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RAQUEL SAGUIER (+)

  LA VERA HISTORIA DE PURIFICACIÓN - Novela de RAQUEL SAGUIER - Año 2003


LA VERA HISTORIA DE PURIFICACIÓN - Novela de RAQUEL SAGUIER - Año 2003

"LA VERA HISTORIA DE PURIFICACIÓN"

 

Novela de RAQUEL SAGUIER

 

Editorial Servilibro,

Asunción-Paraguay 2003



Versión digital:

BIBLIOTECA VIRTUAL “AUGUSTO ROA BASTOS”

del CENTRO CULTURAL DE LA REPÚBLICA “EL CABILDO”


PRÓLOGO


Sí LA NIÑA QUE PERDÍ EN EL CIRCO era un intento desesperado de recuperar la infancia perdida apelando a reminiscencias históricas, anécdotas familiares y fantasías de niña, la segunda novela de Raquel Saguier tiene otras pretensiones temáticas y estilísticas. En efecto, en su primera obra de ficción Raquel había recurrido al tono lírico – una prosa casi poética – para expresar recuerdos perdidos en el inconsciente del personaje. Ahora, narra las vicisitudes de una existencia dolorosa y agónica: la vida de Purificación Vera – huérfana de nacimiento.
 
Sus dos tías solteronas – mojigatas de viejo cuño– no le brindan ni amor ni consuelo: el fantasma de la madre, muerta de parto, ronda la vida angustiosa del personaje. Ambas beatas sólo viven para espiar al prójimo y jactarse de su abolengo. Son las guardadoras del honor familiar y de la rancia tradición de una nobleza perimida y caduca. Sentadas “sobre sus decentes nalgas” predican una moral pacata y victoriana a Purificación – pariente pobre e hija bastarda.

La heroína de la historia sueña con liberarse de las garras de arpía de estas hembras frustradas, apelando al arma inexpugnable de la imaginación. La tarea – perversamente moralizadora – de Santa Rosa y Santa Librada no logra convertir a la sobrina en el dechado de decencia y virtud esperado.

En densos capítulos – de sorprendente profundidad psicología – la autora describe el largo y sinuoso proceso de condicionamiento moral al que es sometido el dúctil espíritu de Purificación. El aprendizaje es arduo y riguroso: se realiza por medio de sermones y ejemplos dignos de imitación. Sin embargo, ella no se somete del todo a este entrenamiento sutil; se rebela sistemáticamente contra el adoctrinamiento falaz, apelando a su naturaleza sensual y apasionada. Ante la opresión familiar surge la resistencia de su carácter indómito. Su sangre y su estirpe luchan contra las corrientes cenagosas y oscuras de las cuales sus tías son instrumentos. Fuerzas retrógradas que se alimentan de una tradición apolillada por siglos de encono y amargura.

Las manchitas beatas pretenden convertirse en la conciencia persecutoria de la joven; en una instancia represora del instinto sexual. Se trata de cegar la savia vital de Purificación; de mutilar y castrar su feminidad. Casi logran, a fuer de machacar con insistencia sobre los protocolos del decoro y del pudor. No obstante, ese ambiente rancio de viejas achacosas y malignas no logra torcer la férrea voluntad de liberación que impulsa a la huérfana.

En los siguientes capítulos vemos cómo su descubrimiento de la música llevará a develar las fuentes de la vida y del placer a través de las sinfonías de Beethoven y las hábiles manos de su maestro de solfeo. Esta combinación de música y erotismo indica un “tempo” y un ritmo peculiares en el desarrollo de la novela. Los capítulos se suceden como en una partitura musical: con “crescendos” y “diminuendos” que reflejan el humor de los personajes y la atmósfera de las secuencias. La tiranía y la sátira no están ausentes en esta obra: constantemente afloran en momentos álgidos y de extrema lucidez.

Presenciamos más tarde, la “caída” y subsecuente juicio de Purificación Vera en una especie de tribunal inquisitorial. Previamente, tenemos una inigualable descripción de su vida conyugal: el marido banal, los hijos y sus exigencias esclavizadoras. El casamiento ha sido de conveniencia; la sobrina no ha tenido la opción de elegir: sus tías la han vendido al mejor postor. El verdadero amor lo descubrirá más tarde, fuera del lecho marital. Los acordes de la Novena Sinfonía la introducirán en los placeres de la carne, los delirios de la sangre, los ciclos cósmicos. Todo ello bajo el ritmo parejo de la lluvia y la complicidad muda de los seres y de las cosas.

Pero esta orfandad “es una herida que nunca cicatriza” sólo el retorno al vientre materno podrá aliviar el trauma del nacimiento. De ese modo asistimos a una magistral descripción del momento crucial de su existencia: su nacimiento y la muerte de la madre. El volver “al sitio del que nunca hubiera salido” es la única forma de paliar las carencias de la orfandad.

Otro capítulo inolvidable es aquél donde se describen los estragos de la vejez. En una suerte de disgregación final, se nos presenta la imagen de un ser corroído por el tiempo y la memoria, tratando de salvarse del naufragio ineludible: la muerte. Este capítulo es, en realidad, una meditación inmisericorde sobre la muerte en vida. Aquí, un ser humano se da cuenta, al final de su existencia, que ha sido postergado; que ha dado todo de sí pero no ha recibido nada a cambio. Decide, por lo tanto, vivir intensamente los instantes que le restan, como compensación por los momentos perdidos.

En la penúltima sección se produce el desenlace “orgasmo-muerte-liberación” en una caleidoscópica descripción de éxtasis sexual rayano en lo místico. Finalmente, en el último capítulo, la protagonista se pregunta “si todo lo ocurrido no fue sino un sueño”. Pero no. Las dos copas de vino y el disco de Beethoven están allí como mudos testigos para indicar lo contrario

Creemos que LA VERA HISTORIA DE PURIFICACIÓN es una obra que constituirá un hito en nuestra narrativa actual. El vigor de la prosa y la desbordante imaginación de Raquel Saguier se conjugan para crear una novela existencial de gran calidad literaria. El duro oficio de ser mujer en una sociedad patriarcal, inficionada de hipocresía y autoritarismo, es el tema fundamental de la novela. La protagonista se liberará a través del amor verdadero y del arte: dos fuerzas que siempre han desafiado al despotismo.
 
 
 
 

 
DESARROLLO
 
Por primera vez me he salido del molde. Por primera vez he dado un mal paso después de los tantos buenos como di en la vida. Siempre pensé que una cosa así debía dejar remordimientos. Ahora veo que es todo lo contrario: una felicidad noble, sin precedentes inédita. Algo similar a lo que debió sentir el primer hombre en el primer contacto. Un placer que antes no existía, que él iba creando, creando en cada placer sensaciones nuevas. Primicias que unas manos sabias y musicales reparten sobre mis brazos, mis rodillas, sobre mis piernas. Me dibujan igual que si yo fuera saliendo de ellas. Y en ese instante sé exactamente quién soy; reconozco mi cuerpo, lo veo, lo escucho, lo siento otra vez como si regresara a él después de un largo viaje. Mientras todo lo demás va perdiendo consistencia, se evapora, es aire. Parajes enteros de mi vida, la vida entera, se ha disuelto en una realidad tan vaga, tan lejana que casi me parece una ficción.

Tampoco sé el tiempo que transcurrió, ni si fueron varias las horas o fue una sola, enorme hora multiplicada por la magia. El cucú cantó las tres pero sin indicar de cuál de las tres pero sin indicar de cuál de las tres se trataba. Entonces fue cuando supe que el cielo no estaba tan lejos como yo creía, porque de alguna manera había ingresado en él, en una ingravidez lluviosa, de duración azul y casi infinita, donde no me acordaría que había olvidado lo que siempre debería recordar. Donde de pronto cesaban los minutos, maravillosamente iban cesando, retardándose uno a uno, cada vez más tenues, más suaves, como se agota una sombra, como desaparece un sueño, y empezaba aquella hora que no es de día ni es de noche, en la que sólo transcurrían sus manos. Empezaban aquel estar en todas partes sin estar en ninguna, sin pensar en nada, solamente sintiendo, o tal vez sólo pensando que necesitaría de todos los elementos del universo y ser al mismo tiempo agua, viento, arena y fuego para expresar lo que siento.

Y luego, ese universo no fue más que sonidos. Aquella melodía levemente ascendiendo sobre la música del agua. Él me dice que es Beethoven, la Novena Sinfonía que ahora se iniciaba apenas, con notas demoradas, lentas, hilvanando una frase vacilante aún y algo insegura del camino, y que luego, al llegar a cierto punto, cuando me había habituado a su pereza, bruscamente cambiaba el rumbo, se hacía más rápida, más intensa, se hinchaba como si los violines se la hubieran ido preñando por el camino y ya no se distinguían sus límites, ni su principio, ni su término.

Parecía que los instrumentos se hubieran puesto de acuerdo con aquellos dedos, dividiendo la caricia, multiplicándola, ejecutando los sortilegios necesarios para prolongar por un milenio el prodigio.

No es la música. Son sus manos las que suenan. Manos que inventan luciérnagas. Manos que pasan y arrastran fulgores. Me sería imposible decir qué les falta a esas manos para hablar. Casi nada les falta porque hablan. Me dejan correr por la piel esos acordes. Me los ponen como si fueran palabras. Y mucho tiempo después de que el placer se hubiera sosegado, conservo todavía sus resonancias. Aquel calor me seguía. No estaba definitivamente apagado sino que seguía y seguía, igual a esa lluvia increíble que hace dos siglos no para.

Quizá llueva como llovió toda la vida, pero ya no recuerdo otra lluvia, ni otro calor, ni otro silencio.

¿Y cuál sería el sentido de las dos tías en mitad de aquel silencio?

Porque de pronto, de alguna extraña manera que no sabría explicar, me las encontraba de nuevo. Eran ellas, no cabía duda, las dos tías con sus dos nombres de santas y un apellido de tan largo copete, que por línea bastante intrincada, colateral e inconexa, terminaba por emparentarse con la nobleza de España.
 
Las mismas que un día, con la condición de que respirara bajito, habían dado albergue, no a la sobrina lejana, sino a esa especie de errata clandestina que la vida cometía con ellas. En atención a que –mal que les pesara– yo pertenecía también al rebaño de los Vera, donde no había habido una sola oveja descarriada desde tiempos ignotos, y que en consecuencia, no correspondía que anduviera a los tropezones por esos andurriales de Dios.

Por un instante creí hallarme en la cueva de una pesadilla, pero no, porque mis ojos estaban despiertos y ellos podían reconocerlas. Sí, allí estaban, todavía con sus rasgos de montaña, Santa Rosa y Santa Libradas, guardando bajo siete llaves la honra de la huérfana, mientras discutían la jerarquía de los pecados y crochereaban sin tregua, al punto de que cada mesa, mesita, mesada y cuanta superficie horizontal había en la casa, estaba cubierta con una carpeta del virtuoso tejido.

Santa Rosa y Santa Librada, las mismas de toda la vida, rancias, insensibles, recónditas, verdosas de tan viejas, sentadas sobre sus nalgas incólumes de acrisolada decencia, fácilmente acomodable ésta a una rutina sin hombres, ya que ninguno las había mirado dos veces; y cuya diversión permanente constituía el almacén de don Policarpo, justo ubicado a tiro de la tranquila impunidad de sus respectivas ventanas, desde donde se informaban no sólo de los usos y costumbres del local, sino incluso de su concurrencia, matando en el deleitoso trabajo de espiar la vida ajena, su infinito tiempo de solteronas.

Dos señoritas nuevas pobres –lo cual justificaban diciendo que habían decidido hacer voto de pobreza, aparte del de castidad– que si alguna vez tuvieron fortuna, tuvieron también dos hermanos bohemios, descreídos y radicalmente ineptos para ganar dinero: Juan Evangelista y Evangelista Juan, tan fanáticos opositores al matrimonio y al gobierno, que vivían repitiendo este país no tiene arreglo, ni una cura de sueño lo salvaría, y ninguna falda merece que un hombre pierda su libertad por ella.

En cambio la cerveza era otra cosa.

¿En qué mujer hubieran podido encontrarse sus excelsas cualidades?

Hembra de buen juicio, la cerveza, cuanto más fría al principio más caliente después, jamás envejece ni se pone agria, fiel como ninguna, dócil, complaciente, segura, grata al paladar y lista para servir sin exigencias de trapos. Además, recuerden que Adán no habría tomado esposa si antes no lo hubieran dopado.

Nunca estaban en la casa, y las pocas veces que estaban, mandaban decir que no estaban, ya que por lo general se trataba de algún cobrador impaciente.

Entraban y salían con la novedad de que siempre había un complot vernáculo nacionalista con ramificaciones en toda la república, que podía estallar en cualquier momento, de forma tal que un aldabonazo del cartero, una puerta cerrada repentinamente, una carne golpeada con el mazo, un rayo caído en seco sin previa descompostura del cielo, promovían sobresaltos de ya comenzó el jaleo.

Así vivían, sumergidos en la loca fantasía de que el mundo iba a ser alguna vez una cariñosa comunidad de libres y fraternales conspiradores, ocupando la mayor parte de su tiempo y buena parte de su fortuna en estériles conciliábulos políticos con correligionarios del barrio, que tenían lugar en el café de la esquina, donde tejían solapadas intrigas mientras aparentaban leer el diario, hablando casi en susurros –por miedo a las represalias– entre rondas de cerveza e interminables partidas de truco, de los cambios que necesitaba el gobierno, sin ponerse nunca de acuerdo, e incluso yéndose a las manos por tal o cual hijo de puta.

Y cuando el alcohol se les había subido muy alto, pasaban a hacer un recuento de la campaña proselitista, lo hecho hasta ahora, lo que se debía hacer: una vasta operación de limpieza, de modo a acabar con una autoridad que había ascendido al poder por un golpe de estado y venía jorobando la paciencia con sus desmanes y arbitrariedades desde que había memoria, elaborando, con dicho propósito, planes estratégicos de tan dilatando alcance, que para ejecutarlos se habría precisado poner en movimiento una red de espionaje parecida a la que un país exige durante una guerra fría, con los concomitantes riesgos del contraespionaje, ya que no debía soslayarse la evidencia de que todo espía puede ser también espiado y contra eso no hay tu tía. Y de este cálculo sacaban pretexto para beberse un último traguito, que comúnmente quedaba en penúltimo.

Todo lo cual, acompañado de periódicos...
 
 
 
 
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