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GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ

  CUENTOS - Cuentos de GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ - Año 1993


CUENTOS - Cuentos de GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ - Año 1993

CUENTOS

Cuentos de GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ

RP Ediciones,

Asunción – Paraguay, 1993

 

 

EDICIÓN DIGITAL:

Autor/a:

RODRÍGUEZ ALCALÁ, GUIDO (1946-)

Título (Enlace a edición digital): CUENTOS

Edición digital: 

Alicante : BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES, 2001 

N. sobre edición original: 

Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),

RP Ediciones, 1993.

Portal: LITERATURA PARAGUAYA

 

 

 

     

CUENTOS DE GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ

 

BUENOS AIRES

 

-Otra vez saliendo en la televisión -dijo la abuela.

Tania hubiera querido llegar hasta el comedor, pero no podía sin ser vista por la abuela y además la heladera estaba llaveada. Habían almorzado sin ella y después de comer Ema se había sentado a ver su tele; no había más remedio que salir a la calle con el estómago vacío y pronto.

Buenos Aires.

El nombre le sonaba como un cuento a medias -leyenda mágica en parte y en parte habitaciones viejas con puertas sobre patios interiores oscuros a causa de los altos muros vecinos-. Humedad e imprevistos después del desayuno en los paseos por la ciudad interminable. Ella (Tania), la mamá, la abuela. La abuela llevando cuentas de los gastos, las había llevado siempre y no era cuestión de cambiar nomás porque Amanda quedó con plata. No, demasiado caro. Esto tampoco. Podemos comprar, mamá. No. Quiero comprar, abuela. No, está muy caro. Y vuelta a recorrer otros negocios más baratos y las aceras llenas de mirones buenos mozos. A veces un pinchazo de la abuela ya llegadas al hotel y en el hotel las cuentas (financieras y morales) para ver cuánto se había gastado y cuánto más se podría gastar antes de volver a la Asunción de siempre y cómo se había comportado la nena, controladita allá, caradura en Buenos Aires, mirando cuando la miraban y pidiendo cosas en cada tienda.

El dinero del viaje de Amanda, de la mamá.

La mamá estaba viuda (poco tiempo de viuda). Casi la telenovela favorita de la abuela Ema: la chica pobre pero honrada encuentra al hombre de sus sueños. Casi. José no fue ideal ni millonario pero sí alguna plata y ganas de malcriar un poco a Tania, hija de un padre irresponsable. Un hombre de cincuenta ese José, más viejo que el papá de Tania, más flojo que el papá de Tania, de los predestinados a casarse con una mujer, tratarla como una reina y aceptar la monarquía [16] de la suegra todavía casada y todos en la misma casa. La primera adquisición fue un televisor más grande y un sofá más grande para doña Ema. Natural para Ema: ¿no tenía que agradecerle cómo se había educado Amanda, divorciada pero criada como no se crían más ya las mujeres de ahora, siempre dispuestas a pedir más plata y engañar al marido?, pero de Amanda luego no se puede esperar ninguna cosa así. Incomprensible para los vecinos: el papá de Tania se mandó mudar, primero, porque quiso echarla a la suegra; segundo, porque trató de convivir con la suegra; tercero, porque no pudo y prefirió rajar y quedar medio soltero en vez de casado a medias o casado con tres (Amanda, doña Ema y don Jacobo Brodsky) o más bien casado con la suegra, la que mandaba en su casa o en la ajena. Digamos que el típico marido profesional capaz de casarse con la incasable y morirse pronto dejándola más casadera porque Amanda mejoró con la viudez. Solamente ella no se dio cuenta de eso; para consolarla o apartarla de cualquier tentación, doña Ema organizó el viaje a Buenos Aires, dejando a don Jacobo bien cuidado por una prima hermana mayor que él, llevándose a la viuda y a la nieta con el dinero del finado José Pérez, de llorada memoria.

¿Y por qué se fue Tania?

Un error de la abuela, uno de los pocos. O quizás no fue un error sino que todo era error tratándose de Tania. El nombre, para comenzar, elección de la Ema. Pero, ¿cómo podía prever la pobre mujer la clase de Tanias que después aparecerían sobre la tierra? Ella bautizó un bebé, no una guerrillera. Y el nombre también tenía su explicación. Esa doña Ema, antes de ser abuela, antes de plaguearse todo el día, llegó al Paraguay con una sola valija chica y en medio de una formidable revolución y después de haber dejado innumerables guerras y revoluciones en Europa. Era una adolescente tartamuda, tímida, pelirroja. Por pelirroja la llamaron quibebé en el colegio, donde también le decían judía. En sí ningún insulto pero, ¡la forma en que le decían eso! O quibebé o judía, Ema soñaba a veces con un pueblo de Rusia donde las compañeras eran lindas y con los cabellos color de lino. Recordaba una Tania de su escuela, solía idealizar aquella escuela y aquella Rusia que no debía idealizar. La casaron con otro inmigrante, un hombre enfermo, que la obligaba a seguir pensando en Rusia, en los trigales bajo el sol y en su compañera Tania, casi tan linda como su recién nacida nieta. Aquella Tania debía darle un aura muy especial a la beba en las especulaciones de la abuela. Pero nadie es perfecto ni puede calcular las imprevistas consecuencias de un nombre. Si las cosas (en la casa nunca se decía política sino las cosas); si las cosas no se hubiesen empeorado tanto, nada hubiera tenido que ver el nombre. Pero empeoraron y en el barrio se conocía lo suficiente a la familia para saber que eran rusos pero no lo suficiente para saber que eran refugiados. ¿El resto? El resto no fue un error, no puede hablarse de error. Trece años de educación bien controlada; a los trece, Tania daba de qué hablar a todo el barrio. Y conste que la abuela no la había consentido. Al contrario: ella había querido que su Tania fuese como su Amanda, como debía ser. Pero la nena, en la expresión del barrio, andaba por su cabeza. Hacía lo que quería y a pesar de los tirones de trenzas y de los bifes y de los días de encierro y de los días sin almuerzo. No había caso. Pensando que, a lo mejor, había exagerado, Ema optó por el jubileo del viaje a Buenos Aires. La nena viene con nosotros. Amanda, que ni siquiera había tenido intervención en la compra de pasajes, muy contenta. ¡Las tres, que gusto! Así se imaginaba la pobre Amanda aquel viaje de imprevisibles consecuencias.

En Buenos Aires, los ojos de Tania iban y venían. No podía creer que haya tanta gente junta. Y linda. Las mujeres como a ella nunca la dejaban. Los hombres... le costaba mirar sin corresponder miradas; Tania tenía trece pero aparentaba dieciocho. El viento frío (no solamente el viento) le ponía la cara colorada. Tania volaba con piloto automático. Esquivaba la gente que no veía, suspiraba frente a las vitrinas, no se dejaba atropellar por los autos mientras veía solamente su tele. La película. ¿Cómo comenzaron a hablarse? ¿Cómo hizo él para sentarse a la mesa de ella? Aquella parte no había visto, pero después ya se hablaban (de la mano) aunque nunca se habían visto antes. Pero tampoco lo que se cree: después, hablaron por teléfono solamente y él tuvo que hacer un viaje muy largo y casi no se vieron más pero igual se querían. ¿Por qué tienen que pensar siempre mal? Si una entra sola en la confitería, tiene que ser para eso nomás. Eso piensan. Tania miraba de reojo a la abuela de negro, perfecta menonita. ¿Miraban por la vieja o por ella? ¿O por las tres que andaban juntas? Tania miraba con envidia las chicas sin abuela menonita. Pensaba si a ella también, algún día... bueno, no Alfredo Alcón pero algún muchacho con tema de conversación, educado. ¿Por qué no podía tomar un té en vez de café con leche; por qué no podía probar, por lo menos probar, si un muchacho decente le pedía permiso para sentarse a su mesa en vez de decirle una grosería de entrada? Porque en barrio Jara estaba lista. Calentona. Y la primera en creer la propia Ema. Ella escuchó esas mentiras, le dio un bife y desde entonces ya no había dejado de perseguirla o porque salía sola o porque tardaba cinco minutos más en el almacén o porque sí no más. Y el viaje a Buenos Aires una disculpa; Tania comprendió sin intención de perdonar; era demasiado tarde. ¡Si por lo menos hubiera hablado con ella cuando comenzaron los chismes! Pero no; Ema vio el corpiño roto y les creyó a los otros. Y la mamá también culpable por entregarla a la maldad de la vieja. ¡Degenerada! ¡Trece años y con un goim! Un goim que contó su hazaña ficticia a todo el barrio y sin que nadie le diera ni siquiera el derecho de defenderse a Tania porque las judías luego son todas unas calentonas, la primera en pensar así la propia abuela. No; eso no se perdona con un viaje a Buenos Aires, un viaje donde la vieja fue colada con plata que no era de ella.

Así que aquel viaje fue un perfecto error. Aparentemente, todo normal cuando volvieron a Asunción. Tania dejó de preguntar por qué algunas de sus compañeras de la Normal podían invitar amigas a merendar sin pedir permiso; por qué algunas invitaban hasta amigos a los cumpleaños; por qué algunas, incluso, invitaban candidatos (una vez por semana, con la familia delante pero candidatos). Tania dejó de preguntar por qué tenía que vestirse como le gustaba a Ema, barato y pasado de moda; por qué no podía tener un poco de plata si la mamá quería darle. Dejó de contestar porque había dejado de ser la nena boba dispuesta a recibir bofetadas y encierros por sus ataques de mal humor. No le festejaron los catorce pero no protestó y eso que había sido la mejor alumna y hacía los trabajos de la casa sin protestar. Como venganza, comenzó a pasar más tiempo en la pieza del abuelo. Una venganza sutil. Claro, nadie podía decirle nada por visitar al abuelito, pero tampoco estaba bien. Él siempre con montañas de comida sobre la mesa de noche y cuentos de barbaridades en Europa, sin salir de su pieza ni para comer. Mala compañía. Ninguna prohibición formal pero Tania entendía. Entendía también que, siendo buena, no había prohibiciones. ¡Pero mamá, dejá de perseguirla! Amanda tuvo la audacia de enfrentar a la madre, siempre detrás de la pobre nieta que se había portado mal una vez pero también tenía derecho de cambiar y había cambiado como el día y la noche. El abuelo, ¡milagro!, comenzó a salir de su habitación y a comer con la familia, pero también retiraba comida de la heladera con candado (precaución de Ema) para compartirla con la nieta modelo. La vieja, que se conocía bastante como para conocer a una de su sangre, no se dejaba engañar. Esta chiquilina esconde algo, terminó diciendo, y ahí vino la primera y gran pelea familiar, con el mismo don Jacobo tomando partido en favor de Tania. Después de la derrota de la abuela, Amanda terminó depositando plata en la cuenta de ahorros conjunta abierta a nombre propio y de la menor Tania Rinaldi.

Victoria total.

Nadie podía aceptar que la abuela tuviera sus razones y que sus sospechas se confirmarían un siniestro martes por la tarde, por suerte a la misma hora en que don Jacobo estaba en la clínica para hacerse un análisis, pobre, o sino moría del corazón.

Primero algunos golpes en la puerta y Tania corriendo para el fondo de la casa, sin tiempo para esconderse porque un golpe mayor derribó la puerta y entraron como perros rabiosos, como se los había representado mil veces la pobre Ema en su miedo ancestral. Ella gritó palabras en ruso, vio cómo agarraban a la nieta de los cabellos, desfondaban armarios, rasgaban los colchones con bayonetas. Lo único comprometedor el póster de Tamara Bunke. Tania, llevada como cuerpo del delito hasta el Departamento de Investigaciones. No había nadie más en la casa. A la vieja la dejaron hablar y gritar sola; a la nieta se la llevaron sin tomarse el trabajo de buscar a la madre, entonces en la clínica con su padre.

Cuando regresó, Amanda descubrió que podía ser una mujer fuerte. Se ocupó de los viejos, solicitó una entrevista con Gustavo Stroessner. Era bastante arriesgado; ¿quién aseguraba que no la buscaban también a ella? Cualquier otra se hubiera escondido pero Amanda prefirió jugarse la carta de que Gustavo se acordara de su marido.

Y así fue. Gustavo (nadie hablaba mal de él) recordó el contador aquel, José Pérez, uno de los pocos que le manejó dinero sin robarle. La corona enviada al entierro había sido algo más que simple cortesía y consideró su deber ocuparse de la chiquilina aquella, quince años, metida por pendeja y por estúpida en la guerrilla OPM. Llamó por teléfono a ciertos funcionarios; justo cuando Tania comenzaba a conocer lo peor.

La habían llevado hasta Investigaciones y allí la subieron a un altillo que amenazaba romperse por el peso de las presas. Por entre las tablas mal clavadas, se veía bien a la mujer de abajo: encadenada una semana atrás, le comentaron, y en posición martirizante; aunque de hierro, solía soltar gritos cuando la interrogaban. De tanto en tanto, llegaban al altillo hombres con promesas de violación e interrogatorios. No les hagas caso, le dijo una detenida antigua a Tania, dicen no más para asustar. Pero, cuando un oficial leyó en voz alta su nombre, Tania se escondió entre las otras y tuvieron que llevársela a la fuerza.

No pudo recordar el auto ni la calle ni la familia esperando ya después, cuando el médico tuvo que medicarla. Ya recuperada, le explicaron que no había de qué asustarse: Gustavo Stroessner había pedido por ella, en realidad, buscaban a Ricardo. Amanda no quiso saber más; Ema sintió confirmarse sus sospechas.

Ninguna crítica para Tania, por supuesto. El médico había prohibido el tema y en la casa no iban a permitirle ataques contra la víctima. Pero, para vengarse un poco, la abuela comentaba el noticiero de la tele. Todos los días, varias veces, el noticiero diario con las caras de los presos y los prófugos de la OPM.

-¡Otra vez saliendo en la televisión!

Exclamación de asombro. ¡Un muchacho tan joven! ni siquiera bachiller, imagináte Tania, pobrecita, meterla a ella con esa gente.

Una sola vez la ocasión le permitió comentar un poco más el caso. Aquella tarde, en la tele, cuando pasaban las fotos de los prófugos, apareció también la de Tania. ¿Entonces van a allanar la casa de nuevo? Amanda se movió como correspondía en los altos niveles y se aclaró que se trataba de un error: Tania ya había sido separada de la lista de los prófugos. Al día siguiente, y en el noticiero, el gobierno declaró la inocencia de Tania. Inocencia oficial.

Ema tenía su versión: No era por nada, para comenzar, que un día la chiquilina llegó a la casa con el póster de la guerrillera. Y las amistades. Ricardo. Y el carácter de la nena: si algunas se descomponen por la política y otras por los hombres, Tania se descomponía por la política y por los hombres. Y comenzó temprano; después de avergonzar a la familia a los trece con un hombre, puso en peligro a la familia a los quince con su guerrilla urbana.

Cosas que no podía decir, desde luego. Pero estaba el Ricardo como chivo expiatorio, el primer actor del noticiero criminal. El jefe de la banda. Ema no estaba con el gobierno, ¡justamente por eso! No era cuestión de darle motivos al gobierno con una revolución mal hecha; si se van a hacer revoluciones, hay que hacerlas bien para que el gobierno no tenga pretextos para castigar inocentes por culpables.

-O sino se es un idiota como el mocoso ese del demonio, el Ricardito que hace matar a sus amigos y se escapa él a la Argentina.

Las convicciones íntimas de la abuela superaron los límites de la reserva. Y en mal momento. La perorata contra Ricardo fue en el almuerzo y resultó más de lo que la nieta podía soportar. Su explosión fue proporcional a las semanas de rabia reprimida; su castigo, simbólico. Quedó unos cuantos días sin almuerzo porque se había excedido; en el fondo, Amanda sabía que la hija tenía razón pero no podía consentir abiertamente aquellos gritos contra la abuela, capaz de hacer una crisis nerviosa como el día aquel del allanamiento, que iba a empeorar todavía más la situación de la familia.

Tania aprovechó los días sin almuerzo y sin colegio (vacaciones de invierno) para pensar en Ricardo. Recordó aquellas piedrecitas caídas sobre el techo a la hora de la tele, su excusa para ir al almacén, el encuentro, el segundo contacto con un hombre. Porque el primero no fue; aquel baboso sólo había podido romperle la ropa antes de que ella echara a correr salvándose y llorando. Ricardo fue el primero; le había permitido entregarse y regresar a casa sin vergüenza.

Fue la única vez pero se enteró la policía; más tarde, persiguiendo a Ricardo, allanaron la casa de los Brodsky para llevarse a Tania como rehén y como venganza por no haberlo podido agarrar a él, entonces ya en Corrientes. ¿Seguro? No, la policía paraguaya intercambiaba presos con la Argentina. Pero Tania tenía la certeza de volver a verlo, de repetir el único encuentro, de escapar de la envidia de la abuela y tenía su plan.

El comienzo de las clases fue la ocasión. Con el uniforme y el bolso de gimnasia de la Normal, sin almuerzo, Tania salió a la calle mientras la abuela repetía la cantinela de la una de la siesta.

-Otra vez saliendo en la televisión.

Le temblaban las piernas. De golpe, comenzaron a torturarla el hambre del desayuno y del almuerzo saltados. Pero no paró en el almacén para comer algo ni tampoco comió nada en el Parque Caballero aunque el Parque, la rabona y la merienda siempre andaban juntos. Para completar, encendió un cigarrillo; si se trataba de hacer  las cosas, tenía que ser todo de una vez: faltar a clase y hacerse ver con el uniforme puesto y fumando. En la casilla del Parque (¿por qué todo estaba tan sucio?), Tania notó que se le había derramado el perfume en el bolso. ¿Mala suerte? No hasta el momento. Y tampoco mala suerte cuando llegó la hora de cobrar: viéndola mayor y vestidita (había usado una de las mudas del bolso de gimnasia), la cajera pagó mirando de reojo a la señorita con tufo de perfume pero sin sospechar que una de las firmas, la de Amanda, era falsa; Tania la había falsificado para completar la boleta de extracción de la cuenta de ahorros conjunta.

Salió del banco con la plata, se miró en la vidriera. Pinta de banda, mejor. Mejor así que estudiante menor de edad, es decir OPM. Tania recordaba la vez que viajó a Clorinda con su mamá; unas tipas, sin decir nada, se sentaron en la lancha y cruzaron el río tranquilamente. Tipas pintarrajeadas, de la vida. Les tenía miedo y tenía que volver a viajar con ellas.

 Y sin embargo fueron sus amigas.

Ya en la lancha, cruzando el río, una de esas le preguntó: ¿Es la primera vez? Tania contestó que no. La otra la miró con desconfianza. ¿Iba a denunciarla? No, por el contrario, la ayudó cuando llegaron al lado argentino y el gendarme pidió documentos. Ella viene con nosotras, dijo la mujer abrazando a Tania con familiaridad. El gendarme miró la cédula de identidad, exclamó ¡quince años!, devolvió el documento con el comentario: cada vez comienzan más temprano.

Pasado el puesto de control, la contrabandista volvió a ponerle la mano sobre el hombro. ¿Por qué no te volvés a tu casa, mi hija?, sos demasiado chica. Tania trató de replicar. Pero no, nena, a nosotras pues no nos podés mentir. Vos sos jovencita, se ve que tenés familia y todo, volvé a tu casa, no son pues cosas para vos.

Y la mujer se alejó comentando el caso con las demás paseras de Puerto Falcón que habían permitido a Tania sortear el control de la gendarmería cómplice y coimera. Sin atinar a dar las gracias, todavía incrédula, Tania subió al ómnibus. Había pasado el Banco, la gendarmería, la frontera; nada la podía detener.

Buenos Aires. Allá (en la calle Santa Fe) tenía ya elegida su confitería. Parte del dinero del bolso estaba reservado para pagarse la mesa, el té, las medialunas y hacerse mirar en los ojos por Ricardo.

 

 

 

LA DEUDA

 

La primera vez fue del lado de la aguada, esa parte de su propiedad toca la nuestra. Yo le consideraba buen vecino, y eso que, cuando llegó, papá dijo: vamos a tener problemas. Y es que somos propietarios viejos, mi familia ni siquiera se recuerda desde cuándo, puede ser del tiempo del general Caballero. Por entonces, valía la confianza entre vecinos y así fue por mucho tiempo y siempre nos llevábamos bien. Hasta que comenzaron a llegar los nuevos propietarios con sus agrónomos especialistas en robar terreno ajeno. Y Raúl venía de Asunción, por eso la desconfianza. Por eso yo me fui a verlo y él me dijo disgustos con los vecinos yo no quiero. Él pagó la mensura y la alambrada, y para qué decir una cosa por otra, no nos quitó ni medio metro. La mensura comenzó a traerlo a casa y después ya pidió permiso para venir a visitarle a Claudia y no es porque sea mi hermana, doctor, pero el tipo se casó bien. La familia contenta, parecía un hombre decente, incapaz de faltarle a nadie. Y la verdad que era; si se estropeó, fue después. Cuando llegó a nuestros pagos, todo el mundo le quería y por eso le elegimos intendente. Vino pues el cambio, pudimos elegir autoridades y...

Pero le voy a seguir con la aguada; como le dije, fue la primera vez. Porque siempre le había considerado bien. Cuando vino la tormenta, por ejemplo, y nos tumbó el árbol sobre el techo, Raúl nos prestó su motosierra y hasta nos ofreció personal. Y cuando yo me enfermé, él personalmente me llevó hasta el pueblo con su cuatro por cuatro, ya era intendente, y armó un bochinche porque no había nadie en el centro de salud y le hizo venir al médico sea como sea para atenderme a mí. Estas cosas también son para agradecer y hasta aquel momento no más teníamos buenas impresiones del vecino, que también era ya nuestro pariente.

Bueno, entonces yo me voy para verle y él estaba haciendo unos trabajos por allí. Me acerco, le saludo, no me dice nada. Pensé que no me había oído, por eso le saludé otra vez. Tampoco me dice nada. Ni siquiera levanta la vista. Yo quedé muy molesto, era pues una falta de consideración. Siempre habíamos trabajado juntos, porque me olvidé de contar, trabajábamos juntos. Aquel negocio de novillos, por ejemplo, él me prestó la plata. No le pude devolver a tiempo porque me fallaron también a mí. Fermín Morales. Le vendieron unas vacas con aftosa, contagiaron las que él tenía, casi se fundió. No se fundió porque tenía con qué defenderse, pero se retrasó y no me pudo pagar lo que me tenía que pagar y entonces yo también le fallé a mi cuñado.

Me preocupaba, yo siempre he sido muy cumplidor, somos así de familia. Por eso quise explicarle bien pero ni siquiera me dejó hablar. Yo me di la vuelta disgustado, cuando ya me iba, siento que él me viene desde atrás y me dice no ves que estoy trabajando, para que venís a molestar si te hice un favor y me fallaste.

Quedé muy sorprendido, nunca le había conocido así. Pensé que a lo mejor le hablaron mal de mí pero no. Comenzaba a estropearse nomás.

En el pueblo, desde luego, ya se comentaba pero la familia la última en enterarse. A nosotros todavía no nos decían nada, aunque el nuevo intendente ya se portaba mal. No tanto, pero bastante. A él justamente le habíamos elegido cansados del anterior, ese Maciel, esperábamos otra cosa. Después de tanto tiempo, se podía elegir y aprovechamos. Queríamos el cambio, no las autoridades que pedían contribución para esto y contribución para aquello y siempre aprovechaban la ocasión.

Pero el que elegimos nos salió peor.

A lo mejor el dinero, digo yo; antes luego no teníamos casi cuatreros ni forasteros. Alguno que otro insolente, como ese Ramírez, pero al tipo le hicimos decir que si seguía así le íbamos a matar y se quedó en Asunción y no volvió por el pueblo para molestar con su insolencia y su robo de vacas que no era mucho sino para mostrar que mandaba y podía hacer lo que quería. Nos conocíamos todos y demasiado no se podía fallar con los vecinos.

Después aparecen los sintierras, dice que, y con ellos los cuatreros que ya no roban más para comer ni de a uno sino tropas completas, incluso tienen camiones para llevar a vender el ganado faenado. Y otra gente más que ya ni conocemos pero sabemos bien lo que hacen. No, no se les puede probar, ni tampoco conviene meterse  demasiado. Esto entre usted y yo. Pero esa gente tiene demasiado y con su dinero compra las autoridades.

No le digo que Raúl estaba en el negocio, por lo menos que yo sepa, más bien hacía la vista gorda y con eso le daban una buena comisión. Enseguida se supo, pueblo chico, y se reunieron los del comité liberal, trataron de hacerle entender que le habían elegido y debía mostrar que un poco mejores éramos. Él se enojó demasiado, les echó de su casa, dicen incluso que les amenazó de muerte.

Los buenos no tienen que estropearse, como dice mi hermano, cuando se estropean son peores. No pueden quedar no más medio rateritos como el otro, el intendente Maciel, que siempre fue avivado pero tampoco molestaba demasiado, incluso le voy a decir que no era malo. A mi papá le llevó preso una vez pero salió enseguida por política. Entonces no se podía hablar, no se podía publicar nada en los diarios pero por lo menos había respeto. Ahora se pueden decir muchas cosas, doctor, pero mientras tanto le dejan sin su ganado y en cualquier momento le meten un balazo, usted ni siquiera sabe quién. Si esta es la democracia, yo me quedo con Stroessner, y eso que soy liberal. Y las autoridades elegidas por el pueblo.

Bueno, recuerdo aquella vez, yo estaba en la pieza, ella con mamá en el corredor. Hablaban fuerte, por eso pude oírles todo. Mamá que tenía que hablar con nosotros, con los hermanos. Claudia no por el momento, su marido todavía puede cambiar. Y yo pensé que tenía razón; en la casa nunca faltan los problemas y es mejor aguantar un poco. Callarse, dejar pasar. Si Claudia nos contaba a los hermanos, ya teníamos que intervenir, y allí sí que se armaba una pelea grande.

Así que Claudia aguantó esa impertinencia como yo me aguanté una vez, aunque la verdad, doctor, aquella vez sentía ganas de liquidarle, sentía que ya no iba más a cambiar ese cuñado estropeado.

Y no me equivocaba. Siguieron pasando cosas feas, cada vez peor. Primero le voceaba de balde, después, ya le decía... no le puedo repetir, hay cosas que demasiado dan vergüenza. Y tampoco paraba ahí. Maltratos. Raúl le decía que si contaba iba a ser peor y después ya se divertía jugándole a ella en público, pero la gente no decía nada, ¿para qué? Si no decíamos nosotros, la familia, ellos no tenían qué decir.

Le pueden contar mucha gente, ahora que Raúl ya no es más intendente. Todos le pueden decir que vieron, le puedo dar los nombres.

No, no es cierto. Yo nunca le provoqué. Yo me aguanté demasiadas cosas, tenía miedo. No tanto por mí sino por la familia. Yo me callaba, doctor, tenía que saludarle cuando le veía en el pueblo porque en su casa dejó de visitarle por todo lo que él le hacía a mi hermana. Ni le quería ver más. Igual así tenía que verle por el pueblo y esto le puede decir cualquiera, nos vieron varias veces.

A veces, el tipo muy contento. Amanecía alegre, entonces me saludaba como en los viejos tiempos, me abrazaba y todo. Yo me aguantaba las ganas de meterle un tiro. Si llegaba a decirle respetála a mi hermana, seguro que el tipo no me decía nada pero después volvía a su casa para agarrarla a su mujer de los cabellos y cerrarle la puerta y hacerle pasar la noche afuera como hizo luego más de una vez.

Mi palabra, doctor. Nunca le dije una palabra fuerte, hasta le sonreía cuando le encontraba, no le voy a mentir ahora a usted, ¿qué gano? Ni una palabra fuerte. Quizás por eso el tipo se creyó, decía mi familia todos unos cobardes y hasta le creían viendo todo lo que hacía y nosotros nada, aunque tampoco ellos no hacían tanto, le tenían miedo. Siempre acompañado, maltrataba a los demás como quería nuestro nuevo intendente, mucho peor que el anterior, que por lo menos respetaba a sus correligionarios pero éste ni siquiera a ellos y peor todavía con su propia familia.

Y así prácticamente dos años en total. Se comenzó a descomponer al año, parece que, aunque no puedo estar tampoco seguro, Claudia casi no nos habla, no quiere contar para no quebrantarlo a su papá que le obligó a casarse.

Al último, Claudia ya venía a casa toda golpeada. Un día, llegó para hablar con mamá; se había puesto un pañuelo para disimular pero se le cayó y la vimos. Carlos se levantó de la mesa, dijo ahora mismo lo mato. Mamá se puso a llorar, le atajó precisamente cuando mi hermano ya salía de la casa.

Aquello más o menos dos semanas antes de la carrera pe. ¿Ya sabe? Usted sabe todo parece. Pero le cuento la verdad, no sé qué le habrán dicho por ahí.

Para comenzar, yo ni siquiera estaba en la carrera... bueno, no pensaba irme, estaba un poco enfermo y decidí quedarme en mi cama para dormir. Y así estaba dando vueltas en mi cama con dolor de cabeza cuando viene a buscarme un peón de Fermín Morales. ¿Le conoce? No, es el hijo del dueño del hotel. Los dos se llaman Fermín pero este es más o menos de mi edad y más bien tiene un campo aunque también le ayuda a su papá con el hotel y allí tenía que esperarme. Él, como le dije, me debía plata, por eso yo quedé sin pagarle a mi cuñado y esa deuda me pesaba mucho.

Llega entonces el peón de Fermín Morales y me dice que me quiere pagar ya su patrón. Yo me levanto y me visto, una ocasión así no se debe desperdiciar, sobre todo siendo una deuda que me quebrantaba tanto.

Me levanto, me visto, le digo a Carlos acompañame. Usted sabe lo peligroso que es ahora, ya no se puede más andar solo con plata. La gente sabe, vaya a saber cómo, y le espera en el camino. Encima una suma fuerte de dinero, me asaltaban seguro.

Así que le digo a Carlos acompañame y nos vamos los dos, no sé por qué él no llevó revólver, si en una circunstancia así debe llevarse, aunque también la mera compañía basta: cuando son dos, ya se piensa dos veces para asaltar. A uno solo se le mata y se le deja después en el barranco sin dificultades.

Llegamos entonces al pueblo y yo derecho para el hotel, donde me esperaba Fermín para pagarme. Carlos, mientras yo conversaba con Fermín, quiso dar una vuelta por el pueblo, y así fue que terminó en la carrera pe. Él no tenía pensado irse ni tampoco me podía dejar solo porque justamente para acompañarme había ido. Pero encontró unos amigos y se fue con ellos para mirar la carrera. Un rato nomás tenía que ser. Y así vienen las cosas, ¿ve? Yo no pensaba irme y me fui. Él tampoco pensaba y se fue igual. Tampoco pensaba encontrar a Raúl en la carrera pe.

Pero le encontró y el malcriado le dice vamos a apostar. No tengo plata, le dice Carlos. Nunca tenés plata, dice el otro, y después cuánto tenés encima. Era poco, unos diez mil. Raúl le dice muy bien, tus diez mil contra mi estancia. Carlos no le quiere aceptar la apuesta pero el otro insiste. Estaba en esos días desagradables y sin pensar apostó su estancia completa contra los diez mil de mi hermano. A él nunca le gustó apostar en las carreras pero aceptó para evitar problemas. Si me negaba, me contó después, comenzaba a tirotearme mucho antes.

Aceptó entonces, tampoco le importaba perder poca plata pero ganó la carrera para su desgracia. El otro se pone furioso, dice que le ganaron con trampa y saca su revólver.

Yo escuché el tiro cuando iba saliendo ya del hotel con la plata en el bolsillo, me acababan de decir que Carlos me esperaba en la carrera pe y para allá me fui. Quise pensar un tiro al aire, alguien que festeja su carrera ganada, no podía saber que Raúl estaba. Pero después otro tiro y me apuro un poco. Nervioso. No le puedo decir por qué. Maliciaba la desgracia, sentía. Llego ya al galope, veo que la gente grita, me dicen cosas que no entiendo. Entiendo cuando le veo al tipo con su 38 en la mano y él me ve llegar y me vocea. Bajo de mi caballo, me larga un tiro al aire.

Yo le miro bien; casi le podía decir era el momento que tanto había esperado. Ya tenía la plata en el bolsillo, la plata de la deuda, me decidí a matarle y a meterle el dinero por la boca; hacerle pagar un poco lo mucho que me había maltratado por estar en falta.

Si le mataba antes, doctor, iban a decir que fue por plata, y eso ya no me gustaba. No me gustaba la acusación de saqueo y muerte, de muerte por dinero. Nunca fui ladrón. Y la razón no era dinero, sino que le quería a mi hermana y tuve que aguantarme demasiado tiempo verla maltratada. Y el ganado. Porque no crea usted que no nos robó ganado; no le servían nuestras vacas, a él criador de raza, pero igual nos robaba y eso que le sobraba plata y a nosotros no nos sobra nada. Igual no más nos robaba, llevaba nuestros animalitos aprovechando la vecindad y encima hablaba pestes de nosotros por el pueblo.

Así que me fui acercando y cuando estaba cerca saco mi revólver y le apunto derecho a la cabeza. Él tenía dos peones, uno con winchister, pero se puso todo blanco. Por lo visto, era valiente nomás para pegarle a mi hermana o para correrle a tiros a Carlos, que no tenía arma, pero cuando se encontraba en situación semejante reculaba.

Aninati me dijo, bajó su arma pero yo le apunté, pude ver cómo se ponía cada vez más blanco. Ya no le tenía más rabia. Le había desafiado frente a todo el pueblo, todo el mundo entendía ya que me aguanté por mi familia. Incluso ahora, cuando recuerdo, me siento satisfecho por aquel momento, doctor. Con enfrentarle nomás puse las cosas en su lugar sin necesidad de dispararle.

Entonces me empezó a venir la rabia, pero contra mí. Cierto que el pobre es pobre, que no hay justicia, que si tiene problemas se pudre adentro. Cierto que tenía miedo por mi hermana, por toda mi familia, por lo que podía pasar si algún día le enfrentaba a ese tipo. Tenía mis razones para aguantarme, para callarme, para no poder más comer ni dormir todos esos días que me pasaba soñando con ese tipo. Pero cuando la desgracia llega, llega. Y la desgracia llegó el día que llegó a la casa Raúl para avergonzarnos, para robarnos, para amenazarnos que nos iba a matar a todos si alguno decía algo o le denunciaba en Asunción. Eso se podía aguantar pero no evitar, estaba ahí. Iba a seguir hasta el momento en que alguien se le enfrente. Y yo pensé que mejor era yo, para que nadie más se perjudique, era peligroso desde luego. Pero había que hacer, yo sabía que tenía que hacer. En el fondo, doctor, era un pretexto la deuda. Cuando tuve la plata en el bolsillo, cuando supe que podía refregarle por la cara ese dinero, entendí qué pretexto, falta de determinación de mi parte. Entendí todo de golpe cuando tuve la plata, cuando tuve su cara delante de mi mira, cuando le vi recular y achicarse.

Rabia contra mí, doctor, por haberme corrido, por no haberle metido cuatro tiros como terminó metiéndole después de tanto tiempo de andar en deuda.

 

 

 

 EL MARQUÉS DE GUARANÍ

 

El juez ha sido familiar del Santo Oficio antes de la disolución de la Orden por Bonaparte y declinado oferta de reintegrarse con la vuelta de Fernando VII. La causa puesta a su consideración ha sido escándalo en Madrid. El reo, un indiano de apellido Fort o Tort, había solicitado una audiencia a Don Fernando con el título falso de Marqués de Guaraní. En el allanamiento practicado para arrestarlo, nada comprometedor se halló: poco dinero, alguna ropa, ningún documento inculpatorio. El posadero, a quien adeuda la paga, dice que el reo es jugador y ha pasado semanas en Madrid en compañías dudosas. Hecha de lado la impostación de personalidad, poco distingue al hombre de otros charlatanes llegados a Palacio con la pretensión de ver al Rey. En la España desangrada por la invasión napoleónica y la insurrección liberal, sobran visionarios. Este ha visto al mismo Santiago Apóstol; aquel quiere un ejército para terminar con Bolívar. Locos o logreros, suelen pedir alguna gracia por sus servicios imaginados. Y este Marqués de Guaraní tiene toda la traza de aquellos, si bien con una diferencia: estuvo a un paso de obtener la audiencia engañando a funcionarios avezados y pese a lo ridículo del título. La policía presume espionaje o regicidio; sin complicidades, dice en su informe, nunca hubiera llegado tan lejos. El juez de la causa evita las presunciones y decide mantener su independencia en circunstancias difíciles.

En efecto, un personaje encumbrado, un Ministro, le ha exigido rigor. Sin desafiar al grande, el juez protesta fidelidad; ésta, dice, no necesita recomendaciones. Y no miente: hijo de un siglo ya sin gloria; heredero de un abuelo heroico en Nueva España; falto de cometidos mayores, ha puesto su fervor de cristiano viejo al servicio de sus deberes de estado. Con particular escrúpulo se aboca a la materia, indaga, se familiariza con las interminables cuartillas de la temida policía secreta, mal necesario en tiempos de fiebre republicana. 

En el primer interrogatorio, el acusado dice llamarse José Agustín Fort, catalán de origen, residente en América por varios años, llegado al Reino después de una breve estadía en la Corte de Lisboa, donde sirvió a la Señora Reina de Portugal, como ya lo había hecho durante el tiempo de su forzada residencia en Río de Janeiro y cuya gracia le permitió acercarse posteriormente a la Corte de Su Hermano, nuestro Rey, pero el error o la malicia le han impedido obtener la solicitada audiencia con Don Fernando VII, de quien es fiel vasallo, no mereciendo por tanto ni la prisión ni el rigor extremado de tenérsele preso con hierros en los pies. Solicita el reo se le ponga en libertad inmediata y se le faciliten los medios para obtener la audiencia con Su Majestad, pues el objeto es de la mayor importancia y hace relación con información de carácter militar decisiva para la feliz conclusión de la campaña contra los rebeldes de América.

El juzgado explica al detenido, hombre asaz rústico, los usos de la Corte: Su Majestad nunca concede audiencias antes de haberse impuesto del contenido de las mismas; la regla, que el acusado pareciera desconocer, rige hasta para con los señores Embajadores de otros Reinos; si el acusado, en verdad, tiene razones válidas para solicitar la audiencia, deberá informar al juzgado sobre las mismas; de ser éstas de peso, el juzgado las hará llegar a las instancias correspondientes y el procesado obtendrá la solicitada audiencia. Caso contrario, el mismo deberá guardar prisión por la falta de haber utilizado el título fingido de Marqués y bajo sospecha de una falta aún mayor, como ser la de traición, cuyo esclarecimiento requerirá una investigación detenida y un encierro sin duda riguroso.

Con altivez no frecuente en la circunstancia, el procesado replica: para el caso, importa menos la calidad de la persona que el contenido de la misión; que no traiciona al Rey sino lucha por su causa, habiendo ya dado pruebas de su valor en las Provincias del Río de la Plata; que la importancia del secreto hace su conocimiento privativo de Su Majestad, temiendo el reo que algún mal servidor del Rey, en conocimiento del mismo, pudiera hacer un mal uso de él, sin por eso dudar de la rectitud de las intenciones del señor juez de la causa.

Otro juez hubiera castigado la insolencia inaudita del reo, que así arriesga alienarse la voluntad del magistrado y se expone al potro por renuente a declarar. Éste la desconoce y no deja de apreciar la entereza del hombre -pocos conservan esa arrogancia después de un  tiempo de calabozo, hambre y grillos y ante la posibilidad del tormento-. De convicción reaccionaria pero temperamento clemente, permite hablar con franqueza al acusado, sin amenazarlo. Terminada la declaración, la estudia con cuidado. De su contenido, sólo resulta claro lo evidente: mientras el Rey de España era cautivo del Francés, los Reyes de Portugal emigraron a sus posesiones del Brasil para evitar correr igual suerte; establecieron su Corte en Río de Janeiro; regresaron a Lisboa después de caído Napoleón. Si el detenido Fort sirvió a los Reyes en Río de Janeiro y posteriormente en Lisboa podría confirmarse recabando informes de los servidores del Reino. También debe el Juzgado ampliar su información sobre aquel Gobernador de la Provincia del Paraguay mencionado en la declaración indagatoria.

Un antiguo funcionario real informa al juez que el acusado Fort yerra o miente al decir que José Rodríguez Francia es Gobernador del Paraguay, pues nunca ha recibido nombramiento para el cargo, habiendo desempeñado, sin embargo, cargos inferiores en la Gobernación de la Provincia; obra en Archivo constancia de Don Fernando datada de 1807, donde Su Majestad declara la valía de aquel súbdito americano; el citado Rodríguez Francia resultó electo Diputado por el Paraguay ante las Cortes de Cádiz, aunque no llegó a estar presente en ellas por motivos justificados; las cartas del mismo Rodríguez Francia agregadas al proceso de Tort y mencionadas por el reo son auténticas. Otro funcionario real, sin embargo, niega la validez de las mismas y nadie puede ofrecer información reciente sobre el Gobernador presunto, que pudo haber conservado su fidelidad o sucumbido a la impiedad de las Provincias Americanas.

De mayor importancia que el tenor de la posible relación entre Fort y aquel José Rodríguez Francia o França, de ascendencia lusitana, resulta determinar si el procesado ha sido agente de Portugal. Sin necesidad de aventurarse en cuestiones ajenas y superiores a su competencia de funcionario subalterno, el juez sabe que, estando el Rey Don Fernando prisionero de Bonaparte, su ilustre Hermana reclamó para sí los derechos sobre las posesiones españolas en América, como un modo de salvar aquellos territorios de la agitación liberal que cobraba cuerpo alentada por las usurpaciones del Francés y la desafortunada circunstancia de verse prisionero Don Fernando, a quien muchos desesperaron de ver repuesto en su legítimo Trono. Fort, a la sazón en América, pudo haber servido los intereses de la Señora Reina, situación ésta cuyo esclarecimiento resultaría de fundamental interés para la marcha del proceso.

El Ministro objeta: ¿Puede un zafio ser embajador de una Reina? Los Americanos son zafios; no por eso algunos carecen de valor y devoción al Rey. Si Fort es agente Portugués, ¿qué lealtad puede pedírsele para con España? No yerra el Señor Ministro; sin embargo, debiera reparar en la especial situación creada a partir del establecimiento de una Santa Alianza por encima de las rivalidades entre los Reinos. No; un servidor de un Rey nunca usurpa títulos y ese falso Marqués debe ser castigado como corresponde.

La parcialidad del Ministro resulta más clara cuando el Juez descubre que, en ocasión de ser arrestado, Fort se encontraba en posesión de credenciales de la Reina Carlota Joaquina, quien lo declaraba por ellas servidor suyo y pedía a la Corte Española se lo reconociera en calidad de tal. Las credenciales, cuya autenticidad se constató, no fueron agregadas a las constancias de autos ni tampoco la policía mencionó el hecho en el informe elevado al Juez como cabeza de proceso. Cuando el Juez señala esa inexcusable irregularidad al Ministro, éste se limita a soslayar su gravedad atribuyéndola a mera negligencia, no a voluntad expresa de obstruir la marcha de la Justicia; al mismo tiempo, exige para el acusado pena capital.

Tanta parcialidad alarma al Juzgador, de más en más ganado por la firmeza del reo. Fort, desafiando el castigo, repite en cada indagatoria que sólo revelará su secreto al Rey; que el secreto es vital para la salud del Reino; que sólo por malicia pueden tenerle preso porque, si le consideran culpable, debieran dispensarse los interrogatorios y castigarle ya; si, por lo contrario, se cree en su inocencia, debieran conducirle a la presencia del Rey, pues ninguna persona sensata desafiaría la cólera de un Rey severo y justo. No carecen de sentido estos propósitos; por otra parte, de existir una conspiración, ahorcar a Fort sería la mejor manera de encubrir a los demás cómplices. Ni culpable ni inocente debe castigársele con ligereza; aún culpable, tiene derecho a la pena proporcionada. En cualquier caso resulta necesario descubrir la verdad, pero su búsqueda se ve dificultada por la mala voluntad de las autoridades cuyo deber sería colaborar con el juez de la causa y sin embargo parecen sólo dispuestos a forzarle dicte una sentencia injusta.

En el fondo del corazón del Juez crece el rencor contra toda aquella Corte impuesta como una valla entre el Rey legítimo y Su Pueblo; quienes se mostraron tímidos ante el Francés son ahora los más severos jueces del propio Español, a quien envían al patíbulo por el mero grito de «viva la libertad». La misma Inquisición, otrora brazo de la Fe, multiplica rigores contra los arrieros que juran y las gitanas que echan suertes; contra la rudeza de quienes guardan el viejo vigor español; contra la simpleza de la canalla que, el dos de mayo, desmontó los dragones y enfrentó la fusilería francesa mientras que sus verdugos de hoy, los aristócratas cómplices o cobardes, medran en los favores de un Rey de engañada bondad. No. El juez no permitirá la iniquidad de sustraerse al conocimiento del Rey un secreto fundamental para el Reino: haciendo caso omiso de las jerarquías, pedirá audiencia a Don Fernando y elevará el proceso ante el máximo juez superior de toda causa.

La gravedad del caso, empero, merece la atención del confesor. Este hace ver al penitente lo inútil del propósito: si el Juez supone mala fe en el Ministro, suposición por lo demás infundada, debiera considerar también el alcance de su influencia en la Corte, suficiente para impedirle obtener la audiencia y castigarle por haberla solicitado; el juez se vería separado de la causa, perdería el cargo y engrosaría el grupo de los hidalgos arruinados que mendigan su pan en las calles; podría incluso iniciársele proceso viendo complicidad en su benevolencia. Y el asunto tiene otro aspecto más importante: ¿No es el Rey representante de Dios? Y el Ministro, ¿no representa al Rey? ¿No está el juez, por razón y por derecho, subordinado al Ministro, cuyo poder emana del Rey? ¿Qué orgullo pecaminoso le mueve entonces a desafiar las decisiones del superior, que no hace sino comunicarle propósitos del mismo Rey? ¿O cree el juez, por ventura, que un asunto de tal importancia podría permanecer ajeno al conocimiento de Su Majestad? Como Cristiano y servidor del Reino, al magistrado inferior le compete sólo cumplir la voluntad del superior.

Ni el argumento piadoso ni el pragmático le tranquilizan la conciencia. Como opción personal, decide acatar las decisiones del Ministro, de más en más abocado a la causa, pero valiéndose de la martingala de la dilación procesal. Cumple así con sus deberes para con la jerarquía y con la religión y demora el momento de la sentencia definitiva.

La maniobra se ve recompensada. Un grande, el Consejero Queipo, equilibra la influencia del Ministro afirmando que el procesado es vasallo fiel y merecedor de muy distinto trato. La intervención paraliza el proceso y el reo se traslada del calabozo húmedo a una habitación espaciada y clara, donde tiene una mesa para escribir y enviar cartas no censuradas por los carceleros. Un día, al llegar a la prisión, un guardia mal encarado comunica al juez que el preso Fort ha quedado en libertad por decisión del mismo Rey. Por entonces, ya se difunde la noticia de un combate en territorio Americano: Ayacucho. Las informaciones son contradictorias pero el juez prefiere aquella que concede la victoria a España y la considera sólo comienzo de la ofensiva general contra los sediciosos, cuya derrota total se asegura para principios del año veinticinco. La libertad de Fort y la victoria son para el juez señal de haber obrado bien: salvando de la horca al reo, permitió que la noticia llegara al Rey y Él arbitrara los medios para el triunfo.

Este razonamiento se desvirtúa cuando Madrid recibe la noticia: en Ayacucho se ha perdido el Imperio de las Indias. Y las contradicciones en el caso de Fort no se le aclaran: la decisión de condenarle a muerte; la imprevista libertad; los pareceres encontrados de los poderosos. Su perplejidad aumenta unas semanas después del incomprensible desenlace del juicio, al encontrar por azar a su antiguo reo en la calle; éste le manifiesta gratitud por la benevolencia demostrada y se compadece por la difícil situación en que se encuentra; lo invita a cenar con la promesa de decirle la verdad acerca del falso título de Marqués, la única mentira del caso.

El Juez acude a la cita y puede confirmar la veracidad del rumor: el Rey ha otorgado una pensión a Fort. La suma debe de ser considerable a juzgar por la cristalería, los tapices y el exceso de criados en el departamento del indiano. ¡Cambio radical! El juez, separado de su cargo sin motivo válido es recibido por su preso con la primera colación satisfactoria en varios días.

     Bebiendo con alguna precipitación, el anfitrión se muestra propenso a la confidencia. ¡Demasiado tarde!, exclama con gesto teatral, ¡demasiado tarde! Si se le hubiera escuchado a tiempo, si no se le hubiera demorado injustamente, el secreto hubiera llegado a conocimiento de Su Majestad a tiempo y otra hubiera sido la suerte de las Armas Españolas... y esto dicho con el corazón del buen vasallo pues, de cualquier manera, el Rey ha sabido recompensar los servicios de aquel Marqués de Guaraní.

¿Marqués de Guaraní? No exactamente; fue una estratagema. Los liberales habían preparado todo tipo de celadas; milagrosamente, José Agustín Fort, emisario de la Augusta Protectora, pudo transitar aquel camino que lleva de Lisboa a Madrid sin perder la vida en alguna de ellas. Ya en la Corte de Don Fernando, su vida y su misión seguían en peligro. No hubiera sido difícil para los traidores hacerle desaparecer; el falso título y el escándalo fueron la contraseña utilizada para hacer llegar a Doña Carlota Joaquina noticias de la llegada de Su enviado. De no ser por ello, la Reina no hubiera podido intervenir para salvarle de la triste situación en que le habían puesto y hacer valer ante Su Hermano la inocencia del preso, portador de un mensaje importante del Gobernador del Paraguay, Don José Rodríguez Francia, cuya fidelidad también atestaba la Reina, por haberla verificado en los años de su estadía en el Brasil.

A la objeción de que el último Gobernador del Paraguay fue Bernardo de Velasco, no habiendo accedido nunca el mentado Francia a la dignidad, Fort replica que, cuando estalló la rebelión del año diez en Buenos Aires y cundió la sedición en el Plata, el Paraguay no se vio libre de ella y obligó a su legítimo Gobernador, Don Bernardo de Velasco, a resignar el cargo. Ello, sin embargo, no significó el fin del partido Español, pues los leales, con prudencia y evitando enfrentamientos innecesarios, consiguieron conservar, si bien ocultamente, su influencia en el Gobierno. Motor de la feliz combinación fue don José Rodríguez Francia, nombrado Gobernador por los rebeldes pero apoyado secretamente por los Españoles y conservando siempre en su corazón la devoción por la justa causa. Éste consiguió mantener a la Provincia apartada de las rebeliones del Plata y, si bien se atribuyó el falso título de Gobernador, esa falsedad ocultaba una firme lealtad, hecho harto sabido por los servidores del Rey de España. Estos desconocieron la autenticidad de las cartas de Francia, objeta el juez. También ocultaron las credenciales de la Reina de Portugal; en ambos casos, traición y mala fe. La justicia del Rey, que ha recompensado la lealtad de Fort, sabrá castigar debidamente a los culpables.

Empujado por una vanidad que el antiguo juez no desconoce, Fort hace una relación exaltada de sus proezas en el sitio de Montevideo, ocasión en que resultó preso y herido; narra sus años de aventuras en la Provincia del Paraguay, donde tuvo ocasión de conocer los pueblos y personas sin despertar sospechas, pues viajaba con la guisa de comerciante; también puede pintar el esplendor de la Corte Portuguesa en el Brasil, tierra de naturaleza pródiga y traidora. Su parlamento simple tiene el atractivo del habla del hombre que ha vivido cuanto refiere; su continente rústico expresa sinceridad.

No. No se engañaba el magistrado al apreciar la personalidad del reo, que no era un mero charlatán y quizás tampoco jugador; de haber frecuentado compañías dudosas, pudo haber en ello propósito de ocultar la importancia de su misión.

Y su misión es, justamente, el punto que acicatea la humana curiosidad del juez. Fort lo comprende pero, no sin cierta malicia, demora la respuesta. Recién al final de la cena, dice: como agente de Portugal, él tomó contacto con los Americanos leales, incluyendo aquel Rodríguez Francia, a quien conoció personalmente y cuyas cartas entregaba a Doña Carlota Joaquina, quien aprobó el esquema propuesto por el Gobernador Paraguayo, hombre enérgico, capaz de mantener sometida a la Provincia y exigirle aceptar el tránsito de los ejércitos del Rey por su territorio, después de haberlo negado repetidas veces a los rebeldes. Con el paso expedito, las tropas leales del Alto Perú hubieran podido caer sobre Buenos Aires, reconquistar el puerto, unir sus fuerzas con las Portuguesas para derrotar a los rebeldes de Montevideo e iniciar una ofensiva general a partir del repliegue momentáneo del Alto Perú. El proyecto fue sometido por Doña Carlota Joaquina a la consideración de sus jefes militares, contó con la aprobación decidida de aquellos pero se malogró por la demora con que se entregó a Don Fernando.

Al retirarse, el Juez se pregunta qué hubiera sucedido si él, siguiendo los dictados de su corazón, hubiera llevado la noticia al Rey. La pregunta, planteada luego al confesor, recibe la respuesta de que, en el supuesto caso de no mentir Fort (el confesor lo conoce y lo considera hombre fantástico), estaba en el plan de Dios evitar que el mensaje llegara a tiempo, pues el destino de España no podía quedar ligado a la indecisión de un hombre. Eso le reconforta en momentos necesitados de consuelo; un hidalgo con hambre no podría considerar la posibilidad de que Dios, al definir Su Plan, lo hubiera rebajado con la inclusión del albedrío de un hombre.

 

 

TU MAMÁ CON OTRO

 

     Sí, es más o menos como te contaron pero con una diferencia: yo no estaba por casualidad. Estaba porque me fui; cuando los vi llegar, me puse a tocar la bocina como loco. Termine me dijo el policía pero seguí. No tuvieron más remedio que mirarme, yo con la bocina armando mi bochinche. Todos se dieron cuenta y esa, compañero, fue mi victoria moral.

     No, lo otro no tiene más arreglo. Sentencia definitiva. Un balde de agua fría, inesperado. Un día, recibo la visita del abogado. Después decido preguntarle qué pasaba. No se dignó atenderme. Seguí llamando por teléfono cuatrocientas veces, ni pelota. Al final me atendió, dulzura hecha persona. Le preguntó por qué mandaba un abogado en vez de hablar primero. Me contestó preferible un abogado, así evitamos discusiones desagradables. No se le cambió la voz; una serenidad increíble. Mejor arreglar así, me dice, no te quiero acusar, soy realista, después de todo eso no podemos más hablar como personas civilizadas, dejemos en manos profesionales sin rencor.

     Yo exploté, desde luego.

     No, no me entendés. No conocés la historia. Cada vez que quería joderme hacía eso: el papel de inocente; me provocaba con calidad para ponerme a mí en la situación del loco furioso -del tipo de buena fe a quien le clavan con alfileres una y otra vez hasta que explota-. Le mandé a la puta por no tener la honestidad de hablarme y cocinar el asunto a mis espaldas, darle su versión al abogado con lujo de detalles falsos, desde luego. La historia de siempre: cuando la gente todavía trata de entenderse, entra un abogado y se encarga de que terminen mal. En mi caso, entró porque lo dejó mi contraparte, que no es ninguna ovejita, ninguna persona de buena fe engañada por un abogado sinvergüenza. Más bien dos sinvergüenzas que se pusieron de acuerdo.

     Después de aquella conversación, decidí no hablarle nunca más, incluso tenía ganas de contratar un asesino a sueldo. No es tan fácil; continué llamando y siempre con el mismo resultado: me ponía furioso, puteaba porque me preparaban una trampa; sabía qué me estaban haciendo, no podía dejar de llamar para amargarme escuchando esa punta de mentiras.

     Cosas que por primera vez oí cuando me visitó el abogado aquel. Imagináte, era un día difícil, llega el tipo, después de una sarta de disparates, pela un diagnóstico médico. Yo con la boca abierta. Él, impasible, me declara psicópata, psicótico... vos sabés la terminología esa. El psicólogo, un vecino, lo consideraba amigo, resultó un tarado; nunca pensé que se prestaría a eso. Mirá, cuando esté más calmado, te voy a mostrar su diagnóstico. Ahora todavía me molesta, un día vamos a poder tomarlo en joda y reírnos juntos. Me declaran un tipo peligroso, recomiendan la separación para proteger su integridad física. ¿Qué te parece?

     Desde luego, no se necesitaba un diagnóstico profesional. Sin decirme una palabra se mandó mudar. Después me hizo avisar por teléfono pero se negaba a hablar conmigo. No es la forma de hacer las cosas pero, si uno decide algo, tiene que tener la decencia de afrontar y no buscar pretextos para echarles la culpa a los demás. Sobre todo, buscar pretextos para sacarles plata, lo que me hicieron a mí... me quisieron hacer, porque soy contador y de los buenos.

     ¿Sabés la diferencia entre el contador y el matemático? Para el matemático, dos y dos son cuatro. Para el contador, dos y dos son lo que uno quiere. Durante el pleito, metieron la nariz en lo que tengo: cuentas, propiedades, títulos. Encontraron lo que les dejé encontrar. A la hora de la partición, casi tienen que pasarme plata. Casi, porque pagué yo y no puedo quitarme todavía la rabia; una cuestión de principio: no debía pagar un peso, era el perjudicado y no al revés.

     Pero estaba todo preparado. Mientras yo rabiaba de balde, el abogadete aquel de acuerdo con el psicólogo, con los vecinos, con el mismo juez. Grabaciones, fotos, testigos de todos los colores. Una tela de araña. Hasta el cumpleaños de Claudio.

     ¿No estabas? Yo estuve por desgracia.

     Vos conocés a la mujer de Claudio, siempre con vueltas. Aquella vez tenía visitas en la casa, le habían llegado los viejos de Montevideo, no quería salir y dio permiso para que Claudio nos invitara a cenar y salimos. Desde luego, un restaurante serio, no había pretensiones de levante. En eso, se nos sientan unas pendejas al lado. Claudio medio en pedo las invitó a sentarse y resultaron unas bandas. Agarraron viaje al vuelo, se nos vinieron a la mesa. ¿Podés creer que nos tomaron fotos? Te juro, Eduardo, solamente cenamos con esas tipas, nada más. Yo volví a casa solo, para qué mentir, pero al juzgado llegó mi fotografía y hasta la mujer de Claudio se enteró, un escándalo.

     Me cocinaron, viejo. Legalmente, ¿cómo explicar esas fotos? ¿Cómo explicar las grabaciones? Nuestras conversaciones por teléfono todas grabadas, yo haciendo de loco, ¿cómo explicarle al juez?

     En el fondo, el juez tenía razón. Mi abogado se durmió, el otro presentaba prueba tras prueba. Si yo jugaba tranquilo, otra era la historia. Pero ponete en mi lugar, Eduardo, como te dije, un balde de agua fría.

     Cuando salió la sentencia, yo le mandé a la puta al juez, me sacudieron unos días de arresto. Para colmo, la historia llegó a la Cámara: cuando apelé, también la Cámara en contra. Fui tonto para actuar así, estaba demasiado afectado.

     Hasta Monseñor se dio cuenta. El viejo vino a visitarme después del lío, un poco para darme los pésames, o lo que se debe dar en esos casos. Hay una amistad de familia, cada vez que ocurre algo, él se siente obligado a hacerse ver. Y bueno, aquella vez, después de un whisky, me dijo que tomaba las cosas demasiado a pecho, así me iba a enfermar, debía aprender a olvidar y perdonar. Los curas son así. A veces te mandan a la Inquisición, a veces con el cuento de la caridad. No tenés que perseguirla. ¡Imagináte!, él también con la versión de mi contraparte. Pero no le quise discutir, lo conozco demasiado, le serví otro whisky y cambiamos de tema. Después una buena noticia: no me visitaba sólo para consolarme sino también por negocios. Y así comencé el trabajo, tenía que enderezar esa contabilidad.

     ¿Sabés quién me recibe al comenzar el trabajo? La vaca. No cambió nada desde entonces. Va a ser la maestra de nuestros nietos y nos va a enterrar a todos. Ahora es secretaria. Me recibió, me puso los libros sobre la mesa, comenzó a explicarme dónde estaban las cosas. En realidad, no estaban en ninguna parte.

     Entre nosotros, Eduardo, es un kilombo. No digo mala fe, pero cada cual confunde la caja con su bolsillo, retira plata sin dejar comprobante. Precisamente, me dijo la vaca cuando le hablé del caso, si elegimos una persona como vos, es porque tenemos confianza, estas cosas no se muestran a cualquiera; somos una institución nueva, todavía nos falta progresar mucho, ahora necesitamos poner nuestros papeles en regla. Eso yo desde luego sabía pero no sabía que el desorden era tanto. Pero mejor para mí; le mostré la manera de hacer los comprobantes y no me mires mal. No vayas a pensar algo sucio. Sencillamente, deben recordar cuánto se gastó en la ceremonia de fin de año, cuánto en electricidad y en papeles para poder hacer con esos datos un balance y con el balance en regla auditoría. El auditor soy yo, desde luego, no voy a denunciarlos por el lío de su contabilidad ni puedo aprobar tampoco la situación como está. Voy preso.

     Así que necesito trabajar el doble pero por lo menos tengo mis compensaciones. Para comenzar gano un cliente fijo; el que sabe dónde están los fatos soy yo, también el que los arregla. No pueden prescindir de mí. Mucho menos cuando la cosa está que arde, en cualquier momento intervención.

     Yo no puedo decir porque me pagan el sueldo, pero la culpa también es de la Iglesia. Están exagerando. Desde el primer momento. Me di cuenta el día que la vaca se me vino encima hecha una furia. Esto es el fin del mundo, no podemos dejar que siga así, somos cristianos, van a oírnos esos que piensan que la democracia es para abusar que se vayan a Cuba, no pensamos perder lo que tenemos, lo poco que tenemos todavía por culpa de algunos sinvergüenzas, si se creen muy vivos, van a ver, ¿tengo o no razón?

     Sigue siendo la misma, Eduardo, ahora entiendo por qué le teníamos miedo, puedo imaginarme una cosa así gritándole a una criatura de seis años, puteando de entrada para que ya no pueda reaccionar y dándole con la regla en la cabeza. Todavía impresiona. Casi te diría asusta. O me asustaba pensar en mi trabajo; el viejo no mueve un dedo sin consultar con la vaca, yo pensé que me la mandaba para putearme en su nombre. Y tenía razones; la desgraciadita de Marina ya se había encargado de dejarme pésimo con todos. Yo el degenerado, Jack el destripador; la gente me miraba de reojo después de hablar con ella. La historia oficial. Yo movía la cabeza, decía que sí con la cabeza esperando el hachazo. Por suerte, no era contra mí. Los sinvergüenzas del discurso eran los parlamentarios, agnósticos, desvergonzados, bolches, evangelistas. Por suerte, no estoy en el parlamento.

     Por un momento, pensé una cuestión de ella. ¡Cuántas veces nos pegó sin enterarse el director de la escuela! Esta vez no. El director... el rector de acuerdo. No sé cómo comenzó pero decidieron entre todos la cruzada, a nivel superior. La vaca transmitía.

     Y me querían meter a mí también. Yo, querido, soy contador. Un contador es como un sacerdote. Cuando un tipo te muestra sus libros, se confiesa. Te muestra todo. Después, vos ya no podés ignorar esa confianza recibida y tirarle piedras o gritarle cosas en la calle. Nuestra profesión es no tener partido ni religión ni andar en manifestaciones con pancartas ni macanas de esas.

     Cierto, la reunión se hizo en casa, a pedido especial de la vaca. Ella con que debíamos hacer algo y me pidió la casa; la mía es más grande y queda más cerca de la Universidad según ella. Y ahí tuve que pagar carne para todo el cuerpo docente y escucharles pedir las cabezas de varios diputados en una discusión interminable sobre la metodología, la estrategia de la acción, los objetivos inmediatos. A las tres de la tarde yo quería acostarme pero el profesorado chupaba a full. Muerto de sueño, tuve la idea salvadora: los telegramas. Aplauso popular. Nos juramentamos para mandar telegramas al congreso exigiendo el rechazo categórico, terminante, definitivo. Cada cual mandaba el suyo y se comprometía a hacer mandar telegramas a otros más.

     Al día siguiente, quiere hablar conmigo el señor rector. Voy a verlo, monseñor con la sonrisa de oreja a oreja. Víctor, tu idea fue brillante. Pero unos días después, me viene a ver la vaca en baja; como siempre, retransmitía mensajes. Y qué podemos hacer, Víctor, el señor rector muy preocupado, el número de telegramas muy, pero muy bajo; los otros también envían sus telegramas y nos están ganando.

     Dios escribe derecho con líneas torcidas, le contesto. Si soy torcido, Dios me iluminó. La vaca sonrió. La sonrisa de cuando adivinaba nuestros pensamientos. ¿Y cómo es eso? Una pregunta hipócrita. Tengo buena información, los otros están haciendo trampa. Dios me seguía iluminando. ¿Trampa? Sí, cada uno manda varios telegramas, por eso ganan; ellos son menos. ¿Y qué podemos hacer? Otra pregunta hipócrita. Lo mismo... con discreción. Y así se armó el operativo, lo armamos la vaca y yo: llegaron al congreso 20.000 telegramas en contra, digamos 15.000 pero nos ayudaron con el número los periodistas amigos.

     Éxito completo. Y es toda mi participación en el asunto; dejamos de ser hace rato estudiantes del 68, nos quedaría mal andar pancarteando. ¿O no?

     De paso, mejoré mi imagen. Mi reivindicación. Después del asado, de mi brillante idea, del éxito, descubrieron lo formidable que soy. Su señora nos contó otra cosa, me confesaron. Ya sabía. Sé también cómo van las cosas ahora. La tipa llega para dar clase y no encuentra la planilla. ¿Y la asistencia de sus alumnos?, le pregunta después el decano, tampoco mueve un dedo sin consultar con la vaca. Enseguida, señor decano. La planilla no aparece, el enseguida es nunca. Puntos menos. ¿Hay que dar exámenes? Le marcan una sala en la notificación y después le dan otra. O le dicen que se suspendió el examen, no va y queda como el culo. Llega a la sala de profesores, le preguntan: ¿de dónde sacaste ese vestido?, demasiado elegante para aquí. Me pareció verte bailando, que el rector no se entere.

     Digamos el suplicio de la gota y yo no pienso cerrar la canilla.

     Vos, Eduardo, no te me hagas el compasivo. Su cabeza o la mía. Ella me dio una mano de bleque, debo defenderme, aparte de la bronca de dejarme plantado y después pedirme plata. Yo no sé qué harías vos en mi lugar. Tu mujer ni te levanta la voz cuando llegás a las tres de la mañana y no con olor a misa. Si yo era como vos, otro gallo cantaba. Mi mayor pecado fue ponerle todo al alcance de la mano. ¡Recuerdo cuando le presenté a monseñor! Ella no conocía a nadie, comenzaba a entrar gracias a mí. Entró para dejarme afuera, para ponerme mal con todo el mundo, perjudicarme profesionalmente.

     Me defiendo. Quiero que la gente entienda, por lo menos los que me conocen bien y terminaron de su lado. Hasta monseñor. Yo los presenté pero, cuando hablamos después de la separación, él con la historia de que no la puede sancionar en base a rumores no confirmados, yo respiraba por la herida, debía aprender a olvidar y perdonar.

     La Iglesia también tiene la culpa, Eduardo.

     La Iglesia comenzó con el tercermundismo, la liberación, ahora le sale mal. Entre nosotros, los mismos curas largaron eso de si hay amor se puede y se acabaron las pendejas como Marina, como era antes, por eso justamente me casé con ella, ¿quién podía decir? Ahora no encontrás una sola intacta, ni soltera ni casada. La Iglesia hizo la liga, ahora se le viene abajo la estantería y quiere que te juegues por ella pero los curas no se piensan jugar por nadie. Esa es la verdad. Yo no pienso hacer un Vaticano III para arreglarles el problema ni tampoco pelearme con el gobierno para darle el gusto a nadie. Soy un profesional, soy apolítico. Cumplo mi trabajo y gracias.

     Si estuve en la manifestación fue de mirón.

     Llegué, paré el auto. La plazoleta vacía.

     Podía estar en juego mi cabeza; podían preguntarse dónde estaban, quién mandó los 20.000 telegramas en contra. Porque a la hora de la verdad, nadie. Ya podía imaginar algunos periodistas y la misma vaca cayéndome encima. Sí, ella cómplice pero, si salía mal, podía volverse inocente de golpe y cargarme la culpa, la conocés.

     Le pregunté al policía: ¿La manifestación católica? Esa es. ¿Esa no más? Sí, pensamos que podía haber tumulto, pusimos guardia reforzada pero toda gente muy decente, señoras, criaturas, sacerdotes, con esos no puede haber problema. Y pocos.

     Por suerte, comenzaron a llegar. De los costados de la plaza, poco a poco, salían más y más personas. Al final, fue una manifestación aceptable. ¿Los que dirigen?, le pregunté al policía. Entraron al Congreso, tardan en salir; seguramente, le han de estar entregando el pedido ese a los diputados.

     Cuando salieron, la vaca abanderada. Los otros con sus pancartas y carteles. DIVORCIO = PROSTITUCIÓN. ¿TU MAMÁ CON OTRO? OPONETE AL DIVORCIO. ¿Y al lado del cartel quién? Mi queridísima ex. Ella también, ella en primerísima fila. Si no, perdía el puesto. El sueldo no le llega a fin de mes pero peor es nada. ¡Qué ironía! Cuando vivía conmigo, plata no era problema. Pagaba yo, ella se pasaba de sesiones culturosas en la facultad o donde sea. Así aguanté hasta que no pude aguantar y ella con su independencia. Muy bien. Ahora tiene independencia. Con el sueldo no paga un alquiler, vive con los viejos. Por supuesto, los viejos no son yo. Los viejos no pasaron por el sicoanálisis y garrote limpio. Adónde vas, con quién, cuándo volvés. Parte detallado. Ese es el tipo de independencia que le viene bien ahora. Y si pierde el empleo todavía peor por eso tiene que pelear con uñas y dientes. ¿Te acordás de sus ideas socialistas? Ahí están. Firmando petitorios contra el divorcio porque o si no la echan. Cuidando su puestito porque la cosa está que arde, no te imaginás; la vaca lleva lista negra de los tibios. No me echaron a mí porque me necesitan pero con los demás es diferente. Vivimos de cobrar a los alumnos y de pagar mal a los docentes, dice la vaca. Incluso así, sobran candidatos, cada tipo con recomendaciones de más a favor y en contra.

     En contra de los otros. Mire, aquel le pica a la muchacha. Esa auxiliar sale con los alumnos. La caldera del diablo. La vaca, policía secreta, la encargada de tomar nota y de informar al superior.

     ¡No te imaginás el microclima de la Universidad católica! La secretaría un arsenal de pancartas, panfletos, petitorios, brazaletes. Cada día algo nuevo y siempre pidiéndome opinión. Yo, discreto, hacía comentarios generales. Si llegaba a oponerme, chau. Los ánimos estaban demasiado caldeados. Y fastidiados; al final de las clases, casi todos los días, reunión con la vaca para reflexionar. ¡Ganas de reflexionar puede tener el personal hambreado! Voluntarios en teoría, se quedaban todos para conservar la silla.

     Por suerte corrió la voz de que venía la inspección de Hacienda y me mudaron a una sala aparte, donde pude trabajar sin escuchar los ladridos de la vaca, encargado especial de redondear las cifras del balance cuanto antes. Eso me salvó de morir de úlcera o lo que sea y de participar en la manifestación. Si seguía en la cueva, terminaban llevándome al Congreso a rastras.

     Es una lástima que no puedas venir con nosotros, me dijo la vaca al salir para la manifestación con una gigantesca bandera amarilla y blanca. No debemos darles pie, le contesté. Ella de acuerdo: si llegan a encontrarnos un pelito van a quedarse demasiado contentos, Víctor. Tenés razón.

     Con o sin razón, pasé una larga mañana en la oficina simulando trabajar. Monseñor, de tanto en tanto, se hacía ver para fumar un cigarrillo y toser. El mariscal esperando el parte de victoria. Yo, supuestamente, preocupado, metía la cabeza entre los libros de la contabilidad recauchutada. ¡No sabés cuánto te agradecemos, Víctor! Decía la verdad. Sin un buen arreglo, Hacienda tenía motivos para caerles encima, fajarles una multa fenómeno con razón. Venganza por meterse con el gobierno y con los senadores y ministros con hijas en situación matrimonial irregular.

     Fue una linda mañana. Después de simular un rato, me despedí de monseñor. El mariscal se asomó al balcón, miró en dirección a la plaza. Yo agarré el auto, di una vuelta, llegué hasta el frente del Congreso. Después de un momentito de suspenso, de aparente fracaso, comenzaron a llegar los de la manifestación. Después la vi, comencé con la bocina.

     Cuando comencé con la bocina, todo el mundo se dio cuenta. Miraron, la miraron, comenzaron las murmuraciones. La vaca, por maldad: ¿ese no era tu marido? La otra colorada viéndome bocinar con tanta rabia; sabiendo que todos le entendíamos el juego, la hipocresía de participar en la manifestación siendo adúltera; barruntando que la podían echar de la Universidad con o sin manifestación como al final la echaron.


 

 

EL RUBIO

 

     ¿Qué hora será?, se preguntó Diógenes Gonzaga oyendo el golpeteo monótono de la lluvia sobre las chapas de cinc.

     No lo desvelaba la lluvia; ese ruido, más bien, solía adormecerlo. Y se sentía bien bajo el techo nuevo. Semanas atrás, lluvia significaba levantarse para retirar la ropa debajo de una gotera; tratar de tapar los agujeros del techo de eternit; dormir sobre un catre mojado. La nueva construcción de ladrillos cocidos y techo de cinc permitía sentirse al abrigo del tiempo y dejarse dormir al tamborilleo del agua de aquel diciembre torrencial y conspiraticio de 1953. Casa de material. Casi podía ser el sueño de la casa propia (eslogan de la lotería paraguaya). Faltaban solamente tejas y clientes. Tejas para recubrir el techo y protegerse del calor de los días de sol. Clientes para mejorar la situación: el almacén Gonzaga vendía poco o nada. Pero tampoco podemos pedir todo. Siempre animosa, doña Rosa Gonzaga recordaba tiempos peores, los de la mudanza desde Villeta en un camión que rebotaba sobre los caminos de la Chacarita. Casi nos caímos aquella vuelta. El camioncito, desviado, quedó a centímetros de rodar por el barranco profundo de la salamanca comedora de terreno, casas y ocasionalmente gente. Julio de viento por entre las tablas del primer almacén Gonzaga, levantado sobre terreno fiscal con título y todo y por eso mismo causa de la mala suerte. O justicia del barrio marginal: un terreno fiscal no era de nadie; en todo caso, de los inundados, de los que dejaban cada año su rancho sobre el río para buscar los sitios altos de la Chacarita y plantar sus tiendas sobre la cancha de fútbol o los terrenos fiscales reservados para la temporada de las lluvias. Así que los Gonzaga recibieron su merecido por perjudicar a los perjudicados de la creciente del río: boycot. Querían enseñar a los usurpadores que no bastaba con la influencia (nadie consigue terreno fiscal así nomás) ni tampoco cambiaba para nada cambiar vivienda de tabla por la de material. Nadie compraba. Podían aguantar seis meses trabajando a pérdida (habían aguantado ya); podían mejorar de construcción pero el barrio apenas si el saludo. Alguna vez irían a devolver al barrio lo robado, lote fiscal con ayuda del gobierno. Era esperanza del suburbio, quebranto de doña Rosa Gonzaga, siempre animosa y guapa, en el fondo preocupada por el hijo, diecisiete años, ya bastante triste por su pierna enferma y sus estudios cortados. Le quitaron de la escuela porque los compañeros le decían parálisis. No era la parálisis infantil, Diógenes caminaba solo, pero los mitaí son malos y no estaba don Amancio para ir en la escuela y pegarles a los que le maltrataban a su hijo con problema, que se podía arreglar con tratamiento médico pero la familia no tenía plata y estaba por juntar justo cuando le atropelló camión a don Amancio, muy querido en Villeta, y al entierro se fueron todo el mundo, hasta los papás de los mitaí que ligaron acapeté de don Amancio por maltratarle a Diógenes. Pero familia sola es otra cosa; muy mal les fue en Villeta a pesar de todo y la mudanza no arregló las cosas. No les quería el barrio de Asunción; demasiadas deudas luego tenían con el proveedor y doña Isabelita no iba a ayudarles toda la vida, eso que era muy generosa con ellos. Alguna vez tenían que salir del paso, ver un poco un trabajo, alguna ocupación para ganar un poco. Estas cosas, desde luego, doña Rosa nunca le contaba a su hijo pero Diógenes tampoco era tonto y entendía y le trabajaba mucho. ¿Qué iba a ser de todos ellos si el almacén no funcionaba? ¿Volver a Villeta? Habían vendido la casa. Trabajar, ¿cómo?, ¿dónde? (Por supuesto, doña Rosa no quería lastimarle al pobre muchacho lastimado; las cuentas del negocio hacían ella misma y su hija Pelusa, esa sí una chica trabajadora, guapa, incluso más que su mamá.) Y en el fondo sabía él luego que su problema no era tanto ése sino la conscripción militar. Si se presentaba, esos médicos vuelteros capaces de declararle apto y mandarle al cuartel. Dos años. Quizás no le mandaban en caballería, en artillería, donde tenía que hacer trabajos físicos, pero le podían mandar de criadito en la casa de un coronel y entonces quedaba a disposición de las muchachas para comprar azúcar o hacer mandados mientras su familia se quedaba en la calle. Son así los médicos militares, no les importa nada. Si uno renguea, le dicen que se hace y le mandan igual. Incluso en la caballería, para hacer acrobacia con caballo y ligar castigo con arreador y caerse y que todos se le rían. Y tampoco ganaba si le declaraban inapto porque Diógenes quería ser militar. Así no podía, por supuesto, pero sabía bien que con plata se arreglaba y buscaba cómo por lo menos conseguir una recomendación para la Previsión Social para que gratis le atiendan.

     Estas cosas luego le desvelaban más que la lluvia, que la pobreza del almacén, que las zafadurías del barrio donde los muchachos te ponían zancadillas o le decían cosas al pasar y él no podía pelear porque era enfermo y eran muchos y la vida no podía seguir siempre así. Él tenía que encontrar la forma. Tenía que ver cómo, por ejemplo, entraba en la caballería con su pie curado y egresaba como oficial de reserva. Pero primero necesitaba completar sus estudios (cuarto año aprobado para el CIMEFOR) y justo cuando estaba a punto de conseguir entrada en el colegio le llegaba la citación para presentarse en la oficina de reclutamiento y hacer su inspección médica para ver si podía o no. Desgracia. Estas cosas así te mantienen hasta las tres despierto aunque tampoco ganás nada pensando y revolviéndote en la cama, los problemas no se arreglan con quebranto. Hay que dormir ahora y mañana se busca la solución, ya es tarde. Y estas cosas pensaba cuando terminó de despertarlo el ruido de la puerta que se abría y Pelusa empapada y los zapatos en la mano para no despertar a la mamá y no tenía derecho.

     No le dijo nada para no despertar a la mamá, la pobre doña Rosa cansada. En realidad le dijo, despacito, mañana hablamos, con la autoridad que le daba ser su hermano varón al fin y al cabo.


 

II

     A causa de la noche en vela, Diógenes se levantó bastante tarde. Mientras él desayunaba, Pelusa ya atendía el almacén.

     -¿Qué es esto? -el cocido estaba frío.

     Doña Rosa contestó con un gesto conciliatorio: ella misma se encargó de recalentar el cocido aunque la culpa era de Pelusa.

     -Es el colmo -dijo él.

     Desde el negocio, la hermana escuchaba todo. Sin saludar, entró al comedor.

     -¿No se saluda?

     Por lo visto, no. Pelusa se dirigió a la madre para decirle cuáles mercaderías faltaban (como no había clientes, aprovechaba el tiempo haciendo un inventario).

     -¡Qué bárbaro! -dijo doña Rosa-, ahora mismo me encargo de pedir ese que falta.

     Era una mentira piadosa por el bien de la familia. La señora tenía motivos para desesperarse: no había clientes porque no había mercaderías y no se podía renovar el stock de mercaderías sin ventas; además, vencía la fecha para pagar a un proveedor muy exigente y no había con qué; el hombre era capaz de embargar lo poco que quedaba para cobrarse el préstamo de intereses usurarios. Una mujer menos animosa hubiera trasmitido la angustia a la familia; doña Rosa, simulando confianza, explicó de quién iba a comprar y cuánto, cuándo, etc. Una forma de conservar la unidad familiar y de evitar peleas sobre el tema de la llegada tardía de Pelusa. No es que ella descuidaba a su hija. Tenía muy en cuenta la reputación de la familia, especialmente en un barrio así hay que cuidarse pero tampoco podía estar en todo. Pelusa se portaba mal pero ya era grande, trabajaba demasiado, ¿cómo se le puede retar así? De no ser por ella, ¿cómo iba a funcionar el almacén? Sola no podía ni podía tampoco pedirle al varón ayuda en su trabajo de mujer. Diógenes y Pelusa eran de padre y madre; no eran gente cualquiera. Casada por la Iglesia y todo, doña Rosa tenía una reputación que cuidar. Esperaba nomás un momento tranquilo para hablar un poco con la hija y decirle bien que no haga esas cosas pero el momento no llegaba. Las dos siempre ocupadas, siempre cansadas, y cuando una está con mucho sentimiento mejor no hablar porque le sale mal; no encuentra luego la forma de decir bien, sin ofender, como una madre.

     -Mamá, me quiero ir en lo de Ninfa.

     -Tengo que hablar contigo.

     -Dejáme na ir un rato de siesta, Ninfa dice que es importante.

     No podía negarle ese permiso, tenían todo el día para hablar. La única hora libre por la siesta pero Pelusa muy joven para recostarse y solía ir en casa de Ninfa, una de las pocas amigas que tenía en el barrio.

     Pelusa salió, doña Rosa se recostó un rato para hablar con sus amigas de Villeta. La costumbre le vino apenas se mudaron a la capital; ella no sabía por qué. Quizás porque no hablaba con nadie (a los hijos no quería contarles sus preocupaciones) y se compensaba hablando imaginadamente con las comadres de Villeta, a quienes tampoco decía la verdad. Les mentía que ya tenía una heladera grande, que se pensaban mudar al centro, que todo andaba demasiado bien. Se guardaba lo que sintió apenas hecha la mudanza: en Villeta estaban mucho mejor con su almacencito que no andaba tan mal y su casa con patio y con gallinas, incluso una lechera. Casi tenían plata pero todo se vendió para la mudanza que se convertía en un quebranto insoportable: en cualquier momento llegaba el oficial de justicia y les llevaba los muebles para satisfacción del barrio. No le importaba tanto la pobreza como la vergüenza, la satisfacción del barrio dispuesto a verlos en la calle. Esto le pesaba mucho pero mintiendo a sus comadres se aliviaba.

     Mientras tanto, Diógenes salía a pasear. Había tomado en serio la recomendación del médico: ejercicio moderado. Salía a caminar todos los días por la siesta, bajo el calor y alguna impertinencia adicional del barrio. Tenía que arreglar ese pie donde le pisó la vaca, una cosa que no podía recordar por ser muy chico pero que recordaba por los relatos de la familia y que recordaba de cualquier manera por todo lo que le había quebrantado su pie izquierdo. En realidad, mejoraba; unas semanas más de caminata diaria y podía ir al CIMEFOR, comenzar como aspirante, terminar como oficial de reserva. Y de ahí pedir su incorporación al ejército y tener un futuro mejor que terminar de almacenero; su mamá no daba más (se le notaba el reumatismo). ¿Qué podía hacer de almacenero? Morirse todos juntos de hambre, ver cómo se llevaban a la vieja al asilo de ancianos, cómo su hermana se descomponía de balde. ¿Acaso le iba a respetar Pelusa a él siendo que le daba plata? Todo lo que había en la casa era de ella prácticamente. La mamá a veces ni se levantaba de la cama y Pelusa cuidaba el almacén. Y cuando había que renovar mercadería ella personalmente hablaba con la gente; doña Rosa no tenía vergüenza para pedir fiado una y otra vez. Diógenes oficial ya era otra cosa. Podía por ejemplo aportar, sacarles del almacén donde no entraban para comprar sino borrachos para faltar al respeto. Pero para eso tenía que caminar. El hombre necesita caminar, decía su papá. Diógenes, desde hacía algún tiempo, subía todas las siestas la cuesta de Mompox y seguía esa calle hasta llegar al parque Caballero, siempre andando por el medio de la vía del ferrocarril, que no pasaba nunca.

     -¿Lo acerco? -la voz del chófer era cordial (él también seguía la vía; con el auto montado sobre los rieles evitaba los barquinazos del empedrado).

     -Gracias -contestó Diógenes secamente.

     -Vamos sí qué, Diógenes -la voz de Pelusa era cordial; más de lo acostumbrado.

     Diógenes comprendió que no tenía escapatoria. O la tenía pero drástica: hacer bajar a su hermana del auto y llevarla al almacén de la oreja. Ella no tenía por qué subir en auto ajeno y mucho menos de siesta, horario de programa. Pero Pelusa no le iba a obedecer y no quería hacer un escándalo en público. Además, el tipo era el macho de Ninfa, todos sabían en el barrio, y él no era tampoco el hermano de Ninfa para decirle lo que tenía que hacer. Subió al auto decidido a dejar las cosas para después y decirle a su hermana que no se junte más con una tipa así como esa Ninfa, interesada, siempre pescando un tipo de plata (el auto debía ser de algún ministro).

     Aparte de eso, Fabián era formidable, ¿qué culpa tenía él si Ninfa le buscaba? Era una rubia linda, hay que reconocer, muy creída pero linda, cualquiera con un coche así aprovecha.

     -¿Se sirve?

     Fabián le ofreció un cigarrillo. Era la primera vez que podía fumar un chesterfield, valían como cincuenta guaraníes la caja, una barbaridad. Por lo visto, el tipo no quería líos con Diógenes; se daba cuenta de que había metido la pata llevándola a Pelusa también y trataba de quedar bien con el hermano.

     -¿Qué te parece? -Pelusa pasó la mano sobre el plástico protector del tapizado de cuero. Diógenes simuló indiferencia; no quería pues demostrar que la primera vez que subía en auto así, con teléfono y todo. Primero en Asunción, le explicó Fabián. Mis amigas no me creen cuando les cuento que hablamos por teléfono del auto, comentó Ninfa. Entonces deciles a tus amigas que suban al auto para probar, contestó Fabián. A ella le cayó mal el chiste.

     Cuando llegaron al parque Caballero, el auto paró.

     -¿Una vueltita? -preguntó Fabián a Diógenes, cediéndole el volante.

     -No, gracias.

     -Lo que pasa es que no sabe manejar -dijo Pelusa.

     -Nadie nace sabiendo -replicó Fabián e insistió hasta que Diógenes tomó el volante.

     Muerto de miedo y de felicidad, comenzó a dar vueltas por los senderos del parque. (Estaba prohibido pero lo permitía la chapa oficial.) ¿Dónde estaba el problema? Le habían dicho que tan difícil y allí estaba, chófer de un bruto dodge ocho cilindros, todo un Fangio.

     -Sos todo un volante -comentó Fabián.

     -Sí, porque es automático. Dale uno con cambios y vamos a ver si puede.

     El comentario de Pelusa colmó la paciencia de Diógenes. ¡Ella pillada en falta con el atrevimiento de decirle eso! ¿Y de dónde sabía ella lo que era un auto con cambios? Eso también iba a tener que explicar cuando llegasen al almacén, le pensaba contar a su mamá. Sin embargo, al volver a casa, Diógenes no se sintió con autoridad para interrogar a su hermana. Él también era cómplice de las maniobras de Ninfa, que salía con su macho del Ministerio del Interior y los llevaba a ellos de acompañantes dice que.


 

III

     Desde el punto de vista de lo conveniente, Diógenes tenía que cortar de una vez por todas las relaciones entre su hermana y esa Ninfa, una de mala reputación en el barrio pero que era del barrio; a ellos no les iban a perdonar nada. Ni les perdonaban. Una vez, pasando por frente de un grupo de muchachos, alguien dijo ahí va el cuñado. Ese era el tipo de comentarios que se hacían porque la habían visto a Pelusa una o dos veces en el auto con Ninfa y con Fabián... y él. Así que mejor terminar. Pero no resulta tan fácil cuando se tiene una hermana viva como ella, capaz de darle mil vueltas a cualquiera y que ya les había dado una vuelta más con el asado ese en la caballería. Muy mal en la opinión de Diógenes pero una tentación. Él quería ver cómo era la gran unidad. Quería ver si era como se decía. Y si podía conocer a alguno para ayudarle un poco en la inspección médica y llevarle en la DC1; no es tan fácil entrar en la división pero una vez que estás adentro y si pasás los primeros momentos estás seguro.

     La excursión tenía que ser con Fabián y Ninfa y también doña Rosa, ella feliz de cerrar el almacén el domingo que de cualquier manera no le iba a dar ganancia. Cuando llegó Fabián, Ninfa no estaba en el auto. Él explicó que estaba un poco enferma del estómago, doña Rosa recomendó unos remedios refrescantes que ella misma se ofreció a llevar antes del asado pero Fabián explicó que la oficialidad es muy puntual y no podían hacerlos esperar. Su primo hacía la fiesta, iban a estar todos sus camaradas, parece que hasta el jefe de la unidad y no convenía llegar tarde porque le iban a dejar mal a su primo que los invitaba.

     El camino a la división de caballería era malísimo pero el cuartel justificaba los barquinazos. Era, como su nombre lo indica, una gran unidad. Los oficiales, esos que aparecían en cualquier rumor de conspiración y asustaban a la gente, eran muy amables. ¡Qué diferencia!, pensó Diógenes, estos que mandan tan sencillos y los pobretones del barrio tratan de hacerse los jefes; por lo visto, la gente importante es así. El de la fiesta era un capitán recién ascendido y con futuro; como honor especial, le celebraban la fiesta, en el casino de oficiales, camaradas y superiores. Tenía su casa propia en la caballería pero la familia de la novia prefirió el casino; en la casa no había tantas comodidades y también querían hacer notar su influencia con el jefe, que se quedó hasta el final de la fiesta.

     En medio del asado, Fabián dio a su invitada una oportunidad de lucirse: contó que doña Rosa era amiga personal de doña Isabelita. ¡No me diga!, la señora de un oficial comenzó a mirarla con mayor respeto, ¿y desde cuándo se conocen? Ya ni me acuerdo, tantos años, villetanas las dos. ¿Y de criaturas ya se conocían? Prácticamente, pero en realidad después vino la amistad, éramos jovencitas las dos y ella quería una mostacilla para su vestido, un vestido de baile que ya no necesitaba más adorno pero quería igual y recorrió toda Villeta, hasta Asunción, pero no encontraba en ninguna parte. Hasta que vino en mi almacén y yo tampoco tenía pero le dije que sí, que me deje un tiempo y mientras tanto mandé traer de Clorinda. Estas son cosas que doña Isabelita nunca olvida. Es muy agradecida luego la señora. Se paró en la mitad del discurso cuando iba diciendo que le había conseguido terreno fiscal, camión para mudanza, material de construcción y albañil conscripto para su casa de material ni que la mudanza se hizo por consejo de doña Isabelita y el almacén en Chacarita resultó un fracaso.

     Mientras doña Rosa charlaba con las esposas de los señores oficiales, Diógenes se preguntaba si no había dos mundos. Allí estaba ella, todo el mundo la escuchaba con respeto, nadie le hacía los desprecios que le hacían en el barrio. A él tampoco. Nadie le trató de rengo ni le miró su pierna ni su zapato viejo. Al contrario, todas esas personalidades eran educadas y un mozo le traía todo: cerveza, croqueta, pastelitos.

     Después de la tercera manija de chopp, ya se podía ver con uniforme de oficial. O sin el uniforme. Ya recibido, volvía al barrio de particular y los vecinos de siempre le decían alguna zafaduría. Él entonces se identificaba con su credencial de oficial y le pedían perdón de balde. Todos presos y cabeza afeitada.

     El alcohol y la cordialidad facilitaban las ensoñaciones de Diógenes pero le dificultaban ocuparse de la hermana. Pelusa, mientras las damas alargaban la sobremesa (algunas se habían liberado de los zapatos ajustados), recorría una avenida de eucaliptos en compañía de Fabián. Él se había comprometido a mostrarle la casa del primo para mostrarle cómo vivía un oficial de caballería.

     La puerta estaba sin llave (no se llaveaban las puertas en el cuartel). La sala, bien ordenada. Sobre una mesa, dos vasos, hielo y whisky. Mi primo viene en seguida, dijo él, vamos a esperarle. Esperando, se sirvió un whisky. ¿Ya tomaste? No sé cómo es el whisky, dejame probar de tu vaso.

     El primo no apareció y eso les permitió una intimidad de dos horas.


 

IV

     Diógenes se sentía reconocido con su hermana. La última semana, doña Rosa había estado postrada con su reuma. Él había querido ayudar, ella le dijo dejá no más y se encargó de todo. Hizo la comida, le planchó la ropa mejor que nunca, se ocupó del almacén y de la enferma. Era la madre.

     La gratitud mejoró las relaciones. Él dejó de preguntarle con quién salía (tampoco había salido mucho en la semana de locura); ella comenzó a contarle parte de lo que hacía reconociendo sus derechos de hermano varón, aunque fuera un varón menor. Algún día iba a ser un hombre; se le podía dar crédito. Ella, mujer de 24 años, no precisaba entrar en discusiones con adolescentes.

     -Quiero hablar con Fabián... necesito hablarle...

     -Si querés, va a estar en el Vertúa.

     -No conozco.

     -Vamos juntos.

     Y fueron juntos.

     Al llegar a la confitería Vertúa, Diógenes se miró los pies: championes. Se había olvidado de ponerse zapatos. En realidad, no se había olvidado; él quería nomás hablar con Fabián en particular y le traían a esta confitería de ricos. No quería entrar. Vení sí qué. Optó por seguir a su hermana. Ella se movía con soltura por entre las mesitas redondas. Él nunca se hubiera animado a entrar solo, bajo la mirada de toda esa gente que seguramente no quitaba la vista de sus championes viejos.

     En un ángulo del salón, al lado de un gran espejo, esperaban Fabián y Ninfa sentados en una mesa. Fabián los recibió amablemente y preguntó qué querían tomar.

     -Nada -dijo Diógenes.

     -¿Nada? Acompañame por lo menos con la cerveza, para mí es demasiado grande.

     Diógenes aceptó compartir la cerveza y las mujeres pidieron milk shake. En el fondo, prefería milk shake pero demasiado de mujeres ese refresco con pajita. La cerveza estaba bien y el salón aquel muy lindo. Por suerte estaban en un rincón, se podía mirar sin ser mirado; Diógenes observó todo y todo el mundo. Realmente, mujeres bastante lindas pero él no podía acercarse a invitar a bailar a ninguna. Por suerte iban a pensar que estaba acompañado, Ninfa era bien linda, podían pensar que su pareja. Pero entonces Fabián y..., ¿para qué pensar en esas cosas? Lo importante era estar allí, en ese lugar como la cinta Casablanca. Faltaba solamente el negro ese que tocaba la música, pero ya iba a aparecer, el Vertúa tenía un piano.

     -¿Y aquí no se baila? -preguntó Pelusa.

     -Falta música -contestó Fabián-, todavía no es la hora.

     -¿Y por qué no va a ser la hora? -terció, cortésmente, un hombre sentado a una mesa vecina.

     Fabián perdió el aplomo.

     -Disculpe -balbuceó, cambiando de lugar su silla para no dar la espalda al rubio de mirada anodina y a sus dos acompañantes-, dos capitanes, dice que.

     -Continúe nomás, Martínez -dijo el rubio-, usted está con dos lindas chicas, no tiene que mirarnos a nosotros.

     Ninfa lo miró con curiosidad. ¿Es ese?, preguntó a su amiga en forma evidente. El rubio correspondió el interés diciendo:

     -Martínez, las señoritas quieren música.

     -Todavía no llegó el músico, mi general.

     -Ya llegó -dijo uno de los acompañantes del rubio-, hay que pedirle nomás que comience para darles el gusto a las señoritas.

     -Manito -se dirigía a uno de sus capitanes-, ¿por qué no le pide usted al músico que comience ahora mismo?

     -Mi general -Fabián se levantó-, ¡yo mismo voy a traerle!

     -Si no quiere venir, tráigalo de las bolas -dijo Manito.

     El general lo miró con reprobación y él se disculpó por la grosería. Fabián corrió en dirección a la cantina y, momentos después, volvía con un músico aterrorizado a rastras. El piano comenzó antes de que el resto de la orquesta pudiera tomar posición frente a los atriles y desplegar sus cuadernos de música.

     -Puede bailar si quiere, Martínez -el tono era cortés pero imperativo; el alemán sabía hacerse obedecer y, si quería baile, había que bailarle.

     -Yo no bailo -dijo Ninfa, en una salida de coquetería.

     -Ni yo tampoco -Pelusa se solidarizó con su amiga.

     Las dos sabían bien quién era el rubio pero se permitieron contrariarle.

     -Esta es la vida del hombre, Martínez, aguantarse desprecios de mujeres.

     No había levantado la voz pero las dos mujeres sintieron miedo.


 

V

     Diógenes miró con cariño la underwood. Siempre le habían gustado las máquinas de escribir. Ahora tenía una de verdad, último modelo. De mañana, al llegar a la oficina, retiraba con cuidado la cubierta de la máquina. Por la tarde, al retirarse, la volvía a colocar cuidadosamente. Durante el día, aquel trabajo le hacía sentirse bien. Cumplía con su deber, aprendía y se notaba. Por eso le dieron una buena máquina de escribir. Es como su novia, comentó un conscripto; los demás estaban de acuerdo, incluyendo el director de la sección. ¡Por fin un mozo dedicado, con ortografía, que trabaja y no se esconde en el baño! Sigue así y le hago estudiar la contabilidad. Estos muchachos pobres son los que valen, no los contadores fifí que no saben ni cuadrar un balance. ¡Por algo le recomendó doña Isabelita! Ella desde luego puede recomendar a cualquiera si quiere pero sabe lo que le conviene, aquí necesitamos de confianza.

     Por recomendación, el director había admitido a Diógenes. En realidad, el cargo era de dactilógrafo y Diógenes no sabía escribir a máquina. Era una excepción por doña Isabelita pero valió la pena; apenas se le dio la oportunidad, el recluta respondió. Siguió los cursos de dactilografía que se daban para los que querían y terminó aprendiendo más que los otros. Con tres meses de práctica (el curso completo seis), podía copiar cartas y partes y hasta tenía redacción propia. Por lo visto inteligencia natural porque los demás muchachos que venían a la central, algunos campesinos, hasta tenían miedo de tocar la máquina. Inútiles para trabajo de oficina y peligrosos para hacer guardia: eran capaces de disparar contra cualquiera con un trapo azul (generalmente mujeres, más atrevidas para eso). El chacariteño, juicioso, se aguantó una semana de postergación cuando llegó recomendado y rengo. Su jefe, que tenía un olfato muy especial, entendió que el mitaí quería progresar y así le dieron la ocasión con la dactilografía.

     Él aprovechó.

     Con el cuerpo derecho, sin mirar el teclado, hacía sonar la máquina de escribir a una velocidad sorprendente. A veces se perdía el refrigerio de la media mañana y trabajaba sin parar. O paraba solamente un rato: el necesario para torcer la mirada hacia la izquierda, para mirar los árboles de la Plaza Libertad con su enorme mujer de bronce parada sobre la columna de la libertad. A Diógenes le habían dicho que la estatua llevaba allí 200 años; sin embargo, la fecha del pedestal era 1870. El tiempo importaba menos que la insistencia en eso de libertad: estatua de la libertad, columna de la libertad, plaza de la libertad. Todo frente al Departamento Central de Policía, al otro lado de la calle. Sentado en su puesto de trabajo, Diógenes no podía mirar a través de la ventana sin ver esa mujer de bronce ya verde, confundida con el verde de los árboles y las plantas que le descansaban la vista. (Por una cuestión de disciplina, miraba para el verde cada cierto tiempo, corto recreo en el trabajo.) A él no le importaba nada, por lo menos al principio, pero terminó contagiándose de las inquietudes de su superior: él no entendía por qué aquella estatua, con aquella plaza y con el Congreso detrás tenían que estar frente a la Central de Policía; era una invitación a las manifestaciones y una provocación contra la autoridad. Hasta el momento, decía el jefe, hemos manejado la situación pero, con la Central, el Colegio Militar, la zona militar por así decirlo, todo junto y al lado de lo otro, vamos a tener otro 23 de octubre. Era cierto. A veces, cuando el recreo se prolongaba de más, cuando Diógenes se distraía un poco, imaginaba una gran manifestación a su derecha y la participación que él mismo podía tener, como personal de la policía, para reprimir a los liberales revoltosos que querían vengar el 47. Si la divagación se prolongaba, volvía la vista al centro, al papel de la máquina, para olvidar los problemas de la derecha. Y los de la izquierda.

     A la izquierda también había problemas. A la izquierda el patio. De tanto en tanto, Diógenes miraba involuntariamente. Trataba de no mirar porque le convenía más no saber; algunos de los presos podían ser vecinos o parientes, él no tenía la culpa. Ni tampoco podía defenderlos; si estaban, era por algo. Ni le gustaba maltratarlos, como a algunos conscriptos. Algunos conscriptos, por maldad, molestaban a los presos por propia iniciativa. Diógenes no hacía eso. No era malo, la policía podía equivocarse en algunos casos. Mucha gente inocente entraba y después de un tiempo se veía que de balde. Pero él era recluta, no podía arreglar nada, era demasiado pobre para escuchar lo que decían en el barrio: que la policía torturaba de balde. No. Lo mejor para él era dedicarse a su trabajo, sin molestar a nadie, sin comentar. A veces, nomás, no podía dejar de mirar. Eran esos casos en que le gritaban a alguien o alguien gritaba a su izquierda, en el patio del medio de la central, que desde la oficina se veía bien a través de la puerta. A veces el superior dejaba la puerta abierta, decía miren un poco para que se les pasen las ganas de hacer macanas. A veces el superior cerraba la puerta, decía no es cosa de ustedes, termínenme el trabajo y dejen de comentar. Todo según el día y el humor del jefe, que tenía bastante mal humor, pero que tenía mucha simpatía por el nuevo conscripto.

     ¿Y cómo va mi recomendado, inspector?, preguntó una vez doña Isabelita. Y mejor de lo que esperábamos, doña. ¿Pero entonces no me tenía confianza, inspector? A usted sí, señora, pero la juventud moderna es lo que no me inspira confianza. Y para eso están ustedes, para enseñarle. Al que sale torcido, doña Isabelita, no se le endereza más ni por las buenas ni por las malas, pero su recomendado Gonzaga es muy bueno. Si sigue así, yo le quiero llevar conmigo cuando acabe su conscripción.

     Y el comisario explicó que necesitaba personal para su licorería (negocio aparte) y que quería formarlo bien a Diógenes mientras estuviera bajo bandera para llevarlo después y darle un porvenir. Doña Isabelita muy contenta; precisamente, le preocupaba la situación del muchacho, una familia pobre y muy sacrificada, lo único que le pedía luego era mirar bien por el muchacho para ver si le podía dar una profesión, con su defecto de la pierna era difícil colocarlo. Para la contabilidad no hace falta pierna, dijo el inspector, hace falta cabeza y el muchacho tiene y también voluntad, se le ve decidido a progresar.

     Esta conversación, después, se la repitió el hombre a Diógenes; él muy agradecido dijo que se daba cuenta de la confianza que le daban y que no iba a fallar, iba a esforzarse para no hacerle pasar vergüenza a doña Isabelita, su madrina.


 

VI

     Diógenes tenía privilegios pero no abusaba. Nunca pidió permiso para salir antes de hora; si era necesario, hacía horas extras. Si a veces faltaba a la oficina, no era culpa suya sino iniciativa de Fabián, que le había tomado una auténtica simpatía, más allá de las razones que pudiera hallar el barrio.

     Fabián, más de una vez, pasó por la oficina. La primera vez, el conscripto quedó sorprendido y un poco asustado. A través del tabique que lo separaba del despacho del superior, pudo escuchar la voz y el ruido de los tacos cuadrándose militarmente. Permiso, mi inspector, quiero ocupar un poco a su conscripto Diógenes Gonzaga. Proceda no más, Martínez. Y después Fabián le pegó un chistido, indicándole que lo siguiera. Ya saliendo de la Central, y antes de darle explicaciones, le dijo que necesitaba cambiar el uniforme de conscripto por la ropa civil. Después miró el reloj y dijo no tenemos tiempo, venite como estás. ¿Qué pasa?, preguntó al final Diógenes. Nada, chamigo, resulta que tengo que vigilar a un tipo y me aburre estar solo. Hablando y contando chistes se pasaron un buen rato parados en una esquina. Para los vecinos, el uniforme policial resultaba menos evidente que el aspecto pyragüé de Fabián: recorte militar, traje de hilo blanco y diario arrollado bajo el brazo. Posiblemente, el vigilado los notó: en un momento, se abrió la puerta de la casa y salió una mujer, los miró detenidamente y volvió a entrar. Momentos después, la ventana dejaba ver un movimiento detrás de la persiana; alguien observaba la calle. Se dio cuenta, comentó Diógenes. Siempre se dan cuenta, contestó Fabián, lo importante es que se sientan vigilados.

     Otra vez, Fabián llegó precipitadamente mientras Diógenes trabajaba.

     -Apurate, el doctor me está esperando.

     -Tengo que hacer...

     -Vení, ya hablé con tu jefe.

     Diógenes dejó un parte a medio terminar y salió. En el medio de la calle, esperaba un auto. Al subir, Diógenes notó la presencia del hombre de aspecto común.

     -Doctor Rivas, este muchacho va también en nuestra escolta.

     -Me parece bien. Que aprenda ya, cuando es joven; después resulta demasiado tarde.

     Sonaba muy amable. Si había ironía, Diógenes prefirió ignorarla. De acuerdo con sus referencias (todo el mundo conocía al doctor Rivas en la policía), el hombre era muy formidable y de influencia entre los capitanes jóvenes que querían la presidencia para Stroessner. Eso al menos lo que se decía en la Central del doctor Rivas, un juez que ya debía tener cuarenta años pero que aparentaba mucho menos y que no creyó que pudiera ser escolta un adolescente del físico de Diógenes. Pero las invitaciones a las reuniones políticas eran desconcertantes y no necesariamente absurdas; era imposible saber quién y por qué razón estaba, sin cuestionar la validez de las razones.

     Al llegar a la aviación civil, Diógenes se sintió angustiado. Debían abordar un avión y él tenía terror al avión. O creía tenerlo: nunca había subido a uno. Ya en el aire, pudo controlar el terror de unos minutos; el vuelo había sido corto y enseguida llegaron a la estancia al norte de Asunción. Hubieran podido ir en auto; de hecho, algunos de los invitados fueron por tierra.

     En la estancia, Diógenes no se sintió tan perdido. Su talento natural le llevó a imitar a Fabián y así pudo manejarse bien entre las altas autoridades civiles y militares. Después de algunos meses de policía, ya podía distinguir entre militares y civiles, aunque todos estaban de particular. Entre los militares, estaban aquellos dos capitanes jóvenes conocidos en el Vertúa. Entre los acompañantes (guardaespaldas), pudo distinguir conocidos pero, ¿a quién acompañaba Fabián? No estaba con nadie ni podía estar seguro de sus lealtades. ¿Seguía al presidente don Federico Chaves o al general don Alfredo Stroessner? Suponiendo que los dos anduviesen enfrentados; recientemente, Chaves había nombrado a Stroessner comandante del ejército y esto se interpretaba de dos maneras: (a) Stroessner terminaría por dar el golpe rumoreado contra Chaves; (b) los dos iban a controlar juntos el ejército. Todas estas cosas relevantes para la carrera de cualquier joven, Diógenes las aprendía como sin querer, sin hacer preguntas, sin aventurar opiniones. Ni siquiera se confidenciaba con Fabián, su guía en la materia, de quien aprendía imitando y con talento sorprendente.

     Sólo una vez en todo aquel asado le hizo una pregunta: era sobre aquellos dos hombres que hablaban en inglés, confiados en que nadie les entendía. Son de la embajada norteamericana, explicó Fabián, también invitados al asado por las autoridades.

     En el círculo de los chóferes y peones, había una gran cordialidad. Y curiosidad. No pasaba desapercibido ningún detalle del círculo de grandes formado por el flamante comandante en jefe, los oficiales y los jueces. Allí, entre los capos, los servidores pudieron notar un movimiento; después de algunas palabras de tono un tanto descortés, el círculo comenzó a reducirse. Más tarde, según comentarios, se supo que Stroessner había pedido a los civiles retirarse; éstos, incluyendo el doctor Rivas, tuvieron que dejar a los militares en su práctica de tiro solos y en la camaradería plena que permite la ausencia de los civiles.

     Posiblemente la puntería de los militares no era mucha ya bien pasado el mediodía y con bastante whisky encima. El espíritu competitivo hizo que los señores oficiales comenzaran con las apuestas; cada cual paró por su gallo. Gallo de un mayor de artillería fue Fabián, llamado al concurso para ver si podía acertar, del primer tiro, la V de la botella de Vat 69.

     Con audacia inusual, Diógenes acompañó a su protector al círculo de las apuestas. Era un atrevimiento increíble acercarse a la rueda de oficiales sin permiso expreso pero su audacia no cayó tan mal. El rubio lo vio llegar y lo miró con aire benevolente; ninguno de los jefes se atrevió a decir nada al mequetrefe. Prueba del talento de Diógenes, conocedor de la simpatía que tenía el jefe por los humildes, a quienes a veces sentaba a su mesa al lado de oficiales y de ministros.

     -Vamos a ver, Martínez, cómo anda ese pulso. No me haga perder plata porque aposté fuerte.

     Fabián apuntó y disparó. El tiro cayó en la letra A.

     -¿Y ese picó era tu gallo?

     -Es el que más se acercó. Yo gané.

     -Dijimos letra V. No el que se acerca.

     -Entonces vamos a otra ronda. El que más se acerca.

     Mientras los oficiales borrachos discutían, Stroessner, perfectamente sobrio, decidió comenzar una partida de ajedrez.

     -Andá traéme el tablero, Gonzaga.

     Diógenes quedó estupefacto. ¿Cómo podía reconocerlo? Pero lo conocía y no se hizo repetir la orden. Después de cuadrarse, fue por el tablero de cartón gastado y presente en todas las excursiones del comandante en jefe.

     -¿Y cómo está aquella linda rubia? -le preguntó Stroessner al volver.

     ¡Imposible! Stroessner recordaba la escena del Vertúa.


 

VII

     «Apetitos de bajo vientre y pasiones seniles», leyó Diógenes. Los demás escuchaban con atención. La lectura de periódicos se había vuelto una manía de comisarías y cuarteles y no sólo entre la oficialidad. Hasta el mismo conscripto ejemplar Diógenes Gonzaga había sucumbido a la tentación y estropeaba a los demás camaradas con la lectura de El Heraldo.

     -¿Pero cuántos años tiene el viejo?

     -Han de ser como noventa.

     -No. Sesenta.

     -¿Y todavía picó puede?

     -Puede.

     -¿Vos ya probaste?

     Diógenes hizo una larga pausa. Seguí, chamigo, demasiado gusto sí qué da tu Heraldo. Y siguió leyendo pero el artículo siguiente ya no daba gusto. Era una historia difícil sobre el Banco Central del Paraguay y la venta de dólares preferenciales. Como el más instruido del grupo, Diógenes se sintió llamado a explicar dólar llaman a la plata de Norteamérica. ¿Y qué se gana con comprar plata con plata? Si uno tiene, compra lo que le gusta, no otra plata que aquí no vale para nada. La objeción era lógica; por un momento, descendió el crédito del Heraldo, periódico liberal, al fin y al cabo, qué tanto es lo que le vas a creer. Pero después volvió el interés: detrás de la venta de dólares preferenciales estaba doña Isabelita viuda de Vallejos; claro, ella compraba o vendía porque hacía con el presidente y...

     La intervención del superior interrumpió la lectura. El Heraldo desapareció de entre las manos de Diógenes, quien también desapareció del grupo, arrastrado hasta el despacho del director, mientras los demás se dispersaban aterrorizados. En el despacho, Diógenes recibió la reprimenda merecida: él era un malagradecido, había entrado en la Central para hacer su conscripción militar en un lugar especial, le habían tratado bien y pagaba leyendo esa puerqueza liberal contra esa señora tan decente y tan buena con él. Encima conspirador: metía panfletos opositores en el cuartel de policía, quería echar este gobierno que le había tratado tan bien. Por falta de tiempo, no iba a ocuparse ahora mismo de él; todavía no sabía qué castigo, le mandaba mientras tanto al calabozo para pensar un poco y después contar exactamente cómo hizo para meter el Heraldo en la Central, quién le dio, con quiénes más; si contaba todo, a lo mejor, le iban a perdonar. O si no, le dejaban en manos de Rosendi.

     En el calabozo, Diógenes le dio en parte la razón al superior. La falta era muy grave, desde luego, pero el Heraldo le había dado ese Benítez de Luque y él no sabía qué era antes de leer; comenzó a leer porque le pidió Benítez y después se le juntaron los demás. Él no era conspirador. Quería saber no más. Si había esa conspiración, los primeros iban a ser ellos. Iban a asaltar la Central de Policía y los oficinistas iban a ser masacrados porque estaban justo sobre la calle y ni siquiera tenían armas para defenderse. Él nunca iba a ser un malagradecido con doña Isabelita. Si pillaban la conspiración iba a ser gracias a él, a Diógenes, que le llevó el mensaje que le decía que quería echarle el general Stroessner. ¿Le podía contar eso al superior? Mejor contar de entrada. Si le agarraba Rosendi, iba a terminar contando todo. Mejor contar bien antes de que el otro le arranque los dientes o le pase electricidad por su testículo. En todo caso, doña Isabelita podía confirmar. Y Fabián también; él luego era capo en la Central, él podía confirmar. Fabián le dio aquel sobre, le dijo personalmente no podía llevar, demasiado conocido y para disimular le dio también el frasco de dulce de guayaba que le gustaba tanto al presidente o sea un modo de disimular misión secreta. Diógenes entonces fue sin uniforme pero en el ómnibus se le abrió el frasco y llegó a la casa de doña Isabelita con su pantalón todo manchado. El guardia no le quería dejar entrar así. Hasta que le dijo vengo de la parte de Fabián Martínez y entonces pasó hasta el dormitorio y cuando doña Isabelita le vio no le reconoció y le retó grande. Le dijo dejá eso en la cocina, qué te creés para venir aquí. A lo mejor enojada porque Diógenes se quedó medio asustado, parado en la puerta sin entrar ni salir del dormitorio, alcoba perfumada que decía el Heraldo. Nunca le había visto así al señor presidente Chaves, en pijama en el borde de la cama, con todos sus ministros porque demasiado enfermo estaba para recibir en el Palacio de Gobierno. En su cama parecía más chico, casi no parecía presidente luego y Diógenes se quedó mirando a doña Isabelita cómo les servía clericó. Hasta que le vieron y ella muy enojada, no podía entender que venía a traerle el mensaje secreto. Bueno, dijo después, muchas gracias, alguien más sabe esto. Y seguro que Pelusa, también el mismo Diógenes (leyó por el camino) pero le dijo que no y ella agarró el papel y le despidió diciendo la próxima vez un poco más decencia, esta es casa de familia, que te creés. (El pantalón de Diógenes daba lástima, la mitad del frasco de jalea de guayaba encima.) Estas cosas, si se sabían... se iban a saber de cualquier manera. Diógenes iba a contar de entrada no por chismoso sino para que el Rosendi ese no le juegue como a los demás. Por lo menos se salvaba de Rosendi pero de doña Isabelita no. Ella no le iba a perdonar ese Heraldo, ella tan buena con la familia y Diógenes le pagaba así.

     Y con estos tristes pensamientos andaba Diógenes cuando comenzaron a sonar los primeros tiros porque asaltaban el cuartel de policía, conspiración de Stroessner.


 

VIII

     Como tres días seguidos, doña Rosa se pasó rezándole a su San Roque. San Roque, le decía, no me vayas a cambiar una cosa por otra; yo lo que quiero es mi hijo. Como si el santo diera algo por quitar algo mayor, el almacén Gonzaga se llenó de clientes. Las existencias se agotaron y hubo que renovarlas. Encargada de los trámites Pelusa, no por amor al dinero sino al hermano: Diógenes podía estar preso, y entonces necesitaban dinero para pagarle abogado o ropa o libertad. Ahora me cumplís mi pedido pero tarde, se lamentaba doña Rosa; en realidad no me cumplís nada, San Roque, porque comprar compran todos en tiempo de revolución.

     Las ventas habían comenzado días antes de iniciada la revolución. Todo el mundo sabía, menos don Federico Chaves. Él ya estaba viejo y a lo mejor conspiraba contra su propia presidencia. Él había sido enérgico con los liberales y hasta con los mismos colorados, pero en las últimas semanas desconocía sus responsabilidades a pesar de haber impuesto su presidencia exiliando a los que propusieron elecciones libres en febrero del 53. Si me echan descanso, dijo a los amigos y se mudó a vivir con doña Isabelita, ya mayor de sesenta años y después de haber ocultado la relación toda su vida. Despacho y dormitorio funcionaban en la misma habitación, sobre la misma cama. La mujer, más enérgica, había reaccionado como debía al recibir el mensaje secreto de Diógenes. Ella visitó a los jefes militares para pedirles apoyo. Ellos la recibieron con respeto pero sabían que nada salva un gobierno que no quiere salvarse, que tolera la ineficiencia de las oficinas públicas y la insubordinación de los cuarteles. No simpatizaban con el ambicioso Stroessner pero tampoco tenían motivos concluyentes para oponerse. El enfrentamiento del alemán con el gobierno, pensaban, era una prueba de fuerza necesaria; ellos querían mantenerse apartados y plegarse al vencedor. Con unos pocos hombres, Stroessner tomó el cuartel de policía; los militares se mantuvieron atentos y preferentemente en posición de espectadores. Nadie podía ser más papista que el papa; cuando comenzó el tiroteo, don Federico Chaves se asiló en la Embajada del Brasil. La marina se adhirió a Stroessner; la caballería se preparó para marchar sobre Asunción, ganada por los rebeldes. Los preparativos no pasaron de tales. Después de unos cuantos tiros, la gran unidad volvió a su cuartel y aceptó la situación de facto: el triunfo de Stroessner sobre el viejo Chaves. Stroessner, buen ajedrecista, no quería ser un dictador militar. Quería ser presidente electo y para eso tenían que arreglarse los destrozos de una ciudad picada por las balas. Buscaba limpieza en las calles y en los procedimientos. El intendente quedó encargado de las fachadas de los edificios cercanos a la Central de Policía; el Partido Colorado, de elegirlo presidente. Él, después de la matanza necesaria, decidió ser moderado.

     ¿Cuántos muertos? No se dieron cifras oficiales. Los suficientes para convencer a los chavistas de la inutilidad de resistir. Los necesarios para no causar sangrías mayores en un ejército dispuesto a seguir al vencedor.

     ¿Y Diógenes? Con el Jesús en la boca, doña Rosa tuvo el atrevimiento de preguntar por su hijo en la tiroteada central de policía; la guardia casi la dejó presa. ¿No pueden decirme nada?, protestaba la mujer, zafándose de los soldados. Si está muerto le vamos a avisar, vaya tranquila.

     Nada le avisaban. Los rezos a San Roque crecían y algunas vecinas compasivas los acompañaban. La mujer del hijo muerto dejó de ser una intrusa en la Chacarita. Mientras ella rezaba en la pieza con las otras, las puertas del almacén quedaban abiertas y nadie robaba. La Chacarita tenía sus principios. Y sus deseos. Como última gracia, las mujeres pedían a San Roque la posibilidad de enterrar entre todas al pobre Diógenes; no querían dejarlo en un pozo sin cruz ni nada, como los demás caídos del 4 de mayo.

     Días después, Diógenes apareció sobre su cama. Ojos abiertos, inmóviles, fijos en el techo. Pelusa, de un grito, llamó a la madre. Ella llegó a tiempo para gritar che Dios y desvanecerse en presencia del aparecido. Él terminó por incorporarse.

     -Mañana vuelvo -dijo.

     -¿Mañana?

     -Sí.

     Fue todo lo que supo decir. Le ofrecieron un caldo, le prepararon la ropa. Él se dejó desvestir y llevar a la cama sin hablar. Recordaba, quizás, la toma del cuartel de policía y la amenaza de fusilamiento. Chiste militar; nadie fusila al enemigo de su enemigo pero un oficial revolucionario, viendo tan asustado a Diógenes, lo consideró apropiado para un simulacro de fusilamiento. Desde luego, quedó en libertad con todos los demás presos del calabozo de la Central, comunes o políticos. Pero los graciados de la revolución no pudieron salir inmediatamente a la calle; siguieron tres días más en el cuartel hasta que la situación se definió y ya no había peligro de que, libres, revelaran secretos militares. Pasado el miedo, Diógenes recibió la orden de ir a su casa para dormir y volver al día siguiente a la Central para retomar su trabajo de rutina. La noche de sueño en paz se prolongó demasiado y el conscripto faltó dos días pero nadie se percató de la ausencia. Demasiado trabajo de albañilería quedaba por hacer en la Central y los oficinistas hubieran sido más molestia que ayuda. Cuando se presentó, le dieron varios días de permiso. No era momento de papeles sino de decisiones políticas y éstas no necesitaban la presencia de personal subalterno. Finalmente, todo volvió a la normalidad. Se reorganizaba la Central de Policía y, según versión oficial, se reorganizaba también el Paraguay.


 

IX

     La reconstrucción del Paraguay después del golpe tuvo peripecias curiosas para Diógenes. Un día, el nuevo jefe de policía, un tal Ortega, lo llamó a su despacho y, sin preámbulos, le mostró un cuaderno, preguntándole al mismo tiempo si era suyo. Tuvo que decir que sí. Mientras Ortega revisaba las anotaciones, se sintió perdido. ¡Pésima impresión podía causar en el superior el cuaderno donde había anotado, en ratos libres, unos cuantos poemas de su propia autoría al lado de los clásicos de Ocara poty cue mi! Aquella inclinación había sido causa de serios problemas en la casa, por eso había decidido, como precaución, guardar el cuaderno en el escritorio de la oficina para evitar que Pelusa se lo robara y leyera con sus amigas, haciendo comentarios desfavorables al autor. Fabián, enterado de la vocación poética, le había aconsejado renunciar si quería hacer carrera. (¡Pobre Fabián! Desde el 4 de mayo estaba preso y no se sabía cuándo iba a salir.) Además, Ortega podía pensar que las anotaciones habían sido en horario de trabajo, otra mancha en la foja de servicios del autor, ya ennegrecida suficientemente por su tendencia chavista. Por lo visto, uno no debe ser pobre; ¿de qué sirve el esfuerzo en el trabajo, la cultura, saber de memoria versos completos si con eso lo único que se gana son problemas? Si era rico, tenía el respeto y el futuro de un artista famoso; no era rico y esta vuelta ya no había escapatoria...

     -¿Las poesías son de usted?

     Diógenes asintió aunque algunas eran copiadas. Ortega frunció el ceño y continuó leyendo. Guardó, al fin, el cuaderno y, tomando una guitarra salida Dios sabe de dónde, se la pasó a Diógenes.

     -Toque.

     -Eh... no sé...

     Pura inhibición. Diógenes sabía bastante. Su escuela habían sido las guitarreadas en casa organizadas por su difunto padre, alegría de Amancio y quebranto de doña Rosa, harta de soportar las impertinencias de los hombres borrachos y, todavía peor, soportar el desprestigio: casa de familia no es lenocinio para llevarle música. El varoncito, desde luego, podía entrar en el círculo de los músicos y tomar sus primeras lecciones; para su edad, tocaba una maravilla. Quería ser músico pero la vocación se vio frustrada cuando murió su padre. La viuda vendió la guitarra y prohibió la música en la casa. Pelusa se encargó de perseguir la tendencia poética del hermano. Ocasionalmente, Diógenes tocaba la guitarra en reuniones del barrio, pero eso no ocurría a menudo porque no lo querían y lo llamaban solamente cuando lo necesitaban porque no había otro.

     -Yo sé que usted sabe tocar, Gonzaga, no me mienta.

     Desde luego, Ortega tenía que saber, ¿para qué era jefe de policía o si no? Con bastante temor, Diógenes comenzó a pulsar las cuerdas. Los nervios le acalambraban los dedos pero el jefe no pareció percibir los numerosos errores de interpretación. ¿Será que le gusta la música?, se preguntó Diógenes. La cara del otro se mantenía impasible. Posiblemente le gusta y por eso estoy perdido, con el desentrenamiento y los nervios me sale un desastre. Después de haber escuchado varias piezas, Ortega se retiró sin decir palabra. Diógenes se sintió deprimido pero, aquella tarde, le permitieron comer en el casino de oficiales. Por lo visto le gustaba la música, pensó Diógenes. No se equivocaba. Ortega tenía dos pasiones: las serenatas y el descubrimiento de nuevos valores. Nuevos valores eran los reclutas hallados en la policía y disponibles en caso de que los músicos de la banda de policía estuviesen demasiado ocupados para cuando él quisiera llevar una serenata. En realidad, no le faltaba oído musical a Ortega y no había dejado de percibir los errores de Diógenes. Al mismo tiempo, había comprendido la nerviosidad y llegado a la conclusión de que el muchacho tenía talento; con tiempo y entrenamiento, su equipo tendría un músico más. Incluso podía crear un nuevo conjunto, independiente de la banda de policía, que tenía demasiados tipos con demasiadas pretensiones y capaces de protestar o dar parte de enfermos cuando se trataba de organizar una musiqueada como la preparada en homenaje a una artista de cine mexicana recién llegada al Paraguay.


 

X

     -¿Dónde aprendiste a tocar la guitarra?

     -Y... aprendí...

     -¿Nunca fuiste al conservatorio?

     Diógenes no supo qué contestar.

     -No, no tenés cara de conservatorio de música -había una cierta ironía en la voz y Diógenes comenzaba a sentirse mal cuando el otro prosiguió-. No, no es un defecto, al contrario. Los paraguayos somos naturalmente músicos. La música que dicen culta, que la burguesía considera superior, es para los otros. La nuestra tiene el vigor del pueblo, está cerca del canto de las aves, de los murmullos del bosque. No puede ajustarse a las reglas muertas de un conservatorio de Buenos Aires. Te puedo decir, vengo de Buenos Aires.

     Diógenes lo sabía. Como todo el mundo, sabía que el maestro don Antonio Rodas venía de Buenos Aires, después de un largo exilio al que lo había enviado la dictadura liberal. (En una tertulia musical, don Antonio había conmovido a su auditorio con un relato dramático: él, periodista crítico, debió huir precipitadamente de un diario incendiado por las hordas liberales que querían matarlo por haber defendido la causa del pueblo.) Ahora, con el nuevo Paraguay del presidente Stroessner, podía reintegrarse a la patria para retomar el contacto con sus raíces profundas. Con un grupo de compatriotas residentes en la hermana ciudad de Buenos Aires, el joven y talentoso compositor don Antonio Rodas había vuelto para presenciar la toma de posesión presidencial del Excelentísimo Señor General Don Alfredo Stroessner; el feliz retorno se vio facilitado por la generosidad del Excelentísimo Señor Brigadier General Don Juan Domingo Perón, que había puesto a disposición de los paraguayos los recursos necesarios para emprender el largo viaje de regreso al hogar tan añorado. En reconocimiento, los compatriotas habían organizado un acto artístico donde se ejecutaron «Güirá campana» y otras piezas representativas de nuestro acervo musical autóctono. Amén de otras nuevas piezas de creación de los talentosos artistas.

     Tal la versión de Patria, leída y releída por Diógenes, que había soñado con conocer al maestro Rodas desde el momento en que supo de su llegada y oyó los favorables comentarios de los músicos de la banda de policía.

     El sueño se realizó gracias a la obstinación del señor Ortega, decidido a realizar su propio sueño: la integración de un dúo artístico con el artista emigrado y el joven valor Diógenes Gonzaga. Después de la primera y desafortunada sesión de música en el despacho de Ortega, Diógenes había ganado en pericia y en estima para su superior. Apenas iniciados los preparativos para la debida celebración del 15 de agosto presidencial, Ortega se encargó de acercar a los dos artistas que, para él, estaban destinados a unirse en el dúo, cuyo nombre ya había decidido: Oroité.

     Y así se realizó el primer contacto. El joven, al conocer a ese hombre bajo y gordo, con una enorme nariz, no sintió nada especial. Pero, después de tratarlo un poco, comprendió la suerte que había tenido. Don Antonio sabía expresar todo lo que él mismo había querido decir desde siempre. Además, le dio seguridad; por ser humilde, Diógenes se había considerado siempre un ciudadano y un artista de categoría inferior, incapaz de alcanzar el nivel artístico de los platudos, los que pueden pagarse clases de música y pasarse horas y horas practicando. La verba populista de don Antonio le hizo sentir que el arte, en puridad, sólo era patrimonio de los humildes, que la burguesía (palabra nueva y útil para Diógenes) nunca llegaría hasta la altura del pueblo, el verdadero artista. El mismo don Antonio, campesino humilde, había logrado fama internacional; comenzando de abajo, había llegado hasta donde llegó. ¡Si lo hubiera conocido antes! Los artistas, somos una raza especial; pueden despreciarnos los imbéciles, puede ignorarnos la sociedad materialista pero al final triunfamos. Y un artista siempre reconoce a otro artista; un artista siempre es hermano de otro artista. Diógenes, a veces, sentía ganas de llorar de pura emoción al escuchar las palabras que siempre había necesitado para comprender que un rengo, que un pobre, que un chacariteño tiene su dignidad. Sí, él no podía ser oficial de caballería; inútilmente había perdido ilusiones y tiempo; nunca se le arreglaría la pierna enferma, ni con tratamiento ni con ejercicio. Como compensación, comenzaba a respetarse por otra cosa: por su talento artístico... por su espíritu, en palabras de don Antonio.

     Este don Antonio, un tanto escurridizo para los proyectos de Ortega, tenía sin embargo un corazón de oro: vuelto a Buenos Aires, donde contaba con el apoyo del mismo general Perón, mandaría un pasaje de llamada para Diógenes. Entre los dos, podían dedicarse a la música en los locales porteños e incluso incursionar en el cine. Los discursos cinematográficos de don Antonio se veían avalados por fotografías en que él aparecía en compañía de una hermosa actriz, una mujer como esas de las que uno sólo ve en las fotografías, inaccesibles para el hombre común, no para el artista.

     -¿Y qué te parece esta?

     Don Antonio le ofreció la primicia de las primeras notas de una nueva polca que pensaba estrenar esa misma noche en una peña.

     -Extraordinario.

     -En ese caso, ayudáme.

     Y comenzaron a interpretar de la nueva obra.


 

XI

     Diógenes bajó del camión para caminar los cincuenta metros que lo separaban de la casa de la calle Mayor Fleitas, habló con el centinela de la casa y volvió para decir que todo estaba bien. Los del camión comenzaron a bajar con su carga, cuidando de no despertar al vecindario. Al llegar a la casa más bien modesta, vieron una sombra blanca en el umbral. En la oscuridad de la madrugada, adivinaron la mirada insípida del rubio.

     -Los estaba esperando.

     Era imposible sorprenderlo. Estaba en todas partes, sabía todas las conversaciones. Habían planeado la operación con el mayor cuidado; inútil. Desde su residencia en Mayor Fleitas (la familia quedaba en Mburuvicha Roga), él vigilaba el resto del país. No dormía. Su presencia en los cuarteles en cualquier momento y en cualquier oportunidad desbarataba cualquier conspiración. La lealtad de su gente la conocía tan bien como la deslealtad. Ya sin posibilidad de sorprenderlo, los músicos comenzaron a sacar los instrumentos de sus fundas. Fracasó la sorpresa de la serenata pero el del cumpleaños estaba de excelente humor. Le gustaba festejar la fecha y demostrar mayor agudeza que sus más altos jefes de inteligencia, todos comprometidos en el amistoso asalto. Brutal cuando quería, podía también demostrar su gentileza haciendo correr el vaso de whisky entre sus invitados. Tuvo la deferencia de reparar en Diógenes y decirle:

     -Usted comienza, maestro.

     Él se dispuso a superarse en el solo de guitarra. Era la oportunidad de hacerse notar por el nuevo presidente constitucional. A lo mejor lo reconocía; éste era joven, merecía mandar, no como el viejo Chávez que al último ya no tenía más cabeza y que cayó por eso. Y Diógenes tenía preparado como regalo especial una versión especial de Che la reina, con variaciones aprendidas del maestro don Antonio Rodas. Letrado aquel maestro. Desde su regreso a Buenos Aires no le había escrito una sola carta. Quizás también la caída del presidente Perón; las cosas andaban mal en la Argentina; el maestro podía estar pasando lo que pasaban los Gonzaga: el almacén fundido, la mamá enferma, [75]Pelusa que no daba más de preocupada. Él, en el año y medio transcurrido desde aquel 15 de agosto, también con mala suerte. No le mandaron a la banda de policía y el nuevo jefe no tenía comprensión para la música. Le dejaba, sí (derecho adquirido) llevarse algunas provistas a la casa, pero la conscripción ya se acababa y Diógenes se iba a quedar sin las comidas del cuartel de policía y la posibilidad de aportar un poco a la familia.

     Dios, seguramente, San Roque, a quien su mamá tanto le rezaba, le dieron esta ocasión inesperada, serenatearle al presidente Stroessner. Faltaba un músico, por eso lo metieron a última hora en el conjunto, como de remiendo. ¿Qué me importa? Ahora me voy a lucir como corresponde, pensó Diógenes y atacó Che la reina.

     La pieza emocionó a algunos músicos, ex combatientes hambreados, pero resultaba demasiado seria. Algo más divertido, pidió alguien. No, una clásica primero, en homenaje a mi general, le replicaron. Y Diógenes, que no por nada tenía como dos años en la Central, comenzó aquella pieza que tanto tiempo le había llevado, porque la sabía favorita del señor presidente: Granada. Tocaba y cantaba con su voz famosa de las serenatas. Granada, tierra soñada por mí...

     Después de la primera interpretación, la segunda; el auditorio gritaba bis. Diógenes recomenzó. Para entonces, ya llegaba Manito con las mujeres. El anfitrión se aseguró que los de la calle, los músicos de la orquesta, tuvieran suficiente cerveza como para cantar hasta las cuatro de la mañana. Entró a la casa y cerró la puerta, llevándose consigo a Diógenes como solista de la reunión exclusiva.

     En aquella salita estrecha, y mientras se hacían los necesarios cambios, Diógenes quedó mudo cuando el rubio le dijo con naturalidad:

     -Continúe, Gonzaga.

     ¡Lo recordaba todavía! y lo importante darle el gusto, exagerar un poco ese punteo para hacer vibrar las cuerdas como le gustaba a él, al comandante en jefe capaz de escuchar Granada ochenta veces seguidas. Casi le sangraron los dedos pero valió el esfuerzo: todos esos altos jefes militares comenzaron a acompañarle batiendo las palmas y una morena metida en un vestido colorado se puso a contonearse y seguir a su manera el compás de la música.

     -¿Y no quiere bailar sin portasenos?

     -A según quién me pida -contestó la mujer con coquetería, mirando a un oficial.

     -Le pide el mariscal Gonzaga -exclamó el oficial-. ¿Verdad mi mariscal Gonzaga?

     Diógenes no supo qué contestar. Aquella camaradería le intimidaba. El mismo oficial insistió:

     -¿Usted no le pide acaso Gonzaga?

     -Sí, mi... -Diógenes no conocía el rango.

     -¡Y pídale pues de una vez! -era ya una orden directa.

     La morena, con desenvoltura, sugirió:

     -El que pide es el que tiene que hacer.

     Pero el aludido prefirió dirigirse a Diógenes:

     -¿Oyó, mi mariscal?

     Diógenes miró al rubio, creyó hallar aprobación en su mirada inexpresiva. Dejó la guitarra y la música y ayudó a desvestirse a la mujer. Después siguió tocando, para acompañar el baile de la semi desnuda.

     -A lo mejor necesita compañía.

     -Depende de quién -dijo ella.

     Diógenes miró la mirada cómplice del rubio y abandonó su guitarra. Esta vuelta no fallo, pensó, recordando aquella sobre la mujer también difícil de desvestir frente al espejo roto de un kilombo. ¿Si fracasaba? Podía fracasar de nuevo; el miedo le demoraba los dedos sobre los imposibles botones de la camisa pero no podía ya retroceder. Detrás de su vaso de whisky, detrás de su mirada anodina, le miraba a él en especial la mirada del rubio ordenándole seguir, desvestirse, desvestirla, comenzar de una vez el galope incierto sobre el cuerpo ofrecido de la mujer.



QUEBRACHO

 

     Le llama la atención, inspector, ¿cómo no le va a llamar la atención? Tanto lío armaron, hasta dijeron que les matábamos y ahora viene usted y ve. Todo con la ley. Ellos del otro lado del portón, nosotros en la propiedad. Cuando llegue don Casal, vamos a ver quién tiene la razón. Nosotros, estoy seguro, pero de cualquier modo vamos a esperar que llegue la orden judicial y vamos a cumplir. Siempre se hizo así.

     Cuando llegue la orden, descansamos, pero no por mucho tiempo. Y no por culpa de ellos, pobres, los indios son como criaturas, en el fondo no son malos. Se estropean por culpa de los otros. Así que apenas termine su trabajo, inspector, apenas termine usted de ver que aquí no hay nada, por lo menos nada de lo que dicen en contra de nosotros, vamos a tener una nueva manifestación. Otra vez indios parados del otro lado del portón, días y días, hasta que el señor Casal vaya de vuelta para la ciudad y vuelva con otra orden para decir que no tenemos necesidad de regalar tierra a nadie. Mucho dinero, es cierto, a cada rato un recurso de amparo, una demanda, un qué sé yo con la justicia. Pero vamos a cumplir, inspector. Vamos a cumplir hasta que se termine de lotear y entonces esos pobres infelices van a ver que andaban mejor cuando nosotros todavía estábamos por aquí, compañía explotadora que nos dicen pero nuestra ausencia se va a sentir. Cada vez que están tocando fondo, tienen que aparecer por la administración para pedirnos algo. Y les damos, de pura compasión. A uno le cuesta ver morir gente de balde, aunque se merecen, más por ignorantes que por malos. Por lo que sea. Vienen las mujeres con criaturas, a uno se le parte el corazón. Siempre termina dándoles alguna cosita. O llega un viejo con apendicitis, como llegó la otra vez. No es problema nuestro, que lo atienda la previsión social. Pero tampoco somos tan malos como nos dicen, inspector, y terminamos dándole un vehículo para llevarle al centro de salud, donde de cualquier manera tenía que morir.

     ¿Qué ganamos? Ganamos que hablen mal de nosotros. Ganamos que se nos paren del otro lado del portón, con carteles y con parlantes para gritarnos disparates todo el día. Eso ganamos, inspector. Pero, como le dije, espere usted que nos vayamos para ver a quién le gritan o a quién le piden alguna ayuda cuando ya no pueden más.

     Nosotros, desde luego, vamos a dejarles que griten. Ya tenemos experiencia. No vamos a aflojar ni tampoco a provocar, como dice don Casal. Él sabe cómo andar, tiene experiencia...

     Sí, usted me dice lo que pasó en la estancia El Sol. No se preocupe, inspector, aquí no vamos a tener ese problema. Eso que pasó, entre nosotros, culpa del patrón. Ese don Osvaldo es un arruinado. Compró no más su estancia, nunca estuvo. Propietario nuevo. Asunceno. Esos son los que creen que saben todo, no saben nada, cuando vienen a visitar, su estancia trabaja menos en vez de más. O vienen las desgracias como aquella vez.

     Don Osvaldo Cáceres estaba, la casa queda a unos cien, ciento cincuenta metros del portón. Estaba don Osvaldo con su familia, en el corredor, cuando le fueron apareciendo en el portón con sus caras pintadas, todos sucios, con unas escopetas bajo el brazo. Esas escopetas son viejas, no tiran ni desde aquí hasta allí. Eran bastantes y se pararon frente al portón, gritaban todos juntos. ¿Por qué no les entregamos unas sobras de carne?, le preguntó a don Osvaldo el capataz. Yo le conozco bien al capataz. Cuando compraron la estancia, compraron de nosotros. Quiero decir el terreno, fue la primera parte que comenzamos a vender, hace algunos años, cuando se fue terminando el bosque y el negocio y el patrón comenzó a cansarse de la mala propaganda y comenzó a vender. Aquella vuelta, el capataz y yo les acompañamos a los agrimensores, éramos los dos de la zona, nacidos por aquí, conocíamos bien. Los agrimensores dijeron grande como un país y puede ser. En todo caso muy grande, pero la parte que compró don Osvaldo no era buena y esto entre nosotros.

     Don Osvaldo, entonces, le dijo deje no más y siguieron comiendo, era la hora del almuerzo. Entonces los indios vieron y comenzaron a entrar; en la estancia los recibieron con balas y los indios también les dispararon. Hubo muertos.

     Eso fue lo que pasó en la estancia El Sol.

     Y mire, yo los conozco bien a los indios, no bravos; si no les tiraban primero, ellos no pensaban tirar. Entraron en la propiedad porque llevaban semanas dando vueltas con hambre y con criaturas incluso. Entraron con ganas de comer las sobras, como se suele hacer. Un poco de tripa gorda y los tipos se dejan de molestar. O se van a otra estancia para pedir comida y así se rebuscan. Don Osvaldo, que no entiende nada, creyó que entraban en su estancia para asaltar. Y vino el tiroteo. Inexperiencia. Las desgracias suceden por inexperiencia. Pero experiencia no falta por aquí, inspector, así que quédese tranquilo. Usted no va a ver nada feo en todo el tiempo que se quede en nuestra propiedad...

     Joaquín. Así me dicen. Y usted pregunta por aquí, todos me conocen. Joaquín nomás. ¿Y usted? ¡Ah!, dígame una cosa, ¿usted no es pariente de un señor Wilfredo Antúnez? ¿Sí? Se le parece luego. Sí, él estuvo trabajando por aquí un tiempo, la buena época. La fábrica trabajaba en tres turnos y hasta teníamos nuestra propia flota para mandar nuestro tanino. Parecía que no iba a parar más. Imagínese, usted no conoció esos tiempos, que en aquel galpón descangallado sin techo ni pared teníamos cine. Cine para la compañía, para los empleados. Éramos una ciudad completa. Yo recuerdo las funciones del domingo: íbamos todos y usted podía llevar a su familia con confianza. Yo tenía casa, entonces, me había dado la compañía porque entré de auxiliar de contabilidad, justamente con su tío, el señor Wilfredo. Él estaba muy contento con mi trabajo y me dieron una linda casita de madera, ya no existe, al costado de la casa de la administración. Para tenerle cerca y controlado, decía su tío, pero en broma, él estaba muy contento con mi trabajo y yo aprendía mucho con él.

     Por eso me sorprende que no le haya dicho si sabía que venía por aquí. ¿No sabía que yo estoy todavía? Y sí, ha de creerme muerto, pasaron ya más de treinta años, lo que le contó fue por el 56, 57. Él me quiso llevar con él pero yo decidí quedarme aquí, con la compañía. Nos fundieron los norteamericanos, decía el patrón, pero todavía nos quedaba mucho. Dejamos de trabajar en tres turnos, nos perjudicó el sintético, muchos empleados tuvieron que irse. Su tío don Wilfredo incluso. Yo preferí quedarme, ya estaba acostumbrado y no podía imaginar que iba a terminar un día como termina hoy.

     Da la impresión de que la compañía se muere y entonces los cuervos comienzan a rondarla. Están en todas partes, esperan que ya no tenga más fuerza para comenzar a comer. ¿Quién hubiera dicho que los indios iban a terminar así? Cuando el primer Casal compró la propiedad, ellos quedaron adentro. Los dejó por lástima, porque podía echarlos a patadas, y los tipos se quedaron en sus toldos cazando o pescando o incluso trabajando para nosotros como peones o como quebracheros. Aquel señor nunca pensó que, de golpe, y tanto tiempo después, estos infelices iban a venir con el cuento de que la tierra siempre fue de ellos. Aquí siempre se les dio trabajo, se les dio ayuda, se les dio protección. Ya no se les puede dar como antes, cuando el dinero entraba por montones gracias al tanino pero siempre se les trató como personas. Y agradecen mal. Aprovechan que la compañía es grande, una vaca grande que se puede comer entre todos. A los nuevos propietarios, desde luego, no les van a venir con ocupaciones ni con macanas. Allí donde vendimos, donde ya comenzaron a poner nuevas estancias, no hay eso de teco yocá ni nada. Propiedad es propiedad y si entran les echan a balazos. Los únicos que tenemos que aguantar somos nosotros, inspector, se sabe que somos grandes y somos buenos. Y somos, desde luego, usted va a ver; aquí ni maltratamos ni dejamos sin sueldo, ni pagamos de menos.

     En el fondo, una suerte que usted anda por aquí. Una garantía de que se va a saber la verdad. Una garantía de que cumplimos la ley, aunque, desde luego, ya no queremos más invertir en un lugar donde no hay garantías. En cualquier momento nos ocupan de nuevo, no se puede trabajar así. Ya no existe palabra, ya no existe confianza entre vecinos. Hay que estar todo el día controlando y mientras tanto se pierde el tiempo de trabajar. Antes, en aquellos tiempos, no había ningún problema en recibir a la gente. Los cazadores, por ejemplo. Nunca se les prohibía que pusieran sus trampas para tigre.

     ¡Claro que había!

     Yo recuerdo todavía aquella época. Un amigo de mi papá se quedó dos días en el monte, perseguido por el tigre. El señor ese había entrado con su compañero para buscar un tronco y les salió el animal. Menos mal que tenían fuego encendido, estaban preparando para desayunar, porque con el fuego, no se acercó el bicho, pero tuvieron que quedar dos días cuidando el fuego, sin dormir, hasta que vinieron a buscarlos. Recuerdo cuando llegaron a la casa, los pobres blancos; mi papá dijo en broma que si el tigre les comía iba a quedar con hambre y le dijeron que se habían puesto flacos de golpe.

     Vida sacrificada aquella. No había vehículos ni caminos. Todo con alzaprima. Los quebracheros tenían que meterse por el monte y elegir un palo. Cuando encontraban, se ponían a hachear hasta que echaban y entonces tenían que volver a la administración para decir donde estaba su tronco. Parece fácil pero podían ser veinte, treinta kilómetros, incluso más, desde el quebracho hasta la administración. Allí, en la administración, hablaban con una persona para ir a ver el árbol a ver si medía lo que decían los hacheros. Había que saber medir porque o si no, el contador trataba de descontar algunos cuadros. No era un mal señor pero cada uno busca su provecho. Y sabía también con quién trataba: cuando hablaba con un hachero viejo, experto, no trataba de macanearle. Cuando hablaba con uno que era flojo, siempre le descontaba unas cuantas pulgadas al tronco.

     Trabajo para hombres.

     El tronco había que arrastrar hasta la picada y desde la picada se traía. Y no cualquier tronco. Los de antes eran... usted no puede imaginarse. Se echaron primero los más grandes, solamente los grandes, y tenía que ver usted el tamaño. Cuanto más tamaño, más plata y eso demostraba el trabajo del quebrachero. Don Casal solía premiar, de tanto en tanto, al que más echaba. Aquí, le estoy viendo en este corredor, se sentaba don Casal. Hacía llevar el escritorio afuera. En los cajones estaba todo el dinero y en el patio estaba el personal. No había peligro. ¡Vaya a tener usted dinero ahora y que se sepa! Por cuatro pesos le van a dar una puñalada. Antes no era así. Había trabajo. Gente honrada, un poco bruta quizás, pero honrada. Si mataba, mataba por mujer o por política. Robo no había. Ni policía. Aquí la compañía mandaba y usted podía dejar su hacha en cualquier parte. Nadie iba a tocar. Las casas podían quedar abiertas. Claro que se respetaba. A don Casal, por ejemplo, nadie le iba a tocar un peso del cajón. Nadie iba luego a tocar un peso de nadie. Los días de pago, venían los indios de sus puestos al pueblo. Cobraban por el quebracho echado y se iban directamente al almacén de la compañía. ¡Claro que teníamos almacén! Almacén, panadería, carnicería, todo. Una ciudad completa. Hasta sanidad, no necesitábamos ir para Asunción para nada, teníamos todo aquí.

     Sí, los indios. Le decía que cobraban y derecho a la cantina se compraban una botella, se arrimaban a un árbol y comenzaban a chupar. Para cuando terminaba la botella, ellos se iban resbalando y terminaban acostados en el suelo, borrachos, durmiendo un día entero. Dormidos y con su plata; nadie les pensaba tocar un peso.

     Así era antes. Parece que el dinero, cuando no hay, se quiere demasiado. Cuando se quiere demasiado, no hay policía que valga. Antes no teníamos policía ni tampoco necesitábamos. Cuando comenzamos a necesitar, ya no servía.

     No, inspector, antes no entraba nadie aquí. Para entrar, como le dije, precisaba permiso especial. Recién mucho más tarde fue que nos mandaron inspectores de la previsión social. Pusieron un puestito que nadie usaba. Todo el mundo quería hacerse atender en la sanidad de la compañía, mucho mejor. No necesitábamos, desde luego, aquellos inspectores pero el gobierno les mandó lo mismo y se quedaron.

     Quedó el puestito de la previsión social que al patrón no le gusta y con razón. Si nosotros tenemos sanidad, dice, para qué necesitamos otra. Tiene razón. En el fondo, aquí todos se atienden en la sanidad de la compañía, aunque ahora no funciona, porque quedó muy poco personal y no se justifica. Y la previsión social recibe más ayuda de la compañía que del gobierno.

     Siempre fue así. Con el debido respeto, inspector, siempre respetamos el gobierno pero estábamos mejor cuando estábamos prácticamente aislados, cuando el único camino para llegar hasta aquí era el río y el vapor era de la compañía. Ahora tenemos comunicación, ¿qué se gana? No sé usted, inspector, yo desconfío bastante de la civilización que le llaman. Ahí tiene usted mi hija, vive en Asunción. Ella no sabe cómo enseñar a sus hijos, demasiados malos ejemplos por la capital.

     Y aquí también va llegando. Democracia que le llaman. Comenzaron por formar el sindicato y lo único que ganaron es que el patrón se ponga argel. Usted puede hablar con todos los empleados viejos, inspector, no le digo solamente conmigo; pregúnteles si dónde se pagaba mejor, si dónde se trataba mejor al personal. Ahora los hacheros quieren sueldo mínimo pero no trabajan el mínimo. Los indios vienen a reclamar sus tierras; ahora resulta que siempre luego fueron de ellos y nunca de los Casal. Los peones dicen que les matan de hambre. Los hacheros se quejan. Con esas cosas nos perjudican a todos.

     Porque nos perjudican, inspector. Permítame hablarle como ciudadano. Al fin y al cabo, si le ponen una multa a la compañía, yo no voy a pagar. Paga don Casal. Y le puedo decir que yo también trabajé pero nunca tuve problemas. ¿Qué gana uno discutiendo en vez de trabajar? Esto ya no es lo que era antes, un imperio que le decían, pero don Casal sigue siendo fuerte. No le van a ganar así no más y mucho menos cuando no tienen razón, porque las planillas de personal están en regla, los títulos de propiedad están en regla, los pagos de los impuestos en regla.

     Y yo no sé qué quieren esos indios del otro lado del portón. Sí, quieren entrar, pero no podemos dejarles entrar. Entiendo, inspector, tienen hambre. Que les pidan comida a esos que vienen de Asunción para enseñarles a reclamar nuestra propiedad. Que les alimenten ellos y que les lleven de aquí porque no podemos dejarles entrar ni siquiera medio metro. Las cosas se pusieron muy feas. Cuando ellos se portaban mejor, nosotros también les tratábamos mejor. Les dejábamos vivir en el monte. Había caza. Cuando querían, trabajaban con la compañía echando árboles. Trabajadores los indios, es cierto, pero completamente desorganizados. Un día trabajaban todo el día. Otro día cobraban y si te he visto no me acuerdo. Recibían la plata y compraban del almacén lo que querían y así vivían gratis hasta que tenían necesidad. Había días en que no nos dejaban dormir. Era cuando florecía el algarrobo. Hacían con la planta una especie de chicha y se pasaban borrachos varios días y noches tocando el tam tam. Yo recuerdo el miedo que me daba porque era todavía chico y ese tambor retumbaba y pensaba que me iban a venir a comer. Después, con la compañía, no necesitaron más el algarrobo, tenían almacén. Don Casal se dio cuenta de que la única manera de hacerles trabajar en serio era la poción to, como le decían. Había de varios colores, porque le poníamos colorante. Yo, que era su criadito entonces, me encargaba de mezclar y el color me daba ganas de probar pero no me decidía. Si tanto te gusta, me dijo don Casal, te voy a dar el gusto. Y me obligó a tomar un trago. Alcohol rectificado con anilina, casi morí. Pero los indios felices. Cuando terminaban su hacheada, se les daba a elegir: dinero o poción to. La mayoría prefería el trago, venía a ser mejor para la compañía, porque se les acababa rápido y tenían que volver a trabajar. Nunca faltaba personal así. Incluso sobraba gente pero los contratábamos a todos porque algunos eran flojos y nos salía barato con la poción to.

     Y cada día están más flojos, inspector.

     Estos que están delante con su reclamación nungá ya no sirven para nada. Se acostumbraron al arroz y carne conservada que les da la misión y ya no tienen necesidad. Ni siquiera saben más usar el hacha, porque trabajo queda todavía. Todavía se quiere nuestro tanino, no como antes, pero se quiere y nos conviene terminar de echar el quebracho que queda antes de vender la propiedad completa. Justamente por eso, porque estamos apurados necesitamos hacheros pero los indios prefieren haraganear y los que trabajan piden más y más aumento sabiendo que precisamos de ellos.

     Pedir lo único que saben. Más plata, más víveres, más ropa. ¿Me va a creer? Antes, con un ponchito o nada se pasaban el invierno, ahora que tienen ropa todos resfriados. Y protestan encima. Así agradecen, dice don Casal, que mi abuelo no los echó de la propiedad.

     Y así agradecen, digo yo, que les aguantamos tanto tiempo hasta que terminamos perdiendo la paciencia y les echamos. ¡Gran escándalo! Cualquier empresa puede despedir su personal pero nosotros tenemos que aguantar que anden sin hacer nada. O haciendo lo que no deben. Huelga. Protestando. Haciéndose sacar fotos por periodistas que después malinforman diciendo las cosas que leyó usted en los diarios. Y en el fondo una suerte que le hayan mandado, inspector. Ahora puede ver usted mismo la verdad.

     ¿Mi opinión? Ya que usted me pregunta, todos estos líos nos perjudican a todos y también a mí. Cuando andábamos por las buenas, nunca nos faltaba nada. Cuando comenzaron las protestas dejaron de escucharnos. Uno se acerca a la contabilidad y le miran de mala cara y con razón. El que llega, llega para pedir. Yo, por ejemplo, hace tiempo que tengo un poco atrasado mi aumento pero no me animo a pedir. Cada vez que me acerco me miran mal y no es cuestión de insistir.

     No es que me quejo, inspector.

     Yo comencé desde abajo y me fue muy bien. En todo caso, si me perjudiqué, fue por el bajón del tanino pero tampoco fue mi culpa ni la culpa de nadie. Cosas que pasan, hay que saber aceptar sin acusar a nadie. Cambiaron los negocios, cambiaron los tiempos. Y ninguna empresa puede vivir cien años. Ésta nos dio trabajo mientras vivió. Sirvió al país. Yo trabajé muy bien toda mi vida, siempre se acordaron de mí. Pero me asusta un poco poco todo, todas estas protestas.

     El patrón se cansó y comenzó a vender a cualquier precio, apurado, sin demasiado tiempo para pensar en su personal. Eso me preocupa, inspector, no por criticar a don Casal a quien le debo tanto, sino porque todos tenemos nuestra paciencia y la de él puede terminarse después de tantas huelgas, ocupaciones y publicaciones en contra. Nadie se acuerda ahora de lo que era esta zona cuando llegó el abuelo de nuestro actual propietario. Era un desierto. Aquel señor levantó un imperio, puso una fábrica de tanino, un obraje, un aserradero, una estancia. Civilizó la zona. Y ahora que ya está todo hecho, vienen los aprovechadores a reclamar esto y aquello, vienen los indios a decir que les devuelvan sus tierras, vienen los hacheros a quejarse sin motivo. Lo único que le queda es vender, por supuesto, y eso es lo que estamos haciendo. Ya no queda nada del viejo puerto taninero, ni de la flota propia que llevaba nuestros productos por el río, ni del ferrocarril vendido como hierro viejo. Los que llegan por el camino que hicimos nosotros, ni se acuerdan de aquel viejo don Casal. Tratan de probar que la tierra era de ellos desde el tiempo de ñaupa; nunca les va a faltar un abogado tramposo para poder probar. Y nosotros, los pobres, somos los más perjudicados con todo eso. El que tiene, como don Casal, puede vender esto y llevarse su dinero para comprar otra propiedad en otro sitio mejor. Es lo que va a hacer él, y le comprendo. Y él me prometió llevarme para su estancia, tiene otra propiedad, pero yo no sé muy bien. Estoy viejo, voy a estar más viejo. No sé qué puedo hacer en esa estancia. No sé también si quiero irme a vivir con mi hija en Asunción. Ellos no tienen lugar. Y me molesta morir en una piecita ajena, yo que tuve casa propia, con varias piezas y un patio bien grande.

     ¡Lo que son las cosas!

     Toda mi vida trabajé y ahora...

     Puede ser. Ustedes tampoco tienen mucha seguridad. Es cierto. Cambio de gobierno, cambio de funcionarios. Pero usted todavía puede viajar, es joven. Si se queda en la ciudad, algo puede hacer. Siempre hay más trabajo en la ciudad. Lo que no hay es campo. Cada vez queda menos. Cada vez sirve menos un viejo como yo.

     No, inspector, usted no tiene que quejarse. Tiene trabajo. Tiene incluso futuro. ¿Quién le dice que la política no le va a llevar lejos? Todo depende de que sepa andar. Por lo pronto, usted tiene suerte. Modestia aparte, pero tiene suerte. Le tocó el mejor guía. Yo lo he de llevar por todas partes, dígame dónde. Le voy a mostrar todos los puestos para que pueda ver si la compañía los trata bien o mal. De paso, y si me quiere hacer un favor, hábleles después a los patrones, dígales que el viejo Joaquín Núñez lo trató muy bien. Vamos a ver si así me recuerdan un poco. Hace demasiado tiempo que me dejaron en este puesto y no me ven. Casi no me ven, ya me están olvidando. Me olvida, don Casal ya no se acuerda porque tiene demasiados problemas en la cabeza para pensar en un pobre empleado y el administrador quiere quedar bien bajando sueldos.

     Esto entre nosotros. No vaya a repetir porque me perjudica, inspector. Esto entre usted y yo. Le cuento porque tengo ganas de hablar. Demasiado tiempo hace que ando solo en el rincón este, justo en el linde, viendo si alguien no quiere cortar el alambrado. Porque yo no vivo en la administración, aquí tan cómodo, ahora estoy aquí para recibirle a usted. Yo vivo como a tres kilómetros de aquí. Un puesto de confianza, desde luego. Si me mandan ahí, es justamente porque me tienen confianza. Otro cualquiera puede ser capaz de ponerse de acuerdo con los ocupantes y dejarles entrar sin contar nada. Ya ocurrió. Yo, que soy el más antiguo, mientras viva, mientras la vista no me falle, no he de permitir entrar a nadie. Lo único que así, estando lejos, uno prácticamente no habla más con el patrón.

     Él me recuerda bien. Cada vez que llega, pregunta: ¿Cómo sigue Joaquín? Bien, le dice el administrador, pero no le dice también que ya llegó mi hora para el aumento. Tampoco le dice que se suelen olvidar de mandarme víveres y me tengo que arreglar con bichos del monte. ¡Qué suerte!, dice don Casal, mándenle mis saludos. Y saludos me llegan, incluso las cositas que me suele traer de regalo, pero nada más.

     Y yo ya me voy muriendo en aquel rincón, como la propiedad. Me da rabia, porque siempre cumplí, porque soy respetuoso. Otros, más caraduras, menos de trabajo, van adelante. El administrador, el contador. Todos gente nueva.

     Bueno, si quiere cazar, vamos a cazar, inspector. Yo sé dónde hay. Pídale, con confianza, arma al administrador. Con confianza. Él tiene órdenes de tratarle bien. Seguro. Usted viene a ser como invitado, inspector, sé lo que le digo. No quiero a usted decirle lo que tiene que hacer, no soy nadie. Yo soy su guía, yo le voy a acompañar por dónde usted me ordene. Yo le voy a decir todo lo que hay y lo que no hay. Todos tenemos órdenes de tratarle decentemente y de ponerle a su disposición hasta el avión. Si quiere volar, vuele no más. La compañía se hace cargo. Si necesita algún extra para cumplir su trabajo, pídale al administrador. Sin compromiso. Él tiene órdenes y con usted no va a ser tacaño. Y no tenga miedo porque le vamos a proteger. Yo mismo, que ya soy viejo, todavía tengo buena vista y puede defenderle. Le voy a acompañar y otros más le van a acompañar, inspector, para que no tenga miedo.

     No, se acabó ya el malevaje, inspector, eso es cosa del pasado. Otra prueba más de la buena fe de la compañía. El padre del actual patrón. Él recibía a todo el mundo sin pedirles nada y así comenzaron a meterse en esta propiedad los cazadores, que podían cazar lo que querían y hasta se les daba de comer. Nunca les pedimos nada, aunque nos habían dicho que podíamos pedir un porcentaje sobre los cueros. Pero no. Ellos se llevaban pieles a montones, incluso en el vapor de la compañía, que hasta en eso ayudaba. Hasta que al final se acabó la caza y ellos, en vez de retirarse, se quedaron para comer las vacas nuestras. Pero ya se terminó ese malevaje porque, al final, intervino el ejército y en forma. En vez de mandar dos o tres soldaditos mandó todo un destacamento. No podía, o si no, con esos cazadores alzados que conocían bien el monte, mejor que yo, y que se pasaron de la caza al cuatreraje. Gente mala. Yo mismo vi cuando le agarraron a ese que le decían lechuza, un hombre como de dos metros. Venía con esposas y grillos pero así y todo les amenazaba a los soldados que algún día les iba a arreglar las cuentas a todos porque algún día iba a salir. Así eran. También había otro bandido famoso, no me acuerdo el nombre, y el tipo estaba en un bar y le pidió al músico que toque Adiós muchachos y apenas terminó de tocar le metió cuatro balas. Gente mala pero terminaron ya. Podemos entrar al monte con confianza, quedan algunos insolentes, gentes que vienen a alborotar, a lo mejor le quieren presionar. Sindicalistas, usted ya sabe.

     Por eso le digo, inspector, que recorra nuestra propiedad, se le van a dar todas las facilidades. Usted ve lo que tiene que ver, después hace su informe. Nadie le quiere presionar. Desde luego, usted tiene que ver su conveniencia porque, no le quiero influir pero a lo mejor algo tengo que decirle, porque ya soy muy viejo y tengo mi experiencia. Usted puede informar que esto está bien o puede informar que está mal. Es su derecho. Pero cada uno tiene su ventaja y su desventaja y usted también, inspector, no es precisamente rico y tiene que pensar muy bien. Le digo porque, en todos estos años que tengo aquí en la compañía, varios pleitos hubimos pero ningún Casal perdió ningún pleito.

 



LA VIDA ETERNA

 

I

     -Esta te queda bien.

     Soy lo que se dice un hombre de personalidad pero, para las cosas menores, no puedo prescindir de los demás.

     Con asistencia de Carlos, elijo la corbata -chillona, a tono con la camisa absurda-. Para ser un jubilado más, necesito la combinación estridente, uniforme obligado para decir pavadas entre viejos de camisa floreada.

     Nunca pensé que terminaría así. Había visto en las caricaturas los vejetes tomando algún mejunje de un vaso con una pajita doblada; todos alrededor de una sombrilla con el soporte doblado; todos con anteojos ahumados. Hoy soy uno más del grupo.

     En realidad, no he terminado así. Las circunstancias me exigen el mimetismo.

     Me resigno. ¿Quién podría distinguirme de un jubilado del montón? Camino igual, hablo igual, aúllo igual al escuchar algún chiste sin chispa. También la panza, si bien compenso con creces el defecto. Last but not least, soy más joven. No sé si es un mérito y no debiera decirlo si de mimetismo se trata pero un no sé qué me exige la aclaración.

     Aquí, todo el mundo en la pavada.

     El coronel Miller campeón para eso. Este señor, viejo amigo o por lo menos viejo, tiene dos temas: Dios y los perros. Tres con los bolches, aunque los comunistas los fabricamos él y yo. Por eso no comprendo su enfermedad anticomunista. No tolero zurdos como no tolero perros malcriados; si uno me salta, lo pateo. Pero patear es una cosa y otra la obsesión. Y lo de patada una forma de hablar. Este es un país perrista. Respeto la ideología pero no me causa gracia compartir la mitad de un sandwich con un perro cuando lo tengo a diez centímetros de la boca y el perro me lo achica de un mordisco. Menos gracia me causa soportar la frustración de no dar una patada justificada. La frustración es causa de neurosis y yo, en mi situación, no puedo jugar con eso.

     Desde luego, debo acostumbrarme. Incluso a Dios. Nunca he sido ateo, pero ¿qué gana Dios en una conversación de hombres solos? Dios no necesita y a los tipos les sobra. Quieren hablar de mujeres y no se animan. Como resultado, terminan en lupanares de cuarta. Cosa muy peligrosa para cualquiera con cierta posición política y en general para cualquiera con pocas ganas de pescarse un lindo sida. Además, este mi viejo conocido el coronel Miller tiene autoridad moral para hablar de Dios con todo el mundo, menos conmigo. Me han hecho muchas acusaciones, muchas falsas, pero la peor de las verdaderas queda por debajo de la diablura menor del coronel. En muchas cosas, soy su discípulo. Nunca estuvo claro si éramos amigos, cómplices o sirvientes (quién resultaba servidor de quién). Pero resulta un poco tarde para las reflexiones filosóficas. Hemos trabajado juntos, seguimos juntos. Lo importante, ahora, es mantener las buenas relaciones y no olvidarse del refrán: adonde fueres, haz lo que vieres. Yo me veo como quieren verme: uniformado de aburrido. Naturalmente, el aburrimiento no se ve. Adaptación al medio: estoy en maravillaworld. Con cara de reglamento, me pongo el uniforme colorido para visitar a mi vecino el coronel y recibir la gran noticia.

     Él siempre tiene una gran noticia y organiza reuniones para eso. Supuestamente.

     Por suerte, somos vecinos; con o sin noticias, no pierdo mucho tiempo yendo a su casa. El camino podría ser más corto pero la seguridad exige usar la única puerta habilitada y abstenerse de abrir una nueva en la muralla medianera.

     Llegamos a tiempo, el coronel nos recibe con dos vasos de jugo de tomate. Carlos mira el suyo con asco y espera el momento oportuno para derramarlo. Yo, más en el centro de la atención, soporto el mío; no puedo derramarlo sin correr el riesgo de ser visto o castigado con un nuevo elixir de zanahoria. El coronel (no quisiera acusarlo) tiene pecados mayores que el alcohol. Sus invitados son del mismo tipo: todos con odio santo al cigarrillo, a los chistes verdes y los puntapiés a los perros maleducados.

     ¡Quién los entiende!

     Yo, desde luego.

     De no entenderlos, hubiera terminado mal, recibido quizás un tratamiento similar al empleado con Trujillo in extremis. Pero yo no soy un bruto como él ni necesito explicar que no soy bruto. Otros se encargan de eso, de reconocer mi capacidad.

     Incluso el coronel. Siempre ha reconocido su incapacidad para sorprenderme. Cuando prepara una jugada, ya estoy de vuelta.

     Hoy, sin embargo, me tomó desprevenido.

     Por primera vez.

     Los cocktails de leche descremada se coagularon cuando el coronel hizo sonar un gong traído de Corea o China (donde no estuvo por casualidad ni por turismo). El golpe formaba parte de la rutina, una forma de llamar la atención y prepararla para alguna conferencia de tema tan ameno como las atrocidades de Fidel Castro o la prueba científica de la inmortalidad del alma, exposición a cargo del coronel (SR) Glenn Miller (se llama como el músico y a veces nos tortura con salvajes solos de violín). Pero la novedad de la velada fue el fulano de Harvard, médico de increíbles títulos, responsable de la clase de anatomía. Todo muy organizado: un ayudante proyectaba los slides mientras el tipo hablaba y así desfilaron transparencias del corazón y todas sus funciones.

     El cerebro, explicaba el Harvard, vive de la sangre enviada por el corazón a través de cuatro arterias: las dos cervicales y las dos carótidas. La sangre, señores, la sangre, después de irrigar, dar vida a las células cerebrales, vuelve al corazón a través de las venas yugulares situadas en el cuello.

     Nada extraordinario en la exposición, el tipo explicaba como si fuéramos deficientes mentales y todo el mundo se preguntaba para dónde llevaba la inesperada lección de anatomía, sin omitir comentarios indiscretos acerca de las facultades del anfitrión. Comprensible. Al cumplir 71 años, dos meses atrás, Miller nos sorprendió con una conferencia sobre sus contactos con los extraterrestres, contactos comenzados poco después de un derrame cerebral. A partir de aquel momento, el coronel es otra persona y sus contactos con el mundo de la cirugía cardiovascular pueden ser side effect (¿cómo se dice side effect en castellano?) del derrame.

     -Trasplante de cerebro.

     La acotación sonó bastante mal. El científico prefirió ignorarla y continuar la exposición pero el otro no estaba dispuesto a callarse y repitió varias veces:

     -Trasplante de cerebro.

     El disertante debió tomar en cuenta la interrupción. El interruptor, un hombre de unos 75 años, pensaba en su problema particular. ¿Es posible eludir los efectos malignos de un quiste mediante un trasplante de cerebro? El disertante, quizás informado del caso, dio vueltas para decir que no y que sí, dadas las circunstancias del desarrollo actual de la ciencia médica. La explicación no resultó satisfactoria y el pobre Larry, así se llamaba el viejo, comenzó a llorar. Larry era el único autorizado a llevarse una botella de bourbon a las reuniones del coronel, aspecto positivo de un cáncer sin remedio.


 

II

     Este Carlos se comporta como un adolescente. Está furioso. Dice que el coronel me quiere estafar. Yo le dejo hablar un rato para desahogarse y después le pregunto cuánto tiempo llevamos juntos. Una forma de hacerle sentir que, después de tantos años, ya no tiene derecho a ser ingenuo.

     ¡Por supuesto, el coronel quiere estafarme! En cierta medida, me estafa; caso contrario, yo tendría ya cancelado mi permiso de residencia en su país. Estoy porque le conviene a él y porque me conviene a mí. Yo le permito extorsionarme un poco, no demasiado. Él entiende. Sus exigencias son moderadas, una especie de alquiler razonable por vivir aquí. Soy un inquilino cumplidor. Él podría conseguirse otro pero, mientras tanto, la casa le quedaría desalquilada, pura pérdida. Por mi parte, podría buscarme otro lugar pero la mudanza siempre es traumática. Me ahorro los gastos y molestias del traslado aceptando su discreto chantaje, directo o indirecto. En este caso, indirecto: una supuesta contribución para la sociedad científica NN, que patrocina los trabajos del fulano de Harvard y quiere crear un hospital o algo parecido. Este era el punto de la conferencia de mister Harvard, interrumpida por los sollozos de Larry. Conferencia inconclusa. No hubo modo de pasar después la alcancía. Para obviar el incidente y las demoras, con franqueza bien norteamericana, el coronel me dejó una nota con el importe de la supuesta contribución en buenos dólares. Poco diplomático pero no justifica la indignación de Carlos. Mi estadía, nuestra estadía cuesta plata. El coronel no tiene por qué pagarla. Además de los gastos, está su comisión; la necesita y la merece. La necesita, sobre todo, y esta es la base de nuestra relación, ahora que los dos salimos de la política. Tiene la enfermedad de los caballos y necesita sumas regulares y razonables. Razonables: su disciplina le permite controlarse. Necesita perder (nadie es perfecto) pero nunca demasiado ni todo. No se jugará ni el auto ni la casa. Todas sus apuestas tienen límites. Tienen, además, una regularidad increíble. Disciplinado como es, no se pierde una carrera ningún sábado. Tiene que estar ahí, religiosamente, hasta terminar el último dólar del bolsillo. Así terminan apuestas y dinero por el día -mi dinero, mi supuesta contribución para ayudar a los lisiados de la guerra del Golfo Pérsico-. Pago sin gruñir. No me gusta deber favores y plata es garantía.

     Cobrando, el coronel no irá a perjudicarme sin necesidad. Puede hacerlo. Tiene archivados, y a buen recaudo, una partida de papeles comprometedores contra mí. Si los publica, me funde. Si me funde, deja de cobrar. Y yo también puedo fundirlo porque, durante todo el tiempo que trabajamos juntos, mientras mi amigo preparaba su archivo, me cubrí las espaldas preparando el mío. Por otro lado, el hombre no es ningún correveidile, tiene derecho a exigir los honorarios de su categoría. Menos me cobraría un lobby de segunda, pero lo barato sale caro. Esta vuelta, reconozco, el precio resulta exagerado; no es razón para saltar hasta el techo. Después de tantos años a mi servicio, Carlos debiera entenderlo mejor que nadie, máxime siendo servicio una palabra mal usada; lo correcto sería decir amistad. Él me debe todo lo que tiene. Su carrera tiene dos etapas: antes y después de mí. Antes era bastante tonto... sigue siéndolo: hace unos días, lo encontré forcejeando con la secretaria, operación cuasi galante interrumpida por mi aparición inesperada. Se quiso justificar con que Juanita llegó con los botones desprendidos y él quiso desprenderle el único prendido. No es pretexto. Él no puede violar por inducción. Esa Juanita quisiera ver en los periódicos titulares como RAPED BY LATINO EXILE. El de la foto no será el violador Carlos porque da más estatus hacerse violar por mí.


 

III

     Otra vez periodistas. ¿Dictador del Paraguay? ¿Ex presidente de Uruguay? ¿Honduras? Perdería mi tiempo tratando de explicar la diferencia entre Sud América y Marte; entre dictador y demócrata.

     Los periodistas son iguales y no van a cambiar.

     Quizás, si fuera viejo, si tuviera algún problema irremediable, podría hacerles cambiar con un libro instructivo para los periodistas, divertido para todo el mundo, conflictivo a muerte para el coronel Miller y sus amigos. Amigos cuando todo funciona bien y, cuando no, si te he visto no me acuerdo. Tuve que llorar por una visa y no me la renuevan sin pagar. Pagar no molesta tanto como pagar con ceremonias. Contribución para esto. Donación para aquello. Colaboración para lo otro.

     A veces lo envidio al viejo Larry. Si estuviera en su lugar, podría mandarme unas memorias fenomenales para devolver las atenciones recibidas. Desgraciadamente, tengo cincuenta años y una salud bajo control: presión alta, stress debido al cambio. Evito las emociones peligrosas haciendo nada, caminando varias horas, nadando, reuniéndome con el coronel y sus amigos. A este paso, tengo muchos años por delante y no puedo arriesgarme a la deportación a causa de revelaciones indiscretas.

     Mis memorias.

     Es justo que aparezcan. Sin demasiada vanidad ni modestia, tengo mucho para contar. La experiencia de cualquier ser humano, leí hace poco, es de gran interés para todos los otros. Cierto. Y la mía es todavía más interesante. No soy ningún cualquiera. Estuve en todos los oficios, fui pobre, esta mi casa cuesta sus buenos veinte millones. Tuve todo, me condenaron a muerte en contumacia, sobreviví atentados. En principio, todavía estoy expuesto a ello. Malo para el corazón pero... toda mi vida ha sido de emociones, de imprevistos, de peligros. De tener razón los médicos, yo estaba muerto ya. Muerto de infarto. Me he salvado del primero, sobreviviré los demás. Y un infarto tampoco viene mal para romper la monotonía de Miami. Todo el mundo se aburre, todo el mundo se pregunta cómo pasé de nada a lo que soy. Debo contar. Todo no puedo, una lástima, pero suficiente.

     Las memorias deben aparecer antes de mi muerte para evitar que la joven egresada Juanita Bohórquez las enriquezca con productos  (vendibles) de su fantasía o considere más rentable dejarme y descolgarse con algunas declaraciones sensacionalistas del tipo: mi convivencia con el monstruo (conmigo).

     No es mala chica, es pobre. Necesita publicar, y pronto, algún libro notable para ubicarse en alguna facultad. Si me demoro, la perjudico y ella buscará la manera de compensarse. Natural.

     Carlos, para variar, no entiende. Se indigna. Le molesta la forma de desvestirse (a medias) de la cubanita, me aconseja tener mucho cuidado. Y lo tengo. La prueba es el legado para mi biógrafa, una platita extra en mi testamento -un refuerzo, digamos, para garantir su lealtad-. Carlos no sabe; Juanita tiene compromiso de no contar. Me cuenta, en todo caso, ciertos detallecitos de la contar de Carlos. Él me cuenta cosas de ella, yo proceso la información.

     La confianza está bien, el control mejor.

     Mi heredero universal no debe tener todas las cartas en la mano. No las tiene, desde luego; la herencia es bajo condición resolutoria. Puede ir a Juanita también, al coronel, a quien se porte mejor. Incluso a mis parientes, hasta hoy desheredados, si estos se me comportan peor.

     Como chiste, me gustaría vivir 200 años. Chiste para mis potenciales herederos, todos calculando mi muerte con minutos y segundos, incluso viendo la forma de precipitarla -nada fácil para ellos, tengo mis garantías-. No les guardo rencor por eso, yo haría lo mismo. Sin embargo, me gustaría ver la cara de mi secretario, joven con futuro millonario, si mi vida se le alarga. Y me gustaría alargarla, no sólo por hacerle un chiste, sino por hacerme un gran favor.

     Teóricamente, se puede.

     Como explicaba el Harvard aquel, se pueden conectar las cuatro arterias y las dos venas que irrigan el cerebro a un corazón artificial; mientras dure la máquina durará el cerebro vivo. La máquina tiene vida ilimitada; mejor dicho, se la puede cambiar por una nueva cuando comienza a envejecer. Vida ilimitada, digamos; todo depende de tener el dinero suficiente para todos los años de vida artificial.

     La inmortalidad cuesta dinero, ¿quién la compra?

     Una inmortalidad así, se entiende, una inmortalidad sin cuerpo. Como el pobre Larry, estuve a punto de llorar al enterarme de la imposibilidad de un trasplante de cerebro. ¿Quién quiere vivir como un cerebro conectado a un corazón artificial?

     En una película, hace unos días, vi un cerebro procesado de ese modo, embutido en un frasco de cristal, hablando con todo el mundo por telepatía. Ciencia ficción. En la realidad, el del cerebro se queda puro seso, sobrevive a su propio cuerpo, queda sin ver ni oír ni sentir nada de afuera. Sólo pensar. Queda convertido en una máquina de repetir recuerdos, debe repasar la película de la vida pasada hasta que los demás se decidan a desconectarlo. Prefiero morir a sobrevivir de esa manera, como curiosidad científica, como pieza de museo, llevado y traído por curiosos capaces de someterme a todo tipo de experimentos. Un hombre como yo, envidiado (por triunfador, modestia aparte), podría verse en grave aprieto al transformarse en un cerebro eterno.

     Tentación para mis enemigos: un poco de imaginación, un poco de know how, una agujita, y me infernizan las terminales nerviosas; el dolor llega justo, derecho e insufrible. Incluso para los propios amigos; la ocasión hace al ladrón. Viéndome así, podrían recordar, de golpe, que no fui un ángel y...


 

IV

     Manifestación frente a casa, la segunda en el mes. Esto dificulta la extensión de mi permiso de estadía en el país. Aumenta el precio. El coronel no bajará el importe de mi donación benéfica.

     Normalmente, pide mucho para comenzar y discutiendo llegamos al acuerdo razonable. Esta vez no hay descuento. El pretexto la institución científico-benéfica. Para convencerme, insiste en llevarme a recorrer el hospital.

     Yo lo mandé a Carlos. Él, ya de vuelta, necesitó media botella de cognac para comenzar a relatar aquel paseo por el castillo de Frankenstein. Brazos, manos, cabezas, piernas en formol. O congeladas. Gente cortada en dos. No podía explicarse a causa del shock; siempre le asustó ver matar un pollo (prefería mandar hacer, según decían).

     -¿Cómo se puede saber si están vivos?

     Juanita, fascinada por la historia, se santiguó dos veces, sin dejar de frotársenos.

     -Por las reacciones -comenzó a explicar Carlos.

     -Las reacciones, Juanita, dependen de cada órgano. Son evidentes cuando una chica como usted pasa delante de...

     Ella se puso a reír a gritos. Mi chiste destruyó la atmósfera de suspenso favorable a las intenciones de Carlos, no necesariamente conformes con las de la señorita. Él lleva varios meses sin poder visitar un cabaret por temor al atentado o al escándalo. Ella no quiere ser la cubanita refugiada pobre, huele herencias, necesita marido. Las conozco bien a las del tipo y no las juzgo, siempre y cuando no traten de estropear secretarios ajenos. Mucho tiempo se pierde buscando, formando secretarios. Un Carlos no es nada excepcional pero lleva trabajo. Siempre. Después de tantos años de convivencia pacífica, mi brazo derecho tiene todavía, en algún rincón del corazón, recuerdos especiales. Cuando nos conocimos, no eran sólo recuerdos sino proyectos realizados y realizables. Lo querían liquidar por eso, yo lo salvé. Intercedí por él, lo incorporé a mi servicio.

     Para dejarlo agradecido, desde luego, y agradecido está. Es rico, será más rico cuando muera yo. Sin embargo, y aunque estemos en el mismo barco, puedo sentirle a veces un residuo de moral revolucionaria. La historia de hace quince años: magnate corrompe idealista. Quizás el mismo Carlos no lo sepa, pero la sensación de culpa la tiene todavía en la cabeza. Debo tener cuidado y mucho, para compensar la aparición de la biógrafa, mosquita muerta peligrosa -más de lo imaginado-.

     ¡Lo único que me falta es una historia de amor a contramano!


 

V

     Me llama el coronel para decir: venga en seguida. Si quiere verme, yo lo quiero también. Para decirle cuatro cosas, voy a verlo. Al llegar, casa con invasión de periodistas.

     ¡Otra del viejo!

     Él, todo un señor, comienza el discursito de cómo yo, después de haber servido a mi país, debí salvar la vida huyendo y asilándome. El autor del golpe, un traidor, tendrá que responder ante la historia un día. Siguen elogios sobre mi persona (derrocamiento urdido por mi amigo el coronel); se propone entrevista con Simón Bolívar II. Luego explicación de lo generoso de mi contribución a la causa, del ejemplo sentado con mi plena entrega. ¡Cristóbal Colón de la muerte!, dice el coronel, extasiado. Yo confirmo la historia: cuando muera, iré al congelador. Me cortarán en partes, viviré para siempre Flashes y aplausos. Después me excuso: un exiliado político no debe hacer declaraciones. Nada más que agregar. Usted es algo más que un exiliado, es un héroe, grita una de Time.

     Mascullo unos pretextos y vuelvo a casa.

     Estuve a punto de meter la pata.

     Fue mejor encontrar todo el circo periodístico sin tener ocasión de hablar en privado con el coronel porque estaba por mandarlo a la mierda.

     Y está mal.

     Suerte que pude controlarme, seguirle el juego, el cuento de los millones y la donación de órganos -de todo-. Quiso presionarme con la mentira, me convirtió en el ídolo de las facultades de medicina. ¿Quién me negará la visa ahora?

     Para asegurar, me busco otro. Puedo comprar dos mariscales por el precio de este coronel.

     Pero tranquilo.

     Mañana puro sonrisas, ya está listo el cheque. ¿Se habrá puesto de acuerdo con Carlos? Difícil. Lo de Carlos más bien sentimental.

     Je, je.

     Carlitos, aprendiz, quiso ganarle a su maestro. Se sintió heredero universal, apoderado general. Y lo es, pero sin exclusividad. ¡Qué cara va a poner mañana! O esta tarde, cuando yo no vuelva para cenar y él comience a pasar una noche difícil. Mañana, con toda seguridad, la policía. Una visita discreta, una citación. Para Carlos y para el coronel. Las publicaciones después, digamos una semana a partir de ahora. Es mejor para no alarmar a las autoridades de allá. No, vayamos a lo seguro. Dos semanas. Para entonces, yo tendré ya todos mis papeles. Permiso de residencia en regla... Je, je. Los periodistas comenzarán con los ataques, caerá sobre Carlos el odio acumulado contra mí. ¿Y el coronel? Pobre coronel; tendrá problemas con la policía y con la mafia.

     El único problema el cambio -una vez más-. Me he vuelto rutinario, me transtorna salir del país con la ropa puesta (mi presión debe andar en 22). No queda más remedio. Estos deben de estar complotados.

     Sí, lo más probable...

     Pero lo de Carlos sí que no entiendo.

     Tratándose del viejo, es natural: carreras. Con el tiempo, perdió la sana costumbre de llevarse al turf todo el dinero y nada más que eso. No le bastaron los bolsillos cargados con mi plata y comenzó a jugar más fuerte. Demasiado. No es tonto y nunca hubiera tratado de estafarme de no tener la soga al cuello. La tiene y se combinó con Carlos; lo comprendo a él, no a Carlos, ¿éste qué gana con robarme? Portándose bien, tiene todo; portándose mal, nada. ¿Juanita? No, el tipo es perro viejo para dejarse agarrar así. Eso no justifica la ratería de unos cuantos miles, las maniobritas de la cuenta. Innecesario. Si se casa, en el peor de los casos, puede contar con mi regalo y mi satisfacción de asegurar la imparcialidad de la biógrafa, comprometida con nosotros.

     Hay algo raro en todo esto y ese algo es feo y debo actuar ahora mismo. Lo ideal un taxi y después otro taxi para el aeropuerto. Bueno, tampoco puedo volverme paranoico. Aunque el chófer también esté metido, ni puede raptarme ni negarse a llevarme al aeropuerto. Ni tiene motivos para sospechar, ¿cómo puede saber que, ahora, el vuelito no será para Washington ni Chicago? Se quedará esperando en el aparcamiento y esperará un buen rato. Cuando se canse, ya estará bastante cerca de mi apoderado europeo. Mañana el pobre negro despedido (¿por qué son negros todos los chóferes?), sorry. No se lo hago a él sino al bandido de mi secretario, mañana con saldo cero en cuenta (fondos transferidos a Europa). Juanita tratará de vengarse, ¿qué puede hacer? Si arma mucho lío, ella también queda salpicada. Ya los periodistas saben de su relación con Carlos y los documentos son nefastos para él. Desde Europa, y sin peligro de extradición, voy a reírme a gritos de los dos, pagando las chanchadas hechas entre los tres. Para el coronel, una sorpresa adicional: la mafia se enterará por los diarios de que, sin mi apoyo, no puede devolver a la mafia el dinerito extra prestado para las carreras. Cuando salga de la cárcel, preferirá seguir adentro por seguridad personal.

     Eso le pasa por traicionar a un amigo.

     Yo, al fin y al cabo, soy el mejor amigo. Como amigo; si me traicionan ya es otra cosa. Estos dos infelices van a ver.

     -Usted se agita mucho.

     Me miro en el espejo retrovisor. Si, ¿cómo no agitarme? Dejo mi hermosa casa, me carcome la rabia de haber sido estafado y me falta la satisfacción de la venganza. Siento la urgencia de estar ya en el despacho de mi apoderado general de Zurich y comenzar a preparar la cancelación de mis cuentas en los Estados Unidos, la filmación de los archivos confidenciales, la publicación de las diabluras del coronel. Lo necesito ahora, no puedo esperar un segundo más.

     -Ya llegamos -dice el chófer.

     Sí, ya falta poco para el aeropuerto. A pesar de la congestión del tráfico, el negrito hizo un buen trabajo acelerando, metiéndose en cuánto agujero libre había. Ya llegamos. Espero no reventar en los minutos de espera que me quedan antes de tomar el avioncito para Europa. Espero. Me duele horriblemente el pecho. Él me dice algo. Oigo como si la voz llegara de muy lejos. Sanatorio. No. Derecho al aeropuerto. Soy un toro, no me voy a dejar vencer por una indisposición así. Hace unas semanas fue el chequeo médico, ridículo pensar en el infarto. Ridículo. Gesticulo, quiero gritar, llevarme al pecho las dos manos. Caigo, muero. Comprendo y siento todo el odio de Carlos, destilado en los años de humillación y dependencia; la envidia del coronel, mi cómplice; la satisfacción de Juanita al verme muerto.

     Ellos, después, disfrutarán el verme confinado, inerte, en el monstruoso recipiente médico: cerebro inútil, pura inteligencia eterna y sola abandonada a la repetición feroz de su conciencia.

 

 

 

 

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