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ESTEBAN CABAÑAS

  LO DULCE Y LO TURBIO, 1998 - CRIMEN Y CASTIGO DE DON PEDRO DE MENDOZA - Por ESTEBAN CABAÑAS


LO DULCE Y LO TURBIO, 1998 - CRIMEN Y CASTIGO DE DON PEDRO DE MENDOZA - Por ESTEBAN CABAÑAS

LO DULCE Y LO TURBIO

CRIMEN Y CASTIGO DE DON PEDRO DE MENDOZA

ESTEBAN CABAÑAS

Editorial Sudamericana S.A.

Diseño de tapa: María L. de Chimondeguy/ Isabel Rodrigué

Buenos Aires – Argentina

1998 (174 páginas)

 

 

 

 

            GUANABARA Y ELVIRA PINEDA

 

            No quiero comprender. No veo sino brumas. La costa refulge al amanecer como si me llamara, más allá del borde, más allá de esa línea en donde la arena desgaja su innumerable polvo al viento, al suave aire de la mañana. El cuerpo de Osorio aparece ahora -y es un decir- con un color de higo maduro. Un tenue brillo de fruta soleada, surcada por hilos de un marrón violáceo, un flujo arrebatado que no pudo salir aún con tanto agujero. El torrente interior murió congelado antes de emerger de su carne. Las correas del pabellón de campaña han sido abandonadas en el suelo y hay una que señala o parece indicar el lugar en que fue detenido. Incluso, las manchas se han esparcido desde allí hasta este mismo lugar donde Osorio ha caído. En torno, brota el silencio. El silencio invadido desde adentro, desde esa voz que habla por la espalda, desde atrás, ladeándose en el inasible humo de las quemazones. Ese fragor que nos demanda la duda al cerrar los ojos y empujar con el dedo, lentamente, ese inmenso paisaje desplomado sobre el mar abierto en una gran herradura, una boca verde, espumosa, bajo un cielo fulgurante y eterno.

            ¿Qué hay en el silencio que promete ese preciso instante? ¿Qué hay ahí en ese cuerpo que yace sin vida y sin embargo, habla? ¿Qué cosas dice? Con calzas y jubón de raso blanco, coleto requemado con cordones de seda blanca, gorra de terciopelo blanco, camisa labrada con hilos de oro y capa negra de paño, así ataviado -tal cual consta en el Archivo de Indias de Sevilla- paseó por la playa con un aire de animal emplumado, pero en un relámpago todo cambió. Ahora la gorra se ha deslizado hacia la izquierda y un charco de sangre inunda el principesco atuendo. Aquí las telas encharcadas yacen confundidas. En el limpio silencio de esa mañana clara sólo el cartel rojo irrumpe sobre su pecho con una muestra de palabras obscenas, jeroglíficos, letras latinas: las primeras en esa playa sin término.

            Si he visto toda la escena, en este momento no la recuerdo. Se me antoja un sueño, una pesadilla. Cuarenta puñaladas de un solo golpe como apiñándose urgentes, incisivas, por atrás, por el pecho, en los bajos, donde la carne no opone resistencia y el metal se desliza abriendo un labio rojizo, tembloroso y fugaz. ¿Qué hay en esas bocas de las heridas que apenas han cerrado? ¿Qué rezuman? ¿Es que gritan clemencia? "Confesión, confesión", se oyó en el instante del tránsito.

            Los que alargaron el puño. Los venidos de la sombra. Unos han huido. Otros se han visto demorados por la escritura sobre el papel sangriento que, con premura, han fijado sobre los restos de Osorio. Cumplida la faena, se escurren. Es posible que estén preparando la mortaja. Se han ido con el temor y la angustia creciendo por delante de estas palmeras salvajes. Sólo Elvira está allí al lado del cuerpo, hecha un jirón, demudada de espanto. Hace un gesto extraño, pero nadie intenta descifrarlo.

            "¿Qué tiempo es?", alguien pregunta. El murmullo tenaz no deja entender la respuesta. Miro la playa. Al lado del cuerpo ondea un ropaje de tela aplastada sobre el pecho. Es Elvira a quien nadie ha podido apartar de Osorio. Hay en ella un ademán de despedida pues, al decidir abandonarnos, nos ha dispuesto en el revés del asunto: somos nosotros los que de alguna manera nos quedamos solos.

            "¿Qué", me digo, "hemos dejado nuestras pequeñas cosas para enfrentarnos otra vez, más allá de la nada?" Miro por última vez el cuerpo de Osorio. Su soberbia ha concluido.

            "Serás vengado", me oigo pensar en el vacío. No sé cómo ni cuándo, pero aquí muy adentro me veo discurrir, cual si yo mismo estuviera ausente del conciliábulo que se realiza dentro de mí. Me he negado a leer el texto infamante. Allí pude usar el albedrío, sin embargo, hay algo que me ha sido impuesto. Me pregunto qué.

            Los veo regresar: Ayolas, el preferido, Salazar, Medrano, Luján y otros. Aún conservan en las manos crispadas huellas de los puñales. Traen la sarga que fuera usada para el matalotaje cargado en Sevilla, en Cádiz, en San Lúcar de Barrameda. Es de un color desvanecidamente amarillo, de urdimbre rayada, asaltada por dedos invisibles. Ahora envolverán el tumulto de un corazón saturado.

            Impávido, Ayolas me recibe con una larga mirada, instalada en el escozor del aire que milita sobre la costa oceánica. A Salazar se lo ve menos fortalecido después de esa mañana de cacería. El más perdido. Ya han previsto la partida. Todo se realiza con esa premura que esconde lo turbio dentro de lo diáfano. Cuajado en el umbral del día, la escoria de la jornada navegará con nosotros hasta el final del mundo.

            Don Pedro prohíbe que lo entierren: "Un traidor no merece confesión ni tumba", vocifera.

            Ayolas mudamente me pide lealtad, ya que soy depositario de su poder y, al mismo tiempo, nos une una extraña amistad. Don Pedro retorna a una especie de serenidad sólo cuando abandona su tienda. Ésta es desarmada con celeridad y ya a bordo, se despliegan las velas de "La Magdalena" y se enarbola la cruz borgoñona, el siniestro escudo puesto en vez del de Castilla, el más amado. Aunque soy vizcaíno sin reniego y a tanta honra.

            Vamos al sur. Osorio ha quedado atrás frente a esa errática costa de arena y oro, de verde suculento, de montaña de una sola pulida piedra. Osorio navega hacia las entrañas acuosas y feraces que alimentan la sinuosidad del tiempo. Nosotros lo hacemos hacia el sur. Cuando lleguemos al sitio llamado Santa Catalina sabremos la razón de ese nombre. Osorio jamás conocerá el de esa Bahía donde quedó anclado para siempre. Pero por encima de todo, está la angustia de haber expirado en un lugar ignoto en el que uno deja el corazón destrozado. Lo único real es ahora la silueta que se pierde. Distingo a lo lejos a Elvira cavando un pozo con una lentitud exasperante, como si nunca fuera a acabar. Tengo el ojo cual un farol helado que se derrite.

 

 

            ELVIRA CANTA

 

Al perderte, ya todo fue cambiado,

tornase la luz en noche cerrada,

cuando contigo mis noches eran blancas.

Éramos dos secretos entre las tinieblas,

surcábamos la mar pero la mar no era

sino esa dulzura que el corazón llevaba.

En esta aurora nació la lengua

que iba a denunciarnos.

El amor siempre responde

pero estás aquí callado.

Quisiera abrir mi corazón

con el cuchillo que se usó en tu muerte.

Y meterte adentro y volverlo a cerrar1.

 

 

1Recordó aquí la poesía de los Aben, Hazam y Zaidum, ambos de Córdoba.

 

 

 

            EL OJO

 

            Osorio, el más gentil. Todos lo imaginábamos con un brillo y una jornada provista; el más garboso, de meditada y apacible presencia. De sonrisa leal, el más cercano. "Todos los de la nao eran sus amigos", habría dicho Ayolas. Ya que reclutó a cuanto amigo, pariente y conocido tenía en Andalucía para esta Armada.

            (Yo sé que voy a escribir esta historia de un hilo solo, de principio a rabo. De jocunda raíz a sol y canto. De sol para los mustios. De cal para los cegados. La yerba que se enreda me llega hasta los tuétanos, rasga su filo de papel acerado. Sé que escribiré sin detenerme. La flecha sólo se clava cuando llega. Abro la puerta, entro, siento el picaporte, toco la frágil hoja. La escritura me arde desde su más profundo acoso).

            Vuelvo a Osorio. Solía cantar. Su voz nocturna, aislada en el desierto del agua, remaba sus palabras en lentísimas coplas, atesoradas en su aldea en medio de las ríspidas sierras y rememoradas ahora en este viaje pleno de euforia.

            En medio del aterido espacio donde nos reuníamos al fin de la tarea, distribuidos los haceres, calmada la furia del viento, en esas noches cada uno volvía, en querencia interior, sosegadamente, junto a su propia gente, al lado de los rostros que palpitan en el fondo del cuenco en que comemos. Entonces Osorio, surgiendo de la nomadía de nuestros pensamientos, ordenaba un rebrote de alegría, de otras razones que la razón no entendía y que, a borbotones, veíamos surcar acompañando la estela de nuestro paso. A veces la saloma se hundía en el aire entonada por todos.

            En otras ocasiones, Osorio era designado lector para iletrados. En tales veces su voz juvenil emergía bajo su sombrero de catite, impecable, y en medio de la gente pasaban las aventuras del "Caballero Cifar", el "Amadís de Gaula", las "Jergas de Esplandían", el "Palmerin de Oliva", el "Tirante el Blanco". También prestaba estos escritos a quienes los pidieren, pues es de todos la pasión por los romances de caballería.

            ¡Qué alto señor! ¡Qué osadía en su laborioso empeño! ¡Qué mancebo sin pausas! Enfrentado al claro espacio y al transparente cielo. Acababa de cumplir veinticinco años.

            (¿Por qué escribir ahora? ¿Qué motivos me impulsan? ¿Será porque recuerdo el ojo de Ayolas auscultando el fervor que surgía de todos nosotros hacia la persona de Osorio? ¿O es apetencia del que trenza cuidadosamente los jeroglíficos de la lengua?)

            "Santiago y Libertad" era su lema.

            "¿Qué tiene que obedecer la gente de esta Armada a Don Pedro? Que cada uno haga lo que quiera". Dicen que dijo Osorio. Pronto lo delató Ayolas y seguidamente lo confirmó Juan de Cáceres.

            "Los grandes de España pueden

            perderse mañana",

            canturreaba Osorio.

            Pero el ojo de Ayolas preguntaba. Era un ojo lleno de sospecha y temor. Si esa camaradería de la tripulación intentaba una feroz disputa por los sitios encumbrados; por los privilegios otorgados por el Adelantado Don Pedro de Mendoza. De tribulaciones parecidas se le poblaba la mollera. Aunque ¿no era evidente que Ayolas ocupaba, a todas luces, el lugar preferido del gobernador? ¿Por qué ese ojo repleto de envidias flotaba en la penumbra, parecido a una uva recelosa, violácea, cargada de rumores, a punto de explotar? Un ojo, cual un punto de luz, en la sombra de los escuetos cortinajes, a estribor, como una señal, escondiendo la mirada que incuba la tormenta. Esa mirada volviéndose más oscura cuando se posaba en Osorio, que en esa hora disponía su verborosa presencia para contento y alivio de la tripulación en esa travesía sin término, opaca y gris, donde el aburrimiento carcome con su diente de plomo y de cenizas.

            Osorio era joven, rico, defendía a los humildes, diciendo: "Por el menor de los soldados que iba en la Armada había de perder la vida". Se recordó -en la ocasión- que algo semejante dijo Padilla a Juan Bravo. Don Pedro lo nombró maestre de campo puesto que él se ocupaba de las cosas de la guerra, en lo que era un experto. Había batallado en las campañas de Hungría y Roma. ¿Alguien vio a Osorio discutir un sitial de privilegio entre los capitanes reales? Quizá cada quien guardara en sus talegos la esperanza de verlo dirigir la espléndida coraza que avanzaba hacia el confín del mundo. Al parecer esa inquietud poblaba la cabeza de los principales al verlo tan gustosamente plantado en medio de los caballeros en tercería con toda la navegación, contando con el primero y hasta el último de los mazapanes. Pero, ¿qué se intuía en esa acción de Osorio?

 

 

            LA CENA

 

            Al llegar a Santa Catalina, esa región llena de presagios, de puros remolinos, de corrientes furibundas, como si allí se concentrara un genio consciente de su insignificancia pero repleto de ira, supe que Don Pedro convocaba a una cena. Aunque no fui invitado, me pusieron inmediatamente en conocimiento de que esa noche, él, en su función de Adelantado, convocaba a su grupo mayor, ahora ya sin Osorio.

            A la tarde, antes de la hora, me había encontrado en la puerta de popa con Ayolas.

            - Gracias - dijo mirándome como la otra vez. Sentí esos ojos atravesando el espacio que rodeaba el borde del andarivel del comando, justo de donde pretendí asirme. No porque me sintiera desfallecer sino en mi natural manera vivo atajándome, soportando este vaivén marino, ahora aumentado ostensiblemente al estar en aguas recias.

            - ¿A qué se debe? - murmuré seguro por la sujeción y la distancia.

            - Y... cuando se mira y se calla... - contestó evitando concluir la frase -. De todas formas, la discreción fue oportuna - añadió.

            Sentí, de pronto, un brusco malestar. La sensación de que Ayolas se había petrificado y usando de sus maneras, dulces aunque rígidas, buscaba alargar la conversación. Quería escudriñar. Indagar cosas. Yo miraba sus manos, las mismas manos reproducidas innumerablemente igual a esas imágenes de Oriente que uno alcanzaba a ver en las rúas de Lisboa ofrecidas por algún burlador al costo ínfimo de unos pocos maravedíes, a lo más, un castellano de oro.

            Un largo silencio comenzó a sedimentarse. Y aunque detenidos los dos en ese vislumbre convulso del atardecer, sentíamos el humus del silencio subir como una nube erotizada de tentáculos y alfileres donde uno demoraba el dedo con un imperceptible temblor y sin una palabra. En esta ocasión agradecí ese silencio no tan oportuno pero infinitamente más tranquilizador. Ayolas iba de tocador con un vestuario especial para la cena. No portaba luvas.

            Me deslicé por el pasillo más aplastado que oruga en el connubio crepuscular, convencido de que los ojos del preferido nunca se borrarían de mi espalda sino río arriba, cuando suceda lo que tendrá que suceder.

            Desde ese momento, decidí mantener ante Ayolas una actitud expectante y dual. No podía enjuiciarle ni perdonarle. Permanecí en la sombra, con esa discreción que él señala y que es más bien una presencia silenciosa, pero no elusiva.

            Una xaqueca se me instaló entre nariz, ojo y nuca; triángulo de fierro tenaz y defensivo. Para no borbollar ideas ni enclaustrar las palabras. Sólo un dolor constante que disfrutaba saltando de un ángulo a otro, cercenando toda posible conversación interior, desfablando el aura y corrompiendo el discurrir.

            Mientras arreciaba la reunión en el castillo de proa, a la izquierda del cuarto de derrota, uno se devanaba la sesera en busca de una menudencia, de una pista entre el constante fluir del murmullo y el sonido de cuencos y copas silenciados por la mullida trama de la zofra. La cena, que había congregado a siete personas, llegó a su clímax en ese momento.

            Y, nade retro, en el mismo minuto en que el tono de la componencia iba in crescendo, tornó el viento a aullar como en un laberinto, las olas respondieron con un golpear en las fundas y no hubo nada sino aquietar los ánimos (las ánimas) y ponerse en paz en medio de la marea. Y aunque no oíamos (ya éramos dos los que arrimábamos la oreja en el cascallar de los entablamentos) ni entendíamos nada, sí, posiblemente, tuvimos al unísono la certitud de que la cena tenía un motivo amenazador. Lo confirmaríamos tres días más tarde.

 

 

            EL CINCO DE COPAS

 

            Aquí el enano es quien acerca el oído y las cartas. Aparta la alcuza de la mesa y soba la placa con un trapo. Pone la baraja:

            "Las copas de Calabria son como piedras de molino. Sirven para ser anudadas al cuello y hundirse con ellas en el mar. En las barajas españolas estas copas recuerdan las de Antinoo, el día que Alejandro regresa de Babilonia y le sirve el vino del Éufrates en vasos de liviano material, de leve estampa, traslúcidos. Las copas también recuerdan la cicuta, el recipiente del incienso y la mirra.

            "La quinta copa contiene el ungüento con que Magdalena perfuma los pies de Cristo. De hecho, cinco copas para mantener intacto el sabor de la mesa, del amor y de la muerte.

            "Si al barajar las cartas en noche de luna llena aparece un cinco de copas, es seguro que superarás el obstáculo". Pero nadie conoce cuál es este obstáculo.

 

 

            ORACIÓN

            Ante todo obstáculo

 

            "Tiemblo ante tu osadía. Lloro por tu condenación. Cómo sabiendo lo que sabes, puedes conducirte tan sin prisa; tal cual en un infierno, vas de paseo. Si se trata de la perdición de los hombres, la ruina de sus almas, todas ellas inmortales y redimidas a tan alto precio, cómo no retrocedes en ese viaje hacia el fuego eterno, castigo de tus muchos pecados".

 

 

            LAS MANCHAS

 

            En la misma barcaza viajaba un soldado de la Germanía, un bávaro llamado Ulrico. Era bajo y pelirrojo, de un abultado pelo que agregaba unos centímetros a su talla. De natural silencioso pero dubitante. Y sonriente. Sabía burlarse de nuestras comandancias. Y, por supuesto, no atendía razones que fueran de respeto. A él, sus pendencias. No iba yo a recordarle a lo que iba ni con quiénes. Sobre todo, en lo tocante a los quehaceres, éramos los dos de igual asunto. Que lo digan los que de arriba mandan. Yo al Ulrico, ni en paz ni en broma. Sin prestarle caso paso de largo. Pero, al atardecer, al retirar la yesca de la farola, se le iluminaron los ojos, que eran de un azul cobarde, pero de rica picazón. Yo estaba a su lado. Oí que murmuraba:

            - Se trata de las manchas.

            Gonzalo, puesto a otear el mar como si esos lampazos que escamaban el agua de un fulgor oscuro, de licuados aceros, pudieran comunicarle el sentido de esa palabra: manchas. Pues de manchas se trataba.

            - ¿Manchas de qué? -pregunto y me digo-. ¿De quién, sobre quién segrega esa sombra moteada que de súbito asusta? ¿Qué mácula nos amenaza? -No es que tenga relación, pero un día antes también Osorio había hablado de manchas. Un día antes (se entiende) de su muerte. Y todo se deduce, rápido como el látigo en el ruedo, sobre el ijar descuidado y la brida ajustada que atenaza la lengua, reduce el movimiento y sostiene el eco en medio de la arena. Sólo que la arena es aquí un mar desolado. Y aunque Gonzalo de Mendoza no se mueva, sus ojos me persiguen a través de esa palabra. Ulrico ha ascendido la escala de dos en dos. Cuando llega a la parte superior del mastelero mayor se detiene, vuelve el rostro, aclara con el tono siniestro que usa para el hablar:

            - Es que Don Pedro está enfermo. -Y se apresta a desenredar la gabia donde aparece el aspa de San Andrés.

            Y ya no hay más. Gonzalo y yo nos retiramos a la proa sobre el mascarón. Juntos miramos el mismo punto. Gonzalo dice:

            - Es la peste gálica.

            Y uno se interroga si esto obedece al signo de Borgoña o el morbo de Don Pedro.

            Gonzalo, el mayor de todos, no sabe unir las voces adecuadamente. Su escaso talento y buen talante nos mueven a dominarlo, encargándole todas las tenderías, los requisamientos, las encomiendas. El bastimento cuenta con su medida organización y esmerado aporte. Lo mismo que un cocinero oriental, sonríe y desempeña sus labores en la trama sutil de las recetas, el conocimiento del herbolario, catando olores y sabores sin igual. Ayer, habiéndonos detenido al borde de un promontorio, pusimos con asaz premura una planchada para atender a los indios en un requerimiento que hasta hoy desconozco. Gonzalo se sentó al borde del madero y recibió de ellos como presente una fruta blanda, cuyo fulgor amarillo y denso perfume comprobó enseguida,             al abrirla de un tajo. La fruta descubrió en su interior una multitud de semillas engarzadas como perlas negras. Gonzalo se la manducó en el acto, ante la alegría de los visitantes que exhibían para la ocasión desde el cuello abajo su desnudez extrema, sin embargo, arriba lucían, coronando la testa, una profusión de plumas.

            (¿Por qué me detengo aquí?, ¿qué es lo que me hace barruntar la pluma sobre la cabeza de Don Gonzalo? Un hombre mayor, ligado a estas lides por sabe Dios qué vericuetos. Uno se pregunta si es pariente de su engolado patrón que porta el mismo apellido. El de la peste francesa. Y sí esta información la conoce por ese arrimo o porqué azar de otros andurriales).

            - Si es cierto lo de la peste, Don Pedro de Mendoza buena ración se tira - digo, más para intentar una palabra de Gonzalo que para rubricar una verdad que suena demasiado inquieta. Que si fuera verdad, la mancha, más que otra cosa es cosa de Osorio. Una maldición cayendo justo antes de llegar a destino. Maldición como de osario. Aún cuando el reviento juega con sus vientos y ayuna en el pescante un silencio dormido como un perro.

            - Hasta Julio II murió de eso - anota Gonzalo, sin moverse.

            Lo miro. De pronto su rostro se ilumina con un brillo distinto, lleno de parsimonia.

            - No lo sabía - aclaro.

            - Es que han insultado a Apolo -añade-. Los que se atrevieron, han recibido el justo castigo. Syphilis, sive morbus gallicus. Así lo escribió Girolamo Fracastoro hace

cinco años. Un pastor ofendió a Apolo. El Dios vengó la afrenta con la peste. Ese pastor se llamaba Syphilis.

            Creo que este parlamento era todo lo que tenía que decir. Luego de lo cual, Gonzalo, ahíto de silencios, se sumió en obscuridad.

            Más tarde, en esa noche, percibí que Ayolas dejaba caer como al descuido en la oreja de Salazar una palabra. No la oí pero vi su proterva sonrisa. Creo que se imaginaba feliz.

 

 

 

            EL RÍO

 

            Dejamos la embravecida zona de Santa Catalina. Liberado de su fiera mujer y quizá en un arrebato de cariñoso recuerdo, Caboto le había dedicado estas airadas aguas y una isla. Allí se le atravesó la quimera del oro y cambió su rumbo: en vez de buscar el Tarsis y el Ofir, se fue tras El Dorado.

            Esto nos lo cuenta Gonzalo de Acosta, el portugués habitante de estos parajes desde 1527. Nos fue llenando la cabeza de anécdotas. Algunas bien truculentas y otras de una gran poesía. Cuando hablaba no dejaba de mirarme en forma hostil, incitándome en la lengua geral de los indios que había aprendido en el Mbyasá. Aunque sin prestarle atención, no pude menos que escuchar este cuento que vengo a transcribir pues es una conseja, como veréis, muy gozada:

            Sebastián Caboto se pasa yendo y viniendo por estos mares de Dios, cada vez más lejos. Catalina Medrano, su mujer, ya está harta. Ha encontrado en Venecia un joven reemplazante de Caboto, ya que no está dispuesta a soportar las largas correrías de su marido sin un amante que le abrevie el pesto. Caboto la sorprende in fraganti un día que retorna de uno de sus viajes sin avisarle e, indignado, sale dando un portazo. Caboto huye a España. Después lleva a su mujer a Londres, pero ella repite igual solución y misma escena. Por eso, todas las noches en altamar increpa a Catalina su traición desembozada en cuanto se torna pintón del mucho vino:

            "Catalina Medrano", dice que gritaba Caboto, "no hay como olvidarse de Catalina Medrano en medio de la Cananea"; "Catalina Medrano", la nombraba repetidamente con un extraño rencor. La desafiaba a duelo en ausencia, vociferaba como si estuviera frente a ella, rígida y muda, quizá sonriente. Todo esto sucedía teniendo el espolón del puente hacia él, hablando con el aparejo, gesticulando con exagerado ímpetu. "Catalina Medrano, no me volverás a ver. Y yo, tampoco te veré más. Que me cubran los ojos con lagañas y orín de murciélagos, que me salpiquen de muérdagos y de ortigas, que se me nuble el iris para siempre. Que el basilisco me eche una mirada, pero no volverla ver, Señor. Que Catalina Medrano se pudra en la otra esquina de la tierra adonde no iré jamás. Robé tu nombre a fin de arrostrar esta isla a su destino furibundo. Catalina Medrano. Ay, Catalina, bébete el mar que está salado".

            Después de un silencio, sólo el ruido de las olas sube hasta la roda, y la quilla del barco parece resplandecer como aceitada. El viento mueve violentamente las jarcias contra las velas henchidas semejando ubres gigantescas.

            Caboto vuelve en sí girando la cabeza, buscando el personaje:

            - No tenéis por qué tratar de llegar al Cattigara, ni al Sinus Magnus de Ptolomeo. Aquesto es burda fantasía y yo os traigo la verdad - dijo saliendo de las sombras Enrique Montes, que montado en la baranda y haciendo de cabestro, juega con la soga del palo mayor.

            Si hubiera estado conmigo Catalina... - llora Sebastián Caboto en medio de la noche que extiende sobre el agua sus cabrillas agudas-. Pero no voy a desertar - afirma con una voz teatral, casi veneciana-. Hice capitulación con el Rey para buscar el Tarsis y el Ofir a fin de develar lo oculto, lo incógnito, el no lugar, la utopía que se encuentra en el mapa mundi de Ptolomeo. Y me dais a cambio esta fábula de tristes metales que parten del Río de Solís hacia el septentrión o ¿hacia qué rumbo?, ¿hacia qué nada?, ¿hacia qué oeste? Oh, Catalina Medrano, si yo pudiera tenerte aquí para aclararme la testa, iluminarme el cacumen. Yo voy en busca de Tarsis y de Ofir y las especias - dice con acritud.

            No sois afable -le increpa Melchor Ramírez, otro de los náufragos de Solís-. Nosotros os abrimos la puerta del Río de la Plata; abandonad el viaje, puesto que lo que buscáis está en África o en el Oriente. ¿No sabéis acaso que Tarsis es la ciudad de San Paulo y que Ofir significa en griego "el país de los ofidios", que es de donde venís, Ophiussa, España?2

 

            "El país de Monsieur de Xebres,

            el de los doblones

            sálveos Dios

            ducado de a dos...

            y Carlos V, el Borgoñón"

           

            ¡Silencio, Cativa! -dice Caboto como espantando el fantasma de su mujer-. No veis que estoy confuso -confiesa Caboto dirigiéndose a los náufragos-. No veis que no puedo confiar en vosotros, que me incitáis a un trastorno insoportable.

            Ni es trastorno ni deslealtad ni vileza. Usáis un argumento falaz. El rey no busca especias, busca el metal. Lo único que le interesa de Castilla es el oro de las Indias. Es ser menguado el no reconocerlo -le contestan.

            Mirad -le dicen al unísono, como si el propio parlante se dirigiera al concurso-, el camino hacia el lago donde duerme el sol es un río inmenso cual un mar que a través de sus tributarios llega hasta la clara meseta donde cada tarde el sol, con su ardiente cabellera, se acoge en el frescor de sus aguas. Allí devuelve a la tierra el líquido dorado que fluye de su interior y parpadea toda la noche como boca de volcán encendido. El lago es un círculo perfecto hirviendo dulcemente en su caldero. Su ojo se pasa guiñando hacia el oscuro firmamento; a la sazón del meridiano está seco, pues al despertar el sol, el mineral se evapora ante la lumbre de su cala. Pero el río de nuevo lo desborda y a la noche, cuando el astro vuelve, lo encuentra de nuevo cual ha sido. Allí os queremos ver recogiendo el oro en su simiente.

            Enrique Montes intenta convencer a Caboto con esta alegoría que llenará de lisonja a vosotros que vais en el mismo derrotero. Escuchad lo dicho por Enrique Montes:

            - En ese agujero azul, en el altozano rodeado de un sertón vacío, cubierto de maleza brava, arremolinan los vientos su invisible torbellino en el ombligo del orbe. Allí, el lago permanece quieto con su enorme espejo de oro bruñido. Allí recoge al sol al término del día. Allí sumerge su luz en las entrañas y éstas bullen con mil burbujas que, a borbollones, explotan en la superficie. Allí el vapor acuoso sube hacia la tersura celeste cual una nube fugaz. Allí la noche enfría el tazón amarillo de cálido resplandor y, al palpitar, emite un suave relámpago. Los animales se guarecen en los pliegues recónditos de la sabana y los pájaros se acogen en sus nidos acallando las crías, cubriéndolas de plumas de silencio.

            "El sol apaciguado en el fondo del lago, sin embargo, no se apaga del todo. De tanto en tanto se oye el trueno lejanísimo de su corazón candente. Chispea ligeramente. Fulgura con el puño cerrado. A veces, se le escapa una estrella.

            "En esa olla de cobre y latón brillante nace el oro que mana por la boca mórbida cual saliva fundente, lava del infierno, olor a azufre derretido.

            "No demandéis a nadie consejo - sigue diciendo a Caboto-, ni tampoco parecer sobre este lance que avizora la dicha. No es aventurado deciros que si camináis hacia el poniente, el viaje os conducirá al sitio donde empolla el huevo de vuestra fortuna. Os toparéis con la ciudad de los césares, el país del rey blanco, el aymara, la sierra de la que brota la plata, la patria de las Amazonas, el Potochzi, el Paitití, el Mbaé-verá-guasú. De tal jaez están engendrados los lances propiciatorios3.

            - Mi brújula apunta al sur -contesta Caboto-, mi rumbo es Tarsis y Ofir -insiste-. El Sinus Magnus. Mi rosa náutica tiene su derrota. Mi brújula señala más al sur. Pero cada vez me siento menos seguro. Me tiemblan las manos. ¿Es que Carlos V comprenderá?

            (Aquí termina la relación de Acosta. Y aunque suene fantasiosa no deja de atontarnos o enloquecernos bajo la lumbre nocturna en medio de la mar).

            Vago de un sitio a otro preguntando minucias. Argucias mendicantes. Vicios, que le dicen, del aburrimiento. Pero busco mejor acodarme sobre el brocal del rumbo, oyendo la voz que canta las brazas bajo el soplo de la pleamar, apoyándome en el cabecero del cabrestante en donde, de un golpe, se me paralizó el aire.

            "¿Quién sois?" Es la voz de Don Pedro, como una aparición, sin aparecer ante mí. Se oye una voz envejecida antes de tiempo, dicen que desde la muerte del condestable de Borbón, en Roma. Desde atrás. Desde que lo conocí, siempre que se acerca, se acerca con lo mismo. Creo que no me reconocerá nunca y tendré que vivir repitiéndole:

            "Soy Domingo, Su Señoría, también llamado Capitán Vergara, el mejor plumario del siglo, su secretario privado. Domingo Martínez de Irala".

            Y repetía para mis adentros: "Domingo, Domingo de tantos, como Domingo de Ramos, Domingo que lleva al lunes. El que trae el sábado. El día que descansa Dios. Puesto que a Él sólo alcanza su descanso. Y para nosotros que nos parió el mundo, domingo no cuenta. Así pues, este emisario, señor, debe recordar constantemente su nombre de fin de semana; Domingo, hijo de Martín, a quien llaman Chomín, el escribiente". Y esto no me animo a decir a mi coleto, menos al alto señor, a quien antes de verlo, lo sé ahí, duro como un bronce.

            Y uno se imagina al magnífico señor Don Pedro con la piel de león amoratada, su escuálido rubor, el polvo para ocultar las manchas de la peste de Francia.

            Se siente venida de otro mundo la aparición de esa fiera nariz y de ese mentón a lo Austria pero sin bobería. Pero no es así, Don Pedro es un resucitado emergiendo como el Fenis rotundo y espléndido. Todo el poder real manaba de sus manos. Y de su dedo apuntador fino y firme. (A estas alturas, no se podía adivinar su edad ni su humor). Se dice nacido en mil cuatrocientos noventa y nueve. No era viejo.

            Una mujer le alcanza en una jarra de cadalso un poco de vino que él toma como si fuera de una bota, a sorbos. La sombra permanece un instante junto a él. Es María Dávila, quien según dicen sufre de igual dolencia que Don Pedro. Éste alza el índice señalando un punto en el paisaje. Su mudez contrasta con el gesto del dedo que habla. Cuando reconoció desconocerme, era la veinteava vez que lo decía. Y yo acataba ese desconocimiento. En la próxima ocasión sabría con la misma mansedumbre recordarle lo mismo. Al fin y al cabo, fui seleccionado para esta aventura sólo por un ser prodigioso calígrafo. Un escribiente notable, notario sin nada que anotar.

            Pero esta cabeza principal, la de Don Pedro, con la nariz conectada hacia la corriente del aire, monteaba. (Así dicen nuestros campesinos de ahora. Y no puedo enterarme si es asaz correcto endilgarle al buen señor la palabreja. Lo de asaz lo aprendí de Emilito, que para los usos del hablar no hay quien le corrija ni le alcance: tan fabulada espesura de lengua no se verá en siglos).

            El dedo señalador de Don Pedro ajustando el catalejo el ojo avizor, todo a un mismo tiempo, monteaba. Que es como decir que intuía a pesar del monte del mar, las agua dulces del río. El río que era mar. Más no salado. Después de diecisiete meses de lentísima navegación llegábamos al río de Solís, ahora llamado Río de la Plata.

            Y vi por vez primera el agua avanzar, marrón, lisa como la de un estanque, a encontrarse con el encrespado océano poniéndole una línea separatriz que la dividía de costa a costa. Costas que no se veían ahora y que no se verán jamás. Es el Paraná Guasú.

 

NOTAS

 

2Esta versión por demás aumentada y confusa nace de un texto de la Biblia, del Libro Primero de los Reyes: "Había Jhosaphat hecho navíos en THARSIS, los cuales habrían de ir a Ophir por oro; más no fueron, por que se rompieron en Ezion-geber." Cap. 22, versículo 49.

            En el capítulo 9 del mismo libro se lee que Salomón hizo navíos que fueron a Ophir y tomaron de allí 420 talentos. En los versículos 11 y 12 del capítulo 10 dice: "La flota de Hiram que había traído el oro de Ophir, traía también de Ophir muy mucha madera de brasil y piedras preciosas, y de la madera de brasil hizo el Rey balaustres para la casa de Jehová", y termina: "nunca vino tanta madera de brasil, ni se ha visto hasta hoy". (Lo de brasil era por la madera tintórea de intenso rojo, del color de la brasa).

3 Según otros cronistas la verdad parece ser muy diferente; Enrique Montes lloraba cada vez que presentaba muestras de oro y plata.

 

 

 

            RÍO SUENA

 

            "Puesto que no corre más el que más camina sino el que imagina", pensaron en un puente de tierra, sobre el ancho río. No se divisaban orillas. En mitad del sueño cayó el puente, hundido en profunda dispersión cual un terrón inundado; en este caso de fábulas. Nadie pudo pasar de un lado al otro y todos perecieron ahogados. Uno fue comido en suculento banquete por los naturales de la costa oriental. Se oían los gritos de la tropa pidiendo auxilio. Los gemidos. Las voces demoradas. El sonar de un instrumento al chocar con un tronco, un sonido repetido, uno después de otro, sin modificar el golpe. Ni la intensidad, ni la forma pareja del movimiento.

            El espíritu inmundo del agua todo lo tragó y quizá alguna vez, el dios de la tormenta lo haga emerger a la superficie. No tendrá rostro.

            El comido se llamó Solís. Los indígenas lo sujetaron casi inmediatamente después que bajara del batel. Lo ataron, bien amarrado por hojas de caranda'y, una palma del lugar. Al atardecer lo desnudaron. Le sacaron los pelos, uno a uno hasta dejarlo totalmente limpio. Un indígena le asestó un terrible mazazo con un enorme palo adornado de plumas. Le dio en la parte posterior del cuello. Solís creyó en un instante que llegaban hasta él aromas tibios del fuego, el ardor cercano de las ramas crujientes convertidas en brasas. El perfume de la savia cayendo sobre el carbón encendido. Después ya fue la noche. En este lugar, el río tiene un ligero rizo, un sonido de algo que se cierra. El agua corre alrededor de una piedra, gira con una suave ondulación y revienta sobre un árbol sumergido. Algo que hace agitar las hojas, cual pequeños peces encadenados a sus ramas.

 

 

            LAS VOCES

 

            La marea levanta un dique sobre las aguas del río y revienta en un cardumen de pejesverdes en ese límite, subrayándolo. Por sotavento aún quedan restos de claridad y Don Pedro otea los cuatro cardinales. Ayolas ha insistido en que el poderoso señor ponga a Domingo en alguna encomienda de honor.

            Don Pedro sin contestar pide unas pasas de aperitivo. "Es que lo confundo", piensa. "Es sólo que lo confundo. Lo reconozco exclusivamente por su letra". A continuación suplica que le alcance su libro de cabecera, el Erasmo. Realmente tiene otros al lado de su cama, Virgilio y Petrarca completan la trilogía predilecta.

            Mientras Ayolas parece apremiado a pagar una deuda remota, un favor que él cree haber recibido de Domingo, ninguno de los dos piensa en Osorio. O quizás Osorio ya está lejos. Bien pueden ser días o años, porque el tiempo no existe para el mar que todo traga y permanece idéntico a sí mismo. La flota amaneció virando hacia el camino de la tierra, el sendero de aguas que caminan, pero ya llega la noche y no se compadece de nadie la enormidad de este río, piensan todos.

            Un sonido repetido, de antiguo instrumento, desde un alcor distante, o desde un patio de muros enjalbegados cubiertos de jazmines les crece desde adentro. Un sonido de olores rancios arrastrado por callejuelas de piedras, de aromas de reciente encalado confluyen en una presión aquí, dentro del pecho.

            A Don Pedro le acercan su butacón guadamecí de color guinda, lustroso, sobado por muchas manos. No quiere hablar. Mira de reojo el perfil expectante de Ayolas. Espera en calma. Y en ese momento en que ambos, enfrentados solitariamente al humor de una tierra que no surge, que escamotea su playa escondiéndola detrás del volumen inaudito del agua; en ese instante en que un hilo de humo escupe el horizonte surgiendo de las profundidades en un punto, en un solo punto, allí, allí mismo Don Pedro siente voces, como si ese punto se hubiese interpolado en forma siniestra dentro de su propio cuerpo. Son voces delebles al principio. Voces de piedra sin esmero. Después, subiendo ardorosamente cual un berenjenal de luces. Voces de hojalata. Voces como de rosas ajadas, turbulentas. Un dedo como un garfio abre el pecho y deja ver su corazón ardiente.

            "Escucho voces", dice, "aquí, lejos". Oye el plantel de remeros desaguando bacines sobre el río. Huelen las carcajadas.

            "Pero no es esto", aclara, "no son las risas".

            Oye su propia voz, centuplicada en potencia, decir: "Que donde quiera y en cualquier parte que sea tomado el dicho Juan de Osorio, mi maestre de campo, sea muerto a puñaladas o estocadas, las cuales les sean dadas hasta que el alma le salga de las carnes". "Es mi propia voz", reconoce Don Pedro.

            María Dávila concurre a la reunión deshilvanando en su cabeza otras voces que ella se imagina. Mira a Domingo desde atrás. La presencia tenaz de esa sombra alrededor del Adelantado pasa desapercibida.

            También Ayolas parece ausente. Su preocupación navega por otros lares. Las gaviotas manchan de chasquidos de alas los palos altos de las velas. La trinqueta y la mayor se le antojan embadurnadas. Su terquedad porfía. Su sonrisa se trenza en la voluta que sube desde un punto distante de la tierra.

            "No es nada, Don Pedro, es el vacío".

            El nubarrón se inclina al norte, de donde procede el río, adonde suben a buscar el Vellocino de Oro, la tierra de los Caracaraes, las ciudades relumbrantes, los peces argénteos, la dorada cumbre desde la que mana el oro líquido, el Paitití.

            - Viento del sur -atina a musitar Don Pedro. El relente va agrietando sus manos secas, con pecas aplastadas sobre la piel de seda cruda que deja entrever el hilo azul de las venas y el armazón puntiagudo de los dedos.

            - Aguantará hasta que el agua nos detenga -piensa Ayolas al observarlo. Cuando su resistencia concluya, tomará su puesto; ¿para qué está uncido al barco estrella si no

para este destino o este desatino? Si ha eliminado a Osorio no fue para apropiarse de su lugar sino para ser el único. Ahora entran al río-mar, enfilan la proa hacia el centro de la tierra. Ya fue apartado quien podía sustituirlo, el que otea desde abajo su luna acuática.

            Al regresar, ve a Ulrico con papel y pluma, un cuaderno pequeño donde se amontonaban signos estrafalarios, voces extrañas y extranjeras.

            - Pero, hombre, de escritor andamos -dice.

            Ulrico, sin responder, le ofrece un trago. Su bodega guarda muchas botellas traídas de München por su hermano, a quien prometiera hacerle partícipe de las ganancias cuando se instalaren en el valle de la plata, aunque, a decir verdad, su hermano no lo necesita. Ayolas rechaza el convite y sigue su camino; no sin antes ordenar que vigilara a Don Pedro perdido en una enormidad de voces.

            A la mañana, en medio de la bruma, aparece un minúsculo sitio de tierra en medio del agua, y los baquianos, por la forma de la ensenada lo reconocen. Es San Gabriel. Al penetrar en su boca aparece anclado un barco. Es el barco de Don Diego. El desvalido corazón del Adelantado se conmueve al saber que su hermano Diego había llegado. Sano y salvo de la tormenta que los había separado en ese mar impetuoso. Inmediatamente deja de oír sus voces. Allí también siente por primera vez otras, esta vez de descontento. De gente que amenazaba dejar la expedición y desertar al Brasil. Su instinto lo conduce a renovar el juramento de toda la tripulación y abandonar ese lugar con prisa. Poner río de por medio evitando la impaciencia de sus huestes de pasar a la otra costa. Pero aún así gran parte de la tripulación, hurtando bajeles en la noche, cruza a la margen oriental ganando la orilla y subiendo hasta el Mbyasá.

 

 

            LOS APUNTES DE ULRICO I

 

            Hace veinticuatro horas que inicié la bitácora urgenciada por el desánimo puesto que ya tenía desordenada la cabeza.

            "Apenas son apuntes", anota el tedesco. Sin orden, fecha ni concierto. Sólo al vuelo del ansia, en plena cubierta o en la litera pegada a uno por sudores-sudarios (que le recuerdan a la toledana Rachel Roxas y sus célebres emanaciones en aquellas noches de prostíbulos ahora prohibidas por causa del morbo).

            La cama también agencia de guardacosas: un pincel para rascarse el culo, un pequeño florín que a veces pende de su oreja, sostenido por un aderezo de oro. Un sombrero aplastado con su penacho carmesí. Y una cinta que el escudo de metal empuja hacia abajo por razones que explicará Galileo. (¿No me estoy adelantando o atrasando? Hay que investigar estos datos... A no ser que me apresure en demasía. No tengo en eso precisión ni conocimiento. Sólo lo que fluye y fluye como un río de entreveradas confusiones en mí mismo. Para más, yo me valgo del calendario Juliano a nativitate que me complica un tanto las cosas con estos hispanos).

 

 

            ALAZÁN

 

            Ulrico me ha nombrado en las escrituras que deliciosamente dibuja en sus papeles. Espero me precise para transcribirle con mi letra de bien "gallardo pulso". Ha puesto: "Domingo está de parabienes. Bajó el otro día en una falúa y lo hizo bien" (porque sabe que no he tocado barcos en mi vida).

            Lo he invitado a que, si así lo deseare, venga conmigo en la próxima bajada. Sólo para manifestarle lo contento que me ha puesto el que me nombrase en su libro. Un libro de esos que yo hubiera querido escribir. Qué bueno que se me recuerde. Que alguien acuse mi presencia. He empezado a escribir las siete letras de mi nombre sobre el tablero de la cama. Y puse otro nombre, para que no me confundan con el otro. Porque existe otro con igual nombre que el mío.

            "¿De quién huyo?", me digo. Habiendo abandonado todo, dicté mi testamento a favor de un cuñado, le di mi herencia, quemé mis naves. ¿De qué huyo? ¿Adónde voy arrastrado por el anhelo y sujetado a contracorriente por el agua? ¿Qué hago aquí? ¿Buscando qué cosas? Juntamos las camisas remendadas, los zapatones, las cosas sueltas. Hay alguno que se pasa hurtando pequeños dijes, anzuelos. Yo, por de pronto, robé para Alazán, mi perro, una libra de cebada, de a poco, en dos semanas. Iba a por ella, tranquilamente. Metía la mano en la cazuela de Salazar, donde guarda los espejuelos y las latas. Al principio me detenía sólo por un instante, apresurando el minuto y, por lo tanto, cogiendo escasamente; una rapiñada atenta al menor ruido. Al cabo de un tiempo, ya era un práctico.

            - Un día te pillarán en la masa -dice Escobar el Morisco. Pero yo me hago el asno. Incluso cuando Salazar ronca disimulo y retiro unos gramos más.

            - Qué agallas -oigo-, sabiendo con quién se mete. No te acuchillarán, es cierto, ni te cortarán las manos, pero cuidado.

            Después, a la mañana, mezclo cebada con aceite de mero y lo pongo a secar al sol. Este mejunje es para Alazán, su ración diaria. Él también hace preguntas,parece inquirir por este viaje largo, tan sin destino. Sus ojos me persiguen por el rumbo mientras recuerda el patio cerrado, calmo, de la casa perdida donde era libre.

            A mí se me agolpan las prisas y, sin hacerle caso, le acaricio el lomo hasta asegurarle el trasero.

            "Vamos de pesca", le digo. Como si entendiera, de tan viejo y de tan juntos que ya no necesitamos del hablar. Mueve la cola con displicencia. Y sólo para darme gusto, come.

 

 

 

 

 

 

 

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DE LO DULCE Y LO TURBIO

ESTEBAN CABAÑAS

Publicación: Alicante :

BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES, 2002

Notas de la Reproducción Original:

Edición digital basada en la de [Asunción (Paraguay)],

Club Centenario, 1997.





Bibliotecas Virtuales donde se incluyó el Documento:
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