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AUGUSTO ROA BASTOS (+)

  LA SED - CHOFERES DEL CHACO - HIJO DE HOMBRE, 1961 - Basada en la novela de AUGUSTO ROA BASTOS


LA SED - CHOFERES DEL CHACO - HIJO DE HOMBRE, 1961 - Basada en la novela de AUGUSTO ROA BASTOS

LA SED - CHOFERES DEL CHACO

 

Título Original:  HIJO DE HOMBRE

Títulos alternativos: 

- LA SED

                             - CHOFERES DEL CHACO

Año: 1.961

 

Guión:  Augusto Roa Bastos, Lucas Demare y Emilio Canda.

Basada en la novela de Augusto Roa BastosHijo de hombre”, Capítulo “La sed”

 

Sinópsis

Un episodio de la Guerra Paraguayo Boliviana, en el que se muestra el esfuerzo de un chofer aguatero, que debe atravesar

el monte para alcanzar un destacamento aislado: la empresa resultará costosa e inútil como la guerra misma.

 

 

LA SED - CHOFERES DEL CHACO

Película completa

 

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Ficha técnica

Género:  Drama/ Épico histórico

Dirección:  Lucas Demare

Guión:  Augusto Roa Bastos, Lucas Demare y Emilio Canda,

Basada en la novela: de Augusto Roa BastosHijo de hombre”, Capítulo “La sed”

Compañías productoras: ARGENTINA SONO FILM (Argentina)/ SUEVIA (España)

Productor: Cesáreo González, Adolfo Cabrera

Fotografía: Alberto Etchebehere y Manuel Merino

Cámara: Ricardo Agudo

Escenografía: Gori Muñoz

Música: Lucio Demare y Manuel Parada

Montaje: Jorge Garate

Sonido: Alfredo Douglas Poole

Asistente de dirección: Orlando Zumpano

Versión Original: Español

Duración Original:  90 minutos.

Distribuidora:  Argentina Sono Film SACI

Fecha y Sala de estreno: 27/04/1961, Ocean

Por cortesía de ARGENTINA SONO FILM

 

Intérpretes principales: Francisco Rabal, Olga Zubarry, Carlos Estrada, Jacinto Herrera, Carlos Gómez, Dora Ferreiro, Rodolfo Onetto, Alberto Rinaldi, Vicente Ariño, Manuel Rosón, Adolfo García Grau, Alberto Lares, Jorge Villalba, Diego Marcotte, Enrique Torreira, José María Salop
 

 

 

 

 

 

 

El escritor paraguayo Augusto Roa Bastos alcanzó gran notoriedad con su primera novela en 1960. Se titulaba Hijo de hombre y en ella narraba las trágicas vicisitudes de unos personajes marcados por la dura supervivencia, la superstición, la religión, la guerra, la explotación, durante las tres primeras décadas del siglo XX. Lo narrado se sucedía en diez capítulos aparentemente independientes, pero que tejían un entramado fascinante de personajes que entraban y salían en distintas etapas de su vida, enmarcados en distintas momentos de la historia de Paraguay.

Sabida era la afición de Augusto Roa Bastos por el cine; de hecho ya había sido guionista en algunas películas cuando en 1961 se dispuso a adaptar su propia novela para el cine. En esa labor le acompañaron Emilio Canda, guionista de varias películas de Joselito, y Antonio Cuevas, más conocido posteriormente como productor en España de las películas de Manuel Summers. Juntos acometieron la adaptación, pero centrándose solamente en un capítulo (Misión) y parte del anterior (Destinados), centrando la trama en la peripecia de los aguadores durante la Guerra del Chaco que enfrentó a Bolivia y Paraguay entre 1932 y 1935.

Sin apenas entrar en consideraciones sobre las causas de esta guerra (la posibilidad de encontrar petróleo en el Chaco boreal no fue la única, aunque sin duda importante, causa), la película opta por mostrar la lucha del hombre ante unas condiciones extremas. No sólo por la guerra, si no también por la escasez de agua en ese territorio. Los conflictos políticos fraguados en las altas esferas no tienen aquí cabida, sólo importan las consecuencias para los desafortunados que tienen que arrostran la lucha desde el terreno, cuando de lo que se trata es de sobrevivir durante la peligrosa misión encomendada por sus superiores. La película es una denuncia de la guerra como suele suceder con las películas bélicas, pero tiene también un aire de aventura, aunque sea trágica, que necesitaba de un director eficaz, capaz de transmitir con fuerza las intensas emociones de los personajes. El director argentino Lucas Demare era el adecuado.

Nacido en Buenos Aires en 1910, Lucas Demare desarrolló una carrera temáticamente diversa e irregularmente conseguida. Víctima de los vaivenes políticos e industriales del cine argentino, sus películas, más de 30, se caracterizan en sus mejores momentos por un vigor inusual en sus compatriotas, necesario para hacer creíbles las historias épicas que más fama le dieron. Fue el caso de su mayor éxito, La guerra gaucha (1942), y lo es de la película que hablamos ahora, Hijo de hombre, realizada cuando ya había pasado su mejor época.

La épica enmarcada en un escenario natural hostil, el desierto del Chaco (aunque la película fuera rodada en Río Hondo, en el Chaco santiagueño, no el Chaco boreal donde trascurre la novela), es transmitida al espectador con una fuerza estremecedora y un realismo que van más allá de la representación fílmica ordinaria. El calor, la sed, se hacen físicamente presentes. El sufrimiento y las dificultades trascendieron incluso al equipo de rodaje. Quizás ahí se encuentre el secreto de su veracidad. Y en la pasión de Lucas Demare, capaz de seguir rodando aunque corriera el riesgo de infestarse la herida producida en su pie con un arma de fogueo, aguantando a base de penicilina y calmantes. Pero es que Demare entendía el cine como una aventura, con peligros que había que sortear con decisión, como sus personajes. Veamos lo que a estos les sucede en Hijo de hombre, titulada en España La sed.


Tras una breve introducción para situar la acción del film en el contexto histórico, remarcando la fidelidad a los paisajes, vehículos e indumentarias originales de la época, la voz del comandante Vera (Carlos Estrada) nos describe su desesperada situación al mando de un regimiento paraguayo perdido cerca del fuerte Boquerón. No sólo están desorientados, tampoco tienen víveres ni agua. Han enviado patrullas en busca de ayuda pero siguen esperando. La muerte blanca del Chaco, la sed, les amenaza.

A continuación la acción se traslada al mando del ejército paraguayo, donde ha logrado llegar uno de los enviados por el regimiento perdido. Ante las urgentes noticias que trae, uno de los camiones del convoy que transporta agua a las tropas, conducido por el Cabo Cristóbal Jara (Francisco Rabal), es destinado a la arriesgada misión, poco menos que suicida, de acudir en su ayuda.

Una bella enfermera, Saluí (Olga Zubarry), se entera y suplica sin éxito ir con ellos. Es evidente que está enamorada de Jara aunque este la esquiva claramente. Parece ser que el oscuro pasado de ella tiene algo que ver en el rechazo, pero por ahora lo desconocemos.

Tras un bombardeo enemigo, rodado con gran realismo, parte el convoy hacia el frente. La pasión de Saluí por Jara le empuja a seguirlos, apareciendo en medio de la carretera en la noche, para detener el paso del convoy cuando han avanzado muchas leguas. De este modo se ven obligados a llevarla. La vida que llevaba antes de ser enfermera se descubre ahora en un flashback que muestra sus recuerdos, en los que aparece como una prostituta despreciada por las demás mujeres y rechazada por Cristóbal Jara a pesar de sus claros ofrecimientos. Desde este momento está claro que estamos también ante un film sobre la redención de una mujer a través del sacrificio, provocado por el amor no correspondido. Camino de perfección que inició al hacerse enfermera. No en vano su nombre significa "pequeña salud".

Las heroicas acciones de Saluí, rescatando el material médico en medio de un bombardeo, le ganan la admiración del jefe del convoy, conocedor de su pasado, reconociéndole que está naciendo una nueva mujer gracias al amor. Este hombre fallece poco después intentando desactivar una bomba, en una secuencia estremecedora por su tensión e impactante y trágico final. Los hechos siguientes se tornarán cada vez más desesperados: uno de los camiones del convoy deserta; cuando llegan al frente, sus compañeros del ejercito, que tanto esperaban el agua, se abalanzan sobre ellos; un soldado se autolesiona para tener el privilegio de poder beber agua, etc.

A partir de aquí el camión de Cristóbal Jara tiene que abandonar el convoy y continuar en solitario en busca del regimiento perdido. En el camino se enfrentan a la desesperación de su ejército y a las emboscadas del enemigo. Les quitan parte del agua y revientan los neumáticos, pero los arreglan con esparto y siguen el camino. Salui cura las heridas de su amado Cristóbal, todavía remiso a sus cuidados, sin esperar nada a cambio.

La desesperada situación lleva a los dos soldados que les acompañan a tener un diálogo irónico, clarificador de las intenciones de la película:
- ¿Por qué esta matanza?
- Hemos venido a morir por la patria.
- ¿Y el enemigo?
- También.

A su vez, Cristóbal y Salui hablan por fin, comenzando a entenderse, a intimar, conscientes de que pueden morir juntos. La presencia de la muerte les une en un abrazo, aunque él sigue obsesionado en su único objetivo: cumplir la misión. Ni siquiera el amor de una mujer va a separarle de su idea. La aventura está delante de todo lo demás.

Cuando ya están cerca del objetivo son atacados por un destacamento boliviano. Mueren los dos soldados, Cristóbal es malherido, pero Salui lograr espantar al enemigo lanzando varias bombas de mano. Nuevamente su heroísmo les salva, pero esta vez han quedado muy mal parados. Ella ata a Jara con alambres al volante y la palanca de cambios para que pueda continuar, pero luego se desploma, pues también está herida de gravedad. Él lo ve pero ya nada puede hacer por ella. Está atado literalmente a su misión, evitando que pueda desistir de ella para ayudarla. Está obligado a cumplir el objetivo precisamente cuando está dispuesto por primera vez a dejarlo en segundo plano. Por tanto, obligado y resignado emprende su "último viaje" directo hacia el regimiento perdido, donde el teniente Vera ha matado por compasión a sus hombres. La misión es cumplida pero Cristóbal Jara muere en el último esfuerzo. Es un final trágico pero menos tremendista que en la novela, donde era el propio Vera, enloquecido, el que mataba a Jara disparando al camión al verlo llegar, creyéndolo un espejismo.

Pese al atractivo comercial que podía tener el argumento, similar a la famosaEl salario del miedo (Henri-Georges Clouzot, 1953), la carrera de esta película fue desafortunada. Coproducida por dos grandes empresas en sus respectivos países, Argentina Sono Film (Argentina) y Suevia Films (España), no logró el éxito esperado en ninguno de los dos lugares. Fue muy escaso en Argentina y, aunque fue bien apreciada por la crítica en el Festival de Cine de San Sebastián, tampoco en España tuvo suerte ya que su distribuidora, Floralba, estaba en ese momento en crisis. Quizá algún día salga del anonimato este apreciable film que en muy escasas ocasiones se ha podido ver. Y lo mismo deseamos para su autor, Lucas Demare, fallecido en 1981.

FUENTE:  El Misionario (Argentina)

 

 

 

 

 

 

 

TOMAS CAPTADAS DE LA PELÍCULA

HIJO DE HOMBRE/ LA SED/ CHOFERES DEL CHACO

 


 

 

 

 


HIJO DE HOMBRE  

 

1

Hueso y piel, doblado hacia la tierra, solía vagar por el pueblo en el sopor de las siestas calcinadas por el viento norte. Han pasado muchos años, pero de eso me acuerdo. Brotaba en cualquier parte, de alguna esquina, de algún corredor en sombras. A veces se recostaba contra un mojinete hasta no ser sino una mancha más sobre la agrietada pared de adobe. El candelazo de la resolana lo despegaba de nuevo. Echaba a andar tantaleando el camino con su bastón de takuara, los ojos muertos, parchados por las telitas de las cataratas, los andrajos de aó-poí sobre el ya visible esqueleto, no más alto que un chico.
-¡Guá, Macario!

Dejábamos dormir los trompos de arasa junto al hoyo y lo mirábamos pasar como si ese viejecito achicharrado, hijo de uno de los esclavos del dictador Francia, surgiera ante nosotros, cada vez, como una aparición del pasado.

Algunos lo seguían procurando alborotarlo. Pero él avanzaba lentamente sin oírlos, moviéndose sobre aquellas delgadas patas de benteveo.

-¡Guá, Macario Pitogüé!

Los mellizos Goiburú corrían tras él tirándole puñados de tierra que apagaban un instante la diminuta figura.

-¡Bicho feo..., feo..., feo!

-iKaraí tujá kolí..., güililí!...

Los chillidos y las burlas no lo tocaban. Tembleque y terroso se perdía entre los reverberos, a la sombra de los paraísos y las ovenias que bordeaban la acera.

En aquel tiempo el pueblo de Itapé no era todavía lo que es hoy. A más de tres siglos de su fundación por mandato de un lejano virrey de Lima continuaba siendo un villorrio perdido en el corazón de la tierra bermeja del Guairá.

El virrey achacoso se habría limitado a posar la uña sobre la inmensidad desconocida y vacía, despreocupado de las penurias y del sudor que empujaba a nacer, como sucedía siempre cuando se trataba de repartir la tierra a los encomenderos o de premiar las fatigas de los capitanejos que habían contribuido a reducir las tribus.

De aquel pueblo primitivo sólo quedaban unas casas de piedra y adobe alrededor de la iglesia. De las carcomidas paredes emergían tallos de helechos salvajes y amambái. De pronto algún horcón secular echaba su propio verde retoño. En la plazoleta, junto al campanario de madera, los cocoteros ardían al sol con sus penachos de llamas secas y lacias, entre los cuales el tufo caliente se ampollaba en chirridos como de pichones con sed.

Luego el tendido de las vías del ferrocarril a Villa Encarnación pasó por allí. Los itapeños se engancharon en las cuadrillas. Muchos quedaron bajo esos durmientes de quebracho que sonaban bajo las palas como lingotes de fundición.

Con las vías el pueblo comenzó a desperezarse. El andén de tierra soltaba su aliento bajo los pies desnudos que lo trajinaban. Los pómulos cobrizos y los andrajos de las chiperas y alojeras que se atareaban una vez por semana al paso del tren, estaban teñidos por esa pelusilla encarnada.

Ahora los trenes pasan más a menudo. Hay una estación nueva y un andén de mampostería, que ha acabado por tomar otra vez el color de antes. Un ramal conduce al ingenio de azúcar que se ha levantado sobre el río, no lejos del pueblo. Frente a la estación están los depósitos de una bodega y las tiendas de los turcos hacen doler los ojos con sus paredes que parecen bañadas en cal viva. La iglesia nueva recubre los muñones de la antigua. Los velones negros de los cocoteros han sido talados. El campanario también. En su lugar han puesto palcos y un entarimado para las funciones patronales, el día de Santa Clara.

Ahora hay ruido y movimiento. Entonces no había más que eso. Los ranchos amojonaban de trecho en trecho el camino a Borja y Villarrica, sobre cuya cinta polvorienta se eternizaba alguna carreta flotando en la llanura.

Y otra cosa resta de aquel tiempo.

Como a media legua del pueblo se levanta el cerro de Itapé. La carretera pasa a sus pies, cortada por el arroyo que se forma en el manantial del cerro. A ciertas horas, cuando el promontorio se hincha y deshincha en las refracciones, se alcanza a ver el rancho del Cristo en lo alto, recortado contra la chapa incandescente del cielo.

Allí solía solemnizarse la celebración del Viernes Santo.

Los itapeños tenían su propia liturgia, una tradición nacida de ciertos hechos no muy antiguos pero que habían formado ya su leyenda.

El Cristo estaba siempre en la cumbre del cerrito, clavado en la cruz negra, bajo el redondel de espartillo terrado semejante al toldo de los indios, que lo resguardaba de la intemperie. No necesitaban, pues, representar las estaciones de la crucifixión. Luego del sermón de las Siete Palabras, venía el Descendimiento. Las manos se tendían crispadas y trémulas hacia el Crucificado. Lo desclavaban casi a tirones, con una especie de rencorosa impaciencia. El gentío bajaba el cerro con la talla a cuestas ululando roncamente sus cánticos y plegarias.

Recorría la media legua de camino hasta la iglesia, pero el Cristo no entraba en ella jamás. Llegaba hasta el atrio solamente. Permanecía un momento, mientras los cánticos arreciaban y se convertían en gritos hostiles y desafiantes.

Un rato después las parihuelas giraban sobre el tumulto y el Cristo regresaba al cerro en hombros de la procesión brillando con palidez cadavérica al humeante resplandor de las antorchas y de los faroles encendidos con velas de sebo.

Era un rito áspero, rebelde, primitivo, fermentado en un reniego de insurgencia colectiva, como si el espíritu de la gente se encrespara al olor de la sangre del sacrificio y estallase en ese clamor que no se sabía si era de angustia o de esperanza o de resentimiento, a la hora nona del Viernes de la Pasión.

Esto nos ha valido a los itapeños el mote de fanáticos y de herejes.

Pero la gente de aquel tiempo seguía yendo año tras año al cerro a desclavar el Cristo y pasearlo por el pueblo como a una víctima a quien debían vengar y no como a un Dios que había querido morir por los hombres.

Acaso este misterio no cabía en sus simples entendimientos.

O era Dios y entonces no podía morir. O era hombre, pero entonces su sangre había caído inútilmente sobre sus cabezas sin redimirlos, puesto que las cosas sólo habían cambiado para empeorar.
Quizá no era más que el origen del Cristo del cerrito, lo que había despertado en sus almas esa extraña creencia en un redentor harapiento como ellos, y que como ellos era continuamente burlado, escarnecido y muerto, desde que el mundo era mundo. Una creencia que en sí misma significaba una inversión de la fe, un permanente conato de insurrección.

Tal vez a quien verdaderamente querían desagraviar, o al menos justificar, era a aquel Gaspar Mora, un constructor de instrumentos, que al enfermar de lepra se metió en el monte para no regresar al pueblo. Nunca lo nombraban, sin embargo, en otra tácita y probablemente instintiva confabulación de silencio.
Yo era muy chico entonces. Mi testimonio no sirve más que a medias. Ahora mismo, mientras escribo estos recuerdos, siento que a la inocencia, a los asombros de mi infancia, se mezclan mis traiciones y olvidos de hombre, las repetidas muertes de mi vida. No estoy reviviendo estos recuerdos; tal vez los estoy expiando.

 

2

El que mejor conocía la historia era el viejo Macario. Esa y muchas otras.

Por aquel tiempo no todos los chiquillos nos burlábamos de él. Algunos lo seguíamos no para tirarle tierra sino para oír sus relatos y sucedidos, que tenían el olor y el sabor de lo vivido. Era un maravilloso contador de cuentos. Sobre todo, un poco antes de que se pusiera tan chocho para morir. Era la memoria viviente del pueblo. Y sabía cosas de más allá de sus linderos. El mismo no había nacido allí. Se murmuraba que era un hijo mostrenco de Francia. En el libro de Crismas estaba registrado con ese apellido.

Macario habría nacido algunos años después de haberse establecido la Dictadura Perpetua. Su padre, el liberto Pilar, era ayuda de cámara de El Supremo. Llevaba su apellido. Muchos de los esclavos que él manumitió -mientras esclavizaba en las cárceles a los patricios-, habían tomado este nombre, que más se parecía al color sombrío de una época. Estaban teñidos de su signo indeleble como por la pigmentación de la motosa piel.

Macario también. Lo escuchábamos con escalofríos. Y sus silencios hablaban tanto como sus palabras. El aire de aquella época inescrutable nos sapecaba la cara a través de la boca del anciano. Siempre hablaba en guaraní. El dejo suave de la lengua india tornaba apacible el horror, lo metía en la sangre. Ecos de otros ecos. Sombras de sombras. Reflejos de reflejos. No la verdad tal vez de los hechos, pero sí su encantamiento.

-El hombre, mis hijos -nos decía-, es coma un río. Tiene barranca y orilla. Nace y desemboca en otros ríos. Alguna utilidad debe prestar. Mal río es el que muere en un estero...

El fluctuaba estancado en el pasado.

-El Karaí Guasú mandó tumbar las casas de los ricos y voltear los árboles -contaba-. Quería verlo todo. A toda hora. Los movimientos y hasta el pensamiento de sus contrarios, vendidos a los mamelucos y porteños. Conspiraban día y noche para destruirlo a él. Formaban el estero que se quería tragar a nuestra nación. Por eso él los perseguía y destruía. Tapaba con tierra el estero...

No le entendíamos muy bien. Pero la figura de El Supremo se recortaba imponente ante nosotros contra un fondo de cielos y noches, vigilando el país con el rigor implacable de su voluntad y un poder omnímodo como el destino.

-Dormía con un ojo abierto. Nadie lo podía engañar...

Veíamos los sótanos oscuros llenos de enterrados vivos que se agitaban en sueños bajo el ojo insomne y tenaz. Y nosotros también nos agitábamos en una pesadilla que no podía, sin embargo, hacernos odiar la sombra del Karaí Guasú.

Lo veíamos cabalgar en su paseo vespertino por las calles desiertas, entre dos piquetes armados de sables y carabinas. Montado en el cebruno sobre la silla de terciopelo carmesí con pistoleras y fustes de plata, alta la cabeza, los puños engarfiados sobre las riendas, pasaba al tranco venteando el silencio del crepúsculo bajo la sombra del enorme tricornio, todo él envuelto en la capa negra de forro colorado, de la que sólo emergían las medias blancas y los zapatos de charol con hebillas de oro, trabados en los estribos de plata. El filudo perfil de pájaro giraba de pronto hacia las puertas y ventanas atrancadas como tumbas, y entonces aún nosotros, después de un siglo, bajo las palabras del viejo, todavía nos echábamos hacia atrás para escapar de esos carbones encendidos que nos espiaban desde lo alto del caballo, entre el rumor de las armas y los herrajes.

El caserón de la Plaza de Armas, la Noche de Reyes, fiesta de su natalicio. En medio del parpadeo de innumerables velas que rayaba la tiniebla de la galería, el Karaí Guasú en persona, ceñido de levita azul, calzón blanco y espadín, repartía limosnas a los hijos de los pobres, casi sobre los sótanos de la prisión. Iban dejando sus candiles en los corredores a cambio de los cuartillos que caían de las manos todopoderosas. No tenían para darle más que esa gota de luz de su agradecimiento y de su miedo.

Macario se cuidaba de usar esta palabra. Pero era posible imaginar al hosco santón enlevitado esculcando con sus miradas esos andrajos y esas reverencias para ver si había debajo la sarna de la conspiración, la más mínima mota de rebeldía o de odio.

-Nadie lo podía engañar...

No lo engañó ni siquiera el mulato Pilar, padre de Macario, el único sirviente de toda su confianza.

-Lo quería como a un hijo -nos dijo una tarde-. El tanteaba las comidas del Karaí Guasú para probar si estaban limpias de veneno. Cuando no se pudo levantar de la cama, agarrotado por el reumatismo, taita Pilar fue quien viajó a Itapúa y la Candelaria para traer los remedios que el médico franchute, prisionero en Santa Ana, había recetado. Yo lo acompañé a taita en el viaje. El Karaí sanó con los remedios.

Taita era el más feliz de los hombres. Pero entonces vine yo y le destruí su alegría... -se quedó callado largo rato, la quijada hundida en el pecho, rumiando ese recuerdo.

El único despojo que había conseguido salvar era ese hebillón de plata y la confusa, inestimable carga de sus recuerdos.

Del sobrino leproso no se acordaba. De seguro adrede, como todos. A gatas aludía a su nacimiento.

-Hermana Candé tuvo a Gaspar en el Éxodo de la Residenta... -era lo único que decía cuando le apurábamos mucho.

Había otra persona en Itapé que conocía la historia. María Rosa, la chipera que vivía en la loma de Carovení.

Pero ella tampoco hablaba, y si hablaba, nadie le hacía caso porque era lunática. No tenía más que sus frases incoherentes, que el guaraní arcaico hacía aún más incomprensibles, y ese alucinado estribillo del Himno de los Muertos de los guaraníes del Guairá.

El propio Macario no empezó a hablar de su sobrino Gaspar Mora, hasta que se volvió caduco de golpe, casi al borde de su muerte. Sólo cuando estuvo comido hasta los huesos, el secreto inconscientemente guardado por todos, subió a la superficie del anciano. Y entonces se olvidó de todo lo demás.

 

3

-Fue cuando el cometa estuvo a punto de barrer la tierra con su cola de fuego.

De allí solía arrancar. El decía yvága rata, con lo que la intraducible expresión fuego-del-cielo designaba al cometa y aludía a las fuerzas cosmogónicas que lo habían desencadenado, a la idea de la destrucción del mundo, según el Génesis de los guaraníes.

Me acuerdo del monstruoso Halley, del espanto de mis cinco años, conmovidos de raíz por la amenazadora presencia de esa víbora-perro que se iba a tragar al mundo. Me acuerdo de eso, pero el relato de Macario me lo hacía remontar a un remoto pasado.

A él no le interesaba el cometa sino en relación con la historia del sobrino leproso. La contaba cambiándola un poco cada vez. Superponía los hechos, trocaba nombres, fechas, lugares, como quizá lo esté haciendo yo ahora sin darme cuenta, pues mi incertidumbre es mayor que la de aquel viejo chocho, que por lo menos era puro.

Su retraimiento era completo cuando alguna mujer se colaba en el ruedo. Nunca habló de Gaspar delante de ellas, a saber por qué. Ya caduco y tembleque las descubría enseguida. Se agazapaba entonces en un mutismo huraño. Si se hallaba cerca del fuego, Macario escupía sobre las brasas. Durante un largo rato no se oía más que el chirrido de esos escupitajos sobre el fuego, del que subían hilachas de un vapor amarillo. La intrusa no tenía más remedio que irse.

Macario recomenzaba a partir del cometa.

Fue así como una noche, cuando los pies de una mujer se alejaron raspando levemente el piso de tierra y los salivazos del viejo dejaron de freírse sobre las brasas, le oí decir con su flemoso graznido:
-Se me escondió en el corazón del monte. Y allí se paró a esperar la muerte.
Hizo un alto y agregó: -Pero antes tuvo el hijo -¿Qué hijo, taita?- le preguntó alguien.
No contestó. La cabeza se le hincó en el pecho. Un suspiro se le rompió en la garganta.
Todos sabíamos que Gaspar Mora no había tenido hijos. La cabeza del anciano parecía reflexionar sobre eso, arrepentido, abochornado tal vez de su infidencia.

Entonces volvió atrás, procurando borrar lo que había dicho. Retrocedió a los años anteriores al aislamiento del enfermo en el abra. La máscara de Gaspar Mora se cambió otra vez en el rostro limpio y fuerte de su juventud, el rostro moreno y huesudo de ojos mansamente verdosos, que todos recordábamos bien.
Gaspar olía a madera, de tanto haber trabajado con ella. De lejos venían a buscar sus instrumentos y pagaban lo que él les pedía. No era tacaño. Sólo dejaba lo suficiente para comprar sus materiales y herramientas. El resto lo repartía entre los que tenían menos que él. Levantaba las deudas de los agricultores a los que el fuego, el granizo o las langostas habían inutilizado sus plantíos. Compraba ropas y bastimentos para las viudas y los huérfanos.

-Los muchachos -decía Macario- se reunían en su carpintería para verlo trabajar. Enseñaba el oficio y la solfa a los que querían aprender. También levantó la escuelita y talló las cabriadas y los fustes de los horcones. Yo no los veo más, pero sé que están allí...

Sí. Todavía están. El tiempo estrió de una nervadura casi latiente las figuras de las vasijas y tejidos indios, que Gaspar reprodujo labrándolas con el formón y la azuela en los horcones de peterevy y de lapacho. En todas estas cosas quedó su presencia. Pero, de un modo especial, él estaba vivo en el viejo vagabundo que vivía de la caridad pública y cuyos andrajos no sabíamos cómo se arreglaba para mantenerlos tan limpios sobre la arpillera de la piel.

No hacía mucho que Gaspar había muerto. Pero como desapareció en medio del espanto, era como si se hubiese perdido en una grieta de un tiempo muy lejano.

Macario Francia era quien lo acompañaba.

Al oscurecer se ponía a tocar la guitarra que estaba fabricando, para probar el sonido, la salud del instrumento...

De eso me acuerdo. La gente se tumbaba en el pasto a escucharlo. O salía de los ranchos. Hasta el cerrito se escuchaba el sonido. Se escuchaba hasta el río. Me acuerdo de mamá que al oír la distante guitarra se quedaba con los ojos húmedos. Papá llegaba del cañal y trataba de no hacer ruido con las herramientas.
Aún después de muerto Gaspar en el monte, más de una tarde oímos la guitarra. La voz de Macario se recogía temblona. En el silencio del anochecer en que ondeaban las chispitas azules de los muãs, empezábamos a oír bajito la guitarra que sonaba como enterrada, o como si la memoria del sonido aflorase en nosotros bajo el influjo del viejo.

En ese momento comprendíamos también las palabras rotas de María Rosa. En su dulce obsesión adivinábamos la parte en sombras de la historia de Gaspar.

-Cuando le escuchábamos ya nadie pensaba en morir -decía la chipera lunática de Carovení-. Se durmió en el corazón de la madera. Estaba muy cansado, porque tuvo que luchar todo el tiempo con el gran murciélago... Pero algún día despertará y vendrá a llevarme. ¡El cometa lo volverá a traer!... Le clavaron las manos y los pies... Pero el cometa lo despertará y lo volverá a traer del monte...

Ambos, Macario y María Rosa, con todo y su chochera el uno, con su mansa demencia la otra, parecían atados para siempre por esa cola fosforescente al malato muerto en la selva.

Cuarentona, con los cabellos enmarañados que comenzaban a encanecer, a pesar de esa tardía maternidad que le había dado una hija, María Rosa continuaba enamorada de él.

En aquel tiempo todas las mujeres estarían enamoradas del músico, o de lo que él representaba para ellas.

Pienso ahora en aquellas muchachas de Itapé, a la caída de la noche, inclinadas entre los lunares fosfóricos de las luciérnagas, a esa hora en que ya «nadie pensaba en morir». Lo escucharían sin duda con todo el cuerpo y el ánima tendidos hacia el músico. Y sería esta compartida rivalidad lo que al hermanarlas a ellas lo ponían distante a él, ajeno para todas, excepto para esa melodiosa mujer sin cabeza que apretaba entre sus brazos, encorvado sobre ella, en la oscuridad.

Macario nada decía sobre esto, a saber por qué. O lo diría y yo no lo recuerdo, porque entonces no pensaba en estas cosas.

Me acuerdo sí que alguien escarbó en él, pérfidamente, preguntándole cosas.

-Gaspar murió virgen... dijo tan sólo con una tranquila seguridad, que contradecía lo anterior cuando se le escapó con cierto bochorno que el leproso había tenido un hijo antes de morir. Pero su senectud era un terreno fértil para las contradicciones, los olvidos y los símbolos.

-¡Lepijú letrado! -se mofaban de Macario los mellizos Goihurií

Los dos ya conocían mujer. Se pavoneaban ante los que aún no habíamos saboreado ese misterio. El viejo no lograba convencerlos de la castidad de Gaspar. Lo consideraban un embustero, un embaucador.

Pero Vicente, corazón de diablo, llevaba en el cinto el hebillón de plata que había hurtado al anciano.

Pienso ahora que hasta tenían un inconfesado rencor no sólo hacia Macario sino también hacia Gaspar. El padre de los mellizos, que después murió corneado por un novillo, era enemigo declarado de ambos. El había transmitido a los hijos gemelos la torva inquina, de la que saltó aquel machetazo contra Macario y el Cristo. Lo cierto era que los mellizos no respetaban nada.

Una tarde, en el río, Pedro escupió la palabrota «monflórito» contra la memoria de Gaspar. Fue como si nos sopapeara la cara. Nos abalanzamos sobre él, lo tumbamos y le atascamos de arena la boca, como para hacerle tragar de nuevo el insulto, para enterrar esa negación de hombría que acababa de proferir contra ese hombre que para nosotros era el más hombre de todos. Vicente trató inútilmente de defender a su hermano. Yo le puse un pie sobre la garganta, mientras los demás lo sujetaban.

-¿Eso no monflórito? ¿Repetí si te animás! - ¡No!... -gimió acobardado.

Entonces lo largamos. Pero después entre los dos, una vez que me agarraron solo, casi me ahogaron en el remanso, porque yo no dudaba y porque quisieron desquitarse del trago de tierra que le hicimos comer a Pedro los defensores de Gaspar.

Me salvé porque sabía nadar y zambullir más que ellos. Pero sobre todo, porque creía firmemente en algo. Dentro del agua, pegado al limo, tenía bien abiertos los ojos, aguantando la respiración, mientras los mellizos me buscaban para ahogarme. Se fueron porque creyeron que ya me había ahogado. Por eso no vieron las burbujitas de sangre que empezaron a soltar mi nariz y mis oídos.


En el abombamiento de la asfixia sentí que la mano de madera de Gaspar me sacaba a la superficie. Era un raigón negro, al que me quedé largo rato abrazado.
 

4

Cuando Gaspar Mora desapareció, su ausencia tardó en notarse. Dejó abierta su casa. No se llevó más que algunas herramientas. Lo buscaron sin descanso por todas partes. Recorrieron a caballo los caminos, las compañías más apartadas, los pueblos cercanos. Pero nadie sabía nada. Gaspar se había esfumado sin dejar rastros. Era como si va se hubiese muerto.

Las viejas mandaron promesas para su retorno. Las muchachas andaban tristes con la cabeza ladeada hacia la pena. Sobre todo una, María Rosa, la menuda chipera, que le solía llevar calentitos y crocantes sus chipás, sin querer cobrarle nunca nada. Y también cachos de bananas de oro y el agua fresca del manantial del cerro en una cantimplora forrada con húmedas hojas de banano. Ella misma tenía la carne prieta y morena de una tinaja, sus formas redondeadas, su tostado brillo en los pómulos y una chispa de ojo de agua en las oscuras pupilas.

Antes de eso, María Rosa recibía de noche a los hombres en su ranchito de la loma de Carovení. Troperos, gente de paso. Nunca a los hombres del pueblo. Las viejas la miraban de reojo y cotorreaban a sus espaldas. Ella no les hacía caso ni les guardaba rencor.

Cuando Gaspar Mora desapareció, el rancho permaneció cerrado. Solitario, silencioso, entre los cocoteros. El pequeño farol «murciélago» ya no brillaba en lo alto, a través de la ventanita tapada con un trozo de zaraza floreada.

-¿Y antes de perderse no subía Gaspar hasta el rancho de María Rosa? -le preguntaban a Macario para hacerlo enojar.
-¡Gaspar murió virgen! -repetía tercamente el viejo, sobre el esternón.

También ahora la puedo imaginar a María Rosa buscando, esperando al desaparecido, purificándose en la espera, como si de golpe hubiera descubierto que todos los hombres eran uno solo y que precisamente ese hombre ya no estaba y quizá no regresaría nunca.
 

5

Pasaron meses, tal vez años. Un hachero trajo al pueblo la noticia. Contó que en lo más hondo del monte, mientras volteaba árboles, había escuchado sonar una guitarra hacia el atardecer. Al principio pensó en alguna agüería.

-Póra o pombero, me dije. Capaz que fuera el jasyjatere. Aunque yo no creo en esas cosas -dijo en el corro que se había formado para oírlo-. La guitarra seguía sonando. Busqué el lugar de donde venía el sonido. Me costó encontrarlo. La música, apretada por el monte, me toreaba de un lado y -otro. Al fin me metí por un pique y desemboqué en un cañadón. Vi primero el rancho. Enfrente, sentado sobre un tronco, Gaspar estaba tocando una guitarra blanca. Sin barnizar... Está enfermo. Tiene el mal de San Lázaro...

Una consternación general barrió las caras.

El hachero contó que le tendió la mano y que el otro no se la tomó, diciéndole:

-No le doy mano a nadie. Solamente a esta... -señaló el instrumento-. A ella no la puedo contagiar...

-¿Dónde está? -preguntó Macario.

-No puedo contar... -se defendió el hachero.

-Vas a contar -le conminó el viejo-. Tenemos que ir a buscarlo. -Le juré sobre el hacha que no diría nada. Gaspar quiere estar solo...

María Rosa abandonó el ruedo. Mientras los demás se quedaban discutiendo, ella se fue a su rancho. Puso en una canasta varias argollas de chipás y bastimentos, y se encaminó hacia el monte. Ella sabía dónde trabajaba el hachero.

Al día siguiente, el grupo encabezado por Macario se cruzó con ella, que venía de regreso.

La detuvieron en la picada. Se negó a hablar. Volvía cambiada, con el rostro de una sonámbula.
 

6

Macario y sus acompañantes también se estrellaron contra la voluntad de aislamiento del enfermo, contra su decisión de permanecer allí hasta el fin.

-Omano va'ekue ko-ndojehe'ái oikovevandie (Los muertos no se mezclan con los vivos) ... -contaba Macario que les dijo de lejos, impidiéndoles con un gesto que se acercaran.

-Venimos a llevarte, Gaspar-le dijo Macario-. Te hemos buscado por todas partes.

-Yo ya estoy muerto -contestó lentamente-. Y puedo decirles que la muerte no es tan mala como la creemos.

Dijo Macario, que se quedó en silencio un buen rato.

-Me va tallando despacito -contó que dijo después-. Mientras me cuenta sus secretos. Es bueno saber por lo menos que uno no acaba, que se continúa en otra vida, en otra cosa. Porque hasta en la muerte se quiere seguir viviendo. Eso lo sé ahora. La muerte me ha enseñado a tener paciencia. Yo le hago un poco de música... -dijo con una sonrisa, como en broma-. Para pagarle. Nos entendemos...

-Pero sufres, Gaspar.

-¿Sufro? Sí, sufro. Pero no por esto... -se echó una mirada hasta los pies-. Sufro porque tengo que estar solo, por lo poco que hice cuando podía por mis semejantes.

-Por eso venimos a llevarte. Puedes sanar. Te vamos a atender. Movió la cabeza y los miró desde una profundidad insondable. Era como si un muerto se levantara para testificar sobre lo irrevocable de la muerte.

Luego, para romper el maligno sortilegio, se sentó sobre el tronco y empezó a preludiar el Campamento Cerro León como una despedida. El himno anónimo de la Guerra Grande surgió al cabo, extrañamente enérgico y marcial, de las cuerdas llenas de nudos.

-Contra eso no había nada que hacer-dijo Macario.

La noche se apretaba sobre el abra. Las manos hinchadas se movían sobre la tapa del pálido instrumento, que se fue quedando a oscuras hasta que dejó de sonar.

Fue la última vez que lo vieron y que hablaron con él.
 

7

Volvían una y otra vez al cañadón. Pero el enfermo los esquivaba con el tino infalible de la soledad que sabe protegerse a sí misma cuando es irremediable.

Miraban la choza vacía, el abra desierta, acorraladas por la selva. Pero él no estaba. O quizá los vería a escondidas, de rodillas entre la maraña, con los ojos sin párpados en la enorme cabeza de león, escamosa y carcomida.

Resolvieron dejarle alimentos en la entrada del pique. Un poco de charque, butifarras, quesos redondos. También cuerdas nuevas. Él los recogía después, escribiendo gracias sobre la tierra con un palito.

Como antes, María Rosa continuaba llevándole chipá, cachos de bananas de oro y la cantimplora tan parecida a ella, con el agua del manantial del cerro. A media legua estaba el arroyo de Cabeza de Agua. Pero ella comprendía que esa distancia era cada vez más larga para los pies llagados.

De tarde en tarde una pequeña procesión peregrinaba furtivamente hasta el abra. Con silencioso recogimiento escuchaba la oración leprosa. Procuraban no hacer el menor ruido, porque a veces una ramita que se rompía bastaba para quebrar también la música. Semejaban sombras suspendidas entre el follaje. Se miraban con ojos húmedos y encandilados, mientras la noche iba tapando con una losa de oscuro azul el cañadón.

Luego, al silencio, regresaban por la tiniebla.

Eso duró. Pensaron que la muerte también se había enamorado del músico.

-Pero lo quería vivo, allí... -dijo Macario, agregando en castellano-: Como en una jaula...
 

8

Por ese tiempo fue cuando el cometa apareció en el cielo y acercó amenazadoramente a la tierra su inmensa cola de fuego.

Cundió el pánico. Era el anuncio resplandeciente del fin del mundo. La nueva terrible del castigo se amplificaba en la iglesia, entre las lamentaciones y los rezos. De eso me acuerdo bien.

Nos olvidamos de Gaspar Mora, solo en el monte.

Después empezó la sequía, como si el ardiente resuello del monstruo hubiera secado toda el agua de la tierra y del cielo.
María Rosa trató de llegar al abra con su pequeña carga de agua y provisiones. Pero no pudo. Se extravió en el monte, cegada, extraviada por el maléfico yvága rata. Después de varios días reapareció gesticulante.

-¡Ya no está..., se fue! -murmuraba con tranquila desesperación-. ¡Lo llevó el cometa!

Cuando el miedo aflojó, Macario y otros llegaron a la entrada del pique. Encontraron que las últimas provisiones no habían sido retiradas. Las hormigas se estaban llevando los restos enmohecidos.

Empezaron a llamarlo a gritos. La oquedad del monte sólo devolvía ecos pastosos. Lo rastrearon hacia el arroyo. Allí lo encontraron, de bruces sobre los guijarros y la arena del cauce seco.

Estaba muerto, de varios días.

Allí mismo, junto al álveo, cavaron la tierra con sus machetes y lo enterraron. Macario labró una tosca cruz de palosanto y la plantó a la cabecera de la tumba.

Volvieron silenciosos y apabullados hacia el cañadón. Se sentían culpables.

-La muerte de Gaspar pesaba sobre nosotros -dijo Macario-. íbamos a recoger la guitarra y quemar la choza...
 

9

Por la abertura que hacía de puerta entrevieron en el interior la silueta de un hombre desnudo, adosado al tapial.
Se quedaron clavados por el estupor.

-Un frío de muerte nos cuarteó las carnes... -contaba Macario. El hombre estaba inmóvil, con la barba hundida en el pecho y los brazos extendidos. La penumbra no les dejaba ver bien. Parecía no tener pelos y su desnudez era enfermiza, flaca, casi esquelética. Acababan de enterrar a Gaspar Mora y el rancho ya tenía otro ocupante. Tardaron en recuperar el habla. Un hálito sobrenatural les -había paralizado la lengua.

-¿Quién..., quién anda ahí? -pudo gritar al fin Macario.

El hombre continuaba sin moverse, con la cabeza gacha y los brazos abiertos, como avergonzado de estar allí.

Macario volvió a ensayar la pregunta, esta vez en castellano, con idéntico resultado. El desconocido no hizo el menor gesto. Su mudez, su inmovilidad les arañaba la piel erizada de pavor. Tuvieron la sensación de que aunque pasaran mil años ese hombre no se movería ni les haría caso. Quizá también estaba muerto y sólo se mantenía en pie por un milagroso equilibrio, las largas espinas de los brazos agarradas a la oscuridad.

-Al principio pensamos en un habitante de otro mundo -nos decía Macario-. Pero era un hombre. Tenía el bulto y la traza de un cristiano. Y estaba allí parado, quieto, mirándonos con su silencio y sus brazos extendidos...

Entonces, sublevados, enfurecidos por el miedo, irrumpieron en el rancho. Macario levantó el machete contra el intruso. Al resplandor de la hoja inmovilizada en el aire, vieron que era un Cristo de madera, del tamaño de un hombre.
-Gaspar no quería estar solo... -murmuró el viejo.

Durante el tiempo de su exilio lo había tallado pacientemente, acaso para tener un compañero en forma de hombre, porque la soledad se le habría hecho insoportable, mucho más terrible y nefanda quizá que su propia enfermedad.
Allí estaba el manso camarada.

Le sobrevivía apaciblemente. Sobre la pálida madera estaban las manchas de las manos purulentas. Lo había tallado a su imagen y semejanza. Si un alma podía adquirir forma corpórea, esa era el alma de Gaspar Mora.

Alguien propuso enterrar la talla junto al cuerpo del leproso. -¡No! -dijo terminantemente Macario-. Lo dejó en su reemplazó...

Los demás asintieron en silencio.

-Teemos que llevarlo al pueblo -dijo Macario.


10

Lo cargaron en hombros y regresaron por la picada, entre el siseo del resquebrajado follaje. En la hondura del monte el tañido ululante del urutaú acompañó sus pasos como el doblar de una luctuosa campana. Macario iba detrás con la guitarra.

El polvo los acompañaba en la marcha lenta y borrosa que sacaba a un Cristo de la selva, como descolgado de una inmensa cruz.

De pronto, una sombra escuálida se les unió. Era María Rosa.

La ropa se le caía en pedazos. La sangre seca de los rasguños y desolladuras veteaba su piel en todas direcciones. Clavó la mirada demencial en el Cristo.
-Debe tener sed... .-dijo.
En la mano llevaba la cantimplora. La levantó. De uno de los picos cayó un chorrito de agua. Pero nadie le hizo caso.
Luego de un rato de marcha, empezó a cantar con voz rota y débil ese estribillo casi incomprensible del Himno de los Muertos. Se interrumpía a trechos y recomenzaba con los dientes apretados.

El canto ancestral se apagó por fin en sus labios. Caminaba lentamente con la cantimplora en la mano, detrás del encorvado Macario, que llevaba la guitarra al hombro.

Tan absortos iban con su carga, que al salir al campo no se dieron cuenta de que el tiempo había cambiado. El cielo candente y translúcido se rajaba en finas estrías y se estaba encapotando. Los nubarrones parecían más oscuros por los intermitentes fulgores que apuñaleaban sus vientres. Ráfagas del olvidado olor de la lluvia caían sobre el polvo. Un poco después la penumbra se cernía ya a ras del Cristo y tiznaba las caras de sus portadores, en las que los ojos brillaban a cada refucilo.

Al pasar frente al cerrito cayeron las primeras gotas. Goterones de plomo derretido. Al entrar en el pueblo, la torrentada de la lluvia caía sobre ellos, deslomándolos, entre los relámpagos y los aletazos del viento. El Cristo chispeaba como electrizado.

Se encaminaron hacia la iglesia, chapoteando hasta las rodillas en los revueltos raudales. La puerta estaba cerrada. Oían el opaco zumbido de la campana rota golpeada por la lluvia. Entraron al Cristo en el corredor, al reparo del alero. Lo recostaron de pie contra la tapia, como lo habían encontrado en la choza, y se sentaron en cuclillas a su alrededor.
María Rosa permaneció en la lluvia, desleída toda ella en una silueta turbia, irreal.

Los hombres aparentaban no verla. Sólo el Cristo extendía hacia ella los brazos.

 

11

         Allí y en esa posición tuvo que esperar varios días, hasta la llegada del cura, que sólo venía a Itapé los domingos quebrados del mes.

         Macario le refirió lo acontecido. Pero el cura, que ya estaba enterado, se opuso en redondo a la entrada de la imagen en el templo, pese a la agüería del milagro que empezaba a orearla. Había traído la lluvia del monte. No era tal vez un precio suficiente. Podía tratarse de una coincidencia. El cura miraba de reojo la talla, con un dejo de invencible repugnancia en el gesto, en la voz. En verdad la facha del Cristo no impresionaba bien. Le faltaba el pelo. Las vetas de la madera le jaspeaban la cara y el pecho de manchas escamosas y azules.

         - Es la obra de un lazariento -dijo el cura-. Hay el peligro del contagio. La Casa de Dios debe estar siempre limpia. Es el lugar de la salud...

         Se extendió sobre la extraña vitalidad de los bacilos. Mientras hablaba se había estado reuniendo mucha gente. Lo escuchaban sin convicción, con los ojos vacíos, fijos en la talla.

         El cura percibió que no entendían muy bien sus explicaciones. No encontraba en guaraní las palabras adecuadas para describir técnicamente el mal y los riesgos de la contaminación.

         - ...No podemos meter adentro esto... -dijo, pero se interrumpió al notar la creciente resistencia que encontraban sus palabras-. Sí..., mis queridos hermanos... Es cierto que tiene la figura de Nuestro Señor Jesucristo. Pero el enemigo es astuto. Usa muchos recursos. Es capaz de cualquier cosa por destruir la salvación de nuestras almas. Es capaz de tomar hasta la propia figura del Redentor... -recogió el aliento y prosiguió en tono de admonición-: y si no, piensen bien quién talló esta imagen... ¡Un hereje, un hombre que jamás pisó la iglesia, un hombre impuro que murió como murió porque...

         - ¡Gaspar Mora fue un hombre puro!... -le interrumpió el viejo Macario con los ojos ásperamente abiertos.

         Un rumor de aprobación apoyó sus palabras. El cura quedó desconcertado.

         - ¡Fue un hombre justo y bueno! -insistió Macario-. Hizo su trabajo. Ayudó a la gente.

         Todo lo que hizo tenía fundamento. En todas partes hay huellas de sus manos, de su alma limpia, de su corazón limpio... Donde suene un arpa, una guitarra, un violín, lo seguiremos oyendo. Esto fue lo último que hizo... -dijo señalando al Cristo-. Lo trajimos del monte, como si lo hubiéramos traído a él mismo. No está empozoñado por el mal. La lluvia lo lavó y purificó cuando lo traíamos. ¡Y mírenlo! Habla por su boca de madera... Dice cosas que tenemos que oír... ¡Óiganlo! Yo lo escucho aquí... dijo golpeándose el pecho-. ¡Es un hombre que habla! ¡A Dios no se le entiende..., pero a un hombre sí!... ¡Gaspar está en él!... ¡Algo ha querido decirnos con esta obra que salió de sus manos..., cuando sabía que no iba a volver, cuando ya estaba muerto!...

         La gente estaba en un hilo. Nadie imaginó que el viejo mendigo podía animarse a tanto contra el mismo cura; que supiera decir las cosas que estaba diciendo.

         Macario no discutía la religión. Eso se veía a las claras. Sólo su sentido. La mayoría estaba con él. Se veía quiénes eran. Los cuerpos tensos, la expresión de los semblantes tocados por sus palabras.

         Pero unos pocos permanecían fieles al cura. Su cara estaba contraída por la ira. Comprendió que debía ganar tiempo.

         - ¡Ahí tienen la puerta!... -dijo tendiendo el brazo hacia Macario; la reprimida cólera ponía silbantes sus palabras-. ¡El hermano Macario hablando mal de Dios..., cometió sacrilegio, justo aquí, bajo el techo de la iglesia! ¡Esa imagen está endemoniada! ¡Así tenía que ser..., puesto que la hizo un hereje! ¡Nos va a traer el castigo de Dios!

         - ¡Vamos a quemarla! ¡Vamos a quemarla ahora mismo y que se acabe la cuestión! -gritó junto al cura con la voz descompuesta el puestero Nicanor Goiburú, padre de los mellizos.

         Algunas voces se unieron a la suya sin mucho entusiasmo, más por compañerismo o por temor, que por otra cosa. El puestero tenía fama de corajudo y cuchillero. Revoloteaba los ojos inyectados en sangre, a uno y otro lado, buscando apoyo.

         - ¡Cierto! ¡Mejor quemarla de una vez!... -dijo uno mirando el suelo y escupiendo su bolita de naco, como si le quemara la boca.

         - ¡Nosotros lo trajimos y nosotros lo llevaremos! -bramó Macario con toda su voz.

         Hubo un impetuoso remolino. La multitud se dividió en dos bandos y la gritería se hizo ensordecedora.

         El puestero desenvainó el cuchillo y se abalanzó contra Macario, que ya había cargado la imagen sobre sus espaldas, cayéndose de rodillas por el peso. Alguien desvió el brazo de Goiburú y la punta del facón sólo alcanzó a astillar el hombro del Cristo. Varios puñales y machetes empezaron a centellear bajo el sol rodeando y protegiendo la retirada de Macario y los suyos con el Cristo a cuestas. Las mujeres y las criaturas chillaban despavoridas. La cascada campana rompió también a repicar a rebato.

         El cura vio que el remedio resultaba peor que la enfermedad.

         Con los brazos en alto gesticuló para hacerse escuchar y restablecer el orden. Al fin lo consiguió a medias, desgañitándose. El jaleo fue amainando poco a poco bajo su trémulo vozarrón.

         - ¡Calma..., calma, mis hermanos! -gritó a la enardecida multitud-. ¡No nos dejemos arrebatar por la violencia!... -su actitud se volvió más humilde; entrelazó los dedos sobre el pecho-. A lo mejor, el hermano Macario tiene razón y yo estoy equivocado. A lo mejor, el Cristo tallado por Gaspar Mora merece entrar en la iglesia... Quién sabe si en la hora de su muerte no se arrepintió de sus pecados y Dios le perdonó... Yo no me opondré a que la imagen tenga un lugar allí adentro... Pero hay que hacer las cosas bien. Primero hay que bendecirla..., hay que consagrarla. Este es un asunto muy delicado. Déjenme consultar a la Curia, y entonces se resolverá el modo que más convenga a los intereses de la santa religión... ¿No es esto lo justo?

         La gente acató en silencio el armisticio pedido por el cura. Macario y los suyos estaba inmóviles, las caras enlodadas de polvo y sudor. Se miraron entre ellos y fueron a recostar nuevamente el Cristo contra la tapia, en el corredor. La multitud se dispersaba en un opaco rumoreo.

 

12

         Esta misma tarde, mientras se despojaba de los ornamentos, el cura habló en la sacristía con el campanero, un muchacho rengo y granudo, que también hacía de sacristán.

         - Después de mi ida, esa imagen debe desaparecer. No quiero fomentar la idolatría entre mis feligreses...

         El muchacho estiró el cuello largo y escrofuloso y miró al cura sin entender. El incensario, del que se hallaba descargando las cenizas aún humeantes, tintineó al chocar contra el suelo.

         - Cuando me vaya, vas a hacer lo que dijo Goiburú -prosiguió el cura en el tono a la vez confidencial y autoritario que había adoptado con el muchacho.

         - ¿Cómo, Pa'i?

         - Lo que oíste. Vas a quemar esa talla a escondidas, de noche, sin que nadie te vea, en el monte. Después enterrarás las cenizas y te coserás la boca. ¡Mucho cuidado! Le echarán la culpa a Goiburú, a quien sea... Qué sé yo... Será mejor. Esto tiene que acabar -se dijo a sí mismo-. ¿Me has oído?

         - ¿Quemar al Cristo, Pa'i?... ¿Yo? -hipó el campanero.

         La cara granujienta estaba desencajada entre el temor que le inspiraba la orden y la duda de no haber comprendido bien.

         La nuez subía y bajaba por el pescuezo del muchacho. -¿Yo? -tornó a gorgotear.

         - Sí, vas a quemar eso... -farfulló el cura dando un tironazo al cajón de la cómoda.

         - ¡Quemar el Cristo! ¡Cháke ra'e!

         - ¡No está bendito todavía! Hasta ahora es un trozo de madera nomás.

         - ¿Y cómo, Pa'i? -bisbiseó el muchacho, mirando de reojo hacia afuera-. Desde que lo trajeron del monte, hacen guardia por turno para cuidarlo. ¡Y tienen sus machetes!

         - Irás a ver en mi nombre al sargento de la jefatura. Él te dará ayuda... -se veía que él mismo no estaba muy seguro de lo que decía. Sus palabras se apagaron en un murmullo difuso.

         Se enfundó el guardapolvo y fue a la Casa Parroquial, donde revisó el sobado cuaderno de anotaciones mientras le cebaban mate. Poco después pidió su cabalgadura y se alejó de prisa por el camino, rumbo a Borja, sin saludar a nadie, contra su costumbre. No se quedaba siquiera para la misa del domingo. Lo creyeron disgustado todavía por el incidente.

         El sacristán lo siguió un trecho. Iba más rengo y cabizbajo que nunca.

 

13

         En el silencio engrudado de luna y relente dormía el pueblo.

         Los ranchos y los árboles se esfumaban en la lechosa claridad que ponía sobre ellos una aureola polvorienta.

         A la sombra de un cocotero, junto al alambrado que circundaba la plazoleta del templo, cuatro hombres dormitaban tumbados sobre el pasto. Uno de ellos era Macario.

         Un leve rumor le sobresaltó y le hizo incorporarse.

         Más que ver adivinó que unas sombras emponchadas se acercaban cautelosamente por el corredor hacia el Cristo reclinado en la pared. Al principio parpadeó incrédulo. Todavía las cataratas no le tapaban las pupilas pero ya veía poco. El leve ruido volvió a llegar hasta él. Descubrió el inconfundible rumor de los machetes marca Gallo de la jefatura, asordinados por los ponchos de los tahachies.

         - ¡Pedro Mártir..., Eligio..., Taní! -despertó a los muchachos que estaban junto a él.

         Los cuatro se pusieron de pie de un salto, recogieron sus machetes, atravesaron el alambrado y se lanzaron corriendo hacia los intrusos que ya se apoderaban de la talla.

         - ¡No toquen eso, desgraciados! -gritó Macario desde atrás.

         Los ladrones, tomados de sorpresa, soltaron la imagen y se replegaron contra la tapia, desenvainando los yataganes. Detrás de un horcón, el semblante varioloso, blanco de luna, del sacristán,-semejaba una máscara de samu'ú. Se dejó caer y reptó entre los yuyos arrastrando la pierna, hacia el campanario. Los dos guardias emponchados se adosaron a la oscuridad, escurriéndose cada uno por un extremo del corredor.

 

14

         Macario llevó el Cristo a su rancho, ayudado por los otros.

         Con el sueño roto sobre las caras, muchos se les unieron por el camino. Pero nadie hablaba, ni preguntaba nada. El polvo tragaba el ruido de sus pasos. Después del tumulto, el silencio pesaba de nuevo extrañamente en esa calma inundada por el lechoso resplandor.

         Cuando salían a la plazoleta, la campana sonó con una tos nerviosa. Se volvieron a mirar hacia el inclinado campanario y vieron una sombra acurrucada en lo alto. Nadie pensó en el campanero. La pequeña procesión reinició su marcha, con la imagen a cuestas de Pedro Mártir, Taní y Eligio. Ellos habían sido los mejores alumnos de Gaspar, lo habían enterrado en el monte después de darle el último adiós. Ahora llevaban en hombros su último trabajo.

         Desde arriba, el campanero, abrazado a uno de los travesaños, contemplaba el lento y silencioso remolino humano que se llevaba el pedazo de madera con la forma del Redentor. Lo veía del tamaño de un recién nacido, blanco y desnudo sobre los hombros oscuros. Se miró las manos. Pensó tal vez que él había estado a punto de quemar eso, que era algo más que un trozo de monte.

         El brazo enganchado se desanudó poco a poco. Había metido la cabeza casi por completo en el hueco de la campana, cuyo zumbido aún le apretaba las sienes.

         El deshilachado cabo de soga oscilaba delante de los ojos arrasados de lágrimas. Cuando el zumbido acabó de morir en el hierro, se le escapó un sollozo por entre los dientes apretados. Tendió la mano hacia la soga y manipuló un rato con ella.

         Hubo un sordo pataleo sobre las tablas. La campana volvió a repicar espasmódicamente por un rato, hasta que la pata rígida se hamacó en el aire y todo se arremansó de nuevo en la quietud de la noche.

 

15

         Tres días con sus noches deliberaron junto al Cristo, casi sin palabras.

         Alguien, quizá el mismo Macario, recordó que la lluvia había empezado a caer cuando pasaban frente al cerro. Se les antojó que era muy parecido al cerro del Calvario. Allí debía estar, pues, el Cristo leproso. Al aire libre y cerca del cielo.

         La idea prendió en un clamor y se esparció por el pueblo.

         El rancho de Macario acabó por estar rodeado a todas horas de una rumoreante multitud. Durante esos días, el viejo mendigo fue el verdadero patriarca del pueblo. Un patriarca cismático y rebelde, acatado por todos.

         Entre todos desbrozaron el cerrito. Macario, ayudado por Pedro Mártir, por Eligio Brisueña y por Taní López, construyó la cruz en la que clavaron la imagen, luego de pegarle con cola una renegrida cabellera de mujer que alguien les alcanzó en medio del trajín. Sólo después vieron a María Rosa con la cabeza monda bajo el manto rotoso junto al Crucificado.

         Lo irguieron en la misma cumbre del cerrito. También levantaron, para protegerlo, el redondel de espartillo, semejante a la choza del abra donde había nacido.

         Los disturbios que el Cristo había provocado y que seguramente seguiría provocando, fueron tal vez la razón que movió a la Curia a ceder, autorizando la bendición de la imagen. Más que autorizarla, la impusieron, contra la voluntad del propio Macario.

         - Nuestro Cristo no necesita la bendición de ellos -dijo con un gruñido. Pero tuvo que ceder, porque el cisma no había prendido lo suficiente.

 

16

         El Viernes Santo se celebró por primera vez en el cerrito de Itapé.

         De Asunción vino el padre Fidel Maíz, uno de los mejores oradores sagrados de la época, para inaugurar el Calvario y predicar el sermón de las Siete Palabras.

         Todo el pueblo se volcó al cerro para la celebración de ese ritual que era un triunfo a medias de Macario y los suyos.

         El orador sagrado conmovió a la muchedumbre y la ganó para sí. La voz de Pa'i Maíz era famosa por su calidez y potencia y dominaba con una tersura incomparable el guaraní, como en los tiempos de Montoya.

         No le costó convencer a los itapeños de que el Hijo de Dios en su infinita humildad había permitido que su imagen naciera de las manos de un leproso, como dos mil años antes quiso nacer en un pesebre.

         - Este privilegiado cerrito de Itapé -agregó el predicador- se va a llamar desde ahora Tupá-Rapé, porque el camino de Dios pasa por los lugares más humildes y los llena de bendición...

         Así se llama hasta hoy, Tupá-Rapé, que en lengua india significa Camino-de-Dios.

         - Yo no estuve de acuerdo -dijo ya entonces Macario-. No había por qué cambiar el nombre. En todo caso, el cerrito del Cristo leproso se hubiera debido llamar Kuimba'e-Rapé.

         Así lo llamaba él: Camino-del-Hombre.

         - Porque el hombre, mis hijos -decía repitiendo casi las mismas palabras de Gaspar-, tiene dos nacimientos. Uno al nacer, otro al morir... Muere pero queda vivo en los otros, si ha sido cabal con el prójimo. Y si sabe olvidarse en vida de sí mismo, la tierra come su cuerpo pero no su recuerdo...

         Para el hijo de uno de los esclavos libertos de El Supremo, ésta era, acaso, la única eternidad a que podía aspirar el hombre. Redimirse y sobrevivir en los demás. Puesto que estaban unidos por el infortunio, la esperanza de la redención también debía unirlos hombro con hombro.

         - Tiene que ser la obra de todos...

         El decía todo esto porque evidentemente la realidad no correspondía a sus deseos.

         - Yo ya soy muy viejo. Me fundí. Ustedes tienen que arrejar...

         No le entendíamos. Pensábamos que eran cosas de su chochera. Poco después empezó a decaer rápidamente. Para las fiestas del Centenario, el año siguiente, ya tenía los ojos tapados por las cataratas. Día a día estaba más entumido, más doblado hacia la tierra, no tal vez por el peso de la edad sino por el último fracaso que lo aplastaba con más fuerza que sus noventa años.

         Se fue quedando solo, ciego, sin memoria, en el peor de los olvidos, el de la indiferencia. Lo recuerdo de aquella época. Un puñado de polvo lanzado por la mano de un chico podía borrarlo.

 

17

         Las vías férreas avanzaban sobre el tendido abriendo una roja rajadura por el valle. Después de rebasar el cerrito, ya se podían ver las puntas de los rieles centelleando en el campo.

         Itapé iba a desperezarse de su siesta de siglos, pero el pueblo volvía a dividirse en dos bandos irreconciliables haciendo que el jefe político y el cura recobraran su aflojado poder.

         Macario vagaba a lo largo del camino, escuchando el retumbo de los durmientes bajo las palas y los picos de los cuadrilleros, que trabajaban como forzados.

         - ¡Adiós, Macario! -le gritaban al pasar.

         Si se acercaba le daban alguna poquita cosa de sus provisiones bien magras. Granos de maíz tostado, algún pedazo de mandioca, lo que podía caber en el buche de un pitogüé.

         Una mañana de invierno, lo encontraron duro y quieto sobre la helada, entre sus guiñapos blancos, al pie del cerrito. Lo alzaron sobre una zorra y lo trajeron al pueblo, entre las herramientas. El ruido de las ruedas sobre los flamantes rieles fue su responso.

         Lo enterraron en un cajón de criatura.

        

 

 

 

 

 

 

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