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AUGUSTO ROA BASTOS (+)

  EL INCENDIO DE LA MUERTE - Fragmento de YO EL SUPREMO - Novela de AUGUSTO ROA BASTOS


EL INCENDIO DE LA MUERTE - Fragmento de YO EL SUPREMO - Novela de AUGUSTO ROA BASTOS

EL INCENDIO DE LA MUERTE

Fragmento de YO EL SUPREMO

Novela de AUGUSTO ROA BASTOS

 


“El 24 de agosto de 1840, día de San Bartolomé, a influjo de su doméstico infernal, el Dictador prendió fuego antes de morir a todos los documentos importan­tes de sus comunicaciones y condenas, sin precaver que la voracidad del elemento podía ser tanta, que llegase a abrasarle la cama. Desesperado y ahogado de humo llamó en su socorro a sus sirvientes y guardias. Se abrie­ron puertas y ventanas y, en medio de la combustión, se arrojaron a la vía pública colchones, cobijas, ropas y pa­peles en llamas. ¡Oh aviso claro de las llamas que al mes siguiente principiarían a abrasar eternamente su alma! Entretanto lo único cierto fue que en esta ocasión los viandantes que pudieron sobreponerse a su pavor vieron por primera vez los interiores de la tétrica Casa de Go­bierno. Algunos se detuvieron inclusive a examinar los chamuscados retazos de bombasí, tela desconocida en el país, de la que se hacían las sábanas de El Supremo.

“Para los católicos, el 24 de agosto es el día en que el diablo sale solo. Mucha gente unió esa circunstancia al color de la capa que usaba el Dictador, deduciendo que su fin estaba próximo”. (Manuel Pedro de Peña, Cartas.)

El fuego se amodorra sin saber muy bien por dón­de atacar. Chisporrotea sobre los papeles que va cha­ muscando y convirtiendo en humo, en cenizas. Pren­de regueros de chispas por los rincones. No se atreve a llegar hasta mí; tal vez no puede atravesar el lodazal que rodea el lecho. El agua y el fuego, de los que me formé, se complotan ahora para entregarme a la sole­dad final. Solo, en un país extraño de pura gente idiota. Solo. Sin origen. Sin destino. Encerrado en perpetuo cautiverio. Solo. Sin apoyo. Sin defensa. Condenado a errar sin descanso. Expulsado sucesivamente de todos los asilos que escojo. Imposibilitado de bajar al sepul­cro... ¡Vamos, no es para tanto! No logrará la muerte ahora hundirte en la autocompasión que no melló tu vida. Los muertos son muy débiles. Mas el muerto vivo en la muerte, tres veces fuerte.

Acorde estoy en que esta lucha ad astra per áspera ha hecho de mí un mestizo de dos almas. Una, mi al­ma-fría, mira ya desde la otra orilla donde el tiempo se arremansa y empieza a acangrejarse. La otra, el alma-caliente, vigila aún en mí. Adepto de la duda absoluta, puedo avanzar todavía apoyando mi derecha diurna, la pierna demasiado hinchada que ya no puede sostener­me, en la izquierda-nocturna. Ésta resiste aún. Carga con mi peso. Voy a levantarme un rato. Debo avivar el fuego. Es ÉL quien sale de YO, volteándome de nue­vo en el impulso de la retrocarga. Da una palmada. El fuego se reaviva en el acto. Vuelve a bailar alegremente, con mayor energía que antes. Sus lumbraradas meten en la habitación una especie de amanecer. ÉL pega otra palmada. Suena a cañonazo. Acuden en tropel drago­nes, húsares, granaderos con baldes de agua y carretillas de arena. Todos los efectivos con todos los elementos. Como cuando mandé quemar a José Tomás Isasi en la hoguera de pólvora, y el fuego de lava amarilla se propagó hasta mi propia cámara. El incendio es ahora sofocado una vez más bajo verdaderas trombas de agua y arena. Un diluvio de barro cae en la habitación a tra­vés de puertas, ventanas, claraboyas, ojos de buey, de las rajaduras del techo. Goterones. Goterones. Gotas de plomo derretido, ardiendo y a la vez helado; chaparrón más que sólido, fuerte, haciéndome sonar los huesos. Las trombas de cieno se disparan en todas direcciones. Empapan, queman, agujerean, manchan, hielan, derri­ten todo lo que encuentran en mi cubil. Lo convierten en un albañal desbordado donde flotan témpanos vis­cosos, islotes de llamas. En medio, ÉL, erguido, con su brío de siempre, la potencia soberana del primer día. Una mano atrás, la otra metida en la solapa de la levita. No le tocan las rachas de viento y de agua. Hago que reviente el último aneurisma de voz que me reservaba bajo la lengua. Le escupo un sangriento insulto. Quiero exasperarlo: ¡Aunque nos entierren en extremos opues­tos de la tierra, el mismo perro nos encontrará a los dos! No reconozco mi voz: Ese soplo que sale de los pulmo­nes y pone en movimiento todo el aparato de fonación. Cuerdas, tubos, alvéolos, ventrículos, paladar, lengua, dientes, labios, no forman más en mí el efímero ruido que llamamos voz. ¡Hace tanto tiempo que no grito! Acordar la palabra con el sonido del pensamiento. ¡Lo más difícil del mundo! Pasóme la mano por la cara en la obscuridad. No la reconozco. Ver en una lámpara dos focos de luz. Una negra, otra blanca. En un hombre, dos rostros. Uno vivo, otro muerto. ÉL se desinteresa. Se desentiende. Abre la puerta. Se dirige al zaguán. Sale al exterior. Veo su silueta en el corredor, nimbada de ese filamento de luz blanca y negra, veteando fosfóri­camente la obscuridad. Oigo que da el santo y seña al jefe de la guardia: ¡PATRIA O MUERTE! Su voz llena toda la noche. La última consigna que he de oír. Queda cosida al forro del destino de los conciudadanos. Trepi­da la tierra bajo la vibración de ese clamor. Se propaga de un centinela a otro por todos los confines de la no­che. YO es ÉL, definitivamente. YO-ÉL-SUPREMO. Inmemorial. Imperecedero. A mí no me queda sino tragarme mi vieja piel. Muda. Mudo. Sólo el silencio me escucha ahora paciente, callado, sentado junto a mí, sobre mí. Únicamente la mano continúa escribiendo sin cesar. Animal con vida propia agitándose, retorciéndo­se sin cesar. Escribe, escribe, impelida, estremecida por el ansia convulsa de los convulsionarios. Ultima ratio, última rata escapada del naufragio. Entronizada en la tramoya del Poder Absoluto, la Suprema Persona cons­truye su propio patíbulo. Es ahorcada con la cuerda que sus manos hilaron. Deus ex machina. Farsa. Parodia. Pipirijaina del Supremo-Payaso. Sobre el tabladillo, sólo la mano escribe. Mano que sueña que escribe. Sueña que está despierta. Únicamente despierto el durmiente puede relatar su sueño. La mano-rata-náufraga escribe: Me siento caer entre los pájaros ciegos que caen a la caí­da del sol en la tarde de la caída. Sus ojos reventados me empapan de sangre. Guardan la imagen de mi caída en medio de la tormenta. ¡Esos pájaros están locos! ¡Esos pájaros soy YO! ¡Atención! ¡Me esperan! Si no voy con la maleta de la justicia no los reconoceré nunca...

 

nunca...

                 nunca...

                                 nunca...

                                                  nunca...

                                                                  nunca...

                                                                                  NUNCA MÁS!!!

 

Está regresando. Veo crecer su sombra. Oigo resonar sus pasos. Extraño que una sombra avance a trancos tan fuertes. Bastón y borceguíes ferrados. Sube marcial­mente. Hace crujir el maderamen de los escalones. Se detiene en el último. El más resistente. El escalón de la Constancia, del Poder, del Mando. Aparece el halo de su erguida presencia. Aureola al rojo vivo en torno a la oscura silueta. Continúa avanzando. Por un ins­tante lo oculta un pilar. Reaparece. ÉL está ahí. Vuel­ca sobre el hombro el ruedo de su capa y entra en la recámara inundándola de una fosforescencia escarlata. La sombra de una espada se proyecta en la pared: La uña del índice me apunta. Me atraviesa. ÉL sonríe. Du­rante doscientos siete años me escruta en un soplo al pasar. Ojos de fuego. YO, haciéndome el muerto. Echa llave a las puertas. Encaja en los bornes las trancas de cinco arrobas. Le oigo recorrer con el mismo paso y efectuar la misma operación de atrancar, inspeccionar y revisar prolijamente las trece dependencias restantes de la Casa de Gobierno; desde la sala de armas hasta los almacenes de ramos generales, pasando por los retretes. Sé que no ha dejado sin registrar un solo resquicio en la inmensa mole paralelopipedónica, babilónica, de la Fortaleza Suprema. El humo del incendio extinguido en la tarde se arremolina y arremansa en la antecámara, en la recámara, en la cámara donde yazgo. ¡Por qué no se desplomará de una vez el viejo caserón en medio de tanta humedad!, pienso con fastidio, acordándome de aquellas mañanas en que después de misa iba a observar la excavación para los cimientos. Escondido entre los montículos de tierra roja, disimulado por mi capillo-monaguillo, volcaba carretadas de sal en las fosas, en lugar del pedregullo que echaban los obreros. Los mira­ba fijamente hacer su trabajo, mientras yo hacía el mío. ¡Ojalá que la primera lluvia derrita la sal y te hunda, maldito caserón!, gritaba mi pensamiento viéndolo cre­cer pesado, cuadrangular, piramidal. ¡Desmorónate de una vez! De seguro la sal pensada es más resistente que la grava de granito, que el asperón de los cerros, que la piedra de la desgracia. La sal de mi cuerpo empapado resiste intacta la viscosidad del Tercer Diluvio.

Pese a los vapores, al hermético emparedamiento, entra la primera curtonebra. Probablemente se ha co­lado por alguna hendija o grieta del altar mayor. Las curtonebras son atraídas por la fascinación de la muer­te. Ciertas emanaciones anuncian su inminencia a las pequeñas moscas. Apenas ha cesado la vida, afluyen otras especies de moscas. Las migraciones se suceden. Desde el momento en que el soplo de la corrupción se ha hecho sensible instalando sus reales en la reali­dad cadavérica, llega la primera: la mosca verde cuyo nombre científico es Lucilia Caesar; la mosca azul, la Azura Passimflorata, y la mosca grande de tórax rayado en blanco y negro, llamada Gran Sarcófaga, espolón de esta primera invasión migratoria. La primera colonia de moscas que acuden a la sabrosa señal puede formar en los cadáveres hasta siete y ocho generaciones de larvas que se amontonan y proliferan durante unos seis meses. Todos los días las larvas de la Gran Sarcófaga aumentan doscientas veces su peso. La piel de los cadáveres se vuel­ve entonces de un amarillo que tira ligeramente a rosa; el vientre a verdeclaro; la espalda a verdeoscuro. Por lo menos, tales serían los colores si todo ello no ocurriera en la obscuridad. He aquí el siguiente escuadrón de gra­naderas cadaverófilas: Las piófilas que dan sus gusanos al queso. Vienen después la cornietas, las longueas, las ofiras y las foras. Forman sus crisálidas como el pan rallado sobre los jamoncitos o la sopa de porotos que a mí tanto me gustaba saborear. Luego la descomposición cambia de naturaleza. Una nueva fermentación, más rica que las anteriores, más viva y dinámica también, produce ácidos grasos denominados vulgarmente grasa de cadáver. Es la estación de los dermestos capricorniles que producen larvas provistas de largos pelos, y de las orugas que florecerán luego en bellas mariposas deno­minadas aglossas o Coronas Borealis. Algunas de estas materias cristalizarán y brillarán más tarde como lente­juelas o pepitas metálicas en el polvo definitivo. Llegan más contingentes de inmigrantes. A la descomposición deliciosamente negra acuden las ávidas sílfides de ojos diamantinos y tornasolados; las nueve especies de ne­cróforos, horneros liróforos de esta epopeya funeraria. El escuadrón de acuarios redondos y ganchudos inicia el proceso de la desecación y momificación. A los acua­rios (que se llaman en realidad ácaros, aunque prefie­ro de-nominarlos acuarios) suceden los aradores. Éstos roen, sierran, desmigajan los tejidos apergaminados, los ligamentos y tendones transformados en materia re­sinosa, lo mismo que las callosidades, las substancias córneas, los pelos y las uñas. Ha llegado el momento en que éstos dejan de crecer en los cadáveres, como vulgar y acertadamente se cree. A mí no me crecerán más las uñas de los pies, y mi forzada calvicie es sin remedio. Por fin al cabo de tres años, el último gran migrante, un coleóptero negro, inmenso, más grande que la Casa de Gobierno, llamado Tenebrio Obscurus, llega y dicta el decreto de la disolución completa. Todo se ha acabado. La hediondez, última señal de vida, ha desaparecido. Se ha fundido y esfumado todo. Ya ni siquiera hay duelo. El Tenebrio Obscurus tiene la mágica cualidad de ser ubicuo e invisible. Aparece y desaparece. Se halla en varias partes al mismo tiempo. Sus ojos de millones de facetas me miran pero yo no los veo. Devoran mi ima­gen, mas ya no distingo la suya envuelta en la negra capa de forro carmesí... (petrificado el plasto de los diez folios siguientes).

(Quemado el comienzo del folio)... y ya no puedes obrar. Dices que no quieres asistir al desastre de tu Patria, que tú mismo le has preparado. Morirás antes. Morirá esa parte de ti que ve lo mortal. No podrás esca­par de ver lo que no muere. Porque lo peor de todo, gro­tesco Arquí-loco, es que el muerto siempre y en todas partes sufre, por muy muerto que esté con mucha tierra y el olvido encima. Creíste que la Patria que ayudaste a nacer, que la Revolución que salió armada de tu cráneo, empezaban-acababan en ti. Tu propia soberbia te hizo decir que eras hijo de un parto terrible y de un princi­pio de mezcla. Te alucinaste y alucinaste a los demás fabulando que tu poder era absoluto. ¡Perdiste tu aceite, viejo ex teólogo metido a repúblico! Creíste jugar tu pa­sión absoluta a todo o nada. Oleum perdidiste. Dejaste de creer en Dios pero tampoco creíste en el pueblo con la verdadera mística de la Revolución; única que lleva a un verdadero conductor a identificarse con su causa; no a usarla como escondrijo de su absoluta vertical Perso­na, en la que ahora pastan horizontalmente los gusanos.

Con grandes palabras, con grandes dogmas aparente­mente justos, cuando ya la llama de la Revolución se ha­bía apagado en ti, seguiste engañando a tus conciuda­danos con las mayores bajezas, con la astucia más ruin y perversa, la de la enfermedad y la senectud. Enfermo de ambición y de orgullo, de cobardía y de miedo, te ence­rraste en ti mismo y convertiste el necesario aislamiento de tu país en el bastión-escondite de tu propia persona. Te rodeaste de rufianes que medraban en tu nombre; mantuviste a distancia al pueblo de quien recibiste la soberanía y el mando, bien comido, protegido, educa­do en el temor y la veneración, porque tú también en el fondo lo temías pero no lo venerabas. Te convertiste para la gente-muchedumbre en una Gran Obscuridad; en el gran Don-Amo que exige la docilidad a cambio del estómago lleno y la cabeza vacía. Ignorancia de un tiempo de encrucijada. Mejor que nadie, tú sabías que mientras la ciudad y sus privilegios dominan sobre la totalidad del Común, la Revolución no es tal sino su caricatura. Todo movimiento verdaderamente revolu­cionario, en los actuales tiempos de nuestras Repúbli­cas, única y manifiestamente comienza con la soberanía como un todo real en acto. Un siglo atrás, la Revolu­ción Comunera se perdió cuando el poder del pueblo fue traicionado por los patricios de la capital. Quisiste evitar esto. Te quedaste a mitad de camino y no for­maste verdaderos dirigentes revolucionarios sino una plaga de secuaces atraillados a tu sombra. Leíste mal la voluntad del Común y en consecuencia obraste mal, mientras tus chocheras de geróntropo giraban en el va­cío de tu omnímoda voluntad. No, pequeña momia; la verdadera Revolución no devora a sus hijos. Únicamen­te a sus bastardos; a los que no son capaces de llevarla hasta sus últimas consecuencias. Hasta más allá de sus límites si es necesario. Lo absoluto no tiembla en llevar hasta el fin su pensamiento. Lo sabías. Lo copiaste en estos papeles sin destino ni destinatario. Tú vacilaste. Estás igualmente condenado. Tu pena es mayor que la de los otros. Para ti no hay rescate posible. A los otros se los comerá el olvido. Tú, ex Supremo, eres quien debe dar cuenta de todo y pagar hasta el último cuadrante... (apelmazado, ilegible lo que sigue).

...a media noche, bajarás a las mazmorras. Te pasea­rás entre las hileras de hamacas que cuelgan unas enci­ma de otras, podridas por veinte años de obscuridad, sufrimiento y sudor. No te reconocerán. No te verán siquiera. No te verán ni oirán. Si aún hubieras tenido voz, te habría gustado insultarlos, hacer mucho ruido según tu costumbre; tomarte desquite de esos espectros que osarán ignorarte. ¡Escúchenme, malditos collones!, te habría gustado apostrofarlos, repitiendo por última vez lo que has barbotado millares de veces. Lo bueno, lo mejor de todo es que nadie te escucha ya. Inútil que te desgañites en el absoluto silencio. Recorrerás las fi­las de los prisioneros. Los mirarás a cada uno en los ojos lagañudos, cataratudos. No parpadearán. ¿Sabrás si sueñan y te sueñan como a un animal desconocido, como a un monstruo sin nombre? Sueño. Un sueño. Lo más secreto de un hombre y de una bestia. Serás para ellos simplemente la forma del olvido. Un vacío. Una obscuridad en esa obscuridad. Te tenderás por fin en una hamaca vacía. La última. La más baja entre las hileras de hamacas que oscilan levemente bajo arrobas de fierros cien veces más pesados que sus osamentas de espectros. Deshecha de moho y vejez, la hamaca dará contigo en el suelo. Nadie reirá. Silencio de tumba. Toda la noche pasarás ahí, tendido entre los pestilentes despojos. Los ojos cerrados, las manos cruzadas sobre el pecho. El sudor de esos miserables, sus cacas, sus ori­nes, chorreando de hamaca en hamaca babearán sobre ti, lloverán gotas, gotas de cieno sepulcral. Te aplasta­rán hacia abajo cada vez más. Apuntalarán tu inmo­vilidad con esos pilares al revés. Estalactitas creciendo sobre tu suprema impotencia. Cuando los ácaros, las sílfides, las curtonebras, las sarcófagas y todas las otras migraciones de larvas y orugas, de diminutos roedores y aradores necrófagos, acaben con lo que resta de tu estimada no-persona, en ese momento te asaltarán tam­bién unas ganas tremendas de comer. Terrible apetito. Tan terrible, que comerte el mundo, el universo entero, todavía sería poco para calmar tu hambre. Te acorda­rás del huevo que mandaste poner bajo las cenizas ca­lientes para tu último desayuno, el que no alcanzaste a tomar. Harás un sobrehumano esfuerzo tratando de incorporarte bajo la mole de tiniebla que te aplasta. No podrás. Se te caerán los últimos pelos. Las larvas segui­rán pastando en tus despojos tranquilamente. Con sus largos pelos tejerán una peluca a tu calvicie, de modo que tu mondo cráneo no sufra mucho frío. Mientras te estén comiendo a toda mandolina al son de sus laúdes y laudes, afónico, afásico, en catarrosa mudez agravada por la humedad, implorarás que te traigan tu huevo, el huevo embrionado, el huevo olvidado en la ceniza, el huevo que otros más astutos y menos olvidadizos ya habrán comido o arrojado al tacho de los desperdicios. Las cosas suceden de este modo. ¿Qué tal, Supremo Fi­nado, si te dejamos así, condenado al hambre perpetua de comerte un güevo, por no haber sabido... (empastado, ilegible el resto, inhallables los restos, desparramadas las carcomidas letras del Libro).

Fundación Augusto Roa Bastos

Conmemoración de los 40 años de la 1.ª Edición de Yo El Supremo

y los 25 años del Premio Cervantes


 

 

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YO EL SUPREMO. Novela de AUGUSTO ROA BASTOS

Prólogo: ANTONIO CARMONA

Colección AUGUSTO ROA BASTOS Nº 5

Editorial Servilibro, Asunción-Paraguay,

2007 (461 páginas)

 

 

 

 

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SEP DIGITAL - NÚMERO 4 - AÑO 1 - JUNIO 2014

SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM

Asunción - Paraguay

 

 

 

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