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JACOBO A. RAUSKIN

  POEMAS VIEJOS, 2001 - Poemario de JACOBO A. RAUSKIN


POEMAS VIEJOS, 2001 - Poemario de JACOBO A. RAUSKIN

POEMAS VIEJOS

Poemario de JACOBO A. RAUSKIN

 

Foto de tapa: Juan Manuel Prieto

Editorial Arandurã

Asunción-Paraguay,

2001 (186 páginas)

 

 

 

 

Estos poemas, que su autor ahora llama viejos, dicen su verdad de ayer, de hoy, de todos los días.

Son poemas marcados por la trascendencia oculta en la vida diaria, por la nostalgia, por la radicalidad de la existencia. Arandurã Editorial

Los más viejos son una selección de los tres cuadernos que publiqué entre 1964 y 1971.

El volumen incluye páginas de NAUFRAGIOS, 1984, y el texto íntegro de otros dos libros: JARDÍN DE LA PEREZA, 1987, y LA NOCHE DEL VIAJE, 1988.

Para abrir un cauce al arrepentimiento, río que en mí no es caudaloso ni raudo, pero corre, corregí, varié algunos versos.

JACOBO RAUSKIN

 

 

 

CASA PÉRDIDA Y OTROS VERSOS (1964-1971)

 

ANIVERSARIO

 

La tarde es una copa de oporto

donde se echa un ojo a dormir

su siesta ya ida de fauno.

 

Y es el aroma real, el leve humo

de media corona de Holanda.

 

Y es un ciprés que, apenas, mediando

la amarilla ventana, de a poco,

acerca su sombra lejana.

 

Y hay unos dientes de pan, una oliva

mordida, cenizas, un mantel y una lágrima.

 

 

OBJETOS PERDIDOS

 

Un sombrero gris, un paraguas, la paciencia.

Cuando la paciencia se pierde es un objeto,

un objeto gris como un paraguas, o bien, negro

como un paraguas e igualmente perdido.

 

Perdido en cinematógrafos vacíos o salones

vacíos también, pero con un jarrón de rosas.

Rosas pequeñas, rosas

cuyos pétalos se pierden en la tarde.

 

La tarde se pierde con los pétalos

de aquellas rosas del salón vacío.

Alguien vuelve en busca de un sombrero,

sólo por un paraguas regresa el caballero.

 

La tarde no regresa con los pétalos

y en la sombra de la estancia vacía

te buscas como un paraguas o una mano a un sombrero

sin encontrarte jamás, te has perdido.

 

 

UNA MONEDA EN LA PUERTA

 

Recordar es una moneda,

puedes comprar este recuerdo:

Una villa en un pueblo desierto

donde las calles, como en el sueño,

son de polvo y de miedo.

 

Entra, abre la puerta, cierra la ventana.

Hay mucha sombra dentro,

quédate un instante junto a la escalera

y enciende una lámpara, sube.

 

Arriba: el corazón de una amazona en un cofre,

sedas, ítemes, arañas,

también la íntima verdad de la polilla

sin atreverse aún con esa lágrima

que intacta te aguarda en el altillo.

 

Puedes quedarte aquí:

Habrá muerte alguna vez,

mas como vida hay hoy para esa estrella

que se cuela

con polvo desde el techo, luz

como un dedo viniendo desde el cielo.

 

 

COCINA ANTIGUA

 

Con ojos de perro sin perdiz tras larga cacería,

hecha la tarde, mira estas húmedas maderas:

hay cáscara de arroz y alma de pagoda;

alguien hay aquí que aún reza

frente al llanto gris de la cebolla.

 

Toca estos hierros humillados que el tiempo no derrota,

los platos azules y el maíz que cuelga

con una roída plegaria y una escoba.

 

Azúcar y maní en un pequeño mortero...

Pon el oído en las paredes como un niño

cuando cree oír una voz que no recuerda

y oye de nuevo latir el corazón de la cocina.

 

 

 

ALGUNOS POEMAS DE “NAUFRAGIOS” - 1984

 

 

AMIGA

 

Amiga de Tauro,

de Aries... de Júpiter.

Reciente.

Muy reciente y a salvo, sí,

a salvo de la lluvia

y de las voces del tedio,

no con un gesto

sino tal vez

con un libro

o un disco, en fin, amiga

que no participas

del triste artificio

de oír por amistad, permite,

permíteme decir

cuán triste y cuán enajenado

viviera

viviendo lejos de ti

cualquier amigo.

 

 

UNA AUSENCIA INMENSAMENTE BREVE

 

Entre las horas que me alcanzan

su mariposa ficticia

o la polilla

de un vocablo,

busco

un signo, un símil, una metáfora,

algo,

en fin, que dijera

una ausencia inmensamente breve.

Y en la sed inexpresiva de unas horas

la encuentro.

         La sed.

¿Por qué no?

Si enemiga de unas horas

es tan dulce como el agua

donde muere.

 

 

Y ES EL MAR QUIEN ME ALEJA

 

No quería

pedir perdón

ni dar

-sin saber por qué-

las gracias.

Da igual.

Es la historia de siempre

cuando viaja

con la sombra de un viajero

un polizón sin destino.

Alguien deja el mar

y otro encuentra el olvido.

 

Y ahora,

en este puerto

donde cambian

la sal de los días

por la miel de un recuerdo,

miro

y me sorprende

-es justo el verbo-

entre dos luces

el mar desconocido.

 

 

 

POETA Y ALDEANO

 

Madame Blablá lo había condenado al silencio creador. El mar a contraluz: un desierto, un baldío de los dioses. Y un día, aquel hombre de pueblo (del pueblo de Tomás Moro a orillas de un café) volvió a su aldea natal y a su mesa de bardo. Saludó, bebió y salió a dar una vuelta.  La calle de siempre, las puertas de costumbre, la muralla decrépita y el muro sinónimo. Ventanas y árboles. Árboles inmensos, en generoso túnel, en complejísima jungla, en urbana disposición de jardín y en su mínima expresión: fronda. Nada cambia, se dijo; a lo sumo, pensó, madura. Iguales: un día, el sol, las hormigas. Maduros: unos árboles increíbles. Siguió caminando. ¿La calle de siempre? (Las otras no existen en profundidad; dos o tres cuadras no son sino heridas muy superficiales en un cuerpo compacto de campo y de cielo). Siguió caminando. Una nube, ventanas, un gorrión, árboles, una mula, el invariable candor de lo geórgico, cierta bosta, la plaza aún cuadrada y su palmera... ¿ya enana? Ah, nostalgia... de perfección.

 

 

 

 

JARDÍN DE LA PEREZA (1987)

 

 

PÁJARO AZUL

 

Cuando se acerca, sin miedo,

a regias limas de Persia

y, probando, ya las deja,

termina siendo en mi libro

y en cierto limero airado,

objeto de algún estudio

el ave azul de la siesta.

¿Quería comer guayabas?

Puede ser, me lo sugieren

las alas y el aire dulce

del campo lejos, en calma.

Se multiplican las hojas,

desaparecen las huertas.

Un bosque se vuelve monte

o en su defecto, floresta.

Ese pájaro ya tiene

más árboles de la cuenta

y en tanto frondoso vuelo

-patio al fin, de arena y siesta-,

cualquier árbol se parece

a sí mismo y a un guayabo.

Es así... con unas alas

cansadas hoy de volar.

 

 

LIRIO DEL CAMPO

 

Se aleja un cuervo, ya canta el pitogüé, afirma

su andar ese caballo saliendo a la pradera.

Y en esta relativa calma, cuando las nubes

dejan de ser el rumbo ideal de una mirada

por dar su flor al sol de una tarde gris y lánguida,

pienso en ti, simple lirio del campo, dulce siempre

cuando pasan las nubes, las aves, el sol, lejos.

 

 

LA NOCHE DEL VIAJE (1988)

 

AURELIA O EL MILAGRO DEL ATARDECER

 

Desentona, es un decir, con la poca altura de las viviendas de la cuadra, un edificio de tres plantas. Las dos primeras son una ilustración de mi desinterés en cierta arquitectura de nuestro tiempo. En la tercera, Pedro Provecto abre los ojos, los descuelga de una telaraña y reconoce el orden anterior al sueño. Descubre así los libros en su sitio, redescubre de tal manera la fotografía de un planeta en la pared. De un par de meses a esta parte, vive él una suerte de éxtasis cotidiano cuando, en el atardecer, retoma la posición vertical.

Simplifíquese el ambiente y se tendrá un espacio limitado por cuatro paredes clásicas, el piso y el cielo raso, pero a Pedro Provecto le bastará pensar en la ventana para que el espacio se contagie de una tristeza más generosa, la del atardecer. Y le bastará pensar en la puerta para que ese dormitorio diurno ceda el paso a una opción, a un hogar, por ejemplo.

Sin ser visto, casi como en un pensamiento, desaparece el sol en la ventana y en una naranja sobre la mesa. En la puerta se produce un ruido habitual a esa hora: taco, respiración, tintineo de llaves. Una vez más es Aurelia quien entra. Pedro Provecto la mira como ayer, como anteayer, como el mes pasado, como cuando la conoció.

La conoció el mes pasado en una sala del pasquín pueblerino donde él es un antiguo redactor nocturno y ella escribe, todas las tardes desde entonces, epígrafes para las fotografías de la página social.

Aurelia cierra la puerta y deja su cartera sobre la mesa. Joven, miope, torpe, tropieza ella con sus propias expresiones de afecto y el abrazo de la pareja resulta en una fusión instantánea, en un suspiro de los poros. Unión, no a pesar de "la diferencia de edades" como diría alguna revista sino en virtud de la afinidad de los temperamentos en juego. Además, ambos aman el atardecer que, para Pedro Provecto, es el alba.

Él se dispone a salir, le recuerda que volverá antes de la medianoche y le sugiere que lea un libro para enriquecer su vocabulario.

 

 

LA BELLA

 

desnuda y también

desatada

desflorada

desnutrida

desplumada

des

          inhibida

después de todo

 

 

EL CELOSO

 

Loco de atar, pobre de amar, tonto de atarse y desatarse a su propia sombra y al divino botón, no calla las sospechas ridículas, da voz a las exclamaciones increíbles, se proyecta en las interjecciones del cretino social.

- Es un caso típico, dijo el psicólogo.

- Es un caso, redujo Psique.

- Es, dijo un tercero en concordia.

Y el tiempo lo redujo al silencio conyugal, lo divorció.

 

 

DECADENCIA FUNCIONAL

 

El té tardío (una rodaja

de limón incluido), libros

de autores felizmente policiales,

un ruido de grifos

(sustituye a un ruido de grillos)

dice cualquier cosa en el baño contiguo

a la cálida kitchenette improvisada

(sustituye a la antigua cocina matriarcal).

Ésta y ninguna otra es la decadencia

de Pedro Provecto decadente

funcional funcionante,

decadente que aún bebe

o té con limón en el invierno con aspirinas

mientras la joven Aurelia teje

o, mejor, aprende a tejer:

la curva de su embarazo es apenas un tramo

de la irreductible redondez de la tierra.

 

 

2

 

APARICIONES EN EL DÍA DE LOS DIFUNTOS

 

La mañana pasó con un elevado número de deudos, siguió la siesta con el silencio de un número menor de familiares y, esa tarde, la luna apareció entre dos nubes que se desplazaban como patos, ellas mismas eran unas ánades vaporosas. Había un charco; entraba un sapo y salía una culebra. Había una sombra; entraba una víbora y salía un pájaro. Los familiares y demás deudos no parecían notar estas apariciones; estaban acostumbrados a ver flores y lápidas, flores y nichos, flores y fantasmas de flores.

 

 

 

 

TRES IDILIOS

 

LA RETICENCIA DE EROS

Se encontraron al pie de un árbol gigante. Ella partía, gajo a gajo, una mandarina; la iba chupando en paz, tal vez oía el murmullo de las hojas o el murmurio del río; él era incapaz de oír la diferencia, oía el viento. Le atraía el olor de la mujer, le disgustaba sin embargo el olor de la mandarina mezclado con el olor humano. Arrojó ella á las aguas la fruta a medio chupar y el río hizo un ruido como el de un caballo con el freno puesto. La hierba era fresca y el viento era cálido; el agua del río ofrecía dos temperaturas: una para ellos y otra para los peces. Y ellos no hablaron mucho; se bañaron antes y también después; caía el sol cuando se despidieron.

 

LA SUERTE DE UN REINO

Incapaz de ofrecer los recaudos exigidos por una sinecura del erario, el ex estudiante Rey confiesa ser igualmente incapaz de discernir sobre el volumen y la forma de la cosa pública. Ni qué decir sobre el destino que ella tuviere; no le concierne en absoluto. Tal circunstancia, la lectura de los clásicos y su amor a Ninfa hacen de él un mancebo digno de jugar sus cartas a la suerte de un reino y ganar la mano encantada de truco imposible que en sí misma es un premio precedido de...

Alas. En un feudo del sol cruzado también por la vía férrea, canta un pájaro la canción de la tarde. Cuando desaparece, otro sigue la canción y el sol ignora la diferencia, prefiere disiparse en el arroyo con olor a jabón y ropa recién lavada. Atendiendo a esta preferencia del astro y a otras de igual naturaleza, el joven suele complacer a sus autores favoritos (difuntos en otra umbría) y se hace llamar "mi" Rey por una criatura salida del ninfario pánico. ¿Ninfa qué? ¿Ninfa cómo? Su segundo nombre y primer apellido quedaron sin tinta. Échesele la culpa a unos notables de antaño y a otros notables de otrora, que la tienen; aún vivían de la pluma cuando nació Ninfa. En cualquier caso, es una omisión imputable a los escribas de la civilidad pretérita. Baste decir que nuestra heroína no es Ninfa Martínez de Borja ni es Ninfa Jiménez de Iturbe; estas flores ajaditas cuyos apellidos conyugales brotan de un mapa merecen algo más que una digresión en prosa, merecen la eterna gratitud de "su" Rey por todo cuanto por él hicieron en circunstancias que no vienen a cuento. Y dejemos ahora de lado estos romances episódicos, reatemos el hilo de nuestra descosida rapsodia: el sol se disipa, la tarde se evapora.

En el arroyo con olor a jabón y ropa recién lavada se oyen los "trinos" de un tero mientras una palma deja caer los cocos más pequeños del planeta: Acrocomia total; pobre en copra, rico en almendra. No muy lejos de esos frutos, entre unas piedras verdecidas al pie de un chorro de agua, quiebra el arroyo un rayo de sol y flota el rostro de Ninfa. Termina ella de lavar la ropa, sus ojos buscan a Rey y su costumbre lo encuentra muy cerca. Le ruega entonces, con el humilde gesto de una mano cansada, que le desate las trenzas. Se las desata él y, en tan idílico ínterin, sólo atina a decirle cosas que diría un niño agradecido, lo cual es comprensible si se sabe -como todos en la región- que Ninfa le prodiga el incestuoso trato del amor verdadero y, buena lavandera, le ayuda a suavizar las irritaciones producidas por el desempleo público. Los ingresos de la pareja proceden, por una parte, de la ropa que Ninfa lava para Doña Elvira y otras doñas bien dotadas; proceden, por la otra, de lo que los cocos dejan a Rey cuando algo dejan a quienes, sin ser acopiadores del virtual monopolio, sirven al pulpo aceitero y cosmético en la no servil condición de agentes autónomos. Es el acopio chico, en el decir de unos; shico-shico, en el de otros. El sol va secando la ropa tendida sobre la hierba, el agua del arroyo ciñe el cuerpo de Ninfa en un lánguido abrazo mientras ella parte sus cabellos en dos guedejas; Rey, a la sombra de un árbol, lee -vive- el Beatus ille.

Vivir, eso que se dice vivir, es respirar el aire libre. A modo de domicilio, la pareja usa un depósito que la tradición ferroviaria "reserva para el acopio independiente a cambio de unas arrobas de lo que fuere. Se trata de un galpón de techo, paredes, puertas y ventanas de zinc; el frente da a unas vías dispuestas en forma de playa de maniobras, da a un andén con un cántaro y a un resabio de estación. No vale la pena demorarnos en esa estructura metálica próxima a la vía férrea: la pareja come y duerme ahí, pero ambos, Ninfa y Rey, pasan la mayor parte del tiempo al aire libre.

Van al arroyo todos los días excepto cuando llueve. Ella lava la ropa y él lee una página de sus clásicos. Lee o bien medita o, según el caso, busca huevos de gallina sin dueño o de guinea liberta o de pato. Las mismas vacas de nadie pastan en un pastizal cada día diferente, el mismo arroyo de la siesta corre con otros caballos y otros jinetes bañándolos hasta que el agua deja de irse con la sombra de unos árboles para quedarse con el color y el sudor de los caballos.

Hacia el fin de la tarde abandonan el arroyo. Cuando las aguas se rinden y entregan su canción a una cigarra náufraga, vuelve la pareja. Lleva ella la ropa limpia y seca envuelta en una sábana y sobre la cabeza, él se atiene a una costumbre hidalga y camina con las manos libres de todo peso que no sea el de un libro o el de una fruta o el de unos huevos. Vuelven con las luciérnagas tempraneras. Un sol de aserraderos en silencio les dice adiós a lo largo de la vía férrea, se despide con su olor de aserrín en el atardecer y en un cántaro donde, ya vieja, bebe la luz la tristeza de un andén en el campo.

No es inusual que las noches comiencen con el sueño ni es infrecuente que el alma tropiece con su propia y fecunda alegría. En el depósito, frente a la estación, entre las pilas de ropa limpia donde duerme parte de la sombra de Rey, Ninfa suele levantar la cabeza y ver las encomiendas envueltas en lona. Las ve como en un sueño, acaso sea un sueño la luz de su vigilia y, entonces, también mira los números y las letras de los vagones inmóviles, demorados -nadie sabe por qué ni por cuántas horas- bajo la inalcanzable luna de los rieles desiertos. Rey no despierta sino para suspirar y seguir viajando hacia el cielo interior que se abre en el cuerpo de Ninfa.

 

 

Para compra del libro debe contactar:

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