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JOSEFINA PLÁ (+)

  LAS GORDURAS DE VILLAFLACOS , LAS PESADILLAS DE CIUDADSUEÑOS, LOS OLVIDOS DE VILLAOLVIDOS y LOS PERROS DE CASTELCANES - Cuentos de JOSEFINA PLÁ


LAS GORDURAS DE VILLAFLACOS , LAS PESADILLAS DE CIUDADSUEÑOS, LOS OLVIDOS DE VILLAOLVIDOS  y LOS PERROS DE CASTELCANES - Cuentos de JOSEFINA PLÁ

LAS GORDURAS DE VILLAFLACOS , LAS PESADILLAS DE CIUDADSUEÑOS,

LOS OLVIDOS DE VILLAOLVIDOS  y LOS PERROS DE CASTELCANES

Cuentos de JOSEFINA PLÁ

 

 

JOSEFINA PLÁ

 (Islas Canarias, 1903 - Asunción, 1999)

Poeta, dramaturga, narradora, ensayista, ceramista, crítica de arte y periodista. Aunque española de nacimiento, su nombre y su obra están totalmente identi­ficados con la cultura paraguaya del siglo XX. Radicada en Asunción desde 1927, distinguida (por el Congreso Nacional) con la ciudadanía paraguaya en 1998, Josefina Plá dedicó toda su vida al quehacer artístico del Paraguay y contribuyó enormemente a su desarrollo cultural. Incursionó con éxito en todos los géneros y colaboró de manera regular en innumerables publicaciones loca­les y extranjeras. Como merecido homenaje a su labor de tantos años, en 1981 la Universidad Nacional de su país de adopción le concedió el título de "Doctora Honoris Causa, galardón que se une a muchas otras merecidas distinciones de que ha sido objeto en las últimas décadas, entre ellas: "Dama de la Orden de Isabel la Católica-(España, 1977), "Mujer del año" (Paraguay, 1977), "Meda­lla del Ministerio de Cultura de San Pablo" (Brasil, 1979), "Trofeo Ollanta" y del CELCIT, por investigación teatral (Venezuela, 1983), y "Miembro Corres­pondiente de la Real Academia Española de la historia" (España, 1987). Con más de setenta años de intensa y fecunda labor creativa y crítica y más de cincuenta libros publicados, nos limitaremos a mencionar aquí sólo algunos de los títulos más representativos de su extensa bibliografía.

En poesía se destacan EL PRECIO DE LOS SUEÑOS (1934), SU PRIMER LIBRO, LA RAÍZ Y LA AURORA (1960), ROSTROS EN EL AGUA (1963), INVENCIÓN DE LA MUERTE (1965), EL POLVO ENAMORADO (1968), LUZ NEGRA (1975) y cinco poemarios posteriores: TIEMPO Y TINIEBLA (1982), CAMBIAR SUEÑOS POR SOMBRAS (1984), LOS TREINTA MIL AUSENTES (1985), LA NAVE DEL OLVIDO(1985) y LA LLAMA Y LA ARENA (1987).

Su producción narrativa incluye algunas colecciones de cuentos, entre ellas: LA MANO EN LA TIERRA (1963), EL ESPEJO Y EL CANASTO (1981), LA PIERNA DE SEVERINA (1983), MARAVILLAS DE UNAS VILLAS (1988), cuentos infantiles, y LA MURALLA ROBADA (1989).

En teatro, es co­autora -con Roque Centurión Miranda- de varias obras (como: EPISODIOS CHAQUEÑOS, 1933; DESHEREDADO, 1942; y AQUÍ NO HA PASADO NADA, premiada por el Ateneo Paraguayo en 1942) y autora de muchas más, entre ellas: VÍCTIMA PROPICIATORIA (su primer éxito teatral, estrenada en 1927), LA COCINA DE LAS SOM­BRAS, HERMANO FRANCISCO: EL REVOLUCIONARIO DEL AMOR, UNA NOVIA PARA JOSÉ VAÍ (1955), HISTORIA DE UN NÚMERO (1969), AH CHE MEMBY CUERA y FIESTA EN EL RÍO, premiada en el concurso teatral de Radio Cáritas (1977).

De su prolífica produc­ción ensayística y crítica sobresalen: VOCES FEMENINAS EN LA POESÍA PARAGUAYA (1982), LA CULTURA PARAGUAYA Y EL LIBRO (1983), EN LA PIEL DE LA MUJER (1987) y ESPAÑOLES EN LA CULTURA DEL PARAGUAY (1985). De reciente aparición es la edición póstuma de LA GRAN INFORTUNADA (ALICIA ELISA LYNCH) (2007) obra que había dejado inédita.

 

 

LAS GORDURAS DE VILLAFLACOS

 

Villaflacos  era un pueblo de gente muy flaca. Esto les sucedía por­que, al contrario de lo que pasaba con los vecinos de un pueblo bastante próximo llamado Castelgordos, los villaflaquinos tenían poca tierra y mala, y cosechaban poco; sus vacas daban poca leche, y en resumen, los villaflaquinos conservaban siempre el talle esbelto y el estómago vacío.

Durante mucho tiempo, los villaflaquinos habían vivido conformes con su suerte, es decir, no habían caído en que podían comer más o estar más gordos. Pero poco a poco y sin que supiesen cómo, empezaron a opinar que no les vendría mal echarse encima unos kilos; y empezaron a mortificarse pensando cómo lo lograrían. Comiendo no era tan fácil, porque como se ha dicho, no era la comida lo que sobraba en Villaflacos. Ensa­yaron aumentar de dimensiones bebiendo agua; pero el efecto era muy pasajero.

Al cabo, a un villaflaquino, que había leído Don Quijote, le vino una idea. Reunió a los compueblanos más entusiasmados en engordar y les preguntó:

-¿Qué es lo que a ustedes les interesa realmente? ¿Pensar más o estar más gordos?

-¿No es la misma cosa? -preguntó un señor muy alto, muy alto, y muy flaquito.

-A veces sí; y a veces, no -contestó el otro.

-Yo creo-dijo una señorita esbeltísima-que lo interesante es redon­dearse; no pesar más kilos. Claro que si no se puede lo uno sin lo otro...

 -Y he descubierto el modo de redondearse sin comer ni pesar más.

 ¡Venga, venga! -gritaron todos, entusiasmados.

-Muy bien. Sencillamente, mañana voy a la ciudad. Si cada uno de ustedes me da plata, traigo lo necesario para que todos engorden de una vez, y sin más gastos.

Todos estuvieron de acuerdo y le dieron el dinero que pidió. Fue a la ciudad; hizo su compra; volvió al pueblo, y entregó a cada uno de los que le habían dado dinero, una linda bomba de inflar gomas de bicicleta.

-Con esto, aplicado al ombligo, engordarán a voluntad. Lo que quie­ran engordar: poco, mucho, suficiente. Podrán también engordar lo que deseen según los días: un día, más; otro día, menos. A gusto de cada uno. Una delicia: verán.

Todo el mundo, entusiasmado, se fue a su casa a engordar sin peso lo antes posible. Se pusieron a inflarse delante del espejo, y se morían de gusto viéndose engordar despacito pero seguro: ponérseles torneadas las piernas y los brazos, relleno el cuerpo, redonditos los mofletes. Cuando más se agrandaban, más le daban a la bomba. Pero lo malo vino ensegui­da, cuando, al moverse, se dieron cuenta de que se despegaban del suelo y flotaban. Sintieron que las corrientes de aire les hacían perder pie, los levantaban y quieras que no, los hacían salir por las ventanas, los balcones o las claraboyas.

Y al poco rato, el ciclo de Villaflacos estaba lleno de gente que flotaba como globos de kermesse; pero no tan apacibles, porque éstos pataleaban, braceaban, gritaban, lloraban, gesticulaban y rezaban  pidien­do a Dios que los dejase bajar y volver sin muchos huesos rotos a sus casas. Los pocos que no se habían inflado los miraban desamparados desde las ventanas, aceras y azoteas, sin saber qué hacer, porque no se les ocurría nada. Algunos padres desesperados se fueron a encargar misas para que los hijos sanos y salvos volviesen a casa, o para que el viento no soplase demasiado fuerte aquella noche y se los llevase lejos, o no hiciera demasiado frío y se trajesen de allá arriba una pulmonía.

Porque, lógicamente, al engordar, los sacos, pulóveres, etc., se les habían quedado chicos, y se los habían quitado; y los más estaban muy ligeros de ropa-

Cayó la noche de invierno sin luna, y Villaflacos era un mar de lloros arriba y abajo, en el cielo y en la tierra. En las casas habían prendido velas a todos los santos, y en la iglesia los tres curas del pueblo decían  una misa tras otra. Mientras había sido de día, los parientes de tierra y los del aire se habían podido ver, y hablar a gritos; pero en la oscuridad, nadie veía a nadie, y nadie podía saber si el pariente seguía allí pataleando sobre el campanario o si con el airecillo nocturno habría derivado a otras latitudes.

Pero sucedió que con ese aire nocturno húmedo y frío, y como pasa con los globos, los villaflaquinos inflados fueron perdiendo aire, aterri­zando aquí y allá. El primero que vino a caer, ya a medianoche, en la plaza, dio a una familia un susto de muerte, al aparecer en la puerta; porque con el miedo y el ejercicio bárbaro de pataleo en el aire había perdido lo poco que le quedaba de carne y parecía un esqueleto. Casi todos aterrizaron en el pueblo o cerca; pero algunos lo hicieron lejos. Dos o tres cayeron en el río, que en esa época del año no era precisamente una sauna; y llegaron a sus casas chorreando y para meterse en la cama con un resfrío tremendo. Otro cayó en un corral de ganado, y una vaca sobresal­tada lo persiguió, pero no llegó a cornearlo, porque no encontró dónde hacerlo.

Al llegar al mediodía siguiente, todos habían vuelto a sus domicilios, menos uno que cayó en el tejado de la Municipalidad y lo tuvieron que bajar los bomberos; tres que cayeron sobre árboles, quedaron engancha­dos en las ramas, y costó una enormidad descolgarlos; y otro que se había inflado por demás, y fue más allá, y cayó sobre el techo de un tren que pasaba a una legua del pueblo. Cuando el tren paró en la próxima estación el pobre estaba a cincuenta millas de Villaflacos. Al bajar, lo detuvieron y metieron en la comisaría por viajar sin boleto; y al salir, como no tenía plata para el pasaje, tuvo que volver al pueblo a pie, y llegó quince días después.

Por supuesto, los villaflaquinos que aterrizaron primero habían ido enseguida en busca del inventor del método, con una de aquellas bombas en la mano, y resueltos a inflarlo de manera que se quedara para siempre

por alláamiba, convertido en satélite artificial. Pero el mozo no era sonso, y hacía rato que había salido de Villaflacos en bicicleta y a cuanto le daban los pedales.

Después de tan tremenda experiencia, los de Villaflacos hicieron ya más ensayos de engorde mecánico. Trabajaron más en el campo para ver si podían obtener más alimentos y comer mejor. Pero de trabajar mucho enflaquecieron tanto antes de la cosecha, que ésta apenas bastó para repa­rar los kilos perdidos. Y Villaflacos siguió siendo Villaflacos, hasta hoy.

 

 

 LAS PESADILLAS DE CIUDADSUEÑOS

 

Ciudadsueños se llamaba así porque en ese pueblo la gente estaba siempre con sueño y no solamente con sueño, sino que se dormía. Todo el mundo en Ciudadsueños dormía a cualquier hora del día en cualquier sitio y ya lloviese o hiciese sol. El sueño les tomaba en cualquier instante y en cualquier lugar en mitad de lo que estuviesen haciendo. Debido a esto ocurrían muchas cosas raras, pues los ciudadsoñadores no eran gente que se quedase en su casa esperando el ataque de sueño: salían, iban aquí y allá; y allá y aquí, sin aviso alguno, les tomaba el sueño y si estaban de pie se caían  al suelo.

Las autoridades de Ciudadsueños ordenaron que a lo largo de las calles en cada cuadra, se pusiesen catres, a fin de que los acometidos de repente de sueño pudieran acostarse en ellos cuando les viniese el ataque. Y era de ver cómo en mitad del día esos catres estaban llenos de gente durmiendo con cl mejor de los sueños.

Porque una característica especial de esta endemia del sueño era que la gente  no tenía sino sueños agradables. Soñaban que tenían los impues­tos pagados, que no debían nada al almacenero, que les había caído la lotería, que tenían el armario lleno de ropa nueva. El sueño más común era el sueño del trabajo. Los  ciudadsoñadores soñaban que trabajaban y se

sentían muy felices, porque el trabajo en sueños no da ningún trabajo; pero al despertar tenían que ir a comprobar si el trabajo estaba hecho o no, se dormían otra vez; por lo cual nunca acaban de saber si el trabajo estaba terminado; y si no estaba terminado, jamás se terminaba.

En Ciudadsueños no había discusiones y si las había eran muy cortas porque apenas comenzaban a discutir, uno de los dos se dormía, o se dormían los dos a la vez, y durmiendo soñaban habían resuelto la cuestión.

A los ciudadsoñadores les gustaba mucho bañarse y se bañaban en el río que quedaba cerca; pero como les tomaba el sueño a mitad del baño, se quedaban flotando, y el agua se los llevaba arroyo abajo. Para impedir­lo, tejieron una red atravesada en el arroyo y así la red los detenía. Pero un día se desató la red y los bañistas, dormidos, flotando como boyas, se fueron arroyo abajo hasta llegar a un pueblo llamado Gasteltodo.

Los habitantes se dieron cuenta, se echaron al agua, y los pescaron a todos antes de que despertasen. Cuando los tuvieron a todos en tierra, trataron de despertarlos, pero no pudieron. Entonces los apilaron, como bacalaos, en un gran carretón, y los enviaron a Ciudadsueños. Cuando llegaron empezaban ya a despertar. Desde ese día renunciaron a bañarse en el arroyo y todos se bañaban en casa.

Las oficinas de Ciudadsueños eran lugares deliciosos. No se sabe por qué, pero allí era donde más y mejor se dormía. Los dueños de las oficinas tenían cuidado de poner en ellas muebles lo más cómodos posi­bles para que sus empleados no sufriesen desperfectos al caerse de pronto en un sofá o en un sillón. Y como los jefes dormían también a cualquier hora y en cualquier sillón, nadie podía culpar a nadie si el trabajo se atrasaba. Ni los clientes, porque también ellos se dormían a mitad de cualquier reclamación.

En Ciudadsueños se hacía difícil cocinar, porque los cocineros sufrían, como todo el mundo, de sueños; y la comida se quemaba, o se quedaba el puchero sin verduras, o el tallarín sin salsa, porque ;al cocinero el sueño no le daba tiempo a  prepararlas. Al fin, idearon establecer turnos.

Cosa rara, pero a la horade comer todo el mundo estaba despierto; lo cual era una suerte, pues de otro modo la gente habría adelgazado mucho. Y era todo lo contrario: en Ciudadsueños todo el mundo era gordo, porque comían bien y no trabajaban mucho.

Aun ocurrían otras cosas simpáticas, en Ciudadsueños. Al ir a una tienda a comprar algo, el cliente se dormía casi siempre a la horade pagar; pero cuando despertaba, era el dueño de la tienda el que estaba durmien­do, y no podía cobrar. El cliente se llevaba a su casa el género, se dormía otra vez, y soñaba que ya había pagado. El dueño de la tienda soñaba que había cobrado, y en paz.

Con lo cual, al cabo de un tiempo en Ciudadsueños no había más tiendas ni más almacenes y cada cual debía amañarse para buscar vitua­llas por los pueblos de los alrededores. Pero como los ciudadsoñadores padecían de tan rara disposición se dormían a la hora del pago y muchos volvían a su casa con la cabeza llena de chichones porque les pegaban por tramposos, aunque ellos estaban segurísimos de haber pagado.

Los cobradores de impuestos de Ciudadsueños, visto también que toda la gente pagaba en sueños pero el dinero no entraba en las arcas fiscales ni en sueños, terminaron por desaparecer. Por supuesto, tampoco hubo servicios públicos. Para alumbrarse, cada cual ponía su farol dentro de casa y para tener agua llevaba su manguera hasta el arroyo próximo, y ponía en la otra punta, dentro de su casa, una canilla. Las mangueras se multiplicaron tanto que se hizo imposible transitar por las calles que pa­recían fuentones de macarrones. Entonces se ordenó se colocasen sobre las azoteas, con lo cual  las canillas se quedaron sin agua, Los ciudadsoña­dores terminaron por ir a buscar el agua al arroyo en baldes, como lo hacían sus abuelos.

Al cabo, como no eran sonsos del todo, comprendieron que aquel sueño excesivo los estaba perjudicando, y trataron de ponerle remedio. Idearon  ponerse palitos de fósforos apuntalando los párpados para mantenerlos abiertos; pero se dormían lo mismo. Otros tomaron un extracto super extra de café, pero lo más que consiguieron con él fue dormir con un ojo abierto.

Un día fue cayendo por allí un científico, que se interesó en el pro­blema. Descubrió que el arroyo en el cual se surtían de agua pasaba por en medio de unos inmensos campos de adormideras; y allí era donde el agua tomaba su virtud narcótica.

El remedio, dijo, consistía en arrasar  las plantaciones de adormideras.­

Los ciudadsoñadores recibieron la noticia con entusiasmo. Los po­cos que estaban despiertos fueron a ver las plantaciones y arrancaron todas las plantas; pero solamente las que estaban del lado de acá del arroyo; con lo cual remediaron algo, pero no mucho. Ahora no se dormían cada hora, sino cada dos horas. Sin embargo, el sabio dijo que vendiendo el agua de Ciudadsueños para anestésico podían ganar mucha plata. Los ciudadsoñadores, al saber que podían ganar plata de veras  mientras dor­mían, optaron por dejar de una vez los otros campos como estaban, e irse a acostarse cómodamente en sus casas.

 

 

LOS OLVIDOS DE VILLAOLVIDOS

 

Erase que se era un señora quien le gustaba mucho viajar. Viajó por todo el mundo y vio muchas cosas raras. Y de vuelta del viaje solía contarlas. Pero lo que más le gustaba contar porque le parecía una de las cosas más raras vistas en sus viajes, era lo que le pasó al visitar un pueblo que a primera vista le pareció muy bonito, pero cuando entró en él para pasar allí la noche, lo encontró vacío. Todas las casas estaban muy bien arregladas, aunque los muebles eran muy desparejos; tenían lindos jardines al frente, vajillas en las cocinas, y libros en los estantes, pero todo: vajilla, muebles y libros, con un palmo de polvo. Llamó inútilmente en casi todas las casas, nadie apareció, a pesar de que en algunas de ellas estaban prendidos los focos en pleno día.

El viajero encontró aquello muy raro y no le gustó, y salió de prisa del pueblo. Cuando llegó al próximo, que no estaba tan próximo,

cierto, empezó a preguntar; pero le contestaron tan vagamente, que no pudo sacar nada en claro. Llegado a otro pueblo, preguntó de nuevo y le contestaron también con evasivas. Pero a fuerza de visitar pueblos de alrededor y preguntar en todos ellos, llegó a tener por fin una idea de lo sucedido.

Aquel pueblo había sido desde tiempo inmemorial un pueblo muy raro. Todos sus habitantes nacían con una memoria muy frágil, o mejor decir, no tenían ninguna. Se olvidaban de todo, hasta de los propios nom­bres y habían tenido que recurrir a colgarse de los cuellos una tarjeta con su nombre y domicilio. Pero resultó que se olvidaban de ponerse los tarjetones, y los iban dejando aquí y allá, hasta que los perdían del todo y se quedaban con el problema. Idearon luego que cada vecino recordase el nombre del que vivía al lado; pero pronto se vio que el remedio era peor que la enfermedad: el vecino despertaba creyendo que era el otro cuyo nombre le habían encargado recordar; y fueron interminables los líos y desavenencias y hasta los pleitos.

Sucedía inclusive que un vecino se llevase a su casa una olla o una frazada ajena creyendo eran suyas: el dueño ponía el grito en el cielo, pero al rato se olvidaba a propósito de qué estaba gritando, y al día siguiente entraba él mismo en una casa amiga y se llevaba un televisor o una radio que no le pertenecía, creyéndolas suyas de muy buena fe.

Se olvidaban también del manejo de las cosas y herramientas de su oficio o profesión, y así usaban de pronto tenedor y cuchillo para cortar una manga, un hacha para cortar tallarines, o un machete para rebanar queso. Un vecino se olvidó una vez de cómo se ponían los pantalones y llegó una hora más tarde a su trabajo porque estuvo todo ese tiempo tratando de ponérselos por la cabeza. Otra vez, un joven que era muy flaco se puso el saco como pantalón y anduvo así todo el día, hasta que alguno que se acordó a tiempo se lo advirtió.

En otra ocasión, una señora que fue al mercado en día nublado, metió tres docenas de huevos que compró, en el paraguas, creyendo que era el canasto; de vuelta del mercado empezó a llover, abrió ella su para­guas y pueden ustedes imaginarlo que pasó; fue la única vez que se vio granizo de huevos. Aunque la Municipalidad, la Escuela, Primeros Auxi­lios y el cementerio tenían grandes letreros al frente, los vecinos se solían olvidar de que sabían leer, y así los escueleros entraban con sus libros en Primeros Auxilios, y los padres en el Cementerio con los impuestos im­pagos. Se olvidaban de cosechar y, si sembraban, a veces se olvidaban de sembrar, gracias a que no todos lo olvidaban a la vez y por eso siempre se cosechaba algo y no se morían de hambre.

Lo único en fin que en Villaolvidos nunca se olvidaba era la hora de comer; pues, aunque se olvidasen los relojes, el estómago estaba en su sitio para señalar la hora exacta.

Pero como todas las cosas mencionadas y otras peores sucedían muy a menudo, al cabo de los años resultó que todas las cosas de Villaolvidos habían cambiado de dueño, o sus muebles eran completamente distintos

y así se daba también que aquel que había vivido en una casa pobre, vivía ahora en una casa rica, y al revés; y aunque los antes ricos vivían ahora en una casa pobre y se sentían incómodos, nunca habrían podido decir por qué, porque no se acordaban.

Hasta que un día vino el desastre mayor.

Y fue que un día un pueblo de los de por allí lejos, celebró una fiesta que se llama centenario, y que en Villaolvidos no se había celebrado nunca, porque si no se acordaban de lo que había pasado el día anterior, menos se podían acordar de lo que pudo pasar cien años atrás. Y los vecinos de ese pueblo invitaron a todos los vecinos de los pueblos alrede­dor, entre ellos Villaolvidos, a la fiesta y banquete de centenario. Como se trataba de comer, no se olvidaron y allá se fueron todos, menos dos o tres viejecitos que apenas podían caminar.

Pero con la alegría de la música y los cohetes y rehiletes y los globos y los bailes y sobretodo con el asado, los villaolvidadizos perdieron todos la poca memoria que les quedaba y cuando llegó la hora de volver, nadie recordaba de qué lado quedaba su pueblo. Cada uno se fue por su camino, y nadie supo lo que fue de ellos. Hasta los viejecitos que se habían que­dado en el pueblo se olvidaron de que no podían caminar; salieron por ahí en su busca, y no volvieron.

Y Villaolvidos se quedó olvidada para siempre.

 

 

LOS PERROS DE CASTELCANES

 

Castelcanes no se había llamado así siempre. Al comienzo de su historia había tenido otro nombre que nadie recordaba ya. Lo único que se recordaba bien era que desde aquellos tiempos antiquísimos su Santo Patrono había sido San Roque. San Roque, como sabéis, es el santo que llevaba consigo un perro que le acompañó toda la vida y le curaba las llagas lamiéndoselas; era un procedimiento que se utilizaba antiguamen­te, cuando no había antibióticos. Por consiguiente, los perros eran muy queridos y respetados en ese pueblo. Todo el mundo se cuidaba mucho por maltratar a un perro, menos todavía matarlo.

Todos los años, el día de San Roque, los vecinos se reunían, hacían colectas y juntaban fondos para ofrecer a todos los perros del pueblo, lo mismo a los perros con dueños que a los callejeros, un gran banquete público, en el cual se les servía un buen puchero; luego unas grandes lonchas de hígado asado; y de postre, morcillitas y salchichitas; o un buen trozo de salame. Si la colecta había sido buena, el postre era un tazón de crema. Y todo esto, en mesa con mantel y con platos para cada can; algunos de estos, ya veteranos y bien educados, hasta se ponían servilleta al cuello y manejaban el cuchillo y el tenedor; pero eran muy pocos. Al terminar, se hacían brindis, unas veces con leche y otras veces con caldo de gallina.

El aprecio y cariño hacia los perros creció en este pueblo después de cierta época desastrosa. Fue una época en la cual bandas de ladrones se descolgaron sobre los pueblos; entraban y robaban todo lo que encontraban, muebles, dinero, alhajas, vajilla, sábanas, colchas, colchones, hasta la ropa puesta, dejando a la gente desnuda, lo mismo en verano que en mitad del invierno.

Todos los pueblos de los alrededores fueron asaltados; pero cuando una de esas bandas quiso entrar en Castelcanes, 20.000 perros de todos los tamaños se les echaron encima; y aunque los bandoleros llevaban armas,

no podían naturalmente defenderse de tantos perros. Tuvieron  que salir  huyendo, y fueron ellos ahora los que dejaron pedazos de ropa y hasta de piel entre los dientes de algún perro.

Después de este suceso, los castelcaninos, felices y agradecidos festejaron

más todavía a los perros. Les dedicaron un homenaje fenomenal; les repartieron medallas y collares con dedicatorias al valor, y les obse­quiaron chalecos tejidos a los perros más viejos o pelados. Los perros podían ir a los cafés y hacerse servir Toddy con medialuna, y hasta una hamburguesa o un bifecito a caballo; sin pagar por supuesto, con tal de que se presentasen bien lavados y peinados y no se mordiesen entre sí mientras comían. Y se decretó que en vez de un banquete anual se les dedicasen dos. Uno el tradicional del día de San Roque, y otro el día aniversario de aquella batalla grandiosa que se llamó la Batalla de la Gran Mordida.

Pero con tan buen trato, tanto regalo y tan buena comida, los perros del pueblo se multiplicaron  mucho; y alimentarlos costaba más cada día.

 Comenzaron a surgir problemas.

La gente iba al mercado y encontraban de pronto los puestos sin carne, porque los perros en un descuido se habían comido los bifes, los lomitos, las rabadillas o los pollos. Iban a tomar leche y un cachorrito se la había bebido. Algunos perros aprendieron a armar de las vacas, y otros se hicieron peritos en destapar las latas de leche en polvo. Todos eran maestros en abrir las heladeras y subiéndose unos encima de otros, alcan­zaban los salames, los jamones y los chorizos colgados del techo.

Una vez pasó un circo por Castelcanes; el dueño, que vio las habili­dades de los perros del pueblo, quiso llevarse diez para su circo. Se los llevó y muchos perros de Castelcanes se quedaron  tristes, pensando en la suerte de sus compañeros que se iban a correr mundo; pero a la semana estaban de vuelta todos, flacos. Un castelcanino muy inteligente que co­nocía bastante el idioma de los perros, contó que a su vuelta esos perros dijeron a los otros que el circo era menos divertido que Castelcanes por­que les hacían trabajar mucho y comían poco.

Y cuando al año siguiente vino otro circo todos los perros se escon­dieron, porque no tenían ganas de que se los llevasen por ahí para vivir mal.

Los perros siguieron viviendo bien, pero las molestias aumentaron. Los castelcaninos iban a acostarse y se encontraban en su cama una do­cena de perros surtidos muy bien enroscados, y tenían que echarse a dormir en el suelo sobre la estera. Iban al cine y se encontraban su platea ocupada por un bull-dog. Daban un concierto y un coro de perros pastores se ponían a ladrar en el momento culminante. Querían subir a un ómnibus y el ómnibus estaba ya lleno de perras que llevaban a pasear sus crías, muy bien sentadas en los sillones pullman. Y así sucesivamente.

Llegó el momento en que en Castelcanes los que no eran perros vivían tan mal que todo el mundo estaba enojado. Y como estaba prohi­bido pegarles a los canes, se pegaban entre ellos. Al cabo, de acuerdo todos, tomaron una resolución.

Hicieron sus valijas; prepararon para los perros una comida tan abun­dante, que éstos, después de comer se fueron todos a dormir. Entonces los castelcaninos agarraron cada uno su valija y en puntas de pie, para no despertar a los canes, salieron del pueblo, tomaron el tren y se fueron a fundar otro pueblo a cien millas de Castelcanes. Los perros se quedaron solos.

Nadie ha podido decirme cómo se arreglaron para seguir comiendo y viviendo.

Pero un viajero que pasó por casualidad a diez  millas de Castelcanes unos años más tarde me contó que a esa distancia se escuchaba un inmen­so ladrido que subía hasta el cielo.

Preguntó qué era eso y le contestaron que eran los rumores de la existencia diaria de un pueblo donde la vida era muy perra.

DE: MARAVILLAS DE UNAS VILLAS

(Asunción: Casa de la cultura, 1988)

 

 

Fuente: LITERATURA INFANTO-JUVENIL PARAGUAYA DE AYER Y HOY. TOMO II (K – Z).

TERESA MÉNDEZ-FAITH, INTERCONTINENTAL EDITORA S.A.

Pág. web: www.libreriaintercontinental.com.py.

Asunción – Paraguay, 2011.

 

 

 

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