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ESTEBAN CABAÑAS

  POEMA DEL EXTRAÑO Y LA CIUDAD - Poesía de ESTEBAN CABAÑAS


POEMA DEL EXTRAÑO Y LA CIUDAD - Poesía de ESTEBAN CABAÑAS

POEMA DEL EXTRAÑO Y LA CIUDAD

Poesía de ESTEBAN CABAÑAS


 
 
 
 POEMA DEL EXTRAÑO Y LA CIUDAD
 
 
 
I
Cotidianamente las sombras me separan
naranjos caídos en la muerte,
las pequeñas ranuras de veredas donde gotea,
cuadriculada y sola, el alma.
Sustituida piedra de la gracia,
amarillo es el orden,
la milicia en el pasto de amarillo,
los grises policiales
sobre los arcos de los ojos viejos
que pulen la estupenda caricia de la Maga.

 
Cotidianamente descansan
su olor sobre mi boca,
si me llega es por algo,
que supo la sombra del naranjo muerto,
o el derretido niño del petróleo
ardiendo en el asfalto,
o el sol que se despega de la calle,
para apresar la sombra.

 
Y uno, cotidianamente,
detenido sin que nadie lo sepa,
de repente, duro sin más, se queda.

 
Ya fue la flor.
Ya escupe el golpe que desborda.
Ya dijo, reprimiéndose,
pequeñas cosas del decir diario.
Se juntó a los poetas que remedan
las viejas prostitutas del soborno.
Ya se cansó.
Porque aquí todo huele hasta el aire,
ya se mezclan sonidos especiales,
ya las víboras corean los ruidos
que sacuden el sueño,
y hay enormes zanjones
que se tragan residuos, camiones, esqueletos,
pozos donde la noche mira el agua envenenada.

 
Y sube por el hilo las patas de la envidia,
con su cuerpo geométrico, con pelos de infinito,
los chismes que lastiman a tientas, como ciegos.
Y ya me desconoce la pisada,
me desestima el viejo rumor del viento,
y las esquinas gritan a mi lado
su puntiaguda soledad de espanto.

 
Pero aún así, uno busca volver,
encontrarse de nuevo en la ciudad
oír la luna subiendo en el tejado,
enhebrarse en la gente conocida
como culebra falsa, rutinaria.
Destapar la sonrisa a cada paso
para tirar saludos.
ir al cine los sábados de tarde,
los domingos a misa,
trabajar de los lunes, cinco días,
como un buen hombre,
un jardín en la parte delantera,
un corral, un excusado atrás,
un por si acaso, basurero y todo.
Así de noche, cenamos,
nos acostamos y morimos.
 

 
II

Alguien habló ya del raudal
que pone a la ciudad
su verdadero rostro,
sus tentáculos fuertes esparcen
los residuos blandos de humedad erótica,
el despoblado queda
cubierto de zapatos quietos,
cascotes lustrosos,
oscuros objetos que nadie conoce
desinflados pudores en un mapa
de creación fluvial que deja el morir del agua.

 
Nace el desastre,
por el aire caminan ahora a mis costados
enormes casas, mujeres y perros,
ventanas pintadas,
hombres que saludan a coches inmensos.

 
Pero está el silencio.
Por detrás de los árboles podados, en primavera,
por esta procesión que nos lleva
a un cementerio oculto, está el silencio,
está una larga y sutil espera.

 
Mi encuentro con la vaca perdida
es un hecho de emulación trágica,
me buscó de pronto,
repletos de ciudad sus ojos mansos,
así como el correr del arenal del ansia,
sobre el cauce de un río,
así como la tierna molienda del silencio,
así como se enhebra el anillo del hambre,
su lengua destapada,
la noche se esparcía en su ataúd errante,
sobre un fondo milenario
los enormes cuernos sin sonido
parecía ya un mito,
la ciudad perdida en su desgracia.

 
El jeroglífico retrocede
antes de ahora,
es casi posible encontrar mis
perdularias sombras amordazadas,
o prendidas en la fachada gris
del Panteón de los Héroes
en su negro nubarrón delicioso,
en su lámpara de Aladino.
Yo estoy aquí,
y sin embargo, nada ha variado,
sólo un alma aplastada
por tranvías antiguos de pereza,
por un río junto a la bahía,
por un aroma de Catedral posible
que despeña
su atrasado reloj de la muerte.
Yo estoy aquí,
he bajado a investigar
la calle larga y única
donde la gente muestra
su mueca del sábado,
la fiesta del zapato.
Han cambiado las piedras,
para vender muestrarios,
puerta a puerta.
Un papel sitúa el jeroglífico
más alto, siempre más alto,
la gente se descuella en este punto,
también más alto,
para mostrarse y ser,
venderse y ver, orinarse ocultamente,
reírse y despintarse,
y volverse a pintar en las vidrieras.
Enormes espejos ruedan por el aire
y la Plaza Uruguaya se cubre
de pequeñas cruces muy despacio.
Yo estoy aquí, con el café cansado
que ahuyenta mi regreso.

 
Pero es igual
la espera continúa,
sin separarme un momento
de mi mismo.
He llegado al epitafio del irme,
solo, con mi soledad,
solo, donde nadie me reconozca,
donde nadie desafíe
con su sonrisa fácil
la tarde hecha de monstruos.
Y sin embargo, por esta pobreza
camina una feroz alegría asustada,
como un ladrón sorprendido,
como una piedra sintiéndose
flotar en el aire.

 
Se oye sin embargo,
cómo la gente mastica sus ruidos en balde
y se agiganta por los pechos sudados
de madres que amamantan
profesiones de alcoba sordamente.
¿No me retiene esta cópula del muerto?,
¿No estoy vivo en el cajón del hueco de la peluquería?
¿No se respira el aire,
no me chupa el aliento,
la cloaca que mana diariamente,
no me mueve a mí mismo
la partida del ansia?

 
Irse es aceptar la muerte y la miseria,
otra muerte, otro tipo de miseria
sin inquietud de pedidos de sueldos,
de salarios corriendo
por el patio cerrado de la tarde,
de estrechar un sendero lentamente
sobre un suelo distinto,
deshacerse del ruego
de la limosna abierta,
de funcionarios de papel sangrando,
desnutridos de verdad,
atando alambres a la sombra:
un corral donde criar compatriotas
a imagen y semejanza.
Es rechazar la escuela diferencial del hambre,
que llevan nombres de héroes o países
y dividen la tarde en dos con un recreo.

 
Aquí está el muerto,
con el dolor del día a su costado,
por narices de llanto en su nostalgia
ruedan enormes mocos de vergüenza,
ya no calienta el sol,
se ha perdido la calle,
y el río atado a su cintura,
se derrama sin fin, sobre el abismo,
ya estamos en la luna
del ropero del alma,
ya metimos la mano
para extraer gusanos e indulgencias,
estampamos monedas en los ojos
para cegar la muerte.

 
Ya estamos aquí,
junto a nosotros,
muertos del todo y secos,
de quemazón diaria,
de vómito celeste,
nadie existe,
el corazón de lata repica
y los dedos derretidos
como velas de sebo.
 
Oh ciudad
cuyo nombre he olvidado,
oh pequeñas rejas de lejana
mano en la ventana,
oh silencio de jazmín,
¿era de jazmín antiguo?,
o no era.
Nadie responde y yo no estoy.
 
En: Alcor N° 36; mayo junio de 1965.
 
 
 
Fuente: POESÍAS DEL PARAGUAY – ANTOLOGÍA DESDE SUS ORÍGENES. Realización y producción gráfica: ARAMÍ GRUPO EMPRESARIAL, Dirección de la obra: OSCAR DEL CARMEN QUEVEDO. Recopiladores y autores: RAÚL AMARAL, MARÍA BARRETO DE RAMÍREZ, AÍDA ORTÍZ DE CORONEL, ELA RAMONA SALAZAR S., RUDI TORGA/ Tel. (595-21) 373.594/  arami@rieder.net.py  – Asunción/ Paraguay. 2005. 781 pp.).
 
 
 
 
 

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