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GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ

  CABALLERO (NOVELA SOBRE LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA) - GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ - Año 2008


CABALLERO (NOVELA SOBRE LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA) - GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ - Año 2008

CABALLERO

 

(NOVELA DE LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA)

 

por GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ

 

Editorial Servilibro,

 

Asunción-Paraguay 2008

 

(Sexta Edición)

 

(299 páginas)

 

Dirección editorial: Vidalia Sánchez

 

Diseño de tapa: Cecilia Rivarola

 

Asunción - Paraguay

 

 

 

 

 

EL GENERAL CABALLERO NOS CUENTA LA GUERRA DEL 70...


Este es el tema de la novela histórica de Guido Rodríguez Alcalá,


que se suma a las numerosas publicaciones conmemorativas


de la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870)


y sus consecuencias en los países que participaron en ella.


 


 

Desde su ingreso al ejército del Mariscal López como recluta en 1864,


hasta su ascenso a general en 1868,


el legendario Caballero atraviesa los campos de batalla y las intrigas políticas


sin sufrir heridas ni en su piel ni en su reputación...


Una carrera vertiginosa y sorprendente


y agudeza de la tradición picaresca española.

 

 

 

 

 

**/**

 

 

 

 

PRÓLOGO

 

 

Con la ignorancia generalizada en estos últimos tiempos, pocos saben que el general de división don Bernardino Caballero, de la vieja casa española de los Caballero de Añazco, llegada al Paraguay en los primeros tiempos de la colonia y terrateniente desde entonces, nació en Ybycuí en 1839, un año antes de la muerte de don José Gaspar Rodríguez de Francia, apellidado por los paraguayos El Supremo y Ser Sin Ejemplar, a quien sucedió en la primera magistratura de la República don Carlos A. López, sucedido a su vez por su propio hijo, el glorioso Francisco Solano López, Mariscal Presidente del Paraguay, a quien le cupo el honor de dirigir las fuerzas paraguayas en contra de los ejércitos del Uruguay, la Argentina y el Brasil en la guerra conocida como de la Triple Alianza (1864/70).

 

Cortado por el sable de un brasilero, pinchado por la lanza de un segundo, perforado por el plomo de un tercero, el Mariscal Presidente rindió el espíritu después de haber defendido su Patria, palmo a palmo, en contra del invasor extranjero.

 

Pero su sacrificio no fue estéril, ya que el ejemplo fue recogido por numerosos héroes que crecieron a su lado, corno el general de división don Bernardino Caballero, quien sirvió a su Patria como segundo del Mariscal Presidente, como político y primer mandatario, como diplomático avezado y como miembro de las principales empresas del país.

 

Una vida plena, sacrificada, heroica que no fue, sin embargo, plenamente valorada en su momento, porque la patria ingrata lo mandó al destierro dos veces, una en 1910, dándome así la ocasión de conocer al legendario centauro de Ybycuí durante su exilio en Buenos Aires.

 

Allí fue cuando surgió la idea de escribir este libro, cuyo tema, el mencionado centauro, merecería, por lo menos, un Menéndez y Pelayo para su tratamiento. Sin embargo, ocurre que lo óptimo atenta contra lo bueno, y si esperamos el Homero que cante las glorias del general Caballero, éste se morirá antes de haber relatado sus memorias. Esa es la razón por la cual me atreví a escribir esa biografía del héroe que, dentro de todo, tiene u n gran interés -no por mérito del cronista, sino por el del entrevistado-. El general Caballero es el espejo de los caballeros paraguayos; comprenderlo a él es comprender la forma en que aquellos viven con dignidad y mueren con orgullo. Por eso considero indispensable la lectura de mi órbita, terminada cuando me llega la noticia del fallecimiento del general en Asunción, con los honores fúnebres que le rindió el ejército brasilero.

 

Dos personas más calificadas que yo han emprendido la tarea de biografiar al centauro. En primer lugar, el distinguido publicista paraguayo don Juan E. O'Leary, discípulo del egregio nacionalista francés don Charles Maurras; la serie de entrevistas que le hizo al general, sin embargo, todavía no ha sido publicada en un libro. En cuanto al segundo biógrafo, se trata nada menos que del barón de Rio Branco, hijo del ministro plenipotenciario brasilero en el Paraguay, vizconde de Rio Branco. El primer indicio que tuve de estas memorias fue una carta del vizconde, donde él decía: Caballero está dando preciosos apontamentos para tuna Memoria que meu filho lhe vae escrever, porque elle nao o sabe fazer, que nos sera muito util. Este indicio se transformó en certeza cuando el mismo general me confirmó que le había dictado sus memorias a Rio Branco, dada la amistad que tenía con el padre y el hijo. Lamentablemente, esa misma amistad hizo que el barón no tomase en serio su trabajo, que quedó inconcluso.

 

Una razón de más para publicar estas mis memorias, que van del ingreso el héroe al campamento de Cerro León (Paraguay) como recluta en 1864 hasta su ingreso en el palacio de S.A.I., donde Pedro II (Brasil) como prisionero de guerra y huésped en 1870, ya terminada la Guerra con la Triple Alianza. Si puedo, voy a publicar otro libro con el resto, con énfasis en la presidencia del centauro (1880/86); el problema, en todo caso, es cómo publicar un segundo libro después del revuelo que causará el primero en el Paraguay, debido a la forma directa, honesta e implacable en que el general Caballero dice las cosas, lo que puede molestar a muchos.

 

EL CRONISTA.


Buenos Aires, 1 de marzo de 1912.






 

 

 

PRÓLOGO

Parte I: MIS PRIMEROS PASOS O DE MATTO GROSSO A URUGUAYANA (1864-1866)

Capítulo I: Donde recién comienza la historia, con el relato de cómo el mariscal Francisco S. López se enojó conmigo, el entonces alférez Bernardino Caballero

Capítulo II: Continuación del capítulo anterior

Capítulo III: De la conversación que había tenido con don Benigno López

Capítulo IV: De la destrucción de nuestra flota en la batalla fluvial de Riachuelo (11-VI-65) y de mi participación en ella

Capítulo V: De la volubilidad de la fortuna

Capítulo VI: De la visita que me hizo el obispo Manuel Antonio Palacios mientras estaba arrestado

Capítulo VII: De mi rehabilitación con el Exmo. Señor Mariscal López, coincidente (más o menos) con la invasión del Paraguay por los ejércitos de la Tripleza Alianza (16. IV. 66)

Parte II: DE HUMAITÁ A LOMAS VALENTINAS (1866-1868)

Capítulo I: De mi actuación en el combate de Estero Bellaco (2. V. 66), donde las armas paraguayas se cubrieron de gloria y yo también

Capítulo II: Del glorioso combate de Tuyutí (24. V. 66) el mayor de toda la América del sur

Capítulo III: Suite de Tuyutí y crónica del combate de Sauce (16/18. VII. 66)

Capítulo IV: De la memorable batalla de Curupayty (22. IX. 66), donde los enemigos del Paraguay mordieron el polvo

Capítulo V: De las largas vacaciones militares que tuvimos después de Curupayty, porque los otros se quedaron quietos como un año

Capítulo VI: De cómo preferimos mudarnos del cuadrilátero a San Fernando, siendo nuestra mudanza el día tres de marzo de mil ochocientos sesenta y ocho (por la madrugada)

Capítulo VII: De ciertos acontecimientos que tuvieron lugar en el campamento de San Fernando, donde el mariscal permaneció de marzo a agosto de mil ochocientos sesenta y ocho, mientras yo seguía en el Chaco

Capítulo VIII: De los gloriosos combates de Ytôrôrô, Avay y Lomas Valentinas, donde las tropas paraguayas se batieron heroicamente con enemigos superiores en número y armamento.

Parte III: DE AZCURRA A CERRO CORÁ (1869-1870)

Capítulo I:De cómo los aliados ocuparon la Asunción y la pusieron a saco

Capítulo II: De uno de los mayores misterios de la guerra

Capítulo III: De la reorganización de nuestro ejército después de Lomas Valentinas

Capítulo IV: De nuestra retirada a Caraguatay y del heroico combate de Acosta Ñú (16. VII. 69), donde los niños paraguayos lucharon como valientes

Capítulo V: De nuestro paso por San Estanislao (23/30. VIII. 69) y en Curuguaty (cuarta capital del Paraguay) y de las cosas que nos pasaban

Capítulo VI: De cómo me convierto en el sucesor de López (designado por él)

Capítulo VII: De nuestra marcha desde Panadero hasta Cerro Corá, incluyendo el famoso combate del primero de marzo de mil ochocientos setenta

Epílogo

 


 

 

 

EPÍLOGO

Río me gustaba aunque por la noche yo solía soñar que el Mariscal me llamaba. Lo veía en mis sueños lleno de sangre, mirándome como me miró la vez aquella que no le quise contar que su hermano Benigno me había dicho que él era un cobarde porque se había quedado en Asunción con su Madama y con su obispo en vez de marchar a la cabeza de la División del Sur y que por eso se perdió nuestro ejército y que quería justificarse llamándolo traidor a Estigarribia y fusilando a Robles.

Aunque la verdad que yo cumplí la orden y nada más, porque un día de febrero allá en Cerro Corá él me había llevado a recorrer nuestro campamento, mostrándome nuestras pobres gentes escuálidas de hambre, sin fuerzas para levantarse y mucho menos para seguir peleando. Me dijo que necesitábamos carne, y carne luego es lo que me fui al Brasil a buscar con unos pocos hombres (quiero decir lo que ahora es Brasil porque nos quitaron con la guerra, esa parte hacia el norte del Río Apa que siempre fue nuestra). En camino nos encontramos con ese Bentos Martins, el jefe brasilero; él ya venía marchando sobre Cerro Corá pero no lo enfrentamos para cumplir la orden de nuestro jefe y hasta les dejamos que nos quitaran nuestro equipaje y hasta mi propia espada, pero nos retiramos ordenadamente porque nuestro plan era seguir hacia el norte para buscar ganado para alimentar a nuestros pobres soldados.

Cuando volvimos muy contentos con las vacas ya no había soldados. Quiero decir que fue después del primero de marzo, el día en que mataron al Mariscal López y que hicieron todas las salvajadas del capítulo anterior. No le puedo decir lo que sentimos, nosotros que lo queríamos como a un padre. En especial sabiendo que lo hizo por nosotros; quiero decir que el Mariscal se lo había barruntado, porque unos días antes del ataque brasilero había llamado a mis hermanas y a mi madre; les dio un poco de lienzo (lienzo ya escaseaba por entonces, era una fortuna un pedacito) y les dio para que guarden sus ahorritos al pie de un árbol o donde quieran, porque se venían los brasileros. Eso es lo que les dijo, por lo menos, y una vez más él tenía razón; fue gracias a esa consideración especial que conservé mis condecoraciones. Porque mi madre las había enterrado y las sacó después de que pasó el desastre; tuve más suerte que Juan Crisóstomo Centurión o que Silvestre Aveiro; a ellos les quitaron sus condecoraciones que les había dado el Mariscal. Y naturalmente, tuve más suerte que los otros que perdieron la vida, porque la regla de los brasileros era no hacer prisioneros, y los que nos salvamos fuimos poquísimos. Gracias al Mariscal, por lo menos yo, porque los espías le contaban que se acercaba Cámara, y entonces me mandó por el ganado para salvarme. Sabía que alguien, algún día, tenía que continuar su obra, y por eso justamente me salvó de la muerte, porque si quedaba en Cerro Corá me hubieran ultimado con él. Un honor, desde luego, pero también una responsabilidad bastante difícil. Porque en la vida militar es fácil: uno mira no más a sus superiores para aprender, hay una disciplina; pero en lo civil resulta más difícil, por lo menos en mi caso. Nadie me podía enseñar porque se habían muerto o estaban presos, y yo tenía 31 años apenas y me faltaba experiencia en la política. Y sin embargo, ese era en el fondo el encargo del Mariscal: que me encargue de la política, porque con la guerra ya no se podía por el momento... Pero lo otro tampoco, ¿cómo hacer política cuando se es prisionero de guerra?

Porque de prisionero de guerra me mandaron al Brasil, y ese fue el bribón de Cirilo Rivarola, que me recibió en el palacio de gobierno cuando me trajeron prisionero a la Asunción, y el tipo me recibió lavándose los pies como perfecto maleducado que era, y después me mandó junto a Río Branco -el vizconde de Río Branco, que no hay que confundir con su hijo, el barón. Río Branco me recibió muy amable -no me lo esperaba- y me dijo que tenía un pedido del Gobierno Provisorio de mandarme al Brasil pero que no me preocupe, porque él se encargaba de tratarme bien.

Una promesa de brasilero, como la que le hicieron a Delvalle para que se entregara y después lo degollaron. Así por lo menos me decía yo, porque de los brasileros no me fiaba ni un poco, después de todas las cosas que había visto. Pero no podía discutir porque los que ganaron eran ellos, así que me subí no más en el barco rumbo a Río de Janeiro, y cuando llego al puerto ese veo un grupo de militares que me estaba esperando, alguien dice vergonha y entendí demasiado bien que se hablaba de mí. Pero no podía desafiarles porque al fin y al cabo estaba en el país de ellos. Así que me hice del tonto, me puse a caminar por la cubierta del buque como si no había nadie por el muelle y corté mi cigarro para matar el tiempo... Después me doy cuenta de que simpatizaban conmigo: dicen una vergonha que el general Caballero sea prisionero del Brasil. Porque los oficiales jóvenes eran otra cosa, muy diferente del marqués de Caxias o esa gente que lo aconsejaba mal al Emperador -incluyendo su propio yerno, que me negué a visitarlo cuando estuve en Río. Así que uno de esos se me adelanta:

-Soy el coronel Vilhara. Tengo órdenes superiores de acompañarlo y servirlo para que pueda instalarse en Río de Janeiro.

Yo creí que me tomaba del pelo, pero resultó verdad. Porque el hombre me llevó en un hotel de primera, y cuando le dije una pensioncita, porque éste podía salir muy caro, me dijo que no me preocupara por eso. Tan amable que no quise discutirle, así que me quedé no más, y cuando llegó la hora de pagar la cuenta el hotelero me dijo que ya estaba pagada. Es para no creer, ¿no le parece? Pero el propio O'Leary lo comenta en su libro.

Pero hay algo todavía más increíble, que al principio mis amigos no quisieron creerme, porque parece la imaginación mía. Pero como está en los libros, tienen que aceptar... Bueno, resulta que una vez me pregunta un amigo si ya había conocido al Emperador, y yo le contesté que todavía no, y entonces él me dice que me prepare, y un día me llega una tarjeta diciendo que esté listo tal día porque me pasan a buscar. Y no era mentira, porque a la hora justa pasó la carroza para llevarme al palacio de S. A. I., y yo me preguntaba en el camino que hubiera dicho Valois Rivarola, él que tenía tanto sentido del humor. Porque usted recuerda que aquella vez que lo vio llegar a Germán Serrano para el combate de Avay le dijo la famosa frase:

-Eyopy nde rebicuá nde galón pyaju tuyá, chaque oporutaco jina.

Eso porque acababan de ascenderlo por chupamedias, pero los galones nuevos no le servían de nada. Y todas esas cosas le molestaban mucho a Valois, él era un hombre muy sencillo; se hubiera matado de risa viéndome vestido de pingüino, pero esa era la moda en Río de Janeiro y había que adaptarse -así que me fui no más en la sastrería con el coronel Vilhara y me preparé a la fiesta.

Bueno, del palacio imperial no le digo nada, porque usted también lo conoce, una verdadera maravilla. Lo único que en esa época le ponían demasiada cera al piso, parecía enjabonado, y eso fue lo que me hizo resbalarme de lo lindo. Menos mal que Su Alteza era educado; hizo pasar no más, ni se fijó en mi patinada... Si era en Paso Pucú los muchachos hubieran hecho un hurra, como aquella vez que se cayó la señorita en pleno baile, y el único que no se rió fue el Mariscal -el resto se rieron tanto que la pobrecita ya no quiso salir a bailar otra pieza por miedo a resbalarse otra vez.

Pero los brasileros son muy diplomáticos; en esas cosas hay que sacarles el sombrero, aunque sean nuestros enemigos... Imagínese que era su propio yerno, pero el Emperador no lo invitó al conde d'Eu; sabía que no simpatizábamos... Porque una cosa es encontrarse con el comandante Mallet, un tipo que dentro de todo jugaba limpio, y otra con un degollador y un sinvergüenza... Claro, usted no puede comprenderlo porque es un civil, pero le voy a decir que los militares no somos rencorosos como ustedes creen. Quiero decir que el deber es el deber, y si del deber se trata nos tiroteamos de lo lindo -como el Mallet que con su artillería nos causó tantas bajas- pero fuera de eso no tenemos nada el uno contra el otro, ni nos gusta hacer la guerra porque sí no más. Hacerla como los civiles, que no dejan pasar el momento de hacer una revolución, y que cuando se matan se matan en serio, porque no saben lo que cuesta mantener un ejército -una cosa que un verdadero militar no desperdicia porque sí no más.

Y eso es un poco lo que pasaba al comienzo, quiero decirle al final de la guerra, porque los brasileros no querían ni oír hablar de un paraguayo armado con un sable; no nos querían dejar que tengamos un ejército... No nos tenían confianza, por eso se quedaron hasta 1876 ocupándonos el país... Pero entonces salía cualquier soldado por la calle, fuera de su cuartel, y allí mismo lo agarraban entre cuatro o cinco cuando podían agarrarlo, no había seguridad. No había respeto, no había policía, no había nada... Policía sí, pero cuatro gatos armados con bastones, y eso no daba para asegurar la tranquilidad, y entonces se dieron cuenta de que necesitaban un ejército; ellos necesitaban tanto como nosotros, los paraguayos, para asegurar la paz de las personas y también para que los liberales no les regalen todo el Chaco a la Argentina. Porque usted comprende que el Paraguay no quería quedarse sin su Chaco, ni el Brasil tampoco no quería que todo un territorio así se le quede a la Argentina, porque entonces los curepí llegaban con su país hasta el Matto Grosso, y eso podía perjudicarles. Y allí fue que nos pusimos de acuerdo los brasileros y nosotros; los dos en contra de la Argentina. ¡Quién diría después de pelearnos tanto! ¡Quién diría que justamente a mí tenían que elegirme, yo que les había liquidado tantos regimientos tantas veces! Pero esa fue justamente la ventaja de mi viaje a Río: el Gobierno Provisorio les pidió a los brasileros que me tengan de prisionero de guerra porque en el Paraguay podía armar bochinche, dice que, pero aproveché precisamente mi viaje para hacerme de buenas relaciones que me iban a servir después...

Sí, ya sé que usted entiende bien que en el fondo no era contra la Argentina, sino contra Mitre y contra Sarmiento, que tenían algo contra el Paraguay, pero por las dudas escriba que no soy brasilerista, porque mis enemigos me acusaron de eso... Ponga usted que sabe cómo, que yo defendía mi país pero que tampoco favorecía a nadie; todos los extranjeros eran iguales siempre que vinieran a trabajar en el Paraguay... Fíjese bien en esto, porque la Mate Larangeira, esa yerbatera brasilera también dijo que favorecíamos a los argentinos, a La Industrial Paraguaya, que operaba con capital argentino, ¡nunca se le da el gusto a la gente!, ¡hasta de eso tenían que acusarme! No más por ganas de acusarme, porque La Industrial era de capital paraguayo; eso le digo yo que estuve en el directorio. Y el crédito que tenía la compañía esa tampoco venía de Buenos Aires sino del Banco Mercantil, y eso también le puedo asegurar de primera fuente, porque un tiempo llegué a estar allí... Claro, los argentinos tenían propiedades porque compraron, pero eso no era discriminatorio sino para cualquiera que podía pagar -también a los brasileros les hubiéramos vendido 5.000.000 de hectáreas como a Casado, que al fin y al cabo no era argentino sino capital inglés...

Pero estas son cosas que tenemos que ver más adelante, si usted quiere seguir con mis memorias -con la parte cuando fui presidente del Paraguay. Por el momento me parece bien parar aquí, porque terminó la guerra, y mi vida política ya es otra cosa; una cosa para la que me fui preparando y me llevó mucho tiempo -casi le diría que más trabajo que la guerra, porque recién en 1880 llegué al palacio, después de mucho esfuerzo.

Me alegro que esté de acuerdo.

Mire, Raúl, ese es un problema muy delicado.

No sé si debe ponerlo aquí, o en la segunda parte de mi historia; el caso es que tiene que consultar con nuestros honorables Hermanos, porque no es cuestión de hablar así no más y perjudicarnos a todos; usted sabe que la gente todavía no entiende ciertas cosas... Pero también tiene usted razón, ese es un asunto que me gustaría charlar, porque mis enemigos anduvieron diciendo que durante todo el año que pasé en Río de Janeiro seguí percibiendo el sueldo de general. Pero tenemos que tener mucho cuidado; es un asunto que puede interpretarse mal... No sé...

Por ahora termino diciendo que regresé a la Asunción en mayo del 71, y que me acompañó Río Branco en el viaje; el hombre había cumplido su promesa de tratarme bien en Río de Janeiro. Y eso se puede entender, el mismo O'Leary lo explica: Río Branco era esa clase de gente joven que no quería saber nada con el Pedro II; esa gente nos tenía simpatía, en especial los más instruidos, esos me visitaban a cada rato, hasta el punto que tuve que cambiarme de hotel porque me había vuelto demasiado famoso y no tenía un momento libre para hacer lo que quería. Muy amables esos brasileros, pero al último no me dejaban ni respirar y yo quería un poco de tiempo para hacer turismo -sobre todo porque en el momento ni sospechaba que después yo llegaría a ser un diplomático y hasta presidente y que viajaría por Europa y por todos lados... Es el destino, joven. Yo a los veinte no imaginaba que tenía que ser militar, y a los treinta tampoco imaginaba que iba a ser político... Imaginaba, sí, pero me parecía muy difícil; por el momento quería divertirme un poco, como cualquier hombre joven que ha sufrido mucho y quiere olvidar los quebrantos de la guerra -en ese sentido le voy a confesarle que Río me curó mi stress.

Regresé patriota, como siempre, pero sin resentimiento.

Y eso es muy importante, porque en esa época todo el mundo demasiado nervioso, y en especial contra el ejército; era peligroso andar por la calle uniformado. Pero esas son cosas que se tienen que comprender; hay que dejar que pase el tiempo para que la gente aprenda a respetar de nuevo -sobre todo cuando se pierde la guerra, porque hasta en Brasil que ganó la guerra la gente no quería saber nada de los militares por mucho tiempo... La política es una cuestión de paciencia. A veces tiene usted que camouflarse, como por ejemplo esa vez en 1873, en que un fresco puso mi nombre en un manifiesto sin mi permiso, pero tuve que dejar pasar porque éramos pocos y no podía perder colaboradores -como le dije en una carta a O'Leary, que él va a publicar en cualquier momento. Un manifiesto en contra del Mariscal López; claro que yo no podía hacer una cosa así, y ahora le digo con el corazón en la mano que puras falsedades, que utilizaron mi nombre aprovechando el momento. Y en 1887, cuando hacemos nuestro gran Partido Colorado, ese caradura de Decoud, a quien le dejamos el discurso porque sabía hablar, me propone de candidato a mí, pero de paso, dice que había estado en contra de la tiranía del pasado, como le llamaba él al Mariscal López.

Pero ahora ya se puede hablar sin problema; uno puede decir que fue lopizta. Ahora que los mozos jóvenes se dedican al culto de los héroes y la historia de la patria -ese revisionismo histórico que le dicen. Lástima que todavía tienen tantos prejuicios contra la Orden, aunque parece también que van cambiando, porque si quieren descomulgar tendrán que descomulgarnos a todos, desde el doctor José Gaspar Rodríguez de Francia, pasando por el Mariscal López y los que vinimos después (hasta los traidores como Cirilo Rivarola habían recibido un poco de la Luz)... No, el doctor Francia no fue el primero; creo que fue un sacerdote llamado Fretes, que había sido secretario de don Francisco de Miranda, el que trajo al Paraguay. Tampoco sé quién le enseñó al Mariscal, porque él no me hablaba nada de eso, y yo recién en 1870 comencé a enterarme, gracias a Benjamín Constant.

Ese era un mozo muy culto, muy amigo mío. Aunque da para confundirse, porque también hay una calle de ese nombre en Río, un templo que se llama así, y un francés que le pusieron Benjamín Constant en recuerdo del sabio brasilero. ¡Fíjese lo conocido que era! Yo lo conocí en Río de Janeiro, me lo presentó Río Branco (otro hermano) y fue muy importante para mi cultura general. Él me quería mucho porque aprendí muy rápido: en un año no más ya me iniciaron y después me ascendieron al Grado Tres. Así que a mi vuelta a la Asunción entré con todos los honores en la Logia Fe, y Rivarola se moría de envidia, porque a él lo habían aceptado el 8 de agosto de 1869, era más [191] antiguo que yo, pero tenía menos peso. Es que a él lo habían aceptado en nuestra Orden por cortesía, por ser primer magistrado (eso me contó Río Branco, que lo consideraba un mal menor y lo apoyó en su momento porque no había otro). No sé su grado, pero menos que yo; esa era una cosa que lo enfermaba a él, un tipo tan orgulloso, que no llegó a nada pero alardeaba con los que no conocían el asunto diciendo que lo habían ascendido a Gran Maestro... Y bueno, hay quien es así. Gente que se esfuerza para progresar y no progresa, y otros que ascienden por propios méritos, sin matarse para ir un pasito más adelante -la diferencia entre él y yo. Yo nunca pedí nada; a mí me ofrecían no más. Como mi sueldo de general, que me pagaron mientras estuve en Río; lástima que no se pueda decir para aclararles que fue privado, no del gobierno; que me pagaron como masón y no como oficial. Me gustaría taparles la boca, pero todavía no se puede por el compromiso de discreción que tenemos todos nosotros. Pero también ha de llegar el momento en que se puedan decir esas cosas; ha de ser dentro de poco. Y entonces le pido, Raúl, que usted escriba: usted que es joven y va a vivir en esos momentos. Hace falta para que sepan que yo no recibía plata como Bareiro y Gill.

Eso después.

Ahora ponga, para terminar, que en 1871 volvía a la Asunción y que enseguida Rivarola tuvo que darme un cargo de ministro. Yo acepté para demostrar que mi destierro no me perjudicaba para nada; todo lo contrario, pero renuncié enseguida porque con un presidente así pues no hay nada que hacer, y también porque se atrasaba con mi sueldo y yo no pienso trabajarle gratis. No por el dinero, sino por el hecho. ¡Usted viera la cara del hombre cuando le presenté mi renuncia! Primero se había tragado la rabia de pedirme por favor que acepte, ahora yo me daba el gusto de decirle que no, que me cansé de él. Con eso me pagó lo que me debía. Pero de todas formas sentí mucho no haberle enviado en su momento una postal del palacio de S. A. I. y otra de las playas de Río, para mostrarle todo lo que me estaba divirtiendo gracias a él.

 

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perteneciente al batallón de Guardias Nacionales SAN NICOLÁS

Óleo sobre tela de entre 1887 y 1902, 40 x 82 cm.

Colección Museo y Biblioteca de la Casa del Acuerdo de San Nicolás - República Argentina

 





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