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JESÚS RUIZ NESTOSA

  LOS ENSAYOS - Cuento de JESÚS RUIZ NESTOSA


LOS ENSAYOS - Cuento de JESÚS RUIZ NESTOSA
LOS ENSAYOS
 
 
 
 
 
LOS ENSAYOS
 
Luego se oye un pequeño chirrido proveniente del tablón que sirve de puerta y que Noam hace a un lado para entrar al enorme patio cuadrado de la antigua carrería, con sus piedras negras, desiguales, pero cubre toda una manzana. Y las edificaciones, hechas a los lados, la delimitan. Aún se conservan los carros con que se recogía la basura tiempo atrás. Todo está como lo dejaron en aquel entonces, una época imposible de precisar. Sólo que ahora se encuentra en ruinas. En algunos huecos de las paredes han crecido enredaderas de hojas muy abigarradas y otras plantas, muchas de las cuales tal vez alcancen a convertirse en árboles si antes las raíces no resquebrajan los muros derrumbándolos.

El techo en partes está hundido y en otras las paredes se han caído, los ladrillos desparramados por el suelo, mientras la hierba crece, con una fecundidad incontenible, en todos aquellos sitios en los que hay un poco de tierra donde meter las raíces, un poco de sol donde verdecer la hojas.

El techo de chapas de zinc traza con sus pequeñas acanaladuras un ritmo monótono de líneas verticales que se repite a todo lo largo del edificio, de esquina a esquina, que sólo es roto por la presencia de las enormes manchas de óxido, de colores cambiantes, del negro al rojo, del naranja al marrón y del marrón al amarillo. Todo de acuerdo con la antigüedad y el grado de desarrollo del proceso de oxidación. Sobre el techo, en total confusión, hay cientos de piedras: los cascotes que los niños se entretienen en tirar para escuchar el ruido que hacen al golpear y rodar sobre las chapas. De este modo espantan a los borrachos y a los mendigos que suelen dormir allí o que buscan refugio en los días de frío. Afuera, el agua de las lluvias y el musgo se encargaron de ennegrecer los ladrillos, las rejas de hierro de las ventanas se han herrumbrado y los postigos de madera fueron clavados por gente que abandonó el sitio.

La cabeza pegada a la ventana, el frío de la calle pasa a través del vidrio, del vidrio a la frente y a través de la frente a todo mi cuerpo que siente el invierno actual tan similar a todos los otros inviernos, así como son iguales en mi memoria todas las tardes y todas las noches que pasé con Arai; tan iguales, que a pesar de todas sus diferencias y los detalles que minuciosamente suelo reconstruir, me parecen una sola, todos los ritos de las estaciones tan profundamente asimilados y tan rigurosamente cumplidos.

La casa está vacía, sin los dibujos y las fotografías que colgaban de las paredes, sin los libros en las estanterías cuyos lomos leí tantas veces, tan distraídamente, que no puedo recordar un solo título. Desapareció también la fotografía de la entrada, con lo que las paredes se han quedado totalmente blancas y en el piso azul, del que se retiró la alfombra, dejé la huella de mis pasos con la tierra que metí de la calle.

Debe ser la hora, o la tarde gris y lloviznosa, tan fría, o simplemente los recuerdos, tal vez la casa vacía lo que me produce esta tristeza. Y por primera vez tengo ganas de llorar, para desahogarme, para recordar, aunque quizás me estoy engañando, Arai, aquella vez que a mi lado lloraste y te pregunté por qué, varias veces te lo pregunté, angustiado por tu llanto silencioso y no me contestaste nada; por lo que nunca pude enterarme de la causa, quizás fue como una premonición de todo lo que iba a venir más adelante. Y si bien todo sucedió siguiendo con exactitud la medida de nuestros presagios, nunca tuvimos el coraje de decírnoslos, tan seguros estábamos de todos ellos y me gustaría tenerte a mi lado aunque más no sea para decirte que se van cumpliendo o simplemente para compartir este instante en que se nos va la casa, la perdemos, este sitio que no es nuestro y sin embargo forma parte de todo cuanto hemos vivido. No debía haber venido para ser testigo de su desnudez.

Noam no sabe lo que busca adentro. Está aquí parado como cuando niño, como cuando pretendían hacer rodar los carros sin que pudieran mover un centímetro las ruedas con llantas de hierro, soldadas a los ejes por la herrumbre que se fue acumulando por encima de la grasa reseca y endurecida.

Un ruido le atrae hacia lo que fue la cuadra de los animales, donde con seguridad guardaban las mulas pues aquí y allá quedan restos de aparejos, mantas que con sólo tocarlas se deshacen en sus hilos. En este sitio una pandilla de niños y adolescentes, de los que viven pidiendo limosna, se dirige gritando hacia un punto que Noam no alcanza a ver, tan cerrado es el grupo que le da las espaldas. Están armados con palos y golpean algo que luego se convierte en alguien cuando se le escapa un quejido, perfectamente audible sobre los gritos que dan los muchachos cada vez que descargan uno de sus feroces golpes. Están pegando a alguien que Noam quiere salvar y avanza decidido hacia el grupo que en este momento ha cesado en sus golpes y en sus gritos y se abre lentamente, caminando hacia atrás, admirando su obra, ensanchando el círculo, sólo escuchándose el jadeo de quienes se han agitado con el esfuerzo.

Sobre un montón de viejas mantas, está reclinado el cuerpo desnudo de un muchacho. Ya no sabe la edad de tantos golpes que tiene en la cara, la sangre le corre por las mejillas, brotando de cada sitio en que se acertó un golpe. Por la boca abierta el aire entra y sale emitiendo un silbido ronco y por fin como un eructo al mismo tiempo que se aflojan todos sus músculos y cae de cara a las mantas.
De sus espaldas, desde los omóplatos hasta la cintura, surgen dos alas inmensas, tan lúcidas, blancas, cruzadas nada más que por delgados nervios entre los que se alinean algunos círculos de color violeta transparente y zonas de un verde brillante. Todo el resto es blanco y la luz al atravesarlas les da un ligero brillo como si las miles de nervaduras estuvieran hechas de una fina hebra de vidrio. Sus bordes redondeados se levantan por encima de la cabeza del muchacho y a la altura de la cintura se estrechan tanto que pareciera que se forma de nuevo un par de alas; sin embargo son siempre las mismas y llegan hasta el suelo sin que nada logre mancharlas ni disminuir su brillo y color. Las alas se extienden cuan grandes son con el mismo chasquido con que se abren los abanicos, para caer inmediatamente, completamente flácidas, a los costados del cuerpo. El desconocido está muerto. Noam quiere preguntar por qué lo han matado y ya el más lejano levanta la mano esgrimiendo el mismo palo que acaba de usar, todavía manchado de sangre, ni siquiera tuvo tiempo de limpiarlo, y avanza hacia él. Noam retrocede al ver que todos, uno por uno, han levantado sus palos y avanzan formando un semicírculo compacto que nadie podría atravesar, como no pudo hacerlo el muchacho de las alas ni podré atravesarlo yo que nada tengo que me diferencie de ellos pero lo mismo me van a matar si no huyo a tiempo aun cuando me pesan las piernas, los brazos, estoy sin fuerzas mientras ellos avanzan también muy lentamente, sus gestos llenos de una laxitud que no puedo explicar, pero que me empujan hacia la pared del fondo a la que no quiero llegar y a la que no puedo, porque alguien se ha aferrado a mis piernas. Es Arai, con su expresión de miedo, que busca protección. La ayudo a levantarse y al querer proseguir mi huida, veo que por el patio de piedras negras, todas desiguales, todas brillantes, va corriendo la pandilla de niños y adolescentes, con sus movimientos pesados, ya sin palos, emitiendo un sonido grave pero estridente, como los gritos de algún pájaro fantástico.

Como el grito de las perdices que parece un gorjeo. O la paloma torcaz: un llanto reprimido, o el tero: un grito chillón y estridente, por oposición a las bandadas de cotorras verdes de grito agudo, penetrante, que van cortando el aire.

Pero ya no se escucha ningún ruido, ninguna voz animal, ningún pájaro. Quizá por ello sea más evidente que no se cruzan las perdices, ni las palomas torcaces, ni los teros. El camino de tierra roja que recorremos -pedregullo, cantos rodados- está desierto y silencioso, bajo el peso de la calma que antecede a las tormentas, porque ni siquiera los pájaros se ven volar, ni las codornices cruzan el camino dando gritos estridentes, escondiéndose entre las hojas filosas del pasto alto. Sólo la línea del horizonte traza su propio ritmo roto por las palmeras, líneas verticales, líneas negras sobre un fondo plomizo, líneas horizontales que nosotros vamos cruzando, transversalmente, con una nube de polvo rosado que se va depositando sobre las hojas que crecen inmediatamente al lado del camino y que se tiñen del mismo color.

Tantas veces aquí, tantas veces a mi lado y me es suficiente. No te hubieras mojado el pelo al saltar del bote al agua porque ahora no podrás secártelo y no tendrás ningún pretexto para explicarlo en tu casa, dónde estuviste y con quién.

Y ella, inmersa en su aire lejano, está como siempre ausente. Me mira y me dice que no le importa, que va a secárselo con el viento y apoya la cabeza en la ventanilla, dejándola caer ligeramente hacia afuera y su pelo largo se agita con el viento, se extiende con el viento, se abre y se cierra en una estela negra en la que brillan los pequeños granos de arena que se han adherido a ella. Voy más despacio, respetando su gesto, sus ojos cerrados, abandonada a sus pensamientos, sus sueños, no puedo imaginarme qué cosas estarán pasando por su cabeza, su silencio protegiéndola, alejándola, haciéndomela desconocida. Su respiración se ha hecho pausada, está dormida, una mano abandonada sobre el asiento, la palma hacia arriba, la otra usándola de almohada, escondida bajo su cabeza. Su vestido corto, por encima de la rodilla, sus piernas, en invierno blancas, aparecen oscurecidas ahora por el sol, el color que obtuvo a través de nuestras fugas a la hora prohibida de la siesta. Está dormida, al alcance de mi mano, su cuerpo tan desamparado, sin defensa, con sólo el escudo de sus sueños, de sus pensamientos, de lo que debe estar deseando y tal vez yo no esté entre esos deseos. Mi mano tiembla al dejarla caer sobre el asiento, y la estiro hasta sentir sus muslos en el reverso de los dedos. Luego, con un gesto mínimo, son las yemas las que se apoyan en su carne y me estremezco, se me seca la garganta y un gustó amargo me agria la boca. Quisiera estar en calma para disfrutar de esta sensación no en su gran totalidad sino en sus más pequeños componentes para ampliarla luego en el tiempo y en la profundidad de mis percepciones.

Ella abre los ojos. Ni siquiera los abre del todo, sino a medias y me pregunta qué pasa. Y yo retiro la mano diciendo nada, repitiendo nada, porque en verdad ya nada pasa, a no ser el temblor que ahora se me queda en el medio del pecho y el gusto amargo en la boca y la garganta seca.

No puedo decir nada. De nuevo se ha dormido con el viento enredándole el pelo. No tendría que habérselo mojado -me repito una vez más- saltando del bote al agua. Porque no sé si en el fondo de sus pensamientos y deseos figuro yo, ningún gesto suyo, ni una sola palabra me lo ha indicado. Mientras permanezcamos así, podré tenerla a mi lado, verla a mi lado, se dormirá a mi lado, aunque no compartamos más que el momento, el espacio y el tiempo que ocupamos.

Ese tiempo y ese espacio hoy se juntan en un límite que no quiero explicármelo. Porque todo límite significa una separación y toda separación puede ser dolorosa. Del invierno al verano, o del verano anterior a ese invierno, o bien el verano al verano saltando por encima de todo invierno. Será crear de nuevo una zona de nadie entre la calle con naranjos por donde paseábamos, la casa prestada, la llave sobre la mesa, el valle, el arroyo, el lago. O bien la arena blanca que sale del lago y forma una playa, estrecha franja de aridez entre el agua y el esparto que crece en mazos, formando islotes de vegetación verde y amarilla que susurra al moverse con el viento que sopla sin cesar. Entre grupo y grupo de esparto crecen las tunas, bajas, de hojas ovaladas y aplastadas que ahora tienen unas flores amarillas, a veces casi naranja. Sobre la arena están aún las marcas de la última creciente del lago, los restos de plantas acuáticas, los camalotes que no pudieron volver al agua, ya a punto de secarse, con sus bulbos negros, grandes, enredados en algas largas también negras, como cabelleras sueltas tiradas en la arena.

Hay un solo árbol en la playa, achaparrado, de copa baja, ramas abigarradas, que caen hasta donde llegan las hojas más altas, filosas del esparto. Y el sol no entra. Tampoco el viento, sólo Noam y Arai, aún mojados después del baño, cansados de soportar el golpe del viento norte cargado de arena en la siesta enceguecedora del verano. Ella se recuesta contra el árbol y Noam la besa, luego la abraza conteniendo entre sus brazos no sólo el cuerpo de Arai sino también del tronco contra el cual la estruja y Arai se queja suavemente, me estás lastimando, pero Noam no importa, nada más que un momento mientras ella me desabrocha el traje de baño que cae en la arena, me deshago de él, luego la desnudo y nos hacemos el amor parados, contra el tronco del árbol que ya no la lastima o por lo menos no se queja o yo no le doy oportunidad de hacerlo, de tal manera la beso.
Mientras afuera del refugio que ofrecen las ramas del árbol achaparrado, la tarde sigue su curso, el viento sigue su dirección, el sol mantiene su órbita, el tiempo conserva su ritmo, todas las dimensiones se mantienen exactas. El tiempo, contemporáneo a todos los tiempos, no modifica la playa, ni el lago que se ha unido al estero que se ha metido en el valle y desbordado el río y los arroyos uniéndolos todos en un inmenso aguazal. Por allí van los hombres, los pescadores, y clavan sus anzuelos en el cuerpo del gran pez muerto. Sólo unos pocos se han acercado en sus botes de remo y dándose gritos los unos a los otros, a la derecha, a la izquierda, un poco más atrás, ahora adelante, se acercan con temor al cuerpo que flota en el agua. Sólo quieren aproximarse lo necesario para prender de su piel un anzuelo y luego se retiran para volver a acercarse, así muchas veces todos ellos, porque desde, la cabeza a la cola, sin olvidar un solo palmo del cuerpo, han ido clavando sus anzuelos.
Terminada la operación, las embarcaciones se ponen atrás del pez, y a un grito de ellos, los que se han quedado en la costa comienzan a tirar de sus finos piolines, todos a la vez y el cuerpo comienza a deslizarse sobre el agua. Los hilos tensos, la piel del pez se estira en cada uno de los puntos en que han clavado un anzuelo. Y cada vez que la fuerza es despareja, se produce un estironeo violento. La piel se desgarra y el anzuelo cae al agua. Se aproximan entonces los de los botes, se lo clavan de nuevo en otro sitio y siguen tirando, ahora emitiendo un grito gutural para mantener el ritmo y hacer todos fuerza al mismo tiempo. Así hasta que el inmenso cuerpo está próximo a la orilla. Entonces muchos, abandonando los piolines, se meten en el agua hasta un poco más arriba de las rodillas y desde allí ayudan a sacar el gran cuerpo a tierra. El cuerpo ya no brilla, ni parece de cobre, porque el sol ha descendido y sólo queda una claridad grisácea, mientras por el lado opuesto se levanta la franja negra de la noche y brillan las primeras estrellas.

Sólo después se vuelven hacia mí, tirado estoy en el fondo de mi embarcación, el brazo sobre la borda sostengo su cuerpo por los cabellos y los músculos acalambrados, es como si tuviera el brazo muerto, un miembro que no me pertenece ni tengo poder sobre él, no puedo manejarlo y mucho menos abrir los dedos porque sé que es el último amarre que hay entre ella y yo. Arai está flotando casi a ras de agua, ahogada, no quiero verla. Ya vi sus ojos saltando de sus órbitas y su boca escupiendo agua, las tres veces que salió frente a mí, yo buscando la manera de ayudarla. Ahora no quiero verla. Y son ellos quienes la quitan del agua y rescatan también mi brazo que me lo devuelven poniéndomelo a mi lado, tirado estoy en el fondo del bote, boca abajo, tan débil me siento, mientras dejo que me lleven hasta la playa. Cuando llegamos es noche cerrada. Sobre las hierbas han puesto su cuerpo envuelto en la vela blanca, en el lienzo blanco, de textura áspera, en partes gastado y suavizado por las veces que fue lavado y le dio el sol y el viento, llevándose el bote por el estero. En el campo, mientras tanto, se han encendido fogatas que se reflejan en el agua, repitiéndose así las manchas de luz roja, moviéndose dos veces, encendiéndose dos veces, crepitando dos veces, y por momentos no se sabe cuáles son las fogatas reales y cuáles son los reflejos. Se ha reunido mucha gente en el lugar, hombres, mujeres, ancianos y niños. Al parecer está todo el pueblo que corta sus trozos de pez muerto y los pone en el fuego. Aun así, no han podido descuartizar ni siquiera medio animal. Al llegar todos se vuelven hacia nosotros, en silencio, y las mujeres y los ancianos se santiguan y los niños se esconden atrás de sus madres agarrándose de sus vestidos. Su cuerpo está a mi lado, envuelto en la tela blanca, y no me animo a tocarla. La gente ha regresado a sus trozos de carne blanca, atravesados por palos negros, sostenidos a cierta altura sobre las fogatas. El carrero le habla a los bueyes, los bueyes negros uncidos de nuevo al yugo, listos para seguir andando el camino de tierra roja que atraviesa el valle inundado por el agua del estero que desborda y por donde ahora se extiende la luz de las fogatas y un penetrante olor a pescado que comienza a soltar su aceite sobre las brasas. El carrero va a llevarnos y busca ayuda para subir el cuerpo de Arai a lo alto de la carreta que va cargada de carbón metido en bolsas de arpillera. Yo le sigo y antes de partir me alcanza un farol encendido, la llama protegida por un tubo de vidrio. La carreta se mueve, el hombre me da las espaldas y no se dirige nunca a mí, sólo habla con los bueyes que van perdidos, su color negro, en el negro de la noche. El farol ilumina su cara. Está muy blanca, muy pálida. No quise que la cubrieran. Su pelo negro está aún mojado parte pegado a la cara, parte pegado a la tela blanca, parte esparcido sobre la arpillera casi negra, impregnada por el polvo fino negro que se desprende del carbón.

Vamos dejando atrás las fogatas, la gente que ha comenzado a comer su ración de pescado, el animal tan grande del cual apenas han dejado al descubierto las branquias, un poco más allá de las agallas. Pero no les va a durar mucho porque ya han comenzado a pudrirse a partir de la cola y miles de moscas, gusanos y otros insectos avanzan para devorar lo que los humanos no pueden terminar.

La luz del farol se mueve, esa pequeña llamita que mantiene cerca de mí su cara. Me da la sensación que respira. El cambio de luces y sombras me señala que ha mudado su gesto. Y siento un resto de esperanzas. Pero sé que está muerta y fría, no sólo porque su pelo aún está mojado, y disperso, sino porque la sentí morirse bajo mis manos, cuando la tomaba de los cabellos al descender en el agua. Viajarán toda la noche, sin cruzarse con nadie para llegar al pueblo a la madrugada, cuando comience a clarear, un poco antes de salir el sol. En el camino no habrá animales, ni otros seres vivos. Sólo la carreta del vendedor de pájaros. Surge de pronto en la oscuridad, su carreta inmensa, de cuatro ruedas como no suele verse en la zona. Y sobre ella, amontonadas hasta una altura dos veces superior a la del hombre sentado en el pescante, las jaulas de mimbre, las varillas blancas reforzadas con alambre oxidado, negro. Y para indicar sus límites, ha colgado faroles de palos que salen de los costados, atrás, arriba, abajo, hasta crear una gran mancha de luz en el camino oscuro. Y los pájaros en sus jaulas, engañados por la luz de los faroles, creyendo que el sol aún no se han puesto, ignorando que más allá está la noche, hacen escuchar sus gritos, ninguno canta, en sus jaulas, tan abigarradas están que algunos mueren asfixiados o envenenados por el humo cargado de querosén que se desprende de las llamitas. Es tan grande su volumen que la carreta del carbonero se detiene y se hace a un lado, los toros negros encandilados por tan repentina luz en medio de la oscuridad del camino, sorprendidos por la estridencia de los gritos. Y la carreta del vendedor de pájaros pasa, se aleja lentamente, hasta que se convierte de nuevo en un volumen de luz, silencioso, que se desplaza en la noche. Sólo entonces ellos reanudan el camino. Por el camino, que es largo, nos vamos internando cada vez más en la oscuridad. Y percibimos los animales nocturnos, el chistido de las lechuzas, el chillido con que los murciélagos se orientan en su ceguera, el croar de las ranas en los charcos que hay en las cunetas. Al final debe haber una luz, como en el callejón oscuro que nos conducía a la casa de nuestros encuentros. Un túnel estrecho, de piedras negras, sobre el que no da ninguna ventana ni ningún farol y que desemboca luego en una pequeña acera, para una sola persona que termina en la misma puerta, una luz exterior encendida.
 


Fuente:
Autores: MARIA ELENA VILLAGRA y GUIDO RODRIGUEZ ALCALA.
EDITORIAL DON BOSCO,
PEN CLUB DEL PARAGUAY.
Asunción – Paraguay, 1992 (150 páginas).

 
 
 
 
 
 

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