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ALFREDO BOCCIA PAZ

  UNA SOCIEDAD CAUTIVA DEL AUTORITARISMO - Por ALFREDO BOCCIA PAZ


UNA SOCIEDAD CAUTIVA DEL AUTORITARISMO - Por ALFREDO BOCCIA PAZ

UNA SOCIEDAD CAUTIVA DEL AUTORITARISMO

Por ALFREDO BOCCIA PAZ

 

LA DIFÍCIL CONSOLIDACIÓN

Si bien Alfredo Stroessner llegó a detentar un poder que paraguayo alguno lograra acumular desde la época de Francia y los López, los primeros años de su gobierno distaron de ser estables. La turbulencia política de los años anteriores -de 1947 a 1949 se sucedieron seis presidentes- presagiaba que, como el de sus predecesores, el gobierno de este general podría ser breve. Sin embargo, Stroessner mostraría un agudo olfato para detectar amenazas y una determinación fría para anular a aquellos que pudieran constituir una traba a su proyecto personal.

El Paraguay había comenzado la segunda mitad del siglo XX bajo el signo de la intolerancia política. La cruenta guerra civil de 1947 estaba aún demasiado cercana y sus consecuencias se sentían con fuerza, sobre todo en las carpas de los que habían sido derrotados. Desde hacía años, los partidos opositores no tenían visibilidad en la vida política paraguaya. La mayor parte de sus dirigentes estaba exiliada en la Argentina o el Uruguay y los escasos cuadros que permanecían en el país intentaban sobrevivir de la manera más disimulada posible. Las pugnas por el poder se llevaban a cabo al interior del Partido Colorado. Las divisiones internas de la ANR llevaban años y no permitían una convivencia armónica. Los dirigentes de las distintas facciones se apoyaban en los poderosos jefes militares para intentar capturar el poder, trasladando la política a los cuarteles. Tampoco la Guerra del Chaco (1932-1935) estaba entonces lejana en el tiempo. La oficialidad que había tenido una participación heroica en la contienda bélica se sentía con amplios derechos para seguir opinando e incidiendo sobre los acontecimientos políticos. La inestabilidad política y la influencia militar impedían la construcción de un orden civil. Este era el ambiente en el cual debió moverse Alfredo Stroessner a poco de haberse convertido en candidato único por el Partido Colorado en las elecciones de 1954, que legitimaron su golpe de Estado de unos meses antes.

Con frialdad despiadada, no dudó en enviar al exilio por décadas a compañeros colorados que lo habían salvado en situaciones difíciles y le habían permitido llegar al lugar donde estaba. Esta falta de escrúpulos hizo que no le temblara la mano al golpear, por ejemplo, a personas que habían sido muy cercanas a él, como Eusebio Abdo Benítez, Jesús María Villamayor, Martín Venialgo, Eduardo Sardi, Gerardo Osta y Mario Ortega. Casi todos ellos fueron presos y expulsados del país, al poco tiempo de que asumiera el poder. Pero, simultáneamente, Stroessner fortalecía a figuras coloradas que le eran incondicionalmente serviles, como Tomás Romero Pereira y Juan Ramón Chaves. El primero fue durante muchísimos años ministro sin cartera de su gobierno y el segundo, presidente de la ANR. Sorteando conspiraciones y apuntalando lealtades Stroessner empezó a dominar el revuelto escenario colorado.

Disciplinar a las Fuerzas Armadas bajo su liderazgo, le resultó algo más fácil, aunque en esa tarea también tuvo que truncar la carrera de muchos camaradas. Uno a uno, los jefes más antiguos y prestigiosos del Ejército fueron eliminados, aún aquellos que le habían sido fieles en años anteriores, cuando Stroessner había estado a punto de ser pasado a retiro. Un lustro después, todo atisbo de institucionalidad militar había sido aplacado. El Comandante en Jefe había logrado tener un ejército totalmente servil.

Casi al mismo tiempo, un implacable esfuerzo por dominar a las organizaciones sociales fue puesto en marcha. La tarea era mucho más compleja, pero la metodología, no tanto. Sencillamente, todo intento de organización ciudadana que tuviera algún mínimo rasgo de oposición a su persona era perseguido. Poco a poco, se fue perfilando el carácter autoritario del nuevo gobierno, que imponía con mano de hierro una cruenta pacificación.

Una inesperada habilidad de Stroessner fue la de predecir visionariamente que si quería durar en el poder tendría que armar un rompecabezas que juntara las piezas de un partido hondamente dividido, con jefes militares belicosamente ambiciosos y con un Estado miserable y devastado por la anarquía. Se abocó desde el primer día a la formación de la trilogía que lo sostendría en el poder.

En 1958 reprime con dureza una huelga general del movimiento obrero y, desde entonces, la Confederación Paraguaya de Trabajadores queda desarticulada y sometida al stronismo. Al año siguiente acalla los reclamos de un sector juvenil de su propio partido, disuelve el Parlamento, decreta el estado de sitio y apresa, tortura y destierra a muchos de sus correligionarios. Los disidentes que tuvieron que salir del país fueron los firmantes de la llamada "nota de los diecisiete", grupo interno con intenciones aperturistas que, en el exilio, conformó el Mopoco (Movimiento Popular Colorado). Esos políticos colorados y otros vinculados a Epifanio Méndez Fleitas conocerían un ostracismo inflexible que duraría hasta la mitad de la década de los ochenta. Stroessner no los dejaba entrar al país ni siquiera cuando suplicaban hacerlo por algunas horas para asistir al sepelio de un hijo o la madre.

El régimen aspiraba al control del comportamiento de toda la población paraguaya en todo el territorio nacional y, en lo posible, también sobre los ciudadanos paraguayos residentes en el exterior. Se empezaba a elevar el terrorismo de Estado a la categoría de una política estatal permanente. Pero la estructura de la institución represiva aún estaba lejos del nivel que alcanzaría años después.

 

LAS INCURSIONES ARMADAS

Entre 1959 y 1960 hubo incursiones armadas de los grupos opositores exiliados en la Argentina, agrupados en dos organizaciones denominadas Frente Unido de Liberación Nacional (FULNA) y Movimiento 14 de Mayo. Estos intentos de invasión guerrillera no eran de extrañar, pues, como se ha dicho, prácticamente toda la dirigencia de los partidos opositores se encontraba imposibilitada de ingresar al país. Por otra parte, en enero de 1959, los revolucionarios cubanos comandados por Fidel Castro habían entrado triunfalmente a La Habana haciendo soñar a otros grupos latinoamericanos con replicar la experiencia en sus respectivos países buscando obtener el mismo efecto.

El Movimiento 14 de Mayo estaba integrado por jóvenes liberales y febreristas radicados en la Argentina que, sin el apoyo institucional de sus respectivos partidos, constituyeron dos columnas denominadas "14 de Mayo" y "Libertad". Su principal líder era Juan José Rotela. Fueron diezmados por las tropas del general Patricio Colmán, asignado por Stroessner como jefe de las fuerzas regulares. Los guerrilleros, insuficientemente pertrechados e infiltrados por informantes, fueron detenidos y, en la mayoría de los casos, sometidos a torturas atroces. Un método de desaparición de prisioneros que sería popularizado por los represores argentinos en la década del setenta -arrojar a los detenidos desde aviones al Río de la Plata- fue utilizado ya entonces por los militares paraguayos. La prensa argentina publicó durante esos meses de enfrentamientos las fotos de varios cuerpos de combatientes mutilados, arrojados desde las alturas a las aguas del río Paraná.

El Frente Unido de Liberación Nacional actuó entre 1959 y 1960 con el respaldo del Partido Comunista Paraguayo. Lo conformaban dos columnas que entraron en acción en los primeros meses de 1960. Como las del Movimiento 14 de Mayo, ninguna de ellas llegó a establecerse territorialmente. Estas incursiones fueron reprimidas con brutal dureza por las fuerzas de seguridad hasta ser aplastadas. Solo muchas décadas después fue posible reconstruir con testimonios y documentos los suplicios y asesinatos sufridos por los guerrilleros apresados, que tuvieron más de cien bajas. Muchos de los guerrilleros fueron ejecutados con métodos horrendos y sus cadáveres enterrados en tumbas anónimas en las estancias en donde habían sido interrogados por las fuerzas militares. La mayor parte de las ejecuciones extrajudiciales y desapariciones que se atribuyen al gobierno de Stroessner ocurrieron durante estos episodios, sin que la opinión pública tomara conocimiento de los mismos y sobre los cuales hasta hoy existe poca documentación.

Como consecuencia interna de estas amenazas del exterior, en casi todas las ciudades del país volvieron a aparecer las temibles guardias urbanas, fuerzas parapoliciales integradas por milicianos colorados que hacían rondas de vigilancia y que habían surgido hacia el final de la guerra civil de 1947. Estos grupos de diez o más personas solicitaban documentos a todo transeúnte nocturno y, ante la menor sospecha de que pudiera tratarse de un opositor, lo apaleaban e incluso se arrogaban el derecho de mandarlo preso. El único documento seguro era el de la afiliación colorada.

Desde el control y el terror, Stroessner fue afirmándose en el gobierno. Su poder empieza a ser omnímodo y su dominio sobre las Fuerzas Armadas y el Partido Colorado, incontestado. Lo que parecía un breve gobierno que sacaría al país del caos político en que se encontraba sumido, era ya una consolidada dictadura. La primera, la que precedió en más de una década a todas las otras que sobrevendrían en años posteriores en la región.

 

LA FACHADA LEGAL

A comienzos de los años sesenta se diseñaba ya con nitidez el triángulo infalible sobre el que Stroessner impondría su violenta pacificación: la unidad granítica entre gobierno, Partido Colorado y Fuerzas Armadas. Stroessner sería el líder obligatorio del coloradismo y su candidato presidencial permanente. Sería, además, el Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas y el conductor de lo que la prensa oficial denominaría "la segunda reconstrucción" del país.

Desde el Estado, nuevamente garante del orden y la seguridad, Stroessner desarrollaría una doble estrategia. Por un lado cooptaría y controlaría los espacios de la sociedad civil y, por otro, apelaría a una fachada legalista que normaría formalmente su consolidado poder fáctico. Benjamín Arditi señala que esta característica de la dominación stronista se hizo presente desde muy temprano en su gobierno. Había dos lógicas apareadas en un mismo plano discursivo. Se mantenían en los papeles las formas legales y procesales, propias de una república democrática. Pero cada vez que éstas chocaban contra los intereses del poder autocrático prevalecía una inescrutable pero efectiva "orden superior" que demostraba que todo era un espejismo. Durante más de tres décadas los políticos colorados se encargaron de ofrecer las más ocurrentes justificaciones políticas a las insalvables contradicciones que esta doble lógica imponía al sistema de justicia paraguayo.

La cobertura legal a los excesos de la Policía del stronismo la ofrecían las llamadas "leyes represivas" que imponían límites al pluralismo ideológico y penalizaban la expresión de las ideas contrarias al régimen. Estas leyes eran, básicamente, dos. La primera de ellas, la Ley 294, llamada "De Defensa de la Democracia", que había sido promulgada el 17 de octubre de 1955 y que, con deliberada ambigüedad, convertía la adhesión a la doctrina comunista en delito penal. Era, pues, un instrumento para la represión de alcance casi ilimitado, que los jueces de la época no dudaron en aplicar en los casos -no tan frecuentes- en los que el preso político era puesto a disposición del Poder judicial. La segunda ley -la 209, denominada "De Defensa de la Paz Pública y Libertad de las Personas"- fue promulgada quince años después, el 15 de septiembre de 1970, y perfeccionaba con su vaguedad la persecución jurídica a toda manifestación antigubernamental.

Por otra parte, y como prueba de la preocupación del régimen por tener siempre una herramienta institucional que ampare sus actos represivos, durante 33 de los 35 años que duró su gobierno, Stroessner mantuvo vigente el estado de sitio. Esta medida de excepción estaba sustentada en el artículo 79 de la Constitución Nacional de 1967 y, antes, en el artículo 52 de la de 1940. Esta prerrogativa legal fue utilizada discrecionalmente mediante decretos emitidos rutinariamente cada noventa días. Cada decreto era copia fiel del anterior; la justificación era siempre la misma: la existencia de graves amenazas contra el orden interno y las libertades públicas.

El artículo 79 permitía la detención de personas y prohibía reuniones. La interpretación extensiva que le daban los jueces a su aplicación volvía inútil la figura del hábeas corpus. El preso político quedaba fuera de toda teórica protección legal. Estaba detenido por "orden superior" y ningún abogado podía hacer nada al respecto. El estado de sitio se usó tantas veces durante el stronismo que, más que un recurso constitucional excepcional, fue una norma usual de toda la actividad político-partidaria de oposición. Recién dejó de prorrogarse en abril de 1987.

Las leyes y la Constitución se adaptaban al largo brazo de la represión política que buscaba "enemigos de la paz pública" en todos los pliegues de la sociedad paraguaya. Era el "enemigo interior" que, en aquellos años de Guerra Fría, se había convertido en la obsesión de los gobiernos americanos.

 

EL CONTEXTO IDEOLÓGICO

Al terminar la Segunda Guerra Mundial, las naciones vencedoras se repartieron los territorios de un modo que terminó configurando un mundo bipolar, dividido entre dos potencias hegemónicas, poseedoras de bombas nucleares. En ese enfrentamiento no declarado entre el "mundo democrático" y el comunismo las fronteras serían ideológicas. Era la Guerra Fría que, en América del Sur se había avivado con la muy cercana victoria en 1959 de los guerrilleros cubanos, en las barbas mismas del imperio norteamericano.

Preservar el continente de la infiltración comunista era el objetivo de la denominada Doctrina de Seguridad Nacional que, como una especie de subproducto regional de la Guerra Fría, expandió el concepto de seguridad interna como un objetivo estratégico del Estado. La escuela militar brasileña fue la primera en aplicarla en América del Sur. Stroessner todos los oficiales paraguayos de alto rango de la época - formados, como él mismo, en el Brasil o en las escuelas de entrenamiento militar norteamericanas- fueron aplicados alumnos de esa doctrina. Frente a la antinomia comunismo anticomunismo, todas las actividades políticas, económicas y sociales de un país quedaban subordinadas a la seguridad nacional. Todo disenso era inaceptable y debía ser, por ende, castigado.

Visualizando claramente que su adscripción incondicional a esta política le daría a su régimen reconocimiento diplomático, apoyo político y ayuda económica, el general Stroessner se convirtió, según la propaganda oficial, en el "campeón mundial del anticomunismo". Internamente, esta postura ideológica sirvió como fundamento a la persecución masiva a los sectores opositores a la "democracia sin comunismo" del stronismo. Todos los que se oponían a su gobierno no podían ser si no "comunistas", "comunistoides" o -estirando al máximo la acepción- "idiotas útiles del comunismo". Dos veneraciones de compatriotas moldearon su comportamiento colectivo con códigos de miedo y aversión a todo aquello que pudiera ser tildado de "izquierdista", "zurdo" o "subversivo". En verdad, lo comprobaron las primeras elecciones libres de a transición, los verdaderos comunistas no pasaban de una ínfima parte del electorado paraguayo.

 

LA VIOLENTA PAX STRONISTA

A lo largo de la década del sesenta, Stroessner consolidó con suma habilidad la trilogía que lo mantendría en el poder hasta el final. El país estaba pacificado y un incipiente proceso de desarrollo en obras de infraestructura vial acercaba el progreso a regiones del país atrasadas e inaccesibles. Por entonces, se había iniciado un impresionante culto a la personalidad del conductor que era incentivado por el mismo Stroessner, a quien le subyugaba ser adulado. La obsecuencia se volvió cotidiana en los discursos oficiales, en la prensa partidaria, en las audiciones de radio, en los carteles sobre las rutas -"Paz y progreso con Stroessner"- y en las centenares de calles, plazas, construcciones y músicas que llevaban su nombre. Paralelamente a las muestras públicas de halagos y servilismo, crecía la corrupción y el clientelismo como forma de retribución al apoyo y la militancia partidaria. Estar afiliado al Partido Colorado se había convertido en un requisito de sobrevivencia económica para miles de familias. Con la sociedad civil desmovilizada, la prensa independiente censurada y las organizaciones sociales acosadas por un control inflexible, quedaba poco espacio para la protesta. Estos silencios prolongados y casi cómplices que permitieron a tolerancia a la corrupción y la prebenda, fueron facilitados por la débil oposición política a la que Stroessner pudo fácilmente mantener dividida durante décadas. Nunca le faltó algún sector liberal que aceptara participar del Parlamento a cambio de hacer una tibia e irrelevante oposición. Solo la iglesia católica, con mayor o menor determinación según las épocas, denunciaba con firmeza los excesos de la dictadura. Mientras muchos curas paraguayos y extranjeros se sumaron a la legión de compatriotas que ya había sido expulsada del país, el régimen privilegiaba su trato con aquellos sacerdotes fue admiraban al general, como el padre Guido Coronel, de Minga Guazú, o el obispo de Caacupé, Demetrio Aquino. Para el Stroessner comenzaba un largo periodo de esplendor. Ganaba las farsas electorales, era vitoreado como "el segundo reconstructor del país" y aplacaba con mano de hierro todo atisbo de contestación. Para eso, había armado una eficiente y peculiar estructura represiva.

 

LA ESTRUCTURA REPRESIVA

Un eficiente aparato de control había sido construido desde el arribo del general Stroessner al poder. El ministro del Interior desde 1956, Edgar L. Ynsfrán, puso en puestos claves de la estructura policial a hombres firmes y hasta despiadados a la hora de "interrogar" a los detenidos. Ramón Duarte Vera se hizo cargo de la Jefatura de Policía, Erasmo Candia y, luego, Alberto Planás, fueron los jefes del Departamento de Investigaciones, mientras Víctor Martínez estaba al frente de la dirección de Asuntos Políticos de ese mismo departamento. Una vasta red de informantes confidenciales se encargaba de la vigilancia y seguimiento de las personas consideradas sospechosas de actuar "contra el gobierno".

La represión stronista mantuvo diferencias significativas con las fuerzas represivas que, años más tarde, sembrarían el terror en los países vecinos. En el Paraguay, esa tarea quedaba a cargo casi exclusivamente de la Policía de la Capital y solo esporádicamente de las Fuerzas Armadas. A éstas les quedaba reservada la responsabilidad de la inteligencia y la coordinación operativa con las fuerzas del exterior. Por otra parte, no se apeló -como en Argentina y Chile- a la utilización de centros clandestinos de detención ni a fuerzas parapoliciales permanentes. Es decir, la tortura y otras violaciones a los derechos humanos la practicaban efectivos policiales uniformados, a cara descubierta y en dependencias públicas del Estado.

Este sistema fue casi siempre efectivo y se mantuvo relativamente inmutable mientras duró el stronismo. Al mando personalista del dictador, obedecían unas Fuerzas Armadas y policiales totalmente partidizadas a través de la afiliación obligatoria de sus integrantes. La estructura logística y operativa era altamente coordinada en todo el territorio y ambas fuerzas contaban con la colaboración de sus propios informantes y, si necesario fuere, el apoyo operativo de milicianos colorados.

En contadas ocasiones el aparato represivo recurría al sistema penal, dado que la mayoría de las detenciones por causas políticas se realizaban sin orden judicial. En muy pocos casos existió un proceso judicial y, cuando eso ocurrió, lo habitual era que no se respetaran las garantías procesales. El Poder Judicial estaba completamente subordinado al Ejecutivo y actuaba como un brazo más de la represión política.

Las detenciones se realizaban en las dependencias policiales de la capital e interior. En Asunción, los casos políticos eran usualmente llevados al Cuartel Central de la Policía de la Capital, al Departamento de Investigaciones o a una curiosa dependencia del Ministerio del Interior llamada Dirección de Asuntos Técnicos -la temible "Técnica"-, todas ellas ubicadas en pleno microcentro de la ciudad. Las comisarias barriales asuncenas y las de los pueblos del interior también eran lugares que albergaban a presos políticos. En las capitales departamentales la represión se centralizaba en las respectivas Delegaciones de Gobierno. Debe recordarse que hasta su desaparición con la Constitución de 1992 existía la figura del "Delegado de Gobierno", nombrado por el presidente de la República y con poder sobre la Policía departamental. Algunas de estas autoridades se ganaron una triste fama por su participación en la represión a campesinos o políticos opositores.

Solo en algunos operativos esporádicos y de gran envergadura hubo una participación abierta de militares uniformados en la detención de personas. Algunos de estos casos fueron la represión a los intentos guerrilleros del 14 de Mayo y el FULNA, la persecución a campesinos de las Ligas Agrarias en la "PASCUA DOLOROSA" de 1976 y dos episodios del año 1980: la búsqueda de los autores del atentado a Anastasio Somoza y el llamado caso Caaguazú.

Esto de ninguna manera significaba que los militares no tuvieran un rol en la represión política. La inteligencia militar centralizada por el Estado Mayor General de las Fuerzas Armadas contaba con un experiente equipo de oficiales - casi todos ellos formados en cuarteles de la Escuela de las Américas, en la zona del Canal de Panamá o en territorio estadounidense- que coordinaba las tareas y mantenía una fluida comunicación con los ejércitos de los países vecinos.

En cualquiera de los locales citados la tortura a presos políticos era sistemática y rutinaria. Los métodos usuales de interrogatorio incluían la incomunicación, presiones psicológicas, golpes, posturas forzadas, latigazos -tejuruguay-y tormentos en los que se apelaba al uso de la electricidad -picana-, o a llevar al preso a grados cercanos a la asfixia por inmersión -pileteada- o a vejaciones sexuales.

En 1966 se producirían cambios significativos en la estructura policial encargada de los asuntos políticos. Tanto el jefe de Policía, Ramón Duarte Vera, como el ministro del Interior, Edgar L. Insfrán, fueron destituidos de sus cargos. Este último, que había sido uno de los arquitectos del sistema represivo, se convertiría en víctima del mismo, porque a partir de entonces y hasta el fin de la dictadura todas sus actividades serían cuidadosamente vigiladas por los nuevos jefes policiales. Hacia el fin de la década estaba ya estructurada la trilogía de personajes que comandaría el terror durante los siguientes veinte años. El ministro del Interior era Sabino Augusto Montanaro, el jefe de Policía era el general Alcibiades Brítez Borges y el jefe del Departamento de Investigaciones de la Policía de la Capital, Pastor M. Coronel, hasta entonces un gris funcionario del Ministerio de Educación. En "La Técnica" seguiría reinando, como desde los inicios del stronismo, el abogado Antonio Campos Alum.

A partir de entonces, los temas políticos se centralizarían en el Departamento de Investigaciones y la modernización y "profesionalismo" de su personal los haría amos y señores de la información sobre las actividades más recónditas de todos los sectores de la sociedad paraguaya. Entre las mejoras evidentes impulsadas por Pastor Coronel, hubo una que, poco después de la caída de Stroessner, sería celebrada por los emprendedores de la memoria: un completo y eficiente archivo de todos los documentos que pasaban por la citada dependencia policial.

No existía grupo social, por más inocente que pareciera, que no estuviera vigilado por los informantes de la Policía. Las reuniones de clubes deportivos, gremios estudiantiles o empresariales, sindicatos, grupos parroquiales o de teatro, eran cuidadosamente informadas en los partes de vigilancia. Se anotaba el número de matrícula de los autos estacionados frente a la casa donde se realizaba el velorio de algún opositor conocido, se elaboraban resúmenes de las homilías de ciertos curas, se llevaba escrupuloso registro de quienes entraban y salían del país, se transcribían las escuchas telefónicas a opositores, se informaba sobre las músicas de artistas "contrarios al gobierno" ejecutadas en fiestas familiares. Periódicas levas en los ómnibus de transporte público o en locales nocturnos arrastraban a adolescentes y jóvenes "infractores" del servicio militar obligatorio a los cuarteles o incluso a destacamentos del Chaco paraguayo. La policía organizaba en las calles céntricas, de tanto en tanto, los llamados "operativos tijera", mediante los cuales los jóvenes melenudos eran llevados a la fuerza a la peluquería policial donde se les rapaba la cabeza "por motivos higiénicos". Nada se movía en el país sin que la Policía stronista dejara de saberlo. Y, si algo llegara a escapársele, siempre existía la legión de informantes "espontáneos".

 

LA DÉCADA DEL SETENTA

Pero, sin embargo, seguían existiendo intentos de contestación al dictador. La Iglesia católica los pagó con la expulsión de una veintena de sacerdotes. Los partidos políticos opositores que se negaban a participar del "proceso", con el cierre de sus órganos de prensa y la frecuente prisión de sus dirigentes y afiliados. Hubo oleadas represivas en 1974, en 1975 y, sobre todo, en 1976. Entre una enorme cantidad de casos, es posible elegir tres representativos.

En el primero de los años citados, la Policía descubrió un pequeño grupo clandestino vinculado a exiliados y estudiantes paraguayos radicados en la Argentina que estaba intentando armar un atentado con explosivos contra Stroessner. Los principales responsables -Amílcar Oviedo, Carlos Mancuello y los hermanos Benjamín y Carlos Ramírez Villalba- fueron apresados, torturados y mantenidos incomunicados durante dos años. Finalmente -se comprobó mucho después-, fueron ejecutados en septiembre de 1976 y pasaron a integrar las listas de "desaparecidos" de la época. Decenas de sospechosos fueron apresados y torturados durante un tiempo variable en la investigación policial de este caso.

En noviembre de 1975, una delación permitió la ubicación de varios dirigentes del Partido Comunista Paraguayo, que resistía en la más absoluta clandestinidad. Fueron presos y ejecutados, Derlis Villagra, Miguel Ángel Soler y Octavio González Acosta. La represión se extendió a sectores sociales y estudiantiles en medio de rumores que recorrían el país sin que la institución policial dijera una palabra aclaratoria. Debe tenerse en cuenta que estos episodios ocurrían sin que la prensa diaria publicara una sola línea sobre el tema. Solo cuando los organismos partidarios colorados hacían pública alguna manifestación de "apoyo al líder frente a los intentos de la subversión internacional de desestabilizar al país" se obtenía alguna confirmación de que algo había ocurrido.

El intento más serio de crear un grupo armado en la segunda mitad del gobierno de Stroessner fue la del movimiento clandestino OPM, siglas de la Organización Político Militar. Aunque su existencia fue descubierta antes de que estuviera en condiciones de realizar algún operativo de envergadura, la represión que siguió a la captura de sus principales jefes fue de una enorme magnitud y se extendió durante muchos meses a distintas regiones del país, afectando a colectivos sociales y políticos que no tenían relación con la OPM.

Esta organización había comenzado a estructurarse en los primeros años de la década del setenta bajo el liderazgo de Juan Carlos Da Costa. Éste era un líder revolucionario que había sido apresado, torturado y deportado en 1971. Desde entonces, se volcó a la tarea de formar un movimiento revolucionario en el país. Con carisma y tozudez, consigue sumar a la lucha clandestina a numerosos jóvenes de la capital y entabla contactos con líderes campesinos provenientes de la experiencia de las Ligas Agrarias. Allí se incitaba la idea de una unión obrero campesina que asumiera la concepción de la guerra revolucionaria popular y prolongada.

La OPM logra captar a estudiantes universitarios -muchos de ellos vinculados al llamado Movimiento Independiente- y los estructura en células clandestinas con fines de adiestramiento en la lucha armada. Da Costa, quien formaba pareja con otra dirigente clave de la OPM, Nidia González Talavera, estableció contactos con organizaciones de izquierda de Argentina y Chile. Fue el líder indiscutible del movimiento en formación que, en pocos meses llegó a captar muchos militantes más que lo que su precaria estructura de seguridad podía absorber. Da Costa fue, curiosamente, uno de los primeros muertos de la organización, al caer en un enfrentamiento con la Policía en el barrio Herrera.

La OPM tenía un decálogo ideológico en que enunciaba un nacionalismo de izquierda del que pretendía ser una vanguardia en la lucha popular. Esta dirigencia urbana a partir de 1973 empezó a sumar a grupos campesinos radicales provenientes de las Ligas Agrarias Cristianas y tuvo un rápido crecimiento en varios departamentos del país.

En abril de 1976, de modo casual, la Policía detecta a uno de los integrantes de la OPM -Carlos Brañas- entrando al país por Encarnación y, a partir de allí, inicia una sucesión de operativos en los que los primeros detenidos son justamente parte de la plana mayor de la organización. Fueron muertos en esos días Juan Carlos Da Costa, Martín Rolón y Mario Schaerer Prono. Éste último fue asesinado en el Departamento de Investigaciones durante su tortura. La represión se extendió a otros ámbitos y, en las semanas siguientes, centenares de personas estaban presas en asunción. En la Semana Santa, la persecución alcanzó a los grupos campesinos de varios departamentos del país. Nueve de ellos fueron ejecutados en Misiones y sus cuerpos enterrados en tumbas anónimas. El terror se difundió por varias compañías de Misiones y los departamentos vecinos, hasta el punto que hasta hoy se recuerda a la época como la "PASCUA DOLOROSA". El total de muertos en la represión a la OPM fue de diecinueve, pero hubo centenares de torturados.

Los detenidos eran tan numerosos que todas las dependencias policiales de Asunción estaban abarrotadas de detenidos. El gobierno se vio obligado a habilitar, como verdadero campo de concentración de presos políticos, el viejo penal de Emboscada, localidad cercana a la Capital. Más de 500 detenidos de diferentes sectores opositores serían trasladados allí a partir de septiembre de 1976.

En muchos aspectos el Paraguay ya no fue el mismo, después de esta terrible escalada represiva que dejó al régimen más omnipotente que nunca y a la oposición descreída de la posibilidad de un cambio político a corto plazo. Todo atisbo de organización opositora, sea en la Universidad, en los sindicatos o en el campo, había sido desmantelado en la gran represión de 1976. Los que pudieron escapar de la cárcel y la tortura, marcharon a un incierto exilio de duración indefinida. Los que recuperaban su libertad, se encontraban con un panorama personal desolador. Eran considerados como parias sociales, sus familiares les temían, se encontraban imposibilitados de encontrar trabajo y, en muchos casos, también se vieron obligados a dejar el país. El estigma de "terrorista" o "comunista" los acompañaría por largo tiempo en una sociedad que hacía décadas había sido doblegada por el miedo.

 El miedo había llegado a ser la segunda piel del paraguayo. Era un miedo sistémico, forjado en historias de conocidos y familiares que habían pasado por la cárcel y la tortura, por el exilio y la desaparición. Era un miedo de generaciones que se había infiltrado en la familia, en la escuela, en la Iglesia, en el barrio. Un miedo que desestructuraba los lazos de solidaridad social y condicionaba las respuestas colectivas ante un régimen que ostentaba prepotencia y corrupción. Hasta las reuniones familiares como un cumpleaños requerían el correspondiente permiso de la Comisaría barrial. En los llamados "archivos del horror" se encontraron archivados permisos para procesiones religiosas, asambleas de clubes deportivos, importación de mimeógrafos -y más tarde de fotocopiadoras-, serenatas o kermesses estudiantiles. Había que pedir permiso policial para actividades que hoy serían rutinarias. Era normal, además, que actividades comunales, sociales y religiosas se realizaran en las unidades de base del partido del gobierno: las seccionales coloradas. Para los organizadores, era más seguro -y en muchos lugares era el espacio mejor equipado del pueblo o ciudad- y para el gobierno, un modo de perfeccionar su control social. Ese era un objetivo esencial del stronismo: disciplinar a la sociedad. Obligar que sus organizaciones intermedias, a las que se les permitía actuar bajo normas de cierta institucionalidad democrática, limiten su campo de acción efectivo al tener bloqueadas la participación, la movilización y la producción de demandas.

 

EL PLAN CÓNDOR

Al comenzar la década del setenta también los vientos internacionales le eran favorables a Alfredo Stroessner. En todos los países de la región se fueron instalando gobiernos militares de derecha que compartían la Doctrina de Seguridad Nacional. La anuencia norteamericana e incluso su intervención desembozada -como en el caso del derrocamiento de Salvador Allende en 1973- explican el fortalecimiento de las dictaduras latinoamericanas de la época. Por otro lado, en todos los países de esta parte del continente habían crecido organizaciones de izquierda que habían optado por la experiencia armada para cambiar el orden político. Las acciones del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y Montoneros sacudían la Argentina. Los Tupamaros uruguayos producían golpes de efecto y secuestros en Montevideo. Una multitud de siglas marcaban el espectro de la resistencia clandestina brasileña. El MIR chileno crecía mientras se debatía entre la crítica y el apoyo al gobierno de Allende. En Bolivia eran el ELN y otros movimientos los que intentaban reagrupar a sectores juveniles y sindicales.

Las dictaduras militares del Cono Sur tenían bien controlados a sus "enemigos internos". Los que más temían estaba, en realidad, más allá de sus fronteras. Los países con dictaduras más antiguas como Paraguay y Brasil habían desarticulado a sus principales movimientos de oposición. En Argentina y Chile se había iniciado en esos años una represión masiva que causaron la desaparición de miles de personas. En Uruguay, si bien la metodología del "detenido-desaparecido" fue utilizada en menor escala, sumaban miles los ciudadanos apresados. La persecución a opositores bolivianos había obligado a muchos de éstos a buscar refugio en países vecinos.

Esta era la cuestión clave. Miles de ciudadanos del Cono Sur buscaban escapar a la represión de sus países de origen refugiándose en países fronterizos. Esta migración clandestina y no controlada colocaba a los enemigos potenciales fuera del alcance de los órganos de seguridad nacionales. Frente a la nueva coyuntura era necesario establecer una estrategia común de defensa. La idea era inusual y muy difícil de imaginarla unos años antes. Debía superar ciertos esquemas tradicionales en los que imperaban los nacionalismos y hasta enfrentamientos y serios conflictos de frontera, tal como ocurría entre Chile y Argentina. La propuesta inicial, surgida en Chile, requería la utilización de códigos comunes de información, compartir archivos confidenciales sobre los detenidos y permitir el libre movimiento de agentes extranjeros por los territorios de países vecinos.

En noviembre de 1975, los jefes de Inteligencia Militar de los países de la región recibieron una invitación del coronel chileno Manuel Contreras Sepúlveda para una "reunión de trabajo" catalogada como "estrictamente secreta" en Santiago. Contreras era el jefe de la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional), órgano creado poco tiempo después del golpe del general Pinochet en 1973. En el cuartel general de la DINA se diseñó el operativo de coordinación represiva internacional más importante de las últimas décadas. Participarían inicialmente del mismo Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, Brasil y Bolivia.

La proposición consistía en crear un banco de datos unificado, tal como el de la Interpol en términos criminales, pero dedicado al combate a la subversión. Para ello era necesario un sistema de comunicaciones ágil y uniforme y frecuentes reuniones de coordinación bi o multilaterales. La DINA sugería que "el personal técnico tenga inmunidad diplomática y que esté agregado a su respectiva representación". De hecho una de las claves del funcionamiento del operativo recaería en los agregados militares de las embajadas de la región.

No todos los pasos de la propuesta chilena fueron puestos en práctica. Pero desde aquellos días de Santiago las estructuras represivas del Cono Sur darían un paso cualitativo importante en su mutua cooperación. El Operativo Cóndor no inventó nada nuevo. En los años anteriores, la Triple A había secuestrado a ciudadanos brasileños y chilenos; comandos paramilitares brasileños habían actuado en territorio argentino y la policía paraguaya había entregado a detenidos políticos argentinos presos en Asunción. El Cóndor sistematizó e hizo más efectiva una larga tradición de cooperación subterránea entre policías y militares de la región.

El Plan Cóndor se cobró miles de víctimas, entre ellas algunos connotados políticos alcanzados por operativos conjuntos de los países involucrados. En mayo de 1976, Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, dos ex parlamentarios uruguayos exiliados en Buenos Aires, fueron secuestrados y ejecutados. Cinco meses más tarde, en octubre de 1976, un comando argentino-boliviano asesinó al más prominente de los opositores al régimen del general Bánzer: el ex-presidente Juan José Torres, exiliado en Buenos Aires. Secuestrado cerca de su casa, su cuerpo fue encontrado 36 horas después a cien kilómetros de Buenos Aires con tres disparos en la nuca.

El más audaz de los asesinatos del operativo Cóndor ocurriría nada menos que en Sheridan Circle, en pleno barrio de las embajadas de Washington, la capital de un país que nunca antes había conocido la violencia terrorista. Allí, el 21 de setiembre de 1976, una bomba hizo volar por los aires al automóvil que transportaba al ex-canciller chileno Orlando Letelier y a sus colaboradores norteamericanos, los esposos Moffit. Varios años de investigaciones demostrarían que el asesinato fue planificado en Santiago por el brigadier Pedro Espinoza. El método utilizado fue similar al del atentado realizado dos años antes contra el general Carlos Prats, ex ministro de Salvador Allende. Prats y su esposa, Sofía, murieron al explotar una bomba debajo del auto en el que viajaban en el barrio de Palermo de Buenos Aires.

En febrero de 1977, uno de los más caracterizados enemigos políticos de Stroessner, el médico colorado Agustín Goiburú fue secuestrado en la entrerriana ciudad de Paraná (Argentina) por un comando integrado por agentes paraguayos y argentinos. Su cuerpo nunca más fue encontrado. Los "archivos del horror" del Paraguay probarían algo siempre sospechado: el secuestro fue planeado y solventado por las fuerzas de seguridad del Paraguay y ejecutado por un comando conjunto paraguayo-argentino. Un documento, con membrete del Hotel Guaraní de Asunción, explica el plan que sería ejecutado en la semana siguiente:

"...Se han marcado sus itinerarios, horarios de entrada, salida y atención de la clientela. El atentado se realizará en el trayecto de la Clínica a su domicilio. Se han marcado los lugares posibles y está todo arreglado para su regreso de vacaciones que se llevará a cabo a mediados de febrero. Intervendrá un solo grupo de 4 hombres, con dos vehículos y armas adecuadas, cuyo manejo y prácticas se están ensayando (...)" (Documento sin firma, febrero de 1977).

Además de los chilenos y uruguayos, que buscaron refugio en Argentina a mediados de los setenta, se encontraban allí desde muchos años atrás, centenares de exiliados paraguayos y bolivianos que habían salido de sus países por motivos políticos. Cuando los militares se hicieron cargo del poder en Argentina, en marzo de 1976, ningún país de la región sería seguro para estos refugiados. Los operativos conjuntos de elementos represivos de dos o más países empezaron a ser comunes desde 1976. Los detenidos eran interrogados, torturados y "desaparecidos" con la misma libertad e impunidad que lo eran los presos de sus respectivos países. Cuando el caso lo ameritaba, los detenidos eran llevados a su país de origen.

Tendrían que pasar varios años, para que la ciudadanía tuviera conocimiento del número de víctimas que esta subterránea colaboración se cobró. La inteligencia militar uruguaya montaría en Buenos Aires su propio centro de interrogatorios: 'Automotores Orletti'. Presos argentinos, chilenos y uruguayos serían rutinariamente interrogados en el Departamento de Investigaciones de Asunción por militares y policías de sus propios países. El Paraguay de Alfredo Stroessner tomó parte activa en el Plan Cóndor a través de la Inteligencia Militar, coordinada por el Estado Mayor General, comandada en esos años por el general Benito Guanes Serrano. El jefe de Policía también era militar: el general Alcibiades Brítez Borges. Las detenciones e interrogatorios eran centralizados en el tenebroso Departamento de Investigaciones de la Policía de la Capital, en la calle Presidente Franco del centro asunceno.

 

 

 

 

 

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Fuente: EL PARAGUAY BAJO EL STRONISMO (1954-1989)

BERNARDO NERI FARINA/

ALFREDO BOCCIA PAZ

COLECCIÓN : LA GRAN HISTORIA DEL PARAGUAY, Nº 13

© Editorial El Lector

Director Editorial: Pablo León Burián

Coordinador Editorial: Bernardo Neri Farina

Director de la Colección: Herib Caballero Campos

Diseño de portada: Celeste Prieto

Diseño Gráfico: Joel Lezcano.

Corrección: Nidia Campos

Portada: Fotografía de Alfredo Stroessner.

Colección Bernardo Neri Farina.

Fotografías: Colección del Instituto y Museo Militar de Asunción

Hecho el depósito que marca la Ley 1328/98

ISBN: 978-99953-1-085-1

El Lector I: 25 de Mayo y Antequera. Tel. 491 966

El Lector II: San Martín c/ Austria. Tel. 610 639 - 614 258/9

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Asunción – Paraguay (2010 – 140 páginas).

 

 

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