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AUGUSTO ROA BASTOS (+)

  PROBLEMAS DE NUESTRA NOVELISTICA (Ensayo de AUGUSTO ROA BASTOS)


PROBLEMAS DE NUESTRA NOVELISTICA (Ensayo de AUGUSTO ROA BASTOS)

PROBLEMAS DE NUESTRA NOVELISTICA

Ensayo de AUGUSTO ROA BASTOS


 
 

PROBLEMAS DE NUESTRA NOVELISTICA

1

Con encomiable dedicación HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ se viene ocupando en los medios culturales y universitarios estadounidenses, donde profesa, del análisis y difusión de nuestras letras. Uno de los aspectos de esta tarea es la serie de monografías que ha publicado en la REVISTA IBEROAMERICANA. Pertrechado con los modernos recursos de la crítica literaria (incluso con los de la lingüística y estilística, en las huellas de Karl Vossler, Leo Spitzer, Amado Alonso o Alfonso Reves y sus continuadores), Rodríguez Alcalá trata de desbrozar y mensurar en estos ensayos de interpretación y ubicación los predios todavía cimarrones de nuestra literatura, donde los autores irrumpimos y desaparecemos anárquicamente, un poco al modo criollo de las montoneras.
 
La distancia ha proporcionado a nuestro compatriota perspectiva y objetividad, con lo que la posibilidad de una confrontación comparativa se cumple lúcidamente en sus enfoques. Luego de las dos primeras monografías dedicadas a nuestros malogrados JULIO CORREA y HÉRIB CAMPOS CERVERA. (1) en el vol. XX, Núm. 39, marzo 1955, de dicha revista, apareció su trabajo crítico sobre mi libro de cuentos EL TRUENO ENTRE LAS HOJAS. En su momento, escribí a Rodríguez Alcalá puntualizando mis discrepancias en algunos aspectos de su reseña, no por simple disidencia -le prevenía-, ni por desolladuras en mi amor propio de autor, sino, entre otras cosas, porque estimaba que sería útil para el crítico verificar en el sujeto mismo de su experiencia los efectos de su herramienta calibradora. A su pedido de que le hablara de mi oficio de escritor (cosa que juzgué secundaria), preferí hablarle de los problemas que afronta el escritor de ficciones en nuestro medio, de características tan arduas y peculiares, y por extensión, de los problemas básicos que entraña el ejercicio de la literatura de imaginación como fenómeno específico en la expresión de nuestra cultura.
 
Le advertía que no era mi propósito defender mi libro de cuentos contra sus objeciones, ni justificar las fallas de fondo y forma que había señalado con aguda perspicacia. Mi disentimiento se formulaba con respecto a algunos conceptos o motivaciones ideológicas y psicológicas del planteo en su conjunto; pero no aducía mis opiniones como argumentos y menos como pruebas, recordando lo que Valéry había dicho: "Una vez aparecida la obra, la interpretación del autor no tiene más valor que otra cualquiera".
 
Con las ideas de aquella carta y tratando de mantenerme en lo posible en una actitud de objetividad impersonal, he reelaborado este artículo. Aclaro que sus conclusiones no son los de un especia lista, ni siquiera las de un estudioso que ha sistematizado sus observaciones con relativa coherencia; son apenas el resultado de mi experiencia directa como escritor. Considero, en efecto, que puede resultar útil y hasta fecundo el diálogo -la discusión y aun la polémica- entre el productor de un valor literario y su tasador. No hablo de las rencillas y disputas mezquinas que suelen producir las rivalidades de capilla o el resentimiento de la haraganería y de la mediocridad, sino del choque de pensamientos, ideas y sentimientos en el plano iluminador de la inteligencia.
 
Tanto el escritor de ficciones como el crítico están inmersos en un ambiente cultural dado; responden a sus complejos condicionamientos materiales y espirituales. En definitiva, hablan de la misma cosa con lenguaje diferente; el uno extrae la materia prima y la trabaja con mayor o menor calidad, el otro proyecta el valor y la significación de estas estructuras literarias sobre las coordenadas y las constantes históricas de dicho ambiente cultural. En realidad, literatura y crítica totalizan un proceso completo e indispensable. No hay una gran literatura sin una gran crítica. Se corresponden y sostienen simétricamente. Los escritores de mi generación -los que maduramos alrededor del 40 en el clima de innovación instaurado por HÉRIB CAMPOS CERVERA y JOSEFINA PLÁ-, no tuvimos la suerte de contar con la piedra de toque de una crítica que mereciera realmente el nombre de tal. De aquí, tal vez, nuestras fallas y limitaciones; los huecos y las grietas en nuestra obra. Tuvimos que trabajar al tanteo; y algunas veces, al no percatarnos de ello, el material que manipulábamos llegaba a su temperatura crítica y estallaba en nuestras manos.
 
Pero esto era entonces -y lo sigue siendo ahora- sólo un aspecto, quizás el menor, del nudo de problemas que afronta el escritor de ficciones en nuestro medio, y que hacen de la literatura paraguaya un caso particular con caracteres tan especiales en el panorama de la literatura hispanoamericana.

 

2

TRADICION E IMPROVISACION

Uno de los inconvenientes más esterilizadores es la falta de una tradición novelística en nuestro país. Las cuatro o cinco novelas que pueden tomarse en consideración ejemplifican otras tantas frustraciones en lugar de aciertos plenamente logrados -excepción hecha últimamente, y en parte, de EL FOLLAJE EN LOS OJOS de JOSÉ MARÍA RIVAROLA MATTO, y LA BABOSA de GABRIEL CASACCIA. Pero aun estas obras se inscriben en el gráfico de inseguridad e inmadurez que caracteriza nuestra novelística.
 
Los escritores de ficción no tenemos el punto de apoyo de una obra clave, o tan siquiera de obras menores pero que compongan una línea clave, donde podamos afirmar la palanca para mover el mundo de temas inéditos impregnados de riquísima sustancia vital. No sólo falta una auténtica tradición novelística, sino que se la ha falseado constantemente superfetando a nuestra realidad histórica y ambiental una literatura artificial cuyos módulos expresivos en lugar de descubrir sus yacimientos, no han hecho más que disimularlos y taparlos inconscientemente, casi vergonzantemente.
 
No tenemos los paraguayos, por desgracia, nada equiparable a El matadero de Echeverría, al Facundo de Sarmiento, al Martín Fierro (también, en cierto modo, novela rimada o crónica épica), a las novelas de Payró, o a Don Segundo Sombra de Güiraldes, para no citar más que el acervo de un país con una evolución ecológica y cultural afin a la nuestra por comunes vertientes, aunque no por nuestro desigual desarrollo. No contamos con autores de fértil construcción, como Mansilla, Wilde, Cané, Obligado, Fray Mocho; en otros géneros, desde luego la lista de los gauchescos, anteriores y posteriores a Hernández. Hablo de una literatura de firme carnadura y de inequívocos perfiles populares. No hablo de la profusión del color local o de su pintoresquismo solamente. Pero este sólido cimiento de una literatura hecha a la escala de las necesidades espirituales y de la inspiración de una colectividad es el que anticipa y luego sostiene y justifica las obras altamente organizadas y diferenciadas de un Lugones, de un Quiroga, de un Mallea, de un Martínez Estrada, de un Borges, en la que el material suministrado por la cultura local y aún el importado de otras realidades culturales (ciertos temas y actitudes de Mallea y de Borges, por ejemplo) florecen y se transfiguran con sentido y trascendencia universal, sin perder coherencia con el medio. El sello de origen impuesto por la unidad de una tradición, a través de las vocaciones individuales, los salva así de los logros puramente estetizantes por la extremada rarefacción de su cultivo.
 
Este cimiento o puente o lo que sea, es el que nos falta a nosotros los cuentistas y novelistas paraguayos. JULIO CORREA es quizás el único antecedente digno de mención; pero aún con él, lo más auténtico de su obra se ha dado en un género, el teatro, de 'TEMPO y dispositivos de expresión distintos a los de la narrativa (lo que no atenúa su influencia fertilizadora) y se ha volcado en el cauce verbal del guaraní (lo que sí apunta al problema crucial de nuestra novelística, configurado por el bilingüismo; pero de esto vamos a hablar luego).
 
Trabajamos pues sin guías; sin el estímulo de esos campos de inducción que se generan a lo largo de la línea de fuerza del estilo de vida de la comunidad; de eso que para llamar de alguna manera llamamos ALMA NACIONAL, con sus mitos y tabúes, su oscuridad y su lucidez, sus paroxismos y depresiones vivientes, y también la sístole y diástole del corazón colectivo palpitando en el cuerpo histórico y biológico de nuestra cultura, ambivalente por su naturaleza y esquizoide por los condicionamientos reflejos de su dicotomía idiomática. Todo se reduce entonces a balbuceos autosuficientes pero vacuos; nos agobia nuestra íntima potencia espiritual que se destroza y evapora al chocar con nuestra impotencia comunicativa, con lo que, para decirlo en jerga filosófica, nuestro ser colectivo se desrealiza, pierde sustancia y no gana existencia, cuando es pensado por la conciencia individual que representa el escritor. Todo aquel que llega siente la incómoda sensación de ser prácticamente el primero, y se ve abocado al engorro de tener que agacharse para sacar el tronco inexistente del inexistente camino, de comenzarlo a partir de allí con lo que tenga a mano. Así caemos con muchos aspavientos en la inanidad o en la altanería, si es que no aserramos de una buena vez, al mismo tiempo, la rama en que al fin conseguimos sentarnos después de saltar de una a otra: poesía, ensayo, historia, periodismo, etc., en una larga y resentida esterilidad.
 
La carencia de una tradición popular que le sirva de base y sostén es, a mi juicio, una de las principales causas de la debilidad de la literatura paraguaya. Ninguna literatura del mundo ha comenzado por ser culta, sino eminentemente popular. Así como la formación y construcción de un idioma es un proceso colectivo, científicamente demostrado por la lingüística, lo mismo ocurre con las literaturas, tal como lo prueba el estado actual de los conocimientos en antropología cultural y en la nueva sociología llamada "de profundidad". Leyendas, sagas, cantares de gesta, la anónima ebullición del folklore vitalizan sus raíces y producen su eclosión y desarrollo. Aun los escritores de más vigorosa personalidad creadora lo son en la medida en que encarnan en sus obras la realidad de su medio, la voluntad vital de su colectividad y el sentido de su tradición. En la convergencia de estas dos dimensiones históricas, colectividad y tradición -tan definidas como las categorías de espacio y tiempo, y acaso sus equivalentes sociológica y metafóricamente hablando-, las obras de estos escritores alcanzan, como concentraciones focales, la viva y radiante intensidad de una nueva dimensión: la dimensión, casi intemporal, de su autenticidad y perdurabilidad que se opone a la fluida opacidad del destino y que lo modifica y corrige al registrarlo en el ámbito del devenir cultural.
 
Esta base popular de la literatura paraguaya no existe en español, sino en guaraní, en su tradición oral y escrita (cancionero, teatro, narrativa y periodismo).
 
En ausencia de una tradición novelística de raigambre popular, el escritor de ficciones se ve solicitado -y por tanto frenado- en varias direcciones, simultáneamente.
 
En primer lugar, el hecho más evidente es que nuestra novelística se halla atrasada por lo menos en cincuenta años con relación a la de los demás países de Iberoamérica. He dicho que los cuatro o cinco títulos más ponderables no constituyen aún una novelística, sino a lo sumo esfuerzos parciales que lo prefiguran. ¿Qué hacer para ponerla al día? ¿Cómo saltar, para lograrlo, por encima de un ancho baldío donde ni siquiera existen materiales de demolición? ¿Cómo descubrir o improvisar -si esto pudiera hacerse- una tradición inexistente o que está falseada? Todas estas preguntas y muchas otras que sería ocioso enumerar, cuestionan por su base la conducta del escritor, la elección y el tratamiento de los temas, su postura espiritual y psicológica; cuestionen, en fin, su estrategia y su táctica como hombre de letras, su responsabilidad moral como hombre simplemente. Claro que alguna súbita aparición genial daría al traste con estas conjeturas, resolvería o anularía todos los problemas sin más ni más, como siempre ha sucedido. Pero mientras esperamos al meteoro, es preciso seguir adelante, aunque sea a tropezones con nuestra propia sombra.
 
No hay escapatoria tangencial al dilema. Algunos hombres de ingenio se entretienen con subterfugios evasivos. Jorge Luis Borges, conceptuado como uno de los más grandes escritores vivientes de habla hispana, sostiene, por ejemplo, que éste de la tradición es un seudo problema, y afirma que la tradición argentina es toda la cultura occidental. Su aserto tiene la eficacia aparente de las tautologías; no se lo puede discutir, pero tampoco expresa toda la verdad. Es cierto que Europa es la tradición no solamente de los argentinos sino de los latinoamericanos, en general, pero como ingrediente o elemento constitutivo de su realidad cultural. Como toda afirmación meramente ingeniosa, la de Borges es reversible: se le podría pre-guntar qué ubicación tendrían en la cultura europea un Sarmiento, un Martí, un Payró, un Quiroga, un Correa. No serían más que bárbaros o salvajes AMERICAINS. No; decididamente, estas cuestiones son más difíciles de lo que parecen a primera vista.
 
En cuanto a los escritores paraguayos, sabemos las consecuencias -no muy alentadoras por cierto- que se han derivado de remedar dócilmente la cultura europea, olvidando que la nuestra está aún por hacer, por lo menos en lo que se refiere a su expresión literaria.
 
 

3
EL BILINGÜISMO

Creo que el problema del bilingüismo, por sus complejas implicaciones, es uno de los grandes obstáculos en que tropieza nuestra novelística para su desarrollo y expresión. Hace tiempo que vengo llamando la atención sobre este asunto en charlas, conferencias, notas y conversaciones, (2) a fin de contribuir al surgimiento de una razonada inquietud que apunte hacia las posibles salidas.
 
No sé de otra situación más extraña y más incómoda que ésta. El investir sobre el escenario la autoridad de los antiguos ensalmadores de la raza.
 
Pero si esto es posible hasta cierto punto en el teatro vernáculo de masas, no lo es en los demás géneros literarios, especialmente en la novela. La tendencia natural de todo arte es la proyección de su resonancia, su trascendencia de lo particular a lo universal. El escritor paraguayo no puede olvidar por esto que, aún dependiendo de una instancia lingüística muy singular, se halla insertado en el tronco común de la cultura hispanoamericana cuyo vehículo expresivo es el español. Siente su gravitación, es atraído por este campo de resonancia más vasta. Por tanto, socaso del bilingüismo en el Paraguay es único en América. Lo es, entre otras razones, por la primacía del guaraní en el mundo anímico de los paraguayos, luego y a despecho de cuatro siglos de convivencia con el idioma culto. Esta insólita supervivencia de la lengua autóctona, ¿no estaría indicando la permanencia subyacente o mimetizada de ciertos residuos entrañables de la cultura indígena que aún sigue modulando en secreto su impronta en la cultura paraguaya?
 
¿En cuál de estos dos idiomas trabajará el escritor que quiera ser auténtico? Si decimos que el guaraní proporciona al escritor la versión directa de los temas y le pone en contacto vital y emocional con su tierra, con su historia y con su gente, la elección parece obvia. Pero la elección del idioma vernáculo aparejaría el confinamiento localista de su obra. Hablaría en ella a su pueblo, pero sería mudo para los otros. Fue el caso de JULIO CORREA: su teatro guaraní comportó una fidelidad y una renuncia, un gesto de humildad suprema pero también de espléndida soberbia americana. Sus piezas teatrales más que obras literarias, fueron -como dijo Alberdi de las propias -actos de coraje, de patriotismo, de sinceridad. Pero no todos se sienten dispuestos a una actitud semejante. Hacen falta mucha convicción y mucho desinterés. Su compensación consistió, en cierto modo, en el cálido contacto con las masas populares, en oficiar y sentir -más que representar- la dignidad ritual del payé, entre su espíritu actúan dos fuerzas divergentes. Además, al escribir en castellano, pero pensando e intuyendo en guaraní, como se sabe, la traducción se consuma en el acto mismo de la elaboración literaria, lo que no puede menos que afectar la integridad de su trabajo. De esto se deduce otra dificultad restrictiva sobre la novelística paraguaya. La aptitud de nuestro pueblo para la narración es innata; he pasado toda mi infancia en el campo, y todavía me asombra el recuerdo de fantásticos narradores, de su manera especial de contar, dueños de una técnica espontánea, eminentemente coloquial, que debía corresponder, sin duda, a una "manera", a una tónica tradicional. Y aun en la ciudad, ¿no eligen instintivamente nuestras abuelas el guaraní para trasegar sus memorias festivas o dramáticas? ¿Y para qué hablar de la poesía payadoresca de los "compuestos", repetidos, variados o improvisados al son de cantos y rasgueos de guitarras y arpas?
 
 

4
ESTILO

Naturalmente, no se trata de "hacer" folklore (en el sentido peyorativo de esta palabra), ni de componer literatura nativista o pintoresquista. Pero el novelista o cuentista culto no puede prescindir de esta rica y oscura porción de nuestra realidad ambiental y espiritual; no puede excluirla sin rebajar el potencial de su capacidad de concepción y expresión. Sabemos, sin embargo, que los ámbitos idiomáticos del español y del guaraní conviven, no tanto en una corriente simpática de intercambio e interacción, como en una sostenida colisión de módulos, de formas, de ritmos, que los lleva a roerse recíprocamente en un proceso de erosión destructiva y no de integración creadora, como podría hacerlo suponer la creciente castellanización del guaraní y vice-versa. Esta es una hibridación bastarda o degenerada, más vale, que delata un acoplamiento con incompatibilidades muy serias. Si desde el punto de vista de las leyes lingüísticas este fenómeno puede ser explicado con relativa facilidad, no lo es tanto desde el punto de vista simplemente literario. Tenemos que inventar aquí la sopa de ajo. Y cualquiera sea la fórmula elegida, sabemos por anticipado que el cuentista o novelista culto que escribe en castellano no va a cometer la tontería de pretender trasladar a sus textos las características formales y técnicas del guaraní (prosodia, semántica, sintaxis, léxico); procurará a lo sumo incorporarles su atmósfera, infundirles su sentido, su emoción vital. Pero esto es lo que es endiabladamente difícil; en especial, el problema del diálogo, la víscera más importante, suerte de hígado-corazón, de las estructuras narrativas que no podemos sustituir con elusiones o traducciones más o menos ortopédicas (como propone Rodríguez Alcalá), sin que el pulso de la narración se nos venga a cero.
 
En EL TRUENO ENTRE LAS HOJAS he tentado una fórmula aproximativa por vías de la transcripción casi fonográfica o literal del habla mestiza (nuestro típico ñe’ẽ serrucho), que no me satisface en absoluto. Encuentro muy justa la desaprobación de mi crítico que la califica de jerigonza o pasticha. Tan desagradable le resulta, que prefiere y me recomienda "un sacrificio de autenticidad" en la traducción, a ingerir en los textos esos trozos vivos y calientes, viscosos, viscerales, de nuestra parla popular así como es en la realidad, no como debiera ser en la literatura.
 
Sus acotaciones sobre este punto me hacen sospechar que esta falencia del diálogo, definida como una "falsificación antiestética del lenguaje del pueblo", se relaciona con una deficiencia estructural en la ejecución estilística de mis cuentos; quiero decir que no sólo el diálogo es defectuoso sino, en un sentido más amplio, la técnica misma que empleo. Rodríguez Alcalá señala, en efecto, cómo el desarrollo de mi trama narrativa se interrumpe a menudo con la continua introducción de pormenores e incidentes inesenciales o de enfoques retrospectivos que disuelven la fluidez de la acción superponiendo narraciones o extrayéndolas unas de otras mediante raccontos o flashbacks. Presumo que debe haber en esto, como lo insinúa el crítico, una falta de desacomodación o de desarmonía en la presentación y diseño de los caracteres en relación con la atmósfera y el estilo de los demás en que intervienen personajes rurales.
 
Me interesaba, en un principio, este desdibujamiento del tiempo con cortes transversales en la cronología real de la peripecia para lograr una atmósfera de irrealidad o de sobrerrealidad en que la transición de lo humano a lo cósmico, de lo telúrico a lo espiritual y de lo cotidiano a lo permanente, se produjera sin esfuerzo y como por fatalidad. Uno de los elementos suscitadores de esta atmósfera creía yo que podía ser una insistencia reiterativa, algo semejante al monótono llamamiento que provoca la hipnosis o la sugestión, en ciertas circunstancias diríamos rituales del relato. Tenía presente el recuerdo de los círculos concéntricos girando en oposición y con ritmos alternos en la Danza de las Hogueras de los indios maccá. El resultado fue, en los cuentos, un informe remedo de pasión contorneando la acción y aflorando sobre los seres, las cosas y los hechos, no como halo sino como gelatina. En estas condiciones, el diálogo realista que objeta Rodríguez Alcalá, hizo resaltar aún más mi fracaso.
 
Pienso, de acuerdo con el consejo del crítico, en la estupenda solución que logró SILONE en FONTAMARA, haciendo él mismo de lenguaraz de sus CAFONI analfabetos, sitiados en su encerrona dialectal, más o menos como nuestros CHOCOCUÉS. Pero los cafoni de Silone eran imaginarios, y su necesidad de traducirlos no pasaba de ser un lujo retórico, una estratagema literaria como cualquier otra. Pero a este ilustre ejemplo, no me decido del todo por la traducción de nuestros campesinos guaranios; quiero emperrarme en oírles hablar, en exigirles que me den a través de sus propias palabras esa cuarta dimensión que Ortega atribuía al diálogo. Me reconozco culpable de haber introducido, por primera vez en la narrativa paraguaya, al menos en forma sistemática, la parla mestiza de nuestra gente, hibridación que existe en la realidad -en mayor medida en la ciudad que en el campo-, y que constituye una de las características, cada vez más acentuada, de nuestro bilingüismo. ¿Se puede negar esto? Como cuentista, traté de captar y reflejar este aspecto idiomático de nuestra realidad ambiental. No me propuse, fundamentalmente, reformar nuestra lengua; aunque la repelencia antiestética provocada por este recurso de "verismo naturalista", podría ser mi contribución indirecta para ello.
 
Pero, ¿y las novelas de Faulkner, de Caldwell, de Steinbeck, empedradas de frondosos parlamentos en riguroso y áspero slang, o las piezas de O’Neill, o al otro lado del mar, las del tremendo Bernard Shaw, con sus personajes chapurreando el infecto cockney de los bajos fondos londinenses? Sé que esto se podría refutar digamos con una sonrisa; que el medio cultural de estos escritores es distinto al nuestro; que estas distorsiones estilísticas se pueden tolerar porque se producen sobre el fondo de una tradición literaria de enorme densidad y calidad. No vale la pena hacer hincapié en estos elementales distingos. Pero debido a ello es que estamos hablando de la problemática de nuestra expresión en la novela.
 
El bilingüismo, el escollo del diálogo, la dificultad de transportar la temperatura emocional de las vivencias que se engendran en el substrato de la psiquis colectiva escindida en dos canales idiomáticos, la necesidad de elaborar a cada instante una literatura popular y de prolongarla y trascenderla hasta un nivel mucho más alto que el de nuestra sensibilidad y receptividad medias, hasta el nivel común de la literatura en América, todos estos problemas descargan un mundo de responsabilidades y riesgos sobre nuestra misión de adelantar la novelística paraguaya. Como un detalle sugerente, ¿no se ha meditado sobre la pobreza de nuestra novelística de la Guerra del Chaco, por ejemplo, en comparación con la boliviana, que ha sabido extraer de esta común experiencia páginas memorables, muy superiores a las de nuestros escritores combatientes? Ni OCHO HOMBRES de VILLAREJO, ni CRUCES DE QUEBRACHO de VALDOVINOS, se pueden equiparar a ALUVIÓN DE FUEGO de CERRUTO, ni a SANGRE DE MESTIZOS de CÉSPEDES. ¿Qué resortes inhibitorios frenaron a nuestros novelistas? ¿O es que la sensación de la derrota experimentada por nuestros adversarios de ayer, ayudó a sus novelistas en la catarsis literaria? Detrás de estos juegos de palabras está la realidad escueta y oscura cuya clave debemos desentrañar.
 
Debido a esto -como se sabe-, es que la historia o la sociología, géneros de alguna manera didácticos y especulativos en que las dificultades anotadas no operan coartándolas, han progresado mucho más rápidamente. Lo confirma el crítico argentino JUAN CARLOS CHIANO, que ha indagado con acierto nuestro fenómeno literario cuando escribe a propósito de mi libro: "La literatura paraguaya se singulariza entre las demás de América hispánica por la constancia con que se ha comprometido en el pasado y en el porvenir de la patria, para testificar apasionadamente el primero y profetizar su confianza en los años futuros, que se auguran sobre los conflictos sociales que demoran el desenvolvimiento nacional. De ahí que la función literaria más abundante -y también la más prominente-sea la historia, ya entregada a la condena sin alternativas de los hombres y los sucesos pasados, ya al elogio desmesurado de los mismos actores y hechos".
 
No se trataría entonces de una deficiencia funcional de nuestra cultura, sino de una falla orgánica en sus modos de expresión, como ya lo he anotado.
 

NOTAS
1-. "Julio Correa visto por sí mismo", Hugo Rodríguez Alcalá. Revista Iberoamericana, Vol. XV, N° 29, 1949. "Campos Cervera, poeta de la muerte". Ibídem, Vol. N° 33, 1950.
 
2-. Ver entre otros trabajos: "La poesía actual en el Paraguay", charla pronunciada por Augusto Roa Bastos en la BBC de Londres, en octubre de 1945, y reproducida en la Revista del Ateneo Paraguayo, N° 11, 1946. "La música y el carácter nacional paraguayo", conferencia pronunciada por el mismo, en la Asociación de Músicos del Paraguay, y reproducida en el diario El País, el 20 de diciembre de 1946.


 
5
 
EFECTIVISMO

En otro capítulo de su ensayo, HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ también me reprocha la técnica efectista de mi literatura. Tiene razón; voy a explicarme, no a justificarme; voy a mirar las cosas desde fuera de mí mismo.
 
Esa literatura artificial o sofisticada, de la que he hablado, superpuesta a nuestra realidad, representa para los novelistas y para los poetas paraguayos de hoy un factor desencadenante de sus excesos, de su agresividad expresiva. Sentimos que debemos raspar esa costra para llegar a lo vivo. Nos volvemos negadores a la fuerza, iconoclastas por definición, parricidas literarios por un complejo muy parecido al de Edipo (y esto quizás no sea una mera metáfora freudiana).
 
Hay mucha ñoñez, mucha cosa relamida y dulzona al viejo estilo; esa floricultura de huertos familiares y antañones donde se cultivan los sentimientos en los moldes del barroco español, que es sí nuestra herencia, pero no toda nuestra herencia, sin contar que está también bastardeada y esclerosada con resabios de un patriarcalismo y de un romanticismo bastante tronados y espectrales. Cegados por nuestro apego a lo distinguido, por nuestros presuntuosos escrúpulos gentilicios, no hemos podido superar nuestro disgusto o nuestro temor por lo plebeyo, por la vida andrajosa que se agita y amasa en el arroyo; que es repelente, sin duda, pero que suministra también una preciosa levadura para las contaminaciones fecundas. Por su parte, los que se han "acercado" al pueblo y lo han tomado como tema de sus divagaciones literarias, juntamente con su mitología y sus costumbres, con el falso pintoresquismo de motivos y temas epidérmicos, no han sido más eficaces. No me refiero, por ejemplo a Domínguez, que aparte de no ser novelista fue menos un estilista que un terapeuta. Él trató de salvarnos del marasmo galvanizándonos con su método de autofascinación narcisística, y provocando un absceso de fijación en los tejidos de nuestro descalabrado organismo nacional. Era un método como cualquier otro; diametralmente opuesto al del boliviano ALCIDES ARGUEDA, por ejemplo, que trató de hacer lo mismo que DOMÍNGUEZ escribiendo su PUEBLO ENFERMO.
 
Salvo las cuatro o cinco figuras más representativas de las letras paraguayas del pasado -de un pasado que comienza con la nación y llega hasta la segunda década del siglo-, las demás han caído casi inexorablemente en una de estas dos posiciones igual-mente falsas: o han eludido la realidad del país copiando y remedando fórmulas, tendencias y estilos cultos y estetizantes, o han tratado de captar solamente los aspectos externos de esta realidad; pulcros poetas de la ciudad pintaron con temas campesinos tarjetas postales de publicidad turística.
 
Prueba de lo primero son los ecos tardíos y apagados del romanticismo (español y francés), del parnasianismo, del simbolismo o del modernismo, que llenaron la literatura paraguaya -principalmente la poesía- con dejos y desechos de Hugo, Espronceda, Zorrilla, de Lisle o Darío, y la poblaron de figuras exóticas: princesas, pajecillos, ninfas y semidioses, en el calco de escenas y motivos griegos.
 
Expresión de la segunda postura son las obras de carácter NATIVISTA o AUTOCTONISTA. En ellas, los personajes literaturizados de la mitología guaraní o los símbolos de su cosmogonía o las figuras y los aspectos circunstanciales y pintorescos de su folklore, suplantaron a los dioses, ninfas y pastores helénicos, con lo que esta postura vino a ser no menos falsa que la primera: una forma de escape o de simulación. Allí está, por ejemplo, la hierática obra de albañilería literaria de NATALICIO GONZÁLEZ (mucho menos interesante y significativa que sus ensayos de interpretación sociológica y cultural), finisecular por el estilo, feudal y reaccionaria por las ideas de falso nacionalismo que propone.
 
Toda esta literatura libresca, este repertorio de actitudes y gestos postizos, petrificadas en la penumbra de la PSICOLOGÍA DE POZO, de enterrados vivos, que es otro aspecto de nuestro aislamiento cultural, ha alzado una tapia, una decoración retórica, detrás de la cual la vida zumba y el pueblo descalzo trajina agobiado sobre la tierra ardiente y escarlata.
 
Al patear esa tapia heráldica saltan las palabrotas. RODRÍGUEZ ALCALÁ se queja repetidas veces de mis transgresiones de las leyes estéticas; formula su admonición contra mis brulotes inciviles, contra mis párrafos "intranscribibles". Y le comprendo; no voy a llevar la baladronada de mi falta de urbanidad literaria hasta el punto de negarle que me abochorno cuando me lo hacen notar. Pero quisiera desagraviarlo a él y a mis lectores molestos, explicándoles que no es mera fanfarronería exhibicionista. Ahora que lo veo en frío, me doy cuenta de que efectivamente es el producto, la reacción inconsciente de una irritación contra este engolamiento de nuestra prosa y también contra las actitudes mentales pacatas e hipócritas que ella envasa y preserva. Uno siente la irresistible tentación de aplicarles un revulsivo, de echarles un poco de ácido; es la tentación no inédita que nos lleva a hacer las cosas POUR ÉPATER LE BOURGEOIS, cuando el burgués nos exige que respetemos su digestión en nombre de valores que nada tienen que ver con esa apacible digestión..., mientras los demás, los más, pasan hambre, hambre del cuerpo y hambre del alma, aplastados por la supervivencia de una organización semifeudal en la que ni siquiera se puede soñar con esos refinados valores del espíritu. En tal situación, es una ironía hablar de ellos; más que una ironía, una verdadera irrisión.
 
Esta actitud de rebelión y de agresividad verbal, no es sólo una reacción del espíritu de clase. Yo soy burgués, o al menos, pertenezco por mi extracción a la clase pequeña burguesa; pero la única posibilidad que tengo de liberarme de ese molde social caduco, es sublevándome contra él para acercarme a la masa de los oprimidos. No me puedo jactar de pertenecer a la clase de los opresores; no es un orgullo serlo; pero tengo que hacer algo para redimirme de su estigma y afirmar mi voluntad de liberación.
 
De aquí, tal vez, la "incivilidad", la virulencia de mi prosa, que reprueba Rodríguez Alcalá. No es sólo un regodeo en las aguas servidas del mal gusto; la fruición de manipular los restos cibales, la obscenidad o la grosería porque sí, gratuitamente. Es también un recurso táctico para cuartear ese pudor puritano, ampollar la piel demasiado fina o demasiado encallecida de los lectores hedonistas, para infiltrar por los poros abiertos bajo el sinapismo vesicante la apelación dramática que nos mueve y conmueve y que está, lo sabemos, no en las malas palabras o en "la suciedad que se rezuma a través de esas páginas impregnadas de dolorosa miseria", sino en nuestra patética, desamparada, insobornable nostalgia de bien y de solidaridad humana, que vive bajo esos "feos manchones". En el Paraguay podemos hacer las cosas más tremendas; podemos exterminar por el hierro o la bala una familia, poblaciones, generaciones enteras (de tanto en tanto se practican estas hecatombes propiciatorias en aras de un color partidario); podemos contemplar, impasibles, lo peor; vejámenes, depredaciones de todo calibre, óptimos estupros, persecuciones, desmanes. Es grave pero no se tolera que los escritores lo pongan en letras de molde. No soportamos el testimonio de nuestras atrocidades; somos muy sensibles al remordimiento. Nuestro acto de contrición es el olvido. La opinión pública espera que el escritor alce tímidamente los ojos a la luna y suspire o cante "a los mansos arroyitos, a las noches azules, a las trenzas renegridas de la morena, a las tiernas florecitas de los campos...". Esto es textual; me lo aconsejaron en un periódico de Asunción. Y en cuanto a la transcripción de nuestras lindezas coloquiales, ni se nos ocurra. Queremos ser comprendidos; nos gusta el retrato artístico, con retoques, bajo los cuales se escurran nuestros defectos y no afloren nuestros vicios, nuestros apetitos y nuestras pasiones. ¡Puah..., eso a los chanchos! Pero entonces la aparente serenidad, la melosa fragancia, el equilibrio exaltado, el "desinterés" estético, la prosa artística, son la distorsión y la mentira.
 
Si somos herederos del barroco y de las buenas maneras, del ascetismo senequista y del buen sentido pancesco, de Góngora y de Teresa de Avila, de la pulcritud estilística, del afinamiento estético, lo somos también de la picaresca, de la germanía, del desenfreno del habla que irrumpe y alborota muchas páginas de Quevedo y del propio Cervantes. Desde EL LAZARILLO DE TORMES a un Ricardo León (para mí insufrible), a un Valle-Inclán, a un Miró (a quienes admiro), la prosa, la novelística española tiende sus canales con una riqueza de matices que incluye aún lo obsceno, lo arrabalero, lo canallesco, lo picante, etc., pero en función artística, lo que no es paradoja ni contrasentido. Si todo lo excesivo es insignificante, como decía Stendhal, también lo continuamente perfecto o lo bonito aburre. En Francia, Flaubert se apoya en Rabelais y en Voltaire (no me refiero a sus afinidades, sino a sus oposiciones o complementaciones); Marcel Aymé y Giono, en Anatole France y Schwob. ¿Tienen pelos en la lengua León Bloy, Philippe, Mauriac, Sartre? En Inglaterra, la curva que une Chaucer y Swift a un Dickens, a un Graham Greene, pasa por Shakespeare, por Shaw, por Joyce, por Lawrence, por Orwell. Y en Norteamérica, ¿acaso el licencioso pero estupendamente poético lenguaje del Faulkner de Santuary y The Wild Palms, o el escatológico frenesí de Henry Miller, niegan la prestancia estética y fundadora de Melville, Hawthorne, o de sus continuadores, como Wolfe, Wilder y Katherine Anne Porter? Todos estos son también escritores burgueses y no precisamente revolucionarios.
 
En nuestra América hispánica, el espesor visceral, vital, las escalofriantes descripciones de EL SEÑOR PRESIDENTE, de Asturias, no le impiden ser una obra maestra; al contrario, contribuyen a la densificación de su élan como ocurre en el TIRANO BANDERAS, de Valle-Inclán, su antecedente inmediato en tema y estilo. Si expurgáramos la novela de don Ramón de sus palabrotas soeces, de su brutal inocencia o primitivismo de lenguaje, la historia de Santos Banderas no tendría seguramente el voltaje que tiene. No vamos a quemar las burbujas calóricas de nuestro temperamento al solo efecto de postular nuestro ingreso en el mausoleo de las antologías o de los manuales de estética.
 
Hechas las salvedades de distancia y altura (pigmeo a la sombra de gigantes), reviso mi librito de cuentos y noto qué módicos resultan los cuescos de mi posadera, la postema que supura en el matungo de Miscowsky, en EL CARUGUÁ, las crueldades de Harry Way, él feo vicio odorífero de Simón Bonaví (que por otra parte era el de nuestro famoso alférez Ñanduá), en el cuento final -para no citar sino estos pocos ejemplos-, ante las libertades de expresión que se permitieron los autores nombrados.
 
En todo caso, las fealdades de lenguaje duelen menos que las injusticias sociales; no veo por qué han de alarmar las unas y se deben callar las otras. Yo no puedo pintar con colores agradables lo que detesto.

 

6
 
LITTERATURE ENGAGEE

Uno de los reparos más importantes que RODRÍGUEZ ALCALÁ concreta a mi volumen primogénito de relatos paraguayos, es el que se refiere al afán redencionista que insufla la mayoría de sus páginas, y que disminuye o degrada su calidad estética. "No debiera subordinar su arte -me exhorta- a una finalidad no artística. Debe, ante todo, concebir su obra como obra de arte. Primero el arte...", etc.
 
Este reparo involucra una contradicción. En efecto, al comienzo de su ensayo escribe: "El Paraguay que Roa nos pinta es, en verdad, una tierra que ha devorado el poder cósmico del trueno; una tierra que vive en la violencia, en la injusticia, en la explotación... un país de cuarteladas continuas, de caciques y militarotes mandones, de negreros ambiciosos y crueles... el país del campesino desvalido y explotado, víctima de la violencia ambiente, de la avaricia y de la injusticia organizadas como sistema". Y más adelante agrega: "El apasionado afán de redención que anima a la obra toda y que, desde el punto de vista ético honra a su autor, desde el punto de vista estético constituye un factor negativo".
 
Ante el espectáculo de los males que afligen a la patria, resulta en verdad difícil mantener una circunspecta mesura artística. Las vocaciones más pacientes se vuelven amargas y violentas. Sería inútil reclamarles una producción literaria para el simple disfrute estético de minorías privilegiadas.
 
A mí me avergonzaría escribir con exclusividad para minorías cultas, y si estuviese forzado a hacerlo, emplearía, lo confieso, todos los recursos de mi voluntad para irritarlas y sacarlas de quicio, como a mí me irritan y me sacan de quicio su muelle aristocratismo, su desprecio, disfrazado de compasiva magnanimidad, por los desheredados, los explotados y los humildes, los que, a su criterio, no deberían tener voz ni conciencia de sus males, en su condición natural e irredimible de sumergidos, sumergidos bajo la línea de flotación de la cultura, detritos humanos que ruedan fuera de la literatura, pero que a nosotros nos permiten nuestros "ocios creadores".
 
Rehuso adscribir mi literatura a esta especie de neutralidad benévola en favor del arte y la cultura. Prefiero comprometerla hasta los huesos en ese "afán redencionista" que se me reprocha. La belleza no puede ser un pretexto para la abstención irresponsable del artista en medio de las luchas de su tiempo. Esta aparente abstención está también "enganchada y comprometida" no en el desinteresado disfrute de los valores estéticos cuya "pureza" pretende custodiar, sino en la justificación del orden establecido, en la aspiración no confesada de congelar la historia en favor de los opresores y, más directamente, en la lucha contra el pueblo. La filosofía y la estética de la abstención pertenecen al pasado. De una manera u otra, todos hemos tomado partido. Por eso no existe en la actualidad literatura que no sea ENGAGÉE. Y si el privilegio de la libertad es la posibilidad de elección, yo no podría elegir el partido de los que tratan de retener la cultura como patrimonio y posesión exclusiva de una minoría de espíritus selectos y predestinados.
 
Es despreciar la literatura creer que sólo sirve para usos suntuarios. Es también una herramienta para trabajar por el destino del hombre, por el mejoramiento de la sociedad, por la abolición de los males falsamente necesarios que obstruyen el camino de la libertad en una sociedad defectuosamente organizada y corrompida por la idea del privilegio. "No hay más que un único tema de novela: la existencia del hombre en la sociedad y su conciencia de las servidumbres impuestas por el carácter social de esta existencia" -se queja más que razona, Caillois. Impuestas -agrego yo- por el carácter social de esta existencia sometida al terrorismo de violentos prejuicios asociales e inhumanos que los "directores" de la sociedad se empeñan en hacernos creer que son inamovibles e inmutables, echándole la culpa a Dios o a la maldad esencial e irremediable de la especie humana, según Spengler, Burnham, Toynbee y demás profetas filosóficos del imperialismo en la cultura.
 
Por todas estas razones, mi libro "no es una visión estética de la tierra-como lo reconoce mi crítico-, sino una airada protesta que se expresa en el sufrimiento resentido, impotente y sin remedio, de seres de ficción (de seres reales de carne y hueso, diría yo) flagelados por un destino trágico". Por eso EL TRUENO ENTRE LAS HOJAS es implacable en la denuncia, en la protesta, en el testimonio. El autor no es un juez, no es el Juez, sino uno de los tantos testigos que depone en la causa del pueblo contra sus opresores. "Roa es cruel -dice Rodríguez Alcalá- porque quiere abolir la crueldad y la injusticia, la tiranía y la explotación". Nada más exacto. Es cierto también que lo escribí indignado, enfurecido por el atraso de mi pueblo. ¿Cómo pues iba a resultar un remanso de belleza apacible en el paisaje tranquilo, aquiescente, de nuestras letras? Pero el Paraguay que yo pinto, ¿responde o no a la realidad? ¿He inventado acaso su drama, puedo sin negarme a mí mismo desentenderme de mi pueblo andrajoso y sufriente? Sí, lo grito, me enfurece el retraso de mi patria tan hermosa, tan querida, tan triste y tan vejada. Soy carne de su carne doliente, astilla de su tronco hachado por el infortunio, y cargo con la herencia de las ignominias que algunos de sus hijos han cometido contra ella y siguen cometiendo. Si me callara, la boca se me caería a pedazos, porque jamás mi cobardía va a ser mayor que mi esperanza en su porvenir, en su regeneración, en su dignificación social y nacional.
 
He aquí explicado por qué no puedo hacer arte solamente, y por qué el tono fundamental de nuestra novelística va a ser, durante mucho tiempo todavía, el de la rebelión y de la lucha conscientemente admitida y entablada. En la línea de una "literatura comprometida" con el destino de nuestro pueblo, las novelas paraguayas surgirán y se afirmarán como esos actos de coraje, de patriotismo y de sinceridad, de que hablaba Alberdi. Y el arte, un arte humano y vigoroso, se dará por añadidura. Conciencia, pasión y esperanza en el Hombre, son nuestras armas contra la desesperación a la incertidumbre. Y de estos sentimientos, ahondados en la fraternidad con el pueblo, es de donde podremos sacar nuestra clarividencia de artistas, la posibilidad de acertar con la gran ley bajo cuyo signo, en el do-minio del mundo y del hombre, la necesidad se aúna con la libertad.


 
De: Alcor, Asunción, Paraguay,
 
marzo de 1957, pp. 6-8.
 
 
 
 



Ilustraciones: CATITA ZELAYA EL-MASRI

Intercontinental Editora,

Asunción-Paraguay 2009 (427 a 822 páginas)
 
 
 
 
 
 
 
 

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