. XL, Nº 157-158, 1975
 
 
 

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ESPAÑOL Y GUARANI EN LA INTIMIDAD DE LA CULTURA PARAGUAYA
 
En el área paraguaya, lo hispánico, en forma y espíritu, actuó dual, o mejor bífidamente. Los factores constitutivos de la nueva cultura aparecen distintamente articulados en su acción, según ésta se realice en el área colonial propiamente dicha, o en la llamada de las Misiones jesuíticas.
 
En la primera, se conjugaron desde el principio los elementos étnicos, dando como consecuencia, y desde el comienzo, el mestizaje en masa. El proceso, cultural tuvo aquí un carácter abierto, de conjugación libre, aunque en circunstancias muy peculiares.
 
En la segunda, la raza aborigen se conservó taxativamente pura hasta el final del régimen jesuítico (1767), y prácticamente hasta entrado el XIX. La penetración de la cultura hispánica en esas comunidades aisladas operó en forma metódica, dirigida, en una atmósfera étnica y socialmente estanca.
 
En la colonia propiamente dicha, la ausencia, que puede calificarse de total, de la mujer Blanca, en los primeros tiempos, fue factor determinante del mencionado mestizaje en masa. Esta circunstancia inicial se imbrica con otros factores de importancia diversa pero convergente en sus efectos: la ausencia de metales preciosos, que obligó al colono a encarar una economía de tipo rural, patriarcal, y restringió la inmigración, y con ella la comunicación con el exterior y de los núcleos de población entre sí; la necesidad inmediata, vital, de apoyar las escasas fuerzas inmigrantes en alianzas locales, como única garantía de supervivencia, y cuya prenda, según praxis aborigen, fue la unión matrimonial con las mujeres indígenas.
 
Esto dio por resultado que, no solo durante el periodo más acusado de ausencia de mujer blanca (1537-1555) sino también después, durante mucho tiempo, imperase coma institución generalizada una poligamia sui generis, de la cual el primero en dejar constancia documentada fue el gobernador Domingo Martínez de Irala, y acerca de cuyas proyecciones sociales es más que elocuente su testamento. Cada alianza con el aborigen se traducía en el ingreso de nuevas mujeres en la casa del colono. Bajo el techo de este, esas mujeres se cristianizaban y, a la vez que recibían del jefe del hogar protección y blando trato, trabajaban para él en la casa y en su huerta o chacra. Esto último no debe extrañar, ya que entre los indígenas era la mujer la encargada de cultivar la tierra, tejer lienzos y esteras, fabricar la cerámica de uso cotidiano. Esas mujeres constituyeron el peculiar harén del colono, fuertemente coloreado por los conceptos locales en cuanto a la división del trabajo, que perdura en parte hasta hoy. En 1545 había ya seiscientos mestizos; en 1570 la población española ascendía a trescientos vecinos, "y se contaban dos mil novecientos criollos o hijos de español y española; la cifra disminuyó enormemente luego de dar Asunción nacimiento a ocho ciudades.
 
A fines de siglo, desangrada Asunción en fundaciones, sólo se contaban doscientos hombres y más de dos mil mujeres; fue cuando del Barco Centenera llamó a Asunción "paraíso de Mahoma". Los hijos habidos por el conquistador en estas mujeres guaraníes fueron los llamados "mancebos de la tierra", cuyo número en 1570 había duplicado ya el de españoles criollos. Una disposición real, mirando por la estabilidad de la colonia, dio a estos mancebos status idéntico al del español; eran muy pocos éstos en aquella tierra olvidada de Dios y también de la Corona, que sin embargo necesitaba de ella para que la defendiese.
 
El español, eje humano de esta situación un tanto musulmana, no presta atención al hijo varón así habido sino al llegar este a la edad en que se manifiestan las cualidades que lo pueden erigir en continuador del apellido. En los primeros años, los decisivos, el retoño está enteramente a cargo de la madre india, que por su parte no ha ascendido a un nivel notoriamente diferenciado en lo que a cultura respecta. Aunque catequizada, la mujer indígena permanece anclada en una etapa en que la semántica aborigen domina las formas mentales y colorea toda noción adquirida. Para el mestizo, pues, el padre se proyecta a distancia, temido más que amado, emulado en su poder, resistido íntimamente en su disciplina, secretamente despreciado par su ignorancia de las claves terrales. Aunque el español domine con su técnica este ámbito, nunca cesará de ser en él un postulante en el umbral irrebasado de los misterios naturales, que constituyen el mundo peculiar del mestizo y su ascendencia materna. El mancebo sabe que ante la ley es el igual del padre español; pero esta igualdad ante la ley no compensa el desnivel de cosmovisión que los separa. Los años de infancia, nutridos plurilateralmente de experiencia materna, corroborada por el trato expansivo con la parentela indígena, así lo determinan. A través no solo del idioma, sino también de las miradas, de los silencios y las actitudes de sus ascendientes netamente indios, el mancebo crece raigalmente unido a la raza y a la tierra. El asombro cósmico del europeo enfrentado a un mundo nuevo se extingue en la primera generación local.
 
Este desnivel o línea de ruptura entre el esquema cultural hispánico y el del mestizo; que sólo acepta lo externo de ese esquema infundiéndole sus propios contenidos mentales, permanecerá como característica de lenta dilución a lo largo del proceso socio-étnico paraguayo; y la herencia guaraní -reacciones emocionales, actitudes psicológicas, costumbres, técnicas rudimentarias inclusive- prolongaran su vigencia vivencial instrumentando el lenguaje indígena. La situación de aislamiento de los núcleos humanos colonizadores, dispersos en una superficie relativamente enorme, incomunicados entre sí y con el exterior contribuye a explicar la lentitud del proceso. Un testimonio, palmario de esa renuencia asimilativa del mestizo, de su adhesión a la línea aborigen de la Sangre, de su antagonismo filial: en una ocasión en que la colonia debió enfrentarse con enemigos guaraníes, los mestizos asuncenos se negaron a ir contra "sus hermanos de raza” (1- NATALICIO GONZALEZ. Proceso y formación de la cultura paraguaya. Buenos Aires, Guarania, 1938.)).
 
Quizá se aclarase mejor lo expuesto diciendo que en esta área lo hispánico no pudo imponerse metódicamente mediante una gravitación mayoritaria, o restricciones o imposiciones de orden legal o administrativo. El mestizo no vive en una tierra escamoteada a sus descendientes y de la que se haya convertido en poseedor precario o tolerado; es por el contrario el continuador de esa posesión en mejoría de condiciones, ya que se beneficia de ciertos recursos técnicos que le proporciona la cultura paterna, y estos recursos, unidos a su familiaridad con el medio, le otorgan un dominio más amplio del ámbito materno; caballo, armas de fuego, herramientas, beneficios de la rueda y la vela, son solo instrumentos para perfeccionar esa conciencia de dominio. Y esa posesión ampliada y esa mejora en las condiciones de lucha con el hábitat, no se supeditan en forma alguna a la aceptación absoluta de las formas de vida que le llegan por la línea paterna: la condición igualitaria del mancebo, su status mayoritario, unidos, lo sitúan al margen de la acción compulsiva. La conducta de estos mancebos de la tierra, convertidos en verdaderos teddy boys de la colonia durante una época, lo prueba. Dice un historiador (2- Idem;): "Criados sin mentores, con poquísima ilustración, en un clima de bárbara libertad y malas costumbres, de poca cultura y relajados frenos morales, maduraban a su antojo, más cerca de su madre que del padre español". "No había -dice otro (3- CARLOS ZUBIZARRETA. Historia de mi ciudad. Asunción ,''Emasa, 1965.) - mujer casada ni doncella libre de ellos; en pelotón las iban a sacar de la case de sus padres". El estancamiento coma la regresión son fenómenos característicos que jalonan desde los primeros tiempos el contacto de ambas culturas y se prolongan hasta hoy.
 
A la luz de la dualidad cultural planteada, se comprende perfectamente que las manifestaciones superiores de vida artística o literaria no hallaran terrena para manifestarse. Lo que la colonia poseyó en ese aspecto fue importado; El mestizo no traía en su sangre materna esas formas; lo elemental de la cultura plástica indígena es un hecho reconocido. Al desprecio, del padre español por el trabajo añadió el desdén indígena por las ocupaciones manuales abandonadas a la mujer: el guaraní era "guerrero", como el español; ninguno de los dos propenso, por prejuicio o por sistema social, al trabajo manual. El aporte paterno solo se injerto - sin esfuerzo, es cierto, y desde el principio, al nivel funcional de las artesanías, sin que jamás despuntase el nivel creativo. Compenetrada con la tierra, en armonía con el hábitat, inclinada a la acción en sus formas más elementales, esa mayoría mestiza no conoció las urgencias de una problemática social o simplemente espiritual, y solo acepto, en líneas generales, el trabajo en cuanto este seguía el esquema distributivo aborigen o se vinculaba con las formas de acción privativas del hombre (así fue como el indio ayudo al conquistador en los astilleros de donde salieron, apenas surgida Asunción, las primeras naves del Rio de la Plata),
 
Las energías del mestizo, no transformadas culturalmente, no polarizadas por una problemática analítica, constructiva, tienden a manifestarse en las mismas formas que caracterizaron su estado aborigen: la expansión, la lucha. Este es el origen de los desaguisados de los mancebos de la tierra.  Esa exuberancia en cierta época se canaliza, se "sublima" en términos psicoanalíticos, en la fundación de ciudades, tarea en la cual coincide y se identifica nuevamente con el español en impulso expansionista. Este período no agota sin embargo las energías expansivas, que siguen más dinámicamente exigentes que nunca. La lucha y la agresión van perdiendo paulatinamente el contenido y la finalidad que tuvieron durante las primeras etapas de la conquista, y, desde luego las justificaron durante la etapa guaraní; al introducir nuevas formas jurídicas y administrativas, la organización colonial tierra el paso a estas modalidades. En cuanto a la minoría portadora de la cultura nueva, insumió sus energías primero en salvar los restos de la quimera del oro; lucho luego y enseguida para no dejarse anegar étnica y económicamente, compensando con la intransigencia su escasa densidad, sin hallar tiempo para asignar a sus experiencias un sentido y una perspectiva.
 
Esa virulencia entonces adopta la forma habitual de los núcleos humanos no integrados en los planos esenciales de la cultura: la lucha intestina. El choque de las insumisas latencias indígenas con el desarraigo orgullosamente sufrido y padecido del colono, representante de un dinamismo providencialista, se resuelve en las interminables convulsiones que configuran la historia del área.
 
El idioma refleja nítidamente esa bipolaridad espiritual dentro del proceso colonial.
 
Lo hispánico se articula irreductible en el orgullo conquistador; se ampara en las formas capitales de relación-religión, modos de vivir minoritarios, complejos jurídico-legales, comunicación con el exterior. En el guaraní se pavonea la insumisión psicológica del mestizo, que hace  del idioma hilo de su peculiar laberinto y también signo y cifra de una autentica masonería emocional y afectiva. La situación mayoritaria del guaraní en esas largas épocas es un hecho concreto. Cuando se les reprocha a los misioneros no enseñar el español a los indígenas, para mejor aislarles, responden los jesuitas que si el propósito fuera ese; "habrían hecho mejor prohibiendo a los indios misioneros hablar el guaraní", señalando con esto la preponderancia del vernáculo en la sociedad colonial de su tiempo.
 
Sin embargo; no se producen, ni el enquistamiento, ni la absorción del lenguaje minoritario. A medida que el inevitable proceso de aculturación avanza, y con él el arraigo, lento pero inevitable, de los módulos hispánicos, el mestizo precisa del español para mantener contacto con aquellos niveles que se van ofreciendo a su voluntad de poder. El español seguirá a su vez necesitando del guaraní para penetrar: en las reconditeces anímicas, en el laberinto proposital de esa mayoría renuente. Se produce, en suma, una fraternización al nivel del guaraní primero; más tarde, el mestizo ira virando en busca del español. Quizá pudiéramos decir que la situación del conquistador, de los primeros tiempos instrumentando al lenguaraz se prolonga; la comunicación sigue siendo un problema de intérpretes que el español resuelve aprendiendo el idioma. Esta situación sin embargo tiene sus crisis periódicas, con ventaja para una u otra lengua según las circunstancias. Esas crisis puntúan todas las ocasiones en que la masa -representante de esa mayoría mestiza- sube a primer plano histórico. Cuando en 1727, durante la insurrección comunera, las tropas misioneras avanzan sobre la capital amenazando- con la violencia y el saqueo, los misioneros arengan a los indígenas en guaraní; pero en el manifiesto de los hidalgos asuncenos que se disponen a morir con sus familias con entereza romana, resuena entero el duro verbo castellano. Cuando todo el país lucha en el 70, y lo mismo en la guerra del Chaco, el idioma de las trincheras es el vernáculo: las palabras que el jefe paraguayo dirige a los soldados difieren escasamente de las que en tiempo de la conquista podía dirigir a sus hombres en plan de ataque un cacique indígena. Pero la difusión de los idearios sociales y políticos, la defensa y publicidad de los problemas nacionales se hace exclusivamente en castellano.
 
Los manifiestos partidistas se escriben en español; las arengas de emergencia recurren al guaraní. Las épocas de expansión cultural señalan un progreso del castellano; las agitadas, un regreso del guaraní. La emocionalidad busca la vía vernácula; el intelecto, la vía hispánica. Esto lo han señalado repetidamente cuantos hacen la apología del guaraní, sin darse cuenta quizá que con ello señalan al ámbito de cada idioma sus limitaciones y, a la vez, y sobre todo, sus perspectivas.
 
En el área cubierta por las misiones jesuíticas se prohibió terminantemente desde el primer momento la entrada al español, "para conservar la pureza de la religión y las costumbres". El español era, para el converso, el prototipo de la falta de moral y escrúpulos religiosos. Quizás esta prevención contribuyo a conservar y fijar en la mente indígena, el concepto peyorativo del forastero (4- NATALICIO GONZALEZ. OPUS Cit.), cristalizado en "gringo" más tarde. Este aislamiento tuvo como consecuencia la conservación estricta, durante siglo y medio, de la pureza étnica y del idioma (5- Por expresa disposición de los Reglamentos de Doctrinas, los españoles no tenían entrada en las Doctrinas salvo en casos muy excepcionales: ningún viajero podía quedar en el recinto de los pueblos más de tres días.). Los aborígenes aprendieron a leer en castellano como en latín, sin por eso entender más de aquel que de este. El jesuita no se dirigió al indio, reducido sino en guaraní. Como afirma un historiador de las Misiones (6- P. J. FRANCISCO JAVIER DE CHARLEVOIX. Historia del Paraguay, Madrid, 1916.): "si era al misionero difícil la cosa divina en idioma impropio, tampoco resultaba fácil al indígena entenderla explicada en español". Catequesis, sermones, alocuciones, enseñanzas, todo fue en guaraní. (Hubo ciertas excepciones en determinadas formas de teatro). En guaraní se escribieron libros de sermones y ejemplos para ellos; catecismos; y cuando se fundó una imprenta, esta editó solo libros en guaraní, y alguno en latín. Los libros que los indios escribieron -libros de crónicas; cada misión tenía su cronista- y de sermones, lo fueron en guaraní. Los misioneros, que para dirigirse por vez primera a los indios emplearon intérpretes, continuaron con esa misma situación concesiva; sólo que ahora los intérpretes eran los mismos jesuitas, duchos en el idioma aborigen. A ellos se debe inicialmente la fijación del guaraní como lengua escrita. Las órdenes reales en que se les exhortaba a enseñar a los indígenas el español no se cumplieron. No sería posible analizar aquí las incidencias de esta cuestión tan debatida. Sólo quiero recordar lo ya expresado acerca de cual fuese en aquella época la realidad idiomática local sintetizada en la respuesta jesuítica que se citó más arriba.
 
El establecimiento de las relaciones directas entre ambas culturas en Misiones se hizo pues prevalentemente al nivel de la religión, Esta llevaba, distintamente que en la colonia, y dada la circunstancia diferente, la sujeción estricta del individuo a determinadas formas de conducta, a esquemas morales intransigentemente propios de la nueva cultura: la monogamia, por ejemplo. Aquí la acción fue visiblemente compulsiva, y resultó en una modificación palpable de ciertos enfoques vitales: el indio llegó a considerar pecado ciertas actitudes sociales, ciertos módulos de vida lógicos y legítimos para él en su estado natural. La necesidad de hacer llegar lo más pronto posible a la conciencia del indígena esas nociones, a través de su propio lenguaje, trajo como consecuencia el imperativo de introducir en el guaraní formas verbales flamantes, capaces de abarcar la idea de un Dios Hijo, de la Trinidad, de la Madre de Dios, de la Redención. Para esto allanó el camino la índole neoformante del guaraní; y tales neologismos funcionales adquirieron carta de naturaleza en el idioma, gracias a ese carácter reiterativamente compulsivo de la enseñanza reduccional. Pero esto aparejaba a su vez inevitables concesiones a esa mentalidad para la cual las ideas  abstractas eran de difícil captación; muchas de esas nociones  o conceptos, guaranizados literalmente, se convirtieron en riesgosos ejercicios semánticos. Tomemos por ejemplo la leyenda de Sumé, el profeta blanco guaraní: los jesuitas lo  identificaron con Santo Tomás, presunto evangelizador América. Los conceptos se correspondían aparentemente, pero llegaban a la mentalidad indígena por los cauces de una simple sustitución; los cambios mentales requeridos eran escasos.
 
Por otra parte, la política reduccional buscó apoyo, en gran parte, en la aceptación y continuación de formas de vida tribal -la división a sistema de cacicazgos y parcialidades, el trabajo en común, la distribución comunal de bienes. Para ello amparaban al jesuita; en parte las leyes de Indias, en parte su prodigioso sentido psicológico. Fue sin duda una excelente maniobra de gobierno; pero contribuyó también a mantener la ya referida inamovilidad de formas mentales en el indígena. Utilizando como estímulo el fervor religioso, los jesuitas obtuvieron fácilmente del indígena la aceptación del trabajo metódico, de taller, con carácter ofrendario, es decir, ligado al culto como razón y termino; el indio manejó herramientas y materias nuevas, se adiestró en las artesanías, inclusive nobles, como la talla. Con estas técnicas, tuvo acceso a un cierto contingente de nociones y conceptos de orden práctico, que eventualmente podrían servir de puente para la conversión a una cultura más elevada.
 
Pero en el indígena misionero esa adquisición de técnicas no llegó a sustanciarse, al menos en lo que a las artesanías superiores se refieren, en impulso interior. No pudo ser, dado lo anteriormente expresado, una identificación de módulos culturales, sino una habilidad manual que no llegó a definirse en voluntad de forma y configurar un lenguaje propio. Basado en el trabajo, de copia de modelos diversas, lo cual hacia de cada caso un replanteo individual, esa labor no cambió básicamente la mentalidad del obrero misionero, no trajo consigo sino limitadamente la intuición de nuevas formas vitales, no alcanzó el nivel de la iniciativa, en fin.
 
El indígena siguió siendo un primitivo con todas sus características emocionales e imaginativas.
 
La situación del indio en la encomienda y en la reducción fueron pues esencialmente diferentes: distinto el planteo de la conservación del idioma, de la aculturación de módulos hispánicos: la religión inclusive se configura en su transmisión sobre cauces psicológicos distintos. La coexistencia o existencia paralela de ambas culturas de índice hispánico y sin embargo diametralmente opuestas en medios y objetivos en sendas áreas prolongó en cierto modo la situación originaria de antagonismo indígena-español. En diversas ocasiones los indígenas de Misiones participarán -con no poca humillación y pena de los colonos- en las acciones que se emprenden para someter el orgullo comunero: irónico desquite histórico este, el de los sojuzgados indígenas convertidos en ejecutores de castigo oficial en los altivos españoles. Sin embargo, al propio tiempo es la religión el único plano en el cual hallan denominador común y cimiento para un entendimiento en vista a la nueva cultura el mestizo del área colonial y el indígena puro de las Doctrinas.
 
La religión fue pues la cimbra de la existencia misional; en ella se apoyó el esquema de sus actividades materiales y espirituales. Ella justifica inclusive la acción guerrera, nada escasa durante la historia de las Misiones (7- La historia de Misiones cuenta más de ciento cincuenta acciones en que tomaron parte, en distintas épocas, los indios de Misiones, en defensa de Montevideo y Asunción, y también frente a portugueses, indios hostiles  etc. De ellas, cuatro fueron contra Asunción.) y en la que el indígena, pese al recién adquirido sedentarismo pacifista, siguió hallando un cauce nato a los constituyentes agresivos de su psique. Al combatir al español, los indígenas misioneros lo hacían en nombre de la religión, defendiendo el orden o los principios morales justificados en aquella. Por otro lado, fue la religión el único elemento capaz de superar coma aglutinante espiritual las antinomias inclusas en la dualidad español-guaraní. Las concesiones que hicieron los jesuitas a las instituciones indígenas tuvieron aquí su contrapartida ventajosa. Esas concesiones tatuaron por otra parte sus signos externos en forma indeleble en la sensibilidad indígena. Si éste, como se ha dicho, se redujo "por razones del corazón", esas razones mismas apoyaron la perduración de las formas religiosas adquiridas, y estas constituyeron la impronta más fuerte que haya podido dejar la cultura hispánica en sustancia autóctona; pero esa impronta aparece hasta ahora mismo sombreada sobre el diseño elemental, un poco expresionista, de la cosmovisión indígena.
 
A la salida de los jesuitas (1767) un torrente de sangre aborigen se precipita sobre la población colonial. Son ciento treinta mil indígenas puros, quizá más (8- Se ha insinuado repetidamente que la población misionera era mayor que la representada en los censos.), volcados sobre una masa mestiza y española que apenas alcanzaba la mitad de esa cifra. Aquí nos detenemos un momento ante uno de los puntos oscuros de esta historia, al cual se han dado soluciones desgraciadamente no confirmadas por datos lo necesariamente concretos. El censo levantado a la colonia en 1782 recuenta solo unas setenta mil almas, de las cuales unas cincuenta mil "españoles americanos" -descendientes de españoles puros y mestizos- y solo doscientos doce españoles puros. En esa misma fecha la población de los trece pueblos misioneros dependientes de la gobernación paraguaya alcanzaba solo a dieciséis mil quinientos, o sea menos de la tercera parte de la población primitiva, y unos quinientos españoles. Ahora bien, los indígenas puros se cuentan en la colonia en esa fecha solo por unos centenares, lo cual no abona ciertamente la hipótesis de una traslación en masa de la población misionera al área de encomiendas. ¿Adonde fueron esos indios de Misiones? Se ha dicho que regresaron a la selva: esto no encuentra confirmación en ningún hecho concreto. Es imposible que el retorno de un contingente tan crecido a la vida selvática no se hubiese traducido en la continuidad de un proceso rastreable. Se ha afirmado que se volcaron sobre la población de Corrientes y Buenos Aires; esto es verosímil, aunque siempre limitado a un determinada contingente de ellos. Se sabe de indios que ingresados, en el ejército de Buenos Aires llegaron a alféreces por su valentía y buena conducta; se sabe de artesanos y músicos misioneros que trabajaron en esa misma capital. De todas maneras, aun esos dieciséis mil quinientos indígenas puros de Misiones debieron gravitar sensiblemente en el ya casi consumado proceso de miscegenación, traduciéndose en un atraso del mismo. La inmigración europea de fines de ese mismo siglo no alcanzó a compensar ese retraso, aunque culturalmente su influencia se hiciese sentir en forma extraordinaria.
 
La desaparición de la competencia jesuítica aparejo un repunte económico que tuvo su paralelo en las comunicaciones culturales; apareció entonces la primera elite de contornos intelectuales definidos. La generación que promovió, y llevó a cabo la independencia -en su mayoría una generación posjesuítica- fue un grupo básicamente compuesto de españoles y criollos de impregnación enciclopedista imbricada en la tradición comunera; su actuación prometía una intensificación del ritmo españolizante, y sus primeras medidas de gobierno son significativas al respecto. Pero las posibilidades así planteadas no tardaron en esfumarse: los héroes de la independencia, que las encarnaban, desaparecieron, maquiavélicamente desplazados por el Dr. Francia. En este extraordinario personaje resucita paradójicamente el espíritu aislacionista misionero. Bajo su régimen, el Paraguay se transformo en una enorme Reducción en lo que a comunicaciones con el exterior se refiere.
 
Durante los años 1.815 a 1840, el mestizaje se mantendrá pues dentro de límites conjugacionales restringidos, los impuestos por ese enclaustramiento. Se ha dicho que ese proceso estaba terminado a fines del XVIII; si se tiene en cuenta los datos antes apuntados -población pura de Misiones en 1782, su proporción con la población colonial, y además el lógico contingente en aquella de personas mayores de treinta años- se hace muy dudoso que el mestizaje estuviese terminado para entonces; es mucho más razonable pensar que el proceso se prolongara hasta tiempos de Don Carlos, fecha en la cual la primitiva población indígena de Misiones hallaríase ya extinguida prácticamente.
 
El papel, que durante esos años francistas correspondió a la población misionera incorporada a la colonia como ingrediente caracterizado, no ha sido, aun objeto de estudio. Pero es presumible, en vista a lo apuntado, que esa incorporación tuviese su reflejo en la depuración de ciertas formas de vida familiar, en la desconfianza hacia el extranjero -que la actitud de Francia no hizo sino confirmar- en la adhesión a las manifestaciones externas del culto religioso y seguramente en el acrecimiento de algunas artesanías. En las Misiones, esas artesanías, desconectadas de la rectoría jesuítica y de su función ofrendaria, y sobre todo de su original fuente de demanda (el propio culto y la afirmación doctrinal) cayeron verticalmente; y la ausencia de autentico impulso creador en los artesanos indígenas contribuyo a su desintegración. Por otra parte, hay que notar que justamente a fines del siglo XVIII aumenta la demanda de mano de obra y suntuaria religiosa en el área de la colonia. Sin embargo, no existe documentación que permita discernir en qué medida el artesano misionero participo en esta vivificación. Mientras otra cosa no se demuestre, habremos de aceptar que esa población paulatinamente mestizada se incorporo en su mayor parte a la vida rural de la colonia; efectúa así un verdadero regreso en lo que a adquisición de técnicas superiores se refiere, y con esta a nociones o ideas nuevas, ya que las formas de actividad rural no representaban un cambio apreciable y no pudieron por tanto reflejarse en modificaciones también considerables en su mentalidad, obligando al nativo a forzar los límites de su vocabulario.
 
En 1842, sube al poder un dictador de nuevo cuño: don Carlos Antonio López, apellidado "obrero máximo nacional". Ese mismo año abolió el régimen de pueblos de indios, y ordeno la conversión de apellidos indígenas al idioma español; paso que en no poco contribuyo a desvanecer el colorido psicológico del mestizaje y señala una revaluación del español de la cual por lo demás hay numerosos testimonios durante este periodo. Don Carlos planteó la contemporaneidad cultural del país: en todos los niveles: contrató para ello profesores, arquitectos, profesionales y técnicos. Al amparo de esta nueva situación entraron al país un cierto número de emigrantes, casi todos miembros de las profesiones arriba citadas. Don Carlos planeó una alfabetización en masa, que pronto rindi6 sus frutos y se reflej6 en una considerable expansión del idioma en pocos años. La imprenta oficial editó periódicos y libros. La actuación de un profesor español, Ildefonso Bermejo, se hizo asimismo sentir en un mayor contacto con la literatura y las formas de pensar hispánicas, a través del teatro que, iniciado hacia 1855, adquirió rápido arraigo cultural. Por esa misma fecha se introducen también formas de vida europeizantes cuyos promotores fueron Francisco Solano López, luego presidente, y su compañera Madame Lynch; aunque también contribuyeron apreciablemente los núcleos inmigrantes antes citados, y entre los cuales abundó el elemento extranjero, francés, inglés e italiano. De esa época quedara, por ejemplo, rastro en la introducción de literatura francesa en su idioma original, que será rasgo peculiar de esos años y tiempo después (9- Durante los años inmediatos a la posguerra, las librerías anunciaban libros en francés y en ingles: alarde no reiterado en años posteriores.).
 
La llamada guerra grande (1865-1870) interrumpió este movimiento ascensional de la cultura y la expansión idiomática. El hombre del campo; el mestizo, acude a las trincheras, y con él se imponen nuevamente a la consideración colectiva los valores que aporta a la situación y que son fundamentalmente los inclusos en el estrato histórico inicial; la impulsividad, la agresividad, la sabiduría telúrica del indio; la irreductibilidad y el providencialismo del español; elementos que en esta guerra hallaron oportunidad de conciliación perfecta. Fue entonces cuando, confirmando lo apuntado más arriba, reaparece por primera vez el guaraní, coma vehículo explicito de fraternización y comunicación. Los periódicos de trinchera de esa época contienen secciones en guaraní, junta a las secciones en español que muestran a su vez el ámbito alcanzado por la expansión del idioma.
 
Esta guerra redujo la población paraguaya a una tercera parte, la mayoría mujeres y niños. Con la población masculina exterminada desapareció también enorme proporción de la sabiduría técnica y artesanal, un gran volumen de tradiciones y de folklore de que era, depositario y vehículo el varón, empobreciéndose así por un lado el caudal laboriosamente aculturado y con él las formas verbales hispánicas que le daban cuerpo, y por otro lado muchas tradiciones propiamente indígenas. El renovado predominio femenino de la población tuvo sin duda su reflejo en la cultura que surgió de esas ruinas. Por mucho tiempo las nuevas generaciones rurales estuvieron entregadas a la casi total tutela y guía maternas, reproduciendo en cierta medida las ya olvidadas circunstancias de los primeros tiempos coloniales. El guaraní apoyó sin duda en ello una de sus etapas de predominio, aunque naturalmente también empobreciendo por su desvinculación creciente con las formas más primitivas de la existencia tribal. Mientras, en la capital y otros núcleos urbanos, minorías de formación en el exterior traían a la reconstrucción nacional una cultura de formas idiomáticas crecientemente depuradas, aunque impregnada ideológicamente de elementos europeos, no hispánicos. De esa fecha, y en forma aparentemente explosiva, data el antagonismo castellano-guaraní, expresado en forma virulenta por primera vez en los diarios inmediatamente posteriores a la guerra.
 
La inmigración, por primera vez copiosa, que se produjo en los treinta años siguientes, tuvo influencia decisiva en el mestizaje. Pero al propio tiempo, y debido a que esta inmigración solo en parte fue española, y a que con ella entraron también al país los primeros esbozos de industrialización, ese aflujo inmigrante contribuyó a diluir el primitivo sentido patriarcal hispánico. Esto trajo un acrecimiento del antagonismo hacia el extranjero, ese antagonismo que, originado posiblemente en las Misiones, fomentado por el aislamiento de Francia, hacia sido excitado a su vez por la agresión internacional reciente. La población nueva, coma es lógico, acreció el núcleo hispanoparlante, introdujo formas culturales inéditas, dio pábulo a la aparición de una clase media de nivel cultural diferenciado. Todo ello trajo a su vez el instintivo encapsulamiento del mestizo en su idioma, como refugio primero, como bastión luego en determinadas actitudes de resistencia a formas culturales que exigían un esfuerzo de adaptación excesivo. El idioma así se convirtió en instrumento y vehículo de un nacionalismo de tipo conservador, cuya influencia se hará sentir en la literatura durante los lustros siguientes, hasta hoy, frenando su desarrollo temático y formal. El estudio de la lucha de ambos factores idiomáticos en esta etapa cultural paraguaya apenas ha sido enfocado.
 
Actualmente, la integración étnico-cultural en el Paraguay, es algo que salta a la vista. Los rasgos aborígenes se diluyen y desaparece aunque muy paulatinamente el sello autóctono de costumbres y relaciones sociales. Cierto que la diferenciación de clases acentúa su proceso, que la clase media surgida a raíz de la copiosa inmigración del último tercio del XIX, y en cuyo seno el castellano predomina, tiene cada vez mayor gravitación; y que actualmente es ella el más propicio terreno de transformación de los elementos culturales; pero el acceso de los individuos de una clase social a otra superior, no presenta en general dificultades. Hay que observar no obstante que en la promoción ejerce papel importante el juego político, que en los últimos años han llevado a los núcleos urbanos importantes contingentes campesinos, aupándolos hacia esa clase media. Por otra parte, ese juego político, fácilmente alzado a la violencia, donde encuentran expresión nuevamente las bivalencias psíquicas del mestizo, ha sido también causa de una cuantiosa migración, acentuada a raíz de la guerra civil de Concepción (1947), a través de la cual la cultura paraguaya, liberada de las trabas locales narcisistas, ha podido alcanzar, en virtud de inéditas perspectivas, nivel continental en la obra de escritores y poetas. En esas obras, las experiencias nativas se elevan al plano del mensaje universal, y al revelar el comienzo de una conciencia colectiva unificada denuncian también el principio de fusión de ambas culturas.
 
Sin embargo -y esto lo pone de relieve también la obra de sus escritores- la lucha de los factores hispánicos e indígenas prosigue en el fondo del espíritu mestizo. Disimulada en el juego de las relaciones más epidérmicas, podrían a menudo creerse en su realizada unidad. Esa unidad, no obstante, dista de ser un hecho. En lo hondo de ese espíritu pugnan aun por conciliarse los ritmos estáticos del indígena, los dinámicos del conquistador. Estos tratan de empujarle a una acción constructiva continuada, imponerle esquemas de acción; aquellos impulsan periódicamente hacia la superficie los factores maternos de inercia y regresión; este juego dibuja en la historia un grafico espasmódico. Debemos tener en cuenta también que la tierra no del todo aun sujeta al hombre lo absorbe aun en su amplitud y horizontalidad, y la preponderancia de la masa rural impone a su vez factores de estatismo y lentitud asimilativa. La prolongación de la vigencia vernácula está vinculada esencialmente a la velocidad de transformación de esos módulos de vida rural.
 
Y hasta ahora solo encontramos objetivamente integrados en acción unánime ambos elementos psicológicos cuando esa acción se desarrolla en el plano de la lucha directa e inmediata. Es aquí donde coinciden automáticamente la herencia batalladora del guaraní y la del español en fase expansionista. Fuera de los momentos de peligro nacional, que brindan al paraguayo un objetivo univoco, seguimos encontrando en la raíz de los conflictos que han sacudido al país en los últimos cien años ese conflicto estático dinámico no resuelto en una nueva cosmovisión, que solicita angustiosamente su clarificación en la profundidad anímica mestiza. Continuamos comprobando la presencia de lo irracional, la constante recaída en el plano, de la violencia y del desorden, donde se efectúa el reencuentro con lo primitivo. En cierto modo, el substrato psicológico ancestral gobierna todavía el destino de esta área a través de sus soterradas incitaciones, y repele a menudo las sugestiones de orden, método y universalidad con la misma biológica violencia con que los organismos producen anticuerpos en presencia de tejidos extraños. La actitud adoptada por algunos frente a la situación reciproca castellano-guaraní es paradigmática: se presentan ambos idiomas como adversarios irreductibles, perpetuando así el antagonismo étnico-cultural original.
 
Pero por encima de las innegables resistencias de las formas mentales aborígenes, por encima del mismo acervo de formas hispánicas de vida que perpetuán su imperio a través de los cauces idiomáticos, se hacen presentes día a día otras formas actualísimas de vida que no son presunta imposición de una disciplina conquistadora, sino signos de participación en un destino universal al que esta área no puede, ni más ni menos que otra de Latinoamérica o de otra parte del mundo, evadirse. Ahora bien, esas formas nuevas, no pueden abrirse paso sino a través del verbo hispánico, por tanto instrumentadas selectivamente por él, en él sustanciadas semánticamente. El español se desenvuelve en superficie y en profundidad, desarrolla y propaga sus valores semánticos en que reside la autentica fuerza modeladora del lenguaje, Cada avance en la técnica, en las comunicaciones, en la economía, proporciona así al castellano un nueva seudópodo, una nueva línea de penetración en el espíritu colectivo.
 
La autentica literatura paraguaya de los últimos años cabe repetirlo, algo más que un hecho literario: es un principio de fusión de almas a través de una clarificación de conciencia de aquello que las separa. Es cierto que esta narrativa busca su inspiración a menudo en el plano rural: o otra vez del predominio numérico de esa masa en la cultura; pero signo también de la ausencia de su aproximación a niveles superiores. Consecuentemente, esta literatura incluye coma elementos indispensables para su expresividad plena ingredientes idiomáticos vernáculos, en cierta proporción. El nivel al que esos elementos son incorporados denuncia a la vez la fuerza y la debilidad del factor vernáculo; literariamente, el guaraní puede ser un problema; no puede ser una solución. La misma literatura vernácula -poesía, exclusivamente- revela en sus módulos creativos y su área difusiva sus limitaciones.
 
Por la vía gemela del bilingüismo seguirá sin embargo transitando aun por mucho tiempo la dualidad cultural y espiritual del pueblo paraguayo. El guaraní amparado en la mayoría conservadora, apoyado en la lenta transformación de los estratos culturales inferiores y el predominio de la vida rural; el español, cimentado en esa misma transformación, y en la medida en que es vehículo de una cultura universal en inevitable penetración creciente. La transmutación de la mentalidad regionalista hacia una contemporaneidad de cuño latinoamericano más comunicativo se refleja en la frecuencia y amplitud crecientes de la onda idiomática.
 
Si como alguien ha dicho América es un ensayo, sangre y verbo en constante elaboración, pocas veces podría esto aplicarse más exactamente que en el caso paraguayo. En pocos sitios donde cayó la sangre española puede como en éste, ser, cada día simiente de algo nuevo.
 

 

 

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