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ARMANDO ALMADA ROCHE

  LA REVOLUCIÓN DE 1947 - Relato de ARMANDO ALMADA ROCHE - Año 2010


LA REVOLUCIÓN DE 1947 - Relato de ARMANDO ALMADA ROCHE - Año 2010
LA REVOLUCIÓN DE 1947

(HISTORIA CON LUCIDEZ DE PESADILLA)
 

 

 
 
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LA REVOLUCIÓN DE 1947
(HISTORIA CON LUCIDEZ DE PESADILLA)
Los farallones echaban arriba sus fauces como tratando de morder al cielo, y el promontorio extendía su lomo para que la sobara Dios con su mirada. Encima de las rojizas barrancas se veía el caserío, desparramado sin ton ni son. Pareciera pujar constantemente para no desbarrancarse sobre el río en un espectáculo increíble. Ahí viví mi bautismo de fuego. Han pasado muchos años, yo era muy chico entonces, no debía tener más de cinco años, y sin embargo me acuerdo como si fuera hoy. Mi madre estaba entregada a su tarea de servir la comida. El recuerdo es preciso, mi padre dijo:
-¿Oís, vieja?
Levantó hacia él su rostro consternado pero en sus ojos había el fuego de una esperanza trágica. Con las manos juntas interrogó:
-Parecen tiros, ...¿verdad?
-He' he...
Y papá repitió en voz baja y monótona, como si el alma estuviese ausente:
-Escucha... Se están tiroteando...
Ella escuchó, miró hacia el varadero, y articuló con voz temblorosa:
-No ha de ser nada malo.
Un estruendo ahogó sus palabras. Mamá me tapó con su cuerpo y se endureció y cerró los ojos y tembló con el remezón. Y oí de nuevo su voz: suave, afligida, desasida, impersonal.
-No tengas miedo, mi hijo. Yo estoy contigo-dijo.
-¡Cuidado! -gritó papá, poniendo a cubierto a mi hermana bajo la mesa.
No tuvo tiempo de asustarse de haberlo dicho, pues se sucedieron dos explosiones y la casa crujió salvajemente, como si fuera a derrumbarse. Lo invadió un terral que pareció concentrarse todo en sus narices. Comenzó a estornudar, en accesos crecientes, potentes, acelerados, desesperados, que lo hacían torcerse en el suelo. Su pecho iba a estallar por falta de aire y se lo golpeó con ambas manos mientras estornudaba y, a la vez, entreveía como en sueños, por las rendijas de la ventana, que, en efecto, estaba oscureciendo. Con las sienes estiradas hasta rasgarse, pensó que esto sí era el fin, moriría asfixiado, a estornudos, una manera estúpida pero preferible a los machetes de los pynandí. Un segundo después su cabeza reposaba sobre el regazo protector de mamá.
Pero súbitamente lo devolvieron al presente, a la brutalidad, a la guerra. El trueno de la explosión que arrancó el techo de nuestra casa puso de pronto, encima suyo, el cielo, la noche, nubes, las estrellas. Volaban astillas, ladrillos, tejas rotas, alambres retorcidos, y papá sentía impactos de guijarros, granos de tierra, piedras, en mil lugares de su cuerpo, cara, manos. Pero ni él ni mamá ni Rosa ni yo fuimos arrollados por el derrumbe. Estábamos de pie, apretados, abrazados. Fuimos reconociendo los estragos de la explosión. Además del techo, había caído la pared del frente y, salvo el rincón que ocupábamos, la casa era un montón de escombros. Vimos por la tapia caída otros escombros, humo, siluetas que corrían.
Al rato salimos a la calle. Mamá no temía sentir en tal desamparo los apremios del parto. A medida que avanzábamos arreciaba el tiroteo y hallábamos gente que corría exclamando:
-¡Empezó la revolución!
La fuerza aérea y la marina se habían plegado a la revolución y el ejército del norte iba creciendo y afirmándose en sus posiciones. Corría la voz de que Juan Domingo Perón estaba ayudando activamente al dictador Higinio Morínigo. Le envió de urgencia motores nuevos para los aviones que habían sido saboteados, armamento moderno y municiones a granel, por último lanchas patrulleras artilladas; en fin, todo lo que hacía falta a las fuerzas gubernistas bastante desmoralizadas ante el creciente poder del alzamiento revolucionario. Los militares institucionalistas, los partidos políticos con sus respectivas bases populares, excepto el colorado, y la gran masa de campesinos que acudió a la patriada, se batían con denuedo en torno a la guarnición de Concepción que había sido el núcleo inicial de la rebelión contra la dictadura moriniguista.
Un altavoz gritó: "Al pueblo de la República: Ante el estado de rebelión provocado por la oficialidad militar de Concepción -en criminal complicidad del Partido Comunista y la Concentración Revolucionaria Febrerista-, toda la población honesta y trabajadora amante de la paz y de la convivencia respetuosa bajo el imperio de la ley, se halla en el deber imperioso de cooperar con el Gobierno y con las fuerzas del orden para ahogar el criminal movimiento."
Un estrépito de camiones cargados de armas automáticas se extendía sobre la ciudad, tenso en la noche de invierno. Desde varios días antes los hombres del Ejército Revolucionario se encontraba con los agentes de cambios de comandos en las Unidades, y se planeaba la forma de montar un nuevo ataque sobre las posiciones de las fuerzas de Morínigo. Ahora Asunción estaba ocupada.
-¡El coronel Rafael Franco está en Asunción!- gritó un tipo que corría hacia el centro, seguido de otros dos. Éstos tenían fusiles.
La metralla llovía en el patio de las casas y las calles. Las balas perdidas silbaban su canto ciego de pájaros sobre nuestras cabezas, venidos de quién sabe dónde. El tableteo de las ráfagas de ametralladoras, sus escupitajos incandescentes, y nosotros acorralados por el pánico que nos suspendía el aliento. De eso me acuerdo muy bien.
 
La noche enlutó a Ytápytapunta. Mi madre rezaba ante una Virgen de un rancho, por aquel entonces era muy devota de Dios y de La Pura y Limpia Concepción, y mi padre se dejó caer en el suelo, derrotado por el cansancio.
-¡Alto! ...¿Quién vive? ...¿Quién vive?-repitió la voz más fuerte, haciendo ya correr el cerrojo de su fusil. Repiqueteó tres dispa-ros y se oyó:
-¡Ah!
Y una voz de mujer pregonó:
-¡Socorro ... !
Mi padre se levantó sobresaltado, creyendo que disparaban contra nosotros. Después escapamos, tensos, sigilosos como sombras, a través de yuyales, barrancos y zanjones. Allá, en la distancia, ladró un perro; mucho más allá de la cima. De más allá de la ribera venía el ladrido penoso.
Desde arriba podíamos divisar el espejo tembloroso del río, los tanques de la Shell and Company y de Esso Standard oil, la gigantesca mole de Molinos Harineros del Paraguay, el banco de arena San Miguel. La ciudad titilante como tatuada de luciérnagas. Y cómo refulgían, allí abajo, al pie del precipicio, los fanales de los barcos mecidos en las copas de los mástiles, que flotaban como estrellas en el agua.
Unas voces se acercaban. Nos escondimos en una zanja, entre los yuyos. Muy cerca pasaron varios hombres armados hasta los dientes. Iban descalzos. Eran los famosos y sanguinarios pynandí. Lloré, mi madre sofocó con la palma de su mano mi llanto, me abrazó y contuvo las lágrimas y los latidos de su corazón.
-Si nos descubren estamos perdidos -susurró mi padre, y se estremeció.
-¡Se van...! -musitó ella, desencajada-. Tratemos de cruzar la frontera... Al otro lado estaremos a salvo...
-Vamos... -farfulló papá; más tarde, con voz neutra, sólo como recordando para sí alguna cosa, dijo:-Vivimos de revolución en revolución. En este país hambriento, maldito y dolorido, la rebeldía es un fuego que no se apaga. Estamos condenados a morir o matar. No tenemos nada... salvo la fe y la esperanza.
Dejamos el refugio, tragados por la oscuridad, y nos internamos por un camino. Papá iba adelante con Rosa, calladita, aupada en sus recios brazos; mamá me llevaba acaballado sobre su barriga que amenazaba reventar y ya no sentía, se le había puesto como de madera. Caminamos toda la noche a marcha forzada. Cada vez que madre caía, papá la ayudaba a levantarse, le infundía fuerzas, la empujaba sin descanso en esa marcha enloquecida y desesperada, que se abría paso entre piedras y espinas, por un sendero que parecía de hormigas de tan angosto. Ni una gota de aire, sólo el eco de nuestro ruido entre las ramas rotas. Desvanecidos a fuerza de ir a tientas, calculando nuestros pasos, aguantando hasta la respiración.
 
Al final de la tarde el presidente Higinio Morínigo había perdido el contacto con los lugares más críticos y trataba de evaluar a puerta cerrada con militares y ministros el estado de la nación. La visita de algunos dirigentes opositores que no estaban con los rebeldes lo tomó de sorpresa poco antes de la diez de la noche, y no quería recibirlos al mismo tiempo sino de dos en dos, pero ellos decidieron que en ese caso no entraría ninguno. El presidente cedió, pero los visitantes lo asimilaron de todos modos como un motivo de desaliento.
Lo encontraron sentado a la cabecera de una larga mesa de juntas, con un traje intachable y sin el menor signo de ansiedad. Lo único que delataba una cierta tensión era el modo de fumar, continuo y ávido, y a veces apagando un cigarrillo a la mitad para encender otro. Uno de los visitantes me contó años después cuánto lo había impresionado el resplandor de los incendios en la cabeza engominada del presidente impasible. El rescoldo de los escombros bajo el cielo ardiente se divisaba por los grandes ventanales de la oficina presidencial hasta los confines del mundo.
Lo que se sabe de aquella audiencia se lo debemos a lo poco que contaron los mismos protagonistas, a las raras infidencias de algunos y a las muchas fantasías de otros, y a la reconstrucción de aquellos días aciagos armados a pedazos por historiadores de distintos colores políticos.
Dicen que Morínigo no desperdició la ocasión para demostrar su talante verdadero (lo cierto es que tenía sangre y silencio de indio), que pocos le conocían hasta entonces. Dijo que para él y su familia lo más cómodo sería retirarse del poder y vivir en el exterior con su fortuna personal y sin preocupaciones políticas, pero le inquietaba lo que podía significar para el país que un presidente elegido saliera huyendo de su investidura. La guerra civil tenía que ser sofocada. Y ante una nueva insistencia de sus interlocutores de dejar el poder, se permitió recordar su obligación de defender la Constitución y las leyes, que no sólo había contraído con su patria sino también con su conciencia y con Dios. Fue entonces cuando dicen que dijo la frase histórica que al parecer no dijo nunca, pero quedó como suya por siempre jamás: "Para lograr la paz y la democracia paraguaya vale más un presidente muerto que un presidente fugitivo".
*** .
La pelea había sido dura y larga. Se combatió en el campo abierto y en las calles y en las casas del pueblo. Se habían montado hombres sobre los árboles, dentro de los cuartos, en las casas incendiadas. Las fuerzas revolucionarias habían huido dispersas y a todo lo largo de las calles flotaban banderas rojas y gritos de "¡Viva Morínigo!."
Por todas partes se veían cadáveres sin dueño abandonados entre escombros humeantes, y parecían más solos, más desamparados los vivos, moviéndose fatigados y como sin acomodo. De pronto, el mundo se había vuelto otro en Asunción.
¿Qué habían logrado? Todo había sido engaños y esperanzas fallidas. Los que debieron moverse no se habían movido. Los que se movieron lo hicieron sin base suficiente.
El país estaba en descomposición y ellos venían a salvarlo. Iban a restaurar la genuina libertad. "Vamos a acabar con la farsa y la mentira."
Con la pérdida de la revolución se abrió un periodo alucinante para el Paraguay. Miles de hombres y mujeres eran conducidos como rebaños a las cárceles, a los centros de torturas o sacrificados masivamente en las huidas. Se mataba, fría, sistemáticamente. No era el acaloramiento de las pasiones desatadas. Era un genocidio frío y calculado. Los hogares se estremecían de terror cuando una mano, aunque fuera una mano amiga, golpeaba sus puertas. El Paraguay vivía sobre un terror generalizado.
*** .
La cacería callejera había amainado, y en el silencio tremendo sólo se oían los tiros dispersos de incontables francotiradores apostados por el centro, y el estruendo de las tropas que poco a poco iban exterminando todo rastro de resistencia armada o desarmada para dominar la ciudad que tenían un tufo de pólvora
y cuerpos podridos. Impresionada por el paisaje de la muerte, mi madre expresó en un solo suspiro el sentimiento de todos:
-¡Dios mío, esto es una pesadilla!
Nos escondimos en una casa abandonada y nos derrumbamos en el suelo. Los boletines oficiales de las emisoras ocupadas por el gobierno pintaban un panorama de tranquilidad paulatina. Ya no había discursos, pero no se podía distinguir con precisión entre las emisoras oficiales y las que seguían en poder de la rebelión, y aun a estas mismas era imposible distinguirlas de la avalancha incontenible del correo de los orejas. Se dijo que todas las embajadas estaban desbordadas por los refugiados, y que el escritor y poeta Augusto Roa Bastos permanecía asilado en la del Brasil.
Entre tantas noticias encontradas se anunció que Elvio Romero, conocido poeta, había sido lapidado por comunista y el cadáver colgado en una plaza de Concepción, foco principal del alzamiento armado. Pero la idea de que el gobierno controlaba la situación había empezado a perfilarse tan pronto como el ejército recuperó las emisoras de radio que estaban en poder de los rebeldes. En vez de las proclamas de guerra, las noticias pretendían entonces tranquilizar al país con el consuelo de que el gobierno era dueño de la situación, mientras la alta jerarquía política negociaba con el presidente de la República por la mitad del poder.
Mis padres, mi hermana Rosa y yo salimos a la calle después de tres días de encierro. Fue una visión terrorífica. La ciudad estaba llena de escombros, nublada y turbia por la lluvia constante que había moderado los incendios pero había retrasado la recuperación. Muchas calles estaban cerradas por los nidos de francotiradores en las azoteas del centro, y había que hacer rodeos sin sentido por órdenes de patrullas armadas como para una guerra mundial. El tufo de muerte en la calle era insoportable. Los camiones del ejército no habían alcanzado a recoger los promontorios de cuerpos en las aceras y los soldados tenían que enfrentarse a los grupos desesperados por identificar a los suyos. En las ruinas de lo que era el centro comercial la pestilencia era irrespirable hasta el punto de que muchas familias tenían que renunciar a la búsqueda. En una de las grandes pirámides de cadáveres se destacaba uno descalzo y sin pantalones pero con un saco nuevo. Tres días después, todavía las cenizas exhalaban la pestilencia de los cuerpos sin dueño, podridos en los escombros o apilados en las veredas.
*** .
Habíamos llegado hasta Puerto Elsa y estábamos refugiados en la casa de unos tíos. En plena madrugada empezaron a golpear escandalosamente la puerta, mientras clamaban con suerte de bramido:
-¡Abran, abran, abran!
Alarmadas por el estruendo mis tías y mi madre se sobresaltaron, pero sin atreverse a acercarse a la entrada. Al fin, a culatazos y patadas, un grupo de las fuerzas gubernistas hundieron la puerta.
En la casa se tambaleó la lámpara murciélago. Mi madre, temblando, me cubrió con su cuerpo para protegerme. Mis tías, al verlos, se abrazaron y fueron a esconderse al más apartado rincón y se quedaron clavadas por el estupor.
-¿Dónde están los hombres...?
El dueño de aquel vozarrón estaba allí, codo a codo de mi madre, era un tal Zacarías Giménez. Miró a todas partes con ojos desorbitados. A la danzante luz de una linterna, su poncho rojo parecía flamear en torno a él y su sombra resultaba gigantesca. Con la camisa desprendida y sucia, el cabello revuelto, la cara sudorosa y descompuesta y el brillo del fusil en la mano, su facha produjo pánico. Y volviéndose hacia sus capangas ordenó, como azogado:
-¡Revisen todo, rápido! ¡Vamos!
Unos empezaron a buscar en el ropero y la cocina, en el excusado. Otros por el patio, por la chacra.
Zacarías Giménez, lanzándole su fétido aliento al rostro de mi madre, se desgaznató:
-¿Dónde está tu marido?...Si está metido en algún agujero, decíle que salga...
Tía Graciana y tía Casimira, paralizada, casi no se atrevían a mirar aquella enorme figura de la que manaba la voz bronca.
Como no obtuvo respuesta, dijo:
-Te salva tu barriga ... por ahora.
Y dirigiéndose a las hermanas de mi padre, añadió escupiendo las palabras.
-Ustedes saben... ¿Dónde están?...
Ellas tardaron en recuperar el habla.
-No sabemos...-respondieron al unísono, muertas de susto.
Revoleó los ojos inyectados en sangre, a uno y otro lado, con incontenible furia, buscando descubrir algo.
-Ustedes saben-prosiguió-. Cuenten py...
-Ya le dijimos, señor, no sabemos nada -dijo tía Graciana.
-Ustedes van a pagar el pato entonces...-amenazó, y una mueca nerviosa recorrió su rostro como un latigazo.
-Créanos señor, por Dios, no sabemos nada- dijo a su vez tía Casimira.
-Se acabó mi paciencia. Basta de mentiras -chilló, y mandó:-Muchachos..., ¡hagan lo que quieran con ellas!.
Y los hombres se dispersaron como sabandijas tras las dos mujeres.
-¡Socorro...! -imploraron.
Tía Graciana, que había corrido con un palo en la mano, fue la primera en caer con la ropa desgarrada, de arriba abajo, por un tirón. Arrebatadas entre gritos y empellones se revolcaban en el suelo. Riendo y peleando trepaban sobre ellas, como perros alzados, dando vivas a la patria y a su partido.
-¡Pipu' uuu!! ¡Ahora van a saber lo que es bueno!-sentenció Zacarías Giménez, riéndose, y descargó en el aire su máuser. -Por su madre le pido, señor- le rogó mi madre, suplicante-. Que dejen a esas pobres mujeres, usted tendrá una hija señor, nomás por ella se lo ruego -volvió a implorarle, pero él le dio una bofetada tirándole al piso, y allí quedó llorando, tirada en el suelo ...Esa escena, que no olvidé nunca, fue más cruel y más insufrible que todos los martirios.
-Por Dios, señor- rogó de nuevo ella.
- Aquí no hay más Dios que yo-dijo él.
-¡Lindo, mi jefe! - exclamó admirado un capanga-. Para que aprenda a respetar.
En aquel momento, tío Tomás, pálido de rabia y pavura, saliendo del pozo donde estaba escondido, enfrentó a los hombres gritando de odio. Zacarías Giménez, apuntó el fusil y disparó contra él.
Cuando los que tomaban parte en la terrible faena comenzada se repusieron de la sorpresa y vieron a tío Tomás sangrando por el hombro, sacaron sus cuchillos y comenzaron a apuñalearle. Las hojas de acero centelleaban bajo la luna.
-¡Mátenlo!- ululó Zacarías.
Con un esfuerzo sobrehumano, tío logró evadirse de ellos y entonces empezó una cacería espantosa por el patio de la casa y la chacra. Había conseguido agarrar un machete y procuraba defenderse en tanto escapaba, pero de todas partes salían hombres que parecían perros persiguiendo algún animal.
-¡Mátenlo! -repitió Zacarías Giménez.
Tío Tomás maldecía, imploraba misericordia, dejando un reguero de sangre por donde pasaba. Revoleando el machete tropezaba y caía. De repente su paso se fue haciendo más lento hasta que ya no pudo más y se derrumbó ahogando su última queja sobre el alambrado, quedando enganchado de los brazos, de cara a los que lo rodeaban ávidamente. Un hombre levantó el machete para cortarle la cabeza, cuando Zacarías Giménez jijeó:
-¡¡Alto!! ¡No lo toquen!
El hombre pareció no oír y enarboló de nuevo el arma.
-¡Alto, he dicho! -bramó.
El grito lo dejó inmóvil, como petrificado, con el machete en suspenso, la hoja quieta relampagueaba en el aire. Todos se quedaron sorprendidos. Zacarías Giménez, se adelantó, sacó un cuchillo y de un solo y preciso tajo, certera y limpiamente, lo degolló. Tío Tomás dio un brinco y su cabeza rodó con los ojos abiertos. No mostró Zacarías ni placer ni pesadumbre al matarlo, si-no tan sólo esa terrible y sosegada frialdad de quienes cumplen con su deber y se complacen en la eficacia. Limpió luego la hoja sangrienta en la ropa, se volvió hacia sus hombres y vociferó con bramido de fiera:
-¡Vamos, muchachos! ¡Busquen hacia el río, seguro procurará pasar la frontera -aullaba las órdenes-. Ustó, Aparicio, vamos
...listos, pues...
Y los capangas se pusieron de súbito en movimiento. En eso, mi madre lanzó un grito largo y filoso. De entre sus piernas surgió un bulto oscuro e informe; ella lo sujetó con ambas manos y tiró hacia fuera. Ahí estaba, ahora bien visible: un niño, diminuto y ensangrentado, viscoso y recubierto de grasa en medio de un charco de sangre... A lo lejos se escuchaban tableteos de ametralladoras. Afuera, el amanecer iba apagando nuevamente la noche...).
 
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Fuente:
PARAGUAYO BUSCA TRABAJO EN BUENOS AIRES
Novela de
ARMANDO ALMADA ROCHE
Diseño de tapa: Graciela Galizia
© Arandurã Editorial
Teléfono: (595 21) 214 295 
 www.arandura.pyglobal.com
 Asunción-Paraguay,
2010 (203 páginas).
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