PortalGuarani.com
Inicio El Portal El Paraguay Contáctos Seguinos: Facebook - PortalGuarani Twitter - PortalGuarani Twitter - PortalGuarani
CARLOS ZUBIZARRETA (+)

  HISTORIA DE MI CIUDAD, 1964 - Por CARLOS ZUBIZARRETA


HISTORIA DE MI CIUDAD, 1964 - Por CARLOS ZUBIZARRETA

HISTORIA DE MI CIUDAD

Por CARLOS ZUBIZARRETA

 

EPOPEYA DE LA ASUNCIÓN COLONIAL

Cubierta, viñetas y colofones de ROGER AYALA

Editorial EMASA,

Asunción-Paraguay 1964

 

**/**

 

INTRODUCCIÓN

 

La historia del Paraguay colonial comienza con la expedición de Don Pedro de Mendoza. Aunque la gesta mendocina tuvo tres antecedentes cronológicos, ella sienta el inicio racional de la conquista y colonización de la hoya platense. Es cierto que esos tres antecedentes incidieron como estímulos para provocarla, pero ellos carecen de toda relevancia trascendente si entendemos como tal la apropiación de la tierra conquistada.

La expedición del primer descubridor del Paraguay, del portugués Alejo García en 1524 -cuya autenticidad como hecho histórico está hoy plenamente esclarecida- fue sólo osadísima incursión de rapiña. El náufrago de la aventura de Solís partió de la isla de Yuruminín -más tarde llamada Santa Catalina- con cuatro de sus consortes. Atravesando el Paraguay por la ruta que después seguiría Alvar Nuñez Cabeza de Vaca, levantó dos mil indios guaraníes asociándolos a su empresa y, con su ayuda, asoló tras marcha portentosa los pueblos de Presto y Tarabuco en la región de los charcas del Porco y Potosí. Es conocida su infausta suerte final, devorado por sus propios aliados antropófagos a orillas del río Paraguay. Las riquezas que trajera se perdieron y su rápida y audaz incursión sirvió únicamente para provocar el segundo antecedente de la gesta mendocina. Me refiero a la expedición de Sebastián Gaboto.

Los relatos que de aquella aventura recogió Gaboto en su recalada de Yuruminín por boca de otros dos náufragos, Melchor Romero y Enrique Montes, encandilaron al prudente navegante. Torciendo entonces su señalada derrota a las Molucas, Gaboto penetró por el río de Salís buscando la riqueza fabulosa del rey blanco, dueño de la Sierra de la Plata. Fracasado en su empeño, regresó a España llevando una mísera onza de plata en vez de las naos repletas que le prometieron sus informantes tentadores. Pero llevaba también la tentación. Y fue el son alucinante de aquella quimera lo que motivó la empresa de Mendoza, con más eficacia decisiva que la preocupación española por la expansión portuguesa de Martín Alfonso de Sousa.

El tercer antecedente -el de Diego García- coincide con el de Gaboto. A este antiguo compañero de Solís y Magallanes estábale asignada la exploración del Plata que Gaboto le escamoteó. Su llegada inoportuna no incidió en el fracaso del futuro piloto mayor; pero bien pudo ocurrir en el juego caprichoso de las posibilidades que, sin la interferencia del intruso, Diego García tuviera mejor suerte en el intento de hallar el camino de la sierra perulera, actuando solo y con exclusiva iniciativa.

Ambos eran navegantes y no conquistadores. No les impulsaba un afán de permanencia. Corrían simplemente tras el espejismo evanescente de un mito. No se puede señalarlos, entonces, como auténticos iniciadores de la conquista del Plata y es Mendoza quien debe ostentar ese título.

Y con la historia de la gesta mendocina comienza ya la historia de Asunción. Aunque Asunción naciera año y medio más tarde del día en que aquellos conquistadores asentaron el pie en las desoladas, inhóspitas riberas del Riachuelo de los Navíos.

Por coincidencia, también la fundación del fuerte de Asunción tiene tres antecedentes similares en el tiempo. Santa María del Buen Aire, Corpus Christi y Buena Esperanza. Son, asimismo, tres antecedentes frustrados. Asunción es la primera ciudad lograda en toda la cuenca platense. Parto feliz tras gravidez estremecida y dolorosa. Fundación que brinda, desde sus días iniciales, seguridad elemental de vida, alimento abundante y cómodo reparo después de meses aciagos de hambruna, impotencia y desconcierto.

 

Por largos años considerase a Juan de Ayolas su fundador porque el valido del adelantado Mendoza había tocado, con Irala, en el sitio donde se operaría la posterior fundación de Juan de Salazar y Espinoza. Pero el conocimiento de ciertos documentos, como la información de servicios de Gonzalo de Mendoza, ha esclarecido el punto.

Como modesto homenaje filial a la más vieja de las ciudades rioplatenses y con más devoción que autoridad histórica, quiero ahora escribir esta crónica biográfica matizando el relato escueto de los hechos con la evocación, para dar una idea aproximada de su lenta evolución en el tiempo. Los historiadores eruditos juzgarán, quizá, que el relato no aporta ningún dato histórico nuevo. Bien lo sé. Pero no podrán, en cambio, tacharme suposiciones antojadizas que desvirtúen la historia conocida. Además, aunque ya se conozca el cuento, quiero contarlo otra vez, a mi manera.

El volumen que ahora ve la luz comprende la etopeya de la ciudad durante la era colonial, desde su fundación hasta los sucesos que culminaron con la emancipación del antiguo dominio español para convertirlo en república independiente. Existe el propósito -que no sé si veré realizado- de publicar un segundo volumen con la etopeya de la Asunción republicana hasta los días heroicos de la guerra del Chaco.

 

**/**

 

ÍNDICE

 

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO I: El Principio

CAPÍTULO II: La Ciudad de Irala

CAPÍTULO III: La Ciudad de las Fundaciones

CAPÍTULO IV: La Ciudad de Hernandarias

CAPÍTULO V: La Ciudad Decadente del Siglo XVII

CAPÍTULO VI: La Ciudad de las Revoluciones Comuneras

CAPÍTULO VII: El Final de las Revoluciones Comuneras

CAPÍTULO VIII: La Ciudad de Asunción en el Virreinato del Río de la Plata

CAPÍTULO IX: La Independencia

CAPÍTULO X: Perfil y Dimensión de la Asunción Colonial.

 

 

 

CAPITULO II

 

LA CIUDAD DE IRALA

 

         EL PRIMER gobierno de Irala no duró tres años cumplidos. Aun así, es de primordial importancia para la historia de Asunción. Estructuró la ciudad sobre el asiento primigenio del fuerte fundado por Salazar y reunió aquí los restos de la armada mendocina, aquella lucida expedición para la cual "habían dado sus hijos las más altivas casas de Castilla". Por rara incongruencia tratándose de conquista tan ingrata, donde fracasara el hallazgo de metales preciosos, el segundo aporte colonizador estuvo compuesto por gente tan esclarecida como la venida con Mendoza. La trajo ese iluso infortunado que se llamó Alvar Núñez Cabeza de Vaca.

         Vuelto de su estupenda aventura en la Florida, Alvar Núñez había capitulado con el emperador Carlos V la continuación de la conquista del Paraguay y Río de la Plata. Su nombramiento de segundo adelantado estaba supeditado a la muerte de Ayolas porque la primera capitulación con don Pedro de Mendoza fue concertada por dos vidas y era Juan de Ayolas su heredero. Si estaba vivo, Cabeza de Vaca tendría que ser recibido como su teniente general. Por eso traía también un segundo nombramiento para el gobierno de la isla Santa Catalina, donde podría establecerse por cuenta propia pero bajo dependencia de la autoridad de Ayolas.

         Con Cabeza de Vaca volvía el contador Felipe de Cáceres, enviado a España con la Marañona en procura de socorros. Es posible, pues, que por ese turbulento personaje estuviera ya bien informado de todos los aciagos sucesos de la primera expedición.

         Entre la gente que lo acompañaba primaba la andaluza y extremeña. Contaban allí muchos parientes y allegados. Traía, en efecto, el ilustre personaje toda una camarilla de mozalbetes fachendosos y prepotentes, de casa noble y arriscado genio. Eran los hilos que la vida entrama para tejer destinos. Habrían de mezclarse a los afanes cotidianos de la pequeña ciudad de palmas y adobe, perdida en la selva, para trazar el surco de los acontecimientos (1).

         Cabeza de Vaca recaló en Santa Catalina. De allí pasó al continente por el territorio conocido corno el Mbiazá y, tras marcha portentosa penetrando selvas, subiendo serranías y cruzando el Paraná junto a la desembocadura del río Iguazú, entró en la región oriental del Paraguay de hoy para llegar a la Asunción, sano y salvo, el 11 de marzo del año 1542. Desde la costa atlántica hasta el poblado, había marchado por comarca guaranítica densamente poblada, exuberante de bastimentos y propicia al conquistador español. Pero el relato de la hazaña no interesa a nuestra historia. Basta sólo consignar que, a pesar de la abultada cifra que para su armada pretenden los cronistas Pero Hernández; Ruy Díaz de Guzmán y el propio don Alvar, el número total de ella no pasaba de cuatrocientos veinte expedicionarios, más necesitados ellos mismos de socorro que aquellos a quienes venían a socorrer. Por tierra llegaron doscientos cincuenta; una minoría de enfermos y de imposibilitados para la marcha viajó en balsas por el Paraná y el Paraguay, al mando de Nufrio de Chaves y confiados a la pericia del cacique Francisco Tuyá. El resto de la expedición siguió viaje embarcado para penetrar por el delta dilatado del Plata y recalar en Santa María del Buen Aire. Ignoraban que había sido recién despoblada.

         La marcha terrestre adquirió significado trascendente para la colonización. Permitió a Cabeza de Vaca salvar toda la caballada que traía, calculada en veintisiete animales. Empresa muy difícil de lograr prolongando su transporte marítimo y subiéndola por los ríos en los reducidos bergantines. Esta caballada constituye el más precioso aporte de aquella expedición. Es el primer plantel importado al Paraguay y el único a las regiones del Plata en largos años, destinado a reproducirse generosamente. A tal punto que haría posible la expansión de la conquista y la fundación de otras ciudades en la dilatada órbita que abarcó el centro de irradiación asunceno. Las manadas descendientes de las cinco yeguas y los dos caballos llegados con Mendoza y abandonados en Santa María del Buen Aire, cuando se despobló, desparramáronse por la pampa infinita y se reprodujeron en cantidades incalculables. Pero durante casi todo el período colonial sirvieron únicamente para alimento y medro del indio aruaco.

         Los días transcurridos en Asunción durante el gobierno de Alvar Núñez están colmados de incidentes turbulentos. La trascendencia de aquellos sucesos ha llenado muchos documentos de la Historia. Felizmente, llegaron hasta nosotros y, gracias a ellos, podemos reconstruir la crónica de los acontecimientos en sus menores detalles.

         Desde la llegada del adelantado, creóse en Asunción un áspero antagonismo entre los recién venidos y los "antiguos de la tienta", antagonismo que fue creciendo fomentado por los oficiales reales hasta culminar en el derrocamiento de Cabeza de Vaca. Fueron causa principal de su impopularidad la altanera prepotencia autoritaria de que hada gala y su imponderada arbitrariedad. Desde el primer instante, desconoció las facultades tradicionales del cabildo -se había batido en las huestes del duque de Medina Sidonia contra las comunidades de Castilla-; destituyó a los regidores para sustituirlos con allegados de su entera confianza; despojó de su cargo al escribano de gobierno Martín de Orué para reemplazarlo con su secretario, Pero Hernández; dispuso a su antojo de los bienes comunales, privó de sus pesquerías a los "antiguos de la tierra" para otorgarlas a parientes y amigos desconociendo sistemáticamente justas reclamaciones.

         Mientras llegaba el momento propicio de lanzarse al descubrimiento de la Sierra de la Plata, fue primordial cuidado de Alvar Núñez, edificarse casa digna de su rango. Echó mano para ello -sin pagarlas- a tres mil palmas recogidas por Irala para ensanchar la palizada de la población. Parece que la amplia casa, con pretensiones de palacio y fortaleza, fue almenada y provista de torreones, aunque su fábrica era de adobes y palmas. Daba de calle a calle y estaba enclavada en parte de la plaza mayor. Desgraciadamente, no puede precisarse ahora el sitio exacto del emplazamiento, pero es de presumir estuviera muy cerca del río, en el espacio comprendido entre la actual catedral y el Cabildo, pero más al sur, sobre suelo que ya se ha desmoronado. Desde la linde urbana de hoy, definida por los murallones de contención, hasta la bahía existía entonces una extensión poblada que la erosión provocada por las lluvias torrenciales, propias del clima, fue desmoronando inexorablemente. La erosión ha sido y es el azote que ha gravitado contra el crecimiento urbano. El gobernador Joaquín de Alos, en informe escrito en 1788 (2) decía: "La situación de esta Ciudad es sumamente trabajosa por razón de que su piso es muy arenisco. Está llena de zanjas y zanjones que vienen desde los suburbios y tienen arruinados muchos edificios". Todo el centro urbano de la primitiva población ha desaparecido debido a esa calamidad, y hoy no podemos conocer tan siquiera los solares donde se alzaron las reliquias del pasado.

         Otra casa importante de entonces era la de Irala. Tampoco puede precisarse su exacta ubicación. Sólo sabemos que también daba sobre la plaza mayor. Refiriéndose a ella, dijo más tarde Aguirre: "Consta había casas, una la de Irala; que tenían cubierta de telas; pero en ella había, como en lo general del pueblo, tejados de canales de palmas y pajizos". Hay que recordar que Irala se mudó a la de Cabeza de Vaca después de su derrocamiento. Posiblemente se refiere a esta última.

         La gente principal de la conquista tenía, como privilegio, asignadas zonas ribereñas exclusivas para tender espineles de pesca. La pesca abundante brindada por el río era, antes de la introducción de la ganadería, la base coquinaria colonial. Las innovaciones que a ese régimen concesionario impuso la caprichosa arbitrariedad de Alvar Núñez, privando a los antiguos conquistadores mendocinos de sus zonas de privilegio para otorgarlas a su camarilla de parientes y allegados, fue otra causa importante de su impopularidad.

         Aparte de casas edificadas en poblado, los conquistadores tenían también sus rozas. Chácaras entierra feracísima de desmonte, aledañas de Asunción, donde ayudados por sus "cuñados" indígenas, cultivaban productos agrícolas vernáculos y otros importados de España. Entre los primeros contaban la mandioca, la batata, el maíz, los porotos, el maní, el zapallo andaí y el curapepé, el algodón y, poco más tarde, la caña de azúcar traída de las costas brasileñas. Entre los segundos, el trigo, la cebada, la calabaza, el arroz, las vides, las coles y otras hortícolas. (3) Asombra pensar que no intentaran el cultivo del olivo, que crece en todas las tierras templadas y es fundamento de la coquinaria española. Los frutos citrícolas fueron introducidos por esa misma época, con excepción del limón ceutí -sutí o sutil lo llaman hoy los paraguayos- que es oriundo de las regiones del alto Paraguay. Cabeza de Vaca consigna en sus COMENTARIOS que cuando subían el río Paraguay en busca de la Sierra de la Plata encontraron limones "no más grandes que huevos de paloma, que en sabor y olor en nada difieren del limón ceutí de España" (4). Según Francisco Ortiz de Vergara, en su tiempo ya existían "granadas, higos, naranjas, limas, cidras y todo género de frutas de agua y verduras". Y el escribano Martín de Orué incluía, en 1573, los melones jugosos y exquisitos entre las frutas más cultivadas de Asunción (5).

         Toda la gente principal tenía rozas. La de Irala, cercana al puerto de Tapuamirín, parece haber sido la más importante. El capitán vascongado tenía enorme capacidad de trabajo y genio emprendedor. Al principio, cuidábala su suegro Moquiracé con los indios de su taba. Los términos del testamento de este capitán nos indican que años después estuvo al cuidado de un tal Pedro Genovés, presumible náufrago de Pancaldo.

         "Al pie de los bosques de Tapua -apunta Fulgencio Moreno- circundados por fértiles valles que rematan en la ancha llanura de Ñuguazú, extendieron con preferencia sus alquerías los principales miembros de la colonia. Y siguiendo esa misma dirección en la vida inicial de la ciudad, pueden aún encontrarse, bajo la tupida maraña de la maleza histórica, las más antiguas huellas que de su paso han dejado por esa región los veteranos de la conquista".

         Otra roza importante y extensa era la de Juan de Salazar. Por diversas referencias documentales sabemos que se extendía al oeste del cerro Lambaré. Martín Suárez de Toledo, padre del gran Hernandarias, tenía la suya en Tabapy, parte de cuyas tierras donó más tarde a los dominicos. "El 12 de junio de 1571 -apunta Aguirre- dio el gobernador a su teniente Suárez de Toledo las referidas tierras. Llamáronlas los indios tierra de Boraitín, que era el nombre del cacique que vivía en ellas, el cual todavía era vivo, llamado Francisco, y estaba encomendado con sus indios al mismo Toledo. Tomó posesión de las tierras con las mismas taperas de la casa y pueblo de Boraitín. A estas tierras agregaron los dominicos dos compras contiguas. Una el 17 de noviembre de 1653, y lo fue la estancia de Tabapy, donde está hoy el pueblo de las vacas hembras. La otra en 5 de marzo de 1655, por doscientos pesos de la tierra y cincuenta misas... Las tres partes referidas... se adquirieron casi de balde. Componen la estancia Tabapy". Todas esas tierras pasaron muy luego al dominio de los jesuitas. La Compañía estableció allí una de sus numerosas estancias y por eso se llamó, como apunta Aguirre, "pueblo de las vacas hembras".

         El aumento progresivo de los cultivos prestó incremento a la multiplicación de las chácaras que paulatinamente siguieron extendiéndose hasta el sureste de la ciudad, hasta Tapuyperí. Anota Moreno que, al finalizar el siglo XVI, en los alrededores de Asunción existían ciento cincuenta y ocho chácaras, número que algunos años más tarde se elevó a trescientos noventa y nueve.

         Esas rozas eran solaz y rica despensa en la vida rudimentaria de aquellos pobladores, cuyo cuidado esencial no reposaba en el trabajo sino en el sostenido sueño del descubrimiento de minas que habrían de enriquecerlos.

         Las costumbres imperantes en la época eran bastantes libres. A tal punto que Alvar Núñez, misógino y austero, quiso ponerles coto. Esa fue otra de las causas de su impopularidad. No en balde llamaron "paraíso de Mahoma" al poblado tropical. Cada español tenía varias compañeras indias -hasta veinte dicen que llegó alguno- (6), y cada conato de rebelión costaba a los carios guaraníes nuevas entregas de mujeres para estímulo de esa poligamia. Cabeza de Vaca prohibió, entre otras cosas, que los pobladores tuvieran en sus casas indias parientes en segundo grado. Otra de sus disposiciones nos da atisbos de lo que sería la vida pueblerina y las costumbres de aquella gente. Para evitar el frecuente envenenamiento de los cerdos que pululaban sueltos, hozando entre las viviendas hacinadas de la población, prohibió que se derramara en las zanjas de las callejas el agua del lavado de la mandioca, que es tóxica. También vedó a los pobladores todo comercio de rescate con los indios sobre loros, papagayos y "gatos". Así llamaban los primeros conquistadores a los monos. Presumiblemente, aquella prohibición obedecía a la excesiva abundancia de ellos en el poblado.

         El antagonismo del adelantado con los oficiales reales creaba un sordo clima de pendenciera inseguridad. Esta situación hizo crisis con el apresamiento y destitución temporal de estos funcionarios. El intento de fuga de los frailes franciscanos Armenta y Lebrón, traídos por Alvar Núñez del Mbiazá, originó procesamientos y un conato de tormento al ilustre escribano Martín de Orué. Eran constantes las incidencias provocadas por el levantisco genio español ante las arbitrariedades y prepotencias del adelantado y su camarilla. Esas rencillas entorpecían la evolución progresiva de la ciudad; pero, a la vez, evitaban la enmohecedora monotonía de la vida pueblerina.

         Las repetidas incursiones de los agaces contra sus seculares enemigos guaraníes de la comarca ponían también otra nota alarmante en la seguridad elemental de vida de los vecinos de Asunción. Desembarcando sigilosos de sus veloces piraguas, irrumpían inesperadamente en mitad de la noche para asolar las chácaras y matar a sus pobladores indígenas. Reacción descomedida y repudiada de Alvar Núñez contra una de aquéllas correrías, atribuida al cacique Abacote, fue el apresamiento de su embajada de paz. Los agaces enviados por Abacote fueron prendidos sorpresivamente, con engaño. Algunos de ellos exterminados en su prisión y otros entregados a los guaraníes para que los devorasen. Parece que en aquella oportunidad Irala pudo salvar unos pocos ocultándolos en su casa.

         Así transcurrían aquellos días, premonitorios de destino, mientras los asuncenos preparaban sin muchas impaciencias el intento de correr tras la legendaria Sierra de la Plata. Ignoraban, ¡cuidados!, que el retardo iba a arrebatarles para siempre la esperanza del anhelado Potosí.

         Estando ausente Irala, enviado por Cabeza de Vaca al descubrimiento del puerto de Los Reyes para base de la expedición a la sierra de la fortuna, estalló en Asunción un voraz incendio. Ocurrió el 4 de febrero de 1543. Era un domingo de madrugada y antes de que las campanas de la Merced y San Francisco llamaran a misa de alba soplaba ya un infernal viento norte, anunciador del día tórrido. La indiecilla manceba de un soldado anónimo encendía el fuego en su pobre rancho de adobe, paja y palo. En cuclillas sobre el suelo de tierra, aventaba las chalas de maíz para provocar las llamas que prenderían en la leña. Repentinamente, un fuerte golpe de viento desbaratolas en remolino por la reducida habitación y una hamaca tendida, tibia aún de sueño, comenzó a arder. La manceba se incorporó y, descolgándola, sacudióla contra la pared. El fuego prendió en la baja techumbre pajiza y, con el viento huracanado, pronto se convirtió en hoguera.

         La primitiva edificación del poblado era hacinamiento de viviendas rústicas, sin orden ni concierto, separadas unas de otras por estrechas callejuelas y pequeños corrales de paloapique. El incendio pudo así propagarse en el reseco amanecer de verano con pasmosa rapidez, sin dar a los moradores más tiempo que el necesario para salvar vidas, armas y algunos enseres. Durante cuatro días interminables ardieron todas las casas del barrio popular más densamente poblado. El incendio sólo se detuvo sobre la orilla del arroyo que lo separaba del centro urbano donde se alzaban, sobre la plaza mayor, la casa del adelantado, la de Irala, los conventos de la Merced y de los franciscanos, con algunas otras viviendas de gente principal. Perecieron hasta las aves de corral y muchos cerdos. El siniestro devoró también cuatro mil hanegas de maíz almacenado para la proyectada expedición y la casafuerte con su palizada de palmas, que ardieron como teas. Con ella sucumbió la pequeña iglesia de la Encarnación, allí enclavada, el primer templo asunceno erigido por Salazar. También se quemó la casa del fundador del fuerte. Pero no hubo pérdidas de vidas. Aquellas construcciones eran tan modestas, livianas y abiertas, todas de una planta, que nadie quedó atrapado bajo ellas.

         Se había perdido, en cambio, casi todo lo creado de la nada, con duro esfuerzo. Los enseres domésticos que constituían la más preciada fortuna de los moradores. Allí desapareció, además, la mayor parte de aquellos artículos suntuarios traídos al Río de la Plata por el genovés Pancaldo. La gente contemplaría la devastación con ojos llorosos de humo y de pena consternada. Sin ropa, sin muebles, sin techo, sin provisiones, recorrería lentamente los solares quemados buscando aquí y allá, entre las ruinas, calientes y humeantes restos de enseres chamuscados, rotos espejos venecianos de labrado marco, pedazos calcinados de rico brocado, peroles, dagas damasquinadas, capacetes quemantes, removiendo entre las cenizas recuerdos caros y objetos humildes salvados de las llamas.

         El poblado primitivo era ruina de tristes cenizas, con los árboles carbonizados como reciente rozado en monte virgen. La indiada estoica pisaba la tierra caliente con cuidadosos pies descalzos y el olor acre del carbón vegetal cubría como sudario la Asunción del esfuerzo primigenio. Cuentan las crónicas que más de doscientas casas desaparecieron en el siniestro y apenas se salvaron unas cincuenta, de gente principal, por encontrarse más espaciadas y defendidas por el curso del arroyo.

         Pero el espíritu de esos hombres desmesurados, capaces de ganar mundos, no se arredraba por tan poco. De inmediato, con apresurado afán, entregáronse a la tarea de remediar el mal. Dicen que Alvar Núñez, con piadosa solicitud, empeñóse personalmente en el esfuerzo. Ayudó con su propia hacienda a los más necesitados y se dedicó con entusiasmo a la tarea de edificar otra iglesia que, al igual de la primera, se erigió bajo advocación de la Encarnación del Hijo de Dios.

         La dura experiencia enseñóles que era más seguro construir casas aisladas por patios y evitar en lo posible la fábrica de ranchos de paja y palo. Las nuevas viviendas surgidas después del incendio fueron así de más sólida construcción, con gruesos muros de adobe y techumbre de tejas cocidas o de dura palma. Las callejuelas que separaban los solares eran más anchas aunque no copiaban aún el tablero reticulado que presidió después el sentido urbanístico de las fundaciones coloniales por disposición expresa de las Leyes de Indias. Existía piedra en las cercanías de Asunción; pero la falta de medios apropiados para arrancarla y la premura de las obras impidieron su utilización. El clima benigno y la belleza del paisaje conspiraron también contra el natural anhelo de la edificación sólida, desafiante de los estragos del tiempo. El mismo fenómeno ecológico obsérvase en todas las poblaciones de ambiente tropical, donde la vida es fácil y se puede permanecer muchas horas al aire libre, donde casi basta un carbol sombroso para vivienda. Porque el hombre tiende siempre, por humana naturaleza, a la ley del menor esfuerzo. El terreno arbolado, embellecido por la exhuberante vegetación del sitio, fue otro de los factores determinantes de esta arquitectura simple, liviana y barata que, como puede observarse, subsiste hasta nuestros días.

         La revisión de las diversas civilizaciones nos está demostrando, en efecto, que la arquitectura adquiere mayor prestigio cuidadoso o artístico en las regiones frías, inhóspitas, o en los espacios desolados, donde el hombre siente como lacerante angustia la necesidad del refugio íntimo ante el desamparo de la naturaleza.

         Otras razones conspiraron contra la arquitectura monumental o de categoría. La falta de tradición constructiva del indio guaraní, acostumbrado a preferir la intemperie, por el clima benigno, pasó al ancestro del mestizo. La abundancia de madera determinó, además, la preferencia de ese material sobre la piedra. Y contó también, posiblemente, la desidia que el medio contagió al español criollo.

         Cumplidos los primeros cuidados engendrados por el desastre, el afán colectivo tornó a la ilusión impetuosa de la riqueza próxima. Breves meses después del incendio, a comienzos de setiembre de ese mismo año 1543, ya estaban terminados los aprestos para la proyectada expedición a la Sierra de la Plata.

         Una esplendorosa mañana primaveral partieron de Asunción cuatrocientos españoles en diez bergantines atestados de bastimentos. Los acompañaban mil doscientos aliados guaraníes en ciento veinte piraguas. Ocho días antes que el grueso de la armada, habían partido por tierra, costeando el río, dieciséis jinetes entre los cuales iban el contador Felipe de Cáceres y el factor Dorantes. Alvar Núñez los separaba de sus colegas, el veedor Alonso Cabrera y el tesorero Garcí Benegas, que no participaban de la expedición. El gobierno en Asunción quedó confiado al capitán Salazar.

         La gente que permanecía en el poblado, apiñada en las altas barrancas, despedía a los expedicionarios con gritos de aliento. Los atestados bergantines salían lentamente de la encalmada bahía, unos en pos de otros, con las cubiertas defendidas por esteras y cueros de venado a modo de cenefas y toldos para atemperar el rigor del sol y precaver el ataque sorpresivo de los payaguaes. Entre los bergantines, con ululantes alaridos de júbilo, bogaba y serpenteaba en sus piraguas la indiada empenachada sobre el agua cabrilleante. Bajo el penacho de plumas multicolores, los rostros gesticulaban deformados por la pintura usada en los combates para imponer pavor al enemigo.

         Es conocido el fracaso de aquella expedición tan cuidadosamente preparada. Los que partieron ilusionados por la conquista que soñaban cercana viéronse atajados en su empeño por la estación de las lluvias, por el desconcierto que reinaba en sus filas y por una epidemia de paludismo y disentería que castigó a la armada en el puerto de Los Reyes. Flacos, macilentos, desengañados, entenebrecidos por el fracaso, los conquistadores regresaron a la Asunción seis meses después, un 18 de abril otoñal y luminoso. En vez de oro y plata, traían cansancio, dolencia, rencor y fastidio.

         La ciudad recibióles con tensa algarabía. Su población estaba acrecida por arrebatada concentración de parcialidades guaraníes. Salazar las había reunido para castigar las incursiones, cada vez más frecuentes, que los agaces llevaban a cabo contra Asunción aprovechando la ausencia de los expedicionarios. "Tenía hecho llamamiento en toda la tierra -cuenta Pero Hernandez- y tenía juntos más de veinte mil indios y muchas canoas; y para ir por tierra tenía otra gente, a buscar y matar y destruir a los indios agaces..." La veracidad del relato debe ponerse en duda respecto al número, porque en idéntica exageración incurrían todos los cronistas primitivos. Pero el mal estado físico de los recién llegados, el desaliento general, con los aliados reducidos a la mitad, sombríos, sin cautivos para su despensa, paralizaron el apresto bélico. Las parcialidades guaraníes regresaron a sus tabas unas tras otras y Asunción durmió de nuevo sin tambores, sin mbaracas, sin gritos ululantes y sin el resplandor de los fuegos encendidos en las tolderías acampadas.

         Apenas una semana después del regreso de la hueste fracasada, estalló el motín que derrocó a Cabeza de Vaca ante la impotencia de sus allegados. La crónica no da cuenta de los preparativos incubados en la sombra para el pronunciamiento. En varios documentos, los oficiales reales asumieron la responsabilidad íntegra del movimiento revolucionario pero debe presumirse, por la forma en que se desarrollaron los sucesos, que mucha gente principal sumóse a los dirigentes. Tampoco hay pruebas de que Irala participase en la confabulación, aunque debió estar bien informado de ella. La soldadesca en nada participó y sólo le cupo, más tarde, aceptar los hechos consumados.

         Ya tuve oportunidad de relatar estos sucesos. (7) La documentación conocida permite reconstruirlos en sus menores detalles. Era, la noche del 23 de abril, la fresca noche de un viernes otoñal, festividad de San Marcos. Apenas transcurría una semana desde el regreso de de la hueste enflaquecida tras su fallida expedición. Las calles arenosas de Asunción dormían nuevamente en la calma rutinaria, sin guaraníes acampados. Al filo de la medianoche, las puertas de las caballerizas de la Capitanía General -la morada de don Alvar-, que caían sobre la calle trasera, abriéronse sigilosamente. La mano cómplice de un criado infiel llamado Pedro Oñate las había franqueado a una veintena de hombres embozados en sus capas. Señalábanse entre ellos, además de los cuatros oficiales reales, Don Francisco de Mendoza, el capitán Juan de Ortega, Francisco Palomino, Alonso de Angulo, Hernandarias de Mansilla, Diego de Acosta, el capitán Nufrio de Chaves, Jaime Resquín, Andrés Hernández el romo, Diego de Leys, Francisco Álvarez Gaytán, el joven hijo del correo mayor de Sevilla Martín Suárez de Toledo, Galiano de Neira. Además de antiguos conquistadores, había, pues, alguna gente venida con la armada de Cabeza de Vaca. En el puñado de hombres, figuraban también ciertos regidores que dejaran sus cargos por rozamientos con el adelantado, tales como Alonso de Valenzuela, Pedro Benítez de Lugo y Pedro de Aguilera.

         El grupo atravesó sigiloso el amplio patio arbolado y cruzando los corredores penetró en la antecámara, aún iluminada. El paje que dormitaba en un rincón alzóse sobresaltado tratando de interponerse pero fue apartado a empellones. Al abrir la puerta que daba a la cámara, los conjurados pudieron advertir, a la oscilante llama del velón que alumbrada el aposento, la enluta figura de don Alvar, que aún velaba. Apenas un instante hesitaron los primeros en el umbral. Los de atrás empujaron premiosos y el grupo penetró como torrente bravío. Incorporándose, el adelantado echó mano a la espada que pendía del talabarte, al respaldo del sillón y retrocediendo unos pasos, apoderóse de la rodela y se cubrió con ella.

         - ¡Rendíos o sois muerto!-. Un círculo de espadas y puñales cerróse sobre él.

         - ¿Qué traición es ésta que haceís a vuestro adelantado, caballeros?-. Y Jaime Resquín, enfilando su ballesta a dos palmos de las barbas pluviales del gobernador, vociferó:

         - ¡Rendíos, que os atravieso con esta jara...!

         Ante el gesto iracundo, don Alvar exclamó:

         - Apartaos, que me doy preso-. Y corriendo la vista sobre los hombres amenazantes que lo cercaban, la fijó en el rostro grave y pálido de Don Francisco de Mendoza, que se mantenía algo apartado.

         - A vos, don Francisco, os entrego mi espada; haced de mi lo que queráis...

         El tesorero Garcí Benegas, esgrimiendo el puñal, aseveraba:

         - No somos traidores sino leales servidores de su Magestad. A su real servicio conviene que seáis preso y vayáis al Consejo a rendir cuentas de vuestros delitos y tiranías.

         Desarmado y a medio vestir, sacáronle paras encerrarle en la casa de Garcí Benegas, distante dos cuadras. En la calle tenebrosa resonaban los gritos:

         - ¡Libertad, libertad! ... ¡Viva el rey!...

         Otros grupos de conjurados, que marchaban delante portando antorchas, advertían:

         - ¡Hermanos, entrad en vuestras casas!... Mandan los señores oficiales reales que nadie sea osado de salir, bajo pena de muerte.

         Algunas puertas y ventanas se entreabrían para inquirir la razón del tumulto inusitado y volvían a cerrarse prestamente. En su casa, los hermanos Francisco Ortiz de Vergara y Ruy Díaz Melgarejo se armaron a toda prisa y, cuando pretendieron salir, fueron contenidos por el pregón amenazador de las patrullas. Enviaron por el capitán de la guardia; pero su criado contestó que dormía y que tenía orden expresa de no molestarle. Juan de Salazar encontrábase en la chácara del capitán Agustín de Campos. Después declaró en una información de servicios que quiso acudir al socorro cuando su criado Jerónimo Flamenco los despertó advirtiéndoles que se armaran pues había estallado un tumulto en Asunción. Pero Campos lo contuvo reflexionando que les harían pedazos los amotinados. Alonso Riquelme de Guzmán también se justificaría más tarde diciendo que armado de ballesta intentó salir con Méndez pero "hallamos a la puerta de nuestra calle más de diez hombres con sus armas y un alguacil que dijo que si no me volvía, que me llevarían preso; y viéndome sólo, que más no se podía hacer, me torné a mi casa".

         Los "tumultuarios" -como llamaron luego a aquellos conjurados- penetraron por el corral de la casa del tesorero Garcí Benegas y encerraron al preso en la celda que ya le tenían preparada. Dicen los documentos de la época que mientras le ponían grillos en los pies y en las muñecas el factor Dorantes comentaba:

         - ¡Y pensabais que tenías de andar conmigo en aquellas bellaquerías de procesos!...

         El tesorero Benegas reía sarcásticamente:

         - Ahora veréis, Alvar Núñez, cómo se trata a caballeros cómo nosotros-. Y el adelantado, ducho en adversidades, yacente, con las barbas revueltas y el rostro ya serenado, respondía resignado mientras el herrero remachaba los grillos:

         - Ya veo, ya veo. De esta manera se sirve al rey...

         El pronunciamiento se consumó en poco más de una hora, sin reacción alguna de los parciales desconcertados de Alvar Núñez. Ya estaban remachados los hierros oprobiosos sobre las calzas descorridas de las pantorrillas y sobre las muñecas enflaquecidas por la reciente enfermedad, cuando todavía resonaba en las calles oscuras el fatídico pregón, más distante o más cercano:

         - Mandan los señores oficiales reales que ninguno sea osado de salir bajo pena de muerte...

         Y los rencores oprimidos, que la exaltación tumultuaria enardecía ahora, se desfogaron sobre los parciales del adelantado más detestados en la ciudad. Un grupo formado -según crónicas- por Sancho de Salinas, Francisco Álvarez Gaytán, Zoilo de Solorzano, Juan Juarez, Pedro Sánchez Capilla y Gonzalo Pérez Morán encaminóse presuroso a la morada de Juan Pavón -el detestado alguacil mayor que era entonces alcalde mayor en lugar de Pedro Estopiñan, caído en desgracia- y lo prendió, arrancando de sus manos la vara de la justicia. Este funcionario, a quien la historia muestra cruel, adulón, intrigante, se azoraba y dicen que preguntó:

         - ¿Por qué me prendéis siendo vuestro alcalde mayor?

         - No sois sino un ladrón, traidor y bellaco -le respondieron. A empellones fue sacado por delante y llevado ante los oficiales reales. Al pasar frente a la casa del capitán Gonzalo de Mendoza, Pavón se debatía entre sus opresores exclamando a gritos:

         - ¡A mí, señor capitán! ¡Favor, favor, por Dios y por el rey!

         Abrióse la puerta de don Gonzalo, y al ver quién reclamaba su ayuda, el viejo conquistador clamó regocijado:

         - Vaya, vaya; lleváoslo con Dios...

         A los alguaciles Peralta y Fuentelrey también le fueron arrebatadas las varas de justicia por otro grupo de exaltados, encabezado por los escribanos Martín de Orué y Bartolomé González, para ser conducidos a la "carcelería", donde los echaron al cepo, mohinos y amedrentados, junto a su jefe Pavón. ¡Ni crónicas ni testimonios aclaran cuál de los amotinados fue quien, desnudando el puñal, rapó las barbas a Pavón! En tal época era ése un castigo infamante.

         El secretario Pero Hernández no podía, por supuesto, escapar al encono de los tumultuarios. Como otros muchos, adolecía en su casa el hombrecillo aquella noche fatídica. Calada la cabeza en un bonete de grana, de los usados para rescate, dormía profundamente cuando fue despertado por los golpes que amenazaban echar su puerta abajo. Y al punto se vio arrancado violentamente de su cama por gente encabezada por su colega Bartolomé González, por Francisco de Vergara y Andrés Hernández el romo. Mas Pero Hernández, astuto y ladino, supo ampararse en su enfermedad para lograr que lo devolvieran al lecho dándole su casa por cárcel.

         El pasado incendio que devastara la mayor parte de la villa había dejado a mucha gente principal sin casa en la ciudad. Mientras proveían a su reconstrucción, algunos de ellos vivían en sus chácaras. Uno de tales era Pedro Estopiñan Cabeza de Vaca, primo del adelantado, a quien llamaban Pedro Vaca. Alboreaba cuando llegó a su morada, distante tres leguas de Asunción, a matacaballo, su criado Francisco de Mansilla, portador de una carta de Garcí Benegas reclamando su presencia. Pero Fray Armenta también le escribía aconsejándole refugiarse en su convento hasta que se apaciguaran los ánimos. Y este último consejo fue el criterio que Pedro Vacas adoptó, poniéndose mientras tanto políticamente a disposición de los señores oficiales reales. Porque no era bienquisto Estopiñan. Señalábase como "un hombre poco temeroso de Nuestro Señor y de su Magestad, siempre procurando por su persona, industria y malos consejos que haya desasosiegos, escándalo y revuelta, que se hagan malos tratamientos, molestias y vejaciones. Los Conquistadores y pobladores -añade un documento de ése tiempo- le tienen gran odio y enemistad, y siempre han deseado que salga de la provincia. En Jerez se jactaba de tener en sus manos la guerra y la Paz. Engañaba a todo el mundo".

         Al día siguiente, desde muy temprano, llamaban a redoble de tambor para una junta general de vecinos en horas de la tarde, frente a la casa de Irala, frontera a la plaza y formando ángulo con la custodiada capitanía general. Domingo de Irala pálido y enflaquecido, salió de su casa. Habíanle levantado de su lecho de enfermo y le rodeaban Juan de Ortega, Francisco de Mendoza. Nufrio de Chávez, Gonzalo de Mendoza y otros hijosdalgo. De la casa de García Benegas, que aherrojaba al ilustre preso, salieron también los oficiales reales con los escribanos Martín de Orué, Bartolomé González y Juan de Valderas dirigiéndose todos a la convocada reunión. Frente a la multitud expectante y a la curiosa indiada que aguardaba al sol de otoño, trepó a un estrado improvisado Bartolomé González, y desenvolviendo el rollo que traía, leyó una larga y prolija relación -el documento ha llegado hasta nosotros- de los cargos imputados al adelantado Alvar Núñez Cabeza de Vaca, como justificación política de las razones que movieron a los oficiales reales a derrocarlo. Esgrimiendo luego la célebre cédula real del 12 de setiembre de 1537, que autorizaba a los conquistadores a elegir gobernador cuando no lo hubiera, proclamaron por unanimidad a Domingo de Irala "para que tenga el cargo como hombre que ha tenido el dicho poder y ha gobernado esta tierra pacíficamente, en general concordia de todos".

         Este constituyó el primer movimiento revolucionario ocurrido en la Asunción. Su historia quiso que -unas veces por bien y otras por mal- el hecho se repitiera con harta frecuencia.

         Desde entonces, la población asuncena quedó dividida en dos bandos políticos de enconado antagonismo que debían provocar repetidos tumultos.

         Once meses padeció el infortunado gobernante depuesto en oscura prisión, engrillado y celosamente vigilado por los tumultuarios. Durante ese tiempo sus parciales intentaron en tres ocasiones liberarlo provocando incendios en casas vecinas. Pero esos débiles conatos de reacción fueron fácilmente desbaratados. "En el tiempo que estas cosas pasaban -cuenta su secretario Pero Hernández en su RELACION- el gobernador estaba malo en la cama, y muy flaco, y para la cura de su salud tenía unos muy buenos grillos a los pies, y a la cabecera una vela encendida, porque la prisión estaba tan oscura que no se parecía al cielo, y era tan húmeda que nacía la hierba debajo de la cama; tenía la vela consigo porque cada hora pensaba tener de ella menester" ... ¡Pobre Pero Hernández! Había venido a estas tierras con Solís, había vuelto con Mendoza para acabar su aventura con el segundo adelantado Cabeza de Vaca. Con toda su astuta perfidia y su codicia infatigable, cuando lo devolvieron a España con su amo infortunado, no salvó otro tesoro que su tintero talaverano -pozo de insidias- para escribir más tarde, a dictado de Alvar Núñez, los COMENTARIOS de aquella desdichada aventura en el corazón del continente, además de su propia RELACION. Sus dos relatos, que Groussac llamaría más tarde "Crónica escandalosa de la conquista", han prestado abundante material a los detractores de Irala.

         El 7 de marzo, al filo de la medianoche, entre un doble cordón de arcabuceros desplegados en las calles solitarias desde la casa del tesorero hasta las barrancas del río, sacaron de su prisión a don Alvar para embarcarlo de vuelta a España en la carabela Comuneros, construida en Asunción. Esta sólida embarcación, que realizó con fortuna la larga travesía, fue la primera nave fabricada en las Indias que soportó el viaje oceánico. El lapacho y el cedro de los bosques paraguayos, encostrados de sal marina, llegaron así a la madre patria en vez del oro y la plata que aquí no pudieron encontrar.

         Llevaron al ilustre preso el veedor Alonso Cabrera y el tesorero Garcí Benegas, en viaje que más tiene de novela que de historia. Con él devolvieron también a su secretario Pero Hernández, a su primo Pedro Estopiñan Cabeza de Vaca y al capitán Salazar. Instado a aceptar una supuesta delegación del mando de Alvar Núñez por la camarilla de leales, el fundador del fuerte primitivo de Asunción intentó oponerse a la autoridad de Irala, apenas embarcado el adelantado. A punto estuvo entonces de desatar un segundo pronunciamiento revolucionario. La rápida reacción de Irala y de los oficiales reales impidiólo. Algunos cronistas cuentan que se llegaron a disparar cañonazos sobre la casa del alzado. Lo cierto es que, fracasado en su pretensión, Salazar fue enviado en un bergantín tras la carabela. Transbordado a ella a la altura de San Gabriel, prosiguió viaje a España con él único caudal de sus sueños desvanecidos. Pero fue muy fuerte la nostalgia de la tierra tropical. Debía regresar más tarde, con la expedición de doña Mencia Calderón, esposa del tercer adelantado don Juan de Sanabria, para acabar sus días en el sitio donde realizó la única acción señalada de su vida. Desairado en sus pretensiones amorosas por doña Mencia Sanabria, hija del adelantado, había casado con Isabel Contreras, viuda del capitán Becerra. Murió años después de Irala, envejecido, pobre y cargado de hijos. Parece que era letrado y tenía veleidades literarias. Escribió ciertas obras desconocidas de la posteridad pero mencionadas en su testamento como precioso legado para sus hijos. Entré los pocos bienes sucesorios figuran algunos libros que indican un afán de ilustración muy raro en la época. Amortajado en su hábito de la orden de Santiago, fue enterrado al pie del altar mayor, en la vieja catedral que no conocimos, desmoronada sobre la playa del río que ciñó los afanes de su vida.

 

         Hubo en Irala una suerte de predestinación virtuosa que presidió toda la acción de ese hombre extraordinario. Virtuosa es la acción o la abstención que se cumple con esfuerzo. Castidad, honradez, morigeración no son virtuosas si no se realizan esforzadamente. El providencialismo de Irala fue condición entrañable de su destino, y el caudal de esfuerzo que puso para merecerlo es su virtud. Así vemos que el artífice de la obra germinal del Paraguay fue llevado a su primer gobierno gracias a un Requerimiento -Requerimiento con mayúscula-, aunque su derecho al cargo emanara ya de un mandato. La alusión hace al requerimiento formulado con la solemnidad de estilo por el oficial real Alonso Cabrera a Francisco Ruiz Galán.

         El segundo gobierno de Irala emana, en cambio, de la fuente teóricamente pura de la elección popular, gracias a la célebre cédula real del 12 de setiembre de 1537 esgrimida oportunamente por los oficiales reales. En ambos casos, circunstancias externas prepararon su advenimiento al poder, pero, una vez recuperado el gobierno de esta conquista, mantúvose en él hasta la hora postrera de su muerte -gracias a su virtuosa predestinación-, aunque voltarias circunstancias externas pretendieran después, en veces repetidas, privarlo del mando.

         Este segundo gobierno del capitán vascongado zanquea en fragoso suelo de dificultades. Es dura y heroica lucha para preservar la conquista comenzada bajo el signo de la adversidad, hasta que Dios lo llamó a su seno sin darle tiempo para rematar lo que debió ser la hazaña máxima de su vida: salvar para la corona de España y para herencia del Paraguay futuro esa enorme comarca que devoró prestamente Portugal, y asegurar la salida oceánica de la costa brasileña para la Provincia Gigante de las Indias Occidentales. Tamaña empresa del más alto significado en toda la dislocada política de conquista americana cumplida por España bajo los Hasburgos, independientemente del fortuito hallazgo de riquezas procedentes de la mina o de la rapiña. Pero ocurre que la Historia -como reflexiona Guyau- encierra una pluralidad de accidentes imposibles de prever y humanamente irracionales que vienen a desquiciar toda la lógica de los sucesos. "Matan a un hombre justo en el momento en que su acción se tornaba preponderante, hacen abortar bruscamente el plan mejor concebido, el carácter mejor templado. La Historia está así llena de pensamientos incompletos, de voluntades rotas, de caracteres truncados, de seres humanos inconexos y mutilados"... Olvidemos, pues, la Historia que pudo ser, y no fue, para volver al hilo blanco de la crónica. Relatemos, sencillamente, los sucesos acaecidos en Asunción desde el año 1544 -en que Irala recuperó el poder- hasta su muerte ocurrida en 1556.

 

         El incendio ocurrido en 1543, durante el adelantazgo de Cabeza de Vaca, que consumiera las cuatro quintas partes de la precaria edificación del poblado, impuso ya el primer cambio a la fisonomía de la ciudad. Se levantaron viviendas de adobe más solidas, aisladas por patios espaciosos, sin hacinarlas por temor a las llamas. Las arenosas calles de la villa siempre roídas por las lluvias eran también más anchas, aún cuando irregulares siguiendo el semicírculo del contorno ribereño. Poco cambio en suma, considerado en perspectiva. Aunque se edificara con mejor cuidado y material menos deleznable, persistía esa afiebrada premura por alcanzar una utópica dicha agena al empeño constructivo. El afán primordial no reposaba en ese enternecido deseo de permanencia y creación que da a la vida una finalidad cabal y concreta. No se soñaba en casas para vivir y morir, para ver crecer hijos. El poblado donde residían aquellos hombres no era un hogar sino apenas una posada para reposar en etapa del viaje que llevaría a la fortuna.

         Eran días cargados de rencor de enconada pasión política. "Acá quedamos en grandes bandos -escribía un Pedro Fuentes-; unos son Avilas y otros Villavicencios". "Parecía como si el mismo diablo, metido entre nosotros, nos mandara y nadie se creía seguro", comentaba el soldado Ulrico Schmild. "Desde el día en que el adelantado fue preso en Asunción y Domingo de Irala electo por general -relata Guzmán-, no cesaron de haber entre los conquistadores bandos y pasiones; los unos que seguían la parte de Alvar Núñez se llamaban leales, y a los otros de la contraria les decían tumultuarios; con lo cual cada día había entre ellos muchas pendencias y cuestiones... No poco cuidado en remediarlo ponía Domingo de Irala haciendo a unos merced y a otros socorros y ayudas". "En todo el tiempo que estuve en la dicha provincia preso -relataría más tarde el propio adelantado- hubo grandes escándalos;... unos con otros tenían grandes pasiones y hubo muertes de hombres; Francisco de Mansilla mató a Cristóbal Simón; Juan Riquel mató a García Villalobos; Juan Richarte cortó una mano a un calafate que se dice Nicolás Symon -ambos eran ingleses y el manco llamábase, en realidad Nicolás Colman-, Méndez dio una lanzada a Diego Becino; Luis Basco mancó de dos dedos de la mano a García Villamayor; el capitán Diego de Abreu -era uno de sus allegados- dio una cuchillada a Miguel de Urrutia, Vizcaíno; el capitán Camargo mancó de la mano derecha a Roque Caraballo; el capitán Agustín de Campos -el más pendenciero de sus validos- hirió en la mano a Blas Núñez, que quedó manco; Juan Pérez, herrador, dio una mala herida a Luís Benítez, que le hendió la cabeza; Pedro de Fuentes hirió a Juan de Ortiz; Luís de Venecia dio una cuchillada en la pierna a Caro de Arjoncilla...; Francisco de Sepúlveda mató a una hija suya, y Juan Benialgo, hirió al maestre Miguel, carpintero; y Hernando de Sosa dio una estocada por el muslo a Juan Fernández; y Martín de Orué echó mano a la espada contra Sancho de Salinas, alguacil de la comunidad, por lo cual el dicho Sancho de Salinas arroyó la vara diciendo que pues en tan poco se tenía su justicia, no la traería más, y anduvo sin ella tres días y a ruegos del dicho Domingo de Irala la volvió a tomar"...

         Bastante trabajo en curar heridas tendría Pedro Blasio de Testanova pues esta breve enumeración es sólo modesto índice de la nutrida crónica policial de la época. El Archivo de Asunción da cuenta de los numerosos procesos con que el gobernador Irala y el alcalde mayor Pedro Díaz del Valle trataban de poner coto a tanto desmán. Y este clima de violencias repercutía en el trato con el indio, desfogándose en atropellos y estériles crueldades que en más de una ocasión peligraron la alianza de los cuñados carios.

         Muchos de los bandos y ordenanzas dictados en ese tiempo por el gobernador Irala han llegado hasta nosotros. Prueban su sana y paciente intención apaciguadora. Otros demuestran el constante peligro que significaban los piratas agaces y el estado de inseguridad en que se vivía con respecto a los mismos guaraníes. Un bando del 29 de agosto del año 1545 establecía que ninguna persona, de cualquier estado y condición, osara ir o enviar indio alguno a pescar ni cazar más "abajo de la roca del capitán Juan de Salazar y Espinosa"; so pena de incurrir en la multa de cuatro cuñas de yunque. Otro bando prohibía también pescar más arriba de la laguna de Mayrerú; ni cazar patos o palomas en Tacuarayrá. Impúsose a los pobladores la prohibición de salir de la villa desarmados y sin permiso especial. Vedóse también a los conquistadores dormir en las casas o "tiyupaes ` que tuviesen en sus rozas.

         Hasta que llegó el momento en que todas las parcialidades guaraníes de treinta leguas a la redonda se rebelaron, aterradas por la ruda, demoniaca crueldad del español.

         Irala viose así detenido esa sus preparativos de otra expedición en procura de la Sierra de la Plata para hacer frente, durante largos meses, a la pacificación de la comarca echando mano al apoyo de las veloces yapirues. Los carios, defraudados en su alianza, pretendían aniquilar a sus cuñados blancos. Pero, como siempre, fracasaron en su intento. Las mil indias de Asunción, atadas para siempre por el sexo a sus nuevos señores, desbarataban todos sus planes. Al fin, vencidos una vez más, pidieron paz por intermedio de los lenguaraces Moreno y Álvaro de Chaves. Tuvieron que pagarla entregando otra crecida cantidad de mujeres para el "paraíso de Mahoma".

         En febrero de 1546, Irala insistió una vez más en realizar su proyectada entrada a la Tierra de los Mbayaes, pero su intento se vio estorbado por la oposición del turbulento contador Felipe de Cáceres, que poco antes lo apoyara. Asunción estuvo nuevamente al borde de la revolución. Cuatrocientos españoles con las mechas de los arcabuces encendidas y las jaras en ballesta enfrentáronse dispuestos a lanzarse los unos sobre los otros. Pero la prudencia de Irala y la oportuna intervención del factor Dorantes evitaron la lucha.

        

         Al comenzar noviembre del año 1547 partía, por fin, la expedición tan largamente proyectada para el descubrimiento de la ansiada Sierra de la Plata. Doscientos cincuenta españoles con veintisiete caballos y dos mil carios aliados. En Asunción quedaba el capitán don Francisco de Mendoza al frente del gobierno. Fue en esta gesta donde murió para siempre la dorada ilusión de la sierra fabulosa. Ya tuve oportunidad de relatar aquellos sucesos (8). Se sabe cómo, al llegar las huestes a los llanos que se llamaron de Condorillo, aquellos pobres ilusos padecidos topáronse con indios que hablaban castellano. Habían tropezado con los encomendados de Peranzures, conquistador del Perú. Los españoles peruleros eran ya dueños del codiciado Potosí. La conquista del Río de la Plata, ingrata, oscura y pobre, perdía para siempre el canto alucinante de ese reclamo.

         Los expedicionarios defraudados querían seguir viaje. Pero Irala, temeroso de ver abandonada su cara conquista del Paraguay, logró detenerlos explicándoles que penetrar en el Perú revolucionado, que La Gasca estaba pacificando con dura mano, significaba acción de guerra que podía costarles la vida. Despachó entonces una comisión compuesta por Nufrio de Chaves, Pedro de Oñate, Miguel de Urrutia y Pedro Aguayo para dar cuenta de su gobierno interino. Pedía nombramiento de gobernador titular y reclamaba un corto socorro de harina y vino para oficiar misas, aceite de oliva para curar, azufre para pólvora y papel de escribir. La hueste acampada junto a un mísero poblado de indios tamacosis no quiso esperar el regreso de los comisionados. Fue entonces cuando Irala, disconforme con el regreso inmediato, depuso el mando en Gonzalo de Mendoza. Es curioso observar las resultancias de ciertos acontecimientos. Fue precisamente aquella retirada precipitada, a la cual se oponía Irala, lo que evitó que Diego Centeno, nombrado por La Gasca gobernador del Paraguay, viniera a hacerse cargo del gobierno.   

         La reposición de Irala en el poder fue impuesta por todos los expedicionarios al enterarse en el puerto de San Fernando, donde esperaban bergantines y canoas, de los graves sucesos ocurridos en Asunción durante su ausencia.

         ¿Qué pasaba en Asunción? Más de un año transcurría ya desde que Irala abandonara la ciudad con los expedicionarios. Los leales de Alvar Núñez, cuyos cabecillas quedaran en el poblado, aprovecharon su larga ausencia. Uno de los más intrépidos y decididos, el capitán Diego de Abreu, logró apoderarse del gobierno ayudado por sus primos Francisco Ortiz de Vergara y Ruy Díaz de Melgarejo, por Alonso Riquelme de Guzmán, sobrino del depuesto adelantado, y por otros amigos. Pero fueron tres clérigos insidiosos quienes urdieron la artera maniobra: fray Luís de Miranda Villafañe, mujeriego, pendenciero y mal poeta, fray Antonio Escalera y el provisor Martín González Paniagua. Lograron éstos convencer a Don Francisco de Mendoza de que era muy problemático el regreso de Irala y harto endeble su título de lugarteniente de otro teniente provisorio de gobernador. Más le valía desistir del cargo. Invocando entonces la cédula de privilegio asunceno, del doce de setiembre de 1537, podían ellos consolidar su gobierno por la elección popular que esa provisión autorizaba. "Que se eximiese del poder que tenía de Domingo de Irala y que lo elegirían para que los mandase"... Mendoza cayó inocentemente en el lazo que le tendían. Desistió del mando y convocó a reunión de vecinos para elección de nuevo gobernador. "Debajo de la confianza entregó el poder al Luís de Miranda"…

         Reuniéronse los asuncenos en la iglesia de la Merced. Desfilaban los vecinos ante el altar mayor, donde el escribano Gaspar de Ortigoza asentaba en acta los votos con la firma de los que sabían escribir o la simple cruz de los analfabetos. Parece que la votación favorecía ampliamente a don Francisco de Mendoza cuando un tal Castillo, apodado El Largo, "tomó el papel de las firmas y lo rompió diciendo que el don Francisco los engañaba y que el racionero Gabriel de Lezcano le había dicho que el don Francisco, para que no hubiese escándalo, había permitido darles el poder para que, electo por ellos, cuando viniese Domingo de Irala entregarle la tierra como él se la había dejado y que los quería engañar"... Con gritos, la camarilla alvarista proclamó entonces gobernador a Diego de Abreu.

         Bastó la primera reacción de Mendoza para que lo prendieran y, tras sumario proceso, Diego de Abreu condenólo a muerte. El noble caballero era hijo del Conde Castrojerix y gentil hombre de boca del emperador Carlos V. A pesar de su juventud, tenía ganado en las guerras de Italia y Flandes su despacho de capitán. Su pasado era trágica historia de amor infortunado. Había matado a su esposa adúltera y al capellán de su casa que le engañaban. Abandonando luego el mundo del desengaño, vínose a Indias con su pariente don Pedro.

         La víspera de su ejecución. Mendoza casó con su amiga doña María de Angulo, una dama española de quien tenía cuatro hijos. Una de ellos, Elvira, debía contraer matrimonio con Nufrio de Chaves pocos meses después de este suceso.

         Armaron el patíbulo en la plaza mayor y una mañana soleada, ante españoles desconcertados e indios indiferentes, Moggiano el Sardo, verdugo oficial de Asunción, le cortó la cabeza. ¡Curiosas incongruencias de la suerte! Justamente el hombre menos ambicioso de mando político lo pagaba con precio de su vida.

 

         Irala y los suyos llegaron sigilosamente a la ciudad una madrugada y la ocuparon sin resistencia alguna. El gobierno de Diego de Abreu terminó tan fácilmente como artero había sido su comienzo. Domingo de Irala se vio confirmado en el cargo de gobernador por nueva elección popular, que ratificó la de San Fernando. El cabecilla alvarista y sus principales amigos fueron apresados pero, pocos días más tarde, huían hacia la cordillera de Acahay. Dieron en decir que el propio Irala facilitó aquella fuga para no tener que ajusticiarlos. Pero aquella partida de rebeldes rodando por los montes cercanos debía causar todavía muchos disturbios a la ciudad. Los clérigos quedaron impunes, amparados por su sagrada investidura. Francisco Ortíz de Vergara y Alonso Riquelme de Guzmán escaparon a toda sanción porque estaban ausentes. Un tiempo antes, Abreu los había despachado con una carabela y un bergantín de conserva rumbo a San Vicente para que desde allí trataran de llegar a España con el propósito de justificar la conducta del alzado. Pero una tempestad los sorprendió en el río de la Plata y malogró el intento haciendo zozobrar la carabela. Ambos regresaron a la Asunción en el bergantín, después de consumada la fuga de Abreu, y alcanzaron perdón de Irala por su pasada intervención en el motín.

         Por aquella época -fines de 1549- regresó también del Perú Nufrio de Chaves con los otros comisionados ante La Gasca. Llegaron todos "muy aderezados de vestidos, armas y demás pertrechos de sus personas -relata el cronista Ruy Díaz- y con ayuda de costas que para ello se les mandó dar". Con ellos venían a probar suerte al Río de la Plata más de cuarenta conquistadores peruleros entre quienes descollaban algunos distinguidos hijosdalgo. El capitán Pedro de Segura, "hidalgo honrado de la provincia de Guipuzcua, que había sido soldado imperial en Italia y antiguo en Indias", don Gonzalo de Casco, Juan de Oñate, Pedro Soloto, Alonso Martín de Trujillo. Traían dos expertos en minas y algunas cabras y ovejas, primer ganado que arribaba al Paraguay.

         El año 1550 Irala accedió a empadronar la tierra ante reiterados requerimientos. No era muy partidario de la medida por el particular régimen social que los españoles de Asunción habían estructurado con los carios guaraníes, ligados también por la sangre. Los "cuñados" guaraníes no podían ser tratados como los yanaconas del Perú. Juzgaba, además, inoportuna la medida previendo los disgustos que provocaría el reparto de indios. El sistema de encomiendas, retardado cuanto pudo, se aplicaría sólo seis años después con las secuelas previstas. Mientras tanto, encomendó a Simón Jaques el empadronamiento de la tierra.

         La manera como se realizaban las primeras gestiones de ese empadronamiento dio nuevo pretexto a los parciales alvaristas para disentir y protestar. Uno de ellos era el capitán Juan de Camargo, procurador de la ciudad, quien con pretexto de saludar a Irala, recién arribado de su expedición al Guairá, lo visitó acompañado de Miguel de Urrutia -uno de los comisionados al Perú- para discutir un requerimiento diferido sobre abusos o particulares injusticias ocasionados por la medida. Pero Irala fue advertido de que traían intención de asesinarlo como parte de un nuevo plan de revuelta concertada por los alvaristas con alguna gente venida del Perú. Nufrio de Chaves era ajeno a la conspiración. Nunca comulgó con los partidarios de Cabeza de Vaca y su casamiento con Elvira Manriquez, hija del sacrificado por Abreu, lo colocaba decididamente en el bando opuesto.

         Cuando Camargo y Urrutia llegaron a presencia de Irala, éste los hizo apresar y, sometidos a inmediato proceso, fueron ambos condenados a muerte. El cronista Ruy Díaz da cuenta del incidente. "Pasados algunos días -de la llegada del gobernador-, ciertas personas mal intencionadas se conjuraron para dar de puñaladas a Domingo de Irala, siendo autores de la conspiración el capitán Camargo y Miguel de Urrutia, el sargento Juan Delgado y otros de la expedición de Nufrio de Chávez, y habiéndose descubierto, fueron presos, y se dio garrote a Urrutia y al capitán Camargo usándose clemencia con los otros inculpados, a quienes se concedió perdón.

         El segundo admitió su culpa, pero Urrutia murió protestando inocencia. Su ejecución fue un espectáculo macabro. Por dos veces se soltó la cuerda que debía ahorcarlo porque era hombre corpulento. Entonces el Sardo, impaciente, lo estranguló con sus manos.

 

         El 15 de agosto de 1551 -hacían exactamente catorce años que Juan de Salazar fundara el fuerte de Nuestra Señora de la Asunción- llegó a la ciudad Cristóbal de Saavedra con cinco españoles padecidos y algunos indios. Era hermano menor de Martín Suárez de Toledo y venía por tierra desde las costas del Brasil, por la ruta de San Vicente, trayendo noticia de la llegada de la expedición de Doña Mencia Calderón, con las primeras naves de su hijo don Diego de Sanabria, cuarto adelantado del Río de la Plata por sucesión de su padre don Juan de Sanabria. Tras muchas peripecias, el viaje infortunado de aquella dama quedó interrumpido en las posesiones portuguesas. Irala atendió el pedido de socorro y, por dos veces, envió en vano a Nufrio de Chaves hasta San Gabriel en busca de los expedicionarios, detenidos en San Vicente por el gobernador portugués Tomé de Sousa. En julio de 1552, sólo pudo llegar a la ciudad el joven capitán Hernando de Salazar -que no era pariente del fundador del fuerte- con otros treinta españoles pertenecientes a esa expedición.

         Durante todo ese tiempo, el díscolo, irreductible y fiero Diego de Abreu no descansaba en su porfía de resistencia a la autoridad de Irala. Refugiado en los montes con un puñado de leales, acercábase a la Asunción siempre que podía, comunicando con los partidarios de la causa y fomentando revueltas. "Esta guerra duró por dos años seguidos -comenta Ulrico Schmild-, pues este capitán Diego de Abreu no quedaba en ningún sitio, hoy aquí, mañana allá; pues daño que pudiera hacer a nuestra gente, éste lo hacía; era igual que un salteador de caminos". Durante corta ausencia de Irala, salido a castigar indios rebeldes, logró ponerse nuevamente en contacto con los alvaristas de Asunción para preparar otro alzamiento. Pero, la conjura se vio desbaratada. Apresados su primo Ortiz de Vergara y Alonso Riquelme de Guzmán, esta vez los recalcitrantes opositores fueron condenados a muerte. Su otro primo Ruy Díaz Melgarejo no pudo ser hallado. Cuentan las crónicas de la época que durante nueve meses vivió en la ciudad escondido en un sepulcro de la iglesia de la Merced, de donde salía sólo breves horas amparado por las sombras de la noche. Aunque todo le era posible a ese hombre intrépido, resulta curioso considerar cómo pudo mantener oculto su tétrico escondrijo, porque la iglesia de la Merced estaba enclavada en sitio céntrico y Asunción era un poblado muy reducido.

         Su hermano Ortiz dé Vergara y Riquelme de Guzmán se hallaban ya en capilla cuando la intervención del clérigo Miranda alcanzó gracia para ambos. Irala se mostró dispuesto a perdonarles una vez más a cambio de alianza definitiva. Los indultó con la condición de que casaran con dos de sus hijas mestizas. Alonso Riquelme de Guzmán con doña Úrsula, nacida de la india Leonor, su criada, y Francisco Ortiz de Vergara con doña Marina; hija de otra criada india llamada Juana. Ruy Díaz Melgarejo prefirió seguir escondido en su tumba hasta que, agraciado a su turno por mediación de su hermano, marchóse al Brasil acompañado solamente del soldado Flores. Su compañero fue devorado en el camino por los guaraníes. Pero Melgarejo llegó sano y salvo a San Vicente tras viaje portentoso. Su intrepidez no conocía obstáculos.

         Así quedó desbaratada para siempre la resistencia alvarista en Asunción. Porque los otros complicados Bernabé Muñoz, Juan Bravo y Sebastián de Valdivieso fueron ahorcados para que la actividad del Sardo no se enmoheciera. Algún tiempo después, estando al frente del gobierno el contador Felipe de Cáceres durante breve ausencia de Irala, el oficial real despachó partidas tras partidas contra el alzado contumaz y Diego de Abreu fue muerto de un jarazo en lo hondo del monte, como fiera alimaña alcanzada en su cubil. Lo mató el alguacil. Escaso una madrugada lívida, mientras reposaba en una hamaca, casi ciego de conjuntivitis.

        

         La Historia nos ha legado algunas muestras vivas de aquella rencorosa división de bandos y del desilusionado pesimismo reinante en la Asunción de entonces entre los conquistadores fracasados en su ambición de riqueza. El racionero fray Gabriel de Lezcano es autor de un auto sacramental que se representó en la ciudad durante la festividad de Corpus Christi, mientras Alvar Núñez yacía en su oscura prisión. "Compuso una farsa y el mismo la ayudó a representar tomando hábito de un pastor el día de Corpus Christi, delante del Santísimo Sacramento, la cual fue otro segundo libelo contra el gobernador llamándolo Lobo rebazo e imponiéndole otras cosas que, aunque más ocultas, iban forjadas debajo de muy grandes malicias. Al fin fue tal la farsa que aquí, entre los que estaban libres de pasión, fue mayor la infamia del reverendo padre Lezcano que el servicio que hizo al Santísimo Sacramento." (9).

         Política aparte, el suceso hizo de Asunción la primera ciudad americana donde se realizara una representación teatral. Tuvo lugar el año 1545. Julio Callet Bois, en un trabajo especializado, establece como representaciones teatrales más inmediatas una realizada en México en 1574 y otra en Santo Domingo el año 1588. Y parece que ésta no fue la única. El Memorial de Pero Hernández hace, de paso, alusión a otra representación del mismo tipo, donde se satirizaba a Irala. Después de referirse al gran número de mancebas del rijoso capitán, Hernández dice: "Porque Gregorio... en una farsa le reprendió el dicho vicio a él y a Alonso Cabrera y a García Benegas, estando de centinela junto a su casa, le mandó dar de palos"...

         El arcediano Barco Centenera, por su parte, hace también referencia a un entremés de sátira política para leales y tumultuarios. Su representación tuvo lugar entre los festejos cumplidos con motivo de las bodas de Martina de Irala con el capitán Francisco Ortiz de Vergara. La ruda vida asuncena contaba, pues, con algún solaz artístico en aquella época.

 

         El poblado crecía, estimulado por la copiosa generación mestiza engendrada en tanta india amancebada. El prudente gobierno de Irala había logrado salvar los restos disipados de la conquista mendocina asentándolos en la nueva tierra. Pero esa gente no podía estarse quieta mucho tiempo ni alentaba en ella premeditado propósito colonizador. La colonización significaba, simplemente, una resultancia impensada y necesaria de la conquista.

         Tres años antes del regreso de los comisionados al Perú, el Papa Pablo III había creado, por bula del 1° de Julio de 1547, la Santa Iglesia Catedral de Asunción nombrando primer obispo del Paraguay y Río de la Plata a fray Juan Barrios. El prelado dirigió una pastoral a sus feligreses pero falleció antes de hacerse cargo de su diócesis. Había intentado venir en el frustrado viaje de don Diego Sanabria, cuarto adelantado.

         La iglesia que comenzara a erigir Cabeza de Vaca después del incendio del fuerte primitivo fue concluida por Salazar, mientras ese adelantado y la hueste asuncena adolecían en el puerto de Los Reyes. Dirigió las obras el capitán Juan Camargo, de trágico fin, y la construcción se sostuvo hasta el año 1607, en que la hizo refeccionar Hernandarias por hallarse en muy mal estado. Se levantaba poco más al sur del solar del fuerte desaparecido en el incendio y fue librada al culto bajo la advocación de la Encarnación de Cristo, al igual que la primera capilla devorada por el siniestro de 1543. Cuando se creó la Catedral por bula de Pablo III existían también en Asunción otras dos iglesias. La del convento de Guadalupe, fundado por los franciscanos Armenta y Lebrón, y la de la Merced, en el convento de esa orden. Los franciscanos tuvieron poco después su convento de San Francisco, con el templo de ese nombre, que se comenzó a erigir el año 1542, a poco de llegado Cabeza de Vaca. El racionero Lezcano, evangelizador y cura de Asunción, tenía fundada, además, la hermita del Valle, a dos leguas del poblado.

         Fue Irala quien construyó el primer templo de la catedral, ocupándose personalmente de los trabajos. Se levantaba sobre la barranca del río, al noroeste del poblado primigenio, en solar que ya ha desaparecido erosionado por las lluvias y puede hoy ubicarse como lindero de la actual Chacarita desmoronado sobre la playa. Cuando a este gobernante le sorprendió la corta enfermedad que lo llevó a la tumba, ocupábase de seleccionar madera para concluir los retablos del templo.

         Como veremos al pasar revista al desarrollo edilicio de la ciudad, la catedral tiene historia infortunada. Necesitó ser rehecha muchas veces.

 

         En julio de 1555 ocurrió otro hecho trascendental. El más importante en la historia de Irala. Bartolomé Justiniano, también detenido en dominio portugués, le anticipaba por carta que era portador de reales provisiones para su designación efectiva de gobernador y capitán general de la Provincia del Paraguay y Río de la Plata. ¡Por fin hacían justicia a su esforzado mérito y desvelo! Durante veinte años habíase entregado con amor y con tesón a esa empresa de creación que para el significaba su conquista. Aquel hombre prudente y mesurado no pudo esperar la llegada del documento original. Había ya esperado demasiado. Y el 28 de agosto se hacía reconocer en el cargo, con todas las formalidades que imponían las pragmáticas. Reunidos en su morada los representantes de la Real Hacienda, clérigos, justicias, capitanes y lo más granado de la hidalguía de la colonia, el escribano Bartolomé González dio lectura a la copia de las reales provisiones. Luego los presentes las tomaron por turno, las besaron, las pusieron sobre su cabeza y declararon solemnemente que "recibían y habían por recibido al dicho señor Teniente de gobernador Domingo de Irala por tal gobernador de esta provincia ... Concluida esta formalidad, el magnífico señor gobernador se presentó, armado de todas sus armas, al Cabildo y Regimiento de la ciudad para ser también reconocido por los señores regidores.

 

         Tres meses después del magno acontecimiento, ocurría en Asunción otro suceso inusitado. La llegada de doña Mencia Calderón con los restos de su infortunada expedición. Con ella venían sus dos hijas, otras damas ilustres y "doncellas para poblar". Además del capitán Hernando de Trejo y de Bartolomé Justiniano, mensajero de la buena nueva, con la comitiva viajaban también Juan de Salazar y Ruy Díaz Melgarejo. El primero volvía investido de los cargos de tesorero de la Real Hacienda y regidor; el segundo había depuesto su irreductible oposición al gobierno de Irala porque la provisión real del nombramiento legitimaba su poder. A éstos y otros doce hidalgos españoles se habían unido seis portugueses que por razones políticas preferían abandonar San Vicente y establecerse en la Asunción. Entre los últimos contaban los hermanos Sipión y Vicente Goes. Fueron ellos quienes introdujeron al Paraguay la caña de azúcar y el primer plantel de ganado vacuno. Eran siete vacas y un toro confiados al cuidado de un tal Gaete, quien los trajo sanos y salvos. ¡Ya había vacas en la colonia! El segundo rebaño, más numeroso, llegaría años más tarde del Perú, enviado por el quinto adelantado don Juan Ortiz de Zárate.

         El arribo de la gente de San Vicente y su nueva investidura de gobernador titular determinaron al general Irala a la reorganización de las autoridades de la ciudad. Salazar fue reconocido de inmediato en sus cargos. Rubricando el olvido generoso de pasadas desavenencias, Irala le honró también con la vara de alcalde ordinario. El más esclarecido y meritorio de sus yernos, el curtido capitán don Gonzalo de Mendoza, fue nombrado lugarteniente general. Los otros yernos Francisco Ortiz de Vergara y Alonso Riquelme de Guzmán viéronse convertidos, respectivamente, en alcalde mayor y alguacil mayor. El cuarto, don Pedro de Segura, también alcanzó un cargo de regidor. Este nepotismo fue lo que se dio en llamar "la yernocracia de Irala".

 

         Como un anciano padre de familia se rinde al capricho de sus hijos pródigos y reparte caudales acumulados para que los dilapiden, así Domingo de Irala se rindió al clamor unánime que reclamaba el régimen de encomiendas y dispuso su distribución. La comarca afectada por el empadronamiento comprendía un área de cincuenta leguas a la redonda de Asunción, sobre la banda oriental del rio, región poblada toda por guaraníes. Repartiéronse aproximadamente veinte mil indios entre trescientos veinte encomenderos. Y en el reparto, que quedó terminado en marzo de 1556, entraron tanto los viejos expedicionarios mendocinos como los llegados posteriormente.

         Un clamor de protesta se levantó cual sordo rumor de marejada. Todos querían más. El sagaz político vascongado había retardado la implantación de la medida cuanto pudo porque estaba seguro de esa reacción. Además, juzgaba la institución de la encomienda inapropiada para el Paraguay, donde el peculiar parentesco de los guaraníes creara, de hecho, otro sistema singular de contribución indígena para el conquistador. De cualquier manera, la efectividad de las encomiendas debía verse prestamente enervada por la apropiación jesuítica del indio. "El primer servicio que tuvieron los españoles -reconoce Aguirre- fue voluntario, absolutamente amigable y libre, de sus aliados los cargos de Asunción. El nuevo sistema tendría que lesionar fatalmente ese modo de convivencia impuesto por la costumbre. A tal punto que, cuando rigió, tuvo que allanarse un procedimiento de excepción para el aliado guaraní. A éste sólo le fue impuesta la mita -voz quechua que significa turno o servicio-, orinando así las encomiendas de mitayos, diferentes de las de yanaconas, establecidas de modo general para los indígenas de otras razas. "Por eso -dice el autorizado cronista Aguirre- el nombre de mita se aplicó a la tarea periódica que el indio reducido, pero no siervo, debía al encomendero. Corresponde al signo servicio del vasallo medieval". En cambio, yanacona equivalía virtualmente al concepto de siervo en la lengua del inca. De yanay, servir, y cuna, sufijo de pluralidad.

         Así, cuando el sistema de las encomiendas entró en vigor; al encomendado mitayo de raza guaraní se imponía solamente una prestación de servicios destinada a faenas agrícolas que duraba dos meses al año. Hasta que los jesuitas, con sus reducciones, lo encadenaron como a una bestia estúpida con sus propios y sutiles medios de persuasión. "Aunque sus primeros pueblos -decía más tarde el memorial del pesquisidor Anglés y Gortari- fueron repartidos en encomienda o mita, tuvieron los padres la infausta ocurrencia de usurparles los diez meses del año que tenían de libertad; y, aniquilándoles al propio tiempo su sagrado derecho de propiedad individual, los sujetaron al funestísimo sistema de la comunidad, sin distinción de edades ni sexo. Inmediatamente se hicieron también dueños de aquel otro trabajo de los infelices en los dos meses de servicio debidos a los encomenderos, a quienes indemnizaron con el tributo correspondiente según la reforma de Alfaro. Por último, cuando vacaron las encomiendas, se adueñaron de ellas enteramente, pues consiguieron sustraerlas de los justicias reales y de la inspección de los gobernadores, afectando lo preciso para que se dijese que eran de la Corona, cuyo justo y moderado tributo no negaron pero enredaron".

         Tal sería el oprobioso régimen de las reducciones que debía desatar más tarde las revoluciones comuneras.

 

         Irala murió ese mismo año 1556, tan rico en sucesos. Pero antes de su muerte, los anales de la crónica asuncena viéronse todavía enriquecidos por otro gran acontecimiento. El 2 de abril, miércoles de Tinieblas, desembarcaba en la playa de la bahía fray Pedro Fernández de La Torre, segundo obispo del Paraguay y Río de la Plata y primero en hacerse cargo de su diócesis. Venía en la expedición del escribano Martín de Orué, vuelto de su comisión a España con otro grupo de cuarenta y ocho españoles para establecerse en la ciudad. Habían cruzado el océano en dos naos piloteadas por Yacome Luís y Gonzalo de Acosta, veteranos de esa ruta. Para evitar los inconvenientes de la obligada navegación fluvial, ya traían a bordo las piezas de dos bergantines que armaron en la isla de San Gabriel. En ellos continuaron su derrotero por los ríos mientras las pesadas carabelas esperaban en aquella isla del delta el regreso de los pilotos.

         Salió a recibir al prelado toda la ciudad en solemne procesión con gran cruz, clérigos y cofradías religiosas. Trajéronle hasta la iglesia catedral, flamante, con sus retablos de olorosa madera labrada. Allí se cantó un Tedeum de acción de gracias por el feliz término de la travesía. Luego el obispo fue aposentado en la casa del ausente gobernador. Despacháronse emisarios para avisar a Irala de la llegada de Su Ilustrísima; y aquel pudo regresar a la ciudad tres días después, el sábado de Gloria.

         Con la sutil sagacidad que lo caracterizaba, el magnífico señor gobernador se prosternó a las plantas del prelado y reclamó su bendición ganándose desde el primer instante el difícil favor del obispo.

         Fray Pedro de La Torre vivió unos días en la morada del general Irala -la misma capitanía general construida por el infortunado Alvar Núñez- hasta que, poco más tarde, el gobernador lo aposentó en su antigua residencia, entonces vivienda de su yerno el capitán Francisco Ortiz de Vergara. Todas las atenciones eran pocas para agasajar al pastor de la diócesis. Le regaló su mula, la única que existía en la provincia, y un séquito de indias para servicio de la casa. Ambos jerarcas, el civil y el religioso, congeniaban maravillosamente.

         El cronista Ruy Díaz de Guzmán afirma que el obispo traía cuatro clérigos y algunos diáconos. Pero el provisor Martín González Paniagua, en una de sus cartas insidiosas, escribió que "vino más proveído de sobrinas que de clérigos, porque no trajo ningún clérigo y sobrinas trajo dos, la una mujer de veintiséis o veintisiete años". Y añadía con ladina suspicacia que el obispo, "por el camino, en el navío, y aqui en el pueblo siempre las ha tenido y tiene en una cámara adentro, de noche y de día, sin que criado o amigo de los umbrales adentro resida ni duerma". Sin embargo, el capitán Juan de Ortega, el "hermano de Irala en amistad" y tutor de sus hijos, debía casar algún tiempo después con doña Leonor de la Torre, la menor de ellas, y más tarde la otra con Diego de Mendoza.

         Este clérigo Martín González Paniagua era uno de los acérrimos alvaristas, menos por lealtad al adelantado que por odio a Irala. Amparado por la impunidad de su investidura, lo combatió cuanta pudo con las sucias armas de la intriga. Escribía cartas venenosas tergiversando sucesos, acusando con mendacidad, fraguando maquinaciones con inquina que compite ventajosamente con la de Pero Hernández. Posiblemente sea también el autor de la RELACION ANONIMA que da cuenta tendenciosa de los sucesos posteriores al derrocamiento del adelantado, si no lo fue el clérigo Luís Miranda de Villafañe. Paniagua se convirtió muy pronto igualmente en enemigo del obispo. Fray Pedro lo había privado de su cargo y de sus catequizaciones por motivos que no aparecen muy claros.

         Desaparecido Irala, el obispo Pedro Fernández de La Torre debía gravitar en la historia de la ciudad provocando sucesos turbulentos de contorno novelesco. Era un personaje prepotente, codicioso, arbitrario, inescrupuloso y concupiscente. Nada tiene de extraño entonces que con tales perfiles diera al clérigo Paniagua tela y pintura para retrato despiadado. Disminuido en sus licencias eclesiásticas, amargado por la perfecta inteligencia de su Ilustrísima con el gobernador, Paniagua rabiaba y vomitaba bilis en sus cartas: "ansí, en todo lo que el gobernador quiere, en diciendo el gobernador dominus vobiscum, responde el obispo et cun spiritu tuo; ambos a dos se sientan en medio de la iglesia en sus sillas de espaldas, encima de una alfombra y de dos almohadas de raso que el gobernador le pone al obispo por su mano, y el mismo obispo le pone una al gobernador"..., "ni aún una vinajera de vino les ha dado a los clérigos, sino antes una pipa de vino que subió a esta ciudad públicamente a su mesa se la besa, con ser de lo que más necesidad tenemos los sacerdotes, como él bien lo sabe. No es nada caritativo, devoto, ni en semblante ni en costumbre religioso. No sé si lo cansa traer públicamente sobre la capilla, al cuello, ordinariamente, un crucifijo de oro grande, con una piedra a los pies, y las manos llenas de anillos, mostrándolos a todos, que nunca los acaba de mostrar". En otra carta agregaba: "toda su agonía es ir a entrar por oro y plata"... Y ante el temor que le inspiraba el obispo, expresaba: '"todos los clérigos hemos echado nuestras barbas a remojo".

         Privado de sus catequizaciones, el ex provisor condenaba el estado moral de la sociedad asuncena. "Agora hay más casas de juego y más públicos pecados y amancebados". Pero el obispo, sensual y mundano, disculpaba los amancebamientos, de rigor en el Paraíso de Mahoma, arguyendo en uno de sus sermones dominicales que "en cuanto a eso, veo que todos lo están, y si a todos hubiéramos de echar de la iglesia, a todos los echaríamos y a los gobernadores primero"...

         Una real provisión establecía que la sede del obispado debía ser Asunción, donde igualmente tenía que residir el gobernador. Con tal disposición, Nuestra Señora Santa María de la Asunción quedaba oficialmente reconocida como capital de la Provincia del Paraguay y Río de la Plata.

         Otra provisión de la corona autorizaba el regreso de quienes desearan volver a España. Mas, a pesar de tanta adversidad como la que envolvió a esa gente esforzada en la obra inicial de la conquista, a pesar de la desvanecida ilusión de la Sierra de la Plata, a pesar de las enconadas pasiones que envenenaban los dos bandos políticos, no pasaron de treinta los expedicionarios que aprovecharon, por diversos motivos, la regia autorización de regreso en las naos fondeadas en San Gabriel.

 

         A comienzos de la primavera de ese año -el 3 de octubre de 1553-, Domingo de Irala entregaba su alma a Dios en su morada de Asunción, tras breve enfermedad contraída mientras dirigía en los bosques aledaños de Mburicaó un corte de madera destinada a concluir los retablos de la catedral. Puede presumirse que el mal fuera un cólico miserere -apendicitis- degenerado en fatal peritonitis, como era casi de rigor en aquella época. "Estando en esta diligencia -relata Guzmán- adoleció de una calentura lenta, pero que poco a poco le consumía quitándole la gana de comer, de que resultó un flujo de vientre, que le fue forzoso venir a la ciudad en una hamaca porque no podía de otro modo. Habiendo llegado, se le agravó el achaque, tanto que luego trató de disponer las cosas de su conciencia lo mejor que pudo y era menester, recibidos los Santos Sacramentos con grandes muestras de cristiandad, murió a los siete días que llegó a esta ciudad, teniendo a su cabecera al obispo y otros sacerdotes que le ayudaron en aquel trance". En su lecho de muerte, ante el escribano de gobierno Bartolomé González, dispuso que por bien de la tierra no se innovase cuanto tenía ordenado y se hiciera cargo del gobierno de la provincia su yerno y lugarteniente don Gonzalo Mendoza. Su última voluntad fue respetada y, como tenía dispuesto en su testamento, tuvo su solemne sepelio con desfile de comunidades, cofradías, misas, cánticos y pobres vestidos a su costa, en medio de la general consternación de la ciudad.  El difunto fue sepultado en la catedral por él construida, al pie del altar mayor y a la vista de los retablos de cándida y amorosa artesanía que hiciera labrar con sus indios conversos.

         En su testamento -que felizmente llegó hasta nosotros- reconocía su numerosa descendencia mestiza. Eran nueve hijos. "Declaro y confieso que tengo, y Dios me ha dado, en esta provincia ciertos hijos e hijas que son don Diego Martínez de Irala y Antonio de Irala y doña Ginebra Martínez de Irala, mis hijos de María mi criada, hija de Pedro de Mendoza -Moquiracé- indio principal que fue de esta tierra; y doña Marina de Irala, hija de Juana mi criada; y doña Isabel de Irala, hija de Águeda mi criada, y doña Úrsula de Irala, hija de Leonor mi criada, y Martín Pérez de Irala, hijo de Escolástica mi criada; y Ana de Irala, hija de Marina mi criada; y María de Irala, hija de Beatriz, criada de Diego de Villapando;  y por ser como yo lo digo, los tengo y declaro por mis hijos e hijas... He casado a ley y a bendición a la dicha doña Marina con Francisco Ortiz de Vergara, y a doña Isabel con el capitán don Gonzalo de Mendoza, y a la dicha doña Ginebra con don Pedro de Segura, y a la dicha doña Úrsula con Alonso Riquelme de Guzmán"...

         Desaparecía el artífice de la obra germinal del Paraguay pero quedaba su hazañoso empeño concretado. Un pueblo nuevo que lloraría y perpetuaría su memoria. "No se celebró a Irala con justicia ni es conocido porque no derribó imperios ni fundó riquezas -diría luego Aguirre-, pero, con todo, si su pobre conquista fuera pública, se le hubiera citado como uno de los testimonios más singulares de humanidad y bendición;… los españoles lo lloraron.... algunos rivales confesaron su gran mérito... y los indios, quienes conociéronle con el nombre de capitán Vergara por su patria, le aclamaron como a un padre perdido. Debe, en fin, tener lugar entre los hombres ilustres de las Indias".

         Un informe elevado poco después al Consejo de Indias por el escribano Martín de Orué atribuía a la Asunción una población mestiza de más de tres mil almas, aparte de los vecinos españoles. Y el ilustre asunceno Ruy Díaz de Guzmán describía así a la ciudad de entonces.... "Aunque al principio no se hizo el ánimo de fundar ciudad en aquel sitio, el tiempo y la nobleza de sus fundadores la perpetuaron. Está fundada sobre el mismo río Paraguay, al naciente, en tierra alta, hermoseada por arboledas y compuesta de buenos y extendidos campos... La traza de esta ciudad no está ordenada por cuadras y solares iguales sino encalles anchas y angostas, que salen o cruzan a las principales, como algunos lugares de castilla. Es de sana temperatura, aunque bastante calurosa, por lo que suelen producirse algunas calenturas y mal de ojos, resultas de los vapores y ardentías del sol; aunque se templa mucho en la frescura de aquel gran río caudaloso, abundante en todo género de peces, así grandes como pequeños. Los campos provistos de muchos gamos, ciervos, jabalíes, que vulgarmente llaman puercos monteses, y antas casi del tamaño de una vaca... y suelen cogerse en las lagunas, donde generalmente viven muchos tigres, onzas, osos y algunos leopardos. Los montes se componen de mucha diversidad de árboles frutales de frutos dulces y agrios... Es la tierra muy agradable en su perspectiva, y de mucha cantidad de aves hermosas y canoras, que lisonjean la vista y el oído, así en las lagunas y arroyos como en los montes y campos, en los cuales hay avestruces y perdices en mucha cantidad. Finalmente, es muy abundante de todo lo necesario para la vida y sustento de los hombres, que por ser la primera fundación en esta provincia, he tenido a bien tratar de ella... por ser madre de todos los que en ella hemos nacido y de donde han salido los pobladores de las demás ciudades de aquella gobernación"...

 

 

NOTAS

 

(1) La historia de este adelantado y de su suerte final está relatada en CABEZA DE VACA EL INFORTUNADO, del mismo autor. N. del E.

(2) Se transcribe más adelante,

(3) Más tarde se prohibió expresamente plantar viñedos y olivares por real cédula incorporada luego a la Ley 7, Título 26 de las Leyes de Indias.

(4) Ceutí, oriundo de Ceuta, trasplantado por los árabes al Al-Andalús.

(5) Carta del 14 de abril de 1573. Colección Garay.

(6) "... y es tanta la desvergüenza y poco temor de Dios que hay entre nosotros en estar como estamos con las indias amancebados que no hay Alcorán de Mahoma que tal desvergüenza permita, porque si veinte indias tiene cada uno con tantas o las más de ellas creo que ofrende, que hay hombres tan encenagados que no piensan en otra cosa, ni se darán nada por ir a España aunque estuviesen aquí muchos años por estar tan arraigado en nosotros este mal vicio" (Carta de Gerónimo Ochoa de Eizaguirre. Asunción, 8 de Marzo de 1545). "... éstos son guaraníes y sírvannos como esclavos y nos dan sus hijas para que nos sirvan en casa y en el campo, de las cuales y de nosotros hay más de cuatrocientos mestizos entre varones y hembras, para que vea vuestra merced si somos buenos pobladores, si no conquistadores..." (Carta de Alonso Riquel de Guzmán. Asunción).

(7) Están relatados en CABEZA DE VACA EL INFORTUNADO, del mismo autor. N. del E.

(8) IRALA EL PREDESTINADO, del mismo autor. N. del E.

(9) RELACION ANONIMA DE LOS SUCESOS OCURRIDOS EN EL RIO DE LA PLATA...., DESPUÉS DEL DERROCAMIENTO DEL ADELANTADO CABEZA DE VACA.

 

 

 

 

CAPITULO X

 

PERFIL Y DIMENSION DE LA ASUNCIÓN COLONIAL

 

         LA RESEÑA biográfica de la Asunción colonial, con la breve referencia a los sucesos más notorios que en ella se desarrollaron, hace posible apreciar la dimensión total y definida de la población con sus perfiles característicos, desde su fundación hasta el día en que la voluntad de sus hijos la convirtió en capital de una república.

         El relato escueto de los hechos históricos demuestra cuán preponderante fue siempre la injerencia de la Iglesia en el gobierno político y en el comportamiento social. No podía ocurrir de otro modo en un dominio de los Reyes Católicos. Toda la historia de España es, en definitiva, una pugna religiosa.

         Se hace necesaria, pues, una ceñida revista de los sucesivos gobiernos eclesiásticos para completar el cuadro de la evolución colonial de Asunción. Hemos visto a la ciudad nacer, crecer, prodigarse, sufrir desmayos dolorosos y recuperarse denodadamente tras la adversidad. En ese proceso evolutivo de tres siglos, los representantes de la iglesia asuncena, parabién o para mal, jugaron siempre un papel tan importante como los propios gobiernos civiles. Desgraciadamente, se hizo más frecuente su influencia perniciosa. "La mala fama de la iglesia paraguaya -apuntaba Aguirre-, por los escándalos que han pasado, ha sido efecto de la gran distancia a superiores tribunales". En verdad, no siempre fue éste el único motivo. Tal circunstancia podía afectar sólo a la moralidad privada de los eclesiásticos.

         El medio en que gravitaron constituyo factor más preponderante, ya que el comportamiento del clero se ve casi siempre condicionado a la moral del pueblo con el cual convive. "La civilización de las Indias españolas, muy superficial, sin tendencias progresistas marcadas, dormida en una beatífica quietud... pero en ocasiones muy materialista y violenta, podía crear a su imagen sólo un clero inferior a sumisión e indiferente a los resultados de su obra. Si queremos juzgar imparcialmente al clero, no podemos separarlo de su ambiente. Dados los hambres con que hubo de tratar, tal vez realizó lo posible para evitar que fueran peores, e hizo cuanto razonablemente podía exigirse de él" (1). No debemos olvidar tampoco que durante un lapso que abarcó la mitad de todo el período colonial los representantes de la iglesia paraguaya debieron doblegarse bajo el peso de los intereses jesuíticos, anteponiéndolos a toda otra razón aunque contrariaran sus íntimas convicciones.

         Ya sabemos que el primer capellán de Asunción fue el presbítero sevillano Francisco de Andrada, nombrado por Irala el 11 de agosto de 1539 con un estipendio de treinta hanegas de maíz, diez de porotos, treinta pollos y cincuenta panacús de mandioca anuales. Vimos también que nueve años después, el 10 de enero de 1548, durante el pontificado de Paulo III, el emperador Carlos I creaba el obispado del Paraguay y Río de la Plata, con sede en Asunción. El primer obispo nombrado, fray Juan de Barrios, franciscano, moría en Sevilla poco después sin hacerse cargo de la diócesis. Su sucesor fray Pedro Fernández de la Torre fue el primero en llegar a la Asunción, a tiempo todavía para convivir los últimos días de Irala. Irala sabía cómo manejarlo; pero apenas desapareció el gran conquistador, el genio prepotente del prelado desatóse provocando las conocidas turbulencias de la época que ha recogido la Historia. El tradicional respeto religioso de Aguirre, como buen español, trata de justificarlo alegando que Pedro de la Torre "fue un obispo propio para los españoles de aquel tiempo".

         A esté obispo le tocó inaugurar la primera catedral asuncena, erigida por Irala. El acta labrada de una junta con los oficiales reales, realizada el 20 de marzo de 1551, sienta que, "cuando llegó a la ciudad, tomó posesión de su obispado en una iglesia que está encima de la barranca del río, donde antiguamente estuvo cierta fortaleza"... La referencia alude a la primitiva casafuerte y el dato es sumamente interesante porque esclarece su emplazamiento. "Con esto es visto -deduce Aguirre- que Salazar fundó la casafuerte al este del cabildo y cerca del puerto de Lucha, paraje de la antigua catedral". De paso, cabe la aclaración de que el nombre de Lucha, ya mencionado en esta etopeya, no alude a ninguna batalla sino al apodo de cierta mujer de genio alegre gane allí vivía.

         Don Pedro Fernández de la Torre quiso trasladar la catedral. Parece que para ello hizo tratos con un ermitaño de San Jerónimo, llamado Isidoro de Castro, pidiendole cediese la capilla o hermita qué tenía bajo la advocación de ese santo. Pero los oficiales reales negáronle al obispo los recursos para repararla. Aquella hermita dio nombre al barrio hasta nuestros días.

         Fray Luis de Solís, nombrado parta suceder a La Torre, murió en el Brasil el año 1573, antes que éste. Designóse entonces a Juan de Almaraz que también moría en 1576 sin hacerse cargo de la diócesis. La iglesia de Asunción estuvo, pues, con sede vacante hasta 1585, año en que se cree la ocupó fray Alonso Guerra, de la orden de los predicadores dominicanos.

         Haciendo honor a su apellido, a poco de tomar posesión de su iglesia, Su ilustrísima chocó con los oficiales reales por asunto de los diezmos. Pretendía que la Real Hacienda le entregara la mitad de los que correspondían al tiempo de sede vacante, destinando a la iglesia la otra mitad. Apostrofó violentamente desde el púlpito amenazándoles con la excomunión, pues sostenía que la administración de las temporalidades era de derecho divino y correspondía a su exclusiva jurisdicción. Hasta que el gobernador don Juan de Vera y Aragón lo exiló. La medida fue aprobada por la Real Audiencia de Charcas, que en marzo de 1587 expedía la provisión vulgarmente llamada la rabona, autorizando a los jueces ordinarios a exilar a cualquier eclesiástico que se negara a obedecer lo dispuesto por la autoridad real.

         Sucesor de Guerra fue don Tomás Vázquez Liaño. Murió el año 1598 en Santa Fe, sin consagrarse. Durante la prolongada sede vacante que siguió a su fallecimiento, visitó la Asunción en 1599 el ilustre fray Hernando del Trejo, obispo de Tucumán, acompañado de su provisor Rodrigo Ortiz de Melgarejo, hijo del arriscado Ruy Díaz Melgarejo. Aprovechando la visita Trejo ordenó a Roque González de Santacruz, otro criollo asunceno que por sus virtudes llegaría al martirologio en la evangelización de la provincia. Era entonces gobernador Hernandarias, medio hermano del obispo.

         En el año 1602 ocupó la sede episcopal de Asunción el franciscano fray Martín Ignacio de Loyola. Al año siguiente celebró el primer concilio sinodal que aprobó el catecismo compuesto en guaraní por el venerable fray Luis de Bolaños. El obispo Loyola moría cuatro años después, estando de visita en Buenos Aires. Era sobrino del santo de ese nombre.

         A Loyola sucedió el dominicano fray Reginaldo Lizarraga, que llegó a la Asunción en junio de 1609 y falleció en noviembre de ese mismo año. Este prelado fue quien asoció a las festividades de la provincia un segundo patrón, que los asuncenos de hoy han relegado al olvido: san Nicolás Tolentino, abogado contra la plaga de la langosta, que por entonces asolaba los cultivos aledaños de la ciudad. Otra larga vacante de sede transcurrió después de su muerte, hasta que se recibió en el obispado don Lorenzo Pérez del Grao, en 1618; pero al año siguiente lo trasladaron al obispado del Cuzco.

         La penuria de la diócesis del Paraguay y Río de la Plata era entonces la causa principal de las largas vacancias sucesivas. Los diezmos eclesiásticos se pagaban en frutos, de los cuales se había excluido ya la yerbamate, de fácil comercialización. Con tan mezquinos bienes temporales no podían vivir decentemente ni los canónigos que, en ese tiempo, se aumentaron de cuatro a seis. El cabildo eclesiástico representó a su Magestad la necesidad de aumentar esas rentas con seiscientos pesos anuales para cada prebendado, a costa de la Real Hacienda. Consultado el obispo Pérez del Grao, ya trasladado al Cuzco, informó que el año 1617 trajo a la mesa capitular el mayor diezmo recaudado hasta entonces: dos mil cuatrocientos ochenta y siete pesos. Con lo cual tocaba a cada canónigo poco más de cuatrocientos. Aconsejaba, pues, se concediera la mitad de la suma solicitada. Su Magestad dispuso por real cédula de diciembre de 1619 se les diera doscientos pesos a cada uno en moneda provincial de su real Caja, lo cual equivalía prácticamente el cobro en especie.

         La división del obispado del Paraguay y Río de la Plata, operada por entonces, era indudablemente el principal motivo de la presentación. El primer obispado del Paraguay, luego de dividida la diócesis, recayó en el dominico fray Tomás de Torres. Su encono contra el gobernador Frías, ya referido, le valió la expulsión y el abandono de su grey. Su sucesor fray Cristóbal de Aresti, monje benedictino, sufrió igual suerte. Esta vez fueron los jesuitas quienes lograron su exilio por haber osado enfrentar a la poderosa Compañía. Aresti alcanzó a celebrar en Asunción el segundo concilio sinodal, el año 1631, siendo luego transferido al obispado de Buenos Aires.

         Prosiguiendo la racha infausta para los prelados de Asunción, a la ciudad llegó entonces fray Bernardino de Cárdenas, con la suerte conocida. Eran los tiempos del omnímodo poderío jesuítico y la Compañía fomentaba las sedes vacantes cuando no lograba prelados de edad provecta que no pudieran inmiscuirse en sus asuntos o serviles instrumentos que defendieran sus intereses. En el primer caso estuvieron fray Gabriel Guillestique, que por su avanzada edad y delicada salud gobernó la diócesis con provisores; el mercedario fray Faustino de las Casas, fallecido en Asunción en agosto de 1683 y sepultado bajo el altar mayor de la nueva catedral; fray Sebastián de Pastrana, que tampoco pudo por su vejez hacerse cargo del obispado; el arcediano de Arequipa don Pedro Durana, que no tomó posesión del obispado por su notoria demencia. Su sucesor don Martín de Sarricolea también fallecía de puro viejo antes de llegar a la diócesis.

         Entonces entró a gobernar como obispo auxiliar el franciscano fray José de Palos, que con su inicuo servilismo a la Compañía contribuyera tan poderosamente a la pérdida de Antequera y a desatar las últimas revoluciones comuneras. "Tal vez no hubo obispo peor -reflexiona Aguirre-. Causa horror lo que de él se dice y, respecto a las contradicciones que se ofrecieron entre él y el señor Antequera, ellas se remiten a Dios... Falleció pobrísimo y penitente un viernes santo a la noche, el 4 de abril de 1788, y se enterró en la pascua en la sepultura de fray Faustino de las Casas"...

         Al obispo Palos sucedió fray José Cayetano Parravicino, de la misma orden. Había viajado a España desde el Perú a gestionar la diócesis para un hermano suyo con alta fama de ilustrado y literato. "Pero fue él quien se la apropió", comenta Aguirre. Solo la prudencia política del gobernador don Rafael de la Moneda pudo evitar que, por su afán de inmiscuirse en negocios ajenos, surgieran serias desavenencias en Asunción entre el gobierno civil y el eclesiástico, durante su obispado.

         Sucesivamente, asumieron luego el gobierno de la diócesis provisores criollos. Don Antonio González de Guzmán por el obispo Fernando Pérez Oblitas, que no se consagró, y el arcediano don Antonio Caballero de Añazco por los obispos Manuel Antonio de la Torre y Manuel López de Espinosa, que tampoco tomaron posesión del obispado. Caballero de Añasco dejó esclarecida memoria por el celo y el fervor con que trabajó en la difusión de la enseñanza religiosa y por el orden que introdujo en la práctica de los libros parroquiales.

         Fallecido Espinosa, fue electo el dominicano fray Juan José de Priego y Caro. Tomó posesión de su iglesia sólo por poder y sin haberla visitado moría poco después en La Plata. A pesar de esta circunstancia, trabajó bien por su obispado. Era un gran señor, culto, refinado y muy rico. A su celo debió Asunción las primeras gestiones para la fundación del Real Seminario de San Carlos. En su testamento, Priego legó a la iglesia asuncena su rico pontifical, ornado de oro y piedras preciosas, y cuarenta mil pesos de plata. Pero, hasta fines del siglo XVIII, todavía se litigaba infructuosamente su entrega con el fiscal de la Real Audiencia de La Plata, que aplicó ese caudal a otros gastos de la corona.

         Continuó la lista de los obispos en la centuria el franciscano fray Luis de Velazco, quien asumió el cargo en 1784, tras larga sede vacante. Durante su gobierno eclesiástico, Asunción fue dividida en tres parroquias. La de la catedral con su vice parroquia de San Roque, la de la Encarnación y la de San Blas. Comprendían toda la población urbana y se extendían a buena parte de las chácaras, especialmente la de San Roque, muy dilatada.

         Cuando ese obispo murió en esta ciudad, en el año 1792, fue sepultado en el convento de San Francisco. En sus días había ya en la provincia, ciento treinta y cuatro clérigos. A pesar de ese crecido número de sacerdotes, la iglesia del Paraguay seguía siendo muy pobre, aún en los períodos más prósperos.

         El último prelado del siglo XVIII fue fray Nicolás del Pino, tucumano llegado a la Asunción con el gobernador don Lázaro de Rivera. Estuvo al frente de la sede asuncena hasta 1807, fecha en que fue trasladado al obispado de Salta. Dos años más tarde, en 1809, llegaba para reemplazarle don Ignacio García de Panes, quien alcanzó los días gloriosos de la emancipación para vivir luego la vida de vejación que los años amargos de la dictadura de Francia le depararon era su desolada y trágica ancianidad.

 

         Existían también en la Asunción, casi desde los tiempos iníciales de su fundación, diversas órdenes religiosas y varias de ellas tenían asentados monasterios. El convento más antiguo de la ciudad parece haber sido el de Nuestra Señora de la Merced, construido ya durante el primer gobierno de Irala en el solar que ocupó más tarde el Colegio de los Jesuítas. Cuando éste se construía, todavía se desenterraban despojos humanos de su contiguo cementerio. En el año 1700 don Diego de Yegros, principal benefactor de la orden, donó tierras para nuevo monasterio. En tiempos de Aguirre el convento mantenía una comunidad de veinticuatro frailes y legos.

         Alvar Núñez Cabeza de Vaca concedió solar y medios para que los franciscanos Armenta y Lebrón fundaran el convento de Guadalupe. Cuando estos turbulentos misioneros abandonaron el Paraguay para regresar al Mbiazá, la orden de San Francisco erigió otro, cercano a la casa de Irala, cuyo recuerdo -al igual que el de la Merced- está íntimamente asociado a los sucesos más notorios de la historia colonial asuncena. Se levantaba en el paraje llamado después Ticú Tuya, solar desmoronado más tarde sobre el río. El año 1736 se empezó la fábrica de un nuevo convento franciscano donde primitivamente existiera la fundación de los jerónimos y su iglesia se consagro en octubre de 1748. En el siglo XVIII la orden contaba también con el convento de la Recolección -después llamada Recoleta- que entonces distaba una legua de la ciudad. Se asentó en tierras donadas por el presbítero José de Roxas Aranda y empezó a construirse en 1729.

         Los dominicos, que primitivamente cuidaban de la capilla de Santa Lucía y su Hospital, establecieron casa conventual en 1595, cuando vino a la Asunción el obispo fray Alonso Guerra, prelado de su orden. Ese año se les dio posesión de la iglesia de la Encarnación y, con pretexto de que tenían donación de tierras hecha por Martín Suarez de Toledo, apoderándose violentamente, el año 1627, de la Casa de Huérfanas y Recogidas convirtiendo el edificio en convento de la orden. Pero el año 1642 fueron expulsados por el obispo Cárdenas y se demolió el convento. Cuando, expulsado a su vez este obispo, pudieron regresar, hiciéronse cargo nuevamente de Santa Lucía y reedificaron el antiguo monasterio demolido. A fines del siglo XVIII mantenían una comunidad de treinta personas.

         Con la única excepción de la Recoleta, todos los monasterios cambiaron de sitio con el correr de los años y hoy es tarea difícil seguir el rastro de su ubicación primitiva. Seglarizadas posteriormente por Francia las comunidades religiosas, los conventos convirtiéronse en cuarteles o fueron demolidos por la implacable piqueta oficial cuando el dictador pretendió modernizar la ciudad.

         Aparte de la limosna real del vino y el aceite, que cobraban era la Caja de la Real Hacienda, estas comunidades -aún las mendicantes- tenían ganado y tierras. Los franciscanos recogían quinientas reses anuales en el siglo XVIII.

         Pero la Iglesia paraguaya era pobre, y esa pobreza crónica se reflejó en sus templos. Todos fueron, apenas, míseros galpones sustentados por vigas de lapacho o urundey, a los cuales se adosaba un frente más alto para prestarles un falso aspecto monumental. Solamente la artesanía desplegada en la madera labrada de sus altares y retablos, debida a artífices indígenas formados en los talleres franciscanos y jesuitas, les prestaba cierta jerarquía.

         Juan de Solazar erigió el primer templo de Asunción dentro del recinto de la primitiva casafuerte, bajo la advocación de la Encarnación de Dios. Cuando lo consumió el incendio de 1543, Cabeza de Vaca hizo edificar otro templo muy cerca del solar primitivo. El capitán Juan de Camargo dirigió la obra. Esa segunda iglesia fue reparada por Hernandarias en 1607. Estaba casi en ruinas y su techumbre dejaba ver retazos de cielo. Duró hasta fines del siglo XVIII, en que fue erigida nuevamente en el lugar que ocupaba antes la capilla de Santa Lucía. Este edificio convirtióse luego en el templo de Santo Domingo, como acabamos de señalarlo, trasladándose la iglesia parroquial de La Encarnación más al sur de la ciudad, al sitio que indican los planos de Julio Ramón de Cesar y de Azara. En este último emplazamiento se conservó por el resto de la era colonial, hasta que posteriormente, en el año 1889, lo devoró un incendio.

         La catedral tiene, entre todos los templos asuncenos, la historia más infortunada. Esta que hoy conocemos es la quinta. Se erigía siempre muy cerca de la barranca por motivos ornamentales. Y la erosión, sumada al material deleznable de su fábrica, impedían que perdurara. Aquella fundada por Irala en los días heroicos, y para cuyos retablos cortara personalmente madera en Buricaó cuando lo sorprendió la enfermedad que lo llevó a la tumba, sostúvose hasta el comienzo del siglo XVII. En el año 1603, Hernandarias ordenó la construcción de otra que tardó varios años en terminarse. Esta segunda catedral se mantuvo casi sesenta años, hasta el gobierno de don Juan Diez de Andino, que levantó la tercera. Corrió con las obras Pedro Domínguez de Obelar. Un siglo después, en 1788, el obispo Velazco ordenaba destecharla y convertirla en parroquia auxiliar de naturales porque amenazaba desplomarse, agrietada y socavada en sus cimientos por los raudales de las lluvias. La Encarnación ofició de catedral mientras se levantaba un nuevo templo. Entre las autoridades eclesiásticas y el cabildo suscitóse entonces un desacuerdo que apasionó a los asuncenos durante largos meses. Las primeras pretendían refaccionar el abandonado templo de los jesuitas para convertirlo en catedral; los municipales mostrábanse partidarios de reedificar la antigua iglesia. El gobernador zanjó el conflicto apoyado en un informe técnico de Julio Ramón de Cesar y ordenó la demolición del viejo templo jesuítico, en 1788. El ingeniero Cesar levantó un nuevo frente para la catedral y el coronel José Antonio de Zavala tuvo a su cargo la dirección de los trabajos utilizando materiales provenientes de la demolición de la iglesia jesuítica. La cuarta catedral se consagró el 30 de noviembre de 1791 y perduró hasta que don Carlos Antonio López erigió la actual.

         En la época colonial, el templo más importante de Asunción era indudablemente el de la Compañía de Jesús por su proporciones y riquezas; sólo ése tenía bóveda y cúpula, "pero a fuerza de arcos y ligazones, porque en lo substancial era de la especie de los demás". El tabernáculo y el altar mayor habían sido importados de España y su fábrica encomendada a los artistas más cotizados de la época. Fue muchas veces devastado y otras tantas lo volvieron a ornar con mayor magnificencia los jesuitas. Cuando el obispo Cárdenas expulsó de Asunción a los regulares de la orden, juzgando definitiva su victoria sobre ellos, trasladaron a la catedral sus imágenes y el altar mayor. Como no cabían en ella sus retablos, debieron achicarlos alterando sus armoniosas proporciones. Las imágenes de San Ignacio de Loyola y San Francisco Xaxier, repintadas y convertidas en San Pedro y San Pablo, resultaron "dos monstruos", al decir de Charlevoix. Aunque Charlevoix no estuviera nunca en Asunción lo afirma así en su historia.

         A estos templos deben sumarse también algunos otros. La Capilla de Santa Lucía, que por estar bajo la advocación de la abogada de la vista gozaba de alto predicamento entre la colonia española primitiva, siempre afligida por las oftalmías. La iglesia de San Blas, patrón de la provincia, refaccionada en 1596 por Hernandarias para parroquia de naturales y pardos, que fue demolida en tiempos del gobernador Alós; la iglesia de San Roque, erigida por voto de don Cristóbal Domínguez en Tacumbú, con hospital, de donde luego se trasladó      al centro de la población; la antiquísima hermita de San Jerónimo, que diera nombre al barrio donde se levantaba.

 

         Como consecuencia del criterio de la época y del espíritu que presidió el coloniaje, el desarrollo del culto divino no estaba en proporción con el de la cultura laica. A las dos escuelas de primeras letras fundadas por Irala sucedieron otras modestísimas, donde algún clérigo impartía primera enseñanza, reducida a la doctrina cristiana y al conocimiento del abecedario. El convento franciscano era otro precario centro de enseñanza. Daba a los niños instrucción primaria y religiosa muy elemental.

         Aunque también adoctrinara, el Colegio de los jesuitas no tenía de tal sino el nombre. Era un claustro de los que en España llaman colegiatas; pero, en la realidad, cumplía principalmente funciones de almacén comercial y de administración general de las misiones. Mantenía junto al rector una comunidad reducida de regulares que oficiaba de administradores y tenderos en sus dos prósperos comercios de la ciudad. El Real Seminario de San Carlos constituye, pues, el primero y único paso trascendente hacia la cultura intentado en la Asunción colonial. Tenía rango de universidad y cada colegial pagaba setenta y dos arrobas de yerbamate o su equivalente en plata como canon anual por el curso. Concedía también "veinte becas inclusas y seis reales libres, con la pensión de asistir a la catedral". Pero como entonces la ciencia no se había emancipado aún de la teología, la enseñanza allí impartida reducíase casi a esta última. Los asuncenos deseosos de alcanzar una cultura mayor debían recurrir a las universidades de Córdoba del Tucumán o de San Felipe, en Santiago de Chile, hasta que se creó la de Buenos Aires.

 

         Es tarea difícil dar una idea cabal, en apretada síntesis, de la administración colonial imperante en Asunción mientras estuvo bajo el dominio español. Porque la estructura política de la provincia evolucionó durante la era colonial, a medida que España ganaba experiencia colonizadora, y en concordancia con la legislación que las recopilaciones de leyes indianas iban recogiendo. Además, aún en una misma época, existían diferencias institucionales entre provincia y provincia.

         Durante el período heroico de la conquista que precedió a la colonización, la jefatura del gobierno civil y militar se concentraba en el adelantado. Este cargo existía de antiguo en la organización medieval de Castilla, por lo menos desde Alfonso X. Su beneficiario era una especie de funcionario real con atribuciones civiles, judiciales y militares bastante amplias, destacado en las regiones fronterizas recién ganadas durante la reconquista de la península ibérica. De ahí su nombre. Nada más natural entonces que los Reyes Católicos nombrasen adelantados para las remotas comarcas que el reino iba ganando en el nuevo mundo.

         Estos funcionarios lograban el cargo contratando con la corona compromisos de conquistar tierras ignotas y de establecer en ellas fundaciones, a cambio de retener para sí determinado porcentaje de beneficios y ciertas prebendas que el regateo de ambas partes contratantes fijaba en cada caso. Pero el costo expedicionario corría siempre a cargo del adelantado. La corona iba, pues, a puro beneficio, sin participar en los riesgos. Y ocurría muchas veces qué, cuando el botín logrado superaba los cálculos, la corona -como en el caso de Colón, Pizarro y Cortés- escamoteaba al afortunado adelantado los beneficios prometidos en la capitulación.

         El adelantazgo se capitulaba, generalmente, por dos vidas, aunque en ciertas ocasiones como la de Colón y Ortiz de Zárate se concediera el título honorífico a perpetuidad.

         Cuando el descubrimiento y la conquista abarcaron ya la dilatada dimensión de la América española conformando un imperio económico conciso, los reyes cesaron de otorgar adelantamientos para las "tierras ricas", tomando por su cuenta directa la administración; y, para las tierras sin minas que no ofrecían posibilidades de rápido enriquecimiento, no se ofrecieron ya interesados con caudales suficientes que invertir en la empresa.

         El inmenso imperio americano exigió la creación de un Consejo de Indias, ideado para asesorar a la corona en el gobierno de América, al igual que el Consejo de Castilla la asesoraba en el gobierno de la metrópoli. La enorme jurisdicción se dividió en dos virreinatos: el de Nueva España en el norte y el del Perú en el sur, pasando las provincias del Paraguay y Río de la Plata a depender de este último. Hasta que el desarrollo septentrional de la América del Sur demandó, en 1739, la creación del virreinato de Nueva Granada. Posteriormente, en 1776, se creaba también el virreinato del Río de la Plata. Esta última escisión, que separaba del gobierno de Lima las vastas regiones meridionales, constituyó una medida de emergencia, inspirada por necesidades militares del momento, para salvaguardar mejor de la voracidad lusitana territorios muy difíciles de vigilar desde Lima. Pero la permanencia del virreinato del Río de la Plata quedó asegurada en 1778 con el nombramiento de Juan José de Vértiz y Salcedo, que sucedió al primer virrey Pedro de Zevallos.

         Seis adelantados fueron nombrados para el Río de la Plata y de ellos sólo tres -Pedro de Mendoza, Cabeza de Vaca y Ortiz de Zárate- alcanzaron a ejercer el cargo en forma precaria y transitoria. Los dos Sanabria y el licenciado Juan Torres de Vera y Aragón no lo lograron. Parecía que un viento de tragedia y desventura desgarrase y abatiera sus pendones.

         Los virreyes dependían del Consejo de Indias, al cual -teóricamente- debían cuenta de sus actos; pero las verdaderas cortapisas a su despótica autoridad emanaban de las Reales Audiencias, enclavadas en jurisdicción virreinal con ciertas facultades legislativas que facilitaban su intromisión en el gobierno político. "Cabe preguntarse -reflexiona el historiador americano Haring- si la autoridad máxima de la colonia era la del virrey o la de la Audiencia". (2).

         La imprecisión de las atribuciones institucionales ocasionó así constantes y graves conflictos de competencia, de los cuales la historia de Asunción ofrece muestra evidente y repetida.

         La provincia del Paraguay dependía del virreinato del Perú hasta que pasó al del Río de la Plata y estaba sometida a la competencia de la Audiencia de Charcas, creada por Real Decreto de junio de 1559 e instalada en la ciudad de Chuquisaca cuatro años más tarde, con una vaga jurisdicción de cien leguas a la redonda, que abarcaba Córdoba del Tucumán; Chaco, Paraguay, Río de la Plata y el distrito de Cuzco. El gobierno local del Paraguay, hasta que se crearon las Intendencias, estaba constituido por un gobernador y capitán general, nombrado por cinco años, que ejercía poderes civiles, militares y judiciales. Junto a él -y a veces a pesar de él- funcionaba en Asunción el cabildo o municipio, la más noble, fecunda y trascendente institución indiana que era, en verdad, la única expresión auténtica de los intereses locales.

         Felipe II introdujo la práctica de vender los cargos indianos al mejor postor (3), lo cual no aseguraba precisamente buenos gobiernos para las provincias. También podían comprarse los regimientos del cabildo. Ya a principios del siglo XVI, la mayoría de los cargos municipales eran de propiedad privada o hereditarios. Pero, para bien de Asunción, aquí no se vendieron muy a menudo -con excepción del cargo de alférez real, que siempre se vendía- quizá debida a la pobreza ciudadana y a la correspondiente exigüidad de emolumentos.

         El antiguo cabildo castellano debió experimentar sustanciales modificaciones estructurales en su trasplante a las Indias. Como no cabe en esta apretada exégesis un estudio metódico de su evolución, bástenos sólo destacar que la magnífica eficacia de sus fueros primitivos viose paulatinamente cercenada hasta su total avasallamiento por el poder de virreyes, audiencias y gobernadores. La elección popular de cabildantes, establecida primitivamente por Irala cuando fundó el primer cabildo dé Asunción, fue suprimida de inmediato por el adelantado Cabeza de Vaca, quien traía en sus capitulaciones la facultad de repartir regimientos. Desde entonces, los regidores eran nombrados por la corona o por el gobernador. Además, la competencia del cuerpo capitular fue disminuyendo, paulatinamente hasta reducirse, ya en el siglo XVI, casi a la policía de la ciudad y a las meras funciones judiciales. El número de sus componentes varió con el tiempo. En Asunción, el cabildo se componía generalmente de un alcalde mayor, que dirigía la policía de la ciudad; de dos alcaldes ordinarios -de Primer y Segundo Voto-, a cuyo cargo corría la función judicial; del alférez real o portaestandarte del cuerpo; del Fiel Ejecutor, inspector de pesas y medidas que también controlaba el mercado de alimentos; del Síndico, receptor de penas, recaudador de las multas municipales y especie de tesorero del cuerpo, del Procurador y de un corto número de regidores que variaba de dos a seis. Había, además, otros funcionarios que debían considerarse como integrantes del municipio: el alcaide de la Mesta, jefe de la Santa Hermandad o policía rural y encargado de los asuntos relacionados con la ganadería; y el escribano de cabildo, que oficiaba de secretario de actas. En los primeros tiempos de la colonia, los oficiales de la Real Hacienda podían participar en las deliberaciones del cabildo con voz y voto; pero en el año 1622 fueron privados de esa facultad.

         Estos oficiales de la Real Hacienda, o simplemente oficiales reales, constituían otra institución característica de la administración indiana. Según Solórzano, "se establecieron en las Indias a imitación de los que servían a la comuna de Aragón en las aduanas y tablas, donde se cobran los derechos de puertos y los títulos de los oficios fueron imitados de los que servían en la armada de la corona de Castilla" (4). Tenían a su cargo la percepción fiscal de la colonia, con autonomía completa de la autoridad gubernamental. Nombrados directamente por la corona, no podían ser removidos por adelantados, virreyes, audiencias ni gobernadores, inamovilidad que acrecía su arrogancia creando muy a mentado serios conflictos de competencia. Tal independencia estaba justificada por la representación que investían. Representaban los particulares intereses del rey en la distribución de utilidades, que inicialmente eran antagónicos a los de los conquistadores. Cuidaban que la corona no fuera estafada por éstos en el negocio social creado por la capitulación.

         Al principio del coloniaje fueron cuatro los oficiales reales destacados con cada gobierno indiano. El contador, encargado de contabilizar las percepciones y gastos; el tesorero, guardador de la Caja Real; él factor, que administraba la recaudación en especie atendiendo a todas las transacciones comerciales que implicaban bienes reales; y el veedor de fundiciones, que vigilaba la explotación minera y el ensayo del metal deduciendo el quinto real.

         Más tarde, con el correr del tiempo, estos funcionarios fueron reducidos a tres y después a dos, subsistiendo sólo el tesorero y el contador. Cuando la Caja Real de Asunción se tornó subsidiaria de la de Buenos Aires, este último también fue suprimido en la ciudad y únicamente quedó el tesorero, encargado de la Caja Real, que remitía periódicamente a la de Buenos Aires lo recaudado. Pero el estanco del tabaco, dispuesto en el año 1779, hizo necesaria nuevamente la inclusión del factor en la administración colonial, encargado exclusivamente de cuidar ese monopolio.

         Tal era, esbozada a grandes rasgos, la organización política imperante en Asunción durante el coloniaje.

 

         La administración de justicia no podía ser más precaria en esta lejana ciudad mediterránea, enclavada en el corazón de las Indias Occidentales y casi olvidada a causa de su pobreza. Durante el primer período colonial, vida, honra y bienes de los súbditos dependían de adelantados y gobernadores quienes, con más conciencia que sabiduría jurídica, imponían sus fallos, recurribles ante el Consejo de Indias, antes de que fueran establecidas las Audiencias. Hemos tenido oportunidad de revisar algunos bandos que son muestra acabada de esa potestad, entre los cuales destacan los de Felipe de Cáceres y Hernandarias. Un acta capitular conservada en el Archivo Nacional de Asunción informa de cierta disposición tomada por Garay para contener la arriscada condición de los mestizos asuncenos. Aguirre la comenta en su DIARIO; "Para dar la más cabal idea de la grande facultad del gobierno antiguo, quiero citar en este lugar un bando del célebre general Juan de Garay. Se publicó el día 5 de julio de 1582, en que dice que, porque los mancebos andan sin temor de Dios, inquietando a los vecinos, se da licencia para que, sin incurrir en pena, los que tengan hijas maten a los que de noche asalten sus casas, aunque estén caídos sus corrales, para que se ataje tanta desvergüenza". En aquellos rudos días heroicos, los mancebos de garrote debían, pues, rondar a las mozas con riesgo de sus vidas.

         Creadas las audiencias, éstas fueron los tribunales de mayor jerarquía dentro de sus respectivos distritos y actuaban al mismo tiempo como consejo consultivo del virrey o capitán general. Pero antes de establecida esta jurisdicción, el problemático recurso de apelación debía llegar a los puertos y atravesar el océano. La autoridad virreinal de Lima y la Real Audiencia de Charcas no repararon en mucho, para Asunción, el inconveniente de la distancia, agravado por la frecuente parcialidad o venalidad de sus fallos. Sobre esta última circunstancia, hemos visto más de una queja de los procuradores de la ciudad lamentando que siempre salían perdiendo, en la defensa de los intereses locales, debido a la pobreza de Asunción.

         Consecuente con el proceso evolutivo de la colonia se operó, naturalmente, una lenta modificación de ese temperamento arbitrario hasta conformarlo con un criterio más racional y adecuado. Pero la conciencia jurídica nunca llegó a evolucionar suficientemente. "Así debe comprenderse -escribía Aguirre a fines del siglo XVIII- que al gobierno se le han disminuido algunas facultades que son de privativa autoridad ya más inmediata; tales son la elección y nombramiento de justicias, el tribunal de apelaciones y la vida de los culpables, la que hace más tiempo se les suprimió". El proceso de Pedro Regalado Jara, que hemos relatado, es ejemplo elocuente del criterio de la justicia colonial.

         En este medio de arbitrariedad y desamparo jurídico debe anotarse, por contraste, la inoperancia del Tribunal de la Santa Inquisición en el Paraguay. Es cierto que nunca se juzgó necesario el funcionamiento en Asunción de ese cuerpo que en España inspiraba santo terror. Establecida en las Indias por Felipe II, funcionaba uno en Lima; pero ante la temida cruz verde de ese tribunal nunca llegaron casos notorios de esta provincia, cuya vida cotidiana no siempre estuvo inspirada en la más pura ortodoxia católica. En Asunción, la Santa Inquisición continuó nominalmente representada por la autoridad de los obispos.

 

         La organización militar de la provincia fue uno de los resortes más singulares en la dimensión de esta colonia. Distingue netamente al Paraguay de otros centros, del dominio español. Desde los albores del coloniaje, los asuncenos fueron, además de labradores y ganaderos, un pueblo militar que trabajaba la tierra y pastoreaba sus reses con el arma al brazo, como bien lo destaca el notable informe de Lázaro de Ribera. "El glorioso título de militar conviene a la provincia del Paraguay -afirma Aguirre-. Desde su fundación hasta ahora ha estado con las armas en la mano, con más o menos fatiga, mayores o menores enemigos". "Paraguay ha sostenido la guerra por dos siglos -agrega- y, por consiguiente, pocas de las Indias podrán igualarla en las glorias nacionales y "renombre militar". Pero lo curioso y característico del sistema es que en esta parte del dominio español la monarquía nunca necesitó costear guarniciones, a pesar de ser frontera con los dominios portugueses del Brasil, a pesar de las depredaciones bandeirantes y de las luchas seculares y perennes sostenidas contra el indio indomeñado. En otros lugares de América, los conquistadores guerrearon, es cierto, contra el indígena hasta reducirlo; pero luego de logrado el empeño, apenas necesitaron ya hacer frente a alguna que otra tentativa de rebelión. Por el contrario, el Paraguay, donde el conquistador se alió inicialmente con el cario guaraní, debió luchar sostenidamente contra otras razas indígenas -enemigo común- durante todos los años que duró el coloniaje. Así proliferaron criollos y mestizos endurecidos en la lidia, de raras virtudes guerreras, que sostuvieron la organización militar de la provincia "a su costa y minción", como honrosa carga pública que no se piensa nunca en eludir. "La voz de que sólo son obligados al servicio los encomenderos es quimérica -afirmaba Aguirre- siempre ha sucedido haber servido los que no lo eran"... Y los informes de los últimos gobernadores le dan la razón.

         "Los antiguos establecieron el gobierno de las armas conforme al estilo de su tiempo -agrega el cronista-. El gobernador era capitán general y bajo sus órdenes y por su creación había maestres de campo, castellanos, sargentos mayores y demás subalternos. Las insignias eran bengalas, hachuelas, venablos, en todo lo cual hubo conformidad con el ejército español. Todos eran soldados, aunque hubo siempre determinado batallón en la plaza, nadie se exceptuaba de ser alistado para las jornadas".

         Un bando del gobernador Alonso de Vera y Aragón nos da curiosos detalles del armamento que a fines del siglo XVI se exigía al soldado. "Que todos vengan a reseñar a la plaza el día de San Pedro -ordena-; cada uno con su caballo ensillado, con espuelas y lanza y arcabuz, con una libra de pólvora y una libra de plomo, y un escaupil o cueza y una celada, pena de diez pesos al vecino y cinco al forastero para gastos de guerra si no registra cada soldado el dicho armamento". Se refiere al escaupil, sayo de armas que usaban los mejicanos, confeccionado con tela de algodón acolchada, para defenderse de las flechas. La cueza o cuezo era el antiguo brial o guardapiés.

         Primitivamente, sólo los nobles llevaban armaduras y combatían montados. Más tarde, la abundancia de equinos facilitó la caballería. Hernandarias elevó a seis el número de caballos de guerra que se exigía al soldado pasa las expediciones. Desde los días de Irala, se fabricaba pólvora en Asunción con el salitre impuro extraído de los barreros del Salado y Lambaré.

         Con este régimen militar, independiente, es fácil colegir que el gobernador se bastaba para repartir los grados, promover los ascensos y decretar las reformas. En los primeros tiempos del coloniaje, el soldado de la provincia -al igual que en España- no llevaba uniforme, aunque los caballeros nobles estilasen el uso de arreos que denotaran su condición castrense. Con pocas variantes, "así se manejó el Paraguay conformándose en lo posible con el sistema antiguo hasta los días de don Agustín de Pinedo. Este gobernador fue quien introdujo el uniforme, las insignias y el estilo moderno que no hacía tampoco mucho tiempo había adoptado nuestro ejército español en la metrópoli", cuenta Aguirre.

         El uniforme que se dio a las milicias consistió en casaca y calzón azul, chupa vuelta, collarín y divisa encarnados, con botones de plata. La caballería tuvo el mismo atuendo pero con solapas rojas. La erogación del uniforme no recaía sobre la Real Hacienda. El soldado debía costeárselo, y era lógico entonces que la tropa siguiera vistiendo de paisano. Estaban ya lejanos los días heroicos de las brillantes armaduras, los yelmos empenachados y los pretales con cascabeles de bronce para imponer pavor en las batallas al indio pedestre.

         Esta milicia ciudadana cubría el servicio de plaza en Asunción y las guarniciones de los distintos presidios de río abajo y río arriba, que velaban por la seguridad de la ciudad contra los malones indios. "Quien oyere presidios -comenta el cronista que seguimos-, fuertes y guardias, pensará son fortificaciones de algún respeto; pero no hay nada de ello. Como el objeto es contener los indios infieles, ha sobrado un cerco de palo a pique, dentro del cual se pone un rancho para la gente". Solamente el presidio de Arecutacuá, refaccionado en tiempos del gobernador Moneda, estaba construido en piedra, con pretensiones de castillo. En el Archivo Nacional de Asunción se conservan los planos de la fortificación.

         Sólo a fines del siglo XVIII comenzó a racionarse a la tropa a costa del erario. "Antes se quejaban porque se veían obligados a comer a su costa -informa Aguirre-, hoy más quisieran no tener ese consuelo. Con el pretexto de la comida, la mitad de la guarnición se iba; hoy no se va y les duele más".

         Ya en las postrimerías de ese siglo, durante el gobierno de Pinedo, se disputaron el cargo de maestre de campo -que equivalía a la jefatura del ejército- los sargentos mayores José Espínola, Atanasio Cabañas y José Antonio Yegros, descendiente este último de vieja y noble estirpe militar en la provincia. El gobernador trasladó la contienda al virrey Vértiz quien dispuso se redujesen las milicias a tres regimientos, de cada uno de los cuales debían ser coroneles los postulantes. Así se reorganizaron las fuerzas militares en regimientos de caballería con cuatro escuadrones compuestos de doce compañías, de sesenta y ocho hombres cada una, incluso sus oficiales, dos sargentos y cuatro cabos. La plana mayor se ciñó a un primer comandante, un segundo que era sargento mayor, dos primeros capitanes de compañía y un capellán. Los tres cuerpos debían componer un total de dos mil quinientos hombres. Además de esta fuerza, se mantuvieron en la plaza cuatro compañías de infantería, cada una de cincuenta y siete hombres, incluso sus oficiales, dos sargentos, cabos y un tambor. Existía también una compañía de artillería con cincuenta soldados, en la cual militó largo tiempo García de Francia padre del dictador; pero ella contaba sólo con cuatro viejas piezas de bronce. Tampoco la infantería ni la caballería estaban mejor armadas, si nos atenemos al mensaje del gobernador Pinedo y a posteriores documentos del tiempo de Velasco.

         En cambio de esta nueva organización militar en la provincia, se disolvió la antigua y tradicional compañía de reformados, compuesta por la nobleza que había servido durante su mocedad y sólo se reformaba para servir de guardia personal al gobernador, o defender la ciudad de los malones indios.

         La tropa de la plaza de Asunción fue la única que se racionó por su pesado servicio policial de la población. Había sustituido a las antiguas rondas de guaicurues, guatataes y yapirúes, que antes corrían las calles arenosas precedidas del alguacil. El servicio de prima noche era cubierto por un piquete de infantería que a las doce entregaba la guardia a otro de caballería. Las tropas se relevaban todos los domingos y tenían su cuartel en las casas capitulares.

         Tal era la milicia provincial que en las postrimerías del período colonial remplazó a los heroicos y esforzados guerreros que ensancharon fronteras en la arisca tierra nueva con el filo de sus tizonas.

 

         El desarrollo edilicio de la ciudad nunca adquirió jerarquía, quizá debido a las circunstancias ecológicas antes apuntadas. Pero al clima benigno, la desidia atávica y la falta de tradición constructiva en el ancestro indígena, trasmitida al mestizo, debe añadirse, como causa principal, la pobreza de sus habitantes. Los templos constituyen siempre, en las sociedades de ese tiempo, la expresión más representativa de la arquitectura ciudadana. Y ya sabemos cuán pobres eran los de Asunción. Aparte de ellos y de los conventos, los únicos edificios públicos de cierta categoría eran el Colegio de los jesuitas -transformado en Casa de Gobierno y Cajas Reales- y el cabildo. "Las casas capitulares son humildes -informa Aguirre-. Su torre, aunque de horcones como todas las demás casas, tiene la diferencia de estar revestida de cúpula de ladrillo; y en ella hay un reloj, bueno en tiempos de los padres jesuitas, de quienes era. Es el único de campana, por lo que todavía se está en el caso de multiplicar los cuadrantes solares".

         Mas, a pesar de sus modestas proporciones edilicias, Asunción era en las postrimerías de la época colonial una pequeña ciudad placentera cuya pobreza, fealdad y desaliño quedaban disimulados por el hechizo que fluía de la hermosura de sus arboledas, de su tupida vegetación tropical; por la belleza de su cielo, de sus pájaros y sus flores. Todavía hoy, cuando escribo estas líneas con el balcón abierto sobre el crepúsculo estival, a pesar de sus primeros rascacielos y del ruido del tránsito, embalsama el aire el intenso perfume de sus jazmines, mientras las cigarras horadan la tarde. Lo cuento a los asuncenos del futuro.

         Las casas particulares eran generalmente muy amplias, con extensos patios y corrales para permitir la cómoda entrada de carretas y de la res que semanalmente mataba una familia, traída a lazo por los arrieros. Tal característica las espaciaba unas de otras, extendiendo el área ciudadana. Esta costumbre de las carnicerías particulares y las provisiones suministradas por las propias chácaras se prolongó hasta mucho después de la emancipación política. Parece que Asunción tuvo su primer mercado público sólo el año 1786. En el hogar se fabricaba el dulce, "que lo hacen muy rico, el pan, el bizcocho, la chipa, las velas y otras ocupaciones de familia en que son muy hacendosas las mujeres" (5). La industria casera de los dulces constituía una especialidad asuncena altamente apreciada en Buenos Aires y Santa Fe.

         Las casas, con techo de telas acanaladas y gruesas paredes de adobe, se sustentaban con horcones de lapacho y urundey. "Como el clima es ardiente -comenta Aguirre- la regla que se sigue es de mucha correspondencia. Los cuartos son grandes, la luz clara y el viento se pasea por todos lados, a lo que ayuda el mal ajuste de las puertas y ventanas. Rejas, corredores y otras cosas, todo era de balaustrería de madera, pero ahora las hay y se ponen comúnmente de hierro, labradas al estilo moderno. Los pibotes de madera de las puertas van cediendo lugar a los goznes. El uso de los cielos rasos tiene lugar, y como el enladrillado de buen material es corriente, se debe decir que las casas principales quedan muy regulares. Lo interior es en ellas decente; no faltan algunos útiles de menaje finos, las buenas maderas, que tienen colgaduras de éste o aquel género, y aún tales o cuales espejos. Pero era términos de descripción general de la provincia, diremos que la gente se contenta con pasarlo bien, sin vanidad, que las casas no tienen adornos y que la generalidad de ellas se reduce a los ranchos de tapia francesa blanqueada con tierra blanca o tobatí". El frente de las viviendas estaba formado, generalmente, por corredores externos con pilastras de madera y aún de mampostería, reminiscencia de los castizos soportales españoles muy apropiada al clima. El de otras era completamente liso, sin más ornamentos que su ringla de ventanales enrejados y tal o cual modesta ménsula labrada en adobe.

         El barroco español no hizo impacto en esta lejana ciudad mediterránea de tan fuerte resabio indígena. En sus calles del ayer colonial no se levantó una sola portada plateresca. Aunque Asunción tenía canteras en Tacumbú, al alcance de la mano, ningún frontispicio se labró en piedra para perdurar con pátina de siglos. Pudiendo ostentar fachadas con los blasones más esclarecidos de Indias, fue sólo un poblado de casas de adobe, pobre, simple y chato, encostrado en la roja tierra arenisca y en la verdura vibrante del paisaje.

         La vida cotidiana de sus habitantes correspondía a tal arquitectura. Vida sedentaria, sin apremios, afanes ni curiosidades; con dichosa y estupenda ignorancia del mundo arcano. "No son ricos -decía de ellos Aguirre- pero tampoco existe la verdadera pobreza. Su trabajo no es extremadamente pensionado con la necesidad del pan de cada día y, por consiguiente, bajo un clima caluroso, son los provincianos de espíritu sosegado, de corazón benigno, hospitalarios y obsequiosos. Las gracias de la naturaleza les son concedidas y no es escaso el hermoso color, lo que igualmente no se observa en otros países, que no son al parecer adecuados. En la ciudad se manejan las gentes con finos modales, sin que les falte lo riguroso de las etiquetas... Los alimentos son abundantes y sanos, y no dañosos y escasos, como son comunes en otros pueblos... A poco de mi llegada presencié convites de cuarenta cubiertos, en los que observé la crianza y regularidad de todos los patricios. Y las mesas me dieron igualmente sobrada idea de lo injusta que es la voz del público respecto de la provincia. Eran abundantísimas, servidas de plata labrada y por considerable número de criados. Fuera de las mesas, en el público y en las salas, advertí igualmente que las señoras vestían bien y les era, como a los hombres, muy corriente el buen modo y la atención... Las familias patricias se inclinan particularmente a la campaña; la estancia es su mayor anhelo; el caballo y sus arreos su principal lucimiento. Aunque vayan descalzos, no faltan espuelas de plata, de libra cada una, las rodajas corresponden, y por eso no es extraño haber leído en un auto de don José Antequera poniéndolas entre las armas prohibidas. Aunque se vayan a la campaña, conservan el aseo de sus personas; en sus casas y con su manejo prueban que es muy superior la gente del Paraguay a la de las provincias meridionales. Se trasciende, aún entre la pobreza de sus lienzos, la nobleza de sus prosapias y todavía se conservan muchas familias con conocida descendencia de los antiguos pobladores. Lo que realmente no lo cuentan las más de las Indias". (6).

         Esta ajustada descripción del cronista corresponde a las viejas familias tradicionales del patriciado. Clase selecta y reducida. Al final del coloniaje, los españoles peninsulares y criollos de Asunción no pasaban de tres mil personas, siendo los primeros mucho más reducidos. A su lado y en perfecta convivencia, medraban los mestizos, constantemente acrecentados, de características ya anotadas, con más defectos que virtudes pero hermosos y fuertes. La única desigualdad social, tremendamente injusta por cierto, consistía en excluirlos, generalmente, de los cargos públicos importantes. Y aún los propios españoles criollos se veían relegados por los peninsulares.

         Los pardos y mulatos libres constituían otra parte relativamente importante de la población. Hay que destacar, sin embargo, que la fundación de Emboscada y Areguá y la provisión de soldados para las guarniciones de los presidios habían raleado considerablemente el vecindario de Asunción del aporte racial negro. También debe señalarse, como notable característica sociológica, que en Asunción las variantes étnicas originales nunca engendraron irritantes diferencias sociales. Las clases estaban, quizá, armonizadas por el rasero de la pobreza y los rígidos moldes de la vida patriarcal. "Se vive con libertad -afirmaba Aguirre- y se dice todavía que es tierra de los iguales". ¡Qué magnífica condición!

         La idiosincrasia de este pueblo era, pues, de la más pura tradición hispana pero modificada con ciertas variantes de costumbre y sentimiento por el "rudo y primitivo escenario de su desarrollo y por el crecidísimo aporte guaraní, tan potente que preservó hasta su idioma.

         La misa de alba y el rosario familiar de la tarde abrían y cerraban la diaria jornada. Los almuerzos copiosos y las cenas frugales; la vida sencilla, los pocos afanes y la numerosa servidumbre regalaban muchas horas libres para el mate y el ruedo. Cortas tertulias nocturnas, a las cuales concurrían las familias acompañadas por muchachas y peones del servicio y precedidas por el mulatillo portador del farol, para preservarlas del peligro de los zanjones en las calles oscuras. Algún sarao ocasional festejando onomásticos, bodas y bautismos, festividades religiosas y funciones patronales. Esa era toda la vida de la ciudad.

         Refiriéndose al pueblo, relataba el cronista que seguimos: "Prosiguen dominantes los cantares y bailes antiguos españoles, no faltan entre los provincianos frecuentes ocasiones de entretenimiento y la satisfacción seria entre ellos. Pero el chiste que se les concede es otra de las especies sin fundamento porque piensan para responder una palabra y esto no por socarronería ni por no serles natural el castellano, que entienden y hablan cuando quieren, sino por tranquilidad del alma. Con todo, se ríen infinito de cualquier simpleza que sea en un idioma u otro. En obsequio de la gente principal, es menester decir que procura que en la educación de sus hijos se arraigue el castellano; pero no toda la provincia tiene cuidado de hacerlo y es una lástima que prosiga como preferente entre los españoles la lengua guaraní". Porque en el Paraguay ocurrió un fenómeno sociológico curiosísimo. Debido al copioso aporte cario en la mestización de la colonia, no sólo conservó el pueblo mestizo la preponderancia del idioma guaraní, sino que también lo impuso a la población blanca. Como el guaraní estaba en la calle, en el mercado, en el trato familiar del hogar, era corriente que el criollo lo prefiriera al castellano hablándolo con soltura y con mengua de la corrección idiomática de este último. La costumbre -despótica señora- ha impuesto lastimosamente su persistencia. Porque se piensa siempre en el idioma que mejor se domina y el verbo modela así el alma de los pueblos. Guía el razonamiento para la estructura de la idea y educa el sentimiento. El predominio sobre el castellano de un idioma sin escritura ni literatura, impotente para expresar ideas abstractas, influyó poderosamente en la formación social del pueblo paraguayo, alejándolo de la cultora occidental y manteniéndolo sumido en el instinto aborigen. Gravitó así en su comportamiento, votación y destino.

        

         El aislamiento impuesto por la geografía influyó también poderosamente en la estructuración de esta idiosincrasia. Mientras en el Perú se había establecido ya, en el año 1561, un sistema de correos dotado de cierta regularidad y eficacia, el Paraguay no lo conoció hasta las postrimerías de la era colonial. A la Asunción no llegaron nunca los tenientes del Correo Mayor de Indias, que desde 1769 quedó organizado en España.

         Los jesuitas tenían establecido por su cuenta un sistema de correos para enlazar sus misiones, comunicar con el superior de Candelaria y, desde allí, con el provincial de Córdoba. Aprovechando su precaria organización, el gobernador de Buenos Aires don Pedro de Zevallos estableció en 1737 un servicio de comunicaciones entre esa ciudad y las Misiones; pero su carácter fue puramente oficial y reservado. "Un mes antes de hacerse efectiva la incorporación de todos los correos terrestres de Sudamérica a la Real Renta de Correos de España y de las Indias; el administrador del Correo Marítimo en Buenos Aires, don Domingo de Basavilbaso se dirigid al gobernador del Paraguay don Carlos Morphy proponiéndole un método por el cual se conduzcan las correspondencias del Estado y del comercio particular del Paraguay al puerto de Buenos Aires. Como primera medida se designó, para hacerse cargo de esa correspondencia, a un oficial real en Asunción, recayendo el nombramiento en don Juan Bautista Goyri. Tomó posesión del cargo el primero de julio de 1789 y continuó en él hasta el año 1774, con el quince por ciento de comisión sobre el producto de la renta. En esa época, la tarifa postal para las cartas sencillas entre Buenos Aires y Asunción importaba un real y medio, pagándose cinco pesos por el despacho de un correo extraordinario". (7). Pero esta correspondencia viajaba como podía. Generalmente, en las garandumbas que navegaban cargadas de yerbamate desde Asunción hasta Santa Fe y Las Conchas. Posteriormente, se organizó un "correo ordinario" terrestre con una carrera de postas. Estas partían de Asunción y llegaban al puerto de Itapúa pasando por Yaguarón, Villa Rica y Bobí. De Itapúa pasaban a Candelaria, Corrientes y, atravesando nuevamente el Paraná por la Bajada, seguían a Santa Fe, Capilla del Rosario, San Nicolás, Zárate, Las Conchas, San Isidro, para llegar a Buenos Aires. Los "chasques" o postillones llevaban un escudo de plata con las armas reales prendido al pecho como distintivo y se relevaban en ciertas etapas. De Itapúa a Bobí y de Bobí a la Asunción. Por el peligro de los tigres, generalmente viajaban dos correos juntos, a caballo, portando la valija de cuero de la correspondencia. El servicio era mensual.

         Desde la creación del servicio de correos, fueron administradores del mismo en Asunción don Juan Bautista Goyri, desde 1769 hasta 1774; don Nicolás Vicente de Igareda y Barrera, desde 1774 hasta 1780; don Pedro José Recalde, desde 1780 hasta 1789; y don Bernardo de Jovellanos desde 1789 hasta la independencia. Por falta de numerario, las tarifas se cobraban al remitente en Asunción, a cuatro libras de yerbamate correspondientes al real y medio del franqueo; y la Caja de la Real Hacienda las compensaba en Buenos Aires con cargamentos de yerbamate, tabaco y algodón. En marzo de 1793, el administrador don Bernardo de Jovellanos creó una carrera transversal de postas entre Villa Rica y Caazapá.         En 1807, otra más entre Asunción y la Villa Real de Concepción. Cuando se produjo la emancipación de la provincia, el gobierno patrio organizó la Administración Nacional de Correos conservando gran parte de la estructura del correo colonial.

        

         En lo económico, pocas fueron las variantes experimentadas por la Asunción colonial a lo largo de toda su historia. Los períodos de pujanza, decadencia y resurgimiento se cumplieron en los ciclos ya enunciados obedeciendo preferentemente a los factores políticos, que hicieron su juego, antes que a un sistema de comportamiento económico. Bienestar y penuria no se opusieron nunca con perfiles muy acusados. La riqueza de Asunción fue siempre agropecuaria. La exportación de yerbamate, de cueros, de madera, de algodón, de tabaco o de otros señalados productos agrícolas eran los únicos recursos susceptibles de permitir un moderado enriquecimiento.

         Cuando los viñedos se perdieron paulatinamente, sin que fuera factible reponerlos, desapareció la industria del vino; pero pronto viose sustituida por la del ron, que en los últimos tiempos coloniales convirtióse en producto de exportación bien cotizado en las provincias meridionales. Aquí le quedó a la bebida el nombre de caña, no por alusión a su origen, la caña de azúcar, sino por corruptela idiomática referida al recipiente en que se bebía.

         - Vamos a bebernos unas cañas de aguardiente - dirían probablemente los andaluces de antaño, y cañas siguieron llamándolas, confundiendo el continente con el contenido. Nacido en las Antillas, el ron fue primitivamente bebida de bucaneros y mulatos, hasta que Inglaterra lo descubrió.

         Toda la fortuna del asunceno debía, pues, limitarse a la estancia y la chácara sumadas al bienestar de la casa cómoda, el moblaje modesto y la platería abundante. Pero eso era todo.

         El precario comercio estaba acaparado por los peninsulares, con tácito consentimiento de los criollos que siempre prefirieron ser estancieros o simples chacareros. Pero la exportación o el negocio de tienda abierta en la ciudad sólo permitían a sus beneficiarios un enriquecimiento bien módico con las dificultades creadas por la falta de numerario, que la rutina prolongó hasta el final de la era colonial.

 

         Esbozados a grandes rasgos, tales fueron los perfiles más acusados de la Asunción colonial, apreciada en su dimensión total. Si es cierto que esta vieja ciudad no pudo, por penuria, legar a sus hijos piedras ilustres y altos monumentos enaltecedores, nos legó, en cambio, su historia heroica y pródiga. Es también herencia perdurable

 

 

NOTAS

(1) C. H Haring. EL IMPERIO HISPANICO EN AMÉRICA.

(2) C. H. Haring: opus cit.

(3) León Pinelo: TRATADO DE LAS CONFIRMACIONES REALES.

(4) POLITICA INDIANA.

(5) Se debe decir chipa, y no chipá. La palabra no es guaranítica sino quechúa, venida del Perú. Equivale a pan.

(6) Aguirre: DIARIO.

(7) Walter B. L. Bose: El correo en el Paraguay. Anuario de la Historia Argentina. - V. II. Año 1940.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 





Bibliotecas Virtuales donde se incluyó el Documento:
FOLKLORE,
FOLKLORE, TRADICIONES, MITOS Y LEYENDAS DEL P



Leyenda:
Solo en exposición en museos y galerías
Solo en exposición en la web
Colección privada o del Artista
Catalogado en artes visuales o exposiciones realizadas
Venta directa
Obra Robada




Buscador PortalGuarani.com de Artistas y Autores Paraguayos

 

 

Portal Guarani © 2024
Todos los derechos reservados, Asunción - Paraguay
CEO Eduardo Pratt, Desarollador Ing. Gustavo Lezcano, Contenidos Lic.Rosanna López Vera

Logros y Reconocimientos del Portal
- Declarado de Interés Cultural Nacional
- Declarado de Interés Cultural Municipal
- Doble Ganador del WSA