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GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ

  CURUZU CADETE: CUENTOS DE AYER Y DE HOY - Obras de GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ - Año 1990


CURUZU CADETE: CUENTOS DE AYER Y DE HOY - Obras de  GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ - Año 1990

CURUZU CADETE: CUENTOS DE AYER Y DE HOY

Obras de  GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ

Edición digital:

Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2000

N. sobre edición original:

Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),

Criterio Ediciones, 1990.



El libro tiene dos partes: «Ayer» (cuentos del pasado) y «Hoy» (cuentos contemporáneos). Hay poco o nada de original en los argumentos, que han sido tomados de libros de historia, reportajes y otros cuentos. El propósito no fue la originalidad sino dar un estilo propio al material ya existente.

 

AYER

 

EL NEGRITO PILAR

     De chico, me dijeron que nunca iba a morir. Nada podrá pasarte, me dijeron, si llevas siempre puesto, siempre al cuello el escapulario milagroso de la Santa Patrona, el que llevaba cuando me quisieron fusilar, el que llevaba cuando él visitó la Esclavatura del Estado, donde me conocían como al negro Pilar y también pardo del diablo, por mentiroso y robador. Deben de hacer cien años (ya no me corre el tiempo), pero tengo bien marcada la tarde del miedo aquel. Aunque acostumbraba rumbear para el Hospital en los paseos de la tarde, aquella vez decidió venirse hacia la Esclavatura, donde me tenían en venta. Me tenían en aislamiento cuando llegó el Dictador, y yo preferí seguir en el corralón del encierro, sin nadie para hablar y con sol y sin agua, pagando mis ladronicios, que soportar su mirada (nunca le habíamos visto, pero hasta nosotros llegaba el ruido de sus ajusticiados, que no le dejaban más en paz su Casa de Gobierno). El capataz me quitó los grillos del aislamiento, me quitó la camisa y me limpió. Después me puso en línea con los otros pardos, y en la sala de las ventas se podía escuchar el temblor de las rodillas nuestras cuando el ruido de botas y de cascos hizo saber que el Supremo Dictador llegaba. Yo pude sentir que me tocaba el cuerpo al recorrerme con los ojos; pensé que me había contado demasiadas costillas cuando se rió de mí; pensé que iría a devolverme al capataz por chiquito y por flaco (nunca supe mi edad, pero entonces no tenía catorce años). Pero me quiso de esclavo y dejé la Esclavatura del Estado. Le seguí por la calle, caminando despacio, siguiendo el paso lento de los caballos, hechos al caminar del cabo con sable y tercerola que marchaba como cincuenta pasos por delante gritando ¡el Señor Dictador!, por si todavía quedaba alguno por la calle desierta, para que el alguno entrase en una casa y atrancase la puerta, como le gustaba al Dictador cuando él andaba por la villa con su escolta.

     Negro, ¡quítame ese demonio! Eso fue lo primero que me dijo después de un gran silencio. Yo, de pie, quemándome las manos con el mate que me había entregado el Fiel de Fechos; él, sentado en el sillón de cuero del antiguo Gobernador español. No me miraba a mí. Miraba para el río, para el naranjo (el borde del barranco de la ribera). Yo, que todavía no tenía su privanza, no me atreví a responderle. Hasta que comenzó a dar voces y me arrebató el mate y lo arrojó con fuerza. Entonces ya no se ocupó más de mí ni de nadie y recorrió los corredores de la Casa del Gobernador sin vernos (los soldados me advirtieron, después, que no tenía que temerle, ni contrariarle). Cuando le comencé a querer, yo también comencé a oír los pasos del Capitán Caballero. Sabía, desde siempre, que era un hombre muy guapo y el Dictador le destinó a la sala del tormento y se quitó la vida cortándose la vena con el filo de los grillos. Sabía que maldijo al Dictador escribiéndole algo en las parceles con su sangre, pero no hubiera creído que después volviera a visitarle, para escribirle de nuevo lo mismo en la pared. Solía volver con el Viento Norte, cuando al amo le daban unas fuertes migrañas y yo, de tanto acostumbrarme, comencé a oír también sus pasos, aunque nunca llegué a verle, salvo una vez. Era bastante tarde, y el Dictador sufría su sequedad de vientre y le ponía yo su lavativa de plata cuando comenzó a convulsionarse y gritarle que volviese al infierno, pero el hombre seguía sentado al escritorio, escribiendo en un papel con pluma y sangre. Cuando entró el Fiel de Fechos atropellando la puerta la escritura ya se había esfumado y tuve que decir que le disparó el Dictador, aunque hubiera sido yo quien usó la pistola que siempre estaba al borde de la cama. Él me miró con desconfianza para decirme: Pilar, una palabra sobre el punto y te llevamos al naranjo. Yo le juré discreción y me cosí la boca en el Mercado grande, al oír las chanzas de los pardos.

     Y es que el favor del Dictador me había vuelto más zafado. Los que querían hablarle, se llegaban primero a mí. Una mujer me ofreció un real por mi escapulario de cuero, que no se lo vendí, pero tomé la moneda. Ella me la dio, como me dejaban robar las gentes del Mercado, haciendo como de no ver cuando robaba frutas y cintas de seda para mi novia. Querían congraciarse con él pero no les valía, ni al precio de una pieza de plata. Aquella señora triste se marchó con la esperanza de que Amo iría a recibirla y graciar a su hombre, pero lo fusilaron bajo el naranjo, mientras yo cebaba el mate del Dictador. Y él me decía: si no eres pillo no has de terminar así; yo traté de adivinar si algún día querría ajusticiarme. Quise saber si un día contaría los cartuchos (siempre midió la pólvora) para el piquete que me llevaría al árbol para dejarme después, ensangrentado, colgado de la horca como al hombre que me mandó su señora con la moneda de plata. Aquella vez el Fiel de Fechos, mientras el Dictador cabalgaba para el Hospital, me llevó hasta los pies del ajusticiado, para ponerme debajo. A ver si tiene miedo, dijo a los soldados, divertidos mirándome temblar, Pilar puede ser el próximo si continúa zafado. Los soldados se reían y la mujer no se animaba a llorar, esperando el momento en que le permitiesen descolgar su cadáver (ya pareció olvidar las promesas falsas con que recibí su moneda). Pero a mí no me parecían chanzas las que se hacían sobre mi cabeza, aún sabiéndose que nunca iría a ser porque el Dictador me protegía, porque me dejaba corretear a mis anchas, sin prenderme por vago ni mal entretenido, ni exigirme los servicios del esclavo. Quería, más bien, tenerme para divertirle con mi charla, que contaba las cosas del Mercado, donde la gente se hablaba (las fiestas se prohibían). Allí, entre las revendedoras y placeras y mestizos yo aprendía las zafadurías que divertían tanto al amo, que me hacía repetirlas veinte veces para reírse a gritos (yo era el único que sabía hacerle reír). También me imponía de las murmuraciones contra su Gobierno, y se las repetía con cuidado para no repetir también que se lo hacía pardo como nosotros, hijo de portuguesa negra que el padre abandonó después para casar con española noble y permitir al hijo servir al Rey. Cosas como estas se las callaba para no hacerme malquerer, y es cierto que yo también reía, a veces, de las producciones irrespetuosas del Mercado cuando venían con caña, pero tenía muy adentro la amonestación del Fiel de Fechos y me guardaba de repetir las cosas de la Casa de los Gobernadores, donde yo vivía, comiéndome el azúcar de los soldados que me perseguían para tentarme como a una mujer, quemándome con las miles de velas que se prendían por la noche para espantar conjurados y fantasmas, sorteando los humores del Amo, que un día me envió a la Cámara de la Verdad. Ni bien terminado su gesto, el comandante Bejarano me tenía ya tomado de los brazos con las manos que me hicieron doler más de una vez. No quería lastimarme sino divertirse pero le divertía sentirme la piel adolorida por sus dedos como tenazas; nada le gustaba tanto como sentir mi resistencia inútil, mi protesta. Y así me llevó agarrado, bromeando, hasta los sótanos de la Casa del Gobernador para ver cómo se manejaba el látigo. Casi me cansaba solamente mirar el teyuruguay trenzado que no paraba de volar y salpicar sudor y sangre, ni de pasarnos una suerte de alegría mala. A pesar de su panza grande y transpirada, Bejarano saltaba como un gato para complacer al Amo que te dio el encargo de cuestionar precisamente un día de San Baltasar (su cumpleaños). ¿Te gustó, Pilarcito?, me preguntó después de castigar. No se había limpiado y me abrazaba. Yo quería soltarme del manoseo, de la baba que el hombre me pasaba al cuello, pero Bejarano ya me lastimaba bajo la mirada complaciente del Amo. Después lloré como no debe hacer una criatura del bajo, pardo acostumbrado a los caprichos de soldados. Lloré y me fui al Mercado para llenarme de caña y escuchar de las castas todavía más historias sucias de la guardia de la Casa del Gobernador. Cuando terminé de bailar me dieron todavía más caña y me llevaron en andas hasta mi casa, hasta la cuadra donde desperté sobre un jergón todo ensuciado. El Amo me pidió los comentarios de San Baltasar en el Mercado pero yo no recordaba nada. No se impacientó sino que me dejó comer y vomitar por todo el día hasta echar del cuerpo los restos de la caña.

     Lo de los aros lo supo desde siempre, pero no me dijo nada sino mucho después.

     Fue después de aquella enfermedad tan fuerte que lo dejó acostado, sin fuerza ni para escribir ni firmar sus papeles, que se los hacía firmar el Fiel de Fechos, tomándole la mano con su mano, para conducirle la letra. Yo le preparaba la tisana que, dicen, le salvó la vida, pero una vez que le llevé su medicina sentí como la presencia de la víbora -porque la presencia de la víbora se siente, y aunque no la puedas ver y en plena oscuridad. Desde el fondo de su habitación oscura vi su maldad enroscada sobre su cama que la sostenía apenas, ya casi demasiada enferma para poder morder.

     Me preguntó por los aros que alguna vez robé para Ramonita en el Mercado; le dije que podía devolverlos. Me preguntó por el paño colorado que robé de sus Almacenes para Ramonita también; ya no podía devolverlo porque con él mi novia se había hecho vestido conque bailó conmigo en San Baltasar, el día en que la caña y la tristeza me soltaron la lengua. Le dije que podía devolverlo, siguiendo mi costumbre de ladrón, y él se lo creyó, parece, por eso no me pidió devolución. Pidió no más castigo para el robador, que con el miedo echó la medicina al suelo y se le hincó para suplicarle su perdón.

     Pero el Fiel de Fechos ya tenía los ojos como de víbora, y los soldados me iban arrastrando para castigarme por ladrón. El Dictador no me daba 16 años, pero me condenaba igual, y el sargento todavía me creía más niño por mi pequeña estatura, por eso no me sujetó con cadenas, pero al final me ataron con coyundas de cuero, porque no quería dejarme fusilar y el miedo me daba demasiada fuerza y ya les daba demasiada pelea -un niño contra varios hombres fuertes.

     Ya no pude ver dónde estaba el Dictador Supremo cuando me remataban con machete; puede que haya seguido con los ojos fijos sobre el naranjito de los fusilamientos. Puede que yo mismo haya venido a incomodarle todavía más el Viento Norte en que solía vocearse con sus ajusticiados. Puede que me haya perdonado; puede que no. ¿Cómo habré de saber si nunca hablaba? Ni hablará tampoco aunque ya tenga un otro negro, un otro Pilar que robe en el mercado haciéndose el zafado para recoger las murmuraciones contra el Gobierno. El otro negro también tendrá, como yo, algún San Baltasar en que los pardos del Mercado grande le llenen la cabeza de caña para soltarle la lengua; volverá, muy contento, para repetir las sinvergüencerías al Amo, que no querrá escucharle, diciéndole que ha robado y que será castigado; él gritará que puede devolver lo robado pero le arrastrarán hasta el naranjo, creyendo haber sido traicionado por las gentes del Mercado...

     Pero no. Ellas no querían denunciarme al Dictador. Ellas no querían saber que las denunciaba yo. No fueron ellas. Habrá sido el Pilar que había de reemplazarme (no lo puedo ver pero lo sé).

     Ellas se vinieron todas juntas, para lavarme, para ponerme una camisa limpia, pantalones limpios, porque no podía entrar tan maltratado en la casa de Dios. Pobre criatura, dijo una, la que me abrió la mano para ver mi escapulario todo ensangrentado. Criatura es inocente, dijo otra, la que habló con el padre para pedir una misa. Y entonces yo comprendí, al final, que me había equivocado con todas ellas, con todas las placeras y los pardos y las pobres gentes que no tenían la privanza del Dictador. Me equivoqué porque ahora, si vivo, vivo gracias a ellas, que todavía me recuerdan y me permiten, así, que recorra la plaza llena de collares de cuentas de vidrio como el que yo robé para mi novia -plaza donde siempre me supieron robador y mentiroso sin rechazarme... Puede que comiencen a olvidarme, y entonces ya tendré que morir del todo, porque puedo vivir solamente en ellas... Una primera muerte duele demasiado y nadie puede pasar por la segunda; por eso tengo miedo, mucho miedo, más miedo que el que siempre tuve. Pero rencor ya no tengo, ni lo tendré si llegaran a expulsarme para siempre del Mercado y del recuerdo, pobres gentes, porque yo también, en mi momento, me olvidé de todas ellas.


 

JULIANA

     Cuando tenía doce... ¿cuántos años tenía?... ¿doce?, ¿o eran trece?... le dijeron (eso recuerda, sí, que le dijeron) no se mirase tanto en el espejo, porque Dios podía castigar su vanidad de niña (o de mujer) coqueta haciéndole mirar, en la luna del espejo, los visajes del diablo.

     Juliana Insfrán de Martínez recordó en esta hora los consejos de su madre o de su tía materna, todas mujeres de negro, como llevando luto por un duelo que alguna vez tenía que llegar. Recordó los ojos profundos, las pestañas larguísimas que solía mirar embelesada hasta que la volvía a los hechos un tirón de trenzas. Ahora era mujer, finalmente mujer independiente, y podía mirar con unos ojos duros que bajaban la vista de cualquier verdugo pero no podían mirar sin cierta debilidad de madre al chiquilín enteco que le trajo el espejo.

     ¿Cuántos años tendría?, se preguntó Juliana. Doce, había dicho el niño. Pero Juliana tendía a considerarlo de nueve o diez y le daban risa sus aires de carcelero. Aires de carcelero poco seguro de sí mismo, poco seguro del humor de la dama, que en cualquier momento (temía) podía sacudirle una paliza de las que le daban en la capuera cuando todavía vivía con sus padres, cuando no lo habían separado tempranamente para darle una bayoneta sin fusil y un morrión de cuero con el que tenía que montar -ridículamente- guardia. Le habían ordenado ser severo, cruel, pero el niño no se sentía muy a gusto con los desplantes de su prisionera, una mujer de veinticuatro años, alta, de manos más robustas que las suyas -manos donde, entre las uñas destrozadas, todavía brillaba un anillo de oro. Así que el adolescente -si la palabra cuadra, aunque en la campaña [16]los niños, precozmente, podían ser hombres- cumplió de buena gana el mandato de la señora Juliana. Dios sabe de dónde le consiguió el pedazo de vidrio roto que alguna vez fue espejo, y en el que la señora, entre asustada y sorprendida, cometía su última travesura. El chiquilín miraba con timidez como la Juliana, como si estuviera jugando, se acercaba al espejo, se miraba unos segundos, y se separaba de la superficie sucia donde no encontraba más sus mejillas de adolescente ni su boca de mujer. En un momento, el niño se puso a mirarla con mirada fija, hasta que la prisionera comprendió que la estaba mirando, y entonces el carcelero recibió la censura muda de unos ojos de tigre, ante los que también había temblado el cabo pardo.

     Vanidad de mujer, le había dicho el religioso. Ella se limitó a mirarlo sin decir palabra. Por un momento, vio detrás de aquella figura casi anónima, la imagen de un hombre joven. Joven y casto, de rigurosa sotana negra. Se habían conocido de niños, habían jugado hasta el momento en que se separaron; ella se hizo mujer, él cura. Se lo consideraba obispo. Hasta se comentaban los milagros que podría hacer cuando fuera obispo, cuando fuera santo. Hasta que dejó de hablarse de monseñor Fidel Maíz, que ya ni siquiera será padre Maíz, que se convirtió en hombre corvado en la celda estrecha, cuya altura no le permitía ni ponerse de pie. Allí entró, posiblemente, en el 63, para salir, años más tarde, como Fiscal de Sangre; como ex amigo, que simulaba no ver lo que estaba viendo cuando ya terminó la ceremonia y Juliana conservaba un orgullo terco de decir que no y el cabo no podía referir la anécdota entre sus camaradas, aunque a un cabo de color le estaba bien tocar a una mujer blanca. Pero el cabo se había limitado a cumplir una orden y, cuando terminó la ceremonia, salió apresuradamente para dejar al padre Fidel Maíz, Fiscal de Sangre, con la prisionera doña Juliana Martínez de Insfrán.

     -Te vas a condenar, hija mía.

     Juliana no recordaba haberle contestado. Pero posiblemente contestó que no, porque el sacerdote comenzó de nuevo el interrogatorio de rutina, mientras un escribiente (¡todavía gente que sabía escribir!) con una pluma gastada garrapateaba notas en un pergamino viejo, tratando de escribir con letra chica porque el papel faltaba.

     Este trabajoso chasquido de la pluma sobre el cuero raspado le parecía más penoso que el interrogatorio, más penoso que la ceremonia ridícula de imitar las pompas de un proceso fundado en la solemnidad de las Siete Partidas, más penoso que el cepo uruguayana que la estaba esperando.

     A fuerza de perder toda esperanza, se le había quitado el miedo; era como si, de golpe, bajo una luz distinta, todo se le presentara en su dimensión exacta. La miseria del escribiente mestizo, que llevaba la casaca de uniforme sobre un torso esquelético y sin camisa, los pies descalzos del hombre, la sotana raída del padre Maíz. Quizás desfallecida por el hambre, la conciencia le pesaba menos. Veía una silla rota, con ladrillos que sostenían penosamente la pata deficiente, veía una vela derramando sebo sobre la mesa, veía a los dos hombres interrogándola. Y el soldado en la puerta, muerto de sueño, preguntándose para qué gastaban doble guardia con una mujer engrillada. (Engrillada era la palabra que seguían usando para las correas de cuero, porque el hierro se había ido todo en armas que ya penosamente funcionaban.)

     -Te vas a condenar, hija mía.

     Juliana se preguntaba por qué se impacientaban tanto. Drogada por el hambre o por el sueño malo, ella podía parecer, a veces, dulce. ¿Qué podían temer de una mujer callada, agarrotada por correas de cuero? ¿Por qué les hago daño?, se preguntó Juliana como desde otro tiempo; del tiempo en que ella era una mujer todavía sin casar y el hombre del otro lado de la mesa, un sacerdote, y el escribiente, un maestro de escuela que repetía diez y veinte veces a los dóciles alumnos el Catecismo de San Alberto, sin temblar al escribir unos trazos dudosos sobre el pedazo de cuero porque cualquier equivocación podía sonar a infidencia. De tanto cuestionar, las víctimas se habían vuelto verdugos. El hombre retorcido en el tormento revelaba, por desesperación o por venganza, nombres de jueces que pasaban al tormento. La conspiración estaba en todas partes, menos en Juliana, que se había pasado los primeros meses del año 1868 recluida, como una dama de alcurnia, frente a un ruinoso piano en una casa antigua de Patiño Cué. De allí enviaron a buscarla dos soldados y un cabo negro (el mismo que la poseyó por orden superior): hombres que le dijeron para averiguaciones. Y de Patiño Cué para San Fernando, un campamento desastrado junto al río, donde la señora Lynch le volvió las espaldas, por miedo a comprometerse.

     El padre Maíz la recibió con su mejor estola; le ordenó arrodillarse. Ella obedeció por hábito, no por sumisión. (Le habían enseñado tantas veces a inclinar la cabeza y besar manos, que ahora ya lo hacía por urbanidad, sin participar en la ceremonia.) El cura le explicó que se conspiraba, Juliana se sobresaltó cuando involucraron a su esposo. Quizás no había querido a su esposo más de lo que puede querer una joven recatada, siempre acostumbrada a mirar hombres desde lejos y a evitar su compañía. Pero tampoco la había decepcionado ese oficial severo, cortés, a veces cruel con sus subordinados. Hombre que daba y que cumplía órdenes sin pensar demasiado, con una sencillez mezclada de tontería y heroísmo. La sencillez que le permitió vivir varias semanas alimentándose con la carne, el cuero y hasta con la montura de sus caballos, cargando sus cañones con nueces de coco y trozos de botella para resistir a los 40.000 soldados que machacaban con artillería de sitio ese fortín de adobe llamado fortaleza de Humaitá. Allí resistió Martínez hasta el 25 de julio los asaltos aliados de la Argentina, el Uruguay y el Brasil, hasta que, sin bala y sin comida, decidió replegarse porque había cumplido plenamente la consigna de demorar al enemigo. Lo rodearon en Yverá, un estero donde los aliados capturaron 800 hombres cuando, persuadido por los capellanes, se rindió Martínez. Su comandante, Francisco López, lo acusó de traición. Decidió arrestar a su mujer, Juliana Insfrán, mientras los aliados, entre sorprendidos y resentidos, se recriminaban mutuamente la demora en vencer la resistencia de Martínez, a quien permitieron conservar su espada de comandante, en homenaje a su valor. Traición. La palabra tenía un peso raro, sonaba desusadamente injusta en un sistema injusto, del que Juliana Insfrán no había conocido más que el favor del príncipe, como dama distinguida y esposa de un comandante militar. Por eso estuvo a punto de firmar la nota que le presentó el padre Maíz, pero un algo que nunca había conocido le enseñó que no debía hacerlo. ¿Para qué resistir? Francisco López quería disculparse acusando a Martínez; quería conservar (si todavía era posible) una reputación sacrílega con que una iglesia dócil lo había beneficiado: Dios sobre la tierra (palabras de Fidel Maíz).

     Francisco López necesitaba hacer culpable al coronel Martínez de la derrota de la derrota de Humaitá, de la derrota final. Para eso contaba con la colaboración de Juliana, protegida de los López, y de la mediación de Fidel Maíz. ¿Para qué resistir? Era una declaración, era una firma para decir que la mujer desconocía a su marido, ahora prisionero de los argentinos. López ya no podía castigarle, la infamia no le alcanzaba (explicó ladinamente el sacerdote); todo el mundo sabía las hazañas de Humaitá. Juliana, una mujer caprichosa de veinticuatro años, sintió que se apoyaba en algo como el fondo de sí misma:

     -No.

     Y desde entonces fue la rutina de la cuestión: los estiramientos en el cepo, los martillazos en los dedos, la violación. Maíz participó hasta el día en que, habiéndole amenazado con el fuego eterno por desobediencia, ella le preguntó sinceramente si él creía en Dios. Y entonces vio Juliana que el religioso tenía miedo porque de golpe lo había vuelto a algo que él tenía antes de ser sacerdote blasfemo. Tenía miedo, como tenían miedo todos los hombres que vinieron a cuestionarla para satisfacer la pregunta (la orden) de Francisco López, que mirando ladinamente a sus subordinados exclamaba: ¿Alguien se atreve a hacerla hablar a la Juliana? Pasaron por la cámara de tormento (nombre pomposo para un rancho) Resquín. Carmona, Aveiro. Feroces, pero intimidados. Porque la Juliana era como decir a gritos que no tenía sentido ser valiente, que nadie había sido valiente. Francisco López se cansó de la rebelde, y eso le dio un respiro a la mujer para conseguirse un peine, tratando de componer ante un espejo sucio esos cabellos sucios que no podía recoger hacia atrás como antes para no revelar la fea cicatriz sobre la ceja izquierda. Pero, de cualquier manera, decidió asearse: se vendó la mano, se compuso la ropa. El soldadito le permitió gastar todo un balde de agua y hasta la lejía que se usaba en lugar de jabón. Juliana fue meticulosa; le pareció una deuda consigo misma mostrarse despejada y limpia cuando la llevaban a fusilar.



LAS DESTINADAS

     Yo lo conozco bien a mi comandante, que no suele hacer esas cosas, pero tiene a los dos soldados encepados, aunque él mismo fue quien los mandó en una comisión, y por eso fue que llegaron tarde a la retreta, pero se olvidó o no les quiso escuchar razones, así que los metió en el cepo a los dos como castigo. Yo no le pienso recordar que no hay infracción, porque no estamos para eso. Estamos para obedecer sin protestar y aguantar un poco el malhumor del comandante, que también se comprende, porque rumor le llegó de que ahora van remontando el río con sus corazas y que piensan desembarcar en el norte para venírsenos encima desde arriba.

     Ese informe le llegó a mi comandante y escuché por casualidad. Escuché pero no dije nada a nadie y ni siquiera saben que escuché. Cuando mi comandante me llamó, de mala cara, me preguntó si no sabía nada. Yo le dije que no y entonces me anotó los nombres y me dijo que fuera para traerlas de Limpio. Nombres que no se pueden ni leer, pero me cuadré y me fui.

     La más vieja... ¿cómo saber cuál es la más vieja, con esas que se ponen tanta ropa? Las de por aquí suelen recoger sus cosechas en enaguas, y a veces ni eso. Al principio se las quiso castigar, pero no había cepo para tantas. ¿Qué hacer si nos falta el algodón? Las dejamos no más trabajar en cueros, pueden andar así en la chacra, pero cuando se presentan a la autoridad tienen que ser decentitas, quizás con vestido ajeno pero decentes. Algunas suelen llevar esos faldones de cuero que comienzan a usar nuestros soldados, pero les gusta más un typoi, aunque sea ajeno. Y con eso o sin nada se ve a la legua cuál es joven, pero con estas dos no hay caso. Tienen demasiadas faldas y sombreros, por eso van desde Limpio a Luque con montado, con caballo bueno que les tira ese carrito que las lleva a las dos.

     Mi comandante las recibe allí con su cara de vinagre.

     -¿Quién dirige la casa? -les pregunta.

     -Ella -dice la más joven (veo ahora que es joven) señalando a su mamá.

     -¿Por qué no salieron del partido? -está gritando.

     -No teníamos orden.

     -¡Tenían que haber salido sin orden, pues!

     Después se calma un poco más mi comandante; él tampoco no sabe bien qué hacer. Le dijeron para evacuar a las otras, pero de las extranjeras no le dijeron nada. No le dieron órdenes de dejarlas ni órdenes de mandarlas para la cordillera.

     Así que duda un poco cuando las dos le preguntan qué van a hacer, y al final les firma un pasaporte, les dice que vayan a prepararse porque tienen que salir mañana para Piribebuy. Las dos se quedan muy tristes y le preguntan qué van a hacer con sus empleados, una chica de quince y un hombre mucho más viejo que yo. Que vayan también, dice mi comandante, y hace el pasaporte para los cuatro. El viejo muy contento, porque solo no sirve para nada; parece que lo tienen en su servicio de ellas de pura lástima...

     Mientras tanto, podemos descansar. La francesa conoce una casa vieja, que ella alquiló una vez, cuando estuvo el Luque. Dice que ha de estar desocupada y así es. Podemos instalarnos cómodamente, las dos mujeres con sus dos criados y yo que las he de acompañar.

     (Dicen que para mañana he de recibir más dos soldados, pero ahora estoy sólo.) Hacen una buena cena y me convidan bien, por suerte, hace más de un día que estoy a naranjas no más. Después comienzo yo a trancar las puertas, no sea que se me vayan a escapar, y también hay demasiado movimiento por la calle. Toda clase de gente. Desde mi ventana veo los arsenaleros llevando como pueden sus máquinas, quieren embarcarlas para Tacuaral, pero no sé si hasta allí van a llegar; son demasiado grandes los fierros esos.

     Con la falta de animales quisieron llevarse los nuestros, y menos mal que los contenté con una mula y nada más, porque sin montados no hacemos nada. Tengo que llevar a las mujeres hasta Piribebuy, pero si perdemos los caballos no hay caso, esas dos no saben andar a pie. Pero si no llegan voy a ser responsable, y entonces me paso sin dormir cuidando la carreta y las provistas y los bichos que tenemos.

     A eso de las once de la noche llega un oficial muy joven y asustado. Con el sombrero en la mano, me pregunta qué clase de gente somos. Yo le contesto que voy acompañando a las dos francesas, y entonces me pregunta si como residentas o destinadas. Yo le contesto que no sé; que me dieron órdenes de llevarlas y que parecen gente de dinero. Entonces el oficial me pide permiso para colgar su hamaca en nuestro corredor y le digo que sí, ¿acaso voy a negarme a un superior? Él, seguramente, piensa que voy llevando gente muy importante, y puede ser. Por lo menos no son creídas; apenas ven que vino el oficial se levantan para servirle mate amargo, pero él quiere usar nuestra agua para lavarse una herida de la pierna llena de gusanos. Yo le recomiendo un poco de sal, y después la criadita le consigue una venda; el oficial está contento. Y nosotros también, porque resulta mejor tener una casa con oficial; últimamente no se respeta más los clases. Oficiales un poco más, pero tampoco se les obedece tanto. El soldado es como el ratón que sabe cuando dejar el barco; antes que el capitán ya se dan cuenta. Nadie les dice nada, incluso se les prohíbe preguntar, pero como los ratones meten su hocico por aquí, por allá, y enseguida saben lo que pasa. Antes que el superior. Y cuando la situación se pone mal son los primeros en rajarse, o en tratar de rajar. Y ahora parece que van haciendo sus cosas lentamente, sin ganas, con ánimo de dejarse agarrar, porque saben que están cerca. Tratan de ir quedando rezagados, disimuladamente, esperando que en cualquier momento los alcancen. Y nosotros nos rabiamos de balde, pero cuando el soldado no quiere, no se puede. Apaleamos a uno o a otro, pero cuando el soldado no quiere, no se puede.

     Y eso es lo que le pasa al pobre alférez. Se levantó bien temprano, a la mañana, llamando a sus soldados por su nombre, pero ni la mitad le respondieron. ¿Y qué va a hacer? Capaz que si se va a buscarlos, cuando vuelve, se le fueron los que ahora están con él. No hay caso. El pobre muchacho está bastante asustado, porque a lo mejor lo van a castigar por eso, van a pensar que no cuida a sus soldados. Pero la verdad es que los soldados quieren irse del barco y entonces estamos de más los sargentos, los oficiales y todo. Y menos mal que tiene con qué entretenerse, porque a lo mejor o si no le entraba en la cabeza dejarnos sin montados. Todo el mundo mezquina los caballos, es lo que más se quiere, porque sirve para montar, para vender, para comer. Al principio nadie pensaba así, pero ahora una res ya se carnea para 400 o 500, incluso se come el cuero, y entonces carne de caballo nunca viene mal -peores cosas se comen.

     Entonces se fue no más el alférez sin saber que hacer y nosotros desayunamos bien (no son yopy las francesas) y después comenzamos a marchar. La mamá en la carreta, porque parece que le agarró la fiebre. La señora a caballo (monta bastante bien) y los soldaditos al costado. Me dieron dos antes de salir y me parece bien; solo desde luego que no podía, metido entre tanta gente. Yo tengo que llevar mi sable desenvainado, por las dudas, porque los soldados van tomando caña por la calle. La criadita se asusta de sus zafadurías, mis soldados se ponen nerviosos por la forma en que nos miran, oigo que un recluta dice, frente a la iglesia, que ya perdimos la guerra. En otros tiempos iba a denunciarle, como es mi deber, pero ahora ya no tengo tiempo y me dijeron bien que cuide a mi partida y nada más.

     Ha de ser así porque me creen viejo. Y la verdad, parezco bastante viejo, pero soy fuerte. Lo único que, como decía mi difunto padre, se me atrasan las cosas. Primero quería ser paí, pero se cerró el Seminario. Cuando se abrió, ya no tenía más ganas. Después, quería ser militar; entré en la Jefatura Política como ayudante, pero el Jefe me tenía siempre en la oficina, por mi buena letra, para que le haga los informes. Y después llegó la guerra, pero muy tarde, y entré como cabo, y me ascienden a sargento ahora que... ahora que se acaba la guerra, porque se acaba. No he de repetir eso por ahí, por supuesto, pero esos soldados que vimos en Luque venían concluídos, y ellos vieron lo que nos pasó en las Lomas Valentinas. Ahora ya ni tienen miedo de decir en público que perdimos; esperan seguramente que en cualquier momento nos capturen los brasileros, como también esperan estas dos señoras, que tratan de andar bien conmigo para ver si las dejo escaparse en vez de conducirlas para donde ellas no quieren. Y mis soldados, ¡ni hablar! Al menor irrespeto les aplico los bastonazos de ordenanza, y ellos saben eso y no abren la boca, pero yo sé también lo que ellos piensan; para algo soy viejo. Viejo pero no tanto como se creen, pero mejor que se lo crean así, con tanta gente mala que anda por allí. Pyragués que reciben ración doble y tienen que justificar su ración doble y entonces inventan historias de la gente inocente, y así terminan mal algunos. Demasiados, más bien. Por eso ya les tengo dicho a mis soldados que voy a cintarear al que hable sin permiso. Nadie va a escucharles nada que por ahí se pueda entender mal; es por su propio bien y el de nosotros todos.

     Y así llegamos tranquilos y sin decir macanas hasta la estación de Areguá, donde nos fuimos a la casa de unos señores Gelly para descansar y mi francesa nos mató una cabra. Nosotros comimos con ganas mientras nos miraban. Parecen moscas. Cuando comienza el asado comienzan a llegar: mujeres, criaturas y hasta ciegos. Yo no sé como hacen los ciegos para llegar hasta el fuego, pero llegan.

     Y allí comienzan todos. Yo tengo un hijo enfermo. Hace días no comemos, che ama. Un poco para mi mamá. Pero si se convida a uno hay que convidar a todos y entonces pasamos hambre todos, con la gran cantidad que va llegando hasta Areguá. Cuando salimos de Luque no eran pocos, pero se nos fueron juntando más en el camino. Gente de todos los partidos, mujeres y criaturas por lo más. También llevan enfermos y hasta inválidos; van en unas hamacas colgadas de tacuaras que llevan sobre los hombros dos o tres. Hay las que llevan sus criaturas sobre el hombro; otros van en carretilla (los más enfermos). También alguno que otro joven con muleta, pero muy pocos, porque los muleteros son los que salieron de los hospitales vivos, y de los hospitales casi siempre se sale muerto. A mí me quisieron cortar la pierna por una zoncera, pero no me dejé; me cuidaron algunas mujeres que me atendieron bien y aquí estoy, caminando, mientras que esos pobres mozos están sin pierna. A mí me dan lástima, pero hay que hacer así: hay que darles una patada como a los perros que se acercan a la mesa porque o sino es peor. A la vieja le molesta un poco cuando pego un grito, pero después se van y ya quedamos tranquilos y podemos hasta preparar un poco de la sobra para el viaje. Al soldado asunceno yo le veo meter un poco de comida en su bolso, y entonces yo lo llamo aparte para hacerle tirar ese pedazo de carne, decirle que no he de tolerar esas desvergüenzas.

     El mitaí tiene mucho miedo, cree que lo voy a castigar. Pero no lo voy a castigar, no es necesario, lo importante es que tenga miedo, porque si le doy dos o tres planazos con el sable a lo mejor le resulta liviano y yo tampoco quiero estropearlo porque lo necesito entero en el viaje.

     Mi soldado tiene miedo; parece que se va a poner a llorar. Yo apresto el sable; le digo que incline el tronco. En eso, la mujer comienza a quejarse. Es una mujer que ya había visto en el camino, lleva sobre la cabeza una pañoleta azul. Me dice que no lo mate, por favor, que el chico apenas tiene sus once años. A mí me da risa, porque no lo pensaba matar, ni siquiera golpear, y le digo que se salvó esta vez gracias a la señora, pero que la señora no lo va a cuidar todo el tiempo como su mamá, y que la próxima vez lo voy a sablear de lo lindo y encima lo voy a partear para que lo lleven a la Mayoría y lo tengan encepado allá; eso sí que lo asusta, porque los mitaí lo tienen mucho miedo al caraí. Recuerdo una vez allá en el campamento, que los reclutas hacían cualquier cosa para no pasar delante de la Mayoría, porque le tenían mucho miedo. Así que le di un buen susto. Y a la señora también le digo que no se meta más con la autoridad y se pone a chillar. Dice que demasiado cerca luego estamos de la Navidad para ser tan malo, que recuerde un poco. Grita y llora y parece que se ríe: debe de estar completamente loca. Esta es una de las que habrá pasado la semana pasada en Lomas Valentinas; dice que muchas se volvieron locas con los cambá que les tiraban bomba sobre bomba y el cabo que les hacía recoger los pedazos para usar como metralla. No sé cómo hizo para venir desde allá, no es de las que sabe andar a pie, tiene los pies todo cortados y los zapatos seguro que los perdió en algún estero y no le han de permitir comprar zapatos nuevos (si es que encuentra) porque va de destinada. Debe ser por eso que está loca, la gente se está poniendo demasiado loca últimamente. A cada rato una que dice que no, que no puede más y que no camina más, que siga el resto caminando, y entonces hay que cintarearla un poco pero a veces ni así; hay que arrastrarla o subirla en una carreta por la fuerza, hasta que se le pase el malhumor. Y tener que caminar cargado y encima arrastrando mujeres es demasiado; suerte que me dieron solamente dos, han de ser personas importantes, porque o sino las mandaban caminando con el resto. Deben ser amigas del cónsul, seguramente, que ahora se fue también a la cordillera para hablar con caraí, porque la orden era que todos, hasta los extranjeros, se muevan. Y el cónsul parece que estaba más tranquilo en la Asunción, quería quedarse, pero al final caraí le dijo le pueden agarrar los enemigos. Así por lo menos comentó mi comandante en Luque; él se divirtió viendo la cara enojada del francés, que no quería irse porque era diplomático, decía, pero al final se fue como los otros, porque nosotros no queremos retobados...

     A él no le van a contestar así no más.

     Lástima que tenga gente mala alrededor; esos son los que nos perjudican a todos. ¡Si caraí supiera! ¿Pero quién se lo va a decir? Uno se llega a la Mayoría para dar un parte cualquiera y ellos le hacen esperar una hora, de puro gusto, y después un oficial le hace decir a uno todo lo que quiere decirle al Gobierno... quizás para asegurarse de que no viene una queja... Y yo no creo que sea de él la historia; él es un hombre muy sencillo. Cuando se pasea por el campamento sin sus oficiales suele hablar con nosotros, nos pregunta qué pasa, y allí le podemos hablar sinceramente, decirle todo lo que queremos y nos escucha. Pero ahora anda muy preocupado, tiene que rezar bastante por todo lo que nos está pasando, no lo vemos más. Y entonces aprovechan los otros, nos castigan de balde, todo por denuncias falsas... Una vez estuve a punto de irme a la Mayoría personalmente, para contarle...

     -¡Neike, pues!

     ¡Pero qué se ha creído!

     Le digo que se vaya y no se va; se queda no más mirándome, como si no entendiera, como si el sargento fuera él. Parece que quiere hacerse cargo de mis soldados, porque se pone a hablar con el asuncenito hasta que me le voy encima y comienza a entender.

     Retrocede mirándome, mirando al soldadito.

     Yo termino por perder la paciencia y les dejo encargado que si vuelve a aparecer por aquí los castigo a los tres, a ella y a los dos reclutas. Les dejo dicho que cuiden bien nuestra provista y nuestros caballos, pero al día siguiente nos falta uno. Por la noche vino un oficial y lo llevó; los dos mitaí demasiado asustados estaban para llamarme antes de entregarle, puede que ni siquiera haya sido oficial.

     ¡Paciencia!

     Por lo menos tengo cocinera, no puedo quejar.

     Mi comandante me mandó para la cordillera sin darme provista y como estaba tan de piré vaí no le quise recordar que tampoco vamos a tener la recompensa que nos habían prometido y por ahora no vamos a oír hablar de patacones durante meses. Menos mal que las dos señoras tienen: comemos de lo que ellas nos dan. Incluso creo que me ofreció dinero, no sé si entendí bien, pero ha de ser que saben por diplomáticas que hace meses no cobramos, pero no les puedo ya aceptar. ¡Vaya a saber si no es una trampa o qué! Puede que me esté tanteando y que después me denuncien, o que se enteren por ahí, o que quieran que las deje ir para la Asunción, para los brasileros que ya están allá... Que las acompañe, porque solas no pueden ir para ningún lado, pero con tantos espías yo no voy a hacer ni aunque me den 100 onzas, no quiero morir ajusticiado. Basta una sospecha para que te arresten y otra para que te hagan lancear. Encima duele con las criaturas que tenemos en el ejército, que no tienen fuerza con la lanza, y te pueden dejar medio rematado, como el que vimos por el camino, que según contaba lancearon ayer y todavía hoy se sigue retorciendo. Así que prudencia, compañero, nada de tonterías. Si nos han de agarrar los brasileros nos agarran no más, y de mí no tienen nada que quejarse, porque las trato bien a estas mujeres que no me van denunciar. Paciencia y a seguir el camino cuando pare de llover; desayunados hemos de andar mejor.

     Pareció que iba a llover todo el día, las dos francesas se preparaban para descansar. Parece que están con fiebre, o se hacen; no sé. Pero a eso de las nueve de la mañana paró la lluvia y tuvimos que avanzar. La villa se convierte en un loquero con el plagueo de las viejas. ¿Cuántas serán? Miles. Llenan los corredores de las casas, llenan los patios, salen de los portones para llenar las calles, quejándose de que van a morir con este barro que no les deja caminar y que por favor, por amor a Dios, las dejen descansar un rato más, por lo menos hasta mediodía, o hasta que baje el agua del estero, que según han contado está crecido como un mar.

     Y, la verdad, creció.

     Llegamos caminando por el barrio sucio; tenemos ganas de volver aunque sea arrastrados cuando vemos el Paso Reventón que se confunde con la laguna de Ypacaraí con tanta agua.

     -Llévelas del otro lado -dice el oficial.

     ¿Dónde está el otro lado? Son leguas de aguas y camalotes y víboras. Pero el oficial no está para discusiones, tiene que cumplir la orden y dice que conozco el pago y tengo que enfilar para el lado del banco que queda a la derecha del puente y que no puedo reconocer con la creciente. Pero parece que acierto porque el remo marca una vara de agua, nada más, y entonces las hago bajarse del bote para subir a los caballos que nos siguieron nadando. Yo voy delante, mostrándoles el paso, pero de tanto en tanto se me pierde el caballo de entre las piernas porque entré en un pozo. No entiendo como el animal aguanta, ahora los caballos ya no tienen fuerza y es muy raro un animal como este, metido hasta la cincha en el estero por tanto tiempo, sin flaquear ni enojarse. El bicho aguanta, fuerte como un tronco, y, al fin puedo dar con el camino que me lleva hasta el puente, cuando ya pensaba que no iba a llegar. Acerté por tanteo, probando y aprendiendo por la fuerza, porque con crecida así no hay vado. Lo único que se puede es encomendarse a Dios y pedir que no te lleve la correntada fuerte del canal y tratar de ganar la otra orilla.

     El oficial sigue creyendo que soy el práctico, sigue creyendo que encontré el camino y trata de seguirlo. Casi me divierto viendo como cae en los pozos, como se desconcierta su gente cuando tratan de hacer lo que hice yo. Nosotros ya estamos cómodos bajo el puente y los criados fueron a buscar leña seca para hacer un mate. La francesa más vieja con un chucho que le suenan los dientes. Debe ser porque el sol salió muy fuerte después de tanta lluvia y fueron horas en el cruce. Por suerte tenemos horas para descansarnos, falta todavía demasiado para que crucen todas. Hemos de acampar seguramente de este lado del Paso Reventón para pasar la noche y entrar recién mañana en Tacuaral. Son todavía demasiadas para pasar por un vado que no existe, donde alguna quedará, pero no la del pañuelo azul, que no se ve del barro, que se viene corriendo a donde estamos, a la sombra del puente.

     Viene gritando como de costumbre, pidiendo que le preste mis soldados. Las dos francesas también me piden por favor que los mande para buscar a la señora que quedó en la correntada. Yo les doy permiso y vamos entre todos para ver lo que se puede hacer.

     Cuando llegamos, ya no es necesario: alguien la agarró del rodete y la trajo a la orilla. Había perdido el pie en alguna parte y no supo nadar, pero la pescaron a tiempo. Después le dieron caña pero no hubo caso: se les murió. Habrá sido del susto, porque cuando la sacaron del agua estaba viva, yo la vi.

     Esa noche pasamos de velorio: la señora en el pasto, bien vestida, con unas pocas velas que el viento apaga y ellas tratan de encender. Alrededor los rezos y las lamentaciones. Todas nos vamos a morir, dicen, ella no es la única. Para qué la guerra, para qué las hacen dejar sus chacras y las arrean como ganado para las cordilleras para morir de hambre allá. El oficial mira, con ánimo de acariciarlas, pero no se anima a interrumpir los rezos. Además, son demasiadas y demasiado enojadas; no se les puede hacer nada por ahora. Encima quieren que mande por el paí de Tacuaral, pero con esta oscuridad no hay caso; los soldaditos no se quieren ir y nosotros tampoco los queremos obligar, dicen que el espíritu anda suelto.

     Cuando amanece estamos más cansados que nunca, pero la enterramos como debe ser y comenzamos a marchar para la villa, que está irreconocible. Alguien dejó baúles en la estación (a lo mejor creyeron que todavía podían mandar por tren) y los abrieron. La gente corre, no se puede imponer el orden. Parecen hormigas todos juntos, todos encimados, los mismos oficiales meten mano en el reparto, pegan a los soldaditos para quedarse con las joyas. Pasan corriendo, riéndose, gritando, llevándose una manta, una enagua de mujer para mercarla. En el entrevero, y mientras yo me hacía a un lado de la calle para orinar, un sargento se me llevó dos caballos. Yo me enojé de veras y el tipo me dijo que tenía orden de conseguir caballos y si no le daba mis caballos me iba a denunciar. Yo le dije que podemos ir inmediatamente a la Comandancia, los dos para denunciarnos, y entonces se iba a ver quien valía más. El tipo me dijo que no me había visto, que pensó que eran de un particular y que si ya estaban tomados iba a rebuscarse otros caballos. Por lo visto que mentía. Pero al cabo de un tiempo vuelve el desgraciado y con orden escrita. Se lleva mis caballos para el auxilio dejándome uno solo, el que monto yo. ¿Cómo voy a subir las cordilleras con los demás a pie? La más vieja soponcia a cada rato, la hija parece que también está enferma. Así que el único remedio es buscar animales en Caacupé, como le digo a ella y me da los patacones para animales y carretas.

     Aprovechando que tenemos alto en Tacuarales, voy hasta Caacupé. Desde la boca de la picada hasta la villa, son puras gentes y animales muertos. Incluso criaturas. Hay las que no tienen brazo o pierna; deben ser las que llegaron arrastrandose desde Lomas Valentinas, donde los tuvieron varios días bajo el bombardeo de las corazas y el fuego de su fusilería moderna, que larga siete tiros sin necesidad de cargar. Después se les vinieron encima con la caballería riograndense, toda de caballos frescos y hombres sanos. Llegaron a pocos pasos de la Mayoría, dicen que, pero allí les salieron al paso hasta los paralíticos del campamento y los hicieron retroceder. Pero se les vinieron de nuevo a la carga y allí desbarataron nuestro ejército. Se dijo incluso que lo habían muerto (esa fue la noticia que puso tan nervioso a mi comandante en Luque) pero no era cierto. Él, con unos pocos, pudo atravesar el Ypecuá para ganar Caacupé (ahora fue por unos días a Cerro León, pero vuelve enseguida a Caacupé, donde tiene que juntársele la gente de los demás partidos). Yo, sinceramente, cuando salí de Luque, pensé que lo mataron y pienso que mi comandante pensaba igual; recién ahora sé que no está muerto.

     Y no sé qué pensar.

     Me hallo de que no pudieron agarrarlo esos cambá del diablo; nadie quiere que le maten a nuestro Mariscal. Pero también es cierto que la guerra ya dura demasiado y que la gente se queja y así ya no se puede pelear. Cierto es que al soldado nadie le pregunta lo que le gusta ni lo que no le gusta para ordenarle, pero así no se puede. Se puede usar de la ordenanza con rigor pero, cuando todos se van, ¿para qué sirve? Son demasiados ya los amontados, los que se van perdiendo, se van rezagados para desertar cuando pueden... No sé... Puede que el caraí, cuando venga a la villa, les levante un poco la moral. ¿Para qué me he de preocupar? Tengo que obedecer no más y esperar que me pase lo mejor. Ya viví demasiado para preocuparme de una bala que si tiene que alcanzarme me alcanza. Lo único que no quiero es ser ajusticiado, eso no. Pero los espías tampoco me hacen caso y hasta me tratan bien. Me preguntan medio desconfiados para qué la carreta, les digo lo que quiero decirles. Aunque lo único que no hay por la villa son carretas de alquiler. Ni caballos. Y me vuelvo para Tacuaral medio triste, y encima veo al otro que se lleva mis encomendadas.

     A veces también es triste ser viejo, uno tiene que aguantar la insolencia de los jóvenes. El mozo casi pasa sin mirarme, como si no me conociera. Yo le digo que tengo el pase para llevarlas; él dice que vamos a arreglar con el comandante. Sabe que no puede hacer eso, y la verdad es que, si era más joven, le arreglaba las cuentas. Pero no puedo ahora, con mis años, y tengo que seguir no más al sinvergüenza que se consiguió la carreta y animales que no pude conseguir y que se va llevando a mis dos francesas y criados. Los soldaditos no van a hacer nada; están esperando que reaccione yo. Yo les digo que sigan adelante, para Piribebuy, y así seguimos todos juntos, pasamos por Caacupé sin detenemos, las dos mujeres con pañuelos sobre las narices a causa del olor. El sargento joven se pasó riendo, pero ahora comienza a preocuparse. Seguramente, las mujeres le dieron plata y, como consiguió movilidad, se vinieron con él pensando que me había muerto en el camino o qué sé yo. Puede ser. Pero ahora tendrá que explicarle qué significa eso de conducir gente sin el pase. Si quiero perjudicarlo en grande, le digo al superior que los pesqué desertando; ahí va a ver el atorrante. Pero entonces los comprometo a todos, hasta a los soldaditos, y no quiero hacer eso. No quiero que a todos los castiguen. Así que voy a contar lo que pasó no más y que se vea este sargento, no hace falta meter a nadie más en esto.

     Conste que si me pongo estricto puedo hacerlos castigar a todos, que parecen precisados de correctivo. ¿Qué significa eso de ponerse a marchar sin esperarme? ¿Qué significa meter extraños en la partida sin mi permiso? La del pañuelo azul viene en la carreta, tranquilamente. Debe ser muy amiga de las francesas; debe ser gente pudiente y se conocieron en las fiestas que hicieron antes, cuando había tiempo y ganas para bailes. Cuando me vio llegar se puso blanca, me pidió que no la haga bajarse. ¿Y acaso que mando yo?, le dije, ustedes hacen lo que quieren...

     Y ahora que nos vamos acercando a la plaza de Piribebuy comienzan a respetarme de nuevo, porque el encargado soy yo y tendremos que presentarnos al Jefe de la guarnición. Tratan de adularme pero no les hago caso, dejo que sufran un poco más para que aprendan otra vez. ¿Qué voy a denunciar a una mujer sin juicio? La de azul está medio loca: nos ha venido siguiendo desde que nos vimos la primera vez, sabiendo bien lo que puede pasarle si doy parte.

     Antes de llegar a la comandancia la haga bajarse de la carreta, por las dudas, no conviene que nos vean llegar todos juntos.

     Cuando llegamos, todavía faltan muchos por llegar y podemos presentarnos al Superior sin esperar demasiado. Él me pregunta por las dos francesas y le digo lo que sé: que el comandante de Luque tampoco sabía quiénes eran y las mandó evacuadas para la cordillera para que el Gobierno disponga como más conviene. ¡Qué problema!, me dice, aquí tampoco tenemos órdenes todavía. Entonces nos ponemos a averiguar mientras ellas dos esperan afuera, y resulta que son esposas de dos franceses fusilados en San Fernando, allá por el mes de agosto. Familia traidora, dice mi mayor.

     Yo recibo mis órdenes de incorporarme a la Guardia de Urbanos de la guarnición en cuanto sea posible y ocuparme de las tres hasta que llegue mi relevo. Tengo que decirles que preparen su viaje, porque se van destinadas a Yhu, y los criados también se van con ellas. (No es para castigar a los criados, sino porque ellos no tienen adonde ir).

     Las tres andan muy juntas, seguro que sabían desde el primer momento que iban destinadas, la de azul también. La de azul seguramente piensa que me engaña, pero ya sé. ¿Para qué amargarla? Tiene que marchar a Yhu dentro de poco, quizás mañana mismo, Dios sabe lo que le espera por allá.

     Hoy puede hacer lo que quiere. La dejo andar sin guardia, incluso, porque a mi soldado de Luque lo tengo de ordenanza a mi servicio y el asunceno no es guardia. Hago como que no veo cuando ella le entrega unos zarcillos de oro al asunceno, cuando se sientan juntos a comer una comida como hace tiempo no veo. No le voy a decir una palabra al mitaí, no conviene que sepan que acabo de enterarme que es su hijo de ella.



TORO PICHAI

     ¿Y cómo, padre, cómo no iba a venir a ver a don Cayo Miltos, uno de los pocos decentes que nos quedaron? Porque los más decentes se los llevó el Tirano y los que quedaron... bueno, parece que no sirven para acá. Parece que tenemos mala suerte y que tenemos que seguir con los de antes; con los que se escondieron, con los que le decían siempre que sí, con los que hurgaban los bolsillos de los muertos para ver si les hallaban monedas para complacer a la postiza, que se fue a París para seguir viviendo allá con lo que nos ha robado y con su oficio de siempre. Ella, que se llevó lo que pudo de Concepción, hasta los zarcillos de las mujeres lanceadas, hasta las monedas de cobre robadas de los bolsillos de los soldados muertos. Y aquí tenemos al pobre don Cayo Miltos y así anda el país.

     Me da vergüenza, padre Insaurralde. Usted sabía que me daba vergüenza y que lo hacía por miedo, pero ahora tengo que decírselo personalmente: tengo que decirle que me dio vergüenza ponerle grillos por mandato del asesino ése. Pero conmigo siempre fue más malo, porque me veía alto, me veía grande, me veía demasiado viejo entre los niños de mi regimiento, demasiado chicos y demasiado mal comidos. Algunos no tenían doce años, y eso que nos habían perdonado bastante porque los mandábamos carne, y almidón y cuero. Y yo, que soy de buena familia, tuve que hacerme arriero. Tuve que hacerme bruto como los troperos que le llevaban la tropa de animales; con ellos, más de una vez, estuve en Lomas Valentinas... Eran las 80 leguas de Concepción a Lomas Valentinas, era el camino viejo que pasaba por San Pedro, Rosario y Caraguatay, y que desde allí torcía para el lado de Azcurra e Ypané. Había que cruzar los esteros del Jejuí, había que hacer dos días de camino para llegar a Lomas Valentinas, y los hombres enfermaban de hematuria por las penas del viaje. Y a veces no nos daban tiempo para descansarnos; nos mandaban de vuelta para el norte, para Concepción, para arrear más vacas que el ejército necesitaba para pelear un poco más contra la razón y la guerra... Sí, yo estuve por allá un poco antes del 21 de diciembre, y el poco ganado que traía lo ganó el enemigo y no me capturaron por desgracia. Pero el Tirano me quería de nuevo para el norte, porque me crié en los pagos, era el mejor arriero a pesar de mi edad y mi familia. Me perdonaron por eso, porque no querían a la gente de mi clase, y la quería mucho menos el mayor Benítez, que no sabía leer, pero que recibió sus despachos por su maldad: cuando los otros se cansaban de azotarlos, él continuaba, con furia, y por eso lo llamaron toro pichai, malo como el animal ese.

     Yo ya lo había conocido antes, lo conocí por el 64, cuando el coronel Resquín marchó hacia Matto Grosso y paró en Concepción. Entonces se llamaba Benítez, creo que Juan Benítez (nadie recuerda el nombre) y era pyrague y atropelló una esclava de los Quevedo. Y la familia quiso protestar, pero el coronel Resquín aplaudía las maldades de su pyrague para vengarse de nosotros, de la gente decente de Concepción. Y, en un momento, estuvo a punto de enrolarme; fue una vez que me encontró por la ciudad y le gustó mi estatura y me llevó consigo; pero después mi familia le dio unos pesos al coronel Resquín y me dejaron en la estancia, donde me quedé mientras la guerra desolaba el sur y armaban a las mujeres y los niños de 10 años... Pero nos perdonaron a nosotros, los de Concepción (hasta donde puede perdonarse en una guerra así) porque necesitaban víveres y yo se los mandaba. Yo acompañaba los envíos del ganado, porque, de esconderme en la estancia, llegué a ser el mejor de los troperos. Era más grande que los otros, era bien sano, lo que se necesitaba en el ejército de mujeres y hombres sin comida; pero también era el vaqueano que podía pasarles los vacunos frente a las narices de los brasileros sin ser visto y por eso me dejaron seguir arriero, sin enrolarme.

     Y eso que, aquella vez, cuando estuve en Lomas, Valentinas, antes de la derrota del 21 de diciembre, el toro pichai me volvió a echar el ojo. Me dijo, medio en broma y medio en serio, si tenía miedo de las balas y me corría por eso cuando todos peleaban; yo le contesté, en guaraní, una obscenidad cualquiera (no contra él, por supuesto), que le pareció bien divertida. ¡Y arriero porte co mita Concepción!, dijo y le pareció muy divertido. No se me volvió a molestar. Y para entonces el pyrague Benítez ya había recibido sus despachos de mayor y el mareante de toro pichai por su maldad con los presos. Él, personalmente, azotó a don Hilario Recalde, pobre viejo, con 50 golpes. (Tenía que martirizar a ese Recalde, pobre viejo, como después martirizó a doña Recalde, otra de ese nombre, desnuda y lanceada en Concepción.) Por eso lo llamaron toro pichai, porque ese animal es muy feroz, y el pyrague Benítez, cuando todos los verdugos se cansaban, seguía dando golpes con el látigo y armaba el cepo uruguayana y manejaba las tenazas. Y también torturó a nuestro señor Obispo, que en paz descanse, y al santo de don José Berges, y Gumersindo Benítez y al hermano del Monstruo, don Benigno. Crimen que siempre pesó sobre el tirano, porque Dios se lo enviaba de noche, y a veces lo solía ver también de siesta, y con las marcas del suplicio. Y entonces daba grandes gritos y no podía más quedarse solo en la Comandancia llena de muerte ni quería enfrentar a las balas. Y sabiendo que Dios le preparaba un infierno quería borrar la memoria infame del crimen de don Benigno López y por eso quería borrar a Concepción, donde su difunto hermano había tenido mujer y amigos.

     Nosotros, en el norte, nos sentimos seguros cuando los aliados conquistaron la Asunción, poco después del 21 de diciembre. Pensábamos que la guerra terminaría ya, porque no tenía sentido pelear contra ejércitos irresistibles y después de una derrota como Lomas Valentinas... Pero no se lo dijimos a usted, padre, ¿en quién teníamos confianza? Ni en nosotros mismos... Recuerdo que mi señora madre, murmurando muy bajo, se lo había dicho a otras mujeres, reunidas para celebrar San Blas... Eran mujeres viejas, pero igual temían los oídos de los pyrague así que murmurando, en una estancia sola y manejada por mujeres sin hombres, murmurando con miedo se dijeron que los encorazados brasileros estaban en Concepción... Creo que llegaron antes, para fines de enero, pero a nuestra estancia las noticias llegaban rezagadas y yo me estaba la mayor parte del tiempo por el monte, arreando alzados o arreando nada, para evitar las levas y espías del ejército... Así que no quería saber nada y mi santa madre me dijo (para que no lo repitiera) que el tirano López perdió la guerra.

*   *   *

     Y la perdió.

     Pero no podía perderla como soldado ni como hombre de honor; tuvo que deshonrarse con una absurda retirada cuando ya se había conquistado la Asunción y cuando el brasilero, para cerrarle la vergonzosa fuga hacia Bolivia, ya nos había mandado sus encorazados para patrullar el río y hostigar Concepción; tuvo que pasarnos un poco más de su enfermedad, pegadiza como la rabia. Y yo le remaché, padre Insaurralde, una barra de grillos; yo, que no lo había visto nunca pero que lo conocía desde siempre... ¿Pero qué quiere usted?... Yo cumplía órdenes del toro pichai, no podía negarme bajo riesgo de perder mi vida. Y, le confieso, también sentí en el momento una alegría, porque usted venía como ejecutor del Tirano...

     -¡Padre!, ya sé que no.

     Ahora se sabe todo, como que lo engrillaron por negarse a secundar su asesina voluntad...

     -¿Cómo?

     Don Cayo Miltos me lo dijo personalmente. ¿Usted recuerda aquella carta mandada...? No. No puede recordarla porque entonces se encontraba en Asunción. Fue por marzo, marzo del año pasado, cuando recién nos enteramos de la muerte del tirano, y mi pariente don Rosendo Carísimo mandó una carta, escrita con don Cayo Miltos, y el estafeta fui yo. Yo se la entregué personalmente al comandante Cámara y recibí la respuesta de sus propias manos. Para entonces volvían a Concepción todos los perseguidos del tirano, para verse sin techo y sin ganado, porque el bárbaro verdugo se los había arrebatado... Muchas casas de la zona fueron saqueadas y pienso que el toro pichai se venía con ánimo de ultimarnos a todos, uniendo su maldad a la maldad de su amo. Aunque al principio no lo entendimos claramente y, cuando se le remacharon los grillos a usted, nos sentimos muy contentos... ¿Ya mataste brasilero? Esa fue su presentación. Le contesté que todavía no, que recién me habían enrolado (fue después del apresamiento de Pedrueza, eso lo tenía claro). Entonces comenzá con los traidores, me ordenó, y así fue que le coloqué los hierros, padre Insaurralde, porque el tirano nos volvía malos, y a usted le había ordenado violar el secreto de la confesión. Hasta allí sabíamos todos, porque las cosas se saben, y nadie se alegró al verlo llegar. Hasta que al final supimos que lo engrillaban por clemente, por no ejecutar en Concepción las órdenes bárbaras de López... Don Cayo Miltos (dígame si me equivoco) me contó que al volver, encadenado, a la comandancia del fratricida de Azcurra, lo salió a recibir el padre Maíz para amenazarlo con su espada y decirle que por haberse relacionado y protegido en sus necesidades y guardado consideración a esas familias traidoras, putas y sin consideración estaba preso... ¿Cierto? Así me lo refirió don Cayo Miltos, cuando estuvo por Concepción allá por marzo, cuando don Rosendo Carísimo era comandante de la villa. Y allí fue que me enteré que, un año antes, a usted lo habían enviado a Concepción para descubrir a los traidores y se lo habían llevado de nuevo para Azcurra como un mes después, por no haber ejecutado sentencias de muerte, como le había recomendado el sacerdote nefario que fusiló a su Obispo...

     Y usted sabrá también (todo se sabe a su tiempo) que no tenía nada que ocultarle a López. Él veía conspiraciones en todas partes. Él mandó fusilar a sus hermanos por eso; martirizó a su madre y a sus hermanas por eso. Y por eso murieron también don Saturnino Bedoya, en el tormento, y don Vicente Barrios, fusilado cuando tenía ya de vivo menos que de muerto. Por eso también la conjuración de San Femando, donde el toro pichai demostró su infamia. Por eso también la de Concepción, que no fue tal. Ciertamente, padre, todos deseábamos la muerte del Nerón americano, como lo llamó don Héctor; ciertamente, deseábamos el final de la guerra absurda, peleada y muerta por hombres más valientes que el tirano. Pero no fue intención de los vecinos entregar la plaza, plaza que la flota brasilera no pretendía tomar y que, de proponérselo, caía fácilmente. Sólo el miedo de un hombre amedrentado por la delación de sus propios espías y los informes falsos pudo decidir el tormento del comandante Gómez de Pedrueza, que no quería rendirse sin ver tampoco la razón de resistir; cumplió con su deber de militar, fue torturado injustamente con su suegro de él, también pariente de don Cayo Miltos por el lado Yrigoyen. El viejo, que no pudo resistir el cepo uruguayana, terminó complaciendo a sus inquisidores. Y allí fue, ¿me equivoco?, que el criminal Maíz corrió a darle sus instrucciones, para que se fuera a Concepción, desde Azcurra, para confesar a las gentes y sonsacarles el secreto de la conspiración. Y así lo vimos llegar, y con el corazón apretado, y sin saber que caíamos en mano del sicario mandado para relevarlo. Él me ordenó engrillarlo por traidor y quiso Dios que lo rescataran los brasileros de los verdugos, cuando cedió la posición de Azcurra y sobre su cabeza pesaba la sentencia del Fiscal de Sangre. Dios le libró del mal que no quiso perdonarnos.

*   *   *

     Nos envenena la guerra, padre y, me perdona el irrespeto pero a ustedes también.

     Yo no estaba, pero me lo contó don Cayo Miltos, y es que, cuando usted ya llevaba las prisiones que lo había remachado yo, el padre Borja se lo llevó a la plaza y llamó a la población y presentó el retrato de Francisco López, diciendo que todos los traidores y las familias de traidores morirían por la espada del que los capellanes blasfemos llamaban Hijo del Altísimo... ¿Le sorprende? Me lo contó el finado, él no sabía mentir. Me lo contó en Concepción, cuando fuimos amigos, cuando yo lo admiraba por haberse pasado sus años en Europa, lejos de la guerra, y sin haberse manchado como yo...

     Cuando lo prendimos, padre Insaurralde, pensé que recibía su castigo usted, sin saber que clase de verdugo fue el verdugo Benítez... sin querer saberlo; la verdad pesaba demasiado. ¿Acaso no lo vimos en la plaza con sus manos llenas de joyas de mujer y con su cuello rodeado de joyas atadas con fibras de pindó? Pero todos pensamos (queríamos pensar) que cada golpe fue el primero, que el rumor del vecindario exageraba. Todos veíamos lo que no veíamos, todos sabíamos todo, pero las mujeres bailaron con los acã ybotí (Acã ybotí: verdugos cuyos kepis se coronaban de flores después de las ejecuciones. ) y con su deshonra se manchó la villa toda, que miró, impasible, como colocaban flores en los quepis de los verdugos enviados por López después de haberse roto el hierro de una lanza en el cuerpo de Carolina Martínez; después de haber visto cómo lloraba el hijo de la señora Ramona de Villa, que se aferraba a su señora madre para protegerla, hasta que uno de los acã ybotí los separó por la fuerza y entregó, como esclavo, al niño de tres años a un indio viejo que llamábamos teniente Ayala. Teniente Ayala, por lástima, le dio de chupar unos pedacitos de caña de azúcar, para que no llorara tanto mientras lanceaban a la madre...

     Todos fuimos, por inacción, verdugos, pero al tirano no se le complacía con eso: él requería complicidad bastante. Él mandó a su sicario para exterminar a los traidores, y a las familias de traidores y para hacernos matar. Y yo, que había sido siempre hombre de trabajo, tuve que acompañar a Benítez hasta Laguna, para diezmar a los soldados que habían sido subalternos de Gómez de Pedrueza alguna vez. El fuerte era un galpón de adobe; los adolescentes, soldados con chuzos de palo sin moharra, porque faltaba el hierro... Benítez los ordenó formar y se vio que en la lista (lista negra con la que López lo había mandado a Concepción) figuraba el nombre de Ramón Carayá; Carayá era un apodo, quienes lo llevaban, los Ramones Miltos y González, no tenían 15 años. A los dos para asegurar, dijo el toro pichai, pero el comandante Lara le hizo ver que González era de la leva más reciente, de la que hizo él mismo, y eso le salvó la vida, como salvó mi vida el haber sido enrolado por el comandante Lara.

     Y justamente por eso y porque nunca había matado, Benítez me ordenó participar. Tuve que dar un golpe con mi lanza sin hierro. ¡Upeva la i valea!, dijo un aca ybotí, mostrándome como se pasaba con el arma el cuerpo de un hombre ajusticiado. Él lo mató; lo hirió repetidas veces, luciendo su destreza de verdugo, que le merecía ser coronado de flores después de cada crimen. Él lo mató; mi golpe no quería ser de muerte, pero la mirada del asesinato me atormenta.

     -¿Me comprende?

     -Eso no es consuelo, padre.

     Es claro que me obligaron a matar; es claro que sabía qué clase de asesino era Benítez. A pesar del miedo (quizás por eso), todo se sabía. Cuando di una lanzada a mi pariente Manuel Carísimo, yo tenía presente las infamias de Tacuatí y Horqueta. ¿Acaso no está presente en la conciencia de todos la acusación de la señora de Gómez de Pedrueza? Él, ¿no lo está viendo, padre?, venía de los ultrajes a las mujeres de Tacuatí, castigadas por traidoras en lugar de los hombres del lugar; llegó a Horqueta un 2 de mayo, con su sarta de cadenas, rosarios y collares de oro (todos sus dedos, salvo los pulgares, relucían de anillos); venía con los capellanes sanguinarios Borja y Velazco, que le suplantaron a usted por decisión de Fidel Maíz, y con los aca ybotí, y con los pyrigue que irían a perderle, con la acusación de traidor, a su debido tiempo (todo espía tenía su propio espía). Allá, en Horqueta, castigó particularmente a la señora Carmen Aguero, poniéndola en el cepo, por haber sido amante de don Benigno López, cuya mujer y cuya descendencia se proponía extirpar. Y doña Felicia Yrigoyen, esposa del comandante Gómez de Pedrueza, fue llevada al cepo con sus nueve meses de preñez. Ella, la primera de la lista de sangre, fue sacada medio muerta de la guardia policial. Querían que el padre Borja le sacara información acerca de sus joyas pero, cuando llegó al confesionario, le sobrevinieron los dolores del parto, y Benítez dispuso su inmediata ejecución. I sy jha i memby, les dijo. Les dijo que debía ser doblemente lanceada porque llevaba otro traidor en su cuerpo. Y los acã ybotí la arrastraron de los pies desde el cuartucho donde los sacerdotes nefarios montaron la antesala del suplicio hasta un corral. Una mujer (una soldadera cómplice) no esperó que estuviera muerta para arrebatarle sus aros, que se los arrancó a tirones; mujeres y soldados le quitaron los anillos y hurgaron entre su ropa para ver si encontraban algún dinero. Desnuda, tendida de dolor, la dieron vuelta para dejarla boca arriba y poder lancear así también el vientre, pero aún así pasó penando muchas horas antes de morir, sea por maldad particular de los verdugos, sea por el número cansador de ajusticiadas. A todas se las desnudó primero y hubo violación en algunos casos. Sin esperarse la muerte, los verdugos y sus hembras se distribuyeron los despojos, después de haberse separado lo que quería López, esperanzado de obtener más joyas enterradas de las que podía haber dejado aquella guerra, donde un jarro lleno de maíz se pagaba en oro. Pero el tirano y su amante, poseídos de su codicia malsana, habían dado al toro pichai precisas instrucciones acerca de la forma de requerir el oro. Fue en cumplimiento de la orden que los capellanes Borja y Velazco confesaron a las mujeres de Horqueta, prometiéndoles la vida a cambio de la confesión de sus fortunas (de sus fortunas supuestas). Ya no quedaba nada, pero alguna infeliz podía dar noticia cierta o falsa de algún cofre lleno de Carlos IV, de algún cofre de joyas enterrado. Llévensela a su casa, decía entonces el ministro del diablo, y los aca ybotí se las llevaban al corral, para complacerse con la desnudez de las víctimas y el reparto de sus ropas antes de lancearlas. Y así murieron la antigua amante de don Benigno López, y la esposa del comandante Gómez de Pedrueza, y la esposa, la madre y las hermanas de don Rosendo Carísimo, y la niña Carolina Martínez, niña y hermosa con sus 18 años, y la buena señora Dolores Recalde y muchas más. Todas mujeres acusadas de ser parientes de traidores. Mayormente mujeres, pero también 7 ancianos honorables de la villa fueron masacrados, víctimas del parentesco de supuestos traidores. A ellos no los hicieron desnudar, quizás porque su sexo no despertaba la curiosidad de los verdugos, que recibían flores de las mujeres de su condición y celebraban con ellas sus hazañas infames.

     Creo que Benítez hubiera exterminado a las mujeres de la comarca, pero después de sus matanzas de Tacuatí, de Horqueta, de Laguna, de Tupí Pytá, y cuando preparaba nuevos atropellos, su cómplice el padre Borja lo denunció por traidor al tirano López, y López ordenó su remisión en cadenas al Cuartel General. Tratando de complacer al amo, Benítez había extremado la medida de la crueldad, para ser víctima de la justa traición de Borja, que halló a su vez el merecido fin cuando quiso evitar a los brasileros y se metió en la selva con los que llevaron la muerte a Concepción y fueron ajusticiados por el hambre y por las fieras del monte.

     Murieron de una muerte ignominiosa, como el tirano López, pero no sin habernos pasado su maldad. Yo (debo visitarle en la Iglesia, para confesar) todavía llevo bien guardada la expresión de Manuel Carísimo, mi primo, a quien herí con mi lanza de palo en la masacre de Laguna. Es cierto que maté por miedo, pero mi maldad no es esa -solamente- sino la que envenena el aire que nos hacía respirar Francisco López, Nerón de una República de putas y cobardes... República ingrata, padre, que no sabe hacer justicia a un varón de los méritos de don Cayo Miltos porque, fuera de los parientes y de los figurones oficiales, somos usted y yo, me parece, los únicos que aquí sabemos cuánto se pierde con un hombre como él que nos deja; los que sentimos de veras ser tan pocos en el velatorio de don Cayo Miltos, muerto mientras que el otro se pasea por la calle...

     Yo lo he visto, padre.

     Se salvó de López por milagro; los brasileros lo remitieron a la Asunción para que se le castigue. Sin embargo, la malicia de Cándido Bareiro ya se agenció un conchavo en la Comisaría para el funesto toro pichaí. ( Cayo Miltos, que estuvo en Concepción en marzo de 1870, haciendo una investigación acerca de la matanza, murió a finales de 1871. Fue para esta última fecha que se escapó de la cárcel toro pichai, quien, años más tarde, llegó a ser funcionario de la policía; las exigencias de la narración me obligaron a alterar, anticipándolo, un hecho histórico).


 

EL PELUQUERO

     Se cuenta el milagro pero no el santo, mi hija, mirá no más el relojito con su tapa esmaltada, que belleza, para qué querés saber quién... Demasiado lindo en realidad para llevarlo por ahí, se te puede perder. Así que voy a ver la ocasión de cambiarlo por unas cuantas bolivianas, lo que tenga que ser, tampoco estoy tan apretada para darlo por cuatro pesos, claro que no...

     ¡Ali!, pero vos tenés obsesión con Enrique, ¡qué va a ser él! Cada vez que me ves algo lindo ¿te regaló Enrique? Ni que fuera mi... eso mismo. ¡Pero si a él no le gustaban...!

     ¡Pobre anga!

     ¿Cómo vamos a hablar así de él? Él, al fin y al cabo, siempre fue muy bueno con nosotras, vos sabés muy bien. Estoy diciendo bueno, tonta, y no lo que decís. ¿Acaso que no recordás demasiado bien aquella vez? La señorita está fatigada, mesié. Era si que formidable, desgraciada, ¿quién picó se atrevía a hablarle así? El otro se quedó sorprendido, pareció que al principio le iba a pegar, pero después se frenó, aunque tenía la costumbre de pegarles a todos, hasta a nosotras. Y a vos no te iba a respetar, aunque le contaras la verdad, no te iba a creer, lo mismo no más iba a querer hacer contigo. Pero don Enriquito tan decente, tan educado: la señorita está fatigada, mesié. Señogita, decía él, ¿te acordás como le remedábamos? Hasta que al final se avivó. Hay mucho apugo, señogitas, hoy hay que cogeg. ¿Y con quién, don Henry? Ah, mi hija, eso ya tienen que elegig ustedes. ¡Cómo nos reímos! Siempre nos reíamos con él, siempre de buen humor, eso es lo que más le admiro, ¡mirá que costaba estar de buen humor entonces! Pero él siempre bueno, siempre con paciencia; a cualquier hora se ponía a calentar sus peines y nos atendía bien. Mi hija, así yo no te puedo dejag ig; por nuestro propio bien hacía. Una vez te enojaste demasiado porque te hizo llegar tarde, pero con buena intención. Después, cuando saliste, las chicas le preguntaron: Don Henry, acaso sabe lo que les gusta a los hombres. Y él, con una cara de esas: ¿quién te ha dicho que no sé? Por esas cosas se hablaba mal de él, pero yo no permito que digan nada, para nosotras fue demasiado bueno. Y vos también, mi hija, que le criticaste tanto, si no era por el pobre no estabas aquí.

     Por eso te digo habrá tenido sus defectos pero no he de permitir que hablen mal de él y no es por eso que me trataba bien, sino que me quería no más. Era el más decente... Reíte no más. ¡No tenés derecho de ser así! El único que se preocupaba de nosotras, que nos tenía un poco de consideración, porque los otros se reunían a cualquier hora, aunque fueran las tres de la mañana, cuando salían de franco, y allí no más salía: erú ñandeve la cuña mi. Y entonces venía el infeliz a levantarnos, mi coronel las quiere ver, y teníamos que ir a divertirles; si era por ellos, siempre iba a ser así. Y a la tipa tampoco le importaba nada, al contrario, y el único que sacaba la cara por vos el pobre Henry, que en aquella época se llevaba bien con ella.

     ¡Cómo te engaña la gente!

     Yo, cuando la vi, pensé que era un ángel. Blanca, con su vestido de seda, como han de ser las reinas en Europa. Y ella muy amable, me preguntó mi nombre, me preguntó de dónde era, me preguntó si necesitaba algo y que le avisara no, más. Y así nos trataba a todas, y me debes un favor. Vos sos muy ingrata, pero acordate no más que pensabas ir y hablar con la Madama para contarle todo, porque le tenías fe, pero yo te atajé. Yo maliciaba ya que te podía pasar lo que le pasó a la pobre Concepción, que se asinceró con ella y terminó en la cárcel. Y vos te enojaste mucho entonces, y para mortificarme no más te fuiste con el capitán... ¡No te hagas! ¡Claro que sabías! Sabías demasiado bien porque yo te conté, te pedí por favor que con [51]ese no, porque demasiado le había maltratado a mi sobrino pero justamente con ese desgraciado tuvo que ser. Y encima me pasé con el Jesús en la boca dos días, pensando que ibas a ir a repetirle a la Madama...

     ¿Cómo querés que te crea?

     ¡Vos no sos agradecida con nadie! ¡Ni mucho menos con los que te hacen favores! Porque bien que nos pedías favores cada vez que necesitabas y nunca te negamos nada. Dame esto. Necesito aquello. Y siempre te escuchábamos de buena manera, siempre que era posible. Y la pobre Concepción... esa peineta que llevás es de ella. ¡Jero! ¡A mí no me vas luego a engañar! Claro que es de ella y no te voy a quitar porque no es mía, pero si aparece Concepción le voy a decir que tenés su peineta y lo menos que podés hacer es devolverle. Ella... parece que va a volver. ¿Te acordás de esa señora que tenía negocio cerca de la estación de Trinidad? La que vendía caña, ¿cómo se llamaba? A esa la vi la otra vez, me dijo que había visto a Concepción. Le pareció, por lo menos, porque ya no tiene vista, y llevaba su vestido azul, por eso cree que era ella. Porque Concepción tenía su vestidito azul cuando vinieron los Urbanos a buscarla, y allí yo palpité que no podía ser cierto, que no la llevaban para el baile, y entonces yo le dije Conché, vamos a decirles que no estás. Y ella muy confiada por qué, voy a irme no más. Y nunca le dije a nadie pero estoy segura de que la llevaron presa. No vi pero estoy segura. Sobre todo después de que Henry, una vuelta, se confidenció conmigo: esa mujer es el mismo diablo. Y siempre luego había maliciado, pero cuando Henry me dijo confirmé, y por eso te dije (nunca me agradeciste) que no te fueras a hablar con la Madama. De puro bruja ella nos decía, muy mansita, que si necesitábamos algo le contáramos, que si teníamos algún problema. Porque lo primero que ella hacía era repetir y, mi hija, en qué cabeza entra que si es todo un mayor del ejército le van a dar razón a una puta. El único que podía con ellos era el pobre Henry, pobrecito, lo que no decían de él, pero le tenían miedo, murmuraban en sus espaldas, porque se pasaba todo el día encerrado con Madama arreglándole sus rulos. Y ella era una mala, porque no había otro como el peluquero Henry para atenderte, ¿te acordás como nos daba fiado? Y después pasaba el tiempo y no vayas a creer que no recordaba, no más que éramos chicas pobres y no nos quería cobrar porque le sobraba plata. Dice que hasta 60 onzas solían quedarle en una noche. Lo único que tenías que aguantarte esos saguaa que nos querían mandar como a soldados. Y el mismo don Venancio que tenía el mal gálico y quería seguir como cualquiera. Una vez preguntó por mí pero Henry le dijo que no estaba y después me vio en el baile. Se enojó demasiado pero le pasó en seguida porque don Venancio no era malo. Él quería gritar como su hermano, que le tenía bien corto, pero aparte de eso no te iba a hacer daño. Y el hermano quería que hubiera fiesta, que todos estuviésemos contentos como si no hubiera nada. Y menos mal que don Henry nos defendía, porque o sino esos bárbaros vaya a saber lo que nos hacían. Él personalmente habló con la Madama... ¡cómo me vas a discutir si él me contó todito! Dice que le dijo a la madama en francés lo peligrosas que son las mujeres cansadas y sin ganas de hacer cuando las fuerzan y ella se mató de risa. Eso me contó él a mí; me contó todita la conversación, incluso algunas zafadurías que no recuerdo, porque en francés parece que decían entre los dos bastantes cosas... Sí. Y allí fue que le dijo a los oficiales que primero hablaran con él y que si había orden superior que le dijeran también, porque no podía ser que un alférez ya anduviese mandando a las kygua verá cada vez que tenía ganas de hacer un baile. Les hizo decir también que en su establecimiento (¿te recordás que así no más le llamaba?) tenían que comportarse. Por eso fue que una vez lo castigaron al Urbano, porque no quiso entender que ya no era como antes y me quiso arrastrar para Trinidad; yo me dejé llevar no más a la estación de los pelos, pero cuando llegamos al establecimiento ¡oh mi bella niña!, y todavía más bella si no me pegan; y entonces don Henry abrió sus ojos grandes y le castigaron al Urbano para no castigarle al oficial que le había mandado, pero el oficial también entendió y dejaron de molestarnos. Después hablaban indecencias del peluquero de Madama, pero nada en la cara. Sabían demasiado bien que no podían macancar con ella y ella también sabía...

     Ella le tenía miedo.

     Por lo menos al comienzo.

     Sí. Ha de ser eso que se cuenta ahora. Él sabía todo.

     Somos como hermanos, le dijo una vez ella; le dijo que se sentía sola en un país como este, medio salvaje, y que la única persona educada era él. Se pasaban juntos horas y horas, y no era solamente para el peinado. Ella era muy rara: a veces le agarraba la tristeza fuerte, y hasta se desmayaba. Dice que se ponía a llorar. Que extrañaba la Francia. Y entonces el peluquero Henry era su amigo y el Mariscal los dejaba estar juntos horas porque el pobre... vos sabés. No le tenía celos. Y entonces a cualquier hora del día ella lo hacía buscar a su quinta de Arenales; le mandaba el carro y él tenía que subir sea como sea y dejar a sus clientes con los peinados a medias; excusen, decía el tipo, la Madama. Y las demás señoras se aguantaban, y yo tenía que terminar de arreglarles la cabeza. Al último me volví una experta, así que don Henry salió ganando llevándome a su casa. La discreción, decía, la discreción. Medio de lástima no más me llevó a su casa en el comienzo; desconfiaba de mí. Pero yo le demostré que soy peor que sordomuda y ciega para no ver ni entender lo que no se debe...

     ¿Para qué preguntás?

     ¿Acaso no sabés lo que pasaba en su establecimiento en Trinidad? ¿Nunca picó estuviste allí?

     ¿Y por qué te enojás? ¡Y claro, yo también estuve! ¿Acaso entre nosotras vamos a andar con tiquismiquis? ¿Qué vamos a remediar? Pero de la calle Atajo no sé nada y no te voy luego a contar. Yo entré como casera y me trató muy bien y no tengo por qué repetir nada. Después le comencé a ayudar en su peluquería, porque yo quería, y era una peluquería decente. La única que había. Antes de llegar don Henry la gente ni vestirse sabía, y fue por eso que le quería tanto la Madama. El único civilizado, solía decir, aquí todavía viven como en la Edad Media. Eso me fue contando don Henry, pobrecito, me fue tomando de más en más confianza...

     ¡No seas así!

     Cierto que andaba nervioso, pero por culpa de ella. Ella lo fue poniendo así. Si después remataba por nosotras, en el establecimiento, tenés que comprender. Ya no tenía hora, esa Madama, para hacerlo llamar. En cualquier momento pasaba el coche y don Henry tenía que dejar lo que estaba haciendo, y una vez me dejó en la casa con una pistola rewólver, por las dudas, porque tenía amigos que se quedaron jugando y había mucha plata... Esa vez volvió con sentimiento, porque la Madama le dijo de todo... Parece que desconfiaba de él. Así me dijo Henry.

     Él nunca me explicó, pero ahora entiendo.

     Parece que era cierto no más lo que se decía, lo que se dice hoy de ella. Ah, que mujer, dijo una vez Henry. Yo lo miré para que me explique un poco, pero el tipo se calló. Parece que tuvo miedo. Pero yo entendí muy bien lo que quería decir. Yo entendí muy bien lo que andaba maliciando antes, desde la vez en que el tipo hizo decir que estaba en Patiño Cué, pero se quedó en la casa, y esos días no vinieron gente a visitarle, cerró su peluquería y todo, incluso me dio franco a mí, con toda la confianza que me tenía. Y era que tenía que recibir gente en su casa...

     Por supuesto...

     Y todas esas cosas comprometen, vos te imaginás. Te imaginás si llegaba a saberse, por lo bajo los llevaban a lancear...

     Y encima la Madama era mandona, era desagradable, se divertía con él haciéndole trabajar de balde, haciéndole peinarla y después despeinarla y peinarla igual a la primera vez, no más para divertirse. Eso le hacía una vez y dos; no le dejaba dormir; le mortificaba por el defecto que él tenía, ¿qué podía hacer si era así? ¡Ah, la putaine!, dijo una vez que volvió como a las doce de la casa de Madama, medio llorando. Yo me asusté por él, y también por mí, me pareció que podía perdernos. Repórtese, don Henry, le dije. Ya para qué, me dijo él. Me dijo que vivía tranquilo en Francia y que había dejado todo para vivir en este país que no le daba nada y que tarde o temprano íbamos a perder lo poco que teníamos, incluyendo la vida.

     Y eso fue el mismo día en que llegaron las corazas en el puerto. ¡Ah!, dijo él, parece que se acaba. La Madama le permitió quedarse en Asunción, y él pidió por mí. Pero la otra le dijo que mejor cumplir la orden, que tenía que salir yo como todo el mundo. Me dio mucha rabia, pero ahora veo que tuve suerte; también me hubieran arrestado cuando lo arrestaron a él. Y vos sabés que en esos tiempos cuando te agarraban no salías; pasaban meses antes de que volvieran a acordarse de vos, si es que no te mandaban directamente al potro.

     Henry salió enseguida porque pagó una coima bien fuerte. Pero le cerraron su peluquería de la calle Atajo, y lo encontré en la estación de Luque, muy preocupado, porque la Madama no lo quería recibir; ella lo había hecho llamar desde Luque, según dicen, para arreglarle su cabeza, pero cuando llegó don Henry no le abrieron la puerta y se pasó esperando de balde. Después volvió a Asunción y quiso divertirse con unos amigos pero los apresaron a todos y le cerraron el negocio. Después corrieron muchos rumores; se dijo que tuvo que volver a Francia con la cañonera que mandaron para recoger al cónsul cuando estábamos en la Cordillera. Yo me alegré por él; te imaginás el sufrimiento de estar en un país extraño y con guerra y con gente tan mala que no te quiere. Pensé que, a lo mejor, me llevaba con él, como me había prometido. Pero era demasiado imprudente, el pobre, te imaginás que al último hablaba mal de la Madama en público...

     ¿No sabías?

     Por eso fue que ella no lo quiso más recibir en Luque, porque inmediatamente fueron a contarle que el pobre había dicho: Voy a Luque para colocarle la peluca a una mujer calva. Antes de tomar el tren. Y por lo visto había gente que andaba más rápido que el tren, porque al llegar a Luque se encontró la puerta cerrada y después le vino todo lo demás.

     Yo quise alegrarme con la noticia de que se escapó por fin de la Madama que lo volvía loco, pero por supuesto que no le dije nada a nadie... ahora recién se puede hablar. Lástima que se aproveche para hablar mal del prójimo, porque de otras cosas se debiera hablar. Pero cada vez que preguntaba por el peluquero Henry, la gente se reía. ¡Ah!, tu peluquerito. No te imaginas las zafadurías que decían. Pensaban que yo preguntaba para divertirme a su costa. Hasta que al fin me encontré con el doctor Steward y él me dijo que había hablado con el doctor Masterman, ¿no te acordás? Ese que se fue en la cañonera. El farmacéutico. Sí, ese. Ese le atendió a don Henry, que lo tenían muy mal en la prisión. Tuvieron que soltarlo, al fin, y allí fue que Masterman pudo atenderlo...

     ¡Claro que no se fue a Francia!

     Cuentos del gobierno, ¿no te acordás que no quería que se dijera que nadie estaba preso? Con los extranjeros decían siempre que volvió a su país; con los paraguayos que estaban en el frente. Nadie está preso. Nada estaba mal.

     Y por casualidad el doctor Masterman pudo atenderlo, porque el cónsul comenzó a presionar y los franceses mandaron esa cañonera. Entonces lo sacaron de la cárcel a don Henry, lo llevaron a la Legación y el cónsul le pidió a Masterman que lo curara para viajar.

     -Mejor se queda aquí -dijo Masterman.

     -¿Mucho tiempo, doctor? -le preguntó el cónsul.

     -Lo han envenenado.


 

BRAULIO

     -Dios te bendiga, Braulio.

     -Así sea contigo.

     Las mujeres van a cargar con agua una campana vieja volteada que les hará de olla; quizás más tarde, con fierros vicios de lanza y filos desafilados de esquirlas cortemos, si hubo suerte, algún bicho del monte cazado para mí. Las mujeres sin hombre me llevan a la iglesia, donde duermen arracimadas como racimo de murciélagos, donde una vieja viejísima me pregunta por su marido muerto que yo bien conocía: él cargaba a mi lado, bajo el tambor y la metralla que se llevó mis piernas y su alma; era buen compañero. La mujer me bendice por el poco de tristeza que le traigo, que vale más que nada. Después me preguntarán las otras, pero primero la vieja, siempre en primer lugar porque la creen sabia. Ella duerme por eso más cerca del altar, sobre los peldaños, en un jergón de paja que no se ve tan viejo. Pero duerme como las demás, tratando de espantar con rezos y con pedradas el viento y los animales y soldados que se les pueden meter por las puertas sin batiente. (Duermen en la iglesia sin cura, de piedra antigua, que no ardió cuando quemaron sus ranchos de paja). Es siempre igual: me conocen ya cuando me ven llegar al pueblo entre las mujeres que me tienen de los brazos; otra lleva mi sable militar y mi capa roja bien doblada. Pero igual me preguntan si soy Braulio; me preguntan por sus muertos conocidos aunque los saben muertos. Yo nunca miento, pero a cambio me dan sopa y me dejan seguir mi camino para la Asunción, llevado en vilo por un desierto de pueblos con las plazas en medio y nada alrededor. Y es que debo llegar a la Asunción para vender un uniforme de oficial y otras cositas salvadas de los cuervos y de los brasileros y de nuestro mismo Mariscal Presidente que nos fusila más que el enemigo y nos hambrea más forzándonos a seguirle con su ejército a la desesperanza y hasta a los medio muertos como yo nos persigue, a los rezagados de la marcha que no pueden escapársele. (Vendería también mi morrión de cuero, donde guardo tabaco y algún real de cobre, la bayeta que me cubre los riñones pero, ¿qué me darían por esos?) La que duerme en el altar me cuenta que por los montes se pasea el tigre, cebado con la carne de cristianos. El tigre no ha querido molestarme en el camino y he de llegar un día a la Asunción. Dice que hay comerciantes y señoras con monedas de plata para los mendigos de la plaza. Tengo que llegar. Si no llego, hoy las mujeres han de llevarme al arroyo para desvestirme y refrescarme y ponerme lejía o jugo de limón en las axilas para que no huelan mal. Después he de quitarle el miedo, por algún momento, a la mujer del altar. Después iré a las otras, por si Dios quiere acaso hacerles el favor de un hijo.



FACUNDO MACHAÍN

     Facundo Machaín se despertó sobresaltado por la visita del hombre sin cara que lo había visitado varias veces en su infancia de exilio y de recuerdos trágicos. La historia, tantas veces repetida por las mujeres de negro, se remontaba al año cuatro, cuando el coronel español José de Zavala, hombre de mayor valía en Asunción, tenía reunidos a sus confidentes para un asunto de particular atención: José Rodríguez França le pedía la mano de su hija, Petrona Zavala. El pretendiente, doctor en Teología de Córdoba, pasaba por servidor leal del Rey pero le rodeaba un halo negro de recelo y de murmuraciones. Indeciso, el coronel pedía el parecer de sus amigos y se lo dio, con su habitual franqueza, don Fernando de la Mora, diciéndole que el joven había perdido su carrera sacerdotal en Córdoba por el vicio de Sodoma. La expresión, en términos vulgares de de la Mora, fue apoyada discretamente por el Obispo con la frase que corrió de calle en calle y que costó al Obispo una sanción, años más tarde, cuando Rodríguez França se declaró Dictador perpetuo y Ser sin Exemplar: Del epiceno no gusta el Nazareno. Don Juan José Machaín, con quien casó la niña Petrona Zavala el año cinco, tuvo que purgar en la cárcel tantos años cuantos había estado casado con la pretendida del vengativo Dictador. Después de muchos simulacros crueles con cartuchos de salva, murió de una descarga de fusilería disparada a la cara por indicación expresa del verdugo. La hermana, que levantó el cadáver abandonado frente al Hospital, se apresuró a cerrar la caja para que los hijos no le vieran tan mal. Pero en pesadillas y en recuerdos la familia le veía siempre y Facundo Machaín nunca podía librarse de la cara destrozada del que fue su abuelo, que le volvió a visitar en una noche demasiado clara de octubre de 1877, cuando ya tenía más de 30 años y no era el niño inquieto a causa de las persecuciones familiares. Incorporado en el catre, Facundo tuvo que hacer uso de su convicción iluminista para recordarse que los sueños mienten. En sueños, el antepasado le decía padecemos en la misma celda, cosa evidentemente falsa, puesto que la cárcel vieja había sido reconstruida después de França, y al infortunio de la persecución repetida no debían sumarse las analogías de la superstición -del fatalismo. Facundo Machaín, doctor en leyes y estudioso de la lógica, no quería ser más que un preso político.

*     *     *

     La cárcel vieja, hoy patio del colegio La Providencia, era un cuadrilátero separado del barranco del río por un murallón alto y desnudo, perpendicular al murallón del flanco oeste, que limitaba el patio interno del presidio y terminaba cerrando el callejón sin salida de la calle Comuneros, que entonces se internaba unos cincuenta metros en lo que hoy es patio del colegio. Sobre la calle Comuneros daban la cocina, la prevención, las oficinas de guardia y la oficina del alcalde. Era una sucesión de habitaciones y hacía escuadra con la serie de celdas de la calle Caapucú (después Yegros), opuesta al predio del antiguo seminario (hoy museo). Los dos muros y el conjunto de piezas que hacían los lados sur y este del rectángulo encerraban un patio en donde había una segunda construcción: cinco celdas seguidas con techo de tejas y corredor, de estructura similar a la del resto del edificio, que ya era cárcel en tiempos del dictador Francia pero había sido modificado por la manía edilicia de López y, posiblemente, no había cambiado gran cosa desde 1860 en lo referente a construcción, aunque el trato a los presos se había humanizado bastante con la caída del segundo López, buen continuador de la tradición carcelaria de sus precursores. Como en toda cárcel había corrupción y

 

 

privilegios; privilegios a causa de la corrupción causada por la pobreza de los guardias, que por una cuestión de supervivencia recibían sobornos. La vigilancia sobre los presos políticos era más estricta que la ejercida sobre los comunes, por disposición; los políticos, sin embargo, eran gente de superiores recursos, con los que podían comprar excepciones de los guardias -como la de recibir visitas no registradas- y así pudo pasar la guardia la piqueta de acero que escondió entre su ropa doña Petrona Velazco, la novia del comandante José Dolores Molas. ¿Venalidad o simpatía? Más de un guardia-cárcel había servido bajo las órdenes del oficial de caballería que abordó acorazados con arma blanca y decapitaba a los cambá de un solo tajo. Pagados mal y tarde, los carceleros simpatizaban con el hombre a quien habían remachado grillos especiales, de acero reforzado, y a quien permitían mantener abierta la puerta de su celda, en la que no osaban entrar sin cuadrarse militarmente. Con el barreno de acero y unas cuantas bolivianas, unos delincuentes comunes habían prometido perforar el muro de la calle Caapucú para fugarse con el comandante Molas y con Machaín, pero, llegado el momento, los delincuentes huyeron abandonando a los otros compañeros. Después de la evasión, se redobló la guardia. La madre de un ministro, sin embargo, pudo meter en la cárcel, gracias a Petrona Velazco un ramillete de rosas para el doctor Machaín, que algunos querían ver como presidente; entre las flores venía escondida la nota de la matrona con la inscripción: Se trata de sangre, doctor.

     Ni temiendo ni ignorando la advertencia, el letrado escuchó, finalmente, las proposiciones de fuga que le hacía Molas. Le he de hacer presidente, doctor, repetía el militar al preso prevenido por su antepasado e insensible a la advertencia, aunque en Asunción era secreto a voces que pensaban matarlo.

*     *     *

     En aquella noche demasiado clara, Facundo Machaín oyó los pasos y las voces y el claqueteo de las armas. Se había dormido involuntariamente, decidió vestirse por si querían llevarlo. En la incertidumbre del momento que precedió el asesinato y en sucesión fantástica, se vio otra vez llevado a Buenos Aires y a Santiago, muy niño y entre mujeres asustadas, tratando de memorizar un catón escolar entre compañeros desconcertados por sus involuntarios giros en guaraní. Recordó la protección del maestro Bello, hombre de celo misionero, sin demorarse en la memoria de su cátedra de Leyes, que ya llevaba adentro. Ya doctor en derecho, pasó de la universidad chilena a un puerto sin comida ni justicia. Cuando comenzaba 1869, bajó del vapor Cisne y conoció la Asunción de la derrota y el saqueo. Por necesidad y sentimientos, se dirigió a una casa que, desde el exilio, se le representaba blanca y perfumada de jazmines. La puerta abierta le permitió llegar al patio donde las ausentes de la familia habían cultivado flores muertas y un trompa negro ensayaba un aire militar. Su repentina cólera provocó la hostilidad de los soldados brasileros, que lo respetaron sólo porque reconocieron en el gesto autoritario signos del poder. De la destruida casa de sus abuelos, el letrado pasó a la del finado don Vicente Barrios, donde los brasileros habían instalado su comandancia (frente a la cual, años más tarde, José Dolores Molas caería sobre un presidente). El Ministro lo recibió con cortesía y lo dispensó del requisito farisaico de presentar los títulos de propiedad -requisito malicioso, ya que los títulos se habían extraviado con los archivos, perdidos con la precipitada fuga del tirano López hacia las soledades que la desesperación le hacía buscar para la salvación ilusoria. Abandonada la Asunción, los ocupantes cavaron los jardines, levantaron los pisos, desmontaron los techos en busca de tesoros imaginarios sin encontrar casi nada de valor. La casa de Machaín no fue excepción, pero su propietario fue más afortunado que otros porque el comando brasilero le devolvió la posesión de la casa, aunque en los fondos de la misma, en las habitaciones destinadas antes a la servidumbre, permanecieron los soldados brasileros como huéspedes forzosos. Por las siestas, él trataba de no perder su disciplina de lectura, y a veces conseguía ignorar la música destemplada del trompa. No le sorprendió que el ejército brasilero opugnase su encumbramiento, dejándole el honor ridículo de pasar a la historia como el único presidente paraguayo que duró una tarde. Pero de aquel fracaso, por lo demás previsto, lo compensó la ceremonia de la Plaza Libertad. La levita raída de los Diputados orgullosos y pobres no aventajaba en mucho el poncho de los humildes, confusos por el español de los discursos, conscientes de los beneficios de terminar con la corvea, el diezmo y el enganche. Los pocos paraguayos presentes en la Plaza Libertad (no más de algunos centenares) rendían su homenaje a la soledad de la Ley en la villa ocupada por millares de soldados insolentes, macateros y rameras. Abolidas las leyes bárbaras del Rey y del Santo Oficio, el país se daba su primera Constitución. El 25 de noviembre aquel de 1870, Machaín se sintió colmado, aun sabiendo que la ocupación duraría varios años, como duraría varios años la tradición de violencia y de arbitrariedad que lo llevó a la cárcel. El que defienda a Molas será apuñaleado, fue la razón bien clara que le hicieron llegar, pero él asumió sus deberes de jurista para tomar la representación del procesado político. En medio de circunstancias trágicas y cómicas, terminó encerrado como su defendido y, como él, marcado para un crimen, que quizás venía ya por él en aquella noche clara del mes de octubre, con ruidos de cuchillos y de pies descalzos por los corredores de la cárcel pública.

     Los hombres se pararon frente a la celda de Machaín y comenzaron a golpear la puerta hasta que cedió la tranca que la abría desde afuera. Lo encontraron todavía en su camisa de dormir, y con un gruñido le indicaron que debía seguirlos, sin darle más explicaciones. Al abandonar la pieza que el corredor hacía más oscura, se encontró casi deslumbrado por la luna y entre los hombres armados, con mas aspecto de mazorqueros que de guardia-cárceles. (Tipos de la misma catadura habían aterrorizado la ciudad bajo la conducción del finado Juan Bautista Gill).

*     *     *

     -¡Apúrese que no tenemos toda la noche!- la voz autoritaria de Molas reprendía al cerrajero que trataba de librarlo de los grillos marcados con las iniciales JDM, sarcasmo del gobierno. El pobre cerrajero hacía lo humanamente posible, pero no podría terminar su trabajo antes del amanecer sin el aguafuerte que un guardia, por tontería o malicia, dejó caer del recipiente introducido por Petrona Velazco (ella también había distribuido las limas y las bolitas de cera a los demás conjurados). Todo salía mal: precisamente el día de la fuga se cambiaron la guardia y los cerrojos de las celdas; desapareció el aguafuerte, no se encontraron las llaves. Afortunadamente, se pudo reducir al jefe de la guardia y al alcaide, que parecían dormir plácidamente y a pesar de los rumores de evasión de los presos políticos, que recorrían la ciudad y determinaron precauciones especiales, y de los rumores del asesinato planeado por el gobierno contra Molas y sus compañeros de causa. Sin embargo, se perdió un tiempo precioso derribando las puertas a golpes por falta de llaves y se perdió la posibilidad de que Molas, montado, dirigiera las acciones contra el gobierno. ¡Seguro que los corría de nuevo!, se dijo el cerrajero, arrodillado a los pies del jefe y atareado con los grillos que no irían a ceder, los sableaba como en Trinidad. Más que rencor, sentía admiración por el hombre que lo había cortado en uno de los entreveros fuertes, el de Trinidad, cuando, con unos pocos jinetes, atropelló el cuartel general de Gill y dispersó dos batallones apoyados por artillería y caballos que no llegaron a obrar. El cerrajero, servidor de una pieza krupp entonces, ni tiempo tuvo de apercibirse cuando un golpe lo derribó por el suelo, desvanecido; la herida le privó de la ocasión de pasarse a las filas del vencedor, como sus compañeros, para marchar sobre Asunción. ¡Cómo iría a negarse a quitarle sus hierros, cómo no le daría, de poderlo, ocasión de usar el sable y el caballo del alcaide para atropellar la Policía! Pero, sin el ácido, no podía hacer milagros...

     -Está marchando, doctor -dijo Molas cuando vio llegar a Machaín, escoltado por los raídos guardias que se habían pasado a la conspiración. Por reserva militar, no le informó que los presos y los carceleros se le habían plegado y que enfrentaban al gobierno en los alrededores de la Catedral. Tampoco le manifestó sus dudas acerca de la combatividad de los presos escapados, que quizás prefieran huir a enfrentar a los soldados del gobierno, carentes, por otra parte de moral. Tendría que ser una lucha de tiradores indisciplínados, imprevisible como la puntería mal dirigida. Solo que él, José Dolores Molas, ya la había comenzado y la terminaría sin correrse, como había sido su costumbre.

     -Pero usted debería irse ahora, doctor.

     Penosamente de pie, mientras le lastimaban trabajando en sus grillos, Molas le hizo ver la conveniencia de ponerse a salvo; al fin y al cabo, momentáneamente, dominaba la cárcel y, fuere cual fuere el resultado, quedaba suficiente tiempo para que Machaín se fugara tomando la dirección del bañado, donde no irían a encontrarlo.

     Machaín, aunque no era hombre de armas y estaba de más en el tiroteo, prefirió quedarse.

     Se retiró a su celda, con la certeza del fracaso (quizás movido de algún modo por el anuncio del sueño), tratando de explicarse su opción por el fracaso.

     No se consideraba necio ni obstinado pero se sentía comprometido. ¿Con qué? En los siete años de su regreso al país había visto la viabilidad del oportunismo. Si yo no hago, otro ha de hacer. Esa fue la explicación de un funcionario público a quien se reprendió su venalidad. Otro ha de hacer. Otro ha de ser, en opinión de cada cual, el defensor de la República soñada por los jóvenes liberales. Cada cual traspasaba el fardo al otro, para que el otro, a su vez, hiciera lo mismo y el suyo continuara siendo el país de perros y de mendigos hambrientos, de exiliados y de campos desiertos. ¿Tuvo sentido la eliminación del presidente Gill? Con el escopetazo que lo mató en la calle (frente a la vieja casa de Vicente Barrios), quedó el camino libre para sus sucesores, despóticos como él y reconocidos a los complotados, pero decididos a matarlos por motivo práctico: castigar el tiranicidio. La sentencia la tenían dictada, y tenían el juez dócil dispuesto a suscribirla. Proceso, en sentido propio, no podía haber, pero Machaín asumió la defensa de Molas y los demás ejecutores del tirano. No había creído en el triunfo de la conspiración contra Gill. No creía en el triunfo de la conspiración tramada desde la cárcel. En ambos casos, creyó que le correspondía participar, sin haberse preguntado detenidamente por qué. No carecía de razón la temeridad de Molas, consciente de que Bareiro no podría reunir más de 200 hombres para la emergencia y de que los 80 de la cárcel, con determinación y atacando con sorpresa, podían imponerse. Pero la posibilidad del éxito, por lo demás incierto, no había sido lo determinante en la elección de Machaín; en el fondo, se había comprometido por reflejo, por un automatismo similar al que empujaba al comandante Molas a tomar partido cada vez que escuchaba la explosión de las balas, por reacción irreflexiva pero no desatinada. Podía satisfacer su conciencia casuística con argumentos válidos, pero no tenía razones para explicarse por qué aceptaba estar en el partido perdidoso. Quizás, se dijo, porque también hubiera preferido estar en una celda sin chinches, estar en ninguna celda, en algún país distinto, pero no tenía medios para modificar lo irreparable.

     Lo arrancó de su meditación la fusilería cercana. No podía saber que dos columnas gubernistas, marchando por las calles Caapucú y Comuneros se habían encontrado y que chocaron por error. Hubo un momento de confusión y gritos frente a la puerta de la cárcel.

*     *     *

     -Estoy aquí, llorando por lo que estoy viendo -dijo Machaín, condenatoriamente, al hombre que recorría la prisión con un farol en la mano, al asesino conocido como Marcos farol, que había reventado la puerta de la celda del preso Galeano para que lo concluyeran a puñaladas. También iluminó el murallón que bordeaba el barranco para descubrir a José Franco, que ya lo pasaba, y herirlo con el largo cuchillo que lo mató de un golpe. Buscó la celda del italiano Scotto, ultimado en sus grillos, y ordenó a la soldadesca descargar sobre el comandante José Dolores Molas treinta golpes de fusil, machete y sable. Cuando Machaín abandonó su celda, la cárcel vieja estaba ya llena de sangre. Sin sorpresa, recibió la puñalada prometida y, en la brevedad de su agonía, comprendió que optaba por su propia muerte, entre las muchas que la dictadura le ofreció.



HOY

 

CURUZÚ CADETE

     Mire, vecina, cada cual tiene que encontrar el santo que más le gusta; al paí no le gusta que hable así, pero es la pura verdad. Debe ser que es cuestión de fe, y si una no le cree al santo al que le está rezando, el santo tampoco la va a escuchar. Y yo por eso luego no voy a dejar de rezarle a mi curuzú cadete, siempre se acordó de mí. Se acordó cuando se casó la nena, pobrecita, y ese primer hijo le vino con dificultad. Yo me fui a la capilla para comprar una botella de agua milagrosa, que les salvó la vida a ella y al bebé. Y después la hipoteca, ¡quién iba a decir que podíamos pagar! ¿Usted recuerda? Y, bueno, otra vez más se acordó de nosotros el espíritu del cadete Benítez, y yo no lo he de abandonar...

     Sí, ya sé que mucha gente dice que no vale, porque el capitán es inocente, ¿qué importancia tiene? Lo mismo era un santo el pobrecito, mejor de su promoción, y lo mataron con 17 años. ¡Hay que ser criminal! Claro, la gente se desilusiona porque, después de tantos años, la madre dice la verdad; lo mismo es santo. Y mucha gente ya dejó de visitarle, pero yo lo visito igual. Es una lástima, dice cierta gente, ¿cómo va a ser lástima? Viene a ser mejor: nadie se perjudica ahora. Y esas pobres chicas hasta se pueden casar... ¿se casaron ya? Mire lo que son las cosas, ¡ni sabía!

     Pero tampoco podía ser de otra manera, vecina, ¿recuerda? ¿Quién podía enterarse de lo que estaba pasando con el pyrague en la puerta? Encima salió la serie del curuzú cadete (Radio Comuneros, me parece) y todos le creíamos un asesino. Y la familia no tenía la culpa, desde luego, pero igual les tomamos antipatía. Incluso a las nenitas, unas chiquilinas así, pero les tornamos antipatía y en la escuela les decían de todo. Porque los chicos son malos. Parecen inocentes, ¡pero le puedo decir! Yo, que crié una docena. Y el más inocentito de todos, el más carita de ángel, ese era el peor; ese, precisamente, era de la misma edad de la menor, y una vez me vuelve a casa contándome la historia del capitán Ortigoza que le ahorcó al cadete. Y yo le pregunté de dónde sacaba eso y él me dijo en la escuela; resulta que hasta tenían la fotografía del diario... ¿o revista? Y allí el mitai se ligó un buen reto, porque nosotros no simpatizábamos para nada con el capitán Ortigoza, pero tampoco queríamos que nuestro hijo dijera cosas de esas, sobre todo porque les iba a repetir a las nenitas que al fin y al cabo son inocentes...

     Sí, y ahora me doy cuenta también, vecina; pobre mujer. ¡Y mire que se decían cosas, pobre mujer! Y es que andaba la otra de oficina en oficina, siempre tratando de averiguar algo del marido y le decían que sí, y le decían que no, y la tenían esperando horas en el patio de la cárcel, al sol, con la vianda en la mano, y después, cuando los demás ya habían hablado con sus presos, a ella le decían que no. Y así le tenían encerrado, y a veces hasta meses sin salir. Dicen que perdió la cabeza, puede ser, pero algo todavía no se sabe, vecina, por eso es que se fue a Venezuela, me parece, y no quiere volver. Algo tiene que haber para que el hombre no vuelva, porque fíjese que le tuvieron años preso, como 25... ¿cuántos? No, le agarraron en diciembre del 62. 8 de diciembre fue la muerte, eso me recuerdo bien, aquella vez justamente yo tenía una promesa. Y el 8 todavía no se supo nada, pero después, cuando comenzó la investigación, se dijo que había sido el 8, y a él le agarraron un poco más tarde, hacia fin de mes. Y después el ministro Insfrán contó la historia y mi marido dijo éste no me gusta. Mi marido, ¿usted recuerda?, siempre sospechó de los guiones rojos. Él, hasta su muerte, sospechaba. ¿Para qué la policía?, decía; en la casa ya no quedaban más que la señora y las dos nenas, pero igual estaba el pyrague anotando quién llegaba y salía y hasta quién pasaba enfrente. Tenés que ir, me dijo. Él decía que no se podía abandonar así a la gente, y yo le dije que sí, pero después no fui a la casa de Ortigoza, a visitar a la viuda.

     Viuda ya le decíamos porque la sentencia de muerte se dictó en agosto... Tiene que ser agosto, porque en agosto nos mudamos de casa. ¿Julio? No, creo que agosto porque nos mudamos en agosto y yo contenta de salir de la cuadra porque teníamos policía cerca que también nos vigilaba y yo por supuesto no me fui a verle a la pobre señora de Ortigoza, porque no quería comprometerle a mi marido. Demasiado mal la cosa andaba entonces. Recuerda cómo explotaron la bomba en Itay y le apresaron a... No me acuerdo, trabajaba con mi finado esposo en ANTELCO y eran muy amigos, pero al otro lo llevaron en la policía y lo jugaron todo mal. Yo recuerdo que mi marido vino asustado, a él también podían hacerle lo mismo; no era pues cuestión de arriesgarse de balde. Así que la pobre viuda se quedó sin mi visita, pero teníamos demasiado miedo: nadie en el barrio se atrevía a visitarle...

     Ni siquiera cuando habló el padre Arketa en la radio. ¡Te dije!, dijo mi marido, ¡yo sabía bien que el capitán no era! Pero nosotros más bien le creímos inocente al chofer Ovando; todos pensamos porque era un hombre ignorante y trabajaba para el capitán Ortigoza. Él siguió con su mala fama, y su familia también con su mala fama de él, y sin trabajo, y sin dinero, y esas pobres criaturas crecieron solas...

     ¿Mirta? No. Me parece que ese no era el nombre. Pero eran dos las chiquilinas, lindas rubitas... No. Una se quedó con su papá. Se fue con él, quiero decirle, ¿acaso no leyó el diario? A mi difunto esposo le hubiera gustado leer que se escapó.

     ¡Decidida la chica!

     Ella consiguió con el Monseñor, me contaron, que le traiga a la casa. Porque ya había cumplido toda su condena, 25 años, pero no le iban a soltar. Y el padre Arketa habló por teléfono otra vez, desde España, él estaba muy contento, dijo, de saber que ya salía de la cárcel, pero no salió. Y tuvo suerte, luego, de que no le mataron; ¡seguro que le fusilaban si no era por el padre Arketa!...

     No. Eso todavía no se sabe, vecina; eso todavía falta.

     Pero usted ya vio que habló la madre del cadete Benítez en el diario y dijo que a su hijo le mataron en la cárcel... No dijo quién... Eso tampoco dijo el padre Arketa aquella vez, pero dijo que si le fusilaban iba a decir, porque el asesino se confesó con él... Y ahora veo que mi finado esposo tenía razón: al cadete le mataron en la policía y para disculparse le culparon al capitán Ortigoza. ¡Y pensar que nosotros tan contentos cuando le agarraron al pobre hombre con su chofer y los otros! ¡Vaya a saber qué les hicieron en la policía! Por eso ahora que se sabe la verdad la gente comienza a perder la fe y muchos no se van más a visitarle al oratorio del curuzú cadete. Pero como le dije, vecina, el cadete es santo igual; por lo pronto ya les está castigando a los que fueron...

     El primero fue ese gordo grande, ¿cómo se llamaba? Ese recibió un escopetazo. No era el único, seguramente, pero ya comienza a pagar. Y, con el tiempo, hemos de saber quiénes fueron para castigarles.

     Acuérdese de mí, vecina: el cadete no va a dejar la cosa así. ¿Usted creo que no le ayudó a la pobre familia? ¿De dónde o sino esa gente iba a sacar la fuerza? Sola, sin protección, con todos esos oficiales que la molestaban. Porque la señora era una mujer joven y no había capo que no quisiera propasarle... Igual no más la señora se comportó, educó a su familia... Ese fue un milagro del cadete. Y también fue milagro, acuérdese de mí, la libertad del capitán; el presidente no quería soltarle. Ese hombre, alguna vez, le va a contar a Dios por qué la tenía tanta rabia. Dicen que era cobarde, eso por lo menos me contó mi suegro, y que tenía miedo de que Ortigoza le mate si salía en libertad. Dicen que hubo un asunto de mujer. Yo no sé, pero se ensañó con él. Y le tuvo tantos años encerrado, y no le quería luego soltar, y fue milagro que al fin le permitió la prisión domiciliaria para hacerse atender por el médico, porque lo que quería luego era hacerle morir en la cárcel. Pero al final el Monseñor y los Derechos Humanos hicieron tanta fuerza y tuvieron que darle la reclusión domiciliaria.

     Y allí fue que la Mirta aprovechaba para visitarle a su papá y a veces no le dejaban entrar pero volvía todos los días, una vez y otra vez y hablaba con la guardia para pedirle que le dejen salir. Volvía con el doctor Saguier y el otro, Amarilla creo que es su nombre, un mozo de bigote que le entretenía al guardia, le iba conversando porque hacía calor y no tenían ni para hielo. Y entonces Amarilla se iba en la casa de al lado para traer un tereré y tomar juntos, y allí se fue enterando que los policías estaban todos descontentos porque no les pagaban su sueldo y recibían media ración si es que recibían y el hijo del Jefe era un puto y les quería atropellar...

     Al cabo de una, dos semanas ya tenían confianza, y entonces el Felino ya llegaba no más con su tereré y la Mirta entraba para saludarle a su papá normalmente. Un día llegan con la orden de que la Corte decidió que se ponga en libertad al capitán Ortigoza porque ya cumplió su condena. Entonces el oficial agarra su walkie-talkie y habla con el Jefe pero le dice que es mentira. ¡Intimídelo!, le dice. Y allí el oficial se pone el casco y le avanza al Felino, pero mientras tanto el doctor Saguier ya pasaba con su auto colorado y el capitán Ortigoza sube tranquilamente, sin que nadie le ataje...

     Y ese fue el milagro del curuzú cadete.

     ¡Nadie le atajó vecina! ¡Salió tranquilamente, caminando, al jardín de enfrente, pasó por la vereda, delante del guardia y se subió en el auto! Un hombre viejo, enfermo, y se escapó no más delante de la nariz de tres guardias. El Felino y la Mirta, tranquilamente, salen caminando, sin que nadie les ataje. El capitán Ortigoza, en el auto de Saguier, se metió en la Embajada de Colombia. Dice que quisieron tirotearles, pero no le iban a acertar nunca, vecina, el cadete no les iba a permitir. Incluso le ayudó a la Mirta a reunirse con su papá en la España y dicen que está muy bien, que no le falta nada.

     Ahora falta no más que el cadete nos diga quiénes y acuérdese, vecina, que el momento va a llegar.



LAS GUERRILLERAS

     -Se apagaron las velas -dice mi mujer.

     Será que se apagaron, porque otra vez nos caen las piedras sobre el techo, las piedras de las pobres ánimas enojadas.

     Mi mujer luego me dijo que iban a meterme en líos, pero yo tuve que ponerme mi cinto con revólver y presentarme a la Delegación de Gobierno. Guerrilleros, me dijo el comisario, y como soy colorado viejo me confió diez hombres. No es mucho lo que hicimos, porque de todo se encargó el ejército, pero de tanto en tanto teníamos que patrullar el monte. Una vez (la única), notamos un movimiento extraño para el lado de la estancia de don Julio. Un poblador vino para anunciarnos que había extraños para ese lado y fuimos hacia allá; efectivamente, había rastros de un fogón y huellas. Entonces informamos enseguida a mi general y ellos enseguida los agarraron. Después del tiroteo quedaron pocos, y entre los pocos unas dos mujeres. Una tenía su pronunciación medio argentina; dicen que era paraguaya y que vivía para allá. Abogada de la Plata. La otra tampoco parecía de acá; era una enfermera comunista.

     Así por lo menos me informaron, y enseguida pudimos conocerlas, porque pusieron su campamento cerca de mi casa.

     -Gracias a su ayuda Juan de Dios -dijo mi general Román. Dijo que ya estaba todo terminado, pero por las dudas no más se quedaban un tiempo más en nuestros pagos, operación de limpieza.

     Y así estuvieron un mes, bastante cerca de casa, y los soldados muy decentes con nosotros, debe ser que tenían órdenes especiales. Por la tarde, solían pasar para pedirnos agua, y entonces nos contaban que, cada día, solían espiar cuando las dos se bañaban en el arroyo. A mi mujer no le gustaba dos mujeres desnudas cerca de la casa, pero mi general decidió. Quería tenerlas limpias para dormir con las dos.

          -¿Qué pasó con los otros prisioneros? - preguntó mi mujer.

     -Los mandaron todos a Asunción, señora. (Era que no querían contestarle.)

     Y así pasamos tres semanas sin noticias, yo con miedo por los soldados cerca, pero se portaron bien. Cuando levantaron campamento, un suboficial nos dijo que mi general estaba agradecido y que si alguna vez pasaba por Asunción y precisaba algo que le avisara no más. Mi mujer creyó que se llevaron a las guerrilleras, pero enseguida sentimos los ruidos sobre el techo, como si nos tiraran piedras. Ha de ser que están enojadas, me dijo. Yo le contesté que no podía ser, aunque ya sabía bien que, al levantar campamento, mi general las mandó con los soldados que jugaron con ellas antes de colgarlas, pero no se morían rápido y entonces tuvieron que degollarlas. Te parece no más, le decía yo, que también sentía las piedras sobre el techo. Hasta que vino un chancho, un día, trayéndose en la boca la paleta de la abogada (la reconocí por la camisa). Entonces tuvimos que enterrarlas mejor, porque con el apuro las enterraron demasiado playo, bajo el lapacho del que las colgaron. No me atreví a poner una cruz de palo (se podía molestar mi general), pero les pusimos velas. El viento las apaga, y ellas vienen a despertarnos para que se enciendan de nuevo.

     -Ya ves que no debías -me dice mi mujer.

     Es cierto.

     Pero tampoco podía negarme a ser miliciano.



LA PAREJA GÓMEZ

     Estas son cosas en las cuales no le quiero mentir... No le puedo mentir, tampoco... Y es que no tengo nada que ocultar y soy oficial de policía antiguo, sé lo que significan estas cosas y para qué arriesgarme... Lo que puedo decirle se lo digo directamente, si es que puede servirle, pero tampoco tengo demasiado que contar, como le dije...

     Sí, eran las 10 de la noche, más o menos, yo estaba en la comisaría cuando llega una vecina para comunicarme el accidente y yo vi que el oficial de guardia mandaba unos conscriptos para investigar... Yo no estaba de guardia, no; venía no más para hablar con el oficial de guardia, que le llamamos Nene; somos del mismo valle y precisaba unos pesitos para el quince de mi hija.

     ¡Cosas de mujeres!

     Si no era por la patrona, yo ni siquiera hubiera estado en la comisaría aquella noche, pero el quince se acerca y mi señora ya quería hacer el encargo de unas cosas para el día siguiente y como todavía faltaba para fin de mes y me apuraban demasiado entre ella y mi hija yo decidí irme en la Comisaría para hablar con el Nene para pedirle un préstamo para la fiesta. Y estábamos conversando cuando viene el conscripto y dice que tiene que ir personalmente un oficial superior.

     Resulta que a veces los hijos no salen como los padres, incluso cuando son personas importantes, y cuando llegaron los conscriptos en el lugar del choque (nosotros pensamos que había sido alguna abolladura), los mitaí les tratan demasiado mal; les dicen que tenía que ser una ambulancia inmediatamente... Bueno, eso ya no sé porque yo no estaba de guardia, creo que los oficiales estaban en el Tropical, por eso se mandó conscriptos...

     Pero por supuesto que yo me fui personalmente, me ofrecí porque el Nene no tenía personal disponible y, de cualquier manera, me dijo que había muerto el hijo del general Cantero... Hecho de sangre, y encima un hombre tan decente, yo le debía demasiados favores...

     Bueno, no hay nada indecente; si ordena le voy a contar: Resulta pues que yo había comprado mi casita con el IPVU, en Villa Policial; saqué a créditos normalmente, construí para mi dormitorio y sala con su baño, pero dejé una parte sin techar... aunque ya estaba habitable, prácticamente no le faltaba nada, incluso equipé la cocina de Achón (ese fue regalo de mi suegro)... Bueno, ahora ya completé el techado, todo listo para el quince de mi hija, pero en aquella época todavía me faltaba un poco para terminar cuando me llama el secretario del IPVU para decirme que tenía que entregar mi casa porque me había atrasado algunos meses. Y la verdad que me había atrasado, pero ese se podía solucionar; yo le expliqué que le podía completar si me esperaban unos días, pero el tipo no quiso entender...

     Está bien, voy a acortar: pasó que lo conocía a mi general Cantero y entonces le pedí que me ayude y él habló con el mayor Stroessner para que arregle a mi favor... Sí, le conocí a mi mayor Stroessner porque yo soy mariscador, por allí le conozco a mi general Cantero, le conocí de cuando estaba en el Liceo, y desde entonces solernos ir en la cazada. Y aquella vez salió también con nosotros el mayor Stroessner y le dije (mi general ya le había explicado un poco) que me querían dejar sin casa en el IPVU porque le querían dar a otro, decían que todas las mensualidades que tenía pagadas me iban a quedar como alquiler no más. Pero mi mayor se fue conmigo, personalmente, y le arregló las cuentas a esos tipos. Mire que tengo órdenes, trató de decirle el secretario del IPVU, si no hace lo que yo le digo, se desintegra esto, le dijo mi mayor. Y por supuesto que allí se terminó la cosa, y me quedé con mi casa propia y no van a molestarme.

     Por eso le decía que a mi general Cantero yo le debía fineza, porque él me presentó a mi mayor y arregló para que yo pueda plantearle mi situación; si no me dejaban en la calle y eso que tengo familia.

     Así que cuando vino el conscripto para decir que se murió el hijo del general Cantero yo salté como una bala... Sí, las 10 de la noche, como le dije, y recién volví a la Comisaría al día siguiente, para llevarle a la mujer en el Hospital... A la señora Gómez... Está bien, le cuento después... Le decía que a las 10 viene el conscripto para decir que hay muerto y yo me fui y verdaderamente se portaban bastante mal esos mitaí. Por eso le dije que a veces los hijos no salen por los padres. Porque el general Cantero es un hombre muy decente, pero sus hijos se aprovechan un poco de la familia para tratar mal a los demás. Incluso le voy a decir (no tengo por qué mentirle) que, a lo mejor, si era otro, les hubieran arrestado y sobre todo a la nena, porque demasiado mal les trataban. No es porque sea un conscripto no más que se les pueda tratar así, usted comprende que ellos representan a la autoridad en ese momento, la graduación no tiene nada que ver.

     Claro que también estaba nerviosa, también se comprende, porque demasiado chica luego es y por eso se pusieron a hacer macanas, como está en el parte oficial...

     De acuerdo, le he de contar si hace falta.

     El mercedes benz era, precisamente, de mi general Cantero; ese quedó totalmente destrozado, como una caja de fósforos que se pisa. Parecía medio enrollado por la columna, una de esas columnas grandes con base de cemento para llevar la alta tensión... Y se puede imaginar la impresión cuando llego en el lugar del accidente y veo el auto hecho un verdadero desastre y encima de mi general... Yo me quedé hasta las doce, calculo, hasta que se cortaron las partes del vehículo con una sierra para sacar los cuerpos y allí estaba el muchacho. La chiquilina se pasó chillando y diciendo zafadurías contra nosotros, paciencia luego le tuvimos, y cuando finalmente, le sacarnos al novio tuvo que venir el doctor para ponerle una inyección tranquilizante porque le dio un ataque: se puso a temblar y no paraba más y el papá pensó que allí mismo se moría...

     Sí, mi general vino enseguida, yo me fui a buscarle con la camioneta celular personalmente. ¿Otra vez mis hijos?, me preguntó cuando me vio llegar. Sí, mi general, le dije. (Esos dos ya le dieron mucho quebranto al pobre hombre; más de una vez tuvo que intervenir personalmente. La última, me contó, fue en el Rubio, porque el mitaí quiso ponerse con un coreano, pero el coreano le metió dos o tres patadas y entonces el otro, que había comenzado, le clavó con un cuchillo, aunque por suerte no hubo herida grave.) Yo pensé que el hombre se iba a morir, pero cuando llegó en el lugar del accidente se portó con bastante calma, incluso no le dijo una palabra al doctor Domínguez por el mercedes benz (creo que arreglaron después, pero en su momento). Porque resulta que el mercedes benz era de mi general, y su hijo decidió cambiar el auto con el hijo del doctor Domínguez, que te prestó el citroën para jugar carrera desde el Barrabar más o menos... Eso, por lo menos, es lo que contaron, cuando mi general le dio una buena paliza a su hijo y a su hija, que agarraron el citroën del doctor Domínguez y jugaron carrera con el mercedes que manejaba el mitaí, el amigo de la hija de mi general, y al llegar a una media cuadra de Brasilia se agarró la columna de alta tensión y se mató con su amigo. Los dos salieron después de que cortamos el auto y entre eso y hacer el parte y acompañarle un poco en esos momentos difíciles a la familia se me pasó la noche, y después me fui bastante temprano a la Comisaria, ya no podía más dormir y me había quedado en la casa de mi general un tiempo para desayunar, él me agradeció todo lo que había hecho, incluso el parte arreglamos un poco para el seguro, usted sabe que esa gente es bien tramposa: si usted no hace exactamente lo que ellos quieren, no le van a pagar ni un poco. Y yo no le podía pues hacer eso a una persona como mi general, así que me ocupé de todo, incluso hablé con la señora, que estaba muy nerviosa, porque le dijeron que murió su hijo...

     Desde luego, mi general puede confirmar todas estas cosas, si es necesario.

     Pero le decía que volví a la comisaría bastante temprano, esa es la verdad, y no porque tenía servicio, sino porque estaba nervioso...

     Algo me dijeron, usted sabe como es la gente. Fue cuando me ofrecí a llevarle en su casa al doctor Domínguez, y me crucé con un vehículo de la comisaría y así, de paso, me dijeron problemas en el Tropical. Pero eso tampoco me sorprendió demasiado, porque en El Tropical siempre hay problemas, sobre todo en esta época de Año Nuevo, porque la gente quiere emborracharse. Así que me pareció normal; esas grescas que se arman con los borrachos y que nosotros estamos para controlar...

     ¡Ah!... Eso no le puedo decir...

     En todo caso, no tengo pruebas. Dicen que de mi comisario, pero son rumores, yo no le puedo decir ni que sí ni que no. Lo que le puedo decir es que hacemos guardia, generalmente de particular, pero eso es perfectamente normal, en un bar como ese no podemos andar uniformados, queda mal.

     Y aquella noche fue la guardia la que tuvo el problema. Le digo como me contaron, yo no estaba. Resulta que el oficial Estigarribia es un petiso medio chusco, que siempre se hace el gaucho; siempre cuenta sus historias con las mujeres. Y aquella noche él estaba con el otro oficial, los dos de particular, en El Tropical. El otro, Ferreira, solía decir siempre entre los amigos: vamos a ver cuándo Estigarribia se lleva una pendeja. (Porque el Estigarribia es famoso por lo que habla entre los camaradas.) Y cuando vieron entrar a la señora esa en El Tropical, Estigarribia dijo una de sus vyrezas y entonces Ferreira le dijo vamos a ver si es cierto. Parece que Estigarribia se acobardó, porque él había dicho que la otra era su mujer, y era mentira, pero justamente en ese momento llegó otro camarada más, Benítez, y entre los dos le comenzaron a tentar. Así que, al final, Estigarribia se levantó de la mesa y se acercó por atrás a la mujer que estaba en el mostrador tomando cerveza y le abrazó por atrás agarrándole su seno. Pero después salió el marido, que se había ido en el baño un momento, y cuando volvió le encontró a Estigarribia discutiendo con su señora y le dio una trompada. Oficial de policía, le dijo el otro, y trataron de arrestarlos entre los tres. Pero la pareja se defendió y ella dijo que era una profesional. ¡Pero qué, si sos una pokyrá cualquiera!, le dijeron y parece no más que tenía pinta de banda, eso por lo menos decían todos, porque llevaba una minifalda que se le veía todo y...

     Yo la vi, por supuesto, pero no en El Tropical, como le expliqué no estuve aquella noche porque me quedé acompañando a mi general Cantero, pero la vi a la mañana siguiente porque me fui en la Comisaría bien temprano, ya no podía dormir y decidí presentarme temprano a ver si me podían dejar salir más temprano, porque el cumpleaños de mi hija me tiene demasiado ocupado y el Nene me había prestado plata y tenía que agradecerle.

     Sí, él había estado allá, en la Comisaría, suboficial de guardia como le dije. Eso me contó porque me pidió que le acompañe al hospital para llevarla y le acompañé por amistad, se notaba que estaba muy nervioso...

     Estaba golpeada. Eso se podía notar. Pero tampoco le voy a decir en último estado, inconsciente, como dicen los periodistas, que están tratando de armar escándalo político. Porque usted sabe que mi comisario tenía a su cargo controlar a esos de Clínicas, unos comunistas, y aprovechan ahora... Yo no le voy a decir que estaba bien, desde luego, y si proceden ha de ser por algo, pero tampoco es cuestión de aprovechar para criticar al gobierno, decir que todos los policías son iguales... Porque habemos de todos, al fin y al cabo. Y cualquiera se equivoca. El mismo Nene, cuando la llevábamos al Hospital me decía que si sabían que estaban casados iba a ser diferente pero, ¿cómo se puede pensar si se meten los dos en un bulín y a esas horas de la noche? Encima los dos medio borrachos, porque estaban borrachos, y se bajaron para tomar un rato más, pero si eran matrimonio hubieran elegido algún lugar un poco más decente, El Tropical no es para casadas. Incluso le voy a decir que la señora...

     No, eso no sé. Nene por lo menos no me dijo nada. Me dijo subí y nos metimos en la camioneta con la mujer atrás que estaba un poco golpeada. Era normal llevarla al Hospital, por las dudas. Por las dudas, me dijo él y me pareció correcto, porque los dos estábamos de acuerdo que se habían propasado. Cierto que la pareja resistieron al arresto, incluso le pegaron a la policía en el Tropical por eso fue que tuvieron que intervenir la patrulla que andaba por ahí.

     Le digo lo que me contaron.

     Los tipos armaron un escándalo en el bar y al pobre Estigarribia le rompieron un diente. Después salieron muy campantes y subieron en su coche pero les agarró la patrulla que andaba cerca y no quisieron salir tampoco del coche sino que se resistieron y por eso habrá sido que recibieron unos golpes, porque la tipa sacó un spray paralizante pero no le dejaron usar. Justo cuando iba a tirarle por la cara a Benítez le agarraron por detrás y le hicieron tirar el frasco ese que está prohibido usar. Y con el frasco y Estigarribia con el diente roto fueron cayendo a la comisaría y por supuesto que en esos casos también la policía puede reaccionar...

     Pero, como le decía, Nene no me dijo nada cuando la llevábamos al Hospital a la señora que por la pinta parecía una cualquiera y fue por eso justamente que se armó el escándalo, porque yo le conozco demasiado bien a mis camaradas, y no sabían que toda una arquitecta y casada. No es que yo les quiera justificar tampoco, pero se puede comprender: una tipa en un bar como esos le pega a un oficial y después aparece un tipo (¡quién podía decir que el marido!) y lo deja sentado al pobre Estigarribia que se presenta como oficial de policía pero no lo escuchan y tampoco escuchan a los otros sino que salen corriendo y encima armando escándalo... Eso es lo que pasó; por lo menos así me contaba Nene, y ni siquiera cuando los trajeron a los dos a la comisaría les quisieron creer que eran casados porque nadie luego lleva a su señora a lugares así. Y les trataron mal, y la señora Gómez tuvo que ser hospitalizada pero nadie me dijo que la pensaban operar de apendicitis para disimular.

     No. Eso a mí no me dijeron los camaradas sino que leí en el diario. Leí que quieren procesar al Comisario por intento de homicidio porque dicen que operación no necesitada viene a ser homicidio y que se quería hacer la operación para disimular. Pero el marido dice por ahí, nosotros sabemos, que si no se hace justicia él mismo nos va a meter balas por violar a su mujer. Eso repite por ahí, es delito, pero nadie le dice nada pero la prensa le da manija al caso para desprestigiar la institución. Y yo no sé, pero si usted me permite, le digo que, creo yo, los policías tenemos nuestros reglamentos y si cometemos falta, nos tienen que juzgar por nuestro reglamento, pero lo que quieren hacer con mi comisario tampoco me parece bien. Si le llegan a destituir como piden se va a poner de moda que cualquier delincuente le puede denunciar a un comisario y que le den la razón al delincuente. Y no le voy a decir que esos dos eran delincuentes, pero tan normales tampoco son, porque la señora se subió al balcón y trató de matarse y el marido le amenaza al comisario.

     ¡Dónde se ha visto!

     Lo que pasó, pasó, y eso no ha de remediarse.

     Yo, por supuesto, no le he de decir a usted lo que tiene que hacer, pero usted me pregunta y entonces me permito decirle mi opinión: le queremos a nuestro comisario. Eso tampoco quiere decir que nosotros no vamos a comprender si le castigan, porque al fin y al cabo hay una falta. Pero el policía necesita también sentirse comprendido y en un trabajo así demasiadas responsabilidades ya tenemos, demasiados riesgos, y ese viene a ser nuestro castigo. Comprendemos (le voy a decir la opinión de nuestros camaradas), comprendemos que se instruya un sumario porque el escándalo es muy grande; cierto que, al fin y al cabo, estamos para proteger al ciudadano y fue una equivocación. Pero también nos duele que se le critique tanto por política, porque, usted sabe, están aprovechando para hacer propaganda política y al fin y al cabo nuestro superior, con todos sus defectos, también es una persona que ha servido a nuestra institución y eso también se tiene que tener en cuenta...

     Desde luego, yo no soy nadie para opinar, pero quería no más decirle nuestro sentimiento porque usted me pidió... estamos dispuestos a cumplir órdenes, para eso estarnos...

     Él no me dijo nada de eso. No es para defenderle, pero no me dijo nada. Cuando le llevamos a la señora al hospital le llevamos porque estaba golpeada, por su propio bien, y allí creo que se asinceró conmigo (no sabía que íbamos a tener investigación) y me dijo que el personal de la comisaría se portó muy mal y que los golpearon a la pareja y que los dos habían resultado gente decente. Eso no más me dijo. Y no tenía nada que ocultarme. Así que no puedo creer lo que dijo el diario que la desvistieron a la señora y la quemaron todo mal con cigarrillo mientras que al señor le tenían colgado. Eso yo no puedo creer porque demasiado tiempo luego que estoy bajo la dirección de nuestro comisario y él nunca permitió que se hagan esas cosas en la institución ni mucho menos contra la gente inocente. Eso nunca luego ha de permitir. Usted sabe incluso que estudió en el extranjero, es un hombre muy profesional. De carrera. Por eso los norteamericanos...

     Eso ya no es la culpa de mi comisario.

     Ni de nosotros. Los oficiales cumplimos nuestro deber ese día pero resulta que la moral está bajando por la publicación esa en la prensa. Le desprestigia a un superior y entonces los conscriptos tienen miedo, ellos no quieren proceder porque creen que después van a salir en foto y prefieren decir que sí cuando se le da la orden pero hacen lo que quieren hacer. No hacen nada. Sobre todo porque había demasiada prensa, incluso extranjeros, y a ellos no podíamos dispersarles. Y también diputados, personalidades, no sé cómo entraron pero cuando nos dimos cuenta ya estaban todos en la calle Palma y no sabíamos cómo reaccionar. Comenzaron reuniéndose de a poco, dice que tenían reunión en la Catedral, y entonces mandamos a nuestro personal para ahí, pero después resulta que era en otros puntos, y los conscriptos que vinieron de Caacupé tenían miedo, porque comenzaron a insolentarse. Comenzaron a decirles cosas y después ya no les obedecieron más cuando les ordenaron dispersarse. Después si que ya comenzaron a tirarles cosas. Usted tiene que ver cómo le dejaron a unos cuantos de nuestra propia comisaría. Pero eso también fue porque aquella vez nos tornaron de sorpresa, pero esta vez ya no nos van a agarrar con otra marcha por la vida que quieren hacer otra vez, pero esta vuelta ya estamos preparados para tratarles como tiene que ser.

     En febrero, dice que, porque les salió también la marcha de diciembre...

     Sí, eso fue lo que pasó: se escapó esa publicación.

     Y aprovecharon para desprestigiar al gobierno y sacar a la gente a la calle. Porque no era contra nuestro comisario luego, eso fue pretexto. Por eso estamos muy contentos todos mis camaradas y le puedo decir en nombre de ellos que nos alegra mucho que usted sea una persona tan comprensiva y que no le vaya a destituir a nuestro comisario porque con él siempre hemos trabajado a gusto.

     Hasta luego y a la orden.

 

 

CONDENA

     La casa había sido construida para vivienda por albañiles italianos llegados al país a principios de siglo y con reputación de arquitectos: detrás de la fachada de pretensión renacentista, una construcción convencional. En el zaguán, gradas de un mármol que no termina de romperse; al final de las gradas, una mesa sucia y un hombre sentado mirando hacia la calle (conjunto con pretensiones de recepción); a sus espaldas, una puerta cancel abierta, que permite ver tipos en calzoncillos en el patio interior, a su izquierda, dos habitaciones grandes que se comunican y comunican con el zaguán, con balcones abiertos sobre la calle céntrica y poco concurrida.

     Poco pudo ver Benito cuando llegó subiendo los peldaños de mármol con dificultad. El de la mesa lo miró de mala manera, apuntó su nombre en un cuaderno escolar, lo condujo a una habitación muy chica y sin ventanas. Cuando cerró la puerta (una puerta de hierro), el recién llegado, en la oscuridad total, dispuso como pudo los periódicos que encontró en el piso. Estaba muerto de hambre, pero prefirió dormir, olvidando los aprietos del momento. Aprietos que habían comenzado en la siesta del día anterior, cuando reparaba su camión y fueron a buscarlo. Uno de los hombres era Flores, al otro no podía conocerlo. En un primer momento, Benito pensó en resistir, recordando que tenía una pistola a mano en la guantera del camión, pero inmediatamente se dio cuenta de que sería peor: ellos nunca andaban solos ni desarmados. Así que obedeció la orden de seguirlos y, al subir a la camioneta colorada estacionada frente al portón de su casa, vio que en ella había otros hombres con metralleta y que, vigilando la calle, había más. En el trayecto, nadie dijo una palabra ni él se sintió con ánimo de preguntarles nada; cuando llegaron a destino, quisieron descenderlo de la camioneta por la fuerza. ¡Déjenlo!, dijo Flores, evitándole violencias innecesarias porque Benito tenía mucho miedo y estaba dispuesto a bajar de la camioneta por sí mismo y rápido como bajó, sin necesidad de apremios de ninguna clase. Le permitieron sentarse en un banco largo de madera, que compartió con otros; le aseguraron que en corto tiempo lo dejarían libre. Pero por la siesta no estaba el hombre que quería hablar con él (era de siesta) y por la tarde parecieron haberse olvidado de Benito, a quien, por la noche, permitieron dormir en el banco de madera, que ya los otros habían dejado libre. Benito era chofer y campesino; tenía el hábito de dormir en los lugares y posiciones más incómodas (su problema era no dormir cuando manejaba); tenía el hábito de la resignación y la paciencia. No trató de preguntar nada a los hombres que parecían ignorarlo y que tenían aspecto de perros medio dormidos y acostumbrados a morder. A la mañana siguiente, con discreción, preguntó si ya estaba el jefe; le contestaron que no tenía por qué hacer preguntas. Se habían levantado con rabia, aunque no contra él; suerte fue que lo ignoraran, ocupados en maldades más urgentes. Al mediodía, Flores lo encontró sentado en el banco del día anterior, otra vez ocupado por otra gente. Sin preguntarle nada, le hizo llegar un plato de un guiso indescriptible que envidiaron los vecinos. Y eso fue lo último que comió hasta bien entrada la noche, cuando recibió la orden de seguir a unos hombres armados que lo metieron en una camioneta colorada (quizás la misma que lo había conducido a aquel lugar lleno de gente asustada y de gente sádica). Cuando subió a la camioneta, pensó que irían a matarlo. No lo mataron, pero tenían libertad de hacerlo en cualquier paraje apartado de aquella ruta de tierra que llevaba del pueblo a la capital y que Benito conocía bien por recorrerla habitualmente en su trabajo. En el camino, trató de darse ánimos pensando que era preferible no quedar encerrado en un corral de campaña; pensó también que, de haber algo grave, ya lo hubiesen maltratado como maltrataron a sus compañeros de secuestro -esos no tienen consideración con nadie ni con nada. Cuando llegaron a la ciudad, los tipos seguían con la cara de siempre pero Benito comenzó a tranquilizarse; no lo habían abandonado -muerto- en algún recodo del camino. Terminó de calmarse cuando llegó a destino; cuando lo encerraron en la celda sucia se dispuso a dormir y durmió sin pensar en los apuros del momento.

     No lo incomodó la agitación que se apoderaba de la casa por la noche sin dejar dormir a los vecinos -incluyendo la música ruidosa de una radio puesta a todo volumen.

     Se despertó temprano, sin saber que ya había amanecido y tuvo que esperar bastante antes de que vinieran a abrir la puerta de hierro y ofrecerle algo que podía ser comida. Cuando el sol estuvo más alto, vio que la puerta tenía una mirilla que dejaba entrar un poco de luz; vio también lo que ya había sentido: la suciedad de la celda, que tenía vestigios de encierros anteriores y que formaba parte de un conjunto de jaulas de cemento llamado departamento de investigaciones. Investigaciones tenía mala fama pero, se dijo Benito, mejor estar en investigaciones, donde al menos apuntan tu nombre, que pudrirse en una comisaría de campaña donde pueden olvidarse de que me tienen preso; aquí van a tener que acordarse de que estoy preso, siempre resulta mejor. No pensó protestar porque lo hubiesen apresado sin ninguna formalidad, ¿para qué? Eso agravaría las cosas. Lo prudente era pasar desapercibido, no ganarse el encono personal de nadie, tratar de hacer algún contacto dentro de la policía. La familia de Benito estaba en la Argentina y no podía socorrerle; lo indicado era hacer llegar un mensaje a su patrón para que lo pusiera en libertad. El hombre era militar, tenía un pequeño campo y estaba satisfecho con los servicios de su chofer; al enterarse del apresamiento, interpondría su influencia para que la policía se dejara de molestarle. Militar manda más que policía, era el dicho, y Benito había podido comprobarlo el día en que tuvo un feo accidente de tránsito. La policía local lo apresó pero un telefonazo del mayor Barrios lo puso en libertad inmediatamente. En realidad, la policía tenía razón, pero ese ya no era problema de Benito, al contrario. Más bien se sentía seguro considerando el peso de su protector, que lo libró del encierro aquella vez, y lo libraría del encierro también esta. Debe ser por eso que no me pegaron, se dijo. (El mismo comisario que lo había apresado por el accidente fue quien lo volvió a apresar y en la misma comisaría local, pero sin golpearlo como acostumbraba hacer).

     La presencia de Flores en investigaciones le hizo creer que, a través de él, podría hacer llegar un mensaje a su patrón, el mayor Barrios. Flores, al fin y al cabo, era compueblano, lo conocía, podía comprender que para Benito y la mayor parte del pueblo el gobierno era una cosa fatal como el mal tiempo, ¿qué sentido tiene oponerse al granizo? Viene de arriba por la voluntad de nadie y hay que tolerarlo como se pueda. Sólo está en el poder de un chofer pobre evitar accidentes en la ruta y eso es lo que Benito siempre había tratado de hacer, sin ocuparse de imposibles como la política. Es lo que Flores, de haber querido, hubiera explicado a la superioridad en descargo de Benito. Pero Flores no quería comprometer su carrera abogando por un preso político; a él le habían ordenado agarrarlo porque lo conocía -casi podía decirse porque eran amigos- y no para interponer una amistad de años en favor de Benito. Cumplía órdenes, y eso se lo hizo saber en tono cortés pero impersonal, advirtiéndole que le resultaría mejor hablar por las buenas, y desde el primer momento, porque de cualquier manera sabemos todo. Benito, con la confianza que puede dar un trato de años, le dijo que no podía contarles cosas que no sabía y que perdían el tiempo con él. Le habló como no hubiera hablado a cualquiera de aquellos policías perrunos, que no permitían una réplica. El otro no pareció molesto, pero le recordó que, donde comenzaba el deber, terminaba la amistad (frase clisé de la policía). Después de la conversación con Flores, tuvo que prestar una larga declaración ante un hombre que pasaba a máquina, cuidadosamente, todo lo que decía. Fue por la mañana, cuando investigaciones tenía la apariencia de una oficina pública cualquiera, llena del olor de las fritangas que comían los empleados mientras escribían, hablaban por teléfono, escuchaban varias radios que transmitían programas diferentes. Los balcones abiertos sobre la calle hubieran sido, en otra parte, delicia de terroristas, pero aquí servían para iluminar la antesala del jefe, la habitación grande situada entre el zaguán y su despacho, donde esperaban turno campesinas viejas, jóvenes demasiado pintadas, abogados con anillos de oro falso. El oficial de guardia, cuando no apuntaba nombres en su cuaderno anotador avon, trataba de memorizar el dictado de introducción al derecho, asignatura de la facultad. El jefe recibía las peticiones y propuestas tomando café con leche con galletitas dulces, a veces sin despegar la vista de Patoruzú. No era un hombre malo fuera de servicio, decían, y se lo había visto en la intimidad del hogar jugando con sus hijos, que le hacían cosquillas en los pies. En servicio, sin embargo, podía ser muy diferente, y en especial cuando, por razones profesionales, tenía que quedar en investigaciones después de cerrada la oficina al público y marchados los dactilógrafos, telefonistas y super-numerarios. (Entonces algún curioso, desde la calle, podría ver, a través de la cancel siempre abierta, los hombres en calzoncillos que cargaban de agua la bañadera vieja de metal con soportes que simulaban patas de grifo colocada en medio del patio interior rodeado de celdas. Pero la curiosidad, en este caso, tendría consecuencias que nadie querría afrontar, y la calle permanecía vacía).

     Benito, que había preferido olvidar lo que ya sabía sobre la policía, tuvo que dar crédito a las murmuraciones (término oficial) cuando vio a su patrón, el mayor Barrios. Se había mantenido firme moralmente gracias a la esperanza de la intervención del militar; al verlo comprendió que no tenía esperanzas. Tuvo que admitir, por la evidencia, que la situación era muy seria -más de lo que se había imaginado. En casos normales, hubieran respetado el uniforme del mayor Barrios; no lo hubieran devuelto a su celda con dos dientes rotos y las marcas moradas de la picana eléctrica. Si a un hombre de posición no respetaban, menos irían a respetarlo a él, a un Benito cualquiera, un nadie comprometido a causa del patrón.

     -Es inútil, mi amigo -Flores parecía tranquilo- ¿no ves que conviene decirnos la verdad?

     Benito trató de protestar, pero Flores ya lo había dejado en compañía de otros presos. Estaban todos desnudos y maniatados; oían ruidos de golpes, lamentos, imprecaciones. Oían la radio que transmitía música para disimular. De tanto en tanto, alguien abría la puerta para vocear un nombre. El aludido se incorporaba, penosamente, y ya no volvían a verlo por la noche. Cuando llegó su turno, Benito se sintió casi aliviado: prefería el suplicio real a la tortura de imaginárselo.

     -¿Vas a hablar o no?

     Flores estaba casi desnudo y la pregunta resultaba retórica: si lo habían llevado hasta la pileta, era porque, después de algunos golpes y tentativas corteses, ya habían decidido interrogarlo por las malas. Por formalismo, Flores le preguntó, por última vez, quién le había dado las espoletas. Benito pensó que se perdería confesando y prefirió repetir que nadie -lo que había repetido hasta el momento. Entonces se sintió levantado de los cabellos y los pies y empujado para abajo en la bañadera de agua sucia, donde supo contener la respiración mientras lo mantuvieron sumergido. Cuando el aire comenzó a faltarle, lo levantaron para permitirle respirar. Pudo inspirar el aire necesario para resistir esa nueva inmersión y otras más; creyó que podía engañarlos cuando advirtió que lo estaban probando...

     En la pileta no se les moría nadie, o se morían solamente pocos debido a la paciencia con que torturaban en investigaciones. Lo que podía ser un castigo insoportable comenzaba siempre con el escarnio de los malos tratamientos dosificados para medir la resistencia de cada cual. Benito fue un trabajo particularmente duro por ser un hombre fuerte y también por ser humilde, hecho a la idea de recibir humillaciones de los grandes -y soportarlas. Pero el mayor Barrios, torturado con su uniforme militar, sintió que los vejámenes acababan con todo lo que había querido y creído ser y se rindió enseguida. En ambos casos se castigó lo necesario, cuenta habida de la opinión del hombre que, una vez, tuvo que aplicar a Benito una inyección y ordenar que lo dejaran en paz sabiendo, como médico, que el preso estaba al borde de un colapso.

     El careo fue en el cuartel de policía, adonde habían sido llevados los conspiradores, algunos en pantalones de fútbol que les habían dado después de haberlos dejado sin ropa a fuerza de golpes (no se les permitió recibir ropa de muda por estar incomunicados). Los hombres semidesnudos y sucios se sentían disminuídos ante los uniformes de gala de las personalidades vistas en retratos de los periódicos. El jefe de inteligencia estaba borracho y el de investigaciones satisfecho, habiendo delegado su poder en el comisario Riveros (un hombre gordo que maltrató ocasionalmente a Benito pero se reservó para los presos más importantes). El presidente, que dominaba la sala desde un óleo enorme, se representaba en la persona de un secretario de apariencia vampírica, que parecía tener buena relación con el jefe de policía, que había reunido en su despacho a comandantes y ministros, para informarles del descubrimiento de la conspiración. Frecuentemente, alguno de los jefes enfrentados a quienes se habían propuesto asesinarlos se permitía hacer alguna pregunta, pero la voz cantante la tenía Riveros, distinguido por la obscenidad y violencia que lo hacían el más celoso defensor de los intereses del gobierno y la integridad del presidente. Cuando lo consideraba necesario, Riveros interrumpía una pregunta o exigía una rectificación, tratárase de un preso o superior jerárquico.

     ¡No se haga el tonto porque vuelve a la pileta conmigo! Benito había intentado responder a la pregunta de un general: tuvo que hacerlo en los términos dictados por Riveros, quien exigía más que una simple confesión, por maldad o por orgullo. Él no quería ser el responsable de una investigación cualquiera sino que exigía mucho más y más de uno tuvo que aumentar su propia culpa tratando de adivinar pensamientos ajenos. Benito tuvo que ampliar las declaraciones del mayor Barrios con aditamentos que terminaron por complacer la fantasía de los presentes. ¿Yo también?, le preguntó, desde un rincón, un hombre cuya cara no podía distinguir; le contestó que no pero después tuvo que rectificarse por imposición de Riveros. Para evitarse posteriores sufrimientos se confesó culpable de un fallido asesinato contra un hombre que nunca había visto. Tuvo que incluirlo en la numerosa lista de las víctimas después de que el mayor Barrios con una veracidad que no podía ser real, confesó cómo, cuándo y donde había dado a su chofer las espoletas que debían activar la carga de gelinita. También tuvo que dar detalles falsos acerca de su relación con un hombre que recién conoció en la cárcel y que lo había comprometido al confesar. Tuvo que acusar a muchos para salvarse.

     Hablando después con el mayor, mientras se esperaba la sentencia, Benito llegó a disculparlo. Soy asmático, le explicó el oficial, no podía soportar la pileta. Benito le perdonó que lo hubiese traicionado como él mismo había traicionado a otros.

     Le costó más trabajo disculparse.

     El castigo precisado vendría en la sentencia, que se demoraba en salir y le dejaba tiempo para confesarse; decidió hablar con alguien y después de varios meses de aislamiento, optó por un sacerdote de cuya discreción se dudaba, el único autorizado a visitar a los presos políticos.

     El cura lo oyó con simpatía, después pasó por el despacho del jefe. Es inocente, dijo. El jefe suspendió por un momento la lectura de Patoruzú, miró al religioso con quien acostumbraba salir de pesca (cuando la conversación era banal, hablaba sin despegar los ojos de la revista).

     -Ya sé -lo contestó sin sorpresa- pero no se puede ya modificar el parte.



INVESTIGACIÓN

     -Nos estás macaneando, pues, chamigo.

     Núñez deploró la falta de yerba en el cocido para sus adentros, pero no estaba en condiciones de criticar el desayuno ni rechazar la crítica convincentemente.

     -¿Pero por qué?

     -Sabés demasiado bien, Núñez, son puros cuentos los que nos traés.

     -No creas.

     -Por favor, Núñez, ¿acaso que no somos amigos? Por tu bien te digo, porque el jefe ya se está cansando y vos sabés muy bien.

     La conversación quedó interrumpida con la llegada de Reina, que venía con la llave en la mano. Núñez comprendió que le correspondía hacer méritos y se levantó metiéndose una galleta en el bolsillo.

     Tuvo que esperar dos horas antes de volver a roer la galleta, que ya se lo había perdido en el bolsillo, horas que pasó cruzando semáforos en rojo (bajo la mirada resignada de un agente de tráfico), haciendo colas interminables, comprando regalos de Navidad. Finalmente, Reina le dio licencia y pudo volver a la oficina para guardar el auto del jefe y ver con desesperación que no quedaba ni una miga del desayuno ni del refrigerio que solían servir a las nueve de la mañana y que, curiosamente, se había vuelto más pobre a fin de año, porque aumentaba la demanda de harina para fines particulares. Núñez tuvo que roer resignadamente su pobre galleta mientras se cortaba el pelo.

     -¿Y ese quién es? -le preguntó al peluquero, refiriéndose al recién llegado.

     -Raterito.

     Quizás tuviera ya veinte años, pero el aspecto era el de un adolescente, y la estatura de un chico de catorce años. (Se enteró después de que, gracias a ese cuerpo esmirriado, podía pasar fácilmente entre los tirantes de los techos que levantaba).

     -Nde plata eterei -dijo, al cabo de un cierto tiempo, el peluquero- ya estuviste haciendo compras.

     -Plata de ella -contestó, de mal humor, Núñez, pensando que todavía no se le había pagado el sueldo y que el jefe no estaba contento, así que era inútil insistirle.

     -¡Navidad, Navidad! -dijo un recién llegado, que venía de otra dependencia y que pasó al raterito una flor de coco para que la oliera- ¡Hay que estar contento en Navidad! ¡Pasále a los demás!

     El raterito pasó la flor de coco a sus compañeros de infortunio, que tuvieron que aspirarla y hacer gestos de alegría. Después se pusieron a cantar un villancico, que a Núñez le quitó el malhumor. Era una linda forma de comenzar el día, pero los problemas no se resolvían con cambios de humor. Y lo angustiante era que pensaban despedirlo y que tenía que inventar algo y pronto. Ya le habían dicho demasiadas veces que no servía porque no era capaz de recabar una simple información. Y el hecho de que no le hubiesen pagado su sueldo todavía era una invitación para que pasase a reclamarlo al despacho del jefe, donde este podía pagarle el sueldo finalmente y ponerlo en la calle.

     Maquinalmente, Núñez se metió en el Rubio. Hacía tiempo que no entraba en el Rubio, desde que armó el escándalo que provocó quejas y reprensiones, pero ahora el mozo lo recibía bien. Le preguntó que quería y Núñez eligió algo para comer, tratando de llenarse el estómago mientras ideaba algo.

     Salió sin pagar y fue a pararse en la esquina de siempre. No tenía sentido estar allí; era demasiado tarde para ver la puerta del garaje abierta, sentir el calentamiento del motor, la salida del doctor, el ritual diario. Si tenía que pasar algo debía ser en otra parte, pero Núñez, con una especie de ética del trabajo encima, había decidido cumplir con su propia rutina. Y así pasó más de una hora mirando sin ver nada, hasta que se acercó al garaje para ver, a través de la mirilla en la puerta de madera, que el auto había salido, como ya sabía. Después fue a una casa de la calle México, donde lo invitaron con sidra, y se pasó un buen rato tomando sidra, hasta que al final tuvo que dormir la siesta. Una mujer le cedió el catre, contenta de que el huésped se pusiera a dormir sin molestarla. Durmió hasta que la radio comenzó a difundir una música que no le gustaba, y entonces decidió volver a la oficina. Dio el parte «sin noticia» más por aburrimiento que por probidad ya que, de cualquier manera, nadie leía sus informes ni los aceptaba, insistiendo en que él nunca había dicho más de lo que los demás decían, más de lo que cazaba al vuelo de las conversaciones de los compañeros de trabajo y se atrevía a presentar por escrito como investigación.

     Al llegar a la guardia, se encontró con el jefe en persona.

     -Buen día, Núñez -dijo el jefe con fingida cordialidad- Feliz Navidad, compañerito.

     El jefe estaba muy cambiado. Núñez creyó haberlo complacido contándole una escapada de Reina, pero el jefe, que no tenía nada de celoso en lo profesional, posiblemente se lo repitió, y la Reina comenzó con su labor de zapa... eso debía ser, se decía Núñez, no había otra explicación posible; siempre había cumplido con su deber, siempre había sido el mismo pero ahora, de golpe, todo lo que él hacía estaba mal y lo acusaban de borracho (no llegaba a tanto, y no se emborrachaba ahora más que antes).

     En el escritorio del jefe, Núñez vio dos palos y una cadena. Se llama lun cha ku, le dijo el jefe, es un arma oriental. Trató de hacer algunas demostraciones, pero la cosa se le voló de la mano y fue a parar contra el vidrio de uno de los anaqueles. ¡Añaracó pe guaré! El jefe nunca renunciaba a sus pretensiones de artemarcialista, pero el día del régimen lo iba postergando y se empachaba con galletas y cocido demasiado dulce.

     El cocido no le vino mal a Núñez, que tomó la invitación como un signo positivo. Después de repetida la dosis, Núñez notó que el jefe estaba de buen humor y no muchas ganas de trabajar. Y, exagerando un poco sus actividades de la mañana, le informó sobre el doctor Barrios y su enfermera.

     -Es su mujer -le dijo, contando que, al terminar el trabajo, solía llevarla hasta su casa y que, pocos días atrás, había estado alojado en casa de ella un hombre que, según los informes del barrio, venía de la Argentina. Aprovechando el interés del jefe, amplió su parte: la mujer, Sofía Benítez, era febrerista, y le constaba que visitaba regularmente la Argentina, donde mantenía conversaciones con personas del MOPOCO. En esto último exageró un poco los datos que tenía, tratando de dar a sus investigaciones un carácter de absoluta seriedad y dedicación al trabajo.

     -Ese argentino que me dice -interrumpió el jefe- ¿usted lo vio?

     -Sí. Los tres subieron en el coche del doctor y se fueron...

     -¿Por qué no los siguió?

     -No tenía para mi taxi, señor.

     -Pero Núñez, ¿qué hace con su sueldo?

     -Todavía no cobré, señor.

     -¿Todavía? Todo tiene solución -sonriendo con gesto magnánimo, se valió del intercomunicador para decir a quien correspondiera que prepararan el cheque para Sinforiano Núñez.

     Con el cheque en la mano, Núñez calculó cuánto tiempo le llevaría cobrarlo en el Banco Central, pero se justificaba la espera porque podía pedir permiso y al fin y al cabo, plata es plata.

     El cheque le permitió pagar sus deudas en la pensión y contraer deudas nuevas. Al día siguiente, por casualidad, llegó temprano a la oficina, a tiempo para el desayuno. Poco después llegó el jefe y lo llamó a su despacho.

     -A ver un poco, chamigo -tenía dificultad para hablar- vamos a ver... Usted me dijo que había visto a... a Torres con esa pendeja... Reina.

     -Como le informé, señor.

     -¿Y estuvo en el asado?

     -No, ella no. Torres y sus amigos no más.

     -¿No lo volvió a ver?

     -¿Torres? Él se fue a Alemania y...

     -Bueno, manténgame informado, Sinforiano. Y avíseme si lo ve al bolche de Torres.

     -¿Y el doctor Barrios?

     -¡Y ocúpese de él! Para eso se le paga. No le pido que se vaya hasta Alemania a traérmelo a Torres, le digo que me avise si le ve, porque hay rumores de que entró al país. Y la pendeja...

     -¿Reina, señor?

     El jefe vaciló unos minutos y después le dijo que se ocupara de su trabajo. Ya no fue a pararse frente a la casa particular de Barrios, sino frente a su consultorio, en la calle España.

     A la media hora de estar parado, la muchacha se le acercó con un café. Núñez agradeció la atención, aunque era una manera evidente de decirle que lo reconocían como pyragué. Pero las órdenes eran observar el consultorio, «el movimiento del consultorio», así que permaneció parado hasta que el doctor Barrios subió al coche después de saludarlo y se fue. Seguirlo con taxi estaba por encima de las posibilidades de su posición de informante, que sólo le permitía sobrevivir mediante el beneficio extra-salarial de comer gratis en ciertos restaurantes. Sin embargo, tenía coartada: la omisión del informe de lo que hizo Barrios entre mediodía y las tres de la tarde se compensaba plenamente con la descripción detallada de lo que hizo su enfermera, quien almorzó en un bar de las proximidades pero, en vez de volver a casa para la siesta, se quedó en el consultorio (no podía saber qué hizo en el consultorio, pero en esto había que contar con la colaboración de la compañía telefónica). Además, el doctor Barrios salió del consultorio con su valija médica muy cargada. En cuatro meses de observación, Núñez había aprendido el tamaño exacto de la valija y podía notar cualquier variación en el tamaño de la carga. ¿Panfletos? Era muy posible; él había escuchado parte de una conversación relativa al posible funcionamiento de una imprenta clandestina en el consultorio de Barrios. «Parece panfletos», anotó.

     Es a lo mejor un detalle sin importancia, se dijo, mientras esperaba que Barrios volviese de dormir la siesta para abrir el consultorio; un detalle sin importancia puede ser importante, le habían dicho cuando comenzó a trabajar en Investigaciones. ¿Y si no estoy seguro? Ponga entonces «parece» para ayudar a los otros investigadores. Así que «parece panfletos» resultaba lo más adecuado aunque ya le habían comentado que cansaba el exceso de «parece» en sus informes que no decían nada, aparte de las suposiciones de quién dormía con quién. Y eso no dejaba de ser interesante, el condimento de cualquier informe, pero siempre que el informe, además, dijera algo. Anécdotas picantes aisladas no valían nada, aunque muchas veces se hubiera comenzado por allí: por la denuncia de una mujer despechada o golpeada, que llevaba a descubrir algo más. Sólo que el pobre Núñez no encontraba nunca la punta de uno de esos ovillos. Por intuición, en parte, por necesidad de justificar su sueldo, en parte, había dado crédito al chisme de una vecina acerca de los viajes de Sofía Benítez a Formosa; de allí pasó a su trabajo como enfermera del consultorio del doctor Barrios; de allí, trató de relacionar la distribución de ciertos panfletos con el médico; ¿qué mejor lugar para repartir panfletos que un consultorio?, había oído decir. Y se apropió de la idea y redactó un informe relacionando a la enfermera con el médico y a estos dos con los panfletos y el MOPOCO. ¿No tenía lógica? Ella tenía un hermano en la Argentina, el MOPOCO estaba en la Argentina. Ella viajaba a la Argentina. ¿Y si no encontraban nada?

     Consultó el asunto a la hora del desayuno. Gómez lo tomaba del pelo a menudo, pero tenía mayor experiencia en el oficio y le tenía aprecio (eran compueblanos).

     -Barrios es afiliado.

     -¿Estás seguro?

     Para confirmarlo, Gómez lo llevó a los archivos, que conocía bien: allí estaba la afiliación del médico, capturada cuando lo capturaron a él, unos años atrás. Fueron unos meses de encierro y después no se supo nada más de él, pero en su juventud había sido agitador político, y era difícil que se hubiera enmendado: esa gente no cambia.

     -¿Pero después si hacen el allanamiento y no encuentran nada?

     -Mirá, cheraá, hablá bien con el jefe. Él es un hombre muy comprensivo. No le vayas a mentir, decile no más lo que viste, lo que te parece, mostrale los antecedentes del tipo, lo que hizo, la gente con que se junta. El jefe tiene que decidir. Si no encuentran nada, no hay problema, siempre que no le mientas. Pero si le inventás una historia y se descubre, allí estás sonado.

*     *     *

     Núñez esperó como siempre en el lugar de siempre; la muchacha se le acercó con el café, todo parecía normal.

     -Está arrestada.

     Ella comprendió que no le convenía salir corriendo y se dejó llevar, sin resistencia, a la camioneta celular. Núñez se sintió como cuando volteó su primer pajarito de un honditazo; podría decirse que se sentía agradecido a su presa. Era una joven muerta de miedo que casi aplastaron las demás personas que trataron de meter en la colorada, hasta que comprendieron que necesitaban refuerzos. Llegaron varias camionetas más, y entre todas llevaron a investigaciones a Barrios, su enfermera, su muchacha y todos los pacientes que hacían turno en el consultorio. Para asegurar, se llevaron también las fichas médicas y ocuparon el consultorio. El vendedor de diarios se salvó por poco de un largo arresto cuando vino a cobrar y los pacientes pudieron salir después de dos días. En esos dos días no pudieron dormir: por la noche, la radio comenzaba a funcionar a todo volumen hacia las diez; por la mañana, el prejuicio policial exigía levantarse muy temprano, para mirar cómo los otros desayunaban a través de la mirilla de la puerta.

     Las celdas eran de cemento y dimensiones reducidas, sin camas ni colchones. El hacinamiento hacía que los presos tuvieran que turnarse para dormir, para tratar de dormir en el suelo, usando el cuerpo del otro como almohada. Pero la posición, bien incómoda, creaba mayores incomodidades cuando alguien tenía que entrar o salir de la celda: tenía que hacerlo pasando sobre los demás y liberándose del entrevero de los cuerpos. En muchos casos, el trabajo era innecesario, porque no los llamaban para interrogatorio sino para molestarlos. Los policías, que tampoco dormían, desarrollaban un resentimiento especial contra los que les daban trabajo, un trabajo que los dejaba con sueño, neurastenia, desgarros musculares y puños deshechos.

     Naturalmente, no todos recibían el mismo tratamiento. Las órdenes, que pretendían evitar complicaciones, eran de respetar a los que entraban por averiguaciones, los que en principio no tenían ninguna acusación política encima y estaban presos para ser interrogados y nada más. Pero del personal mal pagado no puede esperarse mucho y el local no permitía demasiada consideración para nadie. Investigaciones era un patio minúsculo rodeado de celdas y el ruido de la radio, en principio para acallar el ruido de los interrogatorios, no permitía dormir a nadie. A pesar de las estrictas prohibiciones y el control, los detenidos no dejaban de mirar para el patio a través de las mirillas de las puertas, y los que tenían sueño lo perdían fácilmente. Además, estaba la maldad adicional de alguno que otro pyragué mal pagado, como el que, sin mediar orden, decidió asustar a la enfermera del doctor Barrios con relatos y amenazas de violaciones.

     Finalmente, la condujeron a la pileta.

     -¡Ah, pero es rubia! -dijo un hombre bastante chico, a quien se llamaba el mariscal López. Los demás festejaron el chiste. Vamos a ver ahora si tu macho te puede defender.

     Los otros se pusieron a mirar a la mujer con especial interés, haciendo comentarios como buen gusto tenía el doctor y ella comprendió que no podía esperar consideraciones y olvidó casi el hecho de que estaba desnuda. Pensó que podía desmayarse pronto al recibir el primer golpe, que se lo dieron con el puño cerrado, no con la mano abierta, como ocurrió al llegar a la policía.

     -Sabemos que cogías con el doctor.

     (A su llegada, habían sido más bien apremios psicológicos e intimidación. La obligaron a permanecer parada y de espaldas contra la pared, al lado del doctor Barrios, separada del resto de los presos. No faltó un oficial que, acercándosele desde atrás, le agarrara el pecho con las dos manos, pero entonces no querían lastimarla físicamente. El jefe casi parecía un abuelo: canoso, gordo, de voz suave. Sin embargo, el tono de la voz iba cambiando en la medida en que Sofía decía no saber nada).

     La relación entre coger con el doctor y el trotskismo no son evidentes, pero el jefe insistía en la existencia de una relación necesaria. Sofía trató de explicar, primero, que su relación con Barrios era puramente profesional y, segundo, que su relación con su hermano era estrictamente familiar.

     -Sabemos que se conocen.

     El otro era un joven de unos 22 años, paraguayo residente en la Argentina. Lo habían apresado semanas atrás, acusado de ser enlace del ERP, sin haber podido descubrir sus contactos locales. El joven insistió en que no conocía a Sofía, en que había residido demasiados años afuera como para conocer a nadie en el Paraguay. Dijo -quizás forzado- que tenía contactos con el ERP pero que lo habían apresado al cruzar la frontera, imposibilitándosele la comunicación con cualquier persona de por aquí. Dijo que nunca había visto el mimeógrafo cuyo conocimiento no pudo negar Sofía, y que para el jefe hacía de cuerpo del delito. El joven, el mimeógrafo, los viajes de Sofía a la Argentina y sus relaciones sexuales con el médico eran temas obsesivos del interrogatorio.

     -¿Por qué no contás todo, mi hija, porque de cualquier manera te vamos a sacar la verdad?

     Sofía comenzó a inventar una historia verosímil y, hasta donde pudo imaginarse, aceptable para la policía, pero el jefe dio por terminado el interrogatorio. La desnudaron y le ataron las manos a la espalda con cables de electricidad y tuvo que esperar un tiempo interminable hasta que vinieran a buscarla, hasta que terminaran con los otros.

     -Linda la chica del doctor -dijo el mariscal López- no vayan pues a estropearla, lo mitá.

     Un golpe le rompió la boca, otros más la alcanzaron en el estómago. El mariscal López estaba un poco cansado, había trabajado mucho aquel día. Recién cuando terminó el ablandamiento entró en acción, asiéndola de los cabellos y sumergiéndola en la bañadera.

     La paciencia del mariscal López era admirable: en las primeras inmersiones, el hombre medía la capacidad de la víctima, y se tomaba el tiempo y el cuidado necesario para vencer la resistencia de atletas y cardíacos sin llegar a extremos. Cuando Sofía comprendió que estaba en el poder de los carceleros, trató de resistir todavía ahogándose, respirando agua deliberadamente. Pero esos trucos no engañaban al mariscal López, demasiado experto y que podía ver a través del agua ya turbia los movimientos de la víctima. La tentativa de suicidio prolongaba -sin evitar- el procedimiento. El mariscal López llamaba al médico y le entregaba al cuestionado para ponerlo en forma para después. Podía esperar horas y días, pero se cobraba la morosidad de los renuentes demorándoles el castigo con maldad y con arte; incluso se la cobraba después de confesados, por no haber querido colaborar. No pasaba de castigo moral, en muchos casos, pero no dejaba de ser castigo: los retobados, más de una vez, fueron puestos en el grupo de los candidatos a la pileta; después de haber visto el castigo de los otros y haber esperado turno, se los devolvía a sus celdas por la madrugada, sin haber sido tocados pero suficientemente escarmentados.

     Sofía pudo comprender intuitivamente todas estas cosas en los breves intervalos lúcidos que tenía entre los interrogatorios. Una vez, recuperó el sentido sintiendo la picazón de una inyección; era, supuso, algún estimulante muy fuerte, porque la hizo sentirse muy bien, pero también comprender que la ponían bien para seguir degradándola y entonces no le cupo más remedio que confesar. Declaró que Barrios y ella habían imprimido panfletos en el mimeógrafo encontrado por la policía en el consultorio médico. Le aceptaron la disculpa de que no sabía para quién iban los panfletos, porque eso concordaba con el informe de Núñez, según el cual Barrios sacaba panfletos del consultorio en la valija. Y, a partir de ese momento, le fue mejor. Le fue mejor porque la consideraron un personaje secundario en la historia: una enfermera con quien el médico se acuesta para hacer dar vueltas a la manija del mimeógrafo y llevar mensajes a la Argentina.

     -Dicen que el mariscal López...

     -¿Cómo? -el ruido de la radio resultaba ensordecedor.

     -Dicen que el mariscal López le agarró a la enfermera.

     -¡Ñaró co tipo! -el tono denotaba cierta admiración- ¡Hay que ser para agarrarle a una así!

     -Nada que ver con Playboy -la comparación con las fotos desfavorecía a la mujer sucia de vómitos y materia fecal.

     -Vas a tener para muchos Playboy, Núñez, el jefe está contento contigo.

     -¿En serio, picó?

     -Puro.

     El jefe se tomó el trabajo de instruir a Núñez con una larga disertación acerca de la peligrosa red política destruida, que comprendía los contactos clandestinos de Sofía Benítez con la gente del ERP, el ingreso clandestino de jóvenes paraguayos residentes en la Argentina, el consultorio del doctor Barrios, centro difusor de informaciones y de propaganda. Núñez se dijo que, al fin, le había tocado la suerte de presentar una denuncia que sirviera de base a una investigación exitosa. El jefe pareció adivinarle el pensamiento, porque comenzó a recordarle las virtudes del trabajo paciente, constante, sistemático, donde todo es importante. Finalmente, y después de una larga cátedra de subversión (que indicaba, aunque Núñez no pudiera entenderlo, que el jefe tampoco estaba convencido de los descubrimientos pero que los utilizaba para justificarse ante su superior), le preguntó si tenía alguna nueva denuncia.

     -Sí, señor, lo he visto a Torres y sé donde está. Si usted me ordena puedo...

     -No se moleste, Núñez, ese ya está agarrado.

     Y, efectivamente, unos días después, por la mañana, llegó el licenciado Torres a la oficina del jefe, para hablar con este, que no lo recibió sino que lo envió a la pileta sin más trámite. Después de varias sesiones, Torres se confesó cabecilla del plan secundado por Barrios, Sofía y otra gente más. La policía anunció públicamente el desmantelamiento de la conspiración y las acciones de Núñez mejoraron.

     Hablando en confianza con Gómez, Núñez le confesó que, ni remotamente, había sospechado nada de Torres, que se había marchado del país con una beca pero había tenido la ocurrencia de regresar y dejarse capturar; todo había sido cuestión de suerte, y no comprendía como el jefe había podido atar todos los cabos sueltos.

     -Reina -le explicó Gómez.

     -Pero el jefe me ordenó que la siga a ella... Acaso ella y Torres...

     -Todo está previsto -dijo Gómez, usando el slogan comercial- esa pendeja hace lo que le dice el jefe y él le dijo que se meta con Torres. Si la controla es por las dudas, todos estamos aquí bajo control.

     -Yo pensé que Torres...

     -Ese es un vyro, chamigo, que se hizo echar por Reina. ¿De dónde un seco como él puede ligar una pendeja así?

     -Hay cosas que no entiendo.

     -Ya entendés todo lo que tenés que entender y no te conviene luego entender más -Gómez hablaba con un cierto tono paternal, tratando de evitar a su amigo el problema de las preguntas innecesarias-. Y ahora me debés una cerveza y está todo solucionado.

     Núñez consideró que una cerveza resultaba muy mezquino porque tenía que ser un almuerzo. Es cierto que ya había empeñado todo su sueldo, y que su sueldo no había aumentado después del éxito de la investigación, pero se trataba de un éxito que, algún día, redundaría en aumento de sueldo -mientras tanto, seguía siendo un simple informante de investigaciones, traído a la institución por un compueblano, el oficial Gómez. Sin embargo, le parecía justo demostrar reconocimiento, y el almuerzo fue pagado y todo lo que podían permitir las finanzas de Núñez. Él, al fin y al cabo, había presentado la denuncia en base a los consejos de Gómez, que tenía más cancha pero que, en vez de apuntarse un punto haciendo la denuncia personalmente, prefirió cederle la oportunidad al amigo, para dejarlo bien y, para impedir que lo echaran del empleo como, posiblemente, ya tenían pensado hacerlo.



FRAGMENTOS DE LAS MEMORIAS DE UNA SINDICALISTA

     Yo nací protestando. Che retobada co. Ha de ser porque mi abuela ya era así. Mi mamá, cuando se embarazó de mí, tenía quince años nada más. Le echaron de la casa y mi mamá se casó con otro después, ella tenía su carácter también. Yo me quedé después en la casa de una madrina que tenía estancia y me enseñó muchas cosas. Pero después me llegó una edad y vi que no podían tratarme como familiar porque no era, aunque me decían que en la casa de ella tenía todo y nada me había de faltar. Y cierto, pero los pobres siempre están por debajo de los que tienen; yo tenía todo y no tenía nada. Y yo quería ser independiente. Entonces me decían que fuera de la casa hay peligros: la sociedad, el hombre. Pero yo me fui a vivir en Barrio Jara, con una tía, hasta conseguir algún trabajo. Yo quería trabajar en una fábrica de Asunción, no me quería ir a Ytororó. Y al final entré a trabajar en una fábrica textil y enseguida comencé a organizar...

     Después viene la orden de despedir a seis obreras; comenzaron a echar de la textil a las obreras que no eran coloradas. Entonces hablamos con el patrón pero el patrón nos dice que no era cosa de ella, era «orden superior»; tenían que echar a las que no eran coloradas. Entonces yo comencé a protestar y me dijeron que no podía protestar porque era colorada y yo les dije: soy la más indicada para defender a mis compañeras de trabajo. Me dijeron que yo tenía que hacer lo que mandaba mi partido, pero yo les dije a las compañeras: vamos hacer una huelga hasta que vuelvan nuestras compañeras. Y cuando estaba en la calle, hablando entre compañeras viene un hombre del partido colorado y me dice: usted está organizando a las compañeras para que no trabajen. Yo le digo: No, no es para eso, es para que todas puedan trabajar. Y usted inmediatamente vuelve al trabajo, me dice. Y usted está traicionando a los trabajadores, le dije y allí mismo rompí mi afiliación al Partido Colorado y le tiré por la cara, y esa fue la primera vez que caí presa, en el año 1947.

     Yo tuve mucho miedo cuando me llevaban a la comisaría porque entonces era muy joven. Pero después caí demasiadas veces y le fui perdiendo el miedo. No es del otro mundo. Ni siquiera la última vez, cuando me tuvieron presa catorce años.

     En enero de 1968 me apresaron aquella vez y allí me tuvieron 22 días incomunicada en Investigaciones. De allí me pasaron a la chacarita con otras mujeres, seis en total, que quedamos en esa comisaría como un año y medio...

     A las cinco de la mañana nos sacaban de la celda para vaciar las latas donde hacíamos nuestras necesidades. Media hora tenía que ser, pero el sargento acortaba el tiempo y teníamos que volver volando a nuestra celda para pasar adentro todo el día. A veces abría la puerta para gritar que somos comunistas, criminales, que vendemos el país al extranjero. A veces en plena noche, cuando ya estábamos durmiendo, nos despertaba amenazándonos, desenvainando el sable. A veces entraban de golpe para ver si escondíamos armas, ponían nuestra celdita patas para arriba, tirando nuestra ropa por el piso sucio. ¿Qué armas podíamos tener si estábamos tan vigiladas y pasaban días sin que nos permitieran salir y ni teníamos luz y no nos permitían coser ni hacer cualquier cosita para pasar el tiempo?

     Un día la pared comenzó a rajarse porque había llovido dos días enteros y entonces nos mudaron a Fernando de la Mora. Era una celda peor, húmeda, muy baja, con la letrina en el medio para todas nosotras y al lado mismo tenían la pileta y oíamos cómo se ahogaban los muchachos o los veíamos colgados por los tobillos con trapos en la boca para que no puedan gritar y sentíamos los golpes y algunas compañeras tuvieron crisis de histeria.

     Creo que si estaba sola me volvía loca. Pero éramos seis y entre las seis nos ayudábamos. Y al final los conscriptos nos trataban mejor. Eran todos muchachos humildes nuestros guardias, casi todos hijos de campesinos. Y nosotras les entrábamos preguntándoles de su valle, de qué hacían sus padres, cuántos años tenía. Veinticinco de cada treinta de ellos no sabían leer. Los uniformes se los daban grandes y entonces nosotras se los achicábamos y para eso conseguimos que nos dieran hilo y aguja y al final conseguimos hasta una máquina de coser, porque fuimos ganando posición, y eso que al principio nada teníamos y para las cinco de la tarde ya no teníamos más nada que hacer porque la pieza era oscura y sin electricidad. Pero les fuimos conquistando y ellos vieron que no éramos como les decían; les decían que éramos peligrosas, les instruían contra nosotras, hasta que vieron dónde estaba la verdad.

     El comisario les enseñaba maldades porque nos hacía falta agua un día y otro día comida. Entregábamos nuestros platos y nos devolvían vacíos porque ya no había más. Entonces nosotras gritábamos, armábamos un gran bochinche y así con el tiempo fuimos ganando terreno. (Creo que nos ayudó también mucho la Cruz Roja porque ellos se interesaron por los presos políticos, hicieron mucho por nosotras). El comisario nos decía que si protestábamos iba a ser peor. Y yo recuerdo el día de calor que nos negaron el agua y como el comisario pasaba por ahí le pedimos a gritos y entonces llamó a un soldado y le dijo traiga agua para se callen esas viejas y el soldado fue y volvió con un vaso de agua para las seis.

     Como cinco años y medio estuvimos en Fernando de la Mora hasta que nos pasaron a Emboscada que no fue mucho mejor porque la celdita tenía 3 metros por 3.25 y teníamos que dormir en el suelo, como animales. La letrina también dentro de la pieza y ni siquiera nos daban agua para limpiarla aunque teníamos nuestro brasero y allí también hacíamos la comida; teníamos que aguantar no más tanta suciedad. Y el agua sucia que nos daban nos daba diarrea, y suerte que intervino el Comité de Iglesias y también la Cruz Roja.

     El día que llegó nos pusieron camas y yo les dije, delante del doctor que no sabíamos si las camas eran no más por la Cruz Roja y después las iban a llevar. El doctor se hizo el sorprendido, pero sabía todo y era él justamente uno que torturaba en Investigaciones, el que controlaba hasta donde podían torturar sin que se mueran porque para eso era un médico. Así que se hizo el tonto y cuando el Cruz Roja preguntó qué queríamos dijimos que un poco de aire y el doctor dijo que corría bastante aire y entonces le dijimos que si corría tanto se podía quedar él en nuestra celda... Creo que pasó calor con la visita, y eso que habían lavado bien la pieza para cuando llegó la Cruz Roja y hasta cama nos pusieron; hasta nos dejaron bañarnos aquella vez, porque pasábamos muchos días encerradas normalmente, raro que no nos enfermó la suciedad...

     Después vino el caso aquel de la conspiración.

     ¡Vaya uno a saber, ellos siempre inventaban pretextos!

     Y entonces llegaron a Emboscada como 400 personas, ya no cabíamos más. Hombres y mujeres. Jovencitos. Estaba la mamá de los López que desaparecieron, ella con sus nietos. Había como 20 niños esa vez. Incluso algunas tuvieron hijos en la cárcel.

     Pero con todo pude ver a mi marido otra vez, después de ocho años y medio. Ya no sabía más si todavía vivía, porque te estoy hablando de 1976, y a nosotros nos metieron presos en 1968, y desde entonces no supimos más uno del otro... Cuando lo vi en el patio le grité ¡Alfonso!, y él se volvió y fue como si ayer no más nos habíamos separado y las mujeres dijeron es el encuentro del siglo.

     Y yo pensé después que iba a tener vergüenza de él por todo el tiempo pero no; no son nada ocho años cuando se tiene un poco de firmeza.

     Lástima que no pudimos estar juntos porque a los tres meses se lo llevaron a otra cárcel y eso porque entre los dos no nos callábamos sino que nos apoyábamos; cometieron un error al ponernos juntos. Porque como te dije la Cruz Roja estaba controlando un poco la situación de los presos políticos y el gobierno tenía vergüenza, quería mejorar un poco su mala reputación y por eso fue que nos dieron mejoras y tenían que escuchar cuando nos quejábamos porque los guardias se comían la comida que nos mandaban nuestros parientes o nos robaban la ropa o les molestaban a las mujeres cuando formaban fila horas al sol para visitar a los parientes presos (cuando, al final, nos veíamos y queríamos hablar con las visitas se metía un oficial en el medio y decía se terminó la visita). Y todas estas cosas fuimos denunciando y aunque nos amenazaban tenían que ceder y cedieron bastante y nos trataron mejor; hasta llegamos a tener media hora de visita de los parientes.

     Pero a Alfonso le mandaron a otra cárcel porque entre los dos protestábamos siempre.

     Y un día me dicen que me prepare para salir pero ya no les creo. Ya era 1978 y diez años tenía adentro y muchas veces me hicieron preparar todas mis cosas y hasta me llevaron a la puerta pero después me mandaron de nuevo adentro. Así que no podía creer.

     Pero aquella vez salí no más por la puerta y cuando estaba afuera me parecía mentira pero me soltaron no más.

     Después ya conseguí un terrenito para organizar mi chacra y estaba trabajando un día cuando siento que vienen y mi sobrina dice viene la policía y le digo que ya escuché. ¿Y si escucha por qué no viene?, me dice el comisario ese, un tipo lleno de anillos y brazaletes, oro por todas partes, daba asco. Y mi compañero pregunta por qué también a ella; el comisario dice que soy la primera que debe ir. Así que no había caso y nos llevaron a los dos. Y aquella vez sí que no sé por qué; recién habíamos salido de la cárcel, ni tiempo habíamos tenido para política (aunque la verdad que tampoco me iba a quedar muy quieta mucho tiempo). Y allí me fui de vuelta en Investigaciones. Dormí en el piso con el frío que hacía dos semanas hasta que me llevan después a la cárcel de mujeres.

     Yo tenía más miedo del Buen Pastor que de Investigaciones porque en Investigaciones te maltratan los guardias pero los presos son decentes (todos políticos), pero en el Buen Pastor hay de todo tipo y yo que no soy miedosa para nada, tuve miedo de estar entre mujeres así...

     La policía me mandaba provocadoras pero yo no me dejaba echar aunque me ofrecían revistas políticas y guaunte que también esas mujeres estaban en contra del gobierno. Yo me callaba, pero la jueza dijo que yo era comunista, ¿cómo podía saber si no había hablado ella conmigo y a las provocadoras nunca les dije una palabra?

     Así que me condenaron y me tuvieron presa hasta 1982.

     Y allí otra vez me dicen que me prepare y que tengo que pasar por el tribunal antes de quedar en libertad y no sé para qué porque los tribunales no valen. Un periodista me pregunta si qué pienso de mi libertad y le digo no creo. Y otra vez me llevan en Investigaciones, dicen que para hacerme un prontuario y me toman las fotos pero después me quieren hacer firmar una declaración que no le firmo y entonces de nuevo presa y me declaro en huelga.

     Pensé que iba a morir de hambre, pero no les iba a decir que sí porque ya demasiado habían jugado conmigo y yo pensé que iban a tenerme recorriendo de cárcel en cárcel y entonces ya mejor morir si hay que morir.

     Tres días hice huelga de hambre y después me metieron en una camioneta de policía y me llevaron a la Argentina pero los gendarmes dijeron que no querían recibirme y entonces volvemos a Asunción y al pasar por el puente sobre el río Paraguay me dicen que me van a tirar y la verdad es que me alzan entre los dos y yo creí que me tiraban pero después me meten en otro vehículo y me llevan al Brasil.

     El oficial entra no más en la comisaría de Foz de Iguazú como si era su casa y les dice que me dejen. Y el oficial brasilero me dice que tengo que hablar con el comisario y mientras tanto me dan un colchón roñoso para pasar la noche y entonces me doy cuenta de que están de acuerdo el Paraguay y el Brasil y me sorprende que Argentina no les siguiera el juego.

     Así me hacen esperar dos días, dicen que porque el comisario no está pero sé bien que era un juego; al final me dicen que puedo irme no más adonde quiero pero no tengo adónde.

     Sola en el Brasil.

     Por suerte que me encuentro una familia paraguaya que me trata muy bien y así estuve viviendo en el Brasil un tiempo, hasta que tuve problemas con mi visa y por suerte unos compañeros que están también fuera del país se movieron y vine hasta Alemania.

     No sé qué puedo hacer aquí pero algo he de hacer, siempre se puede, y me gusta también saber que en todas partes hay gente que se preocupa por los presos antiguos... hay más antiguos que yo, que estuve adentro catorce años, casi de seguido (si cuento todas las veces que estuve presa han de ser muchos más).

     A veces yo me miro en el espejo y miro mi cabello blanco y me digo che tuya pero en el fondo sigo siendo joven y como te dije y he de repetir cien veces que no he de descansar un minuto... He de seguir trabajando para moverle el piso a ese tirano todo lo que pueda, no he de perdonarle esos catorce años de mi vida robada...



JUANCHI

     Se levantó de mal humor porque le dije un cariñito pero peinecito va peinecito viene mirándose al espejo como si no me escucha y como si los años se cambian de balde como me dijo aquella vez que vimos entre los dos la vieja y dos metros de revoque encima y casi nos hacemos pis de risa y hay que saber envejecer con dignidad me dijo pero con los otros muy fácil siempre se les ve luego su defecto pero te llega el turno y ya no es tan fácil y pensás que nadie nota la arruguita al lado de tu labio ni en tu frente ni tu cabello teñido como el suyo que se ponía al sol y se quedaba todo colorado daba risa y encima una vez me dice la gente de nuestra edad muy caradura como si no era más joven mucho más joven y encima aquella vez no me contesta mientras se va peinando y eso sí que es grave porque sé demasiado bien que su buena hora es por la mañana así que si se levanta de mal humor ya es muy serio y para algo le conozco y no me va a engañar ni te pienses que no me daba cuenta.

     Ay sí demasiado fácil decir pero cuando te toca el turno ya es difícil porque también tenés que ser un poco tolerante pues y no tenés que arruinar por una zoncera una cosita de esas. Yo por ejemplo me daba cuenta que me mentía un poco y acaso que le voy luego a creer que la primera vez conmigo y que antes de eso casamiento y nada. Nambré. Pero también tenés que comprenderle luego un poco hay lo que es así que te quiere hacer creer y entonces decile que sí no más. No te puedo decir que seas un santo una que otra cosita siempre ha de haber y no es que me gusta pero ha de haber y lo importante es el respeto. Y eso sí que no puede decir (como anda diciendo por ahí) porque nunca le falté.

     Comprensión luego lo que no le faltaba porque me dijo no se puede y esperáme un rato y le aguanté no más y no es cualquiera que te puede aguantar un casamiento yo de segundo plato. Pero después se divorcia y tenemos que continuar escondido porque no se puede así me dice. Y le doy la razón todo un Poder y vos sabés cómo son esas cosas. Le podía perjudicar en su carrera. Así que seguí no más de segundo plato y nada le pedía. No más quería que se porte bien y se portaba y yo sabía bien porque me decía tempranito tengo la campaña política y se iba en el campo con el Presidente para hacer discurso. Y yo sabía bien (tengo informante) que se portaba bien incluso cuando se quedaba a dormir afuera. Ha de ser que el Presidente le tenía corto pero se portaba bien: al viejo no le gusta que hagan esas cosas cuando salen de gira y todo el mundo derechito. Después que anden por su cabeza. Eso no le importa al viejo. Pero los Poderes del Estado tienen que ser decentes por lo menos para campaña presidencial. Y yo le comprendía. Yo no le iba a pedir luego que me mande su auto chapa JUDICIAL que después le prestó su secretario para chocar todo mal y eso fue...

     Pero como te digo entonces magistrado muy decente. Siempre bien vestido y no le ibas luego a agarrar en falta. Y ahora anda diciendo que me pescó en la Plaza Uruguaya y bueno qué tanto ha de decir Juanchi él en el Salesiano con el padre Eli... Entonces para qué me pide que vuelva... Se le subió a la cabeza no más cuando le conocí no era así. Una familia muy trabajadores ocho hermanos y Juanchi comenzó como dactilógrafo por lo menos así me dijo pero ahora no sé si me decía la verdad. Pero también puede ser porque antes era otro. Muy trabajador. Dice que incluso ACCIÓN CATÓLICA y ha de ser porque su juventud fue diferente. No sé quién le pagó su estudio me parece que un tío porque al principio tenía dos trabajos y de mañana solamente el Tribunal. Pero le ayudó después y entonces ya estudiaba por la noche y su Derecho terminó al final. Juanchi me decía con sobresaliente pero después por ahí (aquí todo se sabe) me enteré que pasó raspando y que los profesores luego le ayudaban porque le conocían del Tribunal. Y dicen que flor de coimero incluso cuando Secretario porque cuando se recibió le ascendieron. Y le ascendieron a Juez y cuando eso fue que yo le conocí y no le vayas a creer que la Plaza Uruguaya...

     Como te digo un señor muy decente casado y todo y desde luego que lo nuestro no podían saber. La envidia que nos tienen. Por eso justamente que tenía a veces que salir con el coronel. No me gustaba nada pero qué le iba a hacer. Él me explicaba bien. Si no se iba luego iban a decirle cuñai así que cuando iban en la estancia tenía que hacer con los demás. Y a mí me daba miedo porque me contó una vez que le dijo a la mujer quédese quieta y le pasó un balazo justo entre las piernas. Y allí todos borrachos y con pistola y por allí le podían lastimar. Pero qué le ibas a hacer si era luego edecán del Presidente y si le decías que no quedabas mal y si te ibas en la estancia tenías que hacer la puerqueza entre todos porque o sino te miraban mal. Y pensar que yo le permitía eso nunca le dije nada pero si por allí Juanchi me pescaba... pobre... demasiado celoso luego era y yo tenía que aguantarle todo porque su carrera y también soy pobre y qué le vas a ser. Yo no tengo estudio y esperaba que me dea algo pero nunca me quiso poner a mi nombre la casa y por mi cuenta no más tuve que trabajar para juntar unos pesitos y ahora no necesito de su plata y decite que no se crea tanto porque ahora el que necesita es él. Tiene su familia tiene que hacerse del chuchi en el Centenario y no tiene. Y eso no me vas a decir a mí porque sé que hasta su traje compra a cuotas.

     Todo le quitó la barra.

     Mientras que a mí mirame no has de decir luego que me falta. Sí, vos te acordás. Bueno mi hija. Todos tenemos que rebuscarnos. O sino qué. Pero no vayas a creer tampoco lo que dicen porque dicen todo por culpa mía yo le perjudiqué. Cómo si daba para perjudicar ese trabajito que tenía no más que me supe ganar mis amigos y en la vida luego...

     Pero no. Eso fue idea de él. Si era por mí todo seguía muy decente nunca le pedí que me quite en la parrillada ni nada yo sabía tener la discreción. Incluso su oficina yo le arreglé como podía porque vos sabés que antes luego era kilombo y después arreglaron más o menos para que sea Corte pero apenas si le adecentaron y cuando le dieron a Juanchi un desastre, te querías poner a llorar. Puro mueble roto, sillas sin sus patas y la pared se te venía encima. Tuvimos que hacer todo de nuevo. Y esas cosas Juanchi luego no entiende si le pasan presupuesto aprueba no más pero a mí no me engañan y cuando vi lo que pedía le mandé a paseo y contraté constructor más económico para que le arregle el piso y el revoque y el techo y el cielorraso que se caía encima. Entonces cuando vino el Presidente se quedó muy contento porque vos sabés que el viejo quiere que hagas algo aunque sea pintar cordón de la vedera. Así que se sorprendió grande cuando entró en la Corte porque había visto antes todo pata para arriba y le dijo a Juanchi a ver si arregla. Y le arregló no más o sea yo arreglé porque Juanchi para esas cosas un cero como se dice. Incluso lo demás también yo le arreglaba porque vos sabés que uno medio viejón como Juanchi se deja atropellar de balde y las secretarias no le hacían caso pero cuando llegaba yo en la Corte todos derechitos. Y no que me hacía por nuestra amistad sino que sabía ponerles cada uno en su lugar.

     Eso la gente sabían por eso cuando querían algo no más conmigo hablaban esos hipócritas. Porque después no me saludaban en la calle pero cuando se trataba de hablar con Juanchi hasta me hacían regalo. Yo sabía bien lo que decían por mí pero sabía que Juanchi estaba donde estaba por el Presidente así que mientras cumpla nada le podía pasar y eso le recordaba siempre. Discreción. Eso me decía. Pero quién le faltó a la discreción. No era yo. Nunca nos hacíamos ver en público y eso que él ya era personalidad. Pero yo pensaba en su carrera. No quería perjudicarle y eso que podía. Ni siquiera cuando comenzó a descomponerse porque le subió a la cabeza. Ni siquiera allí yo le hice ni le dije nada en público y eso que ya sabía que me faltaba. Dejáte papá dejáte no ves que por tu plata no más te quieren. Toda esa gentuza que le llevaban luego a farrear como si era un pendejo cualquiera. Parece que peor si a los veinte no hiciste porque a los cincuenta y cinco querés hacer y entonces se estropean. Demasiado tontos pues los hombres cuando les dicen que todavía pueden y por su linda cara pero lo que buscan es su billetera porque para eso están. Pero Juanchi feliz se sentía un nene y se teñía su pelo y se peinaba de un lado para otro para tapar la pelada con el mismo pelo que hacía pasar cincuenta veces de derecha a izquierda y de izquierda a derecha y cada día llegaba más tarde porque se miraba en el espejo por ahí le decían viejo puto.

     Entonces no vayas a creer que no sabía. Claro que sabía pero qué podía hacer. Estamos pues para aguantar la sociedad es terrible. Todos le aconsejaban mal a mi pobre viejo y entonces aguantarme no más. Pero después le dije (qué podía hacer) por lo menos respeto o sea que sepa hacer porque yo sabía bien para qué la heladera nueva en su despacho y el pendejo malcriado me miraba de reojo como si no sabía que le prestaba el auto chapa I para hacer su macana. O sea que por lo menos no se arriesgue así porque las cosas se hacen disimuladamente cuando se es persona importante. Eso por lo menos lo que trataba de hacerle entrar en su cabeza pero no había caso. Usaba su despacho de bulín y hasta con película pornográfica y alguna vez entonces tenía que reventar como reventó el asunto.

     Y esto para que veas que no es cierto lo que te dijo porque si era por mí Juanchi seguía donde estaba. No era por mí que hablaban como dice sino por él. Sobre todo cuando tuvo el accidente y él no me hizo luego caso.

     Encima la tipa tenía razón y no vayas a creer que yo le simpatizo porque esa clase luego no puedo ver. La tipa entró toda pintada (no le aguanto a las que se pintan) y dijo que tenía que hablar con Juanchi. Tenía razón porque el pendejo malcriado le chocó su auto con el auto chapa I y lo mejor que podía hacer era arreglar por las buenas.

     Entonces yo le dije espere y la verdad que la tipa todavía se podía contentar si le pagaban la reparación del coche pero Juanchi muy campante estaba que no tenía cabeza. Cómo no le dijo pero pasó la semana y la tipa vino como dos o tres veces en la Corte y no le quiso recibir y al último terminó rematando por mí. Me retó bien grande como si tenía la culpa. Y el pendejo se reía en el despacho con Juanchi.

     Hasta que se enojó la rubia y habló con el Presidente dicen que y parece que se juntan las desgracias. Allí también se armó el kilombo del pasaporte que pusieron por mí pero fue el secretario y eso lo que le hizo firmar al vyro del Juanchi. Juanchi parecía esas normalistas culpa del pendejo y firmaba no más lo que le daban yo nunca luego le iba a perjudicar así. Pero después me quitaron mi título de abogado y casi me metieron preso por culpa del bochinche que se armó con el pasaporte falso. Sobre todo que se fueron a hacer zoncera en Norteamérica y el Embajador norteamericano personalmente le llamó a Juanchi y yo recuerdo bien lo asustado que estaba. Después fue que le llamó el Presidente y eso que ya no me quiso más contar pero salió del Palacio y se encerró en la pieza y no se quería levantar ni a tomar la leche. Él dice que no pero sé que se puso a llorar. Porque cuando putea el Presidente luego es muy terrible y hasta te patea y te juega. Encima que le quieren hacer devolver la plata del pasaporte y ni siquiera tiene porque repartió todito y apenas si tocó. Y él ni siquiera guarda porque es tonto yo sé bien. Toda la plata que tenía tiró con sus pendejos y ahora no le queda más nada...

     Demasiado me hizo sufrir cuando era autoridad y ni segundo plato te voy a decir porque peor. Te creés que me gusta llegar en su despacho y que el pendejo me diga que no está y yo sé bien que estaba no más que no me quiere recibir. Y no te cuento cuando me venían a contar las limpiadoras lo que hacía en su despacho porque todos sabían que la Corte usaba de bulín... Claro que sabía... Yo le aguantaba no más porque soy pobre y también porque le quería al fin y al cabo sacrifiqué mi juventud por él por un viejo engreído... Ahora que me necesita manda por mí. Por qué no mandaba antes cuando me decía que se quedaba a trabajar y yo sabía bien por dónde andaba...

     Ni regalado.

     Decile que se quede donde está que yo ya no necesito...

     Y si necesito cualquiera pero no él y en todo caso prefiero seguir solo...



CASAMIENTO DE CONVENIENCIA

     Está insoportable, dice la tía Julia pero esta vez no le importa a María Rosa que la tía Julia la llame insoportable, aunque sabe muy bien que cada vez que la llaman insoportable viene una paliza, antes o después, pero esta vez está dispuesta a seguir con el berrinche y no se deja vestir y el zapatito no le calza porque, al tratar de ponérselo, el botoncito se le va para adentro y le lastima el pie, y eso le viene bien a María Rosa que no está dispuesta a dejarse vestir como su mamá, la Merceditas, que también tendría ganas de patalear como María Rosa, pero que se deja abotonar con aire resignado los miles de botones de un vestido blanco que le queda ajustado a pesar de la reforma, porque viene a ser el vestido que llevó hace tiempo su hermana, también para el casamiento.

     A María Rosa le gustan los casamientos. Allí está la foto en la mesa de la sala. Es la única mesa presentable de la casa, por eso la pusieron en la sala, al lado de un sofá prestado. El marco no llega a ser de plata, pero tiene un trabajo un tanto elaborado, y eso lo convierte en un marco especial. Y la foto es de lo más especial: una mujer joven, que a María Rosa le parece muy linda. Alguna vez vas a ser así, le han dicho a la nena, y ella se imagina de blanco, como la tía Julia de la foto de familia. Es posible que no recuerde la fiesta, pero de tanto representársela recuerda. Recuerda sus zapatos nuevos, los dulces que le dieron, recuerda hasta el color de la torta. Se recuerda mirando la foto donde, con la tía Julia y el novio, aparecen ella y su mamá y su papá. Quiere ser así cuando sea grande, como la mujer del traje largo, pero esta vez está furiosa con la tía Julia y no se deja peinar y llora por cualquier cosa. Está enojada con todo el mundo y es por eso que la tía, pobre, [128]no le da una paliza como se merece porque está insoportable. No es que María Rosa sea tan insoportable; ella solamente se porta mal con la tía Margot. La tía Margot es una mujer muy servicial, en opinión de la familia, pero María Rosa no quiere saber nada de ella. En realidad, no es su tía, pero tiene que llamarla así porque es una señora buena, que siempre se ocupa de vos y no podés ser malcriada ni malagradecida. Y la nena obedece pero, cuando puede, hace de las suyas. Cuando puede, hace pipí en el cine. Cuando puede, derrama el chocolate -un chocolate caliente, demasiado caliente, y que le quemó la boca varias veces, pero la tía Margot se lo sirve para que se vea que le da todos los gustos. ¡Qué paciencia tiene, cómo se ocupa de la nena! Pero la nena entiende más que la familia, acepta lo que los grandes no quieren admitir, no acepta lo que no quiere aceptar. No es mucho lo que puede hacer, pero le queda el derecho a la protesta y sabe aprovecharlo. Lo aprovecharía mejor si, en vez de la tía Julia, la vistiera la tía Margot, pero la tía Margot (¡tan servicial!) se ocupa de vestir a la mamá. La nena quedó en manos de la tía legítima, sabiéndose que, con la otra tía, el escándalo sería mayor.

     Está bien calculado, por supuesto, pero no quiere decir que el berrinche del angelito sea poca cosa. Ya la peinaron dos veces y tuvieron que volver a peinarla, tuvieron que arreglarle el moño, tuvieron que ajustarle, otra vez, el cinto. Agarrada del borde de la mesa de la sala, grita como si la estuvieran matando. Si no tuviera los ojos velados por las lágrimas, podría mirar la foto que le gusta tanto, otra vez, para ver a su papá tan elegante, con su traje azul marino, como ella nunca lo ha visto. Ella lo suele ver de entrecasa, a veces en piyamas, y cuando se trata de visitar a su papá no se resiste y se deja peinar aunque le duelan los tirones del peine y pide que le pongan agua de colonia. Le parece muy divertido esperar, aunque sea al sol, mientras la gente dice ¡qué calor!, y ella casi asfixia a un cachorrito recogido de la calle, besuqueándolo. Tiene que mostrárselo a su papá antes de que crezca, porque los perritos chiquitos son todos lindos, pero cuando crecen pueden ser feos como el perro de al lado. A María Rosa le gustan las filas porque suele haber chicos y entonces ella puede ponerse a jugar tuca'e hasta que su mamá, la Mercedes, le estira los tongos. No suele estirarle los tongos porque sí, pero a veces la mamá está muy nerviosa, como cuando tienen que formar fila bajo el sol. Y no es que la señora sea muy nerviosa, sino que tiene razón. Hay cosas que María Rosa no puede entender, pero al final de la fila hay una mesa, y mientras que ella se queda parada hablando con los nenes, la señora tiene que pasar un momento en la habitación de al lado y, cuando sale, suele estirarle los tongos a María Rosa por cualquier cosa. Eso no le duele mucho, porque enseguida ven a su papá, que se fue al cuartel cuando ella era muy chica y no puede acordarse y que tendrá que pasar un tiempo más en el cuartel antes de volver a la casa, para vivir con ella.

     Eso le contaron a María Rosa y ella cree también que su papá es militar por el anillo que lleva. Todos los militares llevan anillo; ella no distingue entre militar y policía; le parece que los uniformes son iguales. Y, aunque no estén uniformados, cree poder distinguirlos por los anillos. Por eso le tomó simpatía, al principio, al hombre que bajó del auto, un enorme impala que se estacionó frente a la casa. Todo el barrio salió a mirar el auto, que desentonaba en un barrio tan pobre, pero nadie se atrevió a rayarle la pintura, porque sabían de quién era. Sabían, además, otras cosas. Eso porque la casa era del tipo de la construcción culata yoguai: una sucesión de habitaciones, un corredor al costado. Mercedes recibía al hombre en el corredor (no lo hacía pasar en la pieza) y la muralla divisoria era baja, permitiendo fisgar a la vecina de al lado. Entonces podía oír las largas conversaciones de pocas palabras y larguísimos silencios y los gritos de María Rosa que trataba de llamar la atención del visitante, a quien, por el anillo, había considerado militar como su papá. A la nena le parecían divertidas las visitas que ponían tan nerviosa a la mamá, pero terminó poniéndose de más en más insoportable. Es que los chicos, como decía la tía Margot, adivinan todo, y hasta el momento no hay problemas, pero cuando entre en la escuela y los demás nenes le digan la verdad, te podés imaginar, querida...

     Y así la pobre Mercedes, que ya tenía bastantes problemas, tenía que tener también problemas anticipados, como si ya no le bastara con tener que recorrer las oficinas de personajes importantes que le hacían decir que no estaban después de haberle hecho esperar horas y horas. A veces la recibían inmediatamente, pero podía resultar peor, porque entonces comenzaban los comentarios de una mujer tan joven como usted no puede pues estar tan sola y es demasiado linda y las demás proposiciones que Mercedes no aceptaba aunque tenía que hacer milagros para pagar (con atraso) el alquiler de la casa que, más que casa, era rancho, y aunque el dueño no quisiera reconocerlo y se negara a hacer las reparaciones necesarias como terminar con las goteras o reponer la canaleta demasiado vieja que no permitía que corriera el agua que se acumulaba en el techo y que caía más por dentro que por fuera de la casa. Sus bordados y demás trabajitos la ayudaban a medias, porque en el barrio la evitaban todos, aunque no por recibir otro en la casa teniendo marido como decían para justificarse. Nadie se quería meter con la Mercedes y siempre se buscaba algún pretexto. Casi fue una lástima que se casara (por segunda vez) porque así terminaban los pretextos. Una solución conveniente, para los adultos, pero que no convencía para nada a la nena, que pensaba convertirse en el infierno de su nuevo papá.

     Vamos a ver si puede mandar en su casa, decían los vecinos con evidente buen humor, en casa de herrero, cuchillo de palo. Hablaban del hombre del impala y del anillo que a María Rosa le recordó el anillo de su papá. Pasear en auto le había resultado divertido la primera vez, pero enseguida se cansó. Más bien, le siguió gustando, pero era muy terca y, cada vez que el hombre la invitaba a dar una vuelta, ella decía que no, y aunque el paseo pudiese terminar en una heladería, y a la nena te gustasen los helados, que estaban por encima de las posibilidades de la mamá. Así que casamiento de conveniencia para todos, como no se cansaba de repetir la tía Margot, quien, dicho sea de paso, tuvo que ver bastante en el asunto.

     Nadie conocía bien los tejemanejes de la tía Margot, demasiado comadre y servicial solamente por cálculo o por capricho, ni por qué el impala, antes de aparecer frente a la casa de María Rosa por primera vez, había pasado largo tiempo estacionado frente a la casa de la tía Margot. El caso es que la señora participó en el asunto, y eso es lo que María Rosa parecía intuir; daba la impresión de que trataba de vengarse de quien le había robado la mamá, y que le atribuía mayor culpabilidad a la mujer que al hombre. No sin cierta razón, ya que el inspector Benítez (era policía, por eso llevaba un anillo parecido al de los militares, aunque el papá de María Rosa no era militar como ella creía) era un hombre muy tímido cuando no podía mandar. Le había echado el ojo a la Mercedes, que le parecía bien como señora, pero no se atrevía a llegar a la casa, temiendo, con razón, un desprecio. Así se lo explicó a doña Margot, señora que se llevaba bien con la policía y que podía querer a la gente a su manera. A la Merceditas no la quería para eso (había sido intermediaria de relaciones dudosas), sino que le parecía bien que una mujer sola tuviese hombre porque le podía pasar que, como otras, después de hacer rebotar a cuantos se le acercaron con buenas intenciones, terminara casándose por cualquiera, por necesidad. Le pareció muy serio el inspector Benítez, un mozo de intenciones serias y que la podía proteger, ¿cómo iba a andar esa criatura sin papá? Doña Margot tenía experiencia, no era como la pobre Merceditas, demasiado joven, que se creía lo que le decían cuando le decían que una semana más. Si la Mercedes no hacía lo que desde luego no iba a hacer esos señores importantes que le prometían la libertad de su marido nunca lo iban a dejar salir. Iban a dejarlo preso, como tenía que quedar un hombre que no tenía consideración por su familia, ¿cómo se fue a meter en un asunto político tan feo? Pero esto no pensaba decírselo a ella, pobre Mercedes, que se hacía ilusiones esperando que saliera de la cárcel su marido, de un momento a otro, y que perdía su tiempo mientras dejaba pasar una oportunidad así. Hay que tener paciencia, fue el consejo de la comadre. El inspector estaba muy desalentado, pero tenía que esperar, ¿acaso ya no lo había recibido? Lo admitió en la casa después de larga espera, y la [132]visita tenía más de visita de pésames que de relación sentimental, con la nenita malcriada que le saltaba entre las piernas y le arrugaba todo el traje de hilo recién planchado y que tenía que aguantar para quedar bien con la mamá. Hay que tener paciencia. El inspector la tuvo después de la primera visita a la Mercedes, conseguida mediante la insistencia de tía Margot, que le tenía cariño a la Mercedes (la quería, porque o sino la hubiera rehuido, como el resto del barrio, para no comprometerse). Y al cabo de cierto tiempo las visitas fueron más frecuentes y la mamá se mostraba más amable, aunque la chiquilina se portaba cada día peor, y no sabía cómo la iría a sujetar después del casamiento. Casamiento gracias a la intervención de Doña Margot, directora de escuela con una fea fama de alcahueta, que convenció a la Mercedes de que no ganaba nada con despreciar a un hombre que podía vengarse en su marido preso. Las negociaciones fueron largas y la vecina que las oyó las repitió casi literalmente, pero algunas insisten en que Mercedes se casó de apuro (en el fondo le envidian que haya conseguido un marido así). Otras dicen que fue por pura conveniencia y que se olvidó de su pobre marido, que lleva años preso sin proceso.

     Nadie disculpa a la Mercedes, quien tampoco tratará de disculparse contando que habló con su marido, y que al preso le pareció conveniente el matrimonio porque no se sentía capaz de amparar a sus mujeres y una casa sin hombre nunca se respetó en el barrio (merodeadores y ladrones las habían molestado más de una vez). El preso le aconsejó casarse de nuevo, ¿pero cómo iría Mercedes a explicárselo al barrio sin dejar peor a su marido? Podrían perdonarle que perdonara la infidelidad (supuesta) de Mercedes, pero no que la empujara a un nuevo casamiento, aunque no hubiera otro medio. Ella, por su parte, detestaba al inspector Benítez, pero, como él había prometido interceder por el perseguido político (promesa quizás falsa), pensó que hacia lo correcto aceptando la proposición matrimonial.



PETER

     Roi la Nueva York.

     Y menos mal que traje mi campera US NAVY. Por lo visto resulta. El Ministro no quería. Casi luego me hace dejar en el aeropuerto de Asunción. Dice que es demasiado cachafaz. Pero si elegancia quiere por qué picó me da un viático miní para el viaje y encima de segunda. Yo pensé que venía todo pago y me caigo de espalda cuando me dice la pendeja: 2,50. Una latita peor que pilsen. Por lo visto aquí no te perdonan. Hice bien en economizar ese cincuenta dólares que me dieron para mi trajecito porque aquí me va a faltar. Aquí no hay amigos ni parientes ni nada. Y tengo que pasar desapercibido (como dice Ministro). Entonces mejor bajarte del avión medio cachafo como esos turista pobretón. No puede ser de traje y con un dedo metido en el chaleco tipo Bat Masterson para que te miren todo. Encima que tenemos mala fama no tenés luego que llamar la atención de nadie y mucho menos de la policía que son bien desgraciados con nosotros.

     No sé qué se creen estos infelices carajo.

     Le tratamos demasiado bien cuando se van en nuestro país. Nunca le hemos de revisar pasaporte oficial. Pero el infeliz apenas vio mi pasaporte con su categoría OFICIAL bien grande se pone a revisar como si era de contrabandista. Acaso picó voy a tratarle de pasar droga. No. Pero tengo que abrirle la valija para mostrarle mi calzoncillo uno por uno. No sé que mira tanto la de al lado. Y el infeliz ve bien que no entiendo inglés pero me habla rápido. Ni un esfuerzo. Allá le hacemos repetir cien veces hasta que se entienda pero aquí ni no te quieren luego escuchar. Y también es la culpa de los perros. Algún pequeño sacrificio pues tenían que hacer para comprar otro disco y no solamente el BBC todo rayado y que te sirve solamente si te vas a Londres (me habían dicho luego). Lo único que tienen igual es hello y no me sirve porque ni siquiera me saluda este guanaco. Aprovecha que no soy un importante. Encima me putea.

     Pero mi dulce de guayaba no le voy a dar porque me comprometí a entregar. Y ahora que se me abrió la lata y se manchó mi camisa sí que no le he de regalar así no más. Demasiado sacrificio me costó. No. Lo que pasa es que no tienen por aquí. Ese guava que lo dicen los cubanos no vale nada y por eso es que quieren tanto el nuestro. La ley es puro bola. Ese tipo quiere quitarme mi dulce para comer él. Cómo después yo le explico al Embajador. Mbore. Si me van a quitar que me firmen recibo. Que hagan todo su análisis si quieren para ver si traigo o no traigo bomba atómica pero después me devuelven. Y no les pienso aceptar excusas porque sé muy bien que para análisis basta una cucharita.

     Menos mal.

     Como en las películas cuando ya le están por matar al bueno y llega el detective (aunque ha de ser detective mejor que estos). Precisamente cuando ya me confiscaban mi encomienda tiene que ser. Por lo menos se da cuenta de que no es mi culpa y que no le miento si le digo que le traje. Eso es lo importante. Después que el aduanero coma en su casa no es mi problema. Yo por lo menos tuve buena voluntad. Y eso puede ver muy bien el viejo. Tiene nicó su carácter. Quien hubiera pensado. Cuando le conocí por allá parecía demasiado pasivo. Por lo visto sabe defenderse. Porque le grita grande al policía y el otro medio ya recula. Se le quiso hacer del ñembotavy cuando le mostró su pasaporte DIPLOMÁTICO pero ya comienza a darse cuenta de que no puede macancar. Tiene que respetarle a nuestro Embajador aunque sea por el cargo. Nosotros por allá siempre le respetamos al de ellos y tienen que apreciar.

     Y bueno. Te gusta que tus compatriotas te apoyen como paraguayos y sobre todo cuando estás en el extranjero porque aquí no hay luego amigos. Se nota bien. Y también que traigo mi misión que le dicen y su trabajo es ocuparse de los compatriotas como yo.

     Gracias señor Embajador. Encantado. Le voy a agradecer porque no tengo auto.

*     *     *

     Cuando vuelva en Asunción le voy a dar un buen bife. No puede ser pues que no comprenda. Una oportunidad como esta no se me ha de presentar dos veces pero está macaneando desde que se enteró que yo venía en Norteamérica. Como un James Bond me dijo luego Ministro, medio en broma pero también es cierto que tiene que ser con prudencia. No es cuestión que me vean tampoco subiendo en el avión y que le cuente a todo el barrio: mi marido se va para Norteamérica. Y yo le dije al Ministro que no sabía nadie y en todo caso le dije a la patrona que en Buenos Aires no más. Por eso luego estiró su cara cuando me dio en el aeropuerto su recado y la patrona con toda la familia y hasta la suegra agradeciéndole porque me mandaban en misión oficial. No me puteó porque había gente pero seguro que ya me agarra cuando vuelva y mientras tanto pierdo puntos como se dice. Encima la patrona tiene su pariente periodista y quitó en el diario mi foto con el anuncio. Eso si que no le tiene que gustar al jefe. Menos mal que yo ya no estaba más (se publicó después si ella no bolea). Pero todavía no le basta. Sigue jugando por el teléfono como si la llamada era para Villa Morra. Apenas corta y ya me vuelve a llamar y los pendejos se pelean para hablar y no sueltan más el tubo y la vecina esperando para darme la dirección. Después resulta que todavía no encuentra y la patrona me dice esperáte un ratito mientras se va a volver. Media hora para que entienda la letra escrita por el papel sucio y quiere la vecina que le vuelva a llamar para contarle si le encontré o no a ese su primo que lo único que sabe es que vive en la calle Broadway y se llama Quico. Encima la telefonista es amiga de Graciela y seguro que graba y esa infeliz va a contarle a todo el mundo para perjudicarme otra vez. Casi me echan del Impuesto Interno por su culpa y ahora la desgraciada esa me va luego a dejar mal con mis superiores de balde. Vengativa. Muy vengativa. La patrona por lo menos mezquina mi trabajo. En ese luego nunca me va a perjudicar. Sabe que al fin y al cabo trabajo para ellos y no me trata de perjudicar porque si esta vuelta salgo mal vamos a quedar todos en la calle y mi situación luego no es de lo mejor que se diga. Pero demasiado tavyrona no más es. Puta digo. Apenas le cuelgo me vuelve a llamar collect y no hay manera de decirle que sale caro y que también que me pueden controlar. Aquí el Embajador me dice que no controlan pero en todas partes es igual. Siempre se controla y sobre todo ahora que dicen que todos somos unos maleantes y paraguayo que entra con su pasaporte OFICIAL y todo casi le mandan preso.

     Pero también la suegra demasiado jode porque la casa es de ella. Si tengo plata lo primero que he de hacer es comprar para mi casa propia para salvarme de la vieja. Siempre metiéndose en mi casa. Llega en cualquier hora y sin golpear porque tiene y se cree. Y la patrona le contó que me dieron un encargo oficial y entonces para mandarse más la parte de lo que se manda tiene que contarle a todo el mundo que me van a ascender después de mi vuelta que es reservado. Y si contás el macra antes de tiempo lo único que se gana es que no te asciendan y encima que te pongan en la lista negra de los que no sirven para nada y ni siquiera para mandarle a su mujer. Pero si es que me sale esto carajo ahí sí que vamos a comenzar a enderezar las cosas. Para comenzar la suegra afuera. Y después a la patrona vamos a decirle que no necesito de ella y si quiere continuar vamos a tener que cambiar. Qué tanto. Hace rato ya terminó lo de Graciela y ella sabe muy bien pero igual no más me echa en cara siempre. Dice que si no era por ella me echaban del Impuesto Interno y que la próxima vez aprenda para no meterme con esa clase y faltarle al respeto a la familia. Y cierto nicó tiene su razón pero qué le vas a hacer cuando la pendeja se te pone a mano. No le podés decir que no. Esa demasiado grande le perjudicó a mi compañero que le dijo que no. Y a mí me perjudicó porque no quise formalizarle. Cómo iba a ser si ya soy casado. Y el jefe viene a ser amistad de mi suegra que me consiguió el empleo y me iba a fundir si le dejaba a mi patrona. Menos mal que también me defendió cuando Graciela yaguareó por mí. O si no me echaban tranquilamente y no sé en qué lo que estaría trabajando si no era vender la lotería por la calle.

     No servís para eso me decían los perros. Ni para vender la lotería por la calle. Por eso me hallo en el fondo cuando pienso que ellos saben. Tienen que saber porque cuando estaba en Relaciones para quitar mi pasaporte Julio andaba por ahí (no sé por qué) y vio el pasaje y abrió su ojo así de grande. Ya le tiene que haberle contado a todos y también habrá corrido que entré junto al Presidente. Ese sí que no le voy a contar a nadie ni siquiera a la patrona. Si me pregunta le digo que no es cierto. Chismes de los compañeros de trabajo. Pero los muchachos luego saben (se sabe todo) que entré junto al Presidente con el Ministro y él me dijo: Vaya un poco Pedro a ver lo que se dice en Norteamérica. Me pasó la mano (él puede ser luego muy amable). Me preguntó si hablaba un poco el inglés y la verdad que sí porque la última semana me pasé encerrado con el curso de la BBC (algo es algo).

     Lo que quiero saber es para qué me mandaron pero el Embajador ya me dijo que no tengo para qué saber. Que me ponga cómodo no más en el hotel y escuche música hasta que vengan a buscarme. Y eso es lo único que puedo hacer porque me asusta luego estar en la calle ya me robaron mi reloj. Y tuve suerte de que dejé en la caja mis dólares y me quitaron solamente 20 porque algo tenés que tener. O si no se enojan porque no pueden robarte nada y te matan de rabia. Así que un 10, un 20 tenés siempre que llevar para eso. Y una pendeja te cuesta por lo menos 50 (lo más barato) pero si te vas con ella es posible que te joda. Y esta es la gran civilización. Gente maleducada no son ni un poco amables con el extranjero como nosotros y se creen que nos pueden maltratar. Allá los perros creen que yo estoy por lo menos con tres artistas de cine y un feroz whisky. Y dejáles no más. Para qué le voy a decir que no es así que me pasé encerrado todo el día en el hotel esperando que me llamen por teléfono o que me vengan a buscarme. Ellos también cuando farreaban seguro que no ligaban tanto como decían pero igual me contaban sus historias con pendejas para dejarme con las ganas nunca me invitaban. Y ahora ya me toca el turno a mí. Voy a dejar que crean que estuve paseándome en cadillac todo el tiempo con chofer y todo. Ese cadillac limousine que le dicen por aquí. Uno se sienta de estos lados y tiene que gritar para que le oiga el chofer de tan grande que es. Una habitación completa. Y conste que no boleo tanto pero... No. Ese ya no le tengo que contar porque chau. Bastante ya con los chismes de mi señora para que yo también sea ñeengatú. Voy a contarle historias en los Ángeles por ejemplo Hollywood digamos. Total si se pilla no pasa nada fuera de la farreada de los perros. Pero su farreada luego no me importa. Para que me ha de preocupar. Después de esto voy a volver a la oficina mirándole fuerte a todo el mundo. Si me echa no me importa. Y tampoco me ha de echar. Porque corrió la voz de que me fui junto al presidente Stroessner y que me recibió muy bien. No se van a animar. Y mi asunto por aquí...

     Nambre. Todo te va a salir al pelo chamigo Peter. Has de volver a Asunción con plata. No te vayas más a preocupar. Preparate no más para este fin de semana fantástico en Washington y cuidáte no más de su ómnibus no te vayas a engañar. Esta gente en vez de pintarle número pinta perro por su micro. Encima todos son igual modelo y ni siquiera tienen calcomanía y no es luego fácil en cuál te has de subir de los Greyhound. Pero vale la pena apeligrarse un poco. Ya me llamó Embajador para contar que consiguió su yuca. Mandioca en castellano. Vamos a bajarle con un lindo asadito y también partido. Hace falta también un poco de distracción y no pasarte esperando que te llamen por teléfono algún contacto.

     Llamada por teléfono no más. Yo pensé que este asunto iba a ser como las películas pero lo único que hacés esperar de balde. Y menos mal. Tampoco quiero estar en cinta de Kojak.

*     *     *

     Casi viene a ser una desgracia con suerte.

     El pobre Embajador le pidió bien a esos desgraciados que se queden un poco más en la Embajada para hacer una fiestita entre compatriotas pero los tipos le dijieron que no que no les pagaba para eso. El incluso le prometió darles día libre si salían un poquito más tarde por el asadito pero no hubo caso. Hasta que comenzaron a mirar por la ventana y se dieron cuenta de que no podían salir. Algunos son incluso opositores (dice que) pero tampoco podían porque los manifestantes iban a cagar a patadas al primero que agarre. Así que se tuvieron que quedar igual comieron de mala gana su asado pero no jugaron partido. Esta juventud ya no tiene más vergüenza dice Embajador. No puede conseguir que en vez de andar macaneando por ahí con su marihuana practiquen un poco de deporte. Pero esta vuelta se jodieron igual y casi me alegró más ver cómo se asustaban ellos que camandulean con los izquierdistas y ahora ve que son (incluso dice que algunos de la Embajada les pasaron datos). Una vergüenza pues la policía en un país que se cree civilizado tendría que hacer algo en vez de permitir que digan todas clases contra nuestro país. Lleno de carteles. El Embajador ya ni se inmutó porque tiene experiencia. No es la primera vez que ve estas cosas en otros sitios también fue así. Pero estos que viven de lo que les paga nuestro país y encima tienen la desfachatez de hablar mal se pusieron todo blanco cuando vieron los manifestantes con pancartas contra el presidente Stroessner y los derechos humanos y dice hasta que mandamos drogas por todas partes como si los que compran somos nosotros en vez de ellos. ASESINO. NARCOTRAFICANTE. Vergüenza luego da lo que nos dicen. Por suerte nuestro Embajador es un hombre sereno. Él preparó el asadito tranquilamente y les hizo pasar a los periodistas para que vean que somos gente educada y no lo que ellos piensan. Me parece que les impresionó muy bien. Vamos a ver ahora lo que dicen porque son muy letrados. Te dicen todo que sí pero después publican otra cosa.

     Por culpa de ellos es que nuestro país está tan desprestigiado. Ni siquiera conocen. Nunca estuvieron por allá. Pero escriben igual y repiten cosas que les dijieron porque les falta tema. Todos son iguales. La ética los periodistas no conocen como dice...

     ¿Quién será?

     Yo la conozco a esa de algún lado. Dice Embajador que es uno de los pocos personales leales que tenemos. Su papá luego estuvo en misión militar en el Paraguay y por eso.

     Ya recuerdo.

     Esa es la chica-í de Julio. No puede ser que no me recuerde ella también. A lo mejor tiene vergüenza. Pero vergüenza estas no tienen. ¡Qué van a tener! Si ella fue la que le agarró a Julio aquella vuelta. Y me parece que si no era por Julio también conmigo. Ha de ser. Porque demasiado interés ya me parecía. Se arrimaba todo mal por mí. Y esto que es. Y quien es este. Estaba medio agarrada de él y se recostaba por mí como si le importara quién podía ganar. Ustedes saben todo decía respirándome por mi cuello. Y yo tratando de arreglar un poco los padrones y bastante nervioso. Le dije bien a Julio que no meta pendejas en la pieza porque me podía traer problema con lo mal hablada que son la gente y lo envidiosa que son. Graciela pensó que la pendeja venía conmigo y le contó al Director. Y el Director enojado aprovechó para rematar por mí aunque no tenía yo la culpa. Me dijo que me prestó su oficina para trabajar y no para que le deje llena de cigarrillos y le tome su whisky. La verdad es que Julio abusó. Culpa de la pendeja. Ella primero fue la que le dijo que me diga para hacer allí. En la oficina del Director. Y yo no supe negarme de vyro y el resultado que le vacían la heladera y le dejan hecha una puerqueza toda la oficina. Director luego no me dijo nada en el momento pero después explotó cuando perdimos. Y no perdimos por culpa mía pero explicale a él cuando está enojado. No te quiere oír. Tampoco yo podía culparle a Julio porque encima él se enojaba conmigo y no ganaba nada. Pero él fue el que dijo que no. Que teníamos que ser decentes como si se puede ser decente con opositores como Olivetti que se enteró de mi problema con Graciela y se le acerca en la cantina y le pregunta como si no te importa si ella es mi novia. Ella le pregunta por qué pregunta eso y él le dice que preguntaba no más. Y por supuesto que así le despertó su curiosidad pero primero se hizo rogar un buen rato antes de decirle que se decía de que yo metía pendejas en la oficina del Director que me prestó para que dirija nuestra campaña electoral. Entonces se pone a pescarme y descubre que salía la norteamericana que ni siquiera andaba conmigo sino con Julio pero no le pudo ver a él sino que vio desde lejos y nos confundió (ese infeliz por lo menos tres o cuatro veces usó la oficina y prometió que solamente una vez). Desde luego que Graciela no me dijo nada sino que muy amable como suele hacer cuando quiere joderte. Pero habló con sus amigas y le convenció y cuando viene la votación perdemos por unos cuantos votos cuando dijimos que íbamos a ganar ajustado. El Director se puso furioso y me hizo pagar por la zafaduría de Julio que le convirtió su oficina en bulín pero si ganábamos no me iba a decir nada aunque Graciela le fuera a contarle que le hacía cualquier cosa en su oficina que me entregaba con confianza. Y no era mi culpa. Yo le dije a Julio que teníamos que conseguir unos cuantos de Ramón Aquino para nuestra elección de centro pero él andaba en que hay que ser decente y que igual ganábamos y así fue que perdimos Diplomacia y si no era por mi suegra que le conocía al Director yo perdía mi puesto. Casi prefiero estar sin puesto que soportar los plagueos de mi señora y mi suegra combinados y el malhumor de Impuesto que no me echa pero me hace pagar día a día y si no era por eso no aceptaba un trabajo como este.

     Pura desesperación.

     Ahora que vigilan más que nunca no tenía ganas pero no más quería demostrarle a los perros que siempre me trataron mal porque no soy un chuchi que no me corro como ellos. Primero les ofrecieron a ellos que tanto se hacen de los valientes y recién cuando ellos se corrieron me metí. Vamos a ver ahora qué me van a decir cuando llegue de vuelta. Porque he de volver y bien. Yo no soy como ellos que tuvieron todo siempre que tienen todo fácil. A mí lo que tengo me cuesta y no me he de quedar como pichi de Impuesto Interno. Bien me tiene que salir porque siempre luego me han salido bien. O si no iba a estar en otra parte y no precisamente en la Embajada paraguaya como un jefe con mozo que me sirve y todo. Por lo menos va a ser un lindo viajecito si es que sale mal y no van a decir que tuve miedo y ese me han de tener muy en cuenta.

*     *     *

     Se mira pero no se toca dice don Luis. Yo tengo ganas de tocar para ver si es verdadero. Creía que esa clase en la película no más existía. Pero es así no más. Quién podría creer. Yo mismo tengo ganas de tocarme para ver si es cierto. Nunca imaginé. Un club como este donde entra fácil el hotel Guaraní y las pendejas que te atienden en bolas. Los perros no me van a creer pero para eso voy a llevar la tarjeta. Incluso voy a ver si consigo que una me firme y parece que sí. Don Luis se encarga de todo. Ya me prometió. No más que adentro del club tranquilo aquí en todo caso se arregla para después. Lástima que no conviene foto para que los perros vean esas hieleras con su botella adentro. Cada una sale como 30 dólar. No me gusta mucho pero hay que aprovechar. No todos los días tomo 30 dólar de trago.

     Vamos a meterle otro más vale la pena. Estos colombianos chupan como esponja. Y champagne. Allá cuando llegamos a unas cuantas cervezas nos creemos ídolos pero la verdad es que el champagne se aguanta más. No te deja ni un poco de dolor de cabeza.

     No le digas Peter cabrón se llama Pedro.

     Formal co caraí. Ya es la tercera vez que me quita a festejar como los reyes. Canilla libre. Encima quiere darme plata para mis gastos. Aparte de lo otro. Y pensar que casi desperdicio todo. Cuando me llamó el comisario en Asunción casi le digo no. Trabajo peligroso me dijo y si le pasa algo usted se aguanta. Yo me asusté porque si el comisario dice peligroso ha de ser peligroso. Él no se asusta así nomás. Acepté porque andaba sogüé y demasiado harto de las puteadas de mi jefe. Encima no sabía todavía si me iban a echar o no del Impuesto o cuanto tiempo más me iban a retar de balde. Así que le dije que sí un poco al tanteo y se quedó contento. Sabía que usted era el hombre. Parece que comenzó a simpatizar conmigo desde antes o sea la vez de la elección del Centro. Esa vez ya estaba todo perdido por culpa de la boluda de Graciela y el boludo de Julio. La votación ya estaba casi lista y nos reunimos los de nuestra lista para ver que podíamos hacer. Yo dije que si no entraban los muchachos de Ramón Aquino en Diplomacia por lo menos nosotros podíamos liquidar el tablero de electricidad para que se quede a oscuras y empezar a repartir unos cascotazos porque ellos eran la mayoría pendejas y se iban a disparar. Los perros no aceptaron pero el comisario se enteró y la primera vez que hablamos me dijo que tenía razón. Parece que le gustó mi idea. Después de eso varias veces más nos volvimos a ver incluso esa vez que nos fuimos en la cajonería que queda cerca de la facultad de Medicina. A los muchachos no les gustó la idea pero yo les dije: igual no más nos van a decir pyragüé si quieren. Ya estaba decidido desde luego así que para qué le íbamos a discutir al comisario una orden no podía discutirse y teníamos que aguantarnos si a nuestros compañeros no le gustaba. Era obligación. Así que cuando había algún trabajo de confianza me dejaba a mí. Incluso prefería que yo le haga los informes porque dice que le hacía mejor. Y a lo mejor eso me salvó también de mi despido. Aunque tampoco había plata carajo y ese servicio no se puede hacer siempre gratis. Lo menos cuando se necesita como yo pero tampoco es que me arrepiento porque esas cosas me permitieron luego una oportunidad como esa con champagne y pendejas por un trabajito reí que no me va a costar un peso aparte de la responsabilidad. Porque responsabilidad es. No se puede negar. Pero quien no se aventura no cruza la mar como dice don Luis. El tipo luego no es lo que se dice. Porque vos ves en las películas Scarface por ejemplo y pensás que todos son malevos. Que una vez que entrás no salís más si no es muerto pero puro bola. Propaganda norteamericana. La verdad es que esta gente es normal. Muy comprensiva. Yo esperaba encontrarme con un mafioso cuando la limousine paró pero don Luis muy sencillo. Me preguntó qué hacía. Le dije que en realidad estudio Diplomacia y esta es mi primera vez. Me preguntó si no tenía miedo y le dije que tenía miedo de que me agarre la policía porque son unos perros por aquí. El se rió. Me dijo muy bien el que no tiene miedo miente. No sé si me adivinaba el pensamiento pero me dijo que yo no estaba comprometido con ellos que tenía que cumplirles esta vez y después veía si me gustaba el trabajo y quería trabajar con ellos otra vez. Si no quería me iban a pagar igual y quedábamos como amigos y se terminó ahí. Yo le dije que le agradecía y que acepté el trabajo porque necesitaba y que no sabía si iba a poder volver pero que le agradecía mucho su comprensión. Él me dijo algo en inglés que no entendí. Después me explicó que mejor así que sea un estudiante porque no iban a sospechar de mí. No tenía que asustarme porque los controles no son para la primera vez sino para la persona que va y viene muchas veces y que por eso necesitan a veces usar a gente sin experiencia y por una vez o dos. Además de lo que estaba convenido me pasó un poco más de plata para un trago. No le quise aceptar pero me dijo que no tenga vergüenza que él también había comenzado desde abajo y sabía lo que era ser joven. Después me dijo otras cosas que tuve que memorizar para informar en Asunción al comisario y al ministro. Parece tontería pero por lo visto está en clave. Supongo que ellos allá ya entienden y no me van a pedir que le explique lo que repito como lorito. Tuve ganas de preguntarle si el presidente Stroessner también sabe pero ya son cosas que no debemos preguntar ni caure. Así que todo muy bien y todo lo que yo llevo de vuelta llevo en la memoria (no me pueden probar) salvo una valija que viaja a mi nombre con el cargamento.

*     *     *

     Por supuesto que vinieron las dos al aeropuerto a recibirme. Cómo se van a perder una oportunidad así para hacer escándalo. Es mío decía mi patrona yo soy su esposa legítima. Pero Graciela que nunca lo quisiste y por lo menos hoy déjalo que descanse donde siempre quiso descansar. Las dos tirándose de los pelos y tirándome el cajón. Un espectáculo vergonzoso como comentaba la suegra de tanto en tanto secándose las lágrimas mientras las otras dos se tiraban de los pelos como bandas. Vergonzoso para una situación así. La suegra al final desempató la pelea porque dijo que llamaba a la policía si Graciela no se iba. Y se fue llorando pero vaya a saber pensando qué. La patrona ya no va más poder vivir tranquila porque esa mujer es una perra. Ni siquiera le dejó estar tranquila esa tarde porque apenas llegamos en casa ya estaba ella en la puerta voceándose de vuelta frente a todos los vecinos. Se pasó gritando como medía hora hasta que la policía vino y ella se fue pero enseguida no más comenzó a pararse enfrente de la puerta otra vez más tranquila para decirle a la gente que quería oír lo mala que era mi mujer y que ella (Graciela) era la única que siempre me quiso y que yo había seguido en la familia no más porque tenía necesidad económica. Eso ya no era cierto pero yo ya no podía hacer nada. Así que Graciela habló todo lo que quiso hasta que se cansó y se fue pero entonces comenzó la patrona cuando me comenzó a abrazar y descubrió que tenía una herida. Entonces llamó al médico y me desvistieron y me encontraron otra bala más abajo aunque el documento no decía nada. Eso le pareció demasiado raro al doctor porque dice que en el papel ese tenía que estar todo pero eso es la ley y nada más. La policía puede ser muy mala en cualquier parte. No necesita documento. Y si necesita arregla no más la autopsia a su manera. La policía norteamericana misma fue la que me hizo eso y me mandó de vuelta después sin una palabra para hacerlo saber a mi gobierno que el próximo que vaya a Norteamérica para curiosear como yo, va a volver también con agujero de bala y en un cajón.



LOS VECINOS

     -Esa bala venía venía para Pedro Velazco -murmuró el viejo, hablando casi para sus adentros- es justo que no haya sido para Pedro Velazco.

     El ómnibus traqueteaba sobre el pavimento desparejo y nadie parecía notar que el viejo hablaba solo porque el de al lado no lo oía. Los habían empujado estribera arriba, dentro del ómnibus, frente al hospital de clínicas, donde subían hasta los muertos de las familias pobres, según se dice, y sin que el conductor tratara de impedírselo, comprendiendo que era el único transporte.

     -Si era plata...

     El viejo no podía sabor si hablaba solo o sólo recordaba el día en que llegó a la casa aquel sobrino con la buena noticia de que ya tenía trabajo. El muchacho, por fin, aportaba a la casa de la familia demasiado numerosa. Semanas después de conchabo, llegó con su primer sueldo que el viejo, aún necesitándolo, recibió sin agradecer ni comentar nada.

     -Plata podíamos conseguir -comenzó a pensar- y, si faltaba, nos aguantábamos como siempre aguantamos. Al final de cuentas, mi hijo, no éramos ricos ni podíamos decir que verdaderamente nos faltaba...

     Recordando pasadas estrecheces, recordó el refrán de que siempre hay alguien que está peor que uno. Pensó en sus vecinos, los Velazco. En Pedro, maestro constructor. Su padre, don Ramón Velazco, también había sido constructor y vivía con el hijo, después de haber hecho, según decía, todas las casas del barrio, incluyendo la del viejo, que le quedaba al lado. Los Velazco eran todos gente muy trabajadora, muy conocida, y casi ricos entre los pobres del barrio; por eso podían permitirse festejar el 6 de enero, y aunque los niños del barrio, por envidia, ya se encargaron de contarle a Pedrito, de 7 años, que no había Reyes Magos. Y el chico quiso sorprender a su padre colocando los juguetes al lado de sus zapatos, sin perder la esperanza de que realmente fueran los Reyes. Y se sorprendió. Cuando escuchó los ruidos en el patio a oscuras, se asomó a la ventana para ver que eran tres. Iba a preguntar si eran los Reyes cuando sonaron los primeros tiros contra don Pedro Velazco, que corría buscando cubierta de los árboles del patio y se escapó de la policía huyendo por las casas de los vecinos que conocía mejor.

     Y eso le parecía mal al viejo.

     Le parecía mal que la policía hubiese atropellado la casa de Velazco, levantado el techo y destrozado los roperos en busca del mimeógrafo que imprimía los panfletos del partido comunista. El viejo no quería saber nada de comunistas pero para él los vecinos eran vecinos y no le gustaba para nada que aquel día de Reyes, además de entrar tirando contra todo el mundo, hubiesen golpeado a las mujeres y se hubiesen llevado a toda la familia, incluso el niño, para la comisaría, después de haber molestado a todos los vecinos y haberse metido en la misma casa del viejo persiguiendo a tiros a don Pedro Velazco. Tampoco le parecía bien que los atracadores se hubiesen robado todo lo que podía robarse -radio, televisión, dinero, herramientas de trabajo. Y terminó de indignarlo la insolencia de los dos pyragué que quedaron en casa de Velazco durante el tiempo que los pobres tuvieron que aguantarse presos, pyragué que se comieron las gallinas y patos de la casa tomada y exigieron a los vecinos que se los cocinasen, pidiendo cigarrillos y plata a los hombres y prestaciones inaceptables a las mujeres del barrio. Y, para completar, le balearon al sobrino. Sobrino de malas vueltas, mentiroso y flojo, y que balearon por error, tratando de acertarle a don Pedro, que se merecía un tiro menos que el herido pero, al final de cuentas, sobrino. Para el viejo la familia era sagrada, incluso ese muchacho flojo que no quería pero que llevó a la casa porque no tenía adónde ir y que se metió en compañías y en trabajos dudosos (para evitarse problemas con la esposa aceptaba los aportes mensuales del chico, plata que no le gustaba recibir). Y todo fue por culpa de una denuncia que no se pudo probar: no se encontraron panfletos ni mimeógrafos ni nada. Pero los Velazco se pasaron varios meses encerrados y el pobre Pedro, que al principio había conseguido huir, tuvo que entregarse porque le tenían su gente como rehén.

     Cuando salió, salió mucho más viejo. Prefería no hablar de cuando apresaron a su padre (la madre estaba casualmente en la Argentina aquel 6 de enero y se salvó por eso), cuando apresaron a su mujer, Cristina, y a su hijo. También se llevaron al hermano de ella, Fermín, pero golpearon primero a la mujer. Fue en el despacho del jefe: mientras el comisario hablaba por teléfono, el oficial ya preparaba su tejuruguay. Solo llamaron al marido, al maestro Velazco, cuando la mujer ya había recibido varios golpes. Decile a tu mujer que hable, o si no... ¿Acaso podía ordenarle delatarle? Por otro lado, una mentira oportuna podía salvarla, pero Pedro prefirió callarse y tuvo que ver a su mujer desnuda y ultrajada y soportar el encierro colectivo (serían 30) en una celda reducida, donde le permitieron como único beneficio permanecer en compañía del niño, que sufría más si lo dejaban en el patio, expuesto al humor de la comisaría. Metido en la confusión de brazos y piernas (dormían en el piso, y por turno, porque no había espacio para tenderse todos), Pedrito se sentía más seguro. Más seguro que Fermín, que ya tenía 19 años, pero no pudo soportar que lo dejaran tanto tiempo colgado de los tobillos, ni que lo golpearan en los talones, ni que lo castigaran con la picana eléctrica. Tuvo que confesarse culpable, sin saber exactamente de que, pero su cuñado asumió la responsabilidad y lo ayudó diciendo que al pobre chico lo había afiliado al partido comunista usando del parentesco, pero que no sabía nada de lo que estaba haciendo. Pedro Velazco, finalmente, consiguió la libertad de su padre y de su hijo, después de varios meses, y se declaró culpable de pertenecer al partido comunista paraguayo. No dio nombres sino después de corrido el tiempo suficiente para que los posibles perseguidos se pusiesen a salvo. Pero los posibles nombres ya no podía saber el pobre viejo que llevaba a su sobrino en el ómnibus, después de haberlo retirado del hospital de clínicas en deplorable estado.

     La bala que le habían metido en la pierna tirando contra Velazco fue una herida de menor importancia, pero la pésima atención de un médico policial la llevó a complicaciones y la internación en el hospital de clínicas no resultó por la falta de medicamentos. Gastando lo que tenía y pidiendo préstamos, el viejo conseguía reunir la plata requerida pero siempre tarde, y la infección degeneró en gangrena y el muchacho no se quiso dejar cortar la pierna. Como ya no tenía sentido dejarlo más tiempo en el hospital, para que terminara (como los muertos pobres) en el anfiteatro para ser disecado por los estudiantes, el viejo decidió llevárselo a la casa. Y esta era también una cuestión de dignidad: pagaría un entierro como debe ser. Nada pretencioso pero sí decente.

     -Ay, mi hijo, por lo menos hubieras sido honrado -dijo- y ya había compasión en su voz. Un hombre joven siempre puede enderezarse y es triste lo que te está pasando. No te hubieras metido pues en esas juntas, ¿de qué te sirve ahora? ¿Acaso que vinieron siquiera a verte?

     No habían venido. Se habían limitado a darle una orden de consulta médica en el policlínico policial y después se desentendieron del herido. Ni una sola vez lo visitaron en el hospital de clínicas. Ni una sola vez, ni rogando, el viejo consiguió sacarles nada para el compañero que se estaba muriendo. Ellos, que habían sido amigos sólo cuando se trataba de devolverlo por la noche con olor a cerveza o de salir en grupo para decir zafadurías a las chicas del barrio, poniendo así en aprietos a la familia, que siempre había sido respetuosa. Y así el sobrino se descomponía de más en más y sus mismos amigos terminaron por matarle.

     Es que la bala aquella contra Pedro Velazco la tiró un policía y el que la recibió, él también, era policía... y ni siquiera eso. Había comenzado a recibir dinero como informante y, como informante, denunció a la comisaría que en casa de los Velazco eran las reuniones del partido comunista, y que allí se imprimían los panfletos del partido comunista, con un mimeógrafo que tenían en la sala y ni siquiera tapado.

     Traicionar a un vecino es lo más feo, en opinión del viejo, quien podría comprender que Velazco le negase el saludo por la traición del sobrino, cosa muy fea y sólo compensada en parte por el gesto del tío, que recomendó al maestro constructor, y a tiempo, llevarse a otra parte el mimeógrafo y avisar a los restantes camaradas que la policía les caería encima.



FIESTA AZUL

     -¿Qué hay por aquí, muchachos?

     -Y... esperando, don Fermín.

     -¿Les parece que vienen?

     -Han de venir...

     Don Fermín se ríe cuando ve el bulto enorme de Chingolo, siempre exagerado. Yo le digo que se cuide, porque puede haber desgracia, pero él que no, nadie le va a enseñar como lleva el arma. Dice que tampoco hay que cuidarse porque no viene nadie y, si viene, basta con salirle al paso. Pero yo sé bien que se equivoca porque anduve recorriendo las compañías y veo que la gente es diferente.

     -¿Cómo es diferente?

     No hay caso de explicarle a Chingolo. Él, cuando tiene una idea en la cabeza, ya no quiere saber nada. Dice que para mediodía ya vamos a estar de vuelta en Asunción y que el único problema es aburrirse de esperar que vengan.

     -¿Nadie tiene un cigarrillo?

     Don Fermín no fuma nunca, esta es la excepción. Yo le paso un benson y nos pregunta qué sabemos. Y eso me parece mal, porque el señor es del pago y tiene que conocer lo de por acá mejor que nosotros.

     -¿Les parece que vienen?

     -Eso dicen.

     Don Fermín mira su reloj de vuelta.

     -Todavía no hay nadie.

     Don Fermín se va para el camino, con su gente y se te puede ver que está nervioso. Chingolo y yo seguimos bajo el árbol, esperando. Chingolo ya va perdiendo la confianza, la prepotencia que tiene cree que tiene razón: dijo que es así y entonces tiene que ser así. Por las dudas, cambia de lugar su 9mm. (Ahora ya no se la puede ver porque la tapa la campera.) Es lo que yo le había dicho: no es cuestión tampoco de provocar a nadie. Mostrar un arma te obliga a utilizarla; cuando se muestra por mostrar: nunca falta alguien que quiere ver si es que uno tiene o no decisión y lo comienza a molestar. Entonces hay que tirarle derecho al cuerpo o hacerse el tonto y que le pierdan el respeto del todo... Sobre todo cuando se está en pago ajeno hay que tener un poco de respeto y aquí la gente no nos quiere porque somos de Asunción...

     -Son cuatro gatos -dice Chingolo.

     Cuatro gatos, cierto, pero pueden llegar muchos más. Todavía es temprano, y la fiesta es para mediodía. Hay olor a asado y yo no voy a intervenir como el ocurrente que quiso tirarles la carne a la basura y entre las viejas lo corrieron a sillazos. Está con un brazo roto y encima lo farrean porque se dejó correr por vieja.

     Una mujer, toda de azul, nos mira.

     -¿La reconocés?

     -Es la de Fretes.

     -Víbora como el hermano.

     Al Ramón Fretes lo hemos encontrado en la plaza, apalabrando gente. Tiene la misma cara de la hermana, que nos mira fijo y comenta algo con los otros, que se ponen a mirarnos entre todos. No podemos escuchar lo que se dicen, pero es sobre nosotros. Están como a treinta metros, como clavados en el suelo, con cara de campesinos retobados, con pantalones, medias, vestidos y banderas azules.

     -Ahora tiene que ser -dice Chingolo. Yo no lo puedo abandonar y voy con él caminando hasta el grupo. Parecen no escuchar lo que les dice don Fermín. Don Fermín les dice que se vayan, que se dispersen, pero ellos siguen donde están, sin decir una palabra, con el empaque de la mula cuando ya decidió hacer lo que le da la gana.

     Chingolo y yo llegamos para apoyar a don Fermín, que tiene cuatro más. Pero está comprobado que los otros van a seguir esperando a que les llegue más gente, para pasar entre todos. Pueden pasar por cualquier parte, esto es un descampado grande, pero van a pasar precisamente por aquí para hacernos sentir que pasan por aquí. No tiene sentido darles el gusto.

     En el camino a la Delegación de Gobierno, se nos cruza una camioneta. Ese también contribuyó, nos explica, siente que también un ganadero colorado se haya prestado a eso. Es la primera vez, nos dice, pero siempre existe primera vez, nos consta, con esa costumbre campesina de dar el gusto a los compueblanos. Cuando le pidieron el permiso, don Fermín no quiso quedar mal. Después se arrepintió, pero tampoco quiso retirar el permiso. La cabra tira al monte. Por más leales que sean, estos siempre tienen debilidad con sus paisanos, y nos hacen intervenir cuando el lío está empezado. Y aquí hay lío, eso me ha dicho mi olfato, y tampoco se precisa mucho olfato para saber que hay lío cuando cuelgan a la entrada de un rancho una bandera de esas.

     -¡Vamos a sacarla inmediatamente! -dice Chingolo, con ganas de parar nuestro jeep, darle dos o tres guachazos al dueño del rancho para que la próxima vez no tenga el irrespeto de colgar una bandera liberal. Yo le hago ver que tenemos tiempo para arreglar las cuentas a la vuelta, pero que ahora nos esperan en la Delegación de Gobierno y que ya estamos atrasados. ¡A la vuelta me van a ver!, dice Chingolo, pero a la vuelta, es lo más posible, ya el tipo habrá quitado la bandera y vamos a tener los brazos bastante cansados de guachear -vamos a pensar solamente en volver a Asunción, bañarnos, cervecear un poco, ver si alguien tiene que pasar por primeros auxilios. Primeros auxilios. Alguien va a terminar allí, porque el pueblo está demasiado levantado y eso no se arregla solamente poniendo cara de malo como piensan mis socios. Ni se arregla tampoco metiendo bala de entrada. Eso es armar líos y nos mandaron justamente para evitar los líos. Estamos para controlar la situación, como dice el inspector.

     Cuando llegamos a la Delegación de Gobierno, el inspector nos está esperando. No dice nada, pero se ríe. Parece que nos adivina el pensamiento. Sabe que le damos la razón, que reconocemos ahora que teníamos que haberle hecho caso. No tenía razón tomar en serio al delegado de gobierno, a don Fermín, que nos aseguró yo puedo controlar la situación por la mañana temprano. A la media mañana ya comprende que a la gente con hambre no se la ataja así no más, sobre todo cuando ya corrió la voz de que los ganaderos de la zona regalaron varios novillos y hay carne para el que quiera comer. Estos vienen como las moscas al olor de la carne; algunos caminaron diez o quince kilómetros para llenarse la panza por primera vez en varios días y llevarse de vuelta al rancho un buen pedazo. Almuerzo para toda una semana. Y claro, don Fermín es de aquí, tiene que seguir siendo autoridad del pueblo, él no quiere ser demasiado malo. Por eso no fue personalmente sino que mandó a un subordinado para prohibir el asado cuando estaban listas las brasas y las estacas y la carne. El pobre secre quiso cortar la piola que sostenía la carne cuando entendió que no pensaban obedecerle, pero ganó que lo moliesen a palos. Y se fue, bien garroteado, junto a don Fermín para contarle lo que le habían hecho. El jefe sabía lo que le iba a pasar pero mañana va a hacer creer al pueblo que fue una iniciativa del secre y el Delegado no tuvo nada que ver. Y también nos va a echar la culpa a los gendarmes de lo que pase, pero para eso estamos. Para llegar como los bomberos adonde haga falta y dejar la población tranquila. Ventaja de llegar de afuera, uno no tiene compromisos con nadie. Y aunque los tuviera... Dicen que el inspector es de aquí; por eso los Fretes le odian tanto. Pero el inspector es caso aparte: él va a seguir cumpliendo órdenes sea donde sea y le importa un rábano las caras de los Fretes. Dicen que Fretes dijo que lo quiere matar (no sé cual, son todos iguales) y el inspector, para ver si se anima, le hizo llegar la historia de lo que ocurrió en Santa Elena. Con lujo de detalles. Pero nuestra gente es muy cobarde, ni así se van a decidir. Aquí lo tienen a mano y son varios de la familia que andan juntos por el pueblo y nada. Puede que personalmente el inspector se encargue hoy de darle unos palos porque es el jefe de todo esto. Uno de los jefes. Y seguro que ya está comiendo en la quinta de Galeano, mientras nosotros tenemos que pasar calor y arruinar nuestro fin de semana por culpa de ellos, que no saben más que armar bochinche y ni siquiera eso saben hacer.

     -Mucha gente, señor delegado, mucha gente -el tipo baja del jeep con dos soldados, tiene un walkie-talkie que no anda. Nada funciona aquí. Ni el delegado ni la policía local. Vamos a terminar haciendo lo que el inspector había dicho: controlar el camino de Galeano. De lo contrario tenemos que tratar de controlar todo el pago, incluso el pajonal de la entrada del pueblo, pero para eso no hay ejército que baste. Perdimos el tiempo patrullando caminos vecinales, porque la gente igual no más se metió en el pueblo y del pueblo rumbeó para el asado, para don Galeano.

     El delegado, Chingolo y yo, subimos en la camioneta, pero con vehículo no se puede avanzar a no ser que pases por encima de la gente. Los que van por el borde, a propósito, se ponen en el medio cuando nos ven llegar.

     Llegamos caminando al cementerio, donde el delegado había puesto cuatro conscriptos con punto 30. Allí me lo veo al Fretes (uno de ellos) con una pancarta azul que va de un lado a otro del camino. ¡Abra paso!, dice viniéndose para el soldado, preparando el sostén de la pancarta, que es un bruto palo. El conscripto nos mira como pidiendo instrucciones; el delegado le hace seña de que lo deje pasar.

     -¡Delegado tembó!

     Yo tengo ganas de decirle: ahí está don Fermín, eso le pasa por ser demasiado bueno. Pero me hago el sordo, y el hombre también se hace el sordo, y quedamos un buen rato sin decir nada, viendo como nos pasa por delante, y sin pedir permiso, todo ese montón de rotosos.

     -Me debés un whisky -le digo a Chingolo.

     Él está peor que yo y es demasiado avaro como para perder una botella de whisky. Menos mal que hay testigo, porque o sino quedaba sin cumplir esa promesa (habíamos apostado si era fácil el trabajo o no).

     -¿Donde está tu pistola? -para divertirme le digo. Él, que comenzó mostrando su beretta, ¿qué puede hacer con eso? No es documento, le dijo el inspector en la Delegación de Gobierno y le pasó el punto 30 con su dotación de proyectiles.

     Chingolo no contesta. Mira su fusil y me pregunta:

     -¿Te parece...?

     Sé lo que quiere decir; le contesto que sí vamos a tener necesidad de eso.

     Claro, cuando no se tiene experiencia, uno se asusta viendo tanta gente, que no es tanta sino que la calle es muy angosta, y entonces parece que no terminan nunca de pasar. Impresiona un grupo de 300 personas en el campo, donde tanta gente no se junta casi nunca, y cuando no se sabe contar, uno cuenta 3.000, como debe de estar haciendo ahora mismo mi camarada. (Si no me paga mi botella, por lo menos he de divertirme bastante con alguien más nervioso que yo.)

     Sí, decididamente, está contando. Entonces yo le amargo la vida diciéndole que ya hay mucha gente en casa de Galeano y mucha gente viene por el otro camino (aunque no hay otro). Pero él sigue contando hasta que nos llega la orden. Entonces cerroja su fusil.

     -¿Y el seguro?

     No le puso el seguro.

     Yo, por las dudas, le hago sacar la bala de la recámara y, por las dudas, asegurar. No sea que me pegue un tiro sin querer. Tenemos que hacer una carrera bastante larga por el costado del camino, pasando alambrados de cinco hilos (no sea que en una de esas se le enganche el gatillo ni que me confunda con otro). Tenemos que adelantarnos a la manifestación y colocarnos a unos doscientos pasos de la propiedad de Galeano para hacer barrera. Los que ya están adentro, van a quedar adentro, pero por mucho tiempo. Vamos a dejarlos con Galeano hasta que se mueran o entreguen. Los que vienen tendrán que volver por donde vienen, menos unos cuantos, que pensamos llevar para Asunción. Vamos a cobrarnos un poco del mal momento que pasamos nosotros, bajo el sol, mientras ellos asadean tranquilamente y hablan mal del gobierno. Porque el asado es un pretexto para hacer política, y eso tenía que entender perfectamente don Fermín cuando le hablaron de cumpleaños.

     ¡Cómo se siente el asado, carajo, hasta olor a cerveza luego se siente, y la polka liberal! ¡Menos mal que esta vuelta no se salva nadie, todos los cabecillas van a terminar encerrados, y con eso nos ahorramos por mucho tiempo otra corrida así!...

     Bueno, ahora ya estamos preparados. Cerramos con el cordón todo el camino y el que quiera pasar tiene que pasar por encima de nosotros, que ya estamos en posición de combate, y parece que ya comenzaron a entender. Dejan de revolear sus banderas azules, dejan de hacer hurras. Ven el uniforme de la gendarmería, saben que con nosotros no se jode. Podrán decirle groserías al comisario del pueblo, que tiene sus parientes en el pueblo, pero para nosotros no hay parientes.

     El Fretes de la pancarta se para en seco, se para toda su línea. Parece que en un momento pensaron en atropellar, pero oyeron el cerrojo del punto 30 y eso quiere decir que hay bala en la recámara y dedo en el gatillo y que les estamos apuntando. Somos los gendarmes, nosotros, no los policías de campaña, y no nos faltan ganas de balearlos... hicieron bien en parar...

     ¡Fretes tiene una cara! Ahora que está tan cerca del inspector, puede aprovechar para preguntarle qué pasó con los comunistas de Santa Elena. Puede preguntarle si, en el grupo aquel que entró en el monte con pala no había un Fretes, y si no le hicieron cavar su propia tumba...

     Por lo visto, imponemos respeto. Hasta el delegado de gobierno, que se había dejado faltar en su propio pueblo, ahora está más confiado. Aprovecha el momento, se acerca al tipo de la banderola azul y lo apunta (el tipo había tratado de avanzar); lo apunta y grita que se pare porque o si no...

     -¡Tire, delegado, tire!

     El tipo se abre la camisa para mostrarle el pecho. El delegado amartilla su revólver y el inspector no lo ataja. Va a ser un muerto de balde, parece que se enojó el delegado.

     Y va la primera bala.

     Nosotros, como contagiados, mandamos la primera descarga de fusilería y unos caen al suelo.

     -¡Tiren, carajo!

     Nunca lo vi tan nervioso al inspector. Tiene ganas, parece, de balear sin consideraciones a las criaturas que se ponen a llorar, a los viejos que siguen de pie, insultándonos, a los que no se paran y siguen avanzando, dispuestos a llevarnos por delante si no los matamos en serio.

     Y es que, de morir, no ha muerto nadie.

     Los tiros fueron al aire y los caídos fueron los que hicieron cuerpo a tierra para protegerse. La marcha de los demás les hace levantarse otra vez y entre todos caminan contra nuestros fusiles, que ya les van quedando contra el pecho y que apartan a manotazos.

     Somos demasiado pocos contra demasiados.

     -Yo cumplo órdenes.

     El delegado se disculpa ahora pero lo ignoran; siguen caminando, traspasan nuestra línea de tiradores, caminamos con ellos hacia la fiesta de Galeano, llevados por el empuje del gentío (son miles). Por delante las banderas liberales y el desprestigio de nosotros.

     -¡Delegado liberal! ¡Delegado liberal!

     El pobre delegado se ve ridículo encabezando la marcha forzadamente. ¡Denle la bandera al delegado!, ¡hagan hurras los gendarmes! A Chingolo le han puesto una cinta azul en la trompetilla del arma; él ya ni trata de arrancarla. Yo prefiero seguir caminando entre la chusma con la cabeza para abajo, sin mirar para la cara del inspector.

 

 

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HOY : Curuzú Cadete// Las guerrilleras// La pareja Gómez// Condena// Investigación// Fragmentos de las memorias de una sindicalista// Juanchi// Casamiento de conveniencia// Peter// Los vecinos// Fiesta azul.


 

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