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AUGUSTO ROA BASTOS (+)

  ADIOS A HERIB CAMPOS CERVERA - Poesía de AUGUSTO ROA BASTOS


ADIOS A HERIB CAMPOS CERVERA - Poesía de AUGUSTO ROA BASTOS
ADIOS A HERIB CAMPOS CERVERA

Poesía de AUGUSTO ROA BASTOS


 
 
 
ADIOS A HERIB CAMPOS CERVERA

Entre cuatro paredes de blancura mortal,
al filo del nocturno mediodía de agosto,
te vi dormido al fin, hermano mío,
inmóvil y apacible, ya olvidado de todo,
como un niño de sal
en las rodillas negras de la muerte.

Para tu dulce lodo
transido de agonías y nostalgias crueles,
ese regazo frío
de nuestra madre eterna
era por fin el sitio de descanso
que te negó la vida,
el remanso de un lecho sobre el río
del tiempo, la roca de la paz, la cuna tierna
donde tu corazón de polvo nace.
en una estrella pura de diamante y rocío.

Y sin embargo al verte
con tu traje gastado, con tus zapatos viejos
acostado en la muerte,
sentí que me sangraban las costuras del alma
con mi dolor de amigo;
que me sangraba el hombro con el peso
de tu esqueleto hecho de espadas y castigo;
que me sangraba el labio con el beso
que a hurtadillas dejé sobre tu frente
como si profanara

una ciudad de arcángeles dormidos...

A través de las aguas miserables del llanto,
vi tu cadáver vivo
temblar un poco
como si aún pudiera despertarse
de su prisión de mármol sensitivo.

Sentí que el ojo me sangraba al verte
dibujado en el hondo arrabal
de tus cielos difuntos, con el rostro
volcado hacia la luz remota
de tu tierra natal, con las manos en cruz
sobre el abismo de tu sueño...

Tu frente ardía en el silencio
de hielo de tu ser sumergido,
el mediodía se había puesto oscuro,
y tu frente había crecido tanto
bajo la llama seca de tu pelo en desorden,
que era como una luna
brillando solitaria sobre las altas murallas
en la noche secreta del adiós...

Junto a esas murallas
batidas por mi puño, ensangrentado
de golpear tercamente en tu piedra invisible,
como un mendigo ciego
yo imploraba en secreto tu voz, tus alas rotas,
tu vida de soldado destruida,
el resplandor visible de tu fuego
que en el costado izquierdo de la patria,
lejos o cerca de ella,
era su antorcha melodiosa,
su combatiente estrella
y el pulso musical de su destino.

Quería verte en pie de nuevo, vivo,
ocupar tu rescoldo,
tu hueco doloroso y fugitivo,
retomar tu presencia, andar a nuestro lado
como si nada hubiera sucedido...

Pero estabas allí, yacente, yerto,
sobre tu propio corazón, caído,
y en el silencio puro,
soñando aún con los hombres,
vi tus labios de muerto
conversando con Dios...

Qué cosas le dirías al oído,
de tu dolor profundo,
de aquella obstinación desesperada,
de tu esperanza sembrada sobre el mundo
¡como una rama verde en un desierto!
Yo no lloré por ti,
lloro por mí, por todos
los que en amor y pensamiento
ya no tendremos nunca en nuestras manos
la apasionada y suave
corteza de tu pan corporal.

Sobre el limo sombrío de nuestra pena,
en esta cegadora tiniebla que nos dejas de golpe,
tú creces alto y solo,
quebracho transparente, hacia las nubes,
con pie de río y brazos de luciérnagas.
El hacha de tu hachero
no talará tu perfección tranquila.
La muerte ha completado tu hermosura
sobre el vacío enorme de tu ausencia,
camarada nocturno de la aurora,
lucero pensativo.

Tu voz canta y solloza en las distancias
y fulguran celestes tus pupilas
sobre el pavés de los jazmines,
sobre las alas de los pájaros,
sobre los labios que te llaman...

En el libro viviente
del pueblo, en sus rugosas páginas
de verdad y de justicia
amasadas con dolor, con sudor, con esperanza,
quedó tu testimonio de combate,
tu gesto interrumpido,
una flor chamuscada
y un puñado de tierra...

Repartida en las almas tu materia sonora,
tu sustancia de nube, tu condición de flor,
no has muerto, hermano mío. Sólo ahora
tendrás tu nacimiento innumerable,
soldado con tu pan de comunión terrestre,
hombros y corazones en la unión
de una paz fraternal.

Entre los rascacielos te despido
de esta Ciudad de Plata, enorme y pura
como el mar, con su pueblo profundo,
en cuyo umbral
te inclinaste a dormir alucinado
bajo el cielo del Sur.

Aquí dejo mi adiós en estos versos
finales que te escribo,
para callar después, para cerrar la puerta
que me enseñaste a abrir
sobre el resplandeciente jardín de la poesía.

Mi mano de poeta
queda clavada aquí, sobre tu cruz,
por siempre.
La vida nos unió, la muerte quieta
no nos separará. Mi pobre sombra
viva atada a tu luz. Y mi silencio
cuelgue su cencerro
de arena
del cuello ardiente de tu melodía...
Entre los grandes ríos
de nuestras dulces patrias enlazadas,
la gente humilde, el pueblo
transportará en sus hombros tu corona de hierro,
tu sueño, tu esperanza,
tu retrato indeleble.
(De: El naranjal ardiente, 1960)

.
 
 

Autora: TERESA MÉNDEZ-FAITH

Intercontinental Editora, 1995

Ilustraciones: Enrique Collar

Asunción-Paraguay, 362 páginas
 
 
 
 
 
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