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AUGUSTO ROA BASTOS (+)

  CAROLINA Y GASPAR y EL PAÍS DONDE LOS NIÑOS NO QUERÍAN NACER - Cuentos de AUGUSTO ROA BASTOS


CAROLINA Y GASPAR y EL PAÍS DONDE LOS NIÑOS NO QUERÍAN NACER - Cuentos de AUGUSTO ROA BASTOS

CAROLINA Y GASPAR  y

EL PAÍS DONDE LOS NIÑOS NO QUERÍAN NACER

Cuentos de AUGUSTO ROA BASTOS

 

 

AUGUSTO ROA BASTOS (Asunción, 1917-2005).

Poeta, narrador, periodista, ensayista, guionista cinematográfico y dramaturgo. Uno de los grandes maestros de la narrativa contemporánea, ganador del Pre­mio Cervantes 1989 y el escritor paraguayo de más renombre internacional, Roa Bastos vivió en el exterior (Argentina y Francia) durante casi medio siglo (desde 1947). Miembro del grupo que inició la renovación poética en el Para­guay en la década del 40 -con JOSEFINA PLÁ y HÉRIB CAMPOS CERVERA, entre otros-, regresó a su país natal poco tiempo después de la caída del régimen de Stroessner (1989). Muchas de sus obras han sido traducidas a varias lenguas, distinguidas con prestigiosos premios internacionales e incluso llevadas al cine. Sus libros de poemas incluyen EL RUISEÑOR DE LA AURORA Y OTROS POEMAS (1942) y EL NARANJAL  ARDIENTE (1960). En 1995 apareció POESÍAS REUNIDAS (Edición de MIGUEL ÁNGEL FERNÁNDEZ). Su copiosa producción narrativa —que tiene su géne­sis en el exilio gira, temáticamente, en torno a la realidad problemática de su país. EL TRUENO ENTRE LAS HOJAS, su primera colección de cuentos, data de 1953. Otras antologías cuentísticas son: EL BALDÍO (1966), LOS PIES SOBRE EL AGUA (1967), MADERA QUEMADA (1967), MORIENCIA (1969), CUERPO PRESENTE Y OTROS CUENTOS (1971), LUCHA HASTA EL ALBA (1979), ANTOLOGÍA PERSONAL (1980) y CONTAR UN CUENTO Y OTROS RELATOS (1984), para dar sólo unos cuantos títulos representativos. En 1960 publicó su primera novela, HIJO DE HOMBRE, obra ganadora del Concur­so Internacional de Novelas de la Editorial Losada (1959) y epopeya sublime de un pueblo sufrido y doliente, cuya narración abarca un marco temporal muy amplio: desde la dictadura del doctor José Gaspar Rodríguez de Francia (1814-­1840) hasta años después de la Guerra del Chaco (1932-1935). En 1974 salió a luz YO EL SUPREMO, su segunda novela y, hasta la fecha, la más traducida de las obras narrativas paraguayas de  las últimas décadas. Yo el Supremo-inspirada en un personaje histórico, el doctor Francia, supremo dictador del Paraguay durante 26 años-es también la novela que le ha ganado, hasta ahora, tres impor­tantes y codiciados galardones: el Premio de Letras del Memorial de América Latina (Brasil, 1988), el Premio Cervantes (España, 1989) y la Condecoración de la Orden Nacional del Mérito (Paraguay, 1990). En 1984 apareció EL SONÁM­BULO, una novela corta. Sus últimas novelas publicadas son: VIGILIA DEL ALMI­RANTE (1992: Premio El Lector), EL FISCAL (1993), CONTRAVIDA (1994) y MADAMA SUI (1995), obra que le ganó el Premio Nacional de Literatura 1995, galardón que en Paraguay sólo se otorga cada dos años. También es autor de METAFORIS­MOS (1996)y de una pieza teatral, La tierra sin mal (estrenada en Asunción en 1998), ambientada en las Reducciones Jesuíticas del Paraguay y situada en 1768, año de la expulsión de la Compañía de Jesús de territorios americanos. Posteriormente dirigió la colección infanto-juvenil "Festilibro" que consta de siete libros. De másreciente aparición son dos obras para niños y jóvenes, publicados póstumamente: CUENTOS PARA LA HUMANIDAD JOVEN (2006) y CAROLI­NA Y GASPAR (2007)

 

 

CAROLINA Y GASPAR

 

Esa mañana Carolina y Gaspar se aburrían soberanamente con la institutriz, una señora antigua y algo maniática, que venía a darles clases particulares para "sacarlos" de su atraso en la escuela. Esa mañana, ade­más, estaban disgustados con la institutriz, la señorita Petra.

Ella les iba mostrando sus colecciones de insectos clavados con alfileres en cajas de celofán. Moscas enormes, abejorros, libélulas, ciga­rras, luciérnagas, mariposas de todas las especies: un cielo entero de in­sectos voladores ahora inmóviles y sin vida. Los chicos decían que la historia natural que enseñaba la señorita Petra era una historia antinatural, porque lo natural era que esos bichitos volaran alegremente su vida. Eso es lo que murmuró Carolina por lo bajo, esa mañana:

-Esos bichitos deberían estar volando por el aire como los pájaros, como  nosotros...

-¡Silencio, niña! ¡No refunfuñe-la retó la señorita Petra con sus anteojuelos de marcos de oro montados en la punta de su nariz-. ¡Hay que tomar en serio las cosas, caramba!

Le tocó el turno a Gaspar. La señorita Petra le señaló con el puntero una mariposa de las llamadas Coronas Boreales. Debió de ser muy her­mosa en vida. Antes de estar clavada allí habría sido un verdadero peda­cito de arco iris. Ahora parecía apagada. Sólo brillaba entre sus alas la cabeza de bronce del alfiler que la sujetaba en la caja.

-¿Qué es esto, alumno? -preguntó la señorita Petra.

-¡Eso es un crimen! -contestó Gaspar, lleno de repugnancia y tristeza .

­

La institutriz amaba mucho sus colecciones de insectos y detestaba a los niños atrasados y respondones.

-¡Vaya al rincón hasta el final de la clase!-le ordenó con la larguí­sima uña de su dedo índice.

Carolina lo alentó al pasar con uno de esos gestos incomprensibles que sólo ellos entendían.

-¿Por qué esos insectos no están  libres? -preguntó Carolina algo maliciosamente a la señorita Petra.

-Porque están muertos -dijo ella, ajustándose los anteojuelos-. Ahora nos sirven para que estudiemos sobre ellos.

-Pero los bichitos muertos no pueden enseñarnos nada -protestó Carolina.

La señorita Petra cerró sus cajas, se encajó en la cabeza su gorro puntiagudo y se marchó también disgustada esa mañana.

Esto sucedió antes de que Carolina y Gaspar hicieran el gran descu­brimiento de los muñequitos, hijos del sol y de la luna. Pero esa es otra historia. Y en ésta sólo hablaremos de Carolina y Gaspar, los primos que se querían como hermanos y que eran los mejores amigos del mundo.

Lo cierto es que, en la escuela, los demás alumnos los miraban como a dos bichos raros. Eran los peores del grado, pero eran los mejores en los juegos.

Ya desde el jardín de infantes sobresalían entre todos por su habilidad para correr y saltar, hacer morisquetas y contorsiones imitando a los animales, por su imaginación para dibujar con lápices de colores, pegar

figuritas en los cuadernos o modelarlos en plastilina. Nadie como Gaspar y Carolina para jugar a las escondidas, el martín-pescador, a la farolera, el arroz con leche, a la mancha. Pero no solamente se destacaban  en los juegos comunes. También sabían inventar otros nuevos.

Fabricaban telefonitos con hilo de carretel y cajas de fósforos. Ha­cían musiquita con botellas vacías de Coca-cola cantando a compás el cantito de la Coca-cola.

Imitaron la voz del mar y de los lobos marinos con un organito de caracolas.

Con trozos de espejos formaron espejismos y danzas de figuras que parecían llegadas desde lejanos países y hasta desde otros mundos plane­tarios.

Con trozos de cristales fabricaron telescopios y anteojos de mirar al revés para contemplar el país de Nunca-Jamás...

Carolina cantaba:

Jugamos en la lluvia

sin mojarnos...

Y Gaspar cantaba:

Sobre los charcos navegamos

 con el paraguas al revés

y cruzando el mar el mar

en una cáscara de nuez...

Así como fue también inventaron un lenguaje. Su propio lenguaje. Empezaron hablando al revés; cada vez más ligero al revés.

al vés-re... al vés-re... al vés-re

dieron vuelta al lenguaje como una alfombra y llegaron muy atrás; segu­ramente a los primeros balbuceos, al idioma primitivo de los primeros hombres, a la edad en que también los animales hablaban como los hom­bres:

El tiempo en que la luna y el sol

 .jugaban juntos.

El tiempo en que el cielo de la noche

 .y el cielo del día eran un solo cielo.

 El tiempo en que el fuego

y el agua jugaban  juntos...

Carolina y Gaspar llegaban por el camino del primer lenguaje a la primavera del mundo y conversaban con los grandes y pequeños animales de la era prehistórica. No les temían, y hasta se llevaban muy bien con ellos. Se hicieron amigos de un gliptodontetatarabuelo que les contaba historias de cuando las aguas del mar se retiraron de la tierra después del diluvio. Se hicieron amigos de los pájaros y especialmente de las golondrinas.

. Ellos volvían a contar estas historias a los demás chicos. Pero, claro, nadie les creía.

Acabaron  llamándolos "los loquitos", "los faroleros", les pusieron otros muchos nombres y motes que es mejor no repetir.

Todo esto sucedió antes de que Carolina y Gaspar descubrieran a los muñequitos.

Carolina y Gaspar no leen los diarios, ni siquiera las historietas de los diarios, ni revistas de historietas.

-¿Por qué ustedes no leen por lo menos las aventuras de Superman?

 --les preguntó Casimiro, el sabelotodo de gruesos anteojos de miope.

-Porque son muy idiotas y aburridas. Siempre cuentan lo mismo. Y el Supermás ese no es más que un supermenos. Y nosotros volamos como él. No, mejor, mucho mejor que él, porque los pájaros nos enseñaron a volar.

Los demás alumnos se rieron a carcajadas y les hicieron toda clase de burlas y de bromas.

Cantaban y gritaban en coro dando vueltas alrededor de ellos como endemoniados pieles-rojas:

Gaspar y Carolina

son unos charlatones

¡Vuelan como ratones

 y no van ni a la esquina!

-¿Quieren ver si volamos o no-los desafió Gaspar, cuando ya esta­han por arrancarles las cabelleras como hacen los pieles rojas con los enemigos vencidos.

Esa mañana, en el recreo, Carolina y Gaspar inventaron el rachachá-tum-tum-volarum-volarum, que es un juego muy bonito, pero extraño y difícil: cada uno de los que juegan debe sostenerse todo el tiempo en el

aire mientras los demás cuentan abajo cuentos de nunca acabar. Todos, unos tras otro, caían como piedras al saltar de una silla, una pared, o desde la ramade un árbol.

Solo Carolina y Gaspar quedaban suspendidos en lo alto, quietos

como  picaflores. Luego, cuando los llamaban para descubrir la adivinan­za final, descendían suavemente como por un tobogán invisible.

Después de ver esto, los demás les creyeron un poco. Hasta escucha­ron en silencio la historia que les contó Carolina de que todos los veranos, cuando volvían  las golondrinas, se iban a aprender a volar con ellas en un parque que nadie conocía porque estaba a la vuelta del país de Nunca-­Jamás.

-Un invierno nos iremos con ellas hacia el sol del norte y no volve­remos hasta el verano siguiente.

De nuevo retumbó el coro de las burlas:

 ¡Carolina y Gaspar

son unos mentirones:

golondrinas-ratones

que no saben volar...!

Carolina y Gaspar seguían siendo los peores alumnos del grado.

 Papá Máximo y mamá Mirta, padres de Carolina, tanto como papá

 Augusto y mamá Carmela, padres de Gaspar, empezaron a preocuparse seriamente por la "rareza" de sus chicos.

Mamá Mirta, hermana de papá augusto, la más preocupada de todos, dijo dándose ánimos:

-¡No les hagan caso! Ya se les va a pasar. Los juegos son la manera que ellos tienen de descubrir el mundo, de hacer su mundo. ¡Son cosas de chicos!

-¡Que cosas de chicos ni ocho cuartos! dijo papá Máximo, experto en malacología, que es la ciencia de los moluscos y las conchillas-. han desaparecido ya casi todas mis herramientas, mis caracolas, mis piedras preciosas. Y yo sé adónde han  ido aparar. ¡A  mano de esos dos malandri­nes!

Papá Augusto y mamá Carmela, artistas plásticos, más que un poco asustados, estaban maravillados y orgullosos a reventar de su Gaspar.

 -¡Genios! ¡Van a ser unos genios! -exclamó mamá Carmela.

¡Que genios ni que genios! farfulló afónicamente papá Máxi

mo-. ¡si han vuelto a aplazarse este mes en todas las materias! A este paso, acabarán echándolos de la escuela.

Discutieron largamente el caso. Al final decidieron tener en obser­vación a los dos inventores de juegos, a costa de un riguroso encierro y resolvieron contratar a la institutriz para que les diera clases particulares.

Carolina y Gaspar tenían que recuperar lo perdido a juicio de los papás. A juicio de los chicos, la penitencia era como perder lo ganado; era casi tanto como perder el juicio.

--¡Y esa señorita Petra tan repelente con sus insectos muertos! -se quejó Carolina.

-¡Tenemos que conservar el juicio si no queremos perder la partida! -aconsejó Gaspar con una mueca de mono que hizo reír a Carolina.

 Llegó el invierno y sucedió lo que Carolina había anunciado: con las últimas golondrinas se fueron ellos volando. Y no regresaron sino hasta el verano siguiente con las primeras golondrinas que volvían desde las lejanías del cálido norte.

Esto es lo que contaron ambos. Pero nadie puede decir que fuese o no fuese verdad. Lo cierto es que durante ese invierno enferrnaron los dos de escarlatina. Durante la cuarentena de la enfermedad y del aislamiento

a que fueron sometidos, los otros niños no los vieron más hasta un poco antes de las vacaciones del verano.

En medio de la altísima fiebre, que era como el calor de mil soles en su interior, Carolina y Gaspar se alejaban volando con las golondrinas. En la frescura del aire y con los cabellos revoloteando entre los vientos y las nubes, sentían  una felicidad que nunca habían conocido tan plenamente.

Y cuando regresaron sanos al mundo de todos los días, sabían mu­chas más cosas que antes: las cosas que les enseñaron las aves.

-¡No sabes, mamá, lo hermoso que se ve el mundo desde arriba! - decía Gaspar con un extraño brillo en los ojos.

-Papá-dijo Carolina, sacando de debajo de su almohada un objeto brillante como una lunita de nácar  o de mármol-. Desde los mares del

norte te traje esta caracola que encontré en la isla de Tamoraé, donde está el país de Ojalá-pudiera-ser.

Papá Máximo, desconfiado, tomó la caracola. La observó por todas partes, la olisqueó de punta a punta, pasó la uña por la superficie irisada de todos los matices del cielo y del mar.

-No -dijo-, esta caracola no figura en mis catálogos ni esa isla Tamoraé figura en mis mapas.

Carolina sonreía, entrecerrando los ojos, como si todavía estuviera volando de cara al sol por los cielos del norte.

DE: CAROLINA Y GASPAR

(Asunción: Editorial Servilibro, 2007)

 

 

EL PAÍS DONDE LOS NIÑOS NO QUERÍAN NACER

 

 Desde un acantilado, entre las derruidas murallas, el niño divisó en lo hondo del valle una ciudad que parecía dormida en la niebla. Apantalló  las manos sobre los ojos para ver mejor. Pero esa especie de niebla lo esfumaba todo.

No es noche ni día en este lugar, se dijo tal vez el niño. O acaso la noche se había juntado con el día. Era como si la luz se hubiera quemado y transformado en esa tiniebla blanca, que parecía mostrar borrosamente las cosas del revés, semejante a un inmenso espejo de cristal y humo posado sobre la ciudad.

El niño se encogió de hombros y bajó al valle. Era un niño de edad indecisa. Podía tener cinco años o diez. Quizás más, o tal vez menos. Pero lo que se notaba de inmediato era que no había leído nunca un libro de relatos de aventuras. Se comportaba él mismo como un personaje de esos relatos. Daba igual que no supiera leer ni siquiera hablar. Tenía los cabe­llos largos y enmarañados y estaba completamente desnudo. Sucio de lodo  seco, su color era indefinible. Pero no demostraba sentir frío ni calor. Tampoco el miedo, el hambre o la sed que sufren los niños después de haber andado mucho. Sobre todo cuando llegan a un lugar desconocido. Y ése era un lugar bien extraño. Uno de esos lugares que dan la impresión de haberse llevado su lugar a otro lugar dejando otro falso en su lugar.

De tanto en tanto, el niño se detenía a escuchar. Pero no oía gritos de pastores ni balidos de corderos, ovejas o cabras. Menos aún el piar de pájaros. Ninguna voz humana o animal, ni siquiera el siseo de los insec­tos. Salvo que la niebla también le hubiese taponado los oídos. Se escarbó las orejas con los meñiques mientras continuaba bajando entre los zarza­les, las rocas y los escombros ennegrecidos de muralla. Se frotó los pár­pados cubiertos por el hollín blancuzco y trató de orientarse en dirección a la torre de la iglesia que a lo lejos descabezaba.

Entró en la ciudad por el lado en que la niebla era menos espesa. Y entonces descubrió que la ciudad era muy antigua, de callejuelas estrechas y edificios vestusos que se caían a pedazos.

No vio a nadie. Nadie salió a su encuentro. El niño sintió otra vez allí, con más fuerza, que en esa niebla quieta y cenicienta estaban mezclados el día y la noche. Los ojos del niño eran muy vivos y expresivos. Dejaban transparentar sus pensamientos. Lo mismo esa manera muy especial que tenía de arrugar la nariz como los cervatillos jóvenes. Cogió un puñado de niebla y la estrujó a la altura de los ojos. Algo chispeó débilmente entre sus dedos. Iba a continuar su camino cuando sintió que algo le cogía de un brazo. Se estremeció un poco bajo la presión de los dedos largos y flacos, y un poco más cuando oyó a sus espaldas una voz cascada que le pregun­taba:

-¿Quién eres? ¿De dónde vienes?

El niño giró y vio a una mujer horriblemente vieja, doblada por la mitad y apoyada en un bastón. De su cuerpo sólo colgaban arrugas y harapos. Acercó aún más su cara esquelética a la del niño como espián­dole y husmeándole  con una incontenible ansiedad.

-¿De dónde vienes? - volvió a preguntar-. ¿Cómo te llamas?

El niño no contestó. Tampoco hizo algún intento de huir. Miró a la anciana. No pudo verle los ojos hundidos entre las arrugas. De su boca no salió ningún sonido, pero algo en él que no era voz, ni gesto, ni ninguna especie de lenguaje conocido, pareció responder a la anciana, impercep­tiblemente.

-Hablas como los ventrílocuos-dijo la vieja con acritud. Así que no eres nadie puesto que no tienes nombre. Te llamaré entonces don Nadie. ¿Te parece bien?

El niño volvió a encogerse de hombros.

-O mejor, don Nada. ¿Eh? ¡El gallardo caballero don Nada! Al fin y al cabo, desde que pasó aquello, en este país los niños no fueron nunca más nadie ni nada. De seguro tú eres uno de su descendencia. Hablas como dicen que aquellos niños hablaban en el vientre de sus madres. De seguro alguna mujer, grávida de alguno de tus antepasados, huyó de esta ciudad cuando reinaron el odio y el terror. Huyó, como muchas, para que su hijo naciera en tierras de paz. Hubo barcos repletos de gente, de muje­res encintas. Barcos a la deriva por el mar trataban de escapar del terror. ¿Has vuelto en busca de la tierra natal de tus abuelos?

-El niño movió negativamente la cabeza. La vieja le pasó la mano por la cara.

-Es cierto. No te cuelga de la nariz la argolla de los hijos de los esclavos. Y tus cabellos son finos como las barbas del choclo.

Siguieron andando por una callejuela. El niño entrevió algunas som­bras en el destruido interior de los edificios. Tendió la mano hacia ellos.

 -¿Esa gente? dijo la anciana-. Quedan pocos ya. Sólo esperan morirse del todo.

La vieja centenaria, encorvada hacia el suelo, llegaba apenas a la altura del niño. Sin soltarle el brazo caminaba más rápida que él. Lo arrastraba casi. Ligera, sin peso, también ella parecía flotar en la niebla. Desembocaron en una ancha plaza rodeada de escalinatas y columnas de mármol rotas, semejante a un inmenso anfiteatro.

-Pues sí, mi pequeño y silencioso Nada-continuó diciendo la ancia­na-. Hace mucho, muchísimo tiempo, un tiempo del cual no se acuerdan

ya  ni las estrellas, éste fue un país rico. El más poderoso del mundo. Era el centro del mundo puesto que dominaba todo el mundo y los reyes de  todo el inundo venían en caravanas de elefantes y camellos a rendir hono­res y vasallaje a nuestro emperador. Llegaban todos los años al comienzo de la primavera, aunque aquí todo el tiempo era primavera. Venían a pagarle tributos en oro, en piedras y metales preciosos, en las especies más afamadas y raras de sus respectivos países. El emperador se sentaba en una balanza de oro que tenía la forma de un trono. En el otro plato, que era como un ala inmensa del trono, los esclavos volcaban de los cofres de sándalo las materias preciosas hasta que las agujas del fiel hacían sonar una campana marcando el peso justo, que era el doble del peso del empe­rador. Así se acumularon aquí todas las riquezas del universo. ¡Ah este país era el Cuerno de la Abundancia! Más rico que Jauja. La Isla del Tesoro con la que soñaban los niños y los piratas de lejanos países y mares. El País de las Maravillas con espejos de doble fondo y todo lo demás. Había regiones pobladas por enanos del tamaño de un pulgar y por gigantes de talla diez veces más altas que los más altos pinos y cedros. Había jardines, lagos, florestas, bosques y prados naturales llenos de mariposas que parecían pedazos del espejo roto del arco iris después de las lluvias. Había también aves de voz humana y plumaje resplandeciente. El sol brillaba todo el día hasta la medianoche. Pero desde la medianoche comenzaba a brillar de nuevo el alba. De modo que nunca había oscuri­dad. Se vivía como en una perpetua aurora boreal. Así el sol no se ponía nunca en los dominios de nuestro emperador, decían los cronistas adula­dores, aun cuando eso fuera verdad. Por lo que en todo el mundo era llamado el Rey Sol. Pero eso era antes. Después creció el desierto por todas partes.

El niño se había adelantado un poco sin hacer mucho caso de los graznidos de la vieja. Iba entreteniéndose con el chispear de la niebla, que frotaba entre los dedos. Se pasaba luego las manos por la cara, por los largos cabellos, por el lodo seco que cubría su piel. Todo él comenzaba a brillar como una  escultura encendida por dentro.

La anciana le alcanzó correteando en tres patas con saltitos de ave­ fría.

-¡Espera!... -dijo la anciana tosiendo sofocada-. No te apures. Tú vienes del futuro. Por lo menos tienes el futuro por delante. Debes ver y saber cómo fue todo esto en el pasado para que lo malo no se repita y lo bueno sea doblemente bueno. No tienes todavía memoria... y la mía no va atardar en morir conmigo. Estas historias verdaderas no figuran sino con alusiones indirectas en los libros sagrados de la humanidad que son libros que escriben los pueblos. Pero tampoco aparecen en toda la nove­lería que los particulares escribieron después. Una especie de vergüenza y de horror pesa sobre estos hechos. ¡Bah... como si no se repitieran todos los días y en todas partes!

El niño se detuvo contemplando las ruinas de lo que debió ser el palacio real situado en la parte más alta de la ciudad. Se volvió hacia la anciana.

-Sí-respondió la anciana-. Allí vivió el emperador. No tenía esposa ni hijos. Y él mismo era el último de una larga dinastía de reyes que había construido cl imperio en guerras de conquista que duraron mil años. Siem­pre adusto y solitario, en medio de la muchedumbre de chambelanes, generales, funcionarios y servidores, el emperador pasaba sin verlos. No hablaba con nadie. A nadie dirigía la palabra, salvo para dar órdenes que debían ser cumplidas en el acto. Y ¡guay! del que no las entendiera o las desobedeciera. También en el acto era decapitado. Por lo que nuestro Rey Sol era muy temido. No sólo en la Corte, por la muchedumbre de cham­belanes, generales, funcionarios y servidores que giraban solícitos alrede­dor de él. También por los países vasallos que giraban como oscuros planetas en torno al imperio del Rey Sol.

Nuestro emperador no se satisfacía con nada. Era terriblemente ambicioso y cruel. Los súbditos murmuraban que él deslumbraba por fuera como verdadero Rey Sol, pero que llevaba por dentro la oscuridad. Y eso también era verdad. Un secreto público que nadie se animaba a

comentar  en voz alta. El miedo tapaba las bocas y ponía a oscuras las cabezas.

No se sabía nunca qué es lo que pensaba y haría el emperador cuando estaba silencioso y rígido como una momia. Al instante siguiente caía como el rayo lo mismo sobre una mosca que sobre un ejército o un reino.

El Rey Sol era toda la luz del imperio. Y la luz, tú sabes, hace ver las cosas pero es invisible ella misma. Nadie puede alegar que ha visto la luz. Nadie tampoco ha podido ver el color de la oscuridad al destello de una vela. En realidad de verdad, nadie vio al emperador antes ni después de muerto. Tenía varias sosias y eran éstos los que aparecían en los actos oficiales mientras él permanecía oculto en su cámara observando a través de un ojo telescópico todo lo que pasaba en el exterior. Hubo varios atentados. El emperador caía apuñalado o acribillado por las balas. Al día siguiente, sin huellas de heridas, aparecía de nuevo en el trono. Esto aumentó su terrible autoridad. Cobró fama de inmortal.

La vieja se posó sobre una piedra y cuando ya parecía haberlo dicho todo, continuó: -Los servicios de espionaje del emperador le informaron que el principito de un reino lejano se había rebelado contra el regente, su tío. Este había asesinado al rey, su padre, y había usurpado el trono. El principito no tendría más edad que la tuya, pero era muy decidido y valiente. Amaba tiesamente a su padre. Nada le consolaba de su muerte. Agravaba sobre todo su congoja el hecho de que su propia madre, sedu­cida por el asesino y usurpador, se le uniera en nupcias poco después de los funerales.

El fantasma de su padre se le apareció varias veces revelándole cómo su hermano le había dado muerte mientras dormía vertiendo beleño en sus oídos. El fantasma le incitó y convocó a la venganza. El príncipe no dudó más. Se puso a la cabeza de la insurrección. Destronó al usurpador y le condenó a muerte. El pueblo declaró al principito héroe nacional y le reconoció como a su profeta.

Al saber esto, nuestro emperador envió un ejército al mando de sus mejores generales contra el reino convulsionado. Comisionó también a uno de sus chambelanes para que tomara posesión del país como virrey. Llevaba órdenes perentorias de ejecutar al príncipe rebelde apenas cayera prisionero. Temía que estos disturbios sirvieran de peligroso ejemplo para el resto del vasto imperio. El ejército invasor aplastó la rebelión, pero no pudo capturar al principito. El pueblo le escondió y protegió, y ni las persecuciones ni las torturas colectivas más atroces lograron revelar su paradero.

Ciego de cólera, el emperador ordenó entonces que todas las criatu­ras del reino fueran pasadas a degüello. Desde los recién nacidos hasta los que tuvieran diez años, la edad del príncipe. Acaso la tuya también en este momento...

La anciana se detuvo con la cabeza caída sobre el pecho.

Por primera vez inquieto, como contagiado por la ansiedad de la anciana, el niño estaba pendiente de ella. Tras un largo suspiro, el grazni­do de pronto humanizado recomenzó: -La horrorosa masacre no sirvió sino para desatar más guerras y rebeliones que destruyeron la unidad del imperio y se volvieron contra el imperio mismo.

La sombra del pequeño príncipe comenzó a aparecer en todas partes formando su leyenda. El emperador ordenó nuevos degüellos de niños en los países sediciosos más activos y ofreció una cuantiosa recompensa por la captura del príncipe guerrero y profeta. Uno de sus más próximos lugartenientes cedió a la tentación. Traicionó y entregó al príncipe. Le crucificaron y, por orden del emperador, la cruz y la pequeña víctima fueron  paseadas por todo el imperio en medio de triunfales festejos. Lue­go la cruz fue izada en mitad de ese anfiteatro. Allí quedó hasta que los cuervos acabaron en devorar el pequeño cuerpo. ¡Tal fue la cantidad de cuervos, mi Dios, que vinieron a cebarse en él! Durante tres días ennegrecieron el cielo. Desde entonces no volvió a salir el sol.

El pequeño príncipe es inmenso como un Dios, empezó a decir la gente alzando los ojos hacia el cielo enlutado. Vivo, decían, llenó toda la tierra. Muerto, no cabe en el cielo.

En cierto modo y por figura de la mente, también eso era verdad. El emperador duplicó su guardia pretoriana. Mandó construir murallas en

torno a la capital del imperio y otro muro de piedra de cien codos de espesor y diez de altura alrededor del palacio real.

Por un tiempo pareció que las rebeliones habían sido conjuradas. Y aunque el sol no volvió a iluminar el  país, la paz volvió a reinar en él. Una paz pesada y oscura como si la nube de cuervos no se hubiera retirado aún de lo alto.

"Pero entonces ocurrió aquello...".

El niño miraba fijamente a la anciana. Todo su cuerpo ardía en una pregunta.

-Sí... Aquello fue peor que todas las desgracias juntas-balbuceó la anciana-.

Ocurrió que los niños del país se negaron a nacer...

El niño arrugó incrédulo el ceño.

-¿Cómo que por qué?... ¡Pues porque los niños por nacer decreta­ron una huelga de nacimientos! ¡Así de simple fue aquello!

Simple y extraño. También, si se quiere, lo más natural del mundo. Después de todo lo que había pasado. Esa nueva especie de rebelión enfrentaba el terror del modo más imprevisto e increíble. No era que los fetos se hubieran vuelto locos de repente o más sabios que los doctores del templo. Era como si los niños reflexionaran en el vientre de sus madres: "Ya que la vida es peor que la muerte, ¿a qué vamos a nacer? ¿A que nos degüellen o nos maten por el hambre? ¿O que nos dejen vivir para que nos recordemos desde el primer parpadeo con el espectáculo de matanzas, de horrores, de miserias sin fin, de la infinita estupidez y crueldad del hombre?.

Una parturienta oyó, en sueños, que su hijo clamaba entre vagidos terribles: "¡Si existe el infierno... el infierno está allí... al salir!...". Y al despertarse, la parturienta no encontró la menor huella de su gravidez ni del embrión hablador.

La vieja estaba ya al límite de sus fuerzas. Había empequeñecido mucho pues toda ella estaba encogida sobre sí misma en posición fetal en el hoyo de la piedra.

-Claro... murmuraciones de la gente... -jadeó de nuevo la ancia­na-. ¡A quién se le ocurre que los nonatos iban a reflexionar y a quejarse de su suerte que ni siquiera había comenzado aún!

Lo cierto es que la huelga de nacimientos se propagó. No nacían más niños. En ninguna parte, las mujeres encintas veían combarse y crecer sus vientres durante nueve lunas. Pero al llegar a los nueve meses de gravidez, el globo maternal se desinflaba. Las caderas y los vientres volvían a quedar planos como antes. Los senos henchidos que ningún crío iba a chupar hasta hartarse, goteaban inútilmente su preciosa leche irrepetible... Los críos huelguistas se habían mandado mudar al otro lim­bo, ése que dicen que existe entre el purgatorio y el infierno. O tal vez al País-del-Nunca-Jamás. Las madres quedaban frustradas para siempre. Y los hombres andaban con la cabeza gacha buscando por el suelo la digni­dad que se les había perdido.

Lo extraño fue también que el emperador no veía con malos ojos la creciente huelga de nacimientos. Los portavoces oficiales celebraban el fenómeno natural. Trataban de explicar al pueblo que había venido a dar razón al emperador y a culminar su obra de salvación pública extirpando de raíz el mal en esos niños que se convertían en rebeldes, regicidas, revolucionarios y delincuentes comunes a tan temprana edad. En vista de que la natalidad ya no producía el menor gasto al fisco, el emperador duplicó las pensiones y los servicios de salud pública a favor de la ancia­nidad.

El país se fue llenando de ancianos. Envejecíamos doblemente por­que nos veíamos envejecer los unos en los otros. Y nada es más triste y tenebroso que el mundo de los viejos, llenos de pavor ante la muerte. Como si la muerte doliera y el cuerpo siguiera doliendo después de la muerte en cada partícula de hueso o de ceniza. Y ya se quejaban a gritos de esa muerte después de la muerte, más dolorosa que la vida y que no acabaría de morir del todo.

Esto no impedía sino que estimulaba las malas indicaciones de los viejos. Viejecitos pícaros y astutos en su mayor parte. Oliendo a orines y rechinando sus reumatismos se pasaban todo el santo día en el mercado negro traficando sus pensiones. Lo que creó la industria de las dobles o triples actas falsas de defunción. Y el último que quedó, que sería el verdadero emperador, mostró por fin una escamosa cara de serpiente.

De aquella antigua gente sólo sobrevivimos siete. Yo, la tataranieta de un esclavo del emperador, mandado degollar porque logró hacerme escapar de la degollación de los inocentes, soy la más joven de los siete y ya no me acuerdo de mi edad.

Ha sonado para nosotros también la hora de los plazos mortales. Has venido a recoger nuestro último suspiro. Muero feliz, mi querido Nada, porque he podido contarte la historia de nuestro pueblo. Vosotros haréis la historia del futuro.

El niño arrugó otra vez la nariz.

-Vosotros... porque seréis dos. Ya pronto lo sabrás. Pero antes, un último pedido. Cuando ya haya muerto, déjame en este hoyo. Ponme una piedra encima y no te ocupes más de mí. Sube luego hacia el lado norte de la colina. Encontrarás ahí el Primer Jardín que el desierto guardó por mil años. Alguien te está esperando allí, al pie del llamado Árbol del Bien y del Mal. No es más que un vulgar manzano pero es fama que sus frutos alimentan la verdad y la vida. Allí la encontrarás a ella. ¿A quién? Ya lo sabrás...

En el mismo momento en que tú, silencioso Nada, bajabas a la ciu­dad, una niña llamada Ave, venía a tu encuentro del otro lado de la ciudad o del mundo. Lo mismo da. Se recordarán y reconocerán. Moverán de nuevo la rueda del mundo. Pero antes debe matar a la serpiente que tiene siete lenguas y siete colmillos llenos de ponzoña. Y acuérdate... si el pez por la boca muere, la serpiente por la boca mata...

La viejecita desapareció en el hoyo. El niño hizo con pena lo que ella le había ordenado. Corrió una piedra y lo tapó. Quedó un rato en silencio. Luego subió corriendo la colina que parecía un bello seno redondo bajo

El sol que comenzaba de nuevo a brillar. La naturaleza entera participaba en la renovación  de las plantas, de los animales, de los jardines. El desierto cedió paso también a los antiguos lagos y florestas, a los bosques  y prados. Nubes de mariposas venían a devolver los pedazos rotos del arcoíris y lo armaron y dejaron intacto del otro lado de las lluvias.

El niño Nada y la niña Ave se encontraron  bajo el manzano. El único vestigio de la época oscura era esa serpiente viciosa que reptaba hacia ellos. De un salto, Nada le machacó la cabeza con una piedra grande. Su furia sonriente no cesó hasta que la hizo papilla.

Ave, subida en el árbol, arrancaba una manzana. Nada trepó ágil­mente hacia ella. Se dijeron sus nombres mientras mordían el sabroso fruto y encontraron que los nombres de cada uno, a la inversa, eran sus verdaderos nombres. Los nombres que el espejo de la niebla había man­tenido ocultos del revés hacía tanto tiempo.

Rieron con alegría. Se tomaron las manos y sintieron de  pronto que todo lo que manchaba de misterioso y maldito ese lugar había desapare­cido bajo el resplandor de ese sol que siempre da una segunda oportuni­dad a los que se aman sobre la tierra.

De tan vivos y ardientes, los rayos del sol ocultaron en una oscuridad  visible a los niños, en medio del follaje.

DE: CUENTOS PARA LA HUMANIDAD JOVEN

(Asunción: Editorial Servilibro, 2006)

 

Fuente: LITERATURA INFANTO-JUVENIL PARAGUAYA DE AYER Y HOY. TOMO II (K – Z). TERESA MÉNDEZ-FAITH, INTERCONTINENTAL EDITORA S.A. Pág. web: www.libreriaintercontinental.com.py. Asunción – Paraguay, 2011.

 

 

 

 

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