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CARLOS VILLAGRA MARSAL

  MANCUELLO Y LA PERDÍZ - Cuento de CARLOS VILLAGRA MARSAL


MANCUELLO Y LA PERDÍZ - Cuento de CARLOS VILLAGRA MARSAL

 MANCUELLO Y LA PERDÍZ

Cuento de CARLOS VILLAGRA MARSAL

Director editorial: Pablo León Burián

Guía de trabajo: Estela Appleyard de Acuña

Edición al cuidado de: Raúl Silva Alonso

Fotografía: Diario ABC Color

Diseño gráfico y portada: Marcos Condoretty

 

Editorial El Lector,

www.ellector.com.py

Asunción-Paraguay

2005 – 111 páginas.
 


INTRODUCCIÓN

La lectura de MANCUELLO Y LA PERDIZ propone el desafío de decir algo que todavía no se haya dicho sobre la que, sin duda, es la mejor novela corta paraguaya. Los críticos más eminentes se han ocupado de ella exhaustivamente, y cada uno la ha enriquecido con una nueva perspectiva. La tarea se vuelve más difícil cuando quien escribe estas líneas no es un crítico profesional sino apenas un lector compulsivo y, a veces, un escritor a quien cada línea le causa el padecimiento de un galeote.

Las reflexiones que propongo tratan de eludir la gravitación intelectual de quienes me precedieron en la aventura de sumergirse en MANCUELLO Y LA PERDIZ. Pero es imposible prescindir del rigor conceptual de sus respectivas contribuciones. Caminaré, pues, por un sendero que ha sido desbrozado, quizá con exceso. Basta con mencionara Julio César Troche, Rubén Bareiro Saguier, Ramiro Domínguez y Juan Manuel Marcos entre los críticos nacionales, y José Vicente Peiró, español, Poli Délano, chileno y Jaime Marchán, ecuatoriano, para no mencionar sino a los prologuistas e introductores de la novela. Por lo demás, se insertan en esta edición fragmentos de algunas opiniones críticas de otros escritores, nacionales y extranjeros.

Y ahora, los necesarios datos bibliográficos. Carlos Villagra Marsal nació en Asunción, en 1932. Abogado, catedrático, diplomático, escritor. Pertenece a la generación que se formó en la Academia Universitaria, centro de ebullición intelectual de la posguerra civil de 1947. Su obra es fundamentalmente poética, pero también ha frecuentado la prosa, aunque con menos asiduidad. El oficio de poeta ha influido, sin duda, en su prosa, otorgándole los matices que la enriquecen; ejemplo de esta es MANCUELLO Y LA PERDIZ, escrita en 1964, en Santiago de Chile. El original fue presentado con el seudónimo de "Compuestero", lo que quiere decir "autor de compuestos". En 1965, la obra le hizo ganar el Premio del diario La Tribuna, de Asunción, en el concurso literario más prestigioso de la época, en el Paraguay.

La primera edición fue prologada por Julio César Troche. Una nueva versión, corregida y variada, apareció en 1991, en la Biblioteca de Estudios Paraguayos de la Universidad Católica, con prólogo de Rubén Bareiro Saguier y epílogo de Ramiro Domínguez. Hay, además, dos ediciones ecuatorianas, de la colección Antares, de Libresa, Quito, Ecuador, con Estudio introductorio, nolas y cronología de Juan Manuel Marcos (1996 y 2000); una edición española de Cátedra, Letras Hispánicas, con Introducción, bibliografía, notas y glosario de José Vicente Peiró (1996), y una edición chilena, en la Colección Letras del Mundo, de la Editorial Lom, con Prefacio de Poli Detalle, (1999).

Según el autor, el argumento proviene de un "compuesto" que le fue transmitido verbalmente en 1957 por un anciano, durante un viaje por el departamento de San Pedro, zona despoblada por aquel entonces. Desde luego, el "compuesto" es transmitido oralmente, hasta el punto de que fácilmente se pierde su origen. Aparte este detalle, lo que importa es que siete años después, escribió la primera versión en guaraní, que trasladó después al español.

Al relato básico, de origen anónimo, concebido originalmente en verso, se añade la tradición familiar para aportar nuevos elementos a la arquitectura de "Mancuello". Aquélla aporta el recuerdo del temido asesino Santacruz, que llegó a disparar contra el abuelo del autor, conservándose hasta hoy la huella de dos tiros de fusil en la casa solariega de los Villagra, en Piribebuy. Y también, la memoria de una antepasada, Isabel Villagra, que encaneció y murió pocos días después del asesinato de su esposo, a quien unos asaltantes ahorcaron ante ella. Este hecho ocurrió, según tradición familiar, en la última época del gobierno del doctor Francia.
 


EL "COMPUESTO"
Todos los prologuistas de las ediciones sucesivas se encargan de escudriñar el parentesco de la obra con el género del compuesto, hecho que, por otra parte, fue revelado por el propio autor. De hecho, el propio seudónimo de "Compuestero", es decir, escritor de compuestos, utilizando para presentar el original al concurso de La Tribuna, proporciona la primera clave para aproximarnos a la obra. Las razones son notorias.

¿"MANCUELLO Y LA PERDIZ", un pariente cercano del compuesto? En verdad, hay en la novela elementos propios del relato lineal, a veces deliberadamente tosco y despojado casi totalmente de artificios literarios, típico del compuesto. No podía ser de otro modo, porque el género excluye la metáfora para concentrarse en la narración. Salvo, naturalmente, en la versión más refinada de quienes lo utilizaron sólo como un molde para construir una poesía más refinada. Bastará con recordar el "Romancero Gitano" de Federico García Lorca y, en el Paraguay, "El gallo de la alquería" de Oscar Ferreiro, para saber cuál es el terreno que pisamos.

Y aquí, una digresión inevitable. El "compuesto", que suele ser de origen anónimo, es la narración en verso de un "sucedido", voz que designa una historia trágica de personajes de la épica popular. Y digo trágica porque, además del impacto emocional que producen estos hechos, suele haber en el compuesto un eco lejano de la estructura de la tragedia: el anuncio inicial de la desgracia inminente, la manera ciega e inexorable con que el protagonista marcha rumbo a su destrucción, el desprecio por los signos del desenlace inminente.

Así puede leerse en el "Compuesto de Hilario Vargas", quien recibe y ofrece hospitalidad a sus victimarios y después acepta ir con ellos hasta el sitio donde será asesinado. Su mujer e hijos adivinan el desenlace, y sólo escucharán, poco después, los estampidos. O en Mateo Gamarra, quien hace caso omiso de las amenazas y advertencias de Delfina Servín, a quien lleva a un baile sólo para humillarla con los devaneos dirigidos a "un tal Emilia Ortiz". Defina, calcinada por la furia propia de la mujer despechada, descarga "los cinco tiros seguidos" sobre su amado, a quien prefiere muerto que entregado a la rival. Y, una vez ante el hombre que agoniza ante sus ojos, afirma con fiereza su orgullosa condición de diosa de la venganza con una frase estupenda: "Ché ha'e Delfina Servín,/ ne ira chekuaapá". Esta frase que, con el perdón de los críticos, justifica todo el poema, equivale a decir: "Yo soy Delfina Servín;/ no has terminado de conocerme". Aclaro que la frase, dicha en español, carece del matiz rotundo y desafiante del guaraní.

Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal coinciden en que el romance desciende directamente del Cantar de gesta. Los fragmentos más gustados por el público eran repetidos, y con el tiempo, cobraban autonomía, para ser cantados o recitados. Se trataba, evidentemente, de episodios autónomos, con entidad propia. Le ocurrió al romance algo parecido a ciertos fragmentos de ópera, que se han convertido en piezas autónomas. Anotan los críticos que, al emanciparse, el romance pierde su fuerza épica, pero gana en profundidad poética, en subjetividad y en calidad lírica. En algún momento del cenit de la Edad Media, el romance adoptó el octosílabo y la rima (generalmente asonante en los versos pares), como su medio natural de expresión.

El romance llegó a América en las carabelas de Colón y se convirtió en el género poético popular por excelencia: desde el corrido mexicano hasta la poesía gauchesca rioplatense, pasando por el galerón venezolano y la "poesía de cordel" del Nordeste brasileño. Hay trozos conservados por Cieza de León, Gómara y Bernal Díaz del Castillo. En el Paraguay echó raíces sólidas, pero con una característica: el género exige el empleo del guaraní, generalmente con versos intercalados en ese idioma.

Diré más. El compuesto tiene un estructura más o menos padronizada, siguiendo en parte las más antiguas epopeyas occidentales, como la Riada. Comienza con un pedido de atención y el anuncio de su contenido, casi siempre seguido de la explicación de que el relato será acompañado por una guitarra, o que los versos serán cantados. Es exactamente el mismo introito que el "Martín Fierro" (Aquí me pongo a cantar/ al compás de la vihuela/ que al hombre que lo desvela/ una pena estrodinaria/ como el ave solitaria/ con el cantar se consuela.) ¿Habrá que rastrear esta estructura en la Iliadá, cuyos primeros versos anuncian las desgracias que trajo a los aqueos la ira de Aquiles, hijo de Peleo y Tetis?

Podría aventurarse, quizá, una clasificación provisoria del compuesto, en los siguientes tipos: a) el "sucedido", que cuenta un episodio que, por su resonancia, ha conmovido a la comunidad y, por tanto, queda registrado por la memoria colectiva. Ejemplos: "Compuesto de Hilario Vargas", "Fortín Galpón" y "Mateo Gamarra"; b) episodios épicos, como "13 Tuyutí” o "Campamento Cerro León"; c) fábulas, como "Gura Compuesto" y "Casamiento del taravé"; d) descripción de lugares, como "Concepción Jerére", de Emiliano R. Fernández o "Paraguaype", De Manuel Ortiz Guerrero. La métrica también tiene un patrón que suele ser respetado, aunque con variable fidelidad. El relato se realiza en versos octosílabos, casi siempre con rimas asonantes en los versos pares.

EL ANTIHÉROE Y EL ARCÁNGEL

"MANCUELLO Y LA PERDIZ" escapa a esta clasificación, para instalarse en un escenario propio, que exige una investigación más profunda de sus fuentes remotas, muy probablemente medievales, donde lo fantástico irrumpe en el relato y domina la solución del conflicto. No es, desde luego, el primer caso de un cuento medieval conservado por la tradición popular, la cual suele complacerse en manipular el discurso narrativo para someterlo a un proceso de paraguayización. Recuerdo, sólo de paso, un relato popular sobre Karai Rey y Perú Rimá, recogido por Carlos Martínez Gamba, que Juan Bautista Rivarola Matto convirtió en un cuento, y "Póra", un relato de la tradición guaireña que, con las licencias del caso, incluí en mi libro "Angola y otros cuentos".

El relato de Villagra es presentado como una caja china: hay un narrador que presenta a otro narrados, que es quien cuenta a un niño la historia del conflicto entre Pantaleón Mancuello y el Arcángel Gabriel. Se trata de un recurso antiguo como el que más, como lo sabe cualquiera que haya leído LAS MIL NOCHES Y UNA NOCHE. O EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA que, según Cervantes, es la traducción del original escrito en árabe por el historiador Cide Hamete Benengeli.

El personaje, Pantaleón Mancuello, es el prototipo del antihéroe que ejerce impunemente su prepotencia hasta el extremo de cometer la insensatez de desafiar a lo desconocido, apoderándose del dinero depositado ante la cruz de Gringo kaigué, a la que "gana", con trampas, una partida de truco. Mancuello no escatima violencias. Como si necesitara acentuar su perversidad, llega a cortar con un machete el cordaje de la guitarra de un ciego. Y hasta desafía al Niño Jesús, a quien increpa con acento destemplado. El malo lo es, pues, hasta el hartazgo. Pero Mancuello encuentra la horma de su zapato, en la persona de un oponente igualmente poderoso: nadie menos que el arcángel "Gabriel" (como se escribía en España en el siglo XIII), quien llega al paraje transmutado en arribeño. Este le dará su merecido, desollándolo a "guachazos" ante la mirada jubilosa del vecindario.

Al trasfondo de anhelos colectivos de liberación se refiere Juan Manuel Marcos, quien ve en el relato una solución optimista del drama de la opresión. Para Marcos, al mismo tiempo que recupera la memoria popular, conservada por la tradición juglaresca, Villagra plantea pena respuesta inspirada en un humanismo social, que se nutre de la realidad para trascenderla en una visión esperanzadora de la historia.

A nuestro juicio, Mancuello nos plantea una visión desoladora. El pueblo no es el actor de su propia liberación; es solo un testigo de lo que le ocurre a él mismo. Mira los hechos como si fuera extraño a ellos, pese a padecerlos en su propia carne. En el Paraguay, Fuenteovejuna no castiga al Comendador. Sólo aparece para aplaudir a su libertador, pero sin haber movido un dedo para castigar al tirano. Esta mansa aceptación de los hechos, este carácter de espectador de la propia historia que nos describe la obra, contiene alegóricamente todo al devenir del pueblo paraguayo. No debe ser casual que la novela haya sido escrita en la década de 1960, citando el autoritarismo parecía un tótem inconmovible, y habían fracasados todos los intentos de derrocar al general Stroessner.

Estamos, pues, ante la imagen de todo un pueblo que acepta resignadamente la violencia que se ejerce desde arriba, con todos sus modos de exclusión social y cultural. Incapaz de rebelarse, espera que la salvación venga de las manos de un ser con poderes sobrenaturales, capaz de utilizar las fuerzas misteriosas de la magia. No es nada casual que se trate de un "arribeño"; es decir, alguien que viene de afuera y no un héroe surgido del propio pueblo, como Zapata o Sandino. Adentro no existen la voluntad ni las energías suficientes para abatir al opresor y establecer el imperio de la justicia.

El instrumento de la liberación es la magia, y no la voluntad resuelta del hombre. Y si faltara algo más para marcar la dependencia de las fuerzas sobrenaturales, ahí está la transmutación final de MANCUELLO EN PERDIZ, tema recurrente de la cultura popular. Basta con recordar "La leyenda del Karâ'u", donde la transformación del mal hijo en ese pájaro es el castigo a quien ha desafiado las leyes inmutables de la naturaleza. Esta impresión es reforzada por otro hecho simbólico: la lluvia espera que el narrador termine la evocación del “sucedido” para caer sobre el lugar.

LA AVENTURA DEL LENGUAJE

Una de las canteras de la singularidad de Mancuello se encuentra en el lenguaje elegido por Villagra. El propio autor explica que el traslado de un idioma a otro tuvo la finalidad expresa de conservar la sintaxis y las estructuras propias del guaraní. De esa manera, Villagra pudo llevar al texto las formas propias de este idioma e infundirle ese acento entre barroco y arcaico que le otorga su especial encanto. La segunda versión, escrita en 1991, admite un mayor deslizamiento hacia la tentación de la poesía, como si el autor necesitara confirmar su oficio original, y desprenderse de las exigencias formales del "compuesto".

¿Guaraní traducido al español o simplemente español paraguayo, poblado de arcaísmos e infiltraciones semánticas y sintácticas típicas del guaraní? Diría que ambas cosas pueden ser rastreadas a lo largo de la lectura, que admite, desde luego, varios niveles de análisis. Diría que en la versión final del texto básico se encuentra, pródigamente, el peculiar español paraguayo, en el que conviven estructuras originarias del guaraní con arcaísmos y construcciones propias del castellano medieval, tal como era hablado por los marinos y soldados que llegaron con la armada de Pedro de Mendoza, como bien lo ha estudiado el lingüista Germán de Granda.

Del lenguaje elegido, de la presencia viva de la lengua indígena a través del discurso narrativo en español, se ocupa extensamente Rubén Bareiro Saguier en el prólogo a la ya mencionada edición de Estudios Paraguayos. Recordando a Horacio Quiroga, Bareiro Saguier señala el recurso, también utilizado por Villagra, de dar por conocidos los términos autóctonos, salpicándolos a lo largo de la obra con "gran desenfado", sin traducciones ni explicaciones de ninguna clase. El significado de las palabras se infiere limpiamente del contexto, sin necesidad de notas de pie de página ni de otros recursos propios de la bibliografía erudita. A pesar de ello, y teniendo en cuenta que no todos los lectores de la novela conocen necesariamente el guaraní, hemos incluido también en esta edición las Notas y el Glosario elaborados por el especialista español José Vicente Peiró.

¿NOVELA CORTA O CUENTO LARGO?

¿Novela corta o cuento largo? Para José Vicente Peiró, MANCUELLO Y LA PERDIZ se hermana con el cuento tradicional, con su clásica confrontación de arquetipos: el arcángel y el malvado, conflicto que termina con un castigo ejemplar para este último. No podía de ser de otra manera, ya que su fuente es, precisamente, el más tradicional de los géneros: el romance español que, en su versión paraguaya, se conoce como "compuesto" y que en el Nordeste Brasileño, donde hasta hoy mantiene una sorprendente lozanía, es conocido como "literatura de cordel".

Novela corta, dice Marcos. Cuento, postula Ramiro Domínguez en el Epílogo a la edición de Estudios Paraguayos. En todo caso, cuento que proviene de la venerable tradición oral, conservada en los fogones de los caravaneros, en el relato del shaman que reconstruye la memoria colectiva ante los asombrados niños de la aldea. Por tanto, cuento tradicional, no menos digno que el cuento moderno, cuya estructura se halla nítidamente codificada, en lo cual me remito a lo que escribió al respecto Edgar Allan Poe. En todo caso, Miguel de Cervantes llama indistintamente "cuento" o "novela" a sus Novelas Ejemplares, cada una de las cuales, dicho sea de paso, posee una extensión similar a MANCUELLO Y LA PERDIZ. Por lo demás, creemos que la "Guía de trabajo para estudiantes", preparada por la profesora Estela Appleyard de Acuña, constituirá un excelente soporte para el estudio académico de la novela y una provechosa referencia para docentes.

En conclusión, MANCUELLO Y LA PERDIZ reconstruye el entero imaginario colectivo paraguayo, con sus mitos, sus tabúes y sus esperanzas, con un trasfondo de omnipresente irracionalidad. En ese empeño, nos propone un reencuentro con la tradición oral, territorio poblado de los signos que revelan, de manera inequívoca, la huella inconfundible del mestizaje cultural. Uno de sus escenarios más sugerentes es aquél donde se producen los contactos y conflictos de dos lenguas. Es el campo donde el autor realiza una sorprendente cosecha, y donde obtiene las claves que le permitirán construir su discurso narrativo. Al aprovechar inteligentemente todos los recursos de la oralidad, logra constituir un hito relevante en el doloroso camino de la literatura paraguaya hacia su definitiva madurez.
 
Asunción, marzo de 2005


MANCUELLO Y LA PERDÍZ

UNO

El cielo se descompuso desde la siesta, pero ya menguaba la tarde y aún no quería llover.

Tranquilo y minucioso, el hombre en el patio sujetó firmemente, con tres prensillas (1), la argolla de metal blanco al poste de urunde’ymí lampino (2) que estaba enclavado en ese lugar quién sabe desde cuándo. Después se sentó en la banqueta que habría conseguido en el galpón (3), y se puso a costurear (4) sus riendas.

De pie en el último escalón de la corta escalera que subía del patio, y recostado en uno de los gruesos pilares del corredor, el niño callado miraba desde lo alto. Frente a él, a menos de un kilómetro, la extensa ceja oscura de la selva (5) definía el Norte.

Concentrado, el peón cosía los tientos superpuestos con una enorme aguja corva que casi era una alesna. La costura avanzaba, faenosa pero eficaz. En primer término forzaba un agujero desde el revés de una de las tiras, rotando el puño; seguidamente traía hacia sí la aguja y reproducía la operación, esta vez del derecho y un poco más abajo; añudaba (7) luego con destreza los ojalillos de liña (8), y concluía uniendo en definitiva los cueros con un seco tirón.

Mientras el niño observaba el trabajo, el agobio del calor prensaba la sangre. No había un soplo de viento; no se escuchaba un solo batir de alas, ni la caída de una mínima hoja, ni el ruido de pasos en el incierto interior de la casa; del monte lejano y la suelta llanura no llegaba el más tenue sonido animal o cristiano. Sustentado en el tremendo silencio, el amenazo (9) dispensaba al crepúsculo un aire recogido y sin embargo ansioso, como si el universo temiera y deseara a un propio tiempo la tormenta.

Ahora una cargazón de nubes andrajosas, empujándose las unas a las otras, colmaba rápido el Oeste. Sofocado, el muchacho husmeó levantando la quijada, como un torito sediento.

-Va a llover -su voz apenas desgajó el silencio-. Va a llover - reiteró, pero la afirmación ya era también una pregunta.

-Hace demasiado que dura esta seca (10), y a según (11) dicen los indios, cuanto más se alarga más cerca está la lluvia -murmuró el hombre sin apañar los ojos de su labor-. Ha de llover, cómo no -agregó fuerte, mientras señalaba un trozo de horizonte sajado de incesantes relámpagos:

-Poniente nunca miente.

-¿Nunca? -Parecía que iba a oscurecer. El niño miro a su turno el repetido, lívido esplendor, y sólo en ese instante se extrañó de que no se oyeran los truenos.

-Así se dice-manifestó vagamente el arriero, y como si le hubiera acertado el pensamiento añadió-: Los rayos están cayendo del otro lado. Puede que ya llueva allá, pero es mucha la distancia como para que se sienta tronar; vamos a escuchar el sunú solamente cuando este nubarrón pase sobre nuestras cabezas. Y por cierto, aquéllos son resplandores-machos; si fueran resplandores-hembras, no hubiésemos divisado las chispas que encienden los cielos; por eso, segurísimo lloverá. -Al igual que todos los hombres que el niño había conocido, éste era parco de ademanes, pero las veces que accionaba sus manos tapaban la vista del patio: tan grandes eran.

Al callar el hombre principiaron los silbidos. Hincando el angustiado aire inmóvil, partió el primer silbo desde algún sitio imprecisable en la larga orilla verdinegra del monte; después de una pausa, tornó a transgredir la tarde otro silbido, enseguida otro, y otro más.

En realidad, se trataba de un son de cinco tonos: el segundo y el final agudos, el inicial y el cuarto bajos y el tercero apagado, en sordina.

-¿Qué es eso, che patrón? -el chico advirtió la inflexión divertida y astuta, como si el hombre se propusiera, en una especie de examen improvisado, informal, requerirle cuánto sabía acerca del motivo de las cosas.

Con seriedad, el niño admitió el tácito juego.

-Una perdiz -respondió-, seguramente.

-Eso era. ¿Y qué clase de perdiz? -en la luz que ya mezquinaba, el niño creyó notar que el otro había sonreído sin despegar los labios.

-La perdiz -el niño titubeó- kogoé.

-¡Eso es, muy bien! -aprobó el peón-. La ynambú kogoé. Ahora siguió-. ¿Qué quiere decir el silbido de esa ave? -y, con suavidad, silbó exactamente lo mismo que la perdiz. Tal un eco al momento, el silbo se escuchó de nuevo, tan penetrante que parecía salir de algún rincón del patio.

El muchachito, asombrado, escudriñó ante sí mientras el hombre explicaba:-Nos parece nomás (12) cerca, pero siempre es allá en la costa del monte, ¿Y después? -insistió.

El niño pensó antes de replicar. Tenía siete para ocho años y ya los grandes árboles de las isleñas y cada matita azul en la llanura, la media-noche y la madrugada de las bestias y los pájaros, el agua detenida de los bañados y el ímpetu de la correntada, las mágicas siestas, el palmar altanero y el motor inmemorial de los vientos le habían enseñado libremente sus rezumos secretos y la salvaje vastedad de sus sorpresas. Era pequeño aún y lo sabía, pero asimismo estaba seguro de su baqueanía (13) de conocer tanto el campo limpio como el monte endiablado.

Recordó además que, en alguna ocasión, su madre le iluminó el sentido de un silbo similar. También Don Espíndola (14), un viejo domador que trabajó en el establecimiento durante la marcación (15) anterior y era un karaí de lo más sabio, le había informado sobre la significación de un silbido semejante.

Pero no dijo nada de todo esto. Con convicción, se redujo a contestar:

-«A-quiés-ta-mos-dos.»

-No, no; ahí erraste, patroncito -repuso el hombre. Era patente su decepción-. «Mo-kôi-ko-roi-mé», «mo-kôi-ko-roi-mé» -repitió en falsete el silabeo del niño-. Eso no dice la perdiz kogoé -corrigió, moviendo la cabeza-. Así dice la perdiz tataupá-. El hombre no habló más.


Continuaba con su ocupación. Reajustó uno de los corredores de lonja en torno al arranque de las riendas, junto al aro metálico; dio todavía unas cuantas puntadas concienzudas y al fin afirmó reposadamente:

-No vale que se equivoque, che patrón’í. «A-quiés-ta-mos-dos» es el dicho de la ynambú tataupá, que es de laya muy otra de la ynambú kogoé; para empezar, la tataupá anda por el monte cerrado y recorre hacia esos barreros más escondidos, mientras tanto que la kogoé nunca entra donde están las matas-de-árboles-cimientos. Pero tampoco se deja ver en el campo abierto; vive siempre en el labio de la selva, entre el karaguataty jeré tupido: allí escarba y come y se acuesta y silba y moja el pico (sin beber jamás) en la lluvia reunida en el cuenco de la roseta del así llamado caraguatá-de-agua, y también caraguatá-alesna por la tamaña espina que le sale en la punta de cada una de sus hojas, igual luego a esta aguja que estoy usando. Por su lado, la tataupá (que por algo se le califica de perdiz lecho-del-fuego) es más linda que la perdiz kogoé. Y más chica también-acabó.

Volvió a sonar el silbato silvestre, muy al norte. Pareció entonces que las cinco notas fuesen la convocatoria de un encantamiento: una muchedumbre de susurros y fragores irrumpió en el atardecer, pero no con una algarabía insensata sino al contrario, componiendo un acorde que en cierto modo era un contrapunto, cuya clave cabía interpretar. Al inicio fue, desvalido, un ternerito en el corral, y de inmediato el grave mugir de la madre desde el piquete cercano; después, un grito subido de mujer llamando a alguien en las casas de la peonada, y en seguida el llanto inútil de una criatura, hacia la cocina; luego, del lado de una de las isletas al sur, el plañido de un zorro de-manos-chatas, al que retrucó el airado guahú de uno de los perros (probablemente Etcétera), ahora descendía de una de las ovenias, al costado de la casa, la canción lamentable de un casal (16) de piriritas, y al segundo el agrio, agudo plagueo de una bandada de cotorras centroamarillas rezagada que, asistida por el viento de arriba, enderezaba de prisa a su dormidero, en tanto que las primeras rachas comprimían levemente las copas del naranjal que limitaba el casco de la estancia al oeste y alabeaban (17) el maciegal hasta sus confines, mientras diminutas tolvaneras (18), multiplicándose en las arenas del patio, se erguían y consumían en el acto.

Ya se disponía a refrescar. Ahí el niño supo descubrir que los animales y los humanos, las plantas y la tierra, aceptaban naturalmente la tormenta y suspiró, porque su pecho iba recibiendo una mixtura de alivio y comprensión.

-Sí señor, así es -prosiguió el hombre, con la misma lentitud-Resultase que la perdiz tataupá es el alimento preferido del jaguar, tal como a ustedes los chicos les gusta lo dulce, o a nosotros arrieros el aperitar (19). Dicen que si el tigre, mientras está pescando en el monte para saltar por alguna su carnada, olfatea por casualidad a la tataupá o escucha que se va acercando, deja pasar por su lado sin hacerle caso al jabalí mandíbula-blanca, al tapir, al venadito-de-cuello-negro, al tamanduá pequeño, al pecarí con-dientes-que-laten, a ese gran chancho (20) del monte nombrado taguá y hasta al venado colorado, porque se encapricha y sólo la tataupá quiere para su almuerzo. Otras veces, estando ya por morir de hambre, el jaguareté desprecia un toruno gordo o una de esas tropadas (21) de vaquillonas (22) tontas que se rejuntan de balde por el campo, la que no le sería ni un poco difícil de agarrar (ya que se le puede arrimar haciendo escándalo o inclusive a favor del viento), para pasarse los tiempos siguiendo el carril de la ynambú tataupá: es que le gusta demasiado la carne de ese bicho. Y qué le vamos a hacer -reflexionó-. Dios hizo al tigre de esa condición, y así tiene que morir.

-Por eso, patrón’í -finalizó-, apenas la perdiz tataupá siente al jaguareté se desespera y silba como último recurso «mo-kôi-ko-roi-mé»; entonces el otro cree que están entre dos y huye. Porque el jaguar, che compañero, en contadas ocasiones ataca de frente; únicamente cuando está cebado de indios, o cuando va herido, o cuando tiene cría chica, o cuando le persiguen perros tigreros y se esconde en un javorái, para poder atropellarles de golpe desde el mismo matorral, y también cuando sopla Norte, y por tanto está de malhumor y le duelen los huesos.

Pero fuera de estas oportunidades, siempre por detrás, con deslealdad (23). De allí es que tiene el temor que a él le sorprendan igualmente por la espalda; entonces, suponiendo que son dos sus enemigos, calcula que mientras le llega todo al primero, el segundo se le va a encaramar por su lomo. Y como es de corazón-algodonoso, más que mete la cola en las entrepiernas y dispara, se va.

En aquel momento comenzó a tronar sorda y despaciosamente, lo mismo que si el sonido borbotease de una hondura de la tierra. A lo lejos, regresó el silbido.

Pero el cóncavo retumbo no cejaba más, como si tronara desde siempre. Simultáneamente, los silbos se sucedían con igual persistencia por encima del tormentoso rumor, unos remotos, otros cercanos. Y por la primera vez, el niño discernió en esos silbidos un sigiloso y, no obstante, nítido horror, como si la avecilla fuese la única criatura en el mundo que rehusara la inminencia de la tempestad.

-Y sí pues: tiene miedo demás del amenazo -confirmó el otro alegremente, y el niño ya no se admiró de que le adivinasen de nuevo lo que pensaba. Pero en ese instante el arriero terminaba algo que había estado diciendo:

-...así que no va a llover hasta dentro de media hora, y tampoco puedo costurear bien con la luz escasa de manera que, si gusta, le voy a contar qué quiere decir la perdiz kogoé con sus silbidos y de dónde brota su pavor. Y si le llama su mamita o su taita (24), dejamos nomás para otro día, patrón.

-Listo -dijo simplemente el chico, y se sentó en el último peldaño.

Caía el veloz anochecer, perseveraba el ininterrumpido retronar y, como siempre ocurre, la lluvia próxima era precedida por su compacto perfume elemental. El hombre se acomodó con dificultad en el asiento estrecho, en dirección a su oyente, y con acento que ganaba el sununú empezó la relación. A pesar de la sombra crecida, el niño distinguía aún el moreno rostro cenceño y el brillo agradable de la sonrisa.
 
(1) Prensillas: presillas. Vulgarismo del español paraguayo.
(2) Lampino: lampiño. Español paraguayo.
(3) Galpón: cobertizo grande con paredes o sin ellas para preservarse de la intemperie o para guardar herramientas, aperos y utensilios diversos.
(4) Costurear. coser. Esta forma es frecuente en Paraguay, Argentina, Centroamérica, Chile y México.
(5) Ceja oscura de la selva: locución del español paraguayo con que se designa al borde del bosque visto desde la distancia. Se usa también en Bolivia y Argentina.
(6) Alesna: forma arcaica de lezna, instrumento que se compone de un hierrecillo con punta muy fina y un mango de madera, que usan los zapateros y otros artesanos para agujerear, coser y pespuntar.
(7) Añudar: uso vulgar arcaico de anudar.
(8) Liña: cordel. Uno de los significados de la palabra latina linea era hilo de lino, del que procede el significado original del término, hebra de lino. Es un arcaísmo que pervive en el español paraguayo.
(9) Amenazo: arcaísmo (amenaza en género masculino) que en el español paraguayo sigue usándose para designar los momentos previos al estallido de una tormenta.
(10) Seca: sequía.
(11) A según: en el español paraguayo coloquial es frecuente encontrar dos preposiciones en un sintagma. Generalmente, la primera es suprimible mientras que la segunda es la de valor gramatical. En la obra aparecen bastantes formas de este tipo.
(12) Nomás: sólo o además en la mayor parte de los países hispanoamericanos.
(13) Baqueanía: neologismo popular derivado de baqueano, guía, conductor en los caminos a campo a través y por la espesura de los montes. Baqueanía es, por tanto, condición de baqueano.
(14) Espíndola: forma arcaica del apellido Espinóla. En catalán se conserva la combinación consonántica nd en palabras como píndola, que significa píldora.
(15) Marcación: americanismo. Operación de marcar el ganado en las haciendas con la marca de hierro al rojo vivo.
(16) Casal: en los países del Cono Sur, pareja de macho y hembra.
(17) Alabeaban: curvaban.
(18) Tolvaneras: remolinos de polvo.
(19) Aperitar. en castellano paraguayo tomar el aperitivo, y por extensión, ingerir bebidas alcohólicas a cualquier hora.
(20) Chancho: cerdo, en América Launa.
(21) Tropadas: grupo de numerosos animales vacunos en español paraguayo. Esta voz tiene connotación despectiva como la acepción figurada de “rebaño”
(22) Vaquillonas: vaquillas de más de dos años, aptas ya para servicio.
(23) Deslealdad: forma arcaica de deslealtad, que subsiste en el español paraguayo.
(24) Taitá: papá, padre. Hispanismo que se usa comúnmente en guaraní. Tiene un tratamiento de respeto al padre en toda Sudamérica.




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