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ESTEBAN CABAÑAS

  ALEGATO, 2005 - Novela de ESTEBAN CABAÑAS


ALEGATO, 2005 - Novela de ESTEBAN CABAÑAS

 ALEGATO

 

Novela de ESTEBAN CABAÑAS


© Carlos Colombino

 

© Arandurã Editorial

 

Telefax (595 21) 214 295

 

Tapa: Fotografía de FREDY CASCO

 

Asunción-Paraguay,

 

Abril de 2005 (52 páginas)

 

 

 
 
 
 
 
a Baldomera Ayala Urbieta, mi bisabuela
 
a quien conocí sentada en un enorme sillón,
 
entre palmeras y crotos,
 
y cuya mano de piel de seda
 
me acariciaba en cada visita.
 
Desapareció un día
 
y no sé adónde se la llevaron.
 

La lasitud del espejo flota sobre el agua. Un reflejo apenas se sumerge bebiendo el líquido, y la sed no apagada deja escapar, en un suspiro, un hilo de humo. También un susurro muy apaciguado e incierto, en un impreciso sitio, donde nadie oye la compulsión que se arriesga a levantar la voz, a imaginar el fin del mundo. Aunque el fin del mundo sea solamente para el cuerpo de un hombre sumergido que avanza bajo el agua. La sombra de un cuerpo sumergido. La sombra de lo que ha sido y ya no es sino ese montón de huesos humedecidos y sin movimiento que avanza bajo el agua. Bajo el agua que lame sus costados, su piel, las cuencas de sus ojos, vacías.

Siente la levedad del mineral rodeándole la cintura, rebosando por todos los intersticios, amoldándose a cualquier recipiente, para después asumir al aire el gris del vapor y la fugacidad de la niebla, algo que sube de nube en nube y se derrama en mil gotas sobre el áspero suelo.

Como una sombra, el cuerpo avanza a milímetros bajo la superficie del agua. Un cuerpo avanza con la lentitud de su peso sumergido, desprovisto de todo: hasta de sus vestiduras. Un cuerpo despojado exhibiendo el color del que ha sido absorbido por fuera y por dentro. Un cuerpo del que han extraído el sueño y sumido en un pozo de quietud y mansedumbre, con la frente descuidada del que ha oído su sentencia y no tiene la posibilidad de cambiarla.
 
Abrumado había cerrado los ojos, he ahí la razón de su quietud. De su enorme quietud. En ese hoyo profundo en que fue cayendo paulatinamente, se le fueron muriendo las palabras.
 
Ahora ya no conservaba sus ojos. Habíase resignado a su suerte y no esperaba en ese naufragio ninguna piedad ni la absolución de la fe, ni la que se otorga después de la muerte. Y, sin embargo, ese flotar bajo el agua, desnudo, quería expresar algo. Algo que reemplace a la palabra, acaso. Un golpe de alas en el cristal acuoso, un sonido de viento hincándose en la ranura de la baca con ese silbido gutural que viene del llanto, de alguna angustia inusitada, de un resuello al apagarse la respiración.
 
Se ignoraba por qué este cuerpo había remado su peso, tanto el que poseía antes de morir como el que le fue agregando el agua en el transcurso del viaje. Un viaje sumergido en un infierno húmedo donde las pirañas le habían arrancado el rostro. Comido cada parte reconocible de la cara.

Es obvio comenzar los relatos por el principio aunque ahora está próximo el final, un final de comienzos, una conclusión del hilo último, ya sin ma deja, sin nada que ocultar, salvo que este hombre sin rostro, sin identidad y sin vida, alguna vez caminó sobre la tierra. Sus ojos contenían el brillo y la suave ironía que se almacenan entre los que atraviesan la puerta, sabiendo que tras ella encontrarán aquello presentido antes de verlo, exhumando el caliente aroma de las urgencias, su vaho de tormentas, de ajenjo y basilisco, de bruma oxidada, de sábana en la que las pesadillas habían depositado, en ese nido improvisado, el huevo de una serpiente.

Pero el final anula el proceso por el cual funciona el espanto de la existencia. O es una fuerte palabra que atrapa la sensación y nos hace desfallecer en el transcurso o es la casualidad en la terrible forma de las cosas que devienen víctimas de aquello que sucede sin razón aparente, aportando la fibra que conecta con las maquinaciones de un dínamo poderoso fortificado por el engaño y el desprecio. Así de profunda fue su voz en ese momento. -Se sintió ahogado, pero vivo; separado de la especie humana y sin ánimos para conocer la razón del aniquilamiento. Ese extremo le convenció que los límites son peli-grosos y obscenos, como la muerte, y aun así, bajo esa luz obsesiva, pudo entrever la capacidad y la existencia del sufrimiento. El que se infiere por la pasión desmedida. No sospechaba la razón de su muerte, pero estaba seguro de conocer la mano que la había dispuesto.

Si estaba resuelto a morir, qué sentido tenía el que ese pequeño hombre lo matara. Esto era una cuestión pertinente o quizás una pregunta irrelevante.

Porque aquel pequeño hombre lo había perseguido toda su vida anterior y parte del día señalado. De ese día que él había elegido para morir.

Había sucedido. Lo que estaba previsto sucumbió a la revelación y se dispuso a ser, en el espacio físico de la realidad, una aparición mágica y perturbadora. Y más perturbadora aún porque había sido imaginada antes de ser, presentida, oculta entre el guiño de las cosas inanimadas.

Llegó a la orilla, y en un instante se vio al borde de la tierra en el que el agua llega con su lengua despaciosa para retirarse después con inaudita paciencia, dejando su humectante sombra. Se vio allí con su propio rostro, una visión que perdería pronto. "¿Por qué me mataron?". -Si estaba decidido a morir -se preguntó-. ¿No hay aquí un contrasentido que viene del fondo de una casualidad inútil, casi parecida al enólogo que ausculta sin atreverse nunca a emparentar los sabores y los aromas; algo que se disuelve en un agujero profundo en el paladar, en la boca, en la garganta oscura? Volvió a enfrentarse a esa fútil pregunta convertida en un insulto de poca monta.

En esas honduras se veía acompañado de todos sus muertos, una hilera de sucesión que se fundía en un escorzo hacia el atrás del tiempo, hacia los brotes de hojas de los árboles, hacia los animales iniciáticos que destilan el sudor de la presa abatida, de los hedores de las flores primigenias que aún no se exigían perfumes ni colores brillantes, ni formas fantasiosas. Sólo el punto abierto de la corola para esperar la dádiva, el polen, o el beso.

Y en esa reflexión cursaba una línea casi invisible, lazo que lo unía a todos ellos, sus amigos de otrora, sus camaradas. Los que hizo en el Río de la Plata al enfrentar a los ingleses. O el inglés, aquel prisionero que repetía las palabras sin hacerse a la idea de su contenido, huecas de significado e inertes, mustias hojas: Pan. Azul. Antojos, agua. Padecía de una singular picazón, una floración de la piel a la altura de los sobacos, de un color liláceo, amoratado, como si hubiera recibido allí un formidable golpe con la potencia de un animal salvaje dispuesto a reducirlo a pedazos, la mancha se posó sobre él cubriéndole de a poco hasta llegar al pecho y la espalda, siguiendo por la espina dorsal en dirección al culo, con la suavidad de una expansión líquida hecha de agua y sangre absorbida por una playa cuya sed parecía insaciable.

Nada hay más fastidioso que rememorar los momentos en que uno fue abatido o sojuzgado por una fuerza superior. Reconocimiento tardío para re componer faltas o fallas en el arsenal del orgullo, de una de las formas inagotables de sostener la batalla contra uno mismo: el vencido no dará la otra mejilla. Se hallaba muerto de hambre e imploraba algo para manducar. En esa faena estaba una hermosa mulata cuando los del ejército le dijeron: ¡Ea! ¡Comed, que acabando os daremos el postre! Desde la orilla de la memoria interceptó este texto venido de alguna antigua escritura. El postre era atarla con lazos para luego arrastrarla hacia la cuadra. Si fuera indio lo harían pedazos. Tanto es el rencor que estos paraguayos profesan a estos miserables. De nuevo se impuso esa reflexión en un recuerdo fatigoso y somero: ¿acaso a él mismo no le arrancaron las partes antes de empujarlo bajo el agua?

De alguna manera era la venganza. Se había desatado sobre él desde aquel día en Eguá y hay que dejar constancia que él no tuvo participación alguna. En esa tierra de nadie su hermano se enfrentó a cientos de Mbayá, a los que mató en un acto de ferocidad tal que al recordarlo se le pasma el plexo.

¿No debía, por Dios, defenderse de la turba? Defender el punto más allá de ellos verificado cual antípoda. Más allá de ellos mismos, más acá de la miserable vida. Su hermano hizo la faena atroz.

No fue una decisión consciente. Surgió así de pronto. Se hallaba solo frente a miles de esos rostros inquietantes, puestos a matar, en esa extrañeza de mirarlos sin pudor. Verlos mirar. Mirar y tomar una decisión fue toda una acción simultánea. En el límite de lo soportable, su hermano pudo sentir el hilo del que se hallaba colgado. De pronto ya no había que sentir, sino establecer la contundencia del hecho, aquello que escapa a la reflexión, incluso al tiempo. Juan Manuel llegó más tarde.

Se acercó a su hermano, temblando. Mucho después de ver esos cien cuerpos desparramados delante de la casa pensó en la crueldad, como que es tan natural, algo tan inmerso en la naturaleza como respirar o también dormir, dejarse llevar por el sueño o entregarse a la muerte.

Aquel inglés le dijo que pertenecía a una antigua y degenerada aristocracia, la de los españoles, que sólo sabían de combates y guerras, de curas y locuras, hijos de la crueldad y no del trabajo.

¿Puede renunciar ahora? -puede dejarlo todo, aun este cuerpo sumergido a cinco centímetros bajo el agua. ¿Renunciar a qué? No cometió salvo lo que un soldado debe en su deber cometer. Si ya todo se ha cumplido. Cumplidos los plazos más casuales, cumplidas las razones últimas. Si estaba decidido a eliminarse, por qué lo mataron.
 
Pero el recuerdo de su hermano matando a cien indios le acompaña. Sabe que lo acompañará siempre. Que será juzgado por un crimen que él no con sintió. Tampoco mandó a "la población, que todos los vecinos, estantes y habitantes debían presentarse los días 19 y 20 para acompañar el Real Estandarte del Señor desdichado don Fernando VII". Esto el 21 de mayo de 1812.

Muchas cosas le fueron atribuidas y aunque no se excluye en el estar de acuerdo debe confesar que no fue de su autoría. Ni lo del 15 de agosto de ese mismo año tampoco, cuando hubo salva de artillería y se enarboló la tricolor. Pero al inicio de la misa mayor arriaron ésta e izaron otro pabellón tricolor, pero con listón ancho, blanco en el medio, colorado angosto arriba y azul debajo, con las armas de la ciudad por un lado y las del Rey por otro. El de los Borbones.

De cierto no es de mucha cordura el que pueda creerse capaz de estar en dos lugares al mismo tiempo. De estar en Asunción y en el Fuerte Borbón en igual fecha. En esta última para despachar a Coimbra la nota del retiro de los portugueses. Y no darse por vencido en esta prima noche de nostalgias, pero aprovechando la ocasión de enterarse. Le viven buscando camorra. Lo apresan aunque el motivo resulte algo baladí, sin importancia. Van las cosas muy arrimadas en formación gemelas: el miedo, y la inquietud que a todos abate, forma sobre las cabezas una piedra de humo, de humo sobre humo, asfixiante y turbia. Ya lo ve venir.

Es una piedra de perversidad absoluta en forma humana. Aún no quiere pronunciar su nombre. Tampoco el suyo. Mas haciendo un gran esfuerzo se permite hacerlo. "Soy Juan Manuel Gamarra, dice - soy el comandante Gamarra-. Soy el que combatió en Paraguarí y Tacuary, de eso no cabe la menor duda. Todas las dudas pueden ser dudadas, menos ésta".

"Soy el que comandó las fuerzas del Paraguay contra Belgrano". Y aunque no estuvo solo puede solventar el deseo de imaginarse solo. Solo, porque fue él quien no quiso darle tregua ni aceptar la bandera blanca de las tropas invasoras puesto que hasta ese punto él no lo consentiría. Algo en esas lides ya poseía la retórica de las situaciones perversas. Todo lo que se deja atrás el río lo devuelve en el próximo recodo, a veces convertido en una mandíbula devoradora. Ahora se halla enfrentado a la imagen de un rostro impávido sin la sombra de la sombra ni la sombra de una sonrisa.
 
¿A qué se refiere este parlamento?

Ni a la sombra enmadejada en el hilo de Ariadna, ni al fatal laberinto. Es que nadie pudo aceptar la victoria, como una victoria americana, de gente de aquí, salida de aquí, de aquí venida.

(… Continúa)
 
 
 

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