HISTORIA DE UNA BARBARIE
Por ALCIBÍADES GONZÁLEZ DELVALLE
El martes se presentó “Crónica del cadete y el capitán”, de Alfredo Boccia Paz, Editorial Servilibro. Está referida al cadete del Liceo Militar, Alberto Anastasio Benítez, y al capitán de caballería, Napoleón Ortigoza. Es una historia con aliento de tragedia clásica: personajes inocentes fulminados por un destino adverso.
Como otras veces, Mengo Boccia nos presenta el rigor de sus investigaciones, la claridad de su estilo y la elegancia inconfundible de su escritura, sometidas a relatar el horror de una dictadura y el sacrificio de sus víctimas.
La crónica se inicia el 8 de diciembre de 1962. En la mañana de ese día, en Trinidad, se da el hallazgo de alguien colgado de una rama. Enseguida se supo que era el cadáver del cadete Benítez. Pasó como suicidio por unos días, hasta que el 17 de diciembre se “descubrió” un tenebroso plan subversivo. Supuestamente se encontró en poder del cadete un mensaje que comprometía al capitán Ortigoza, su chofer el sargento Escolástico Ovando y a Domingo Regalado Brítez.
La prensa oficialista inició su asfixiante tarea: llevar a la opinión pública la noticia de que el capitán Ortigoza dispuso el asesinato del cadete para borrar las huellas del intento de tumbar a un gobierno que se esforzaba por la grandeza de la patria.
Mientras la propaganda cumplía su cometido, con notable éxito, de distraer la atención de la gente, el gobierno hacía lo suyo. Montó una especie de proceso que duró algunos meses. El resultado fue mucho más de lo esperado: condena a muerte. La pregunta obligatoria era ¿muerte por qué?, ¿a qué se debía tan severo castigo?, ¿por una conspiración, de todos modos incipiente en el caso de que hubiera existido?, ¿por un asesinato? ¿Cuántas conspiraciones y asesinatos se registraron hasta entonces en el gobierno de Stroessner y ninguno de ellos había tenido tan bárbara condena? ¿Por qué con Ortigoza? ¿Por qué con Ovando? ¿Por qué con Brítez?
La sentencia, finalmente, quedó en 25 años de cárcel. Y la cárcel fue una celda en el Cuartel Central de Policía “donde estuve –contaría Ortigoza muchos años después– 18 años, en una pequeña habitación sin ninguna ventana, solamente tenía una pequeña mirilla de 10 x 15 centímetros en la puerta. Lo único que veía era las paredes y el techo, porque la puerta siempre estaba cerrada”.
En iguales condiciones estaban Ovando y Benítez, sentenciados a quince años. Benítez falleció en prisión, de tuberculosis, sin haber sido atendido nunca. Ovando estuvo preso seis años más, totalizando 21, supuestamente por violación del estado de sitio que en el artículo 79 de la Constitución de 1967 establecía que “podrá ser aplicado solamente en caso de conflicto o guerra internacional, de invasión exterior, de conmoción interior, o de amenaza grave de uno de estos hechos”. Quince años encerrado en un calabozo, ¿cómo podía culparse a Ovando de cometer, por ejemplo, “conmoción interior”?
La Corte Suprema, sometida a la dictadura, rechazó todos los pedidos de hábeas corpus presentados a favor de Ovando. La respuesta invariable era que el “reo” estaba a disposición del presidente de la República. Y punto. No había camino para que Ortigoza y sus compañeros de infortunio tuviesen un defensor. El que se animó a serlo, el doctor Alberto Varesini Closa, fue obligado a abandonar el país.
La presentación del libro estuvo a cargo del abogado Felino Amarilla, ligado a la historia de Ortigoza junto con el abogado Hermes “Rambo” Saguier. Cuando al cabo de 25 años al capitán le dejaron salir de su celda, no fue para que disfrutara de la libertad. Lo tuvieron confinado o preso en su domicilio, hasta que Amarilla y Saguier dieron un golpe que humilló a la dictadura: rescataron al capitán Napoleón Ortigoza y lo llevaron a la embajada de Colombia desde donde pudo salir al exterior.
Esta es la historia, en bruto, que Mengo Boccia nos relata con datos que dan un nuevo significado a la brutalidad de la dictadura.
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