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JACOBO A. RAUSKIN

  NOTICIAS DE TU CORRESPONSAL, LA FUERZA DEL RÍO y OTRAS OBRAS de JACOBO A. RAUSKIN


NOTICIAS DE TU CORRESPONSAL, LA FUERZA DEL RÍO y OTRAS OBRAS de JACOBO A. RAUSKIN
NOTICIAS DE TU CORRESPONSAL, LA FUERZA DEL RÍO
 
 
 
 
 
 
 
 
NOTICIAS DE TU CORRESPONSAL

Caro lector de siempre y de mis cartas en verso,
 
esta cartita mía tiene mil años.
 
Es decir, la escribí ayer.
 
No tardará en llegar a tus manos.
 
Y, mientras escribo el nombre vegetal de una calle,
 
despaciosamente, en el sobre, mientras elijo
 
dos o tres fotografías recientes
 
para que viajen acompañando a mis palabras,
 
la radio pasa música de películas
 
y el cierzo vierte el ácido de las hojas muertas
 
en esta tierra fría y próspera, tan lejos de la nuestra.
 
¿Qué puedo hacer, contar hoy con los dedos
 
los días que me faltan, las noches que ya fueron?
 
A pesar de algún libro, de un bar,
 
de la vida también social de la gente,
 
siento que los días costeros,
 
las semanas marinas del mes
 
y los meses como gaviotas del año,
 
me van dejando solo en la playa desierta.
 
No tengo vocación de roca
 
ni quiero convertirme en arena.
 
Espero, como de costumbre,
 
que Ícaro vuele, que sobrevuele
 
las aguas de la sal y la distancia,
 
que llegue a un mar de pasto y potros
 
y a la dulce ribera de aquel río
 
que volveré a cantar mañana,
 
cuando se me acabe la ausencia
 
y cuando ya no suene la rima con que pago
 
la elemental tristeza de no estar a su lado.


 
 
 


LA FUERZA DEL RÍO
Ndereramínte...
 
Bahía Negra Poty
 
E. MEDINA

 
Después de la guerra civil del 47 y antes del año de la gran inundación o, para decirlo de otro modo, después de un gran disgusto y antes de cualquier otra cosa, Absalón Lesme cobró su último salario en la carpintería donde ya sobraba y se alejó de Villeta, aunque no del río. En Asunción, más específicamente, en Calera Cué, consiguió trabajo como carpintero naval, como ajustador, reparador y pintor de embarcaciones. Al comienzo alquiló una pieza en Loma Clavel. Yo solía verlo en el Bar Saturno, en la mesa de los músicos. Ahí nos hicimos amigos. Recuerdo que fue un pianista de entonces, Felipe Zarza, quien me lo presentó. Estos datos son necesarios, pero no llevan a ninguna parte. Permítanme redondear mi párrafo diciendo que Absalón vivía en la ciudad acuarela, vivía entre las muchas casas y los pocos barcos que son la ciudad de una imagen poética de la vida. Ciudad amiga de la noche y de la música. Ciudad donde escribo yo la historia de este hombre tal como él me la contó y tal como hoy me la imagino al oír la canción que la cuenta mejor que él. Es una tonada que se volvió tan popular que cualquiera la silba, es una melodía que canta y cuenta una parte de esta historia, la parte que cabe en los versos y, desde luego, va derecho al sentimiento como una Mecha, dejando el resto para la glosa, para la crónica, para este servidor de ustedes que ya sigue con la historia prometida.

Digamos ahora que Absalón ganaba algún dinero reparando y pintando embarcaciones. En general, le iba bien cuando conoció a Elizabeth Ibáñez. Más cerca de los treinta que de los cuarenta, Elizabeth era una ninfa salida de un cuadro de Rubens, era robusta y rosada, era generosa y, además, era dueña de un salón de belleza.

Se entendieron desde el comienzo. Del entendimiento fueron a la carne, de la carne a la satisfacción y de la satisfacción fueron de nuevo al entendimiento. Así, amarrados a esa divina rueda, hubieran rodado hasta el fin de sus días, contando con ellos mismos y con la benevolencia de Eros, de Psique, de quien fuera, porque, para Elizabeth y Absalón, vivir era estar dichosamente juntos casi todo el tiempo.

Un día de verano, y en lo que atañe al relato bien hubiera podido ser de invierno, llegó Mirta, una joven sobrina de Elizabeth que había venido de Bahía Negra a pasar una temporada en la casa de la tía. La pareja fue a esperarla al puerto. Mirta apareció en el muelle con una valija y una sonrisa. Los tres fueron a la casa, primero en tranvía y después a pie. En el tramo tranviario hablaron un rato, menos hablaron después, cuando caminaron hasta la casa. Sin embargo, en la noche de ese largo día, la sobrina de Elizabeth y el, digamos, tío, intercambiaron destellos, no sólo miradas. Mirta Miranda Ibáñez era extremadamente joven, era tierna, lírica, hermosa a la manera de las ilusiones que adoptan un cuerpo siendo apenas hojas en el viento. Durante las semanas que pasó en la casa, se le aparecía a Absalón a cualquier hora con un pretexto en el que la inocencia era una promesa de otra cosa. Lejos de la casa, se le aparecía imaginariamente. Un par de días bastaron para que él no pudiera quitarla de lo más íntimo de sus pensamientos.

Cuando la joven volvió a Bahía Negra, Absalón quedó lastimado. Había nacido en los dos una voluntad de aproximación y espera y, también, crecía en ambos un deseo de continuidad, que no es otra la esperanza de los enamorados que se miran como si los ojos pudieran tocar alguna cosa y se tocan con los ojos cerrados como si las manos pudieran ver lo que tocan... En fin, los días de este hombre se estiraban con el amanecer en el río y con el atardecer en las calles que nacen o mueren en el agua y el barro de la ribera. Los días pasaban con el río, con la fuerza del río, con sopa de pescado, con baldes de pintura, con una vecina, con un gato negro y una gallina blanca, con un biberón cerca de un martillo que tenía el mango rajado. Entre estas figuras, entre la vecina y la gallina y la rasqueta con óxido y la brocha con pintura, Mirta se le aparecía imaginariamente, siempre de pronto y cada vez con mayor intensidad. Un día decidió Absalón escribirle una carta y puso como dirección del remitente la de la casa de un compañero de trabajo. Como no soy un cronista de aquellos que refieren las intimidades epistolares del prójimo, tendrá el lector que contentarse con saber que la carta obtuvo una respuesta y que el destinatario se aprendió de memoria el contenido de la carta que Mirta le escribió y adornó con unos dibujos hechos por su mano blanda y pequeña, casi infantil. Entonces, comenzaron a ser frecuentes los silencios de Absalón y, cuando le desaparecía en la yema de los dedos el calor de Elizabeth, las miradas de la pareja se perdían en la nada circundante. Elizabeth no tardó mucho en sentirse molesta, ni tardó mucho más en romper con Absalón, quien se mudó a una casita en Varadero y preparó su viaje a Bahía Negra.

Vamos llegando al final de la historia. Una tarde -¿por qué no de abril, por qué no lluviosa?-, Absalón, más enamorado y esperanzado que nunca, se embarcó en una gabarra de las que iban al norte con provisiones, encomiendas y algunos pasajeros. Durante el viaje no pensó en Elizabeth ni en los días felices que vivieron juntos. Pensaba en Mirta, quien lo esperaba en Bahía Negra. Y, cuando llegó, la escena no pudo ser más triste para él: Mirta se desdijo de todo lo que le había escrito, no dejó que la tomara de la mano, mucho menos que se acercara con intención de acariciarle, por ejemplo, una mejilla, ni hablar de darle un beso. Sucedió sin explicaciones, que es como sucede todo en una canción. El río golpeaba la puerta de un sentimiento herido de muerte, el río quería entrar a ver lo que sólo podía oír con sus oídos de río. El río amigo de nuestro amigo carpintero de remos y pintor de canoas, el río de ayer, el río de una canción que comienza en el Bar Saturno y termina en Bahía Negra. Quien hoy mira pasar el río, diría que el río es el mismo. Quien oye hablar al río, sabe que el río es otro. Absalón se despidió de Mirta. Correcto, incluso amable, dijo adiós. Soltó después unas palabras que le dolían en el pecho, en la garganta y en su ya despreciada voluntad:

-Nada más que tu nombre me llevaré.


 
 
 
 

OIGA, DIGA

¿Es usted de los que da limosna?
 
¿De los que da limosna
 
de acuerdo con la cara del mendigo
 
o con la mano del mendigo?
 
¿Qué? ¿Cómo? ¿No da usted limosna
 
sino a mendigo conocido?
 
Bueno, dejemos estas preguntas para más adelante,
 
ahora detengámonos
 
ante un mendigo que recibe una limosna.
 
Si es un mendigo profesional, dirá
 
Dios se lo pague
 
mientras piensa otra cosa.
 
Y, si no es un mendigo profesional, dirá
 
Dios se lo pague
 
mientras piensa otra cosa
 
Siempre piensa otra cosa
 
quien dice, con voz de mendigo,
 
Dios se lo pague.
 
¿Y qué piensa de su pordiosero,
 
quien a unos andrajos de los que sale,
 
no sin arte, una mano,
 
le deja alguna monedita?
 
Diga, dígalo usted, que da limosna.
 
¿Y qué piensa de su mendigo
 
el que no da limosna?
 
Diga, dígalo usted, que se priva de hacer caridad.

 
 
 


LOS ALIMENTOS DEL SUEÑO
 
Había una vez un perro de andén. De andén, raro no es, sin tren. Estación fantasma, pueblo tradicional. Hasta donde yo sé, casi todos los pobladores, cuando llegaban a la edad de ser albañiles, se iban, emigraban. Y el perro dormía a pata suelta. Los alimentos le venían bien al sueño y a su carnal envoltura. En una puerta le tiraban huesos, en otra le dejaban sobras. A la vuelta de la quincena, la mano del matarife le ponía frente a los ojos el diezmo de los bofes. Cada jueves comía gracias a la caridad jupiterina y, en cualquier momento, tras un desganado ladrido, clavaba los dientes -¿o debo decir colmillos?- en la también alada sombra de algún pájaro. El perro se llamaba Yaguá; el pueblo, siguiendo una costumbre del país, cambió de nombre.
 
 


Fuente: LA REBELIÓN DEMORADA por JACOBO A. RAUSKIN,


Editorial Arandurã, Asunción-Paraguay, marzo 2005. 109 páginas.


 
 
 
 
 
 
 
 

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