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ESTEBAN CABAÑAS

  DE LO DULCE Y LO TURBIO, 1997 - Por ESTEBAN CABAÑAS


DE LO DULCE Y LO TURBIO, 1997 - Por ESTEBAN CABAÑAS

DE LO DULCE Y LO TURBIO

ESTEBAN CABAÑAS

 

 

Publicación: Alicante :

BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES, 2002

Notas de la Reproducción Original:

Edición digital basada en la de [Asunción (Paraguay)],

Club Centenario, 1997.

 

 

 

DE LO DULCE Y LO TURBIO

Escribano: Eduardo Domaniczky

Localidad: Asunción

Dirección: Piribebuy 222

Registro:0884


 

ACTA DE VERIFICACIÓN DE APERTURA DE SOBRES DEL CONCURSO DE NOVELA DEL CLUB CENTENARIO

NÚMERO SETENTA Y NUEVE.- En la ciudad de Asunción, capital de la República del Paraguay, a los treinta y un días del mes de julio de mil novecientos noventa y siete, ante mí: EDUARDO DOMANICZKY, Escribano Público, a cargo del Registro Nº 884, comparecen: el ingeniero LORENZO EUGENIO CODAS RIVAROLA y el doctor ANÍBAL FILÁRTIGA LACROIX, ambos casados, paraguayos, domiciliados a efectos de este acto en la casa de la avenida Mariscal López Nº 2355, de esta capital; mayores de edad, cumplieron con las leyes de carácter personal, hábiles y de mi conocimiento, doy fe.- Los comparecientes concurren al acto en nombre y representación del CLUB CENTENARIO, en sus caracteres de Miembros de la Comisión Directiva, el 1ro de ellos Presidente de dicha Institución, designados para tales cargos por el Acto de Asamblea que dejo agregado a esta escritura. Los Estatutos del mencionado Club los tengo agregados a la escritura de fecha treinta de setiembre de mil novecientos noventa y seis, pasada ante mí el Autorizante y en este Protocolo Civil, Sección A, a mi cargo a fº- sesenta y cuatro y siguiente, del Tomo I, razón por la cual omito su reproducción y a la que me remito para lo que hubiere lugar en derecho.- Y los comparecientes, por la representación que ejercen, dicen: Que solicitan del Autorizante se constituya en el local del Club Centenario, a los efectos de verificar la apertura de sobres y entrega de premios del 1er Concurso de Novela «Club Centenario 1997».- Leído y ratificado, la firman ante mí, de todo lo cual y de haber recibido personalmente la declaración de los comparecientes, doy fe.- Subrayados: 5- Cuentos no valen y quedan sin efecto.- Entrelíneas: 1º- Novela. Valen y forman parte de esta Escritura. FIRMAS.

Acto seguido, siendo las doce y quince horas del mismo día, me constituyo en el local social del Club Centenario, sito en la avenida Mariscal López Nº 2355, de esta capital, donde acompañado del ingeniero Lorenzo E. Codas Rivarola  y el doctor Aníbal Filártiga Lacroix, nos constituimos en el salón de la Presidencia de dicho Club, y en presencia de los miembros del Jurado Raquel Saguier, Luis Hernáez, Jorge Aiguadé y Jesús Ruiz Nestosa, procedemos a la apertura de sobres del mencionado Concurso, con los fundamentos de la premiación por parte del Jurado: Primer Premio de la Categoría «A»: De lo dulce y lo turbio, seudónimo que corresponde al escritor Esteban Cabañas, nombre con el que se han publicado todos los libros de Carlos Colombino Lailla (C. I. 149.412)... «Por el admirable talento narrativo y la prosa elaborada que alcanza momentos deslumbrantes. El opulento lenguaje crea un ambiente verosímil en la investigación de época. Presenta una sugestiva mezcla de ficción y realidad con gran riqueza en la complejidad de la trama y el uso del tiempo».- Primera Mención de la Categoría «A»: Domingo a la tarde, seudónimo que seudónimo: El cronista del pueblo que corresponde a José Agüero Molina con C. I. Nº 20.458... «Narración compleja muy bien trabajada, con múltiples voces hábilmente identificadas y tiempos cruzados. Excelente uso de la sugerencia y el humor. Exige la participación del lector hasta la última línea, y más».- Segunda Mención de la Categoría «A»: Polka 18, seudónimo: Nerón que corresponde a Gloria Muñoz Yegros con C. I. Nº 328.311... «Por ser una narración con oficio que permite al lector, indirectamente, adentrarse en la sicología de los personajes y en el conocimiento del ambiente. Excelente muestra de castellano paraguayo, recupera innumerables palabras y giros».- Primer Premio de la Categoría «B»: El amor que te tengo, seudónimo: Juan López que corresponde a Hermes Giménez Espinoza con C. I. Nº 402.757... «Testimonio generacional de los sesenta. La inclusión de componentes no indispensables desdibuja la acción y por momentos disminuye el interés del lector, pero esta falta de oficio es paliada por la profundidad en el tratamiento de los temas y su exposición».- Primera Mención de la Categoría «B»: Savia bruta, seudónimo: Esperanza que corresponde a María Betzel de Zárate con C. I. Nº 2.299.487; Segunda Mención de la Categoría «B»: Un largo verano de aventuras, seudónimo: Mujercita que corresponde a Ana María Duschek de Bestard con C. I. Nº 170.115; y Tercera Mención de la Categoría «B»: Los tallarines de mamá Carlota, seudónimo: Juan Rígido que corresponde a Óscar Darío Torres G. con C. I. Nº 352.024; con lo que se dio por terminado el acto. Leída y ratificada, la firman ante mí, de todo lo cual y de haber recibido personalmente lo actuado, doy fe.- Sobreborrados: Jurado-sugestiva-realidad-participación-Nº-Mención. Valen y forman parte de esta escritura.- Subrayados: seudónimo que. No valen y quedan sin efecto.- FIRMAS



 

Club Centenario

Presidente:

Ingeniero Lorenzo Eugenio Codas

Comisión de Cultura y Biblioteca

 

Presidente:

Doctor Aníbal Filártiga Lacroix

Coordinadora:

Señora María Teresa Ortiz de Rubod

Miembros:

Señora Rosarito Mersán de Adorno

 

Señora María Teresa Arrigo de Pangrazio

 

Señora Carmen Lidia Rivarola de Crosa

 

Señora Ana Beatriz Sacco Claude

 

Concurso de Novela

 

Jurado:

Señora Raquel Saguier de Rubiani

 

Señor Jorge Aiguadé

 

Señor Luis Hernáez

Coordinador:

 Señor Jesús Ruiz Nestosa

 



 

DE LO DULCE

Y LO TURBIO

Esteban Cabañas

Asunción - 1997



 

para Lía, a quien he soñado.





 

GUANABARA Y ELVIRA PINEDA

No quiero comprender. No veo sino brumas. La costa refulge al amanecer como si me llamara, más allá del borde, más allá de esa línea en que la arena desgaja su innumerable polvo al viento, al suave aire de la mañana. El cuerpo de Osorio luce ahora -y es un decir- un color de higo maduro. Un tenue brillo de fruta soleada, surcada por hilos de un marrón violáceo, un flujo arrebatado que no pudo salir aún con tanto agujero. El torrente interior murió congelado antes de emerger de su carne. Las correas del pabellón de campaña han sido abandonadas en el suelo y hay una que señala o parece indicar el lugar en que fue detenido. Incluso, las manchas se han esparcido desde allí hasta este mismo lugar donde Osorio ha caído. En torno, brota el silencio. El silencio invadido desde adentro, desde esa voz que habla por la espalda, desde atrás, ladeándose en el inasible humo de las quemazones. Ese fragor que nos demanda la duda al cerrar los ojos y empujar con el dedo, lentamente, ese inmenso paisaje desplomado sobre el mar abierto en una gran herradura, una boca verde, espumosa, bajo un cielo fulgurante y eterno.

¿Qué hay en el silencio que promete ese preciso instante? ¿Qué hay ahí en ese cuerpo que yace sin vida y sin embargo, habla? ¿Qué cosas dice? Con calzas y jubón de raso blanco, coleto requemado con cordones de seda blanca, gorra de terciopelo blanco, camisa labrada con hilos de oro y capa negra de paño, así ataviado -tal cual consta en el Archivo de Indias de Sevilla-, paseó por la playa con un aire de animal emplumado, pero en un relámpago todo cambió. Ahora la gorra se ha deslizado hacia la izquierda y un charco de sangre inunda el principesco atuendo. Aquí las telas encharcadas yacen confundidas. En el limpio silencio de esa mañana clara sólo el cartel rojo irrumpe sobre su pecho con una muestra de palabras obscenas, jeroglíficos, letras latinas: las primeras en esa playa sin término.

Si he visto toda la escena, en este momento no la recuerdo. Se me antoja un sueño, una pesadilla. Cuarenta puñaladas de un solo golpe como apiñándose urgentes, incisivas, por atrás, por el pecho, en los bajos, donde la carne no opone resistencia y el metal se desliza abriendo un labio rojizo, tembloroso y fugaz. ¿Qué hay en esas bocas de las heridas que apenas han cerrado? ¿Qué rezuman? ¿Es que gritan clemencia? «Confesión, confesión» se oyó en el instante del tránsito.

Los que alargaron el puño. Los venidos de la sombra. Unos han huido. Otros se han visto demorados por la escritura sobre el papel sangriento que, con premura, han fijado sobre los restos de Osorio. Cumplida la faena, se escurren. Es posible que estén preparando la mortaja. Se han ido con el temor y la angustia creciendo por delante de estas palmeras salvajes. Sólo Elvira está allí al lado del cuerpo, hecha un jirón, demudada de espanto. Hace un gesto extraño, pero nadie intenta descifrarlo.

«¿Qué tiempo es?» alguien pregunta. El murmullo tenaz no deja entender la respuesta. Miro la playa. Al lado del cuerpo ondea un ropaje de tela aplastada sobre el pecho. Es Elvira a quien nadie ha podido apartar de Osorio. Hay en ella un ademán de despedida pues, al decidir abandonarnos, nos ha dispuesto en el revés del asunto: somos nosotros los que de alguna manera nos quedamos solos.

«¿Qué», me digo, «hemos dejado nuestras pequeñas cosas para enfrentarnos otra vez, más allá de la nada?».

Miro por última vez el cuerpo de Osorio. Su soberbia ha concluido.

«Serás vengado», me oigo pensar en el vacío. No sé cómo ni cuándo, pero aquí muy adentro me veo discurrir, cual si yo mismo estuviere ausente del conciliábulo que se realiza dentro de mí. Me he negado a leer el texto infamante. Allí pude usar el albedrío, sin embargo, hay algo que me ha sido impuesto. Me pregunto qué.

Los veo regresar: Ayolas, el preferido, Salazar, Medrano, Luján y otros. Aún conservan en las manos crispadas huellas de los puñales. Traen la sarga que fuera usada para el matalotaje cargado en Sevilla, en Cádiz, en Sanlúcar de Barrameda. Es de un color desvanecidamente amarillo, de urdimbre rayada, asaltada por dedos invisibles. Ahora envolverán el tumulto de un corazón saturado.

Impávido, Ayolas me recibe con una larga mirada, instalada en el escozor del aire que milita sobre la costa oceánica. A Salazar se lo ve menos fortalecido después de esa mañana de cacería. El más perdido. Ya han previsto la partida. Todo se realiza con esa premura que esconde lo turbio dentro de lo diáfano. Cuajado en el umbral del día, la escoria de la jornada navegará con nosotros hasta el final del mundo.

Don Pedro prohíbe que lo entierren: «Un traidor no merece confesión ni tumba», vocifera.

Ayolas mudamente me pide lealtad, ya que soy depositario de su poder y, al mismo tiempo, nos une una extraña amistad. Don Pedro retorna a una especie de serenidad sólo cuando abandona su tienda. Ésta es desarmada con celeridad y ya a bordo, se despliegan las velas de «La Magdalena» y se enarbola la cruz borgoñona, el siniestro escudo puesto en vez del de Castilla, el más amado. Aunque soy vizcaíno sin reniego y a tanta honra.

Vamos al sur. Osorio ha quedado atrás frente a esa errática costa de arena y oro, de verde suculento, de montaña de una sola pulida piedra. Osorio navega hacia las entrañas acuosas y feraces que alimentan la sinuosidad del tiempo. Nosotros lo hacemos hacia el sur. Cuando lleguemos al sitio llamado Santa Catalina sabremos la razón de ese nombre. Osorio jamás conocerá el de esa Bahía donde quedó anclado para siempre. Pero por encima de todo, está la angustia de haber expirado en un lugar ignoto en el que uno deja el corazón destrozado. Lo único real es ahora la silueta que se pierde. Distingo a lo lejos a Elvira cavando un pozo con una lentitud exasperante, como si fuera a no acabar nunca. Tengo el ojo cual un farol helado que se derrite.


 

EL OJO

Osorio, el más gentil. Todos lo imaginábamos con un brillo y una jornada provista; el más garboso, de meditada y apacible presencia. De sonrisa leal, el más cercano. «Todos los de la nao eran sus amigos», habría dicho Ayolas. Ya que reclutó a cuanto amigo, pariente y conocido tenía en Andalucía para esta Armada.

(Yo sé que voy a escribir esta historia de un hilo solo, de principio a rabo. De jocunda raíz a sol y canto. De sol para los mustios. De cal para los cegados. La yerba que se enreda me llega hasta los tuétanos, rasga su filo de papel acerado. Sé que escribiré sin detenerme. La flecha sólo se clava cuando llega. Abro la puerta, entro, siento el picaporte, toco la frágil hoja. La escritura me arde desde su más profundo acoso).

Vuelvo a Osorio. Solía cantar. Su voz nocturna, aislada en el desierto del agua, remaba sus palabras en lentísimas coplas, atesoradas en su aldea en medio de las ríspidas sierras y rememoradas ahora en este viaje pleno de euforia.

En medio del aterido espacio donde nos reuníamos al fin de la tarea, distribuidos los haceres, calmada la furia del viento, en esas noches cada uno volvía, en querencia interior, sosegadamente, junto a su propia gente, al lado de los rostros que palpitan en el fondo del cuenco en que comemos. Entonces Osorio, surgiendo de la nomadía de nuestros pensamientos, ordenaba un rebrote de alegría, de otras razones que la razón no entendía y que, a borbotones, veíamos surcar acompañando la estela de nuestro paso. A veces la saloma se hundía en el aire entonada por todos.

En otras ocasiones, Osorio era designado lector para iletrados. En tales veces su voz juvenil emergía bajo su sombrero de catite, impecable, y en medio de la gente pasaban las aventuras del «Caballero Cifar», el «Amadís de Gaula», las «Jergas de Esplandían», el «Palmerín de Oliva», el «Tirante el Blanco». También prestaba estos escritos a quienes los pidieren, pues es de todos la pasión por los romances de caballería.

¡Qué alto señor! ¡Qué osadía en su laborioso empeño! ¡Qué mancebo sin pausas! Enfrentado al claro espacio y al transparente cielo. Acababa de cumplir veinticinco años.

(¿Por qué escribir ahora? ¿Qué motivos me impulsan? ¿Será porque recuerdo el ojo de Ayolas auscultando el fervor que surgía de todos nosotros hacia la persona de Osorio? ¿O es apetencia del que trenza cuidadosamente los jeroglíficos de la lengua?).

«Santiago y Libertad» era su lema.

«¿Qué tiene que obedecer la gente de esta Armada a don Pedro? Que cada uno haga lo que quiera». Dicen que dijo Osorio. Pronto lo delató Ayolas y seguidamente lo confirmó Juan de Cáceres.

 

 

 

«Los grandes de España

   
 

pueden perderse mañana»,

   
 

-canturreaba Osorio.

   
 

 

Pero el ojo de Ayolas preguntaba. Era un ojo lleno de sospecha y temor. Si esa camaradería de la tripulación intentaba una feroz disputa por los sitios encumbrados; por los privilegios otorgados por el adelantado don Pedro de Mendoza. De tribulaciones parecidas se le poblaba la mollera. Aunque ¿no era evidente que Ayolas ocupaba, a todas luces, el lugar preferido del gobernador? ¿Por qué ese ojo repleto de envidias flotaba en la penumbra, parecido a una uva recelosa, violácea, cargada de rumores, a punto de explotar? Un ojo, cual un punto de luz, en la sombra de los escuetos cortinajes, a estribor, como una señal, escondiendo la mirada que incuba la tormenta. Esa mirada volviéndose más oscura cuando se posaba en Osorio, que en esa hora disponía su verborosa presencia para contento y alivio de la tripulación en esa travesía sin término, opaca y gris, donde el aburrimiento carcome con su diente de plomo y de cenizas.

Osorio era joven, rico, defendía a los humildes, diciendo: «Por el menor de los soldados que iba en la Armada había de perder la vida». Se recordó -en la ocasión- que algo semejante dijo  Padilla a Juan Bravo. Don Pedro lo nombró maestre de campo puesto que él se ocupaba de las cosas de la guerra, en lo que era un experto. Había batallado en las campañas de Hungría y Roma. ¿Alguien vio a Osorio discutir un sitial de privilegio entre los capitanes reales? Quizá cada quien guardara en sus talegos la esperanza de verlo dirigir la espléndida coraza que avanzaba hacia el confín del mundo. Al parecer esa inquietud poblaba la cabeza de los principales al verlo tan gustosamente plantado en medio de los caballeros en tercería con toda la navegación, contando con el primero y hasta el último de los mazapanes. Pero, ¿qué se intuía en esa acción de Osorio?


 

LA CENA

Al llegar a Santa Catalina, esa región llena de presagios, de puros remolinos, de corrientes furibundas, como si allí se concentrara un genio consciente de su insignificancia pero repleto de ira, supe que don Pedro convocaba a una cena. Aunque no fui invitado, me pusieron inmediatamente en conocimiento que esa noche, él, en su función de adelantado, convocaba a su grupo mayor, ahora ya sin Osorio.

A la tarde, antes de la hora, me había encontrado en la puerta de popa con Ayolas.

-Gracias -dijo mirándome como la otra vez. Sentí esos ojos atravesando el espacio que rodeaba el borde del andarivel del comando, justo de donde pretendí asirme. No porque me sintiera desfallecer sino en mi natural manera vivo atajándome, soportando este vaivén marino, ahora aumentado ostensiblemente al estar en aguas recias.

-¿A qué se debe? -murmuré seguro por la sujeción y la distancia.

-Y... cuando se mira y se calla... -contestó evitando concluir la frase-. De todas formas, la discreción fue oportuna -añadió.

Sentí, de pronto, un brusco malestar. La sensación que Ayolas se había petrificado y usando de sus maneras, dulces aunque rígidas, buscaba alargar la conversación. Quería escudriñar. Indagar cosas. Yo miraba sus manos, las mismas manos reproducidas innumerablemente igual a esas imágenes de Oriente que uno alcanzaba a ver en las rúas de Lisboa ofrecidas por algún burlador al costo ínfimo de unos pocos maravedís, a lo más, un castellano de oro.

Un largo silencio comenzó a sedimentarse. Y aunque detenidos los dos en ese vislumbre convulso del atardecer, sentíamos el humus del silencio subir como una nube erotizada de tentáculos y alfileres donde uno demoraba el dedo con un imperceptible temblor y sin una palabra. En esta ocasión agradecí ese silencio no tan oportuno pero infinitamente más tranquilizador. Ayolas iba de tocador con un vestuario especial para la cena. No portaba luvas.

Me deslicé por el pasillo más aplastado que oruga en el connubio crepuscular, convencido de que los ojos del preferido nunca se borrarían de mi espalda sino río arriba, cuando suceda lo que tendrá que suceder.

Desde ese momento, decidí mantener ante Ayolas una actitud expectante y dual. No podía enjuiciarle ni perdonarle. Permanecí en la sombra, con esa discreción que él señala y que es más bien una presencia silenciosa, pero no elusiva.

Una xaqueca se me instaló entre nariz, ojo y nuca; triángulo de fierro tenaz y defensivo. Para no borbollar ideas ni enclaustrar las palabras. Sólo un dolor constante que disfrutaba saltando de un ángulo a otro, cercenando toda posible conversación interior, desfablando el aura y corrompiendo el discurrir.

Mientras arreciaba la reunión en el castillo de proa, a la izquierda del cuarto de derrota, uno se devanaba la sesera en busca de una menudencia, de una pista entre el constante fluir del murmullo y el sonido de cuencos y copas silenciados por la mullida trama de la zofra. La cena, que había congregado a siete personas, llegó a su clímax en ese momento.

Y recórcholis, en el mismo minuto en que el tono de la componencia iba in crescendo, tornó el viento a aullar como en un laberinto, las olas respondieron con un golpear en las fundas y no hubo nada sino aquietar los ánimos (las ánimas) y ponerse en paz en medio de la marea. Y aunque no oíamos (ya éramos dos los que arrimábamos la oreja en el cascallar de los entablamentos) ni entendíamos nada, sí, posiblemente, tuvimos al unísono la certitud de que la cena tenía un motivo amenazador. Lo confirmaríamos tres días más tarde.


 

EL CINCO DE COPAS

Aquí el enano es quien acerca el oído y las cartas. Aparta la alcuza de la mesa y soba la placa con un trapo. Pone la baraja:

«Las copas de Calabria son como piedras de molino. Sirven para ser anudadas al cuello y hundirse con ellas en el mar. En las barajas españolas estas copas recuerdan las de Antínoo, el día que Alejandro regresa de Babilonia y le sirve el vino del Eufrates en vasos de liviano material, de leve estampa, traslúcidos. Las copas también recuerdan la cicuta, el recipiente del incienso y la mirra».

«La quinta copa contiene el ungüento con que Magdalena perfuma los pies de Cristo. De hecho, cinco copas para mantener intacto el sabor de la mesa, del amor y de la muerte».

«Si al barajar las cartas en noche de luna llena aparece un cinco de copas, es seguro que superarás el obstáculo».

Pero nadie conoce cuál es este obstáculo.


 

LAS MANCHAS

En la misma barcaza viajaba un soldado de la Germanía, un bávaro llamado Ulrico. Era bajo y pelirrojo, de un abultado pelo que agregaba unos centímetros a su talla. De natural silencioso pero dubitante. Y sonriente. Sabía burlarse de nuestras comandancias. Y, por supuesto, no atendía razones que fueran de respeto. A él, sus pendencias. No iba yo a recordarle a lo que iba y con quiénes. Sobre todo, en lo tocante a los quehaceres, éramos los dos de igual asunto. Que lo digan los que de arriba mandan. Yo al Ulrico, ni en paz ni en broma. Sin prestarle caso paso de largo. Pero, al atardecer, al retirar la yesca de la farola, se le iluminaron los ojos, que eran de un azul cobarde, pero de rica picazón. Yo estaba a su lado. Oí que murmuraba:

-Se trata de las manchas.

Gonzalo, puesto a otear el mar como si esos lampazos que escamaban el agua de un fulgor oscuro, de licuados aceros, pudieran comunicarle el sentido de esa palabra: manchas. Pues de manchas se trataba.

-¿Manchas de qué? -pregunto y me digo. «¿De quién, sobre quién segrega esa sombra moteada que de súbito asusta? ¿Qué mácula nos amenaza?». No es que tenga relación, pero un día antes también Osorio había hablado de manchas. Un día antes (se entiende) de su muerte. Y todo se deduce, rápido como el látigo en el ruedo, sobre el ijar descuidado y la brida ajustada que atenaza la lengua, reduce el movimiento y sostiene el eco en medio de la arena. Sólo que la arena es aquí un mar desolado. Y aunque Gonzalo de Mendoza no se mueva, sus ojos me persiguen a través de esa palabra. Ulrico ha ascendido la escala de dos en dos. Cuando llega a la parte superior del mastelero mayor se detiene, vuelve el rostro, aclara con el tono siniestro que usa para el hablar:

-Es que don Pedro está enfermo -y se apresta a desenredar la gavia donde aparece el aspa de San Andrés.

Y ya no hay más. Gonzalo y yo nos retiramos a la proa sobre el mascarón. Juntos miramos el mismo punto. Gonzalo dice:

-Es la peste gálica.

Y uno se interroga si esto obedece al signo de Borgoña o al morbo de don Pedro.

Gonzalo, el mayor de todos, no sabe unir las voces adecuadamente. Su escaso talento y buen talante nos mueven a dominarlo, encargándole todas las tenderías, los requisamientos, las encomiendas.  El bastimento cuenta con su medida organización y esmerado aporte. Lo mismo que un cocinero oriental, sonríe y desempeña sus labores en la trama sutil de las recetas, el conocimiento del herbolario, catando olores y sabores sin igual. Ayer, habiéndonos detenido al borde de un promontorio, pusimos con asaz premura una planchada para atender a los indios en un requerimiento que hasta hoy desconozco. Gonzalo se sentó al borde del madero y recibió de ellos como presente una fruta blanda, cuyo fulgor amarillo y denso perfume comprobó en seguida, al abrirla de un tajo. La fruta descubrió en su interior una multitud de semillas engarzadas como perlas negras. Gonzalo se la manducó en el acto, ante la alegría de los visitantes que exhibían para la ocasión desde el cuello abajo su desnudez extrema, sin embargo, arriba lucían, coronando la testa, una profusión de plumas.

(¿Por qué me detengo aquí? ¿Qué es lo que me hace barruntar la pluma sobre la cabeza de don Gonzalo? Un hombre mayor, ligado a estas lides por sabe Dios qué vericuetos. Uno se pregunta si es pariente de su engolado patrón que porta el mismo apellido. El de la peste francesa. Y si esta información la conoce por ese arrimo o por qué azar de otros andurriales).

-Si es cierto lo de la peste, don Pedro de Mendoza buena ración se tira -digo, más para intentar una palabra de Gonzalo que para rubricar una verdad que suena demasiado inquieta. Que si fuera verdad, la mancha, más que otra cosa es cosa de Osorio. Una maldición cayendo justo antes de llegar a destino. Maldición como de osario. Aun cuando el reviento juega con sus vientos y ayuna en el pescante un silencio dormido como un perro.

-Hasta Julio II murió de eso -anota Gonzalo, sin moverse.

Lo miro. De pronto su rostro se ilumina con un brillo distinto, lleno de parsimonia.

-No lo sabía -aclaro.

-Es que han insultado a Apolo -añade-. Los que se atrevieron, han recibido el justo castigo. Syphilis, sive Morbus Gallicus. Así lo escribió Girolamo Fracastoro hace cinco años. Un pastor  ofendió a Apolo. El Dios vengó la afrenta con la peste. Ese pastor se llamaba Syphilis.

Creo que este parlamento era todo lo que tenía que decir. Luego de lo cual, Gonzalo, ahíto de silencios, se sumió en la obscuridad.

Más tarde, en esa noche, percibí que Ayolas dejaba caer como al descuido en la oreja de Salazar una palabra. No la oí pero vi su proterva sonrisa. Creo que se imaginaba feliz.


 

EL RÍO

Dejamos la embravecida zona de Santa Catalina. Liberado de su fiera mujer y quizá en un arrebato de cariñoso recuerdo, Caboto le había dedicado estas airadas aguas y una isla. Allí se le atravesó la quimera del oro y cambió su rumbo: en vez de buscar el Tarsis y el Ofir, se fue tras el Dorado.

Esto nos lo cuenta Gonzalo de Acosta, el portugués habitante de estos parajes desde 1527. Nos fue llenando la cabeza de anécdotas. Algunas bien truculentas y otras de una gran poesía. Cuando hablaba no dejaba de mirarme en forma hostil, incitándome en la lengua geral de los indios que había aprendido en el Mbyasá. Aunque sin prestarle atención, no pude menos que escuchar este cuento que vengo a transcribir pues es una conseja, como veréis, muy gozada:

Sebastián Caboto se pasa yendo y viniendo por estos mares de Dios, cada vez más lejos. Catalina Medrano, su mujer, ya está harta. Ha encontrado en Venecia un joven reemplazante de Caboto, ya que no está dispuesta a soportar las largas correrías de su marido sin un amante que le abrevie el pesto. Caboto la sorprende in fraganti un día que retorna de uno de sus viajes sin avisarle e, indignado, sale dando un portazo. Caboto huye a España. Después lleva a su mujer a Londres, pero ella repite igual solución y misma escena. Por eso, todas las noches en altamar increpa a Catalina su traición desembozada en cuanto se torna pintón del mucho vino:

«Catalina Medrano», dice que gritaba Caboto, «no hay cómo olvidarse de Catalina Medrano en medio de la Cananea»; «Catalina Medrano», la nombraba repetidamente con un extraño rencor. La desafiaba a duelo en ausencia, vociferaba como si estuviera frente a ella, rígida y muda, quizá sonriente. Todo esto sucedía teniendo el espolón del puente hacia él, hablando con el aparejo, gesticulando con exagerado ímpetu. «Catalina Medrano, no me volverás a ver». «Y yo, tampoco te veré más. Que me cubran los ojos con lagañas y orín de murciélagos, que me salpiquen de muérdagos y de ortigas, que se me nuble el iris para siempre. Que el basilisco me eche una mirada, pero no volverla a ver, Señor». «Que Catalina Medrano se pudra en la otra esquina de la tierra adonde no iré jamás. Robé tu nombre a fin de arrostrar esta isla a su destino furibundo. Catalina Medrano. Ay, Catalina, bébete el mar que está salado».

Después de un silencio, sólo el ruido de las olas sube hasta la roda y la quilla del barco parece resplandecer como aceitada. El viento mueve violentamente las jarcias contra las velas henchidas semejando ubres gigantescas.

Caboto vuelve en sí girando la cabeza, buscando el personaje:

«No tenéis por qué tratar de llegar al Cattigara, ni al Sinus Magnus de Ptolomeo. Aquesto es burda fantasía y yo os traigo la verdad», dijo saliendo de las sombras Enrique Montes, que montado en la baranda y haciendo de cabestro, juega con la soga del palo mayor.

«Si hubiera estado conmigo Catalina...», llora Sebastián Caboto en medio de la noche que extiende sobre el agua sus cabrillas agudas. «Pero no voy a desertar», afirma con una voz teatral, casi veneciana. «Hice capitulación con el Rey para buscar el Tarsis y el Ofir a fin de develar lo oculto, lo incógnito, el no-lugar, la utopía que se encuentra en el mapa mundi de Ptolomeo. Y me dais a cambio esta fábula de tristes metales que parten del Río de Solís hacia el septentrión o ¿hacia  qué rumbo?, ¿hacia qué nada?, ¿hacia qué Oeste? Oh, Catalina Medrano, si yo pudiera tenerte aquí para aclararme la testa, iluminarme el cacumen. Yo voy en busca de Tarsis y de Ofir y las especias», dice con acritud.

«No sois afable», le increpa Melchor Ramírez, otro de los náufragos de Solís. «Nosotros os abrimos la puerta del Río de la Plata; el mar dulce; abandonad el viaje, puesto que lo que buscáis está en África o en el Oriente. ¿No sabéis acaso que Tarsis es la ciudad de San Paulo y que Ofir significa en griego 'el país de los ofidios', que es de donde venís, Ophiussa, España?».

 

 

 

«El país de Monsieur de Xebres,

   
 

el de los doblones

   
 

sálveos Dios

   
 

ducado de a dos...

   
 

y Carlos V, el Borgoñón».

   
 

 

«¡Silencio, Cativa!», dice Caboto como espantando el fantasma de su mujer. «No veis que estoy confuso», confiesa Caboto dirigiéndose a los náufragos. «No veis que no puedo confiar en vosotros, que me incitáis a un trastorno insoportable».

«Ni es trastorno ni deslealtad ni vileza. Usáis un argumento falaz. El rey no busca especias, busca el metal. Lo único que le interesa de Castilla es el oro de las Indias. Es ser menguado el no reconocerlo», le contestan.

«Mirad», le dicen al unísono, como si el propio parlante se dirigiera al concurso, «el camino hacia el lago donde duerme el sol es un río inmenso cual un mar que a través de sus tributarios llega hasta la clara meseta donde cada tarde el sol, con su ardiente cabellera, se acoge en el frescor de sus aguas. Allí devuelve a la tierra el líquido dorado que fluye de su interior y parpadea  toda la noche como boca de volcán encendido. El lago es un círculo perfecto hirviendo dulcemente en su caldero. Su ojo se pasa guiñando hacia el oscuro firmamento; a la sazón del meridiano está seco, pues al despertar el sol, el mineral se evapora ante la lumbre de su cola. Pero el río de nuevo lo desborda y a la noche, cuando el astro vuelve, lo encuentra de nuevo cual ha sido. Allí os queremos ver recogiendo el oro en su simiente».

Enrique Montes intenta convencer a Caboto con esta alegoría que llenará de lisonja a vosotros que vais en el mismo derrotero. Escuchad lo dicho por Enrique Montes:

«En ese agujero azul, en el altozano rodeado de un sertón vacío, cubierto de maleza brava, arremolinan los vientos su invisible torbellino en el ombligo del orbe. Allí, el lago permanece quieto con su enorme espejo de oro bruñido. Allí recoge al sol al término del día. Allí sumerge su luz en las entrañas y éstas bullen con mil burbujas que, a borbollones, explotan en la superficie. Allí el vapor acuoso sube hacia la tersura celeste cual una nube fugaz. Allí la noche enfría el tazón amarillo de cálido resplandor y, al palpitar, emite un suave relámpago. Los animales se guarecen en los pliegues recónditos de la sabana y los pájaros se acogen en sus nidos acallando las crías, cubriéndolas de plumas de silencio».

«El sol apaciguado en el fondo del lago, sin embargo, no se apaga del todo. De tanto en tanto se oye el trueno lejanísimo de su corazón candente. Chispea ligeramente. Fulgura con el puño cerrado. A veces, se le escapa una estrella».

«En esa olla de cobre y latón brillante nace el oro que mana por la boca mórbida cual saliva fundente, lava del infierno, olor a azufre derretido».

«No demandéis a nadie consejo», sigue diciendo a Caboto, «ni tampoco parecer sobre este lance que avizora  la dicha. No es aventurado deciros que si camináis hacia el poniente, el viaje os conducirá al sitio donde empolla el huevo de vuestra fortuna. Os toparéis con la ciudad de los césares, el país del rey blanco, el aymara, la sierra de la que brota la plata, la patria de las Amazonas, el Potochzi, el Paitití, el Mbaé-verá-guazú. De tal jaez están engendrados los lances propiciatorios».

«Mi brújula apunta al sur», contesta Caboto, «mi rumbo es Tarsis y Ofir», insiste. «El Sinus Magnus. Mi rosa náutica tiene su derrota. Mi brújula señala más al sur. Pero cada vez me siento menos seguro. Me tiemblan las manos. ¿Es que Carlos V comprenderá?».

(Aquí termina la relación de Acosta. Y aunque suene fantasiosa no deja de atontarnos o enloquecernos bajo la lumbre nocturna en medio de la mar).

Vago de un sitio a otro preguntando minucias. Argucias mendicantes. Vicios, que le dicen, del aburrimiento. Pero busco mejor acodarme sobre el brocal del rumbo, oyendo la voz que canta las brazas bajo el soplo de la pleamar, apoyándome en el cabecero del cabrestante en donde, de un golpe, se me paralizó el aire.

-¿Quién sois? -es la voz de don Pedro, como una aparición, sin aparecer ante mí. Se oye una voz envejecida antes de tiempo, dicen que desde la muerte del condestable de Borbón, en Roma. Desde atrás. Desde que lo conocí, siempre que se acerca, se acerca con lo mismo. Creo que no me reconocerá nunca y tendré que vivir repitiéndole:

-Soy Domingo, Su Señoría, también llamado Capitán Vergara, el mejor plumario del siglo, su secretario privado. Domingo Martínez de Irala.

Y repetía para mis adentros: «Domingo, Domingo de tantos, como Domingo de Ramos, Domingo que lleva al Lunes. El que trae el Sábado. El día que descansa Dios. Puesto que a Él sólo alcanza su descanso. Y para nosotros que nos parió el mundo Domingo no cuenta. Así pues, este emisario, señor, debe recordar constantemente su nombre de fin de semana; Domingo, hijo de Martín,  a quien llaman Chomín, el escribiente». Y esto no me animo a decir a mi coleto, menos al alto señor, a quien antes de verlo, lo sé ahí, duro como un bronce.

Y uno se imagina al magnífico señor don Pedro con la piel de león amoratada, su escuálido rubor, el polvo para ocultar las manchas de la peste de Francia.

Se siente como venida de otro mundo la aparición de esa fiera nariz y de ese mentón a lo Austria pero sin bobería. Pero no es así, don Pedro es un resucitado emergiendo como el Fénix rotundo y espléndido. Todo el poder real manaba de sus manos. Y de su dedo apuntador fino y firme. (A estas alturas, no se podía adivinar su edad ni su humor). Se dice nacido en mil cuatrocientos noventa y nueve. No era viejo.

Una mujer le alcanza en una jarra de Cadalso un poco de vino que él toma como si fuera de una bota, a sorbos. La sombra permanece un instante junto a él. Es María Dávila, quien según dicen sufre de igual dolencia que don Pedro. Éste alza el índice señalando un punto en el paisaje. Su mudez contrasta con el gesto del dedo que habla. Cuando reconoció desconocerme, era la veinteava vez que lo decía. Y yo acataba ese desconocimiento. En la próxima ocasión sabría con la misma mansedumbre recordarle lo mismo. Al fin y al cabo, fui seleccionado para esta aventura sólo por ser un prodigioso calígrafo. Un escribiente notable, notario sin nada que anotar.

Pero esta cabeza principal, la de don Pedro, con la nariz conectada hacia la corriente del aire, monteaba. (Así dicen nuestros campesinos de ahora. Y no puedo enterarme si es asaz correcto endilgarle al buen señor la palabreja. Lo de asaz lo aprendí de Emilito, que para los usos del hablar no hay quien le corrija ni le alcance: tan fabulada espesura de lengua no se verá en siglos).

El dedo señalador de don Pedro ajustando el catalejo y el ojo avizor, todo a un mismo tiempo, monteaba. Que es como decir que intuía a pesar del monte del mar, las aguas dulces del río. El río que era mar. Mas no salado. Después de diecisiete meses  de lentísima navegación llegábamos al río de Solís, ahora llamado Río de la Plata.

Y vi por vez primera el agua avanzar, marrón, lisa como la de un estanque, a encontrarse con el encrespado océano poniéndole una línea separatriz que la dividía de costa a costa. Costas que no se veían ahora y que no se verán jamás. Es el Paraná Guazú.


 

LAS VOCES

La marea levanta un dique sobre las aguas del río y revienta en un cardumen de pejesverdes en ese límite, subrayándolo. Por sotavento aún quedan restos de claridad y don Pedro otea los cuatro cardinales. Ayolas ha insistido en que el poderoso señor ponga a Domingo en alguna encomienda de honor.

Don Pedro sin contestar pide unas pasas de aperitivo. «Es que lo confundo», piensa. «Es sólo que lo confundo. Lo reconozco exclusivamente por su letra». A continuación suplica que le alcance su libro de cabecera, el Erasmo. Realmente tiene otros al lado de su cama, Virgilio y Petrarca completan la trilogía predilecta.

Mientras Ayolas parece apremiado en pagar una deuda remota, un favor que él cree haber recibido de Domingo, ninguno de los dos piensa en Osorio. O quizás Osorio ya está lejos. Bien pueden ser días o años, porque el tiempo no existe para el mar que todo traga y permanece idéntico a sí mismo. La flota amaneció virando hacia el camino de la tierra, el sendero de aguas que caminan, pero ya llega la noche y no se compadece de nadie la enormidad de este río, piensan todos.

Un sonido repetido, de antiguo instrumento, desde un alcor distante, o desde un patio de muros enjalbegados cubiertos de jazmines les crece desde adentro. Un sonido de olores rancios arrastrado por callejuelas de piedras, de aromas de reciente encalado confluyen en una presión aquí, dentro del pecho.

A don Pedro le acercan su butacón guadamecí de color guinda, lustroso, sobado por muchas manos. No quiere hablar. Mira de reojo el perfil expectante de Ayolas. Espera calmosamente. Y en ese momento en que ambos, enfrentados solitariamente al humor de una tierra que no surge, que escamotea su playa escondiéndola detrás del volumen inaudito del agua; en ese instante en que un hilo de humo escupe el horizonte surgiendo de las profundidades en un punto, en un solo punto, allí, allí mismo don Pedro siente voces, como si ese punto se hubiese interpolado siniestramente dentro de su propio cuerpo. Son voces delebles al principio. Voces de piedra sin esmero. Después, subiendo ardorosamente cual un berenjenal de luces. Voces de hojalata. Voces como de rosas ajadas, turbulentas. Un dedo como un garfio abre el pecho y deja ver su corazón ardido.

-Escucho voces -dice-, aquí, lejos.

Oye el plantel de remeros desaguando bacines sobre el río. Huelen las carcajadas.

-Pero no es esto -aclara-, no son las risas.

Oye su propia voz, centuplicada en potencia, decir: «que donde quiera y en cualquier parte que sea tomado el dicho Juan de Osorio, mi maestre de campo, sea muerto a puñaladas o estocadas, las cuales les sean dadas hasta que el alma le salga de las carnes».

-Es mi propia voz -reconoce don Pedro.

Ayolas parece ausente. Su preocupación navega por otros lares. Las gaviotas manchan de chasquidos de alas los palos altos de las velas. La trinqueta y la mayor se le antojan embadurnadas. Su terquedad porfía. Su sonrisa se trenza en la voluta que sube desde un punto distante de la tierra.

-No es nada, don Pedro, es el vacío.

El nubarrón se inclina al norte, de donde procede el río, adonde suben a buscar el Vellocino de Oro, la tierra de los Caracaráes, las ciudades relumbrantes, los peces argénteos, la dorada cumbre desde la que mana el oro líquido, el Paitití.

-Viento del Sur -atina a musitar don Pedro. El relente va agrietando sus manos secas, con pecas aplastadas sobre la piel de  seda cruda que deja entrever el hilo azul de las venas y el armazón puntiagudo de los dedos.

«Aguantará hasta que el agua nos detenga», piensa Ayolas al observarlo. Cuando su resistencia concluya, tomará su puesto; ¿para qué está uncido al barco estrella sino para este destino o este desatino? Si ha eliminado a Osorio no fue para apropiarse de su lugar sino para ser el único. Ahora entran al río-mar, enfilan la proa hacia el centro de la tierra. Ya fue apartado quien podía sustituirlo, el que otea desde abajo su luna acuática.

Al regresar, ve a Ulrico con papel y pluma, un cuaderno pequeño donde se amontonaban signos estrafalarios, voces extrañas y extranjeras.

-Pero, hombre, de escritor andamos -dice.

Ulrico, sin responder, le ofrece un trago. Su bodega guarda muchas botellas traídas de München por su hermano, a quien prometiera hacerle partícipe de las ganancias cuando se instalaren en el valle de la plata, aunque, a decir verdad, su hermano no lo necesita. Ayolas rechaza el convite y sigue su camino; no sin antes ordenar que vigilara a don Pedro perdido en una enormidad de voces.

A la mañana, en medio de la bruma, aparece un minúsculo sitio de tierra en medio del agua, y los baquianos, por la forma de la ensenada lo reconocen. Es San Gabriel. Al penetrar en su boca aparece anclado un barco. Es el barco de don Diego. El desvalido corazón del Adelantado se conmueve al saber que su hermano Diego había llegado. Sano y salvo de la tormenta que los había separado en ese mar impetuoso. Inmediatamente deja de oír sus voces. Allí también siente por primera vez otras, esta vez de descontento. De gente que amenazaba dejar la expedición y desertar al Brasil. Su instinto lo conduce a renovar el juramento de toda la tripulación y abandonar ese lugar con prisa. Poner río de por medio evitando la impaciencia de sus huestes de pasar a la otra costa. Pero aún así gran parte de la tripulación, hurtando bajeles en la noche, cruza a la margen oriental ganando la orilla y subiendo hasta el Mbyasá.



 

LOS APUNTES DE ULRICO

Hace veinticuatro horas que inicié la bitácora urgenciada por el des-ánimo puesto que ya tenía desordenada la cabeza.

«Apenas son apuntes», anota el tedesco. Sin orden, fecha ni concierto. Sólo al vuelo del ansia, en plena cubierta o en la litera pegada a uno por sudores-sudarios (que le recuerdan a la toledana Rachel Rochas y sus célebres emanaciones en aquellas noches de prostíbulos ahora prohibidas por causa del morbo).

La cama también agencia de guardacosas: un pincel para rascarse el culo, un pequeño florín que a veces pende de su oreja, sostenido por un aderezo de oro. Un sombrero aplastado con su penacho carmesí. Y una cinta que el escudo de metal empuja hacia abajo por razones que explicará Galileo. (¿No me estoy adelantando o atrasando? Hay que investigar estos datos... A no ser que me apresure en demasía. No tengo en eso precisión ni conocimiento. Sólo lo que fluye y fluye como un río de entreveradas confusiones en mí mismo. Para más, yo me valgo del calendario Juliano a nativitate que me complica un tanto las cosas con estos hispanos).


 

ALAZÁN

Ulrico me ha nombrado en las escrituras que deliciosamente dibuja en sus papeles. Espero me precise para transcribirle con mi letra de bien «gallardo pulso». Ha puesto: «Domingo está de parabienes. Bajó el otro día en una falúa y lo hizo bien» (porque sabe que no he tocado barcos en mi vida).

Lo he invitado a que, si así lo deseare, venga conmigo en la próxima bajada. Sólo para manifestarle lo contento que me ha puesto el que me nombrase en su libro. Un libro de esos que yo hubiera querido escribir. Qué bueno que se me recuerde. Que alguien acuse mi presencia. He empezado a escribir las siete letras de mi nombre sobre el tablero de la cama. Y puse otro nombre,  para que no me confundan con el otro. Porque existe otro con igual nombre que el mío.

¿De quién huyo?, me digo. Habiendo abandonado todo, dicté mi testamento a favor de un cuñado, le di mi herencia, quemé mis naves. ¿De qué huyo? ¿Adónde voy arrastrado por el anhelo y sujetado a contracorriente por el agua? ¿Qué hago aquí? ¿Buscando qué cosas? Juntamos las camisas remendadas, los zapatones, las cosas sueltas. Hay alguno que se pasa hurtando pequeños dijes, anzuelos. Yo, por de pronto, robé para Alazán, mi perro, una libra de cebada, de a poco, en dos semanas. Iba a por ella, tranquilamente. Metía la mano en la cazuela de Salazar, donde guarda los espejuelos y las latas. Al principio me detenía sólo por un instante, apresurando el minuto y, por lo tanto, cogiendo escasamente; una rapiñada atenta al menor ruido. Al cabo de un tiempo, ya era un práctico.

-Un día te pillarán en la masa -dice Escobar el Morisco. Pero yo me hago el asno. Incluso cuando Salazar ronca disimulo y retiro unos gramos más.

-Qué agallas -oigo-, sabiendo con quién se mete. No te acuchillarán, es cierto, ni te cortarán las manos, pero cuidado.

Después, a la mañana, mezclo cebada con aceite de mero y lo pongo a secar al sol. Este mejunje es para Alazán, su ración diaria. Él también hace preguntas, parece inquirir por este viaje largo, tan sin destino. Sus ojos me persiguen por el rumbo mientras recuerda el patio cerrado, calmo, de la casa perdida donde era libre.

A mí se me agolpan las prisas y, sin hacerle caso, le acaricio el lomo hasta asegurarle el trasero.

«Vamos de pesca», le digo. Como si entendiera de tan viejo y de tan juntos que ya no necesitamos del hablar. Mueve la cola con displicencia. Y sólo para darme gusto, come.

 

 

LA SOLEADA RIBERA

En medio de una niebla que brotaba del agua, un millar de bocas fétidas se habían puesto a evacuar una emanación sulfurosa; allí, sin una gota de viento, petrificada, absolutamente quieta, estaba la flota. Apenas nos movíamos. Imaginábamos que, en cualquier instante, emergerían los monstruos del agua, la gran serpiente encrespada que hace naufragar los barcos. La silueta de todas las cosas se recortaba nítida y fugaz al mismo tiempo. El silencio se había instalado en el aire, en forma casi tangible. Nadie decía una palabra y hasta el golpeteo del corazón prometía hacer estallar el mundo como una burbuja.

Después, como si alguien con un cuchillo separara en dos una porción de quesadilla, un corte que hacía aparecer un arcoiris esfumado, un telón levantó la bruma y apareció la tierra. Bajo el aire límpido podía mirarse hasta el infinito. Era una tierra sin horizontes. Absolutamente plana, sin árboles, cubierta de un pelaje amarillento, único, monótono. Sin más.

Comimos en la mesa del barco todos juntos antes de bajar. Arriba se disfrutaba del aire que, por comparación con los que habíamos dejado, nos pareció el mejor. El grupo de comando se aprestaba con todos los menajes: cascos, banderas, botas, penacho, pliegos y palas. Cada uno aprestaba el tahalí para la espada. Todos ayudamos en la faena.

Al bajar yo patroneaba una barca. Me imaginaba a Ayolas metiendo mano por debajo o por arriba para ubicarme en el sitio desde el cual no podría quejarme. Un favor que no pedí, pero estaba escrito que me lo iban a dar (y mucho más, como se verá muy pronto).

El sol caía a fondo con su arpón inmisericorde. Alazán iba conmigo. Oí que Benavides dijo: «¡Qué buenos aires los de esta tierra!». Don Pedro lo corroboró en el acto. Aunque, en contraste, él estaba gris como un guijarro.



 

MÁS VOCES

Unos días antes, en la margen oriental del río, en la isla llamada San Gabriel, se encontraron don Pedro y Diego, su hermano, quien se hallaba construyendo allí un tablazón para bateles y barcos. Se habían separado al pasar la línea del Ecuador por causa de una terrible tempestad que asoló ese sitio. Diego, luego de la calma, enfiló directo al Río de la Plata, lo que es un decir ya que este río (así denominado por los portugueses) no hace ningún honor a su nombre. Dícese que Diego, al oír lo acaecido a Osorio en las costas del Brasil, «anunció que no pasaría mucho sin que todos purgasen tan horrendo delito». Ninguno sabe que Diego malició esta muerte antes que nadie. Por eso, aunque no lo diga y culpe a la tormenta, se separó de la Armada. No quería que esta historia lo rozara.

Don Pedro y Diego se ligaron en un largo abrazo, para luego disponerse a pasar a la costa opuesta, donde encontrarían ese sitio que dedicarían a la Virgen del Buen Ayre de Cagliari.

Al tercer día de su llegada al Buen Ayre, don Pedro ya no pudo moverse. Ha estado repartiendo solares, levantando empalizadas. La gente hacendosa le había fabricado una camilla con asiento. Uno de estos artesanos, a su vuelta a España, fabricará otra similar para uso de don Carlos V, perseguido por la gota en su última morada.

Don Pedro se había instalado en el «Trinidad», un navío que encallara en la playa, siéndole dispuesto allí el castillo de popa. Abajo se ubicó la prisión, en la cabina de remos. La primera noche escuchó el Adelantado una voz muy ronca que provenía de esa mazmorra: «Caerán de a uno los asesinos de Osorio. Los matadores seremos todos». Y don Pedro no distinguió si era una voz real o eran sus propias voces internas que volvían.

Al atardecer, don Pedro cerraba su puerta y yo le alcanzaba una escudilla. La silueta de los barcos surtos en el puerto parecía ondear a la brisa; a veces volaban cuando les sitiaba las humaredas del río.

Después comenzaban los quejidos y, algo desolador, las palabras. Esa tarde, la luna había crecido sobre la línea del fondo como un disco gigantesco. Un sonido breve se oyó al principio. Luego, un trueno. En ese instante don Pedro acabó de beberse una pócima.

-Traedme hijos sin madre, judíos bellacos, los costrones del embutido -gritó indignado de sopas y calderías sosas.

-Es que se han perdido, señor. Ha más de tres días que le vengo diciendo. Las vituallas fallan y han mermado. Es por el hambre y el sol. No hay modo de refrescarlas. Todo se pudre. Y, para mayor desgracia, tampoco ha llegado el 'Santiago'. Está la gente muriendo por montones.

-Truhán de feria, infame, abusáis con el uso de la cercanía. Ya no puedo descuidarme. Me estáis arrojando a las Furias, las Parcas, las Harpías, los ojeos del lagarto. Ya tenéis que coserme al espaldar. Todo me cayó por culpa de una mujer itálica.

A veces se levanta de su camastro y exclama: «¡Osorio, Dios os castigue!, ¿a qué habéis venido? Bien sabéis que nada hice. Todo fue hecho por mis capitanes o mi criado Ayolas». Su voz parece cortar el aire.

Pedro Vizcaíno cuenta que en el colmo de su desesperación don Pedro bramaba: «desdichado de Osorio, que me hiciste mal a mí y a todos» pasando después a increpar a sus tenientes: «Vosotros, judíos, hicisteis matar al maestre de campo y ahora morís como chinches». Atado a su cama como a un potro, don Pedro ve sucumbir de hambre a la mayor parte de su tripulación. Los cuerpos son evacuados del recinto y se los orea para utilizarlos después. En un escrito, sobre un papel amarillento, roto en sus bordes aparece en medio de un poema:

 

 

 

«las cosas que allí se vieron

   
 

no se han visto en escritura

   
 

¡comer la propia asadura

   
 

de su hermano!».

   
 
 

Y aunque el texto no lo diga, todos saben que se refiere a Diego González Baytos, quien fue el que comió, o el comido, puesto que eran hermanos gemelos. Por lo que nadie puede esclarecer el suceso de fiel modo, ni tampoco reconocer al vivo, y menos aún al muerto ya digerido. Bajo el poema, hay una firma apenas reconocible pero se alcanza a leer: «Miranda Villafaña».

Aquí comienza un rezo de letanías que se nutre de antiguas biblias, de escritos sarracenos, de cántigas y versos de Virgilio. El colchón sobre el cual yace es de paja. Le hincan las carnes los espinillos que sobresalen de la malla. Se pasa contemplando la única estrella que penetra por el ojo de buey. De tanto en tanto, llora. Afuera, el silencio arruga la piel de la noche.

El otro ayudante se acuesta a descansar sobre el umbral, lo que es una intención vana. Ha pegado su oído a la pared, una pared tibia que conserva el recuerdo del sol del oeste.

En línea recta desde ese borde del río, a doscientas varas, fue construida la iglesia. De cuatro palos, barro y techo de paja. Y aunque el portero de cámara sueña apaciblemente, por el fondo del paisaje acecha una realidad que podrá conocerse en días venideros.

Cuando es bien amanecido, el señor (olvidado de sus fiebres, de sus voces, que se le suben y le insuflan demonios) sonríe.

-Regálame un favor -le dice a María-, pásame unas copas.

Un licor que resiste en la botella lo tiene mal acostumbrado. Recibe con sencillez la visita de sus oficiales. Por la forma en que vienen, de a uno, se anticipa el desasosiego. Se huele el humo. Se le siente en la ceja posterior de la Pampa.

Alguien ha visto en la línea final de los pastizales, gente en movimiento.

«Atacarán, sin duda», piensa Gonzalo.

-Que las fogatas duren hasta el amanecer -ordena don Pedro en el colmo de sus fatigas.


 

MUERTE DE DIEGO

El ataque que temíamos se dio lejos, en otro lugar. Fuimos en grupo unos trescientos soldados, a pie con las alabardas nuevas, las pulidas corazas, tanteando el terreno invadido de alimañas, con la soberbia de un batallón de Carlos V que había cruzado Europa y bien pertrechados. Para la ocasión, aderezados con lo esencial, aunque si hubiera llegado la nao «Santiago», que traía la carga mayor de armamentos, aquello podría haberse considerado magnífico.

Al llegar al borde de la laguna, sobre el perfil del pastizal, una ondulación de plumas de avestruces coronaba el horizonte. Los que iban a caballo, treinta en total, se detuvieron al límite del riachuelo y desde allí contuvieron a los demás por un momento. Alguien dijo apresuradamente que eran tres mil indios, lo que nos pareció excesivo. Otro disminuyó la cuenta, aunque no por eso dejó de inquietarnos. También era inquietante que fuéramos trescientos soldados, treinta caballeros, tres mil indios, números que recordaban cifras cabalísticas.

Diego de Mendoza mandó vadear el campo, la depresión que daba origen al río en la planicie monótona y triste del paisaje. Detrás de la laguna, la canallada espera, nosotros le serviremos la copa en bandeja dorada. Don Diego ordenó cruzar la ensenada sin protección ni avance. Sólo los arcabuces alzados a la altura de la cintura y el ojo avizor. Nada más. La cruz roja de San Andrés campea en las filas, pero muchos se resisten a llevarla y cada cual, a su vez, viste a su modo.

«¿Qué hay en ese olor de la muerte que nos hace tan intensos? Por un minuto creemos en la inmortalidad que aparece en un fulgor incesante, una larga navegación hacia el poniente dando giros a la espiral ascendente donde quizá Dios sea su centro, su final, o su inicio».

En grescas aisladas, acechanzas oscuras, emboscadas apenas perceptibles en esa comarca rasa muchos de nuestros paisanos han caído de una estocada. Otros, antes de morir eran tumbados por las guaranias (así llaman los querandíes a un  cordel de tres tiras con piedras atadas en sus extremos) que en zigzag cumplían en un santiamén su propósito a cabalidad.

Seguimos avanzando, viendo la matanza a diestra, a siniestra, de frente y a la zaga cual una pesadilla en medio de un torbellino de flechas. Aún así, don Diego no amagó retirada. Las patas de los caballos se enredaban en las boleadoras y los jinetes eran arrojados al suelo. El aire se había vuelto gris del polvo que subía del suelo, trastornado con el tambor de jinetes turbulentos y cuerpos enredados.

Vi caer en alterada trifulca a Bartolomé Bracamonte, a Perafán de Ribera y a don Juan Manrique. En otro enredo singular percibí a Luján, que encontró la muerte camino al río.

-No tiene marca de flecha -dijo alguien.

-Más bien son puñaladas -aseguró Escobar, guardando con presteza su estoque ensangrentado. Y pensó: «Ha encontrado el final que le fuera destinado en la Bahía de Guanabara».

Luján cayó de bruces sobre el agua. Volvió el rostro hacia atrás, con esa señal de solicitud extrema; no encontró a nadie; es decir, se encontró conmigo. Debido a la ruda pelea o por el hecho de abandonarlo sin pena, lo cierto es que murió sin ayuda alguna. Tampoco nadie osó recogerlo en la retirada. Otros involucrados en la matanza de Osorio corrieron ese día igual suerte (o igual desdicha) en ese río que llevaría el nombre de Luján desde esa fecha hasta ahora.

En medio de ese sol que se tornaba azul por momentos, con un tono relampagueante como después de un trueno, ha sido abatido don Diego, el hermano del Adelantado. Don Pedro, al enterarse del infausto suceso, me mandó llamar. Mi deposición es la siguiente:

«Se nos paralizó el alma, don Pedro. Allí mismo todos estaban muertos. Los caballos, detenidos al lado de sus dueños, no sabiendo qué hacer, escaparon de pronto. En cuanto cayó Juan Manrique, vimos a don Diego tratando de llegar a él para auxiliarlo. La lluvia de flechas había dejado el campo  enhebrado de mil varillas, muchas de ellas ensartadas o traspasando cuerpos moribundos. No había forma de guarecerse de tan atroz ataque. Al caer don Diego, todos se dieron a la desbandada y los bárbaros se dedicaron tranquilamente, con feroz alegría, a cortar cabezas. Al exhibirlas se veía que los cabellos seguían creciendo y formaban sobre la empalizada, en donde habían sido ensartadas, un cadejo oscuro».

«Los cabellos pronto alcanzaron el suelo, llegando a la zanja donde el raudal se vaciaba después de la lluvia. Ahí se convertían en anguilas e iniciaban con ansiedad una migración al Mar de los Sargazos donde iban a desovar».

«Al final, restábamos sólo ochenta hombres envueltos en una sola sombra, arrastrándonos en la primera oscuridad de la noche».


 

EL DORADO: HABLA AHORA EL CRONISTA

Se han reparado las pértigas de los barcos. Los buracos han sido sellados con brea y cera del país que Gonzalo descubrió junto a un río, donde también vio un felino por vez primera.

-Video un tigre -dijo pleno de éxtasis-, de pelaje moteado, amarillo de luz, deslizarse en una rama, como un manto de plumas. Video toda una maravilla de aves.

(Estas apariciones eran un verdadero acontecimiento en ese lugar donde estábamos. El sitio padecía de sofocante calma, la vista se te iba en puro divagar, sin que pudiera detenérsela y el viento dispersaba sus vestiduras libremente y soplaba un corno lamentoso sobre el meridiano azul).

Por la noche se cubría el cielo de un combo negro iluminado en sus bordes, pletórico de estrellas, la Cruz del Sur, las Siete Cabrillas, el Lucero, Venus, la diosa bien nacida. Y el tajo que salía del agua penetraba hacia arriba, apuntando el norte. El norte de la plata. Donde crecía una ciudad revestida de oro, de escarabajos de piedra, platería en los muros, de pecheras argénteas  y un hueco como abierto sobre una meseta, el culo del mundo pedorreando sin cesar el oro líquido. No quedaba sino estirar la mano, llenar las faltriqueras y desandar el camino hacia Cádiz.

Leyó un cartel que decía: «Mira, hijo, que de esto se cargarán las naos, de oro y plata».

«Pero, ¡ay de mí!», piensa Domingo, «si en la puerta estando de esta magnífica jornada, la flota aprestada, el viento útil y a favor ni en demasía, nuestro andar ambicioso nos condujera al engaño. Si en el nacimiento de este inmenso río al final nos esperara la patraña como esas frutas agusanadas por dentro que aún conservan su piel intacta».

«¡Ay de mí!», repite Domingo.

Y así ciegos y locos, pereciendo, destruyendo, asesinando, llenos de mil azares, pensando sólo en esa ciudad furtiva y lisonjera, nadie imaginó que la casa de la fortuna (que tiene sólo una escalera) es apenas un subir y un caer, como lo escribirá Gracián un siglo más tarde.

Y surge -de pronto- la música estirada como seda sinuosa, con el rumor de víboras reptando en un barro mezclado de luciérnagas muertas, ya sin brillo. Un sonido que despierta las pequeñas hojas y su flor temprana. Un correr de aguas azules y guijarros de ojos refulgentes. Un deslizamiento en profundidad de sonoro instrumento, de voz cálida, de jardín cerrado. Las manos perturban la imagen de la guitarra: las acariciadas cuerdas de la caja que parece resguardar en su interior el secreto del ansia. La noche, enhebrada en esa música de un solo tono, cubre los corazones tumultuosos.


 

LOS APUNTES DE ULRICO

La verdad sea dicha o des-dicha, que los dos hemos visto el tal engendro. Escobar el Morisco y yo.

Habíamos ido a verificar lo del tigre anunciado por Gonzalo y a ver las aves, el otro río, los árboles encendidos de flores. Pero nunca supusimos toparnos con tal especie. Ya lo veréis, que el  cuento contado debe ser con precisas verbas, lo que no es mi manera. Y debo acotar que el que mejor discursea es Escobar el Platero, que no sabe mentir y que cuando imagina lo no existente, al momento ya aparece y aunque no os lo creáis, lo inventa. Pero en esto testigo tiene. Yo. Y aunque apercibido de la extraña presencia, me distraje armando el arcabuz, no menos atención puse en el asunto y puedo dar fe de ello en su relación, que llevo transcrita.

Dijo Escobar:

«Después del saco de Roma, que perpetré al lado de don Pedro, me asaltaron las ganas de conocer más mundo. Así, un lunes, llevado en huestes fabulares visité Venecia, la ciudad que nada en la nada y ondea como un bajel anclado de mármol enmohecido; un lunes, digo, repito, supe que esta visión iba a ser verdadera y no porque hoy lunes me recordara aquel otro, sino porque en ambas ocasiones quedé mudo, cosa rara en mí, presto a liberar la lengua a sus mohines y fieros abusos».

«Pues era lunes, un lunes veneciano, de máscaras y carnaval, de baile y hojarasca, en aquella ciudad, la más fermosa, la más preciosa en el recuerdo. (Allí Santiago, mi hijo, cumplió sus tres años. Bueno, digo, ese lunes no estaba preparado y hoy tampoco, para ver semejante producto del averno)».

«Íbamos a lo que dijo Ulrico. Lunes de enigmas. Allí, en un claro junto al mismo río dibujado por Gonzalo, estaba el hombre (lo que es una exageración, puesto que de hombre sólo le quedaba del hombro abajo). De fondo, un boscaje nutrido y un sol que despedazaba sus luces en un dédalo de hojas, enredado en el agua, con parpadeos de vidrios derretidos. El hombre estaba parado frente a nosotros. Era acéfalo. En lo demás se igualaba a la humana presencia: piernas, brazos, torso; salvo que, al llegar donde iniciaba el cuello, concluía abruptamente. Pero lo que exultaba la extrañeza extrema era el pecho lampiño del aparecido: en las tetillas, los ojos; la boca, en el ombligo; y una nariz campeando en la medianía, como si por allí respirara el estómago y el buen comer pedara por sus orificios. Completaban al raro espécimen dos enormes orejas en las ancas sobre los  rollizos. El susto que nos hemos llevado fue tremendo, y por igual, la sorpresa. Lo vimos un instante y fue bastante. Igual a aquella aparición del carnaval de Venecia. De aquel otro lunes. Se lo comenté a Ulrico por si fuera una alucinación. Pero él que apuntaba el arma para cazarlo me aseguró lo visto. Era absolutamente vivo y cierto. Y yo que me sentía agraciado por la remembranza y el sueño de aquel disfraz aciago, me encontré burlado porque ahora parecía verdadero».

(A medida que pasa el tiempo y lo recuerdo, crece la sorpresa, ¿cómo lo podré decir? Yo imaginaba el acero atravesando la creación de mi fantasía veneciana. Yo, corriendo a verlo. De cerca. Tocarlo. Hacerlo, de alguna manera, mío. Un estoque, y adiós. El filo fuera de su vaina. Y allí, el ser tendido en la fresca mañana de aquel lunes. Sentí que después de esta jornada había perdido la suerte de fabular, de encontrarme con mis tristezas en estos parajes que, por el vaivén de la vida, depara otras argucias. Ulrico dijo: «Por ejemplo, ésta, la de escribir»).

«Pero la visión fue en un suspiro destruida. En menos de lo que el reloj de Praga tarda en mover una palanca, ya fue desaparecida. Se había esfumado. Quizá huía. El lugar había vuelto a su anterior aspecto como si la mudanza no le hubiere adulterado en nada. Sabe Dios que más cuesta el salmorejo que el conejo».

Ésta es la deposición de Escobar el Morisco, vale. (Hay aquí una firma no muy clara: Ulz, Ulrico o Ulrich Scmith o Schmidel).
 

 

DE CÓMO PERDÍ EL ROCINANTE

Habla Domingo:

Después de tantas semanas, quietos en su cubil, con el bozal instalado en las mandíbulas, el fierro ajustado para que no se encabritaran (aunque más corresponda esta alocución a las cabras), los caballos apenas pudieron soportar la travesía. Sólo contaban con el escaso espacio para tenerse en pie o apegarse a los suelos entre el heno, la bosta y el acre olor de las cuadras. Yo poseía dos caballos. Uno llevaba el nombre de Argel; era arisco, de esbelta y fina figura. Había realizado corrillos en Andalucía. El otro era retacón, de patas gruesas y de andar pausado. Terminaba en una cola que lamía, con lasitud sumisa, el suelo. Se llamaba Rocinante (nadie puede decir que estoy plagiando puesto que el autor del otro Rocinante nacerá recién dentro de diez años).

Pero no es de los caballos que debiera hablar, precisamente, ni de mí mismo montado en Argel que era mi Pegaso. No. Aquel día, no recuerdo la fecha, ni la hora, se me acercó un gentilhombre. Dijo: «Te doy dos ducados por el Rocinante; ya va muy viejo».

-Lo siento -contesté-, no está a la venta.

(El fulano tenía el rostro claro y una pequeña cicatriz al lado de la boca; un gris de barba le sombreaba la cara por no haber usado la navaja en días. Era extraño verlo por primera vez).

-Me llamo Rodrigo. Vine con Salazar en La Anunciada -precisó antes que yo indagara.

Me miró de soslayo y supo que la terquedad era una de mis virtudes.

-Lo jugamos -dijo.

Lo medí con el ojo. Ése era uno de mis vicios.

El cura nos acercó los naipes. Cartas gastadas y pulidas con grasa de sudor, que de tanto en tanto debían ser renovadas, para lo cual el clérigo tenía los moldes hechos en madera que entintaba e imprimía en papel de tropa. El enano calabrés, monaguillo en las misas, fabricaba tales naipes con trapos, hojas secas y saliva1.

No me pude resistir. Extendimos el manto de Cristo y, sobre él, hasta la madrugada disfrutamos la juerga donde perdí el Rocinante. De jugar y beber.

«¿Qué hacemos que no hacemos lo que tendríamos que hacer? Si el río está aquí y la plata arriba, no veo razón de esta estancia amodorrada donde sólo se pone cuidado en la tarea de maquinar la traición y la venganza. Donde la amenaza enloquece y la ansiedad corrompe», decía el tal Rodrigo. El cura, por su lado, alzando la copa de vino bendijo la manta sobre la cual se jugaba.

«Mierda», se oyó a don Pedro desde su sillón sentado, «que no hay cielo, Señor, en esta tierra». Y recuerda y nombra a todas las putas que ha cogido en su estadía romana. Se santigua en medio de la noche aullando: «Osorio, Osorio», espantando la sombra que lo persigue y acosa. Y en esta cantinela, mientras yo pierdo el Rocinante, se va perdiendo don Pedro en un débil y constante quejido. Ya nadie le presta atención. Se está muriendo. En la playa donde está varado el Trinidad un candil parpadea, algunas sombras se acercan a las escoras que apuntalan el barco, próximas a la prisión. Hay susurros apagados, roces y gestos que niegan o asienten, párpados que se abren o se cierran para aceptar o rechazar.

El sol cunde hacia el Este y un largo murmurar ocupa el alba. Es Rodrigo que recita, totalmente beodo, un extraño poema que concluirá dentro de unos años su hermana Teresa, en Ávila, ya después de metida en convento. Copiado con letras muy menudas, lo guarda al lado del corazón: «No me mueve, mi Dios, para quererte, el cielo que me tienes prometido...». Nada más. El resto podrá conocerse cuando Rodrigo ya no exista.

Éste permanece en cuclillas. Había caído sobre unas piedras y un hilo de sangre le mancha la frente. Con una navaja se pasa cortando el aire. De cuando en cuando inicia otro poema. Trata de declamarlo, pero pronto enmudece. Sólo lo recuerda en partes. Hay uno, sin embargo, que profiere in totum:

 

 

 

 

«No es la tarde mía la que olvido

   
 

sino es el mismo olvido que me abruma

   
 

tejiéndose con flores ese ovillo

   
 

y en el labio, el recuerdo que perdura.

   
 

 

 

Y al recobrar el sueño te dijera

   
 

amor, amor, ya brillan pasajeras

   
 

las dos cajas donde puse lado a lado

   
 

el nacer y el morir, enamorado.

   
 

 

 

Al corazón que permanece en vilo

   
 

por deseos y penas de no verte

   
 

desde las cajas le atraviesa un hilo

   
 

que conduce directo hacia la muerte».

   
 
 
 

Sumido en su mundo irreal, Rodrigo no puede evitar la delación del sambenito; se imagina estar muy expuesto. Ve pasar en larga caravana a toda su familia de Toledo a Ávila, una y otra vez, la imagen repetida le hace mover la cabeza. Cuando se esfuman por un lado, la gira hacia el otro, desde donde reaparecen los mismos personajes. Se entiende que están huyendo, poniendo espacio, cambiando de sitio, lejos del cruel agobio. Más atrás, su abuelo Juan Sánchez, en una especie de sueño sólido, con espesor, pasea en plaza a la pública vergüenza su condición de judío inquisitoriado.

Aquí llegado Rodrigo, vuelve el rostro hacia todas sus sombras. Entonces grita: «Al diablo, ojalá el diablo se los lleve a todos». Acabado el juego contiguo a ese otro juego recordatorio, se ha puesto a mirar las barajas largamente. Recoge las cartas una a una, se levanta. El cura aguarda un poco más antes de finiquitar el vino de misa; dobla la manta para dársela a Rodrigo. Algo en lo turbio como un siseo, primero, y un seco impacto después, lo incita a voltearse en dirección a los establos. Un temblor de varillas, con su sonido agudo, clavadas contra el suelo. Luego otro, similar, al cabo de un tiempo. Mira la varilla clavada y, antes de tocarla y sentir que el zumbido se detiene, reconoce que es una flecha.

 

LA SOMBRA

La historia del Rocinante que pasó a manos del marrano Rodrigo de Cepeda ha quedado en el cuento después de aquella noche. El lunes amaneció con una lluvia de esas que derriten las piedras y el río avanzó desde el sur lamiendo cada pulgada de tierra con una voracidad de mil sedientos, de una forma tal que tuve que levantar la choza y mudarme más arriba. Muchos hicieron lo mismo. En otras zonas se consumaron atroces calamidades que alcanzaban en ocasiones un sesgo fascinante. El templo, por ejemplo, flotó sobre el agua y se arrastró hacia el mar. Al principio se lo vio íntegro, caminando hacia el sur, más tarde fue hundiéndose suavemente en la neblina hasta desaparecer desplomado con sus dos alas pardas, como un pájaro seco. El martes, a pesar de la lluvia que nos mantenía encerrados, vimos (a través del muro que levantáramos y parte de la empalizada que nos rodea), un abanico de tres mil metros formado por un contingente de indios colocados uno al lado del otro en un movimiento circular que llegaba de río a cielo. Era el día de San Juan, pero nadie osó recordarlo.

La presencia de esta gente instalada en ese lugar definió claramente la índole de la nuestra. No era que teníamos que defendernos solamente. Había una sensación de encierro. Una sola salida: volver por donde vinimos. O bien había que eliminarlos como un nubarrón, un moscardón molestoso. Una horda que desmantelar.

El propio don Pedro de Guadix, en sus relámpagos de lucidez, objetó la situación del poblado, aunque él se hallaba muy seguro en la nave encallada. Por ahora, no había nada que hacer, allí estaba la salvajada. El sitio se inició casi naturalmente, y a la semana nadie imaginó traspasar los límites fijados por esa marea humana. Para entonces, únicamente quedaba el río.

El primero que murió en la encerrona fue Alazán, mi perro. Estaba viejo y, fundamentalmente, aburrido. En esos días había enmudecido. Me dejó su ternura en un montón de pelo amarillento, mustio, otoñal, con lágrimas que goteaban de sus ojos aún  después de muerto. En uno de ellos se había instalado una blanca nubosidad que lo cegaba.

Amanecía y anochecía sin que pudiéramos movernos, petrificados entre esa muralla humana y el agua del abismo; la gran bola del sol en su viaje arriba de nosotros nos organizaba el tiempo con su señal en el reloj de piedra; su calor se nos metía avasalladoramente por entre los párpados como un efluvio de calderos. El infierno no era ya un espacio debajo de la tierra.

Don Pedro estaba convencido en su delirio que, tanto ese sol prodigioso y fantasmal como ese cerco que imponían los naturales, era obra de Osorio, más allá de la muerte. Ayer mandó apresar siete parientes y amigos de su finado maestre de campo, lo que agravó el hacinamiento en la prisión. Llamaba a Osorio insistentemente, lo convocaba. Le reprochaba incluso el no haber arribado la nao «Santiago», que traía la mayor carga de alimentos, armas y municiones. Objetaba insistentemente la incomodidad del barco.

El suministro fue inmediatamente cortado, la ración menguada cada veinticuatro horas. Comenzamos a comer lagartijas, ratas, víboras, hasta la suela de los borceguíes, algunos consumían excrementos o carne de horca. El sábado siguiente hice guardia sin nada en el estómago. Eran las ocho de la noche cuando vi que esa marea humana, por un lado, y ese río de mar, por el otro, se juntaban y amenazaban cerrarse sobre nosotros. Fue cuando del cielo nos cayó la sombra.

Era una sombra poblada de relámpagos, de serpientes luminosas; una sombra envuelta en nubosidades rosadas y oscuras, a veces azulencas. Las serpientes se dibujaban rasgando la tersura del cielo y lo despedazaban en enormes piezas geométricas. Venía del poniente dentro de una masa de árboles forajidos, de quien sabe qué islas tenebrosas. El río-mar comenzó a encresparse cual dragón chino, de una ferocidad desconocida, pujante, enervado por mil bocas de donde emergían olas de nácar que revolvían sus entrañas, lanzando al aire mil peces, un cúmulo de anguilas y pequeños monstruos de cola espesa y gran dentadura. Los relámpagos  daban, de tanto en tanto, una claridad lunar instantánea y una oscuridad, si se pudiera, más negra. Y al cabo, un sonido de tambores cayendo desde el infinito sobre nuestras cabezas, como piedras desbarrancadas, o témpanos crujiendo, despedazándose en lo profundo. Truenos hechos de proliferaciones, vómito del mundo, pesadilla de titanes. Ahora, surcan fuegos amarillos de encendido fulgor; olor a azufre se descuelga del aire turbulento; carne chamuscada, tizones esperpénticos rastrean por el pastizal levantando chasquidos, fuegos fatuos.

Después el viento, airado, arrastra el pajonal, erizándolo, exacerbando las fogatas; hace caminar a los árboles desraizados, hechos de pura ceniza. Para terminar, una lluvia que penetra por todas partes, sin obedecer dirección ni orden. Pequeños vidrios de aceradas puntas se deshacen en mil cristales menudos al tocar la tierra. Sólo más tarde recordarán su destino de gotas pacíficas y transparentes.

Toda la noche, escondidos en nuestras jergas, en nuestras pieles, en nuestras mantas árabes, sobre camastros con colchones que sacrifican las carnes, guarecidos bajo pedazos de cuero, oímos relinchar los caballos en la intemperie dando un aire de maligno presagio.

De pronto se hizo la luz. Como si una mano borrara del mapa las sombras, así ellas se apartaron. Entonces vimos que el semicírculo de indios que nos sitiaba se había vaciado. Sin nadie. Salvo un pequeño estandarte olvidado en medio del descampado. Fue un golpe en el pecho que liberaba una carga, una ansiada exhalación, un goce.

Pero no mucho tiempo duró la alegría. Pasó el demonio y, al amanecer, la luz trajo de nuevo la figura amenazante, intacta, de una media curva de indios, río a río, como un alfanje erizado. Los mismos rostros de piedra, tallados al sol, duros cual animales en celo, con la mandíbula sedienta, el ojo torvo y la urgencia.


 

¿EN QUÉ FECHA HIZO ESTA DEPOSICIÓN GALAZ DE MEDRANO?

No recuerdo la fecha, pero puedo precisar que era una noche ecuatorial. Ayolas se hallaba en el puente de babor, ocupado en sondear con su astrolabio los nuevos cielos del sur. Sin mirarme, me pidió que ratificara su denuncia contra Osorio ante don Pedro de Mendoza. Éste me recibió en su cama, postrado, y me exigió la deposición por escrito. Por el tono de su voz, supe que no tenía escapatoria. Ante la presión de Ayolas, capitulé y exhibí mis mezquindades. Lo hice con una letra ínfima, diminuta, casi invisible. Ayolas había venido antes a mi camarote y me exigió lealtad. No dejaba de mirar alrededor nuestro, hociqueando y ocultándose, vigilando la llegada de terceros. Amenazó con vengarse si me disponía en su contra. Y, de pronto, me vi tomando partido por Ayolas sin creerlo yo mismo. Fue un momento de suma debilidad que desembocó directamente en la humillación. Ya se sabe lo que pasa cuando uno está asustado. Desde que matamos a Osorio el miedo no dejó de azuzarme, de ir a mi lado. Tornó a intensificarse cuando mataron a Luján, que también participó en el asesinato. Los amigos de Osorio aprovecharon esa batalla con los indios para asestarle el último golpe. Yo quizá moriré en mi cama, traspasado por cinco puñaladas. Los compañeros de Osorio, desde la prisión de Trinidad, me hicieron llegar una clara amenaza: un cuchillo toledano, que tenía grabado en el mango la siguiente frase: «Por Castilla, Padilla».

Y esto parece estar claro. El que a hierro mata, debe someterse a la consigna. El hambre ya no nos permite soñar con ciudades de oro y plata dominadas por mujeres que hacen la guerra y amontonan el amarillo del codiciado metal. Las Amazonas, especie de suculentas mujeres que matan a sus hijos varones y conservan a las niñas. Van con el mismo atavío y huelen a orquídeas. Lo que deseo con vehemencia es soñar con ellas en medio de esta inmensa vegetación de ríos apacibles que corren hacia el mar llenos de guacamayos cerúleos. Pero al final, lo único que persiste es esta danza de la muerte. ¿Quién hace de caballero de tétrico disfraz en medio del corro? ¿Qué mujeres bailan? ¿Serán estas indias que se acercan a besarle? ¿Es que oigo mal, o ese sonido es un compás del oboe, de una pandereta? Es cosa natural deleitarse con la música mezclada de retórica y poesía, cantada por jóvenes trovadores. Cada quien sostiene un cirio, atento a que no se lo apaguen. El último que lo sostiene encendido, gana un premio: yo sé cuál será el mío.


 

EL TRES DE ESPADA

El tercero siempre es el de la discordia o del incordio. Pero la espada también representa el combate o, en su defecto, el arma usada en estos menesteres. El instrumento del odio, de las enemistades, de los peligros. El que apuñala muere apuñalado. Y la espada soporta el tiempo en su funda hasta el momento en que abrirá la herida. De las tres, la más peligrosa es la de la traición, que lleva un espejo en el mango y desde allí se mira el único ojo y sucumbe al orgasmo de la penetración. Ayolas conoce este deleite desde la matanza de Osorio. Traiciona el que hunde la espada por la espalda porque escamotea el rostro, se esconde en la penumbra. El extraño juego de apoderarse de algo que la espada rescata en el fondo de un frasco donde incuba el huevo de la serpiente. El que apuñala debe sonreír, hacer un simulacro de la amistad o repetir el beso del huerto.


 

ISABEL Y VIOLANTE

Isabel tenía veintitrés años. Parecía menor: era de piel blanquísima, pelo negro y ojos oscuros, del color de un profundo pozo. Su mirada se endurecía como si hubiera escapado de un laberinto de asombros: nunca cerraba los párpados. Violante era visiblemente mayor, quizá demasiado para haber emprendido estas lides. Las  dos vinieron en el mismo barco y se hicieron amigas. Eran de las quince mujeres que se arrimaron a esta expedición.

Violante se dedicaba al oficio de coser y bordar en Malpartida de Placencia, donde se había especializado en hacer camisas que decoraba primorosamente con hilos de seda (traídos por los moros). Sus manos conservaban la galanura de quienes facturan delicadezas. Ahora, forzada a realizar las más diversas tareas, se preguntaba: «¿Qué vinimos a esperar aquí? ¿Qué haré, en más?».

-Esto es un trabajo para manos de hombres, aunque trocear un muslo humano es igual que trocear uno de cerdo -decía Isabel.

Y observaba desde su ventana el corral donde ya no quedaba ningún animal, unos escapados en la tormenta, y el último, comido hace tres semanas.

-¿Qué crees que hice ayer a la tarde? ¡Pues cocinando pedazos! Ahora quieren que los cortemos sin que sean reconocibles -apuntó Isabel y añadió-. Y no resulta fácil. Aunque a decir verdad, no hay mucha distancia entre carne de cerdo y carne de hombre.

-La de hombre, que es, desde luego, un cerdo, resulta más dulce, aunque me sea difícil reconocerlo -dijo Violante mirando sus manos ajadas-. Y ambas hieden por igual. Aunque estén al sereno, el aire del día las hace sudar sin remedio -volvió hacia Isabel su rostro pálido, de ojeras pronunciadas cual si no hubiera dormido y dijo quedamente-. Pero a quien quisiera trocear, arrancarle una a una las uñas, los párpados, las cejas, los tendones, sin asco y con goce, sin penitencia ni culpa, es a don Pedro que nos ha metido en el infierno. Quisiera verlo cortado por la sierra de los suplicios, o espetado en la cuna de Judas, por habernos traído a esta costa desierta, a este país del hambre, con esos indios asediándonos como moscas. Y todas estas muertes que principiaron con la de Osorio. Para coronar lo sufrido, arrastró hasta aquí a su mujer, esa pobre María Dávila que vive curándole las llagas. ¡Pobre de nosotras! Ya verás que no alcanzaremos ni un patacón. De haber quedado en Malpartida, ahora seguiría confeccionando camisas para Carlos V2.

-¿Has escuchado cómo gritó el otro día, confundiendo cada indio con un Osorio pelado y salvaje? -dice Isabel.

Violante se siente llena de furia. Su ira se refleja en cada rostro que pone por las mañanas la soldadesca. Hombres inermes que ya no tienen la posibilidad de andarse a pie ni erguirse, siquiera. El hambre los devora poco a poco.

-Aunque, alégrate, Isabel -dice Violante- de no pender del patíbulo, que no te yanten los brutos ni tengas que huir correo la Maldonada.

Corta un muñón, demasiado largo, en tres pedazos y los dispone para la chacina. Habla con dificultad, se le ha subido a la cabeza un zumbido de abejorros y, en el oído izquierdo, se oye, como arrastrándose, un gusano que recorre sus tímpanos.

Pero no es un gusano sino un montón de palabrejas que viene desde afuera. Se inició con un toque en la puerta, después se hizo claro:

-¡Qué cosa más desabrida es lo que tenemos hoy! -en la voz de Rodrigo-, ¿no me daréis cabida?

-No -contesta Isabel ahuecando la voz por la ventana-, estamos hartas de deshuesar seres humanos para tener hombre en la cama.

-Pero ése no era el trato -replicó Rodrigo.

-Ni me importa; aunque des un cuarto al pregonero, ve y dilo a quien sea. Pero no estoy dispuesta.

-Sabes que pago, y bien.

-Aguardad -dijo Violante-, ¿qué traéis?

-Una manta muy fina. La gané al juego, con un caballo.

-¿Y qué hacéis aquí que no vigiláis ni estáis en la ronda de los fuegos ni en las linternas? -preguntó Isabel.

-Pues me acudieron las ansias en el gozne y tengo con  qué sufragarlas, si merecéis el atuendo. Vive Dios, ¡qué pena perder, por ociosa, manta tan buena!

-Quien no sabe pedir no sabe vivir -recuerda Violante-, pues que venga, adentro -dice.

-Buena niña -responde Rodrigo, aunque sabe muy bien que la mujer ha abandonado ese estado ha luengos años. Abre la puerta y entra.

Isabel de Guevara, muy presta, hace mutis por el fondo llevándose los pedazos para orearlos. Mientras los deposita en el sobrado, sueña con que escribe una extensa y lamentosa misiva:

«Alta y poderosa Señora», pone en el inicio, «ha querido la ventura o la desventura que fuese una de las mujeres que ha venido en la Armada de Mendoza en medio de mil quinientos hombres. Alta y poderosa Señora, fue tamaña el hambre que al cabo de tres meses murieron mil, esta hambre fue tamaña que ni la de Jerusalén se le puede igualar, ni contra ninguna se puede comparar. Alta y poderosa Señora, vinieron los hombres de tanta flaqueza que todos los trabajos cargaban las mujeres, así en lavarles las ropas como en curarles, hacerles de comer lo poco que tenían, limpiarlos, hacer centinela, rondar los fuegos, armar la ballesta cuando algunas veces los indios les vienen a dar guerra». Sigue escribiendo en sueños: «no voy a escribir sobre los otros oficios que hubimos de soportar».

«Alta y poderosa princesa doña Juana: en mi sueño no estoy aquí, me han mudado al norte, en una ciudad sobre el río, fértil de bastimentos, ahora. Desde ese lugar os escribo. Pero mi muy alta Señora, fue necesario que allí las mujeres volviesen a su trabajo, talando con sus propias manos, carpiendo, sembrando y recogiendo -sin ayuda de nadie- querida Señora, sin ayuda de nadie».

Isabel se ve a sí misma escribiendo sobre el agua de ese río inmenso, bajo un tendal de pequeñas sombras de pájaros que huyen en bandadas y ponen esas motas de luces sobre el cristal fugitivo. Su dedo, adiestrado cual una pluma escribidora, discurre en un espejo. Las letras desaparecen inmediatamente.  Y el río ya no es el mismo, puesto que ha sido nutrido con un flujo de palabras que, como un llanto, corre hacia el mar.

«Doña Juana, si vos pusisteis en vuestra cabeza la locura por un hombre muerto, no podríais imaginaros nunca la razón que se instaló muy dentro de nosotras por mil difuntos. Algunos de los cuales nos han servido de feroz alimento. Hemos arrastrado, sin quererlo, ese estado mortuorio dentro de nosotras, no en un ataúd como Vos, sino dentro de nuestros propios cuerpos, como si de un feto se tratara. La muerte se incuba en el centro de nuestro corazón con su preñez obscena, siendo -como somos- las únicas que podíamos alimentar la vida».

Entretanto, Rodrigo se ha acercado a Violante. Y los rosados muslos y un culo como una enorme fruta dividida inician suavemente una proximidad. Las manos de finos dedos ajados por el trato apuntan hacia él y una boca, entreabierta, deja ver la lengua de color cereza, aceitada y espesa. Y también ese olor, rancio aroma de cuerpos, de sudores, de tierna saliva. Rodrigo siente una erección inusitada. Violante, en silencio le abre la portañuela y toma su contenido que emerge triunfante. Es un estoque robusto, sordo, bretón. Está circuncidado. «Bien que vivir, vive», piensa. Aunque ella también lo conoce de hace rato. «Resulta que cada vez es como la primera», se dice.

Fuera, Isabel gira en la noche con sus manos hacia constelaciones nuevas, azules, llenas de otras palabras.


 

RELATO DE DOMINGO

Llevo treinta y siete días en Buena Esperanza, vaciando el bacín de don Pedro. De tanto en tanto él levanta la vista y me pregunta: «¿Quién sois?». Igual que siempre, como todos los días. «Encima -piensa don Pedro- para mayor confusión ahora me ha brotado otro Domingo Martínez, fabricante de peines para la barba y unos cuchillos como los de Flandes, parecidos a los que usábamos cuando yo fungía de paje de don Carlos. A veces me pregunto quién de estos dos es mi secretario». Me ausculta con un suspiro, esperando encontrar al otro. Hoy le he preparado la silla para portarlo. Él se ha puesto por demás galano; hasta se empolvó la punta de la nariz.

Me ha pedido que llame a Ayolas. Estoy terminando estos menesteres y voy a hacerlo luego. Lo miro desde el fondo de mi silencio y aunque siento su desprecio, sé que no podrá conmigo. Que mi resistencia lo hará claudicar, lo vencerá tarde o temprano. Al fin y al cabo, gutta cavat lapidem. Si he dejado el arte de escribir por estas faenas, es de justicia compensarlo.

Con el recado de don Pedro voy ante Ayolas. En un recodo, un hombre trata inútilmente de extraer una flecha incrustada en su muslo. «Carne de gancho», pienso y siento escalofríos al entrever esa especie de patíbulo para muertos de donde sacamos el yantar. Ahí también hemos puesto guardias contra las aves carniceras. Unos pájaros negros que sobrevuelan el macabro sitio en un círculo perfecto. A veces, pienso que ese círculo nos abarca a todos.

Una sombra incierta me acompaña. Es Jerónimo Romero, el náufrago que Ayolas encontró en Corpus Christi. Camina muy lentamente, como si hubiera perdido la capacidad de hacerlo y no aparta su vista de los accidentes del suelo. Me mira desde un rostro inexpresivo. «Surgió de la selva, vomitado por el aire. De un plumazo», comentó Ayolas. «Totalmente desnudo, oscuro, con los ojos de un marfil acuoso». Cuando lo encontramos, no dejó de hablar hasta el día siguiente. Casi siempre andaba con sus partes pudendas al uso de la tierra, había perdido la vergüenza y algo más: ni siquiera soñaba.

Ahora somos dos los que buscamos a Ayolas. (Mientras Domingo va en busca de Ayolas, don Pedro sufre una alucinación: la puerta se abre y aparece Carlos V. Lleva un gran papel con estas inscripciones: «Römich -deutscher Kaiser (1519-56) -Gent. 24.2.1500 -San Gerónimo de Juste 21.9.1558». A su lado Juana la Loca, su madre, lleva en sus brazos el pequeño ataúd de  Felipe el Hermoso. Viste una hopalanda de menudas flores, color azafrán, hechas con piedras engarzadas. Don Carlos se acerca hasta el oído enfermo de don Pedro y dice:

«En 1521 ganamos México. El mismo año de nuestro triunfo en Villalar».

«El 1527, fuimos a Italia y me vengué de los que me han insultado, especialmente de ese idiota del Papa. Algún día, quizá, sea importante Martín Lutero. Odio a Clemente VII y a los Orsini».

«En 1533, entramos en Perú».

Y al enmudecer, el sol aparece al lado de una carita papaya y no se vuelve a poner sobre sus tierras. Faltan unos años todavía pero ya don Carlos se asemeja al retrato que le hiciera Ticiano en 1548 y que ahora se exhibe en la Alta Pinacoteca de Münich. Lleva un sombrero aplastado, como una gorra de pana; barba y bigotes, ojos lánguidos, el labio inferior desvaído, hacia abajo, un manto o abrigo con cuello y mangas de piel, un largo collar con dije. En la mano derecha, un libro.

En la imagen, aparece otro don Pedro de Mendoza, muy joven. Acercándose al oído del personaje más viejo, le susurra algo. Los tres, más Juana la Loca, quedan sumergidos en un gran silencio. Como si estuvieran petrificados o se encontraran sin vida. Doña Juana piensa: «Yo quería bailar. Era tan joven y te quería tanto (dirigiéndose al ataúd). Yo quería bailar, pero estaba tan pesada. Casi no podía dar un paso. Ahí, en esa fiesta, frente a todos, nació mi hijo. En Gante, ¿recuerdas? Un niño hermoso y tranquilo, que se ponía quieto viendo volar a los pájaros. ¿Te hubiera gustado volar? (dirigiéndose a su hijo). Es imposible. Es lo único que no podrás hacer. Solamente la locura, querido hijo, permite lo imposible». Se aferra al paternoster que lleva el  ancho traje bordado con crisólito y esmeraldas. Después de un largo espacio (como aquel que se usará a fines del siglo XIX para tomar un daguerrotipo), don Carlos se adelanta, se saca el abrigo de pieles y aparece vestido con una camisola blanca, bordada en filigranas con dibujos menudos en la pechera, donde también ostenta una gran mancha de sangre que va expandiéndose. Se saca la camisa y pide otra. Se viste lentamente, pero la mancha vuelve a instalarse en el mismo sitio. Ordena que le fabriquen en Malpartida de Placencia mil camisas. Las irá desechando una a una, ensangrentadas. Aquí la imagen se vuelve gris y se difumina3).

Domingo regresa y despierta a don Pedro. Ayolas entra sin anunciarse.

-Juan, hijo mío -balbucea don Pedro-, os he mandado llamar.

Alza un dedo y fija la mirada un rato, como si no lo viera. Los ojos le quedan en blanco y un goteo, con un hervor de gárgaras, le sube por la boca. La lengua está roja, avinagrada, y sobre ella se ve una inmensidad de puntos blanquísimos que se hunden en el abismo.

Ayolas, sin contestarle, espera. Don Pedro se ha dormido, arrastrado, quizá, por visiones que se alejan borrosamente.

Domingo, situado detrás de la escena, sabe que por esa espera Ayolas apuñaló cuarenta veces a Osorio. Aquí estaba la hora prometida. Lo intuyó antes aún de que vaciara el último bacín sanguinolento de don Pedro. Ahora era la hora. Esos ojos que miran a Domingo son los mismos de aquella vez en Guanabara. Los de Ayolas. Domingo también espera. Todo debe cumplirse tal como está escrito.

 

SIGO CON DOMINGO

Esa noche Domingo Martínez de Irala no puede dormir. Ayuda a Ulrico a dibujar pequeños bocetos de la batalla de la semana anterior. Cuántos hombres a babor, a estribor, tantos, etc. Los indios con sus lanzas, nosotros con los arcabuces, los cañones y también las espadas. Todo colocado en orden: las chozas incendiadas, la gente muerta, los enflechados, los que penden del patíbulo. Los dibujos están realizados con líneas finas, apenas perceptibles.

-Lástima que se me murió Dürer -dice Ulrico-, porque le hubiera dado a que los pase en limpio.

Abajo diseña burdamente los bergantines, algunos hociqueantes, otros atacados por el fuego. Al terminar el dibujo percibe que falta el de Gonzalo, quien fuera enviado al Brasil por bastimentos. La vela que da luz a la estancia está por desaparecer en un coágulo blanquecino en el platillo de bronce. De vez en vez, Ulrico vacía la cera en un tazón de gres donde ha plantado un banderín amarillo, la marca judía.

Domingo mira los barcos dibujados: es el mismo siempre, repetido, calcado uno de otro, con los pliegues de las telas colgando del palo mayor. Flotando sobre esas aguas turbias y dulces del río que pasan serenamente frente al barracón encerrado en una esquina del río-mar; aguas oscuras, sin orillas, que arrastran camalotes e islas flotantes de árboles enhebrados de víboras azules. Aguas pardas llenas de tierra que descienden del país de la plata. Por eso, al mirarlas espejean cual pedazos de quebrada luz en nuestros ojos ateridos; o quizá más adentro, más lejos, allí donde duermen las palabras que aún no fueron pronunciadas.

Domingo sale al aire de la noche. Salvo el cuchillo en su vaina, no porta nada que brille. La opacidad es un manto seguro en la noche, esas noches del sur bajo meridianos nuevos y con estrellas recién inauguradas, engarzadas de confín a confín como piedras fervientes. El fondo apenas se deja ver, más allá del silencio.

-¿Qué vamos a negociar? -pregunta una sombra debajo de un tamarindo. (Ahora que lo escribo no estoy seguro si es o no un tamarindo; lo verificaré luego).

-No queda mucho -contesta Domingo, reconociendo a quien le ganó el Rocinante. Siente la mirada ávida del caballero que sabe adornar palabras y recita poemas como su hermana.

-Sólo yo conozco las joyas escondidas -dice Rodrigo alentando el azoro de Domingo.

 

 

 

«Si quieres, te las muestro,

   
 

si quieres, te las presento.

   
 

Tan lejos de la casa,

   
 

Dios nos guarde.

   
 

Si vis amari, ama».

   
 

Hace un gesto de prestidigitador y de un solo movimiento el prodigio queda hecho: de la penumbra saca alargando la mano una figura dorada y totalmente desnuda.

-Se llama Alhama -dice Rodrigo-, la he cambiado por el Rocinante -agrega pícaramente.

Domingo, no pudiendo consigo mismo, susurra:

-¿A quién, por favor?

Una pregunta que no espera respuesta. Es decir, esperando que no sea la que ya se tiene por descifrada en su cabeza.

-Tengo otras dos: Úrsula y Catania, pero Alhama es la más bella. No habla, apenas sonríe. Es muy voluntariosa y no tiene la peste de Europa. Puedes holgar despreocupadamente, sin mortificarte. ¡Tu cuchillo por una noche con ella! -concluye.

Domingo no duda. Ignoran los huesos lo que es el fragor del deseo. Y qué rápidas las manos para tocar la carne que el sol ha madurado hasta meterse en la piel con sus jugos salvajes.

«Sin velos y sin ansias, tranquilamente vienes, como un animal enjaulado», piensa Domingo.

-La vendré a buscar mañana -dice Rodrigo-. Adiós y que te sirva.

Al partir se oscurece por el callejón sin brillo con una risa que se oye saltar por los recovecos, llevándose el cuchillo de Domingo, feliz como niño con su nueva travesura. Lo guarda en la escarcela de cuero que pende de su cintura.

 

 

«Paseábase el rey moro

   
 

por la ciudad de Granada

   
 

desde la puerta de Elvira

   
 

hasta la de Vivarambla.

   
 

¡Ay de mí, Alhama!».

   
 

canta. «Humana no sunt turpia. Un cuchillo vale por dos», se regocija.


 

EL ARPÓN

 

 

 

Al cuerpo que está solo

   
 

al instante la luz ya lo disipa

   
 

tal de un frasco, el perfume.

   
 

Cual sombra que anida en el olvido

   
 

así el íntimo fragor crece de adentro

   
 

y se escapa sin dejar rastro.

   
 

 

O este otro viejo poema de Háfiz que me lo tradujo mi gran amigo Jacob ibn Rasquin:

 

 

 

«Acepta la ocasión.

   
 

Bebe vino de rosas

   
 

que en una semana

   
 

las rosas serán mustias».

   
 
 

¿Qué es esto de expresar a solas justificaciones y conjuros? Ya erecto el arpón, herí su carne enhebrándola en sus huraños pliegues. El arpón había convertido su extremo en tope de salamandra. La niña tenía el rostro serio, dos ojos cuidadosos y una  boca cerrada. Yo crujía atascado en ese lecho donde un instante de luz se derramaba. He tocado sus vértebras una a una subiendo desde el culo suavemente y he llegado a su cuello dibujado sobre un torso de seda arisca. En el pecho dos puntas sobresalen apenas, insinuación, balbuceos. He bajado la mano lentamente y pasando el punto del ombligo la oigo temblar de puro frío. Escarchas se me escapan mientras ardo. Y al caliente unicornio enarbolado lo conduzco hacia el único sitio que responde. Aparto con las manos sus dos piernas, separo las alas aceitosas y aparece entonces el tierno nido que penetro. Gira y sopla un viento entre mis muslos, como de feroz trance y no sé adónde voy ni qué pretendo.

No he dejado el día y parte de la tarde de pensar en esa mujer. Y es una calentura que cruza mi cuerpo desde la frente, dentro de los ojos hirvientes. Y ahora esta pasión inflamada, me ha obligado a robar un cuchillo de rescate para tener otra noche con Alhama. Lo tomé de la mesa de trabajo de mi tocayo, que pule anzuelos y hace tijeras. Como me vio hurtarlo, le encargué almaradas para mis alpargatas y una daga. Le di unos ducados de más. Le dejé un cañón para que me fabrique un escribidor similar a los que siempre uso. Se lo expliqué. Me lanzó una mirada lenta, sin desprecio. Al regresar, me oí recordando aquel verso:

 

 

 

«Es amor fuerza tan fuerte

   
 

que fuerza toda razón».

   
 

 

 

LUCÍA

Y «el bárbaro cruel mandó asaetear a Sebastián Hurtado, y así lo entregó a muchos mancebos, que le ataron de pies y manos, y amarraron a un algarrobo, donde fue flechado...». (Así nos relata el final de un cuento, Rui Díaz de Guzmán. Pero nadie recuerda si esto sucedió en el tiempo de Caboto o en el de Mendoza.  Para los efectos de esta historia, situaremos el hecho en el Fuerte de Corpus Christi, en 1536).

-Y esto es lo correcto -dice el enano-, puesto que en la expedición de Caboto no se conoce mujer, y en la nuestra hay quince. Una de ellas es la mujerzuela Lucía Miranda, que se hizo pasar por honesta, la casada con Sebastián Hurtado.

-¡Honesta, su madre! -se suma Escobar-. Se pasó recibiendo cuanto regalo, obsequio o presente venía de su enamorado el indio Mangoré, sin consultar con su marido. Evidentemente le gustaba la melcocha.

-Es que el amor reduce no importa a quién.

-Pero esta puta, en cuanto Sebastián salió con la Armada, envió un mensaje a Mangoré, quien con tres mil indios protagonizó una juerga en el poblado destruyéndolo todo y la raptó. Esa noche Lucía fue brutalmente poseída por Mangoré (Piel como pluma de garza rosada, pensó el indio).

Cuentan que la llevó al río, sin ser mozuela. La desnudó sin piedad y frente a sus huestes, la penetró con su feroz verga. Lucía, desmayada de placer, no vio cuando, en un recodo del camino, al volver al rancherío, unos españoles desatinados mataron a su amante. Mangoré tenía un hermano llamado Siripó, que cayó inmediatamente en las redes de la española falsaria, quien de nuevo encontró un hombre que le hablara «con muestras de gran amor». Siripó tomó a Lucía como mujer, pero ésta, no contenta con el cambio, dormía con Siripó y almorzaba con Sebastián, que al retornar con la Armada fue tomado prisionero. Descubierto el pastel, y en el colmo de su pasión, Siripó la envió a la fogata, pereciendo Lucía entre mil dolores. Y a Sebastián lo destinó a otra muerte.

-¿El final de este cuento, no te parece raro? -pregunta el enano-, entregado a muchos mancebos, y luego de saciar en él tanto lascivo requerimiento, Sebastián muere.

-Igual que el santo, flechado y todo -dice Escobar.

-Con relación a este apólogo debemos colegir que al hombre lo pusieron decubio prono y lo ataron al tronco del algarrobo caído, o sea, al dorso.

-Sí -dijo el otro-, mostrando el culo.

-Y lo de Hurtado. ¿Por qué?

Y le contesta:

-Pues le birlaron la mujer. Por eso aquello de mejor hurtado que mal acompañado.


 

ULRICO

A Ulrico le dio por la escritura bávara, tedesca. Primero, un jeroglífico que nadie entiende: Diensten an der Eroberung. Después, la palabra Abenteuer.

«Ya fuimos por ahí para aventar el culo, fundar puertos, acercarnos al centro de la tierra. Dejamos un puerto que recuerdo se llama de la Buena Esperanza, esperanza del oro, la suprema mercancía. Esperanza para arribar a la Sierra del Plata, a la Noticia; un puerto donde la esperanza se ahoga sin remedio. Desde este lugar salimos con Ayolas, por el camino del río, hacia el norte. Allí quedó don Pedro, más muerto y desahuciado; pero idéntico al Fénix blandiendo aún su bastón, pidiendo a Osorio que lo saque de tal postración, gritando con las fauces oscuras y los ojos desorbitados».

«En el fuerte del Buen Ayre, el cerco de indios por esos días se había levantado. Hacían una tregua, no sé para qué. Podrían tirarnos al mar, desandarnos con nuestros bergantines maltrechos y hacernos volver a España. Pero nos dieron tiempo de ir y venir por estas costas, subir el río, bajarlo. Instalar puestos a lo largo del cauce y servirnos de mujeres y lenguaraces. Todo lo cual nos conviene. Yo, por mi parte, me paso dando cuenta de cuanta cosa aparece en la viva naturaleza y sus contornos; por ejemplo dibujando:

 

 

Me provoca un gran asombro ver animales y hombres nuevos. Batallas y situaciones curiosas, como si visitáramos el África.  No sé si en esto vuelvo a confundir edades o años; disculpad, como dicen estos hispanos tan dados a engolfar el tono y darse aires, ahora que nos rige el mismo Kaiser, nos lo tenemos que tragar. Pero pronto el mundo terminará en los Pirineos. Mientras tanto, nos ponemos en la investigación de la Astronomía, la esfera, la natural rareza de los aconteceres, de la moral que controlan las contiendas del saber y no poco para entender las razones que uno no puede alcanzar. ¡Tan corto es el tiempo de vivir y tanto por conocer! Pues que todo es imperfecto y lo tengo bien confundido. ¿Pero se puede trabucar algo con la imaginación? Harto sabida la historia del que se mete en lo que no le importa, ni le compete».


 

LUIS MIRANDA

No de mera casualidad es la aparición, aquí, en la Armada, de Luis Miranda Villafaña. Este fraile acompañó a don Pedro en la campaña de Roma, pero su amistad es más profunda: se conocen desde siempre.

En una discusión se oye decir a Miranda:

-Pues claro que inficionó este mal a la Castilla, se llenó de toda esa gente de mierda.

-Pero qué mal? -pregunta Escobar.

-El de los comuneros hijos de puta.

-Eso ya es pasado.

-Parece que no tanto, ni carajo. Semejante mal aparece contagiando esta parte del poniente, el Río de la Plata, conquista la más ingrata a su Señor.

-Con razón negabas la hostia a todo el mundo, desde tu primera misa en el puerto del Buen Ayre.

-Porque los conozco -dice Miranda-, los reconozco, los bien conozco, ya que peleé en las campañas contra las comunidades de Castilla, a mucha honra.

-¡Ah! Pelear, como pelear, lo hiciste en Roma, ¿recuerdas? Allí estuvimos juntos -dice Escobar-. Muchas veces Osorio  ha denunciado tu participación en la violación de mujeres y en la matanza de hombres. Un solo paisano se jactaba de haber enterrado diez mil cadáveres en la ribera del Tíber; han saqueado lo indecible buscando vino, cereales y harina. Porque también allí estábamos muertos de hambre. Ustedes quedaron con treinta mil ducados cada uno. Sin embargo yo me reduje sólo a profanar algunos templos, tan bellos. Llenos de orfebrería y objetos de gran valor -y volviéndose hacia Luis Miranda, le dice-. ¿Cuándo dejaste la armadura por la sotana de cura?

-Si es que realmente la dejó -tercia Domingo, quien se había acercado, entretanto, al fraile.

-Se te corre el verso, poeta -dice mirándolo fijamente-, puesto que andáis bien camorrero, y hacéis a cualquiera cuartos.

-¡Por la Virgen! -dice Escobar.

-Plugo a vuestra merced, no hablar de la Virgen, que esa parió y quedó lesa.

-No menciones de ese modo a la madre de Dios. Esa herejía te la habrán enseñado los lasquenetes, en los nueve meses que deambulamos por Roma.

El fraile, sin mirarlo, continúa:

-Y tanto monta, pues al cabo aquello no fue sino la maldición del sienés Brandano, quien gritó a Clemente VII De Médici: 'Bastardo de Sodoma. Roma será destruida por tus pecados'. Esto ocurrió el Sábado Santo, 18 de abril. Nosotros entramos el 6 de mayo. Como veis, del gesto al cesto. Después de todo, lo que más me apetece es practicar el matarrata, la guerra es la guerra -dice esto haciendo alusión al juego de naipes, pero evidentemente refiriéndose a otras cuestiones, especialmente a su lidia contra los comuneros, a quienes llama (según le ha enseñado Gonzalo de Acosta) añá ra'y-. No me digáis que os gusta también a vosotros -agrega Miranda.

-Que mira y mira y no anda -le contesta-. Tengo a bien suponer que este hombre se habrá escapado de algún Torquemada -malicia Domingo.

Aquí el fraile, así como vino, desaparece.

-Qué extraño a mi entender, un mercedario con esos comedimientos y tanta vida desasosegada.

-Por suerte, a este bellaco, Ruiz Galán lo destinó a Corpus Christi.

-Sí -acota Escobar-. Pero en ese puerto ha vuelto a las andadas.

-¡Basta ahora! -dice Domingo-, terminemos ya con este señor, tan de nuestro disgusto. Este fraile vale menos que una meaja.

-Pero es muy divertido, señor -responde Escobar-. Y da un poco de color a esta grisura. En el último lío se disputaron Diego de Leyes y él una enamorada.

-¿Eso fue cuando se pasó bailando la zarabanda?

-No -contesta Escobar-, fue cuando la pilló con otro y le gritó: pese a tal, ¡salga acá tu rufián, a matarse conmigo!


 

LA MALDONADA

Después de cinco noches de delirios, amaneció con la cabeza limpia como si mil langostas (de esas que ponen negro el horizonte) desaparecieran de golpe y todo quedara vacío pero también intacto, sin que nada falte, como si cada cosa estuviera en su lugar. Pero no. Algo no cuajaba. Ella había decidido volverse hombre. Este delirio la puso como loca y se pasó contando a quienquiera deseara oírla, su absurda intención. Portaba una nariz poderosa vuelta a un lado, signo de fortaleza. Un mentón azulado, de virilidad. No le habían salido los pechos. Sus manos terminaban en dedos cortos, romos, de uñas cuadradas. Gastaba un pequeño bigote. Por eso, cuando se llevó las manos a la entrepierna y se palpó el clítoris pegó un alarido de triunfo: éste había crecido lo suficiente, asemejando la cresta de un gallo. Al mecerlo, se inició la erección y quedó convertido en un exuberante espolón sanguinolento.

«Ya soy varón», se dijo. Se puso de pie y escribió en su diario: «Desde hoy, me llamo Fernán».

Para esta transformación se acompañó de atuendos adecuados y un corte de pelo: ya era fea de mujer; de hombre resultó un horror. Por eso, cuando pretendió seducir a la Maldonada, ésta huyó despavorida.

La Maldonada pensó con furia: «Ya es bastante con sufrir el encierro, la escasez, la falta de comestibles o, en su defecto, comerse a los ajusticiados, a sapos y lagartijas, para tener que soportar el asedio de Fernán». Y decidió fugarse. Ella era rubia de ojos claros, una hermosa mujer de veinte años. Llevaba los cabellos anudados a la nuca con una descolorida cinta francesa. No podía imaginarse a sí misma bajo el desagradable cuerpo de ese monstruo ahora llamado Fernán.

Una noche salió del poblado llevando su atadito de ropas. Haber dejado España para internarse en aquellas tierras desconocidas era un extraño desatino. Se metió en el primer cubículo que encontró: una caverna recostada sobre la tierra. A la luz del lechoso amanecer vio que no estaba sola. Una puma trataba de parir tumbada en un rincón de la estancia. La ayudó en ese menester y extrajo dos cachorros pegajosos, cuyas bolsas eran limpiadas y tragadas por la madre. Allí estuvo la Maldonada un mes entero. La puma le traía algo de comer cuando venía a amamantar a sus hijos, pero los indios del lugar, descubriendo su escondite, la tomaron prisionera y la devolvieron al fuerte.

Fernán no cupo en sí de júbilo cuando se enteró del retorno de la Maldonada, pero no tuvo mucho de qué contentarse al saber que había sido condenada a morir atada al poste de extramuros. La Maldonada aceptó el castigo, ya que era mejor acabar a la intemperie que bajo la angustia del hambre y los acosos del hombre. En este caso, de un monstruo: Fernán.

Pero, ¡ay! en el preciso instante en que ella toma esta decisión aparece en medio de la noche la puma que con hábiles mordiscos y feroces garras desenreda y libera a la Maldonada. Nicolás del Techo escribe: «En castigo de su fuga temeraria y opuesta a los bandos, con inaudito ejemplo de severidad fue condenada a ser expuesta a las alimañas fuera de la fortaleza, y habría perecido si por la misericordia del Señor, la leona de la que había sido partera, acudiendo la primera no la defendiese contra los ataques de las fieras. Observose esto, y a fin de que los hombres no pareciesen más crueles que los tigres, fue absuelta. Maldonada, que así se llamaba ésta, vivió mucho tiempo y varia suerte». ¡Vaya la varia suerte! Sobre todo si tuvo que sufrir el asedio del Fernán por el resto de su vida.


 

ESCOBAR Y AYOLAS

No hubiera podido esperar otra cosa que la muerte. Ninguna espera nos atañe más íntimamente que la obscenidad de la muerte, esa entrega donde ya nada queda por esperar; su muro es el límite desde el cual no se retorna. Tampoco se va a ninguna parte.

La muerte pone en cada miembro de la expedición una máscara de pánico. La posibilidad de enfrentar la muerte de todos o la muerte de don Pedro. Sacudido por una sombra casi humana o una sombra que se ha desligado del cuerpo y le asombra cada noche, don Pedro permanece huraño, hosco y oscuro. Con una velada melancolía.

De esas nieblas emerge frente a Ayolas, ordenándole remontar el río e ir en busca de la ciudad dorada. El dedo de don Pedro quedó inmovilizado por varias horas señalando el rumbo de esa entrada. «Moso -le dijo- es tu gloria».

Ayolas abrió la boca como un pez que ha mordido un anzuelo y se retiró enseguida. Ahora él piensa: «¿Qué puedo concebir después de esta ordenanza? El sentido infinito, el momento que se excede a sí mismo. Voy expuesto a disfrazar mis propias ansias, el temor a perder el uso de la voz, la emisión de las palabras, la decisión del pensamiento. He llegado hasta aquí rumiando cada paso con pezuñas, cortes, puñaladas. Pero sobre todo con las palabras precisas para inventar la forma que despeje el sendero, aleje el obstáculo; formas que no se apiadan de ninguna persona. Un poco de imaginación, algo de tramoya, una cuota de intriga, cosas que no le vienen mal a nadie».

Escobar conoce este discurrir de Ayolas: lo ha escuchado varias veces. Lo lleva atado al corazón como un amuleto. Entre dos calles, junto a la iglesia que apenas emerge sobre el poblado, lo ve pasar. Ayolas lleva un rostro despejado, camina de perfil dando pie al orfebre que le hará la efigie o al tallador que con el mármol lo eternizará. Viste de negro, como cuentan que se usa en la corte de Borgoña, con muslera y tonelete. Las polainas de cuero le suben hasta las ingles.

En la plaza elige a su cuadrilla. Escobar es uno de los escogidos. A todos ellos la sensación les ha demudado la cara y portan una sonrisa de bestias. La alegría ha reemplazado al hastío.

Dice Escobar: «El calabrés enano me ha suplicado que lo adopte ya que ha sido fletado en la flota por pajero en el sitio de los remos, actividad que según él le destruirá las manos y ya no podrá fabricar naipes ni acariciarse licenciosamente. Ni tampoco oficiar de monaguillo. La orden es abandonarlo en cualquier ribera ante la mínima infracción. Amenazó con que iba a matarse, lo que está bien, puesto que no es nada. Lo admiro por esta determinación: yo soy incapaz de tanto arrojo». Esto de abandonar a la gente en la costa ha sido de uso de las marinerías, siempre. Era castigo secular de los desertores. Así se convirtieron en conocedores, lenguaraces; uno de ellos, de la tripulación de Solís, llamado Francisco Palmira del Puerto, se presentó diez años después a Caboto. Del Puerto, en su estadía indiana, se dedicaba a menesteres non sanctos con la población indígena. Quiso persistir en ellos con la gente de Caboto pero fue rechazado y amenazado con la Santa Inquisición. Impelido por una feroz venganza, incitó a los indios a tenderles una celada en la que fueron ultimados muchos españoles.

Ese lugar se recuerda hoy como puerto Palmira, en su nombre. Esto nos fue relatado por Gonzalo de Acosta, un portugués abandonado por Caboto en San Vicente, recogido posteriormente y llevado a España por Diego García, conocedor por lo tanto autorizado de aquellos pormenores narrados en medio del viaje. Incluso ha tenido tiempo de aprender el habla del Mbyasá. Ahora ha vuelto con nosotros como nauta y lengua. Seleccionado para ir al norte con Ayolas, fue detenido a último momento para cuidar a don Pedro.

A Gonzalo de Acosta, el enano le anticipó el futuro. Al tirar las cartas, le salió el nueve de oro, de fortuna variable pero duradera. Le nacería un hijo, Gregorio, a quien conocería recién años más tarde. En los naipes aparece el hijo escribiendo todo el día. Es más moralista que una ex-celestina. Y critica todo lo que ve. De las hojas que lleva barruntando le sale un auto sacramental. Es algo contra un poderoso señor. Pero los naipes tienen aquí un significado oscuro. El enano le vaticina que construirá un barco, en la imagen de colores cambiantes apenas se ve su nombre: Comuneros («no le habré puesto yo ese nombre», piensa Acosta). También aparece su muerte, a manos de los indios. «Qué raro -se dijo-. Si fui a España y luego muero en las Indias. Este enano debe ser un farsante». Sin contestarle, el enano dice: «harás nueve viajes en tu vida entre España y las Indias, o viceversa. Nueve viajes realizados con fortuna». Y señala con el dedo regordete el nueve de oro con estrellas.

«Ya hice tres», acota Gonzalo. El enano prosigue: «En uno de tus viajes, bajarás en una ciudad sobre este mismo río, al norte, con cuatro niñas. El pueblo sale a recibirte. Todos miran los trajes y las capas de las recién llegadas. Esto ocurre en tu séptimo viaje».

Después el enano enmudece. Acosta no especula más. Si es o no profecía, si es o no engaño.

Don Pedro ha nombrado a Domingo de Irala como segundo en la partida. Las malas lenguas, no los buenos lenguas como diría el paisano, insinúan que Ayolas paga así un servicio que le hiciera Domingo, quien, por otro lado, tiene a aquel entre ojo y ojo. Nadie puede con Domingo, pues su ímpetu anda tras algún cargo más subido, ya que la ambición no le deja dormir y hará cualquier enormidad para obtener satisfacción a sus afanes. «Toda altura tiene su cuesta y su costo. Ya veréis cómo se monta la escena. No hagáis caso de ideas ponzoñosas. Uno pregona la peregrina razón de ser razonable: este desbocado intento de llenarnos con diligencias de dinero, oros y oropeles. Y al mismo tiempo alcanza a preguntarse en qué cosas se puede creer, asegurado el potro que corre dentro de uno».

Aquí Escobar enmudeció. Caminó hacia los establos y se topó con Rodrigo de Cepeda y Ahumada.

-¿Vas al norte? -preguntó el moro.

-No me lo perdería por nada -contestó Rodrigo. Y agregó solícito-. Y me llevo a un lenguaraz y a las tres hembras que tengo trabajando. Fide sed vide -dijo, y se alejó con presteza.

«Ya me gustaría a mí también», pensó el moro, «la Teresa, su hermana, que en esos momentos acaba de fugarse al Monasterio de la Encarnación, extramuros de Ávila, tendrá que ganar una cantidad extraordinaria de indulgencias para salvar a este hermano suyo que ha encontrado el oro antes que el dorado». El oro y el moro, en este caso, moras de indias. Pero Escobar a nadie tiene que pueda rezar por él; ha debido enfrentar su vida solo, una vida llena de enredos y tráfagos; salvo las oraciones para San Eloy, patrono de los plateros, a quien pedía encontrar las minas lo más pronto posible. Recuerda dificultades y penurias en estudiar como es debido las debidas artes. Ha pasado cuatro años de aprendiz y dos de mancebo en un taller de Cataluña en su carácter de llibres de passanties para labrar y repujar la plata. Y ahora va camino a la mina del Rey Salomón, o al Dorado, o al Amazonas, sitio de donde mana el metal líquido surgiendo de la superficie en un regurgitar ininterrumpido que hace palidecer con su brillo el sol; este camino se hace por la terra rosca, un cúmulo fértil y enmarañado de árboles, animales, agua, aire y luces de amianto. Grandes pastizales se suceden en ese tornasol, en ese enjambre, ya pudiendo su natural follaje ser modelo de la más fina orfebrería.

 

EL AS

El enano hace la siguiente disquisición:

«Lo inaceptable es que no tengo ningún interés en expandirme hacia los otros, me completo en mis propias cosas y me abstengo de la más mínima comunicación en ese sentido. Soy todo mío. Incluso en sueños me sigo diciendo lo mismo y continúo incluso cuando hablo con los demás parroquianos o en misa por debajo de la casulla. No entiendo por qué sería una actitud infame ya que el precepto expresa: 'Ámate a ti mismo'. Pero como la gente es muy severa, a veces me escondo. (Figuraos: por cualquier nimiedad la iglesia te cocina). En Calabria no es así. Allá a todos los dejan muy tranquilos, tanto si se te arbola la bandera como si se te queda morrón. El as lo representa. Es una carta siempre dibujada con esmero porque tiene espacio para extender y dilatar con generosidad los lindes de la imaginación. Pero hacia adentro. Aunque favorezca el punto inicial todo se concentra en sí mismo. Es un naipe que es suerte y limbo cerrado. Es el principio de la economía: la más turbada de las prácticas».


 

RÍO ARRIBA

«En sitios no muy profundos» -narra el cronista- «el río parece un lago donde la otra costa se ve muy alejada y el espejo del agua, serenísimo, avanza contra nosotros. A veces tiene más de cuatrocientas toesas de ancho. En estos casos la tripulación va dando brazadas para contar las profundidades. El viento menos favorable es el del sur. Viento helado que penetra las carnes pero mata los mosquitos. A su vez, el descampado ayuda a tomar otros vientos sin que los remeros tengan que esforzarse en salvar la corriente. Sobre ambas márgenes se extiende un campo planísimo, un follaje como acostado sobre la tierra. En las arenas de las playas juegan tigres, pájaros, garzas estáticas de un pincelazo blanco suspendido en los esterales. Entre el pelambre vegetal se dejan enredados camalotes de penachos liláceos. Una quietud que nadie ha pisado desde que la tierra es tierra recorre el horizonte en todos sus puntos y, de pronto, no se percibe salida. Rodeado por esta vegetación el frente aparece cerrado y uno imagina llegar al final del mundo y despeñarse en el abismo».

«Aunque todos recuerdan a Caboto, y a los otros que llegaron hasta aquí, no nos atrevemos a pensar lo que se verá más adelante cuando avancemos, los primeros, hacia arriba».

«En otros sitios, el río se languidece dentro de un túnel de ramajes enormes que cierran el cielo; entonces no hay que preocuparse de la profundidad, ya que los riesgos de zabordar se reducen, pero sí por los vientos y la correntada que es más insidiosa. Con frecuencia se hace necesario bajar a la ribera y estirar los barcos a sangre mientras vuelan sobre nuestras cabezas de rama en rama monos de varias especies, pájaros y mariposas. A nuestros pies por la tierra reptan reptiles de ominosa figura, algunos con fauces respetables, o serpientes de agua inmensas, de diez pies».

Ayer mismo Ulrico ha cortado una sierpe todavía más larga, que portaba en su interior un bulto de gran tamaño. Resultó ser un cervatillo recién tragado (aunque Ulrico aseguró que se trataba de un zentauro adolescente) que fue vomitado por el tubo seccionado del animal como un feto, intacto todavía pero muerto, doblado sobre sí mismo, como asfixiado. «Se lo tragó entero», comentó Ulrico que al volver al bergantín se puso a dibujar al ser en cuestión. Por otro lado, en un esteral descubrió algo flotante, como descomunales hojas redondas y anotó:

«Die runden, am Rande aufgebogenen Blätter schwimmer auf dem Wasser, erreichen 2 m 0 und Können einen Erwaschsenem tragen (el resto es un borrón totalmente inentendible)».

Úrsula, la india de Rodrigo, se asomó a la baranda y preguntó a Ulrico sobre sus dibujitos en el cuaderno. Ulrico, a pesar de sus adelantos en el idioma de los naturales, no le contestó. La miró con expresión muy disgustada y recordó el día en que Rodrigo la bautizó como Úrsula. «No puede ser», dijo, «dar nombre de una mujer real a una india de uso». Escribió en su cuaderno así: «Ursula, Märrtyrerin. Der Engel erscheint del hl. Ursula, Altartafel von einem Kölner Meiser, um 1500» (hay un boceto de una mujer recostada sobre una cama en profunda perspectiva entre dos cortinajes y, al lado, un ángel con las alas extendidas). Luego concluye: «Aquí una mujer cuesta una camisa» (que es lo que se pone uno para ir a la cama, y según las veleidades lexicográficas de San Jerónimo en su escrito del Siglo IV deriva de una palabra celta).


 

DESCRIPCIÓN DE ULRICO

«Este río llamado Paraboe», dice Ulrico, «se parece al laberinto de Salomón; nos lleva a la ciudad resplandeciente, y es antesala de la muerte. Más de cien hombres han muerto en esta parte del viaje, dibujado por el cauce que llega, regresa, gira de pronto al poniente, se despliega luego al norte, que es su rumbo, para volver al sur tal cual una víbora licuada. Hemos perdido un bergantín y la gente camina a la zaga, más bien se arrastra por la ribera: algunas veces trepa, y otras, se desliza por el líquido elemento que le llega hasta la cintura».

«Laberinto de vericuetos juegan los remos sobre el pelo del agua ante la calma chicha que hace desinflar las velas. Como en la estancia en el fuerte del Buen Ayre, cada cual espera la muerte del otro para hacerse con su ración, las vituallas, sus cosas».

«En cualquier instante aparecían los agaces, dueños del río, lanzando una lluvia de flechas, y desaparecían como vinieron, en un abrir y cerrar de ojos, dejando un tendal de heridos y muertos. Hemos fabricado con ropas y cuero de venado simulacros en los puentes, a fin de despistarlos. Guiados por Jerónimo Romero, el náufrago encontrado por Ayolas, venimos subiendo como si no tuviéramos prisa, a desgano, a gatas o a gotas».

«En los temporales, siguen hablando los demonios. La calma es su silencio. Por los aires, volátiles que uno mira desaparecer entre los montes con la pena que da el hambre. A veces encontramos reunión de indios que tiene pescado, carne y Pochbhanlen (cuernitos de morueco) o pan de San Juan. (El cronista se pregunta si no dirá 'cuernitos de Marruecos'). También vino sacan de esta planta. Después, lo que los antillanos llaman maíz o trigo turco; y Mandeod (aquí borra esta palabra y escribe 'mandock ade')».

«Días y días nos lleva avanzar despaciosamente con esa lentitud de la corriente que nos resiste, aunque ayudados de sirgas y remos. Parece que nos quisieran detener en la entrada al corazón mismo de la tierra. Cerrando la puerta de la ciudad dorada; llaveándonos en este largo camino fluvial, enredado en su laberinto interminable, de cámaras idénticas cual palacio de Amenemes III o el dédalo del Minotauro de Creta, tal como lo recordara Escobar el morisco, que conoce de arte, de cabalística, de mitología griega, viajero incansable, fabricador de objetos de platería, inventor de palabras y mentiras; es decir, un soñador».


 

DOMINGO FRENTE A CANDELARIA

«¿Quién habla aquí? ¿Quién está dentro de mí? ¿Quién me conduce hasta el abismo que soy yo mismo?».

«Porque me puedo desdecir sin haberme oído, no puedo imaginarme más allá de mi alma, quiero borrar mi vida en el pasado, que desaparezca de mi memoria, que sea apenas un pequeño fulgor, algo transido, que escasamente se nombra. He olvidado ya el deseo de escribir que nació en mi casa, a través del oficio de mi padre. Escribir libros con hermosas cantoneras, broches y guarniciones de cobre. He olvidado cómo se acaricia el pergamino, la piel de cabra, de becerro tierno, de cordero. O preparar con vino, agallas de roble, acije, goma arábiga y huevo, las tintas. Almacenar cañones, bermellón, grasa, reglas, pautas, plomo, punzones y tijeras, presillas y redomitas. ¡Oh, por Dios! Un santuario miserablemente abandonado sin poder encontrar sucedáneos en este otro mundo. Ahora sólo quiero ser yo y mi ambición, es decir, yo y mis apetitos. La forma de ser yo en contra de los demás. Y asentar, con mi hermosa letra, la rúbrica de todos mis nuevos deseos. Deseos que yo habitualmente descontrolo y utilizo en el lecho con las mujeres del país. A cada noche, una. Y así no hay ninguna. (Me paso de la Alhama a Úrsula, las dos que me dejó Rodrigo al irse con Ayolas, aunque no son las únicas). Estoy obedeciendo a una inexorable necesidad, a un ardor sin sosiego: a una forma de la pasión. Porque si no encontramos salida, qué trabajo supletorio haremos, a nosotros que trabajar nos rebaja. ¿Dónde está el enigma? No voy a establecer la racionalidad del hecho. Sólo nombraré la acción que nos remite a cabalgar la noche, descubriéndonos bajo su ancha veladura, alargando los dedos hasta tocar el aterido muslo, el temblor que parece dudar, el deseo que intenta contemplarse. ¿O es que nadie ha sido recuperado después de navegar sobre estos cuerpos de niñas relucientes, como doradas frutas, al borde del amanecer cuando los primeros rayos anuncian la partida de esas brumas opacas, pesadas, blanquecinas, que empañan la claridad del alba y enmohecen las manos con un sudor rancio de semen?».

«Todos queremos librarnos de algo, de nuestras pasadas penurias, y de algún modo, de nosotros mismos. El otro día Brisanos se puso a cortar unos tablones completamente en cueros, teniendo sus vergüenzas afuera. Le pedí que se cubriera y me respondió: 'Así, desnudo habían visto a Dios, puesto que el vestido es invento de los hombres', y agregó que 'sus vergüenzas eran también Dios'».

«Y, al mismo tiempo, quizá sea ésta la forma de sostener la certitud de nuestra existencia. Sin ser diluido en medio de esta tierra cerrada. Como en la prueba del agua de los inquisidores, te introducen en una pileta llena del líquido no sé cuantas horas. Si sobrevives al cabo de ese tiempo, te perdonan, y te matan con la bendición de la Iglesia. Si te ahogas, te condenan por toda la eternidad. Algo semejante nos está ocurriendo en este singular viaje, lleno de calamidades sin cuento ni cuentas».

«Porque (y esto hay que decirlo) yo quedé al mando de uno de los tres bergantines comandados por Ayolas. Uno fue destruido por la carcoma y se hundió en el río, lo que nos forzó a enviar un tropel por la costa. Avanzamos remando día y noche. Bajo cielos de infiernos, nocturnos de aullidos en lo oscuro, de lejanos truenos, de relámpagos».

«Porque ahora debo pasar a la cuestión principal. Éste es el ahora, el ahora a que he sido destinado. Ayolas me ordenó que lo esperase aquí en este puerto. Mucho he cavilado en eso. Me ha dejado la hija del cacique Marantía, o Tamatía (aquí los cronistas no se ponen de acuerdo) que le había servido en la cama todo este tiempo; porque a él le gusta compartir la mujer con otros y ella es dulce como una tristeza vaga. Tal cual la disposición de Ayolas, yo acometí el recado: que por ser su mujer, la debo querer mucho, y como expresa la ordenanza, se lo dais por amor. Y se lo di. Lo primero que dispuse fue pasar la india a mi bergantín y meterla en mi cámara y en mi cama. Todo el día. Se acurrucaba en un sector bajo las cobijas, con los ojos fijos en el mapamundi de Hierónimus Marini; alargaba un dedito, cetrino, sobre las lineas del dibujo que definía las tierras orientadas al sur a la manera árabe (así después lo hará Torres García creyéndose muy novedoso). Sólo dejaba el mapa en cuanto yo la urgía con la lanza en ristre y la penetraba por atrás como a un niño. Ella era ardiente y solícita. No dejaba de tocarme. El mismo dedo pasaba del mapa a la meca rodeando con suavidad mis tetillas, bajando al ombligo y luego descendiendo por los bordes como si me dibujara en la piel nuevos continentes o un tatuaje visible sólo para ella. Cuando llegaba al centro del abismo donde se yergue la víbora de fuego, lanzaba unos pequeños gemidos y en una voz casi inaudible emitía los sonidos blandos que en su lengua expresaban una enorme dulzura. He ido con ella al norte, al sur. Hacia los grandes matos, o hacia los grandes ríos. Pero un día huyó, dijo que volvía con los suyos. Harta de mí, o de esperar a Ayolas en vano; mas no debo quejarme ni permitirme extrañarla. Ahora ya estoy en el centro de la cuestión principal, la que eludo confesar. Algunos me acusan de bajar a Tapu'á, por ser el puerto de la jodienda. Lo que es una torpeza, porque joder se  puede en cualquier parte. Con un poco de paciencia y de inventada astucia, voy a relatar el hecho que vi perfectamente reflejado en esa laguna como en un espejo de plata».


 

EL DOS DE ORO

¿Puede decirse que Domingo de Irala y la mujer de Ayolas, hija de Marantía, conforman esta cifra? ¿Es posible preguntarse por esta compulsión que lleva al capitán a andar a la intemperie, en las madrugadas semibrumosas, de lecho en hecho? De arriba-abajo, las indias lo esperan en las márgenes del río, ya dispuestas, a veces en canoas en medio de la correntada. Las elige de talla pequeña, por lo del Arcipreste, según recitan en España: «Del mal, tomar lo menos». Lo menos, pero en este caso, en cantidad. Para estos menesteres, Francisco Brisanos, vecino de Sahagún, preparó a indicación de Irala una zabra de medio mástil, sin velas, algo más cómoda que las otras, asemejada a un batel. Donde entran solamente los dos. El mínimo de los múltiplos. Por eso en los naipes, la aparición de un dos de oro representa la casa de los recién casados en nupcias sin copete. O tal vez deba decirse: en coitos de copete. Aunque el oro es mi preferido para las alhajas y el jarro, entiendo que nunca puede estar solo, necesita para su rigidez del otro. Por eso son dos. Completan una unidad dividida, es decir, redondean una dualidad. La mezcla es por eso necesaria, esencialmente útil. Es la imagen del amor donde generalmente no se está solo. A veces es símbolo de la soledad, su contrario, porque ésta es más grande y más pesada cuando estamos acompañados por alguien que nos aturde con su presencia4.

Cuando imprimo esta carta esparzo polvo de oro sobre goma arábiga y aquel va soltando su dorado mientras se gasta en el juego, se pega en los dedos que brillan en la oscuridad de la noche. Palpitan las yemas de los dedos como a las de mariposas chinas. (Estas anotaciones son del enano, asaltado últimamente por el anhelo de ser escritor).


 

HABLA SALAZAR

«Llegamos ayer treinta leguas encima de la Candelaria y allí encontramos a Domingo de Irala en tren de calafatear los barcos. Fue un encuentro festejado con artillería, arcabuces y salvas que ocasionaron la huida de los naturales. Gonzalo de Mendoza trajo consigo bastimentos, y así ayudamos a la gente de Irala que, casi muerta de hambre, al subir a nuestros bergantines se abalanzó a cubierta y no dio tiempo de preparar nada. Había sobrevivido con seis onzas de bizcocho, comiendo hierbas, raíces, cardos, culebras, lagartos y ratones. Sólo Domingo, la india de Ayolas y las de Rodrigo vivían de alto coturno, con provisiones propias de los capitanes, ahora que Domingo era lugarteniente de Ayolas».

«El enano calabrés me ha presentado toda clase de denuncias intuyendo que pertenezco al contra-bando. Se me ha acercado en cuanto me vio solo. De tanto ponerse al sol se ha oscurecido casi como un indio. Me ofrece un juego de baraja que fabricó mientras estaba ocioso, también un par de loros y unas sabandijas. Puso los naipes sobre una mesa de barco y me echó la suerte. Había aprendido de los gitanos esta habilidad. El calabrés reducido cuenta cómo don Pedro lo incluyó dentro del botín de Roma y que fue destinado primero a Carlos V pero al realizarse el alarde se presentó inmediatamente. Y se sintió bien reclutado entre tantos caballeros. Se embarcó en mi galeón acompañando al fray Juan que, según parece, se metió al dessertum».

«El enano me mira. Golosamente, con sus manitas regordetas de niño, las mismas con las cuales (según las malas lenguas)  se masturba cinco veces al día, me hace gestos. De pronto dice señalando con el dedo uno de los naipes: 'Es el nueve de varas, éxito, tarea concluida. Veo un fuerte, un rancherío, abajo, fundado por vos. Un pueblo de quinientos hombres y quinientas mil turbaciones, un lugar que en mentándolo, en España, escupen. Allí os iniciaréis en la manía de escribidor de cartas. Serás hombre de pluma', agrega. En un nublamiento, me veo a mí mismo, a través de las cartas, diciendo: Partan hermanablemente entre sí, los libros de Romance y de mano de lectura que yo tengo escrito. Observo minuciosamente al enano ¿A quién digo esto? Al mismo tiempo, me veo escondiendo subrepticiamente los versos que me dedicara el rey de Portugal, a quien conocí cuando yo era criado del duque de Braganza. Este enano cree ver algo que nadie ve. Me pregunta: ¿Por qué ponéis la vida y el amor en los papeles? Es mejor que ciertas cosas no se lean, que ciertas cartas se quemen. Como si hubiera descifrado el contenido de los versos. ¿Fue el Destino o ese maldito enano quien finalmente me obligó a escribir? No lo sé. Pero fue en el día del encuentro -o desencuentro- con Irala que me inicié en la escritura. Puse en el acápite: 'La Candelaria, veintitrés de junio de mil quinientos treinta y siete'. Este bienandar con Irala no durará mucho. Hay un naipe que se apaga y asume el rostro enemigo».


 

EL CRONISTA RECUERDA

Ese mismo día en altamar se oyó una voz tremenda. Don Pedro de Mendoza, atado a su camastro, emitía en un último estertor una voz moribunda. Era una voz repetida, insistente. Por el aire se presentía el fantasma de Osorio. «Necesitábamos una víctima», gritaba, «era la forma de exorcizar el miedo. Necesitábamos una víctima». Pero la verdadera razón se le escapaba.

Alguien habló: «Ya oí suficiente» (era una contestación inaudible). «Váyase», dijo el otro, «váyase».

Acosta había sacado un vaso de faltriquera y lo acercó a los labios blanquecinos del agonizante: labios partidos de sediento, con pequeños hilos de sangre. Estaba asistido por Hernando de Zamora y Pedro Gómez, cirujano de Su Majestad, médicos que habían decidido regresar con don Pedro para escapar al horror y la hambruna.

Un clérigo y María oraban en una esquina del camarote. Habían zarpado del puerto del Buen Ayre para España hacía, o así lo sufrían, un siglo, ante la situación de deterioro en que se encontraba la salud de don Pedro. Antes de la partida se puso a escribir su testamento: pedía a gritos que le reservaran un poco de oro y plata, una perla, alguna joya. Urgía a su criado Ayolas (a quien delegó el cargo mayor) que le enviara algo extraído de la sierra del Plata para no morir de hambre en España, ya que ahora no poseía nada; todo lo robado en Roma lo gastó en la escuadra. (Otro cronista, sin embargo, absuelve a don Pedro de esta miserable imputación: la del latrocinio inmisericorde de la Ciudad Santa).

«Váyase», repetía como si su voz empujara una sombra hecha de humo, de nubarrones oscuros, de plumones ennegrecidos.

Estaba la embarcación a la altura de las Islas Azores y ya no quedaba nada de comer. Esa mañana el capitán ordenó matar una perra preñada, lo que tranquilizó el hambre de todos momentáneamente.

Pero hace dos meses, aquí, en este mismo camarote anclado en el Puerto del Buen Ayre, don Pedro pasó mirándose largamente en un espejo enmarcado en cordobán dorado, sus siete llagas, las de su cabeza, las de su pierna y las de su mano que no le dejaba firmar. El barco se ve allí presto: en el puerto, gajes de la partida. En la cámara, a la entrada adorna el borde superior de la puerta un aldabón levantino, que al llamar padece un sonido de alto tono. En el suelo, una alfombra de Cuenca en donde está dibujado su escudo familiar. Lleva la inscripción Ave Maria Gratia Plena. Al lado izquierdo, una jarra de Recuenco que María retiraba cada vez que se dirigía a su camarote. En el Buen Ayre agregaron al cuarto una red de dormir, al uso de los naturales, para el que lo velaba. Generalmente era Gonzalo de Acosta, con quien hablaba en sus ratos de agudez, luchando con sus recuerdos, buscando una hebra luminosa. En uno de esos días, don Pedro preguntó por Domingo:

-¿Dónde está? Era mi secretario. Tenía una gracia en su escritura. Casi no puedo precisar su rostro.

-Fue con Ayolas al norte. No debe, su señoría, apenarse, era un hombre de poca calidad, consistencia e importancia.

-Sí -farfulla don Pedro-. Pero su letra no. Y tampoco sus peines refinados.

-Aicheyaranga -se conmisera Acosta-. Ese oscuro vizcaíno no es el mismo que el que hace peines para la barba.

Pero no trata de sacar a don Pedro de su confusión. Lo observa cuidadosamente.

Había en Mendoza una gran tranquilidad sólo trastornada por las presencias inmunes (así las llamaba). Hasta había perdido la mirada de ebrio o de animal enjaulado. Puso cada cosa perfectamente en claro, como si de pronto recobrara su lucidez. Nombró a Ayolas lugarteniente de la expedición y pidió que siempre se deje casa en Paraguay. Para terminar, devolvió un esclavo a Pérez de Morán y otro a Ribera, escribiendo: «Yo doy mis esclavos, no los compro». Reputado generalmente bien desabrido y escaso, hoy poseía un aura de grandeza. Cuando terminó de escribir entregó los papeles y ordenó soltar amarras, levar anclas y zarpar. En la mesana levantaron una bandera a media asta y subieron las velas. La falúa con el escribano que portaba el testamento se arrastró lentamente, con remo cansino, un poco triste, hacia la orilla. El bergantín tomó aire y, algo escorado, fue moviéndose hacia el mar. El 22 de abril, una mañana de otoño grisáceo, partió don Pedro del fuerte del Buen Ayre.

Esto ocurrió hace dos meses. Hoy, el mismo día del encuentro entre Domingo de Irala y Salazar sobre el río, Mendoza muere en alta mar. Sus últimas palabras fueron: «Lo siento mucho, Osorio». Nada más. Después calló. Quedó con la boca abierta,  semejante a un pozo del cual se extraen las arañas, tal cual en los juegos que hacen los niños, o se rescatan las palabras que no tuvieron tiempo de ser pronunciadas. El contramaestre dijo que le acometió un furor al comer la carne de perra preñada por lo que murió miserablemente.

Envuelto el cuerpo y su espada ricamente labrada con una manta árabe, fue arrojado al océano. El clérigo leyó una larga letanía mientras el mar lo sepultaba. El agua disponía de gotas que más eran perlas de acero sobre el viento. María Dávila, alejada cual una sombra, en el fondo. En su diario, Acosta anotó:

«Hoy, veintitrés de junio de mil quinientos treinta y siete, don Pedro de Mendoza, Adelantado del Río de la Plata, omanó. ¡Buen viaje!».


 

LA HUIDA

Rodrigo de Cepeda llega a un poblado bajo el impío sol, instalado más arriba del Trópico de Capricornio, en medio de un campo desértico, lleno de tierra gris, seca, llena de polvo, como después de un derrumbe.

En cuanto Ayolas se aprestó a volver sobre sus pasos para reencontrarse con Domingo en la Candelaria, Rodrigo supo que su destino era otro. Una canción en ladino se le cruzó en la mollera, una canción de cuna. Como si naciera de nuevo. No iba a regresar, aunque por ahora no era volver a España ni a la Inquisición ni a la persecución de doña Isabel que ya estaba muerta. Era todo eso, y también lo de retornar al lugar de la peste que te penetra por los poros: sitios de crueldad y barbarie. Retroceder aunque más no fuera unos pasos le resultaba intolerable. Había hecho lo indecible para llegar a las Indias, se metió en mil pendencias, y hasta pretendió jugar con su propia historia. Pero volver, no. Aunque tuviera que morir en Chile (tal fue lo sucedido en 1557, diez años después de haberse encontrado con sus cinco hermanos en Añaquito, huidos  de Ávila ante la situación creada por don Alonso, su padre, que había dilapidado la fortuna familiar).

Pero en esta aventura Rodrigo no estaba solo, vino acompañado del fraile Juan. Han dejado de hablar y avanzaron cautelosamente. El fraile no cesó de masticar las vainas de algarrobo que cogiera por el camino y empezó a mostrar signos de borrachera como si de vino se tratara lo extraído en ellas. Rodrigo por su lado añoraba a Rocinante, que cambió por las indias. Las que dejó con Domingo de Irala, haciendo un mal negocio. Ahora el caballo le sería útil. En el silencio se agrandaban los ruidos que emergían de entre los arbustos. Un verde mugriento, sucio de tiza, de palos secos, nos rodeaba.

-Bueno, ¿qué es lo que haremos? -dijo el fraile sentándose al borde de una piedra-, ¿entrar al poblado o seguir de largo? -empujó una lagartija dormida con el pie. Luego miró a Rodrigo cara a cara-. ¿Qué te sucede?

-Pues nada, no me sucede nada -contestó Rodrigo.

-Pero, ¿qué vamos a hacer? Tú fuiste el de la idea de huir. Yo no.

-Será bueno echar un vistazo -dijo Rodrigo.

El fraile lo sigue mirando con una insistencia casi sagrada. Piensa: «¿Qué diablos te pasa? Todo el viaje te pasaste hablando del motivo final de esta expedición. Que no debíamos volver como propuso Ayolas. Que era retroceder, pisando nuestros mismos pasos. Si habíamos llegado hasta aquí era nuestro deber continuar».

En un claro alguien se movía tiznándose el cuerpo de negro. Otro se embadurnaba las manos con cenizas y las estampaba sobre el cuerpo desnudo del primer hombre.

-Cállate -ordenó Rodrigo.

El fraile se levantó con mucho cuidado de no pisar las ramas secas y se acercó hasta quedar al lado de Rodrigo.

-¿Qué es eso? -murmuró.

Nada podía ya asombrarlo. Todo había sido integrado a ese modo de vagancia o de aventura; cuando Ayolas determinó construir un fuerte entre los Chané  para dejar a los que estaban enfermos de hidropesía, el fraile propuso quedarse con éstos; ya que era hombre de Dios. Ignoraba que unos días después de partido Ayolas hacia el río para su cita con Domingo de Irala, él caería bajo las redes demoníacas de Rodrigo.

-No he comido -se quejó fray Juan, masticando las vainas y escupiéndolas luego de convertirlas en una especie de pasta blanquecina-, pero no tengo hambre. No he comido en dos días. Nada salvo esto -contempló la espalda negra del zamuco y las huellas de las manos claras de cenizas o de limo blanco impresas sobre la piel-. Esta gente, ¿no tendrá algo de comer?

-¿El qué? -dijo Rodrigo.

Miró al fraile por encima del hombro, mientras lo escudriñaba pensó: «qué poca cosa este hombre, primero traiciona a su gente abandonándola, traiciona a su capitán, lo seduzco para que me acompañe con el cuento que estando tan cerca del oro no podíamos volvernos atrás. Y ahora se preocupa sólo de su estómago».

Miró luego la extraña escena que se divisaba más allá del claro de la maleza. En el espacio delimitado por cardos, espinos y aromitas, en las encendidas pequeñas bolitas amarillas que estaban dispersas sobre el suelo, el sol desparramó su brillo. Tomó la mano del fraile y por la senda arcillosa, y después por el polvo, lo condujo velozmente hacia una salida del bosquecito. No era una huida. El fraile parecía sonámbulo. Al final se derrumbó en una picada que más parecía un canal de caudales inexistentes.

-Por el amor de Dios, tienes que dominarte -imploró Rodrigo.

Se acostó a su lado. Desde allí, con sigilo, ambos vieron en otro pequeño espacio apartado de la maraña espinosa a unos indios ataviados con una jerga, máscaras emplumadas, cubiertas las cabezas con unos alfileres de plumas de garza, de loros, de avestruces. Danzaban en dos grupos con misteriosos movimientos y un sonido gutural que provenía de cualquier parte. Desde donde estaban hasta el lugar de la acción habría unas cinco toesas de largo.

Rodrigo levantose tomando fuertemente del brazo al fraile. Volvieron a una senda arenosa poblada de alimañas. No quería huir. Tenía la convicción de avanzar hacia la ciudad resplandeciente y buscó la dirección adecuada. El fraile miraba hacia adelante con los ojos vidriosos, sintiendo cómo un hilo licuado bajaba por la sotana tibiamente dejando sobre el sendero una hebra de tierra mojada.

-Estoy sangrando -dijo el fraile.

-No, ¡carajo! -contestó Rodrigo-, es sólo que te has meado.


 

EL CRONISTA ESCRIBE

En la espera hacia lo ignoto, es decir más bien impregnado de vacilante abandono, atados a la cintura de un río, veíamos pasar días, soles refulgentes, noches de infinitas estrellas, murmullos jadeantes en medio de la luna que discernía su fanal silencioso sobre los cuerpos dormidos o vigilantes. Ayolas había ordenado a Domingo esperar en este puerto que inmediatamente se llamó «La Candelaria», Virgen de la Luz, la que espera. Nosotros no esperamos mucho tiempo. En un movimiento de zig-zag, de pronto subíamos o bajábamos por ese mar de agua, iluminados por los eternos faroles. A por víveres, o para calafatear los barcos atacados por la carcoma.

Al salir hacia el Norte, habíamos traído dos bergantines y una carabela. La nao capitana iba con Ayolas. La otra, con Pedro de Guevara; la tercera, con Domingo de Irala. Ahora Ayolas ha entrado a la tierra en busca de la ciudad dorada. Desde el pueblo de Carios se puso a buscar el sitio de la entrada, preguntando a lenguas y gente que acompañó en las viejas incursiones. Abastecidos de innumerables consejos, recomendaciones y advertencias, llegamos aquí a la Candelaria. Ayolas partió hacia el oro, nosotros, con el destino atado a este puerto y la orden de esperar su vuelta. Quedamos con dos barcos al mando de Domingo. El tercero lo habíamos perdido hace rato, incluso antes de llegar al sitio de los Guarambaré, muchas leguas abajo, donde batallamos contra los Carios y nuestros arcabuces iniciaron una matanza que los dejó mudos. A los vivos y a los muertos. Ya que los indios veían caer sin vida a su gente sólo con un agujerito en el cuerpo. No podían creer en semejante suceso.

Desesperados, entregaron a Ayolas seis niñas, siete venados y otros bastimentos que no recuerdo. A nosotros, dos mujeres por cabeza. Irala se mostró incrédulo con su fortuna. Me ha dicho que las niñas procedían ardientemente en la cama y no contento con las suyas, se arrastraba por la noche cual un yacaré para acostarse con las indias de su vecino.

(Ulrico se ha negado a escribir todo eso porque dice que no es su manera. Puso en su texto, sin embargo, que las indias «eran hermosas a su modo, y sabían pecar en lo oscuro». También ha escrito que los indios no tienen «compasión con ningún ser humano». Bueno, nosotros tampoco).


 

ESCOBAR EL MORO RECUERDA UNA NOCHE EN TIERRA DE CARIOS, EN EL SITIO DE LOS GUARAMBARÉ

Llegamos allí a media tarde. Entramos por una aguada muy estrecha y un farallón rojo, bajo una hilera de árboles oscuros. A la izquierda, una sucesión de palmas sobre la tierra sobada, sin hierbas, en la que se veía de cuando en cuando un palo con un cráneo humano: era una empalizada. Alrededor del palenque se hallaba el foso, bien oculto por hojas secas. Dentro del recinto, grandes chozas con una boca en forma de caverna de aspecto equívoco y escasa altura, por la que se penetraba agachándose. En su interior ennegrecido de humo y olores habitan unas mujeres viejísimas, arrugadas como tortugas, de piel cenicienta pero cuyos ojos tersos, luminosos cual bolitas de vidrio veneciano, te persiguen sin comprenderte, en constante acoso. Miradas de basilisco, pienso.

Hacia el fondo del paisaje, más allá de una plantación de trigo turco, cae el barranco. Allí los indios están preparando unas estacas sobre pedazos de leña que una mujer enciende colocando cada rama sobre otra, hasta que se carbonizan.

De una de las chozas, como por arte de magia, emerge una joven llevando de la mano a un indio desnudo al que han depilado completamente. Los dos se detienen delante de un grupo. Un miembro de la tribu porta un palo gigantesco adornado de plumas. Domingo se ha detenido a mi lado y los dos contemplamos la escena.

En la mugrienta extensión del suelo que había delante del grupo, el indio inicia una suerte de marcha, emitiendo sonidos extraños: una voz rítmica, que se repite apenas concluye.

El reflejo de la luz comienza a declinar y ahora es el fuego en el lugar de las estacas el que ilumina todo. Allí se ha reunido la multitud. Algunas mujeres gimen y arañan la tierra muy agitadas.

Domingo se adormiló. Lo zarandeé justo cuando el indio del palo atosigó al hombre depilado, con un feroz golpe en la nuca. Mi empujón lo despabiló. Abajo volvieron con el mazo sobre el hombre desnudo: el indio cayó al suelo. La mujer más vieja del grupo se acercó a la fogata y tomó un tizón. Se cercioró que el hombre estuviera muerto, le separó las piernas e introdujo en el culo el carbón encendido, con un gesto rápido, eficiente, sin crueldad. Luego comenzaron a cortarlo. La sangre silenciosa corrió sobre los brazos del trozador. Otras mujeres se encargaron de poner los pedazos sobre la parrilla. Un niño gemía desesperadamente, amarrado a la espalda de su madre. Del corrillo salió un hombre que se internó apresuradamente en la espesura. Alguien escupió en el fuego algo que mascaba. Había un fuerte olor a orín y a ceniza húmeda.

«Tu sueño pasa a mi sueño», dijo Domingo a Escobar, «no sé si esto es fruto de tu imaginación pero será mejor que nos vayamos a dormir. Mañana partiremos río arriba». (Escobar no se movió. Había visto escenas parecidas en el Puerto del Buen Ayre. Asistió a la muerte de Osorio y a la de cientos de sus paisanos. Todo eso no lo amedrentaba. De niño había gozado, en la plaza de su pueblo, con el olor a chamusquina de una mujer condenada por la Santa Inquisición. Su mirada se había adecuado a la indiferencia. Sólo quiso saber cuándo toda esta historia se vería libre de sus miserias. Se lo preguntó a Domingo. Éste contestó: «Dentro de mil años», más para terciar la situación y concluirla que para cargar con una tan siniestra profecía. «Como si en nuestros reinos no se cocieran habas», pensó).

Más tarde, los salvajes retiraron las carnes asadas e iniciaron el banquete. Un oscuro silencio extendía sus alas sobre toda la concurrencia. Un silencio de plomo derretido, con la consistencia de una melaza gris.

 

 

EL CUATRO DE BASTOS

(DE LOS ESCRITOS DEL ENANO)

Ahora la fuerza bruta. Ya no es la inteligencia que inventa el señuelo, ni la dualidad del oro, ni la particularidad del uno. Ahora son cuatro mazos que caerán sobre tu cabeza, destriparán tu corazón, harán trizas tu botellón florentino. Porque en Calabria no hay nada parecido a un botellón florentino. Mi madre tenía uno sobre el esquinero, roto con una porra por el majadero de la esquina. Nunca se repuso de esa pérdida y hasta el día que don Pedro me señaló con el dedo para ir a España, después de participar del saqueo de Roma, yo no pude olvidar que con estos impíos mazos, como los de este naipe, se perpetró ese abominable acto de mi admirable señor. De todas maneras, cuatro mazos son cuatro mazos y en una baraja, ese rectángulo de cartón dibujado se muestra poco amenazador y bastante insignificante. Pero se lee allí siempre el nacimiento de nuevas dificultades. Que son las que yo tuve en mi empleo de bufón de Carlos V. Y escapé de allí para entrar en el asador.


LA CULPA

Un grupo desciende a la tarde con palas y el tubo de vidrio que contiene un papel portador del mensaje a Ayolas. Un texto de aviso, de ubicación, de coordenadas. La letra tiene un trazo perfecto. Una cruz de maderos toscos se planta, luego, cerca de la orilla, sobre un promontorio. Domingo escribe en el lugar del INRI: «Al pie, cartas». Acabada la faena, se retiran hacia el bergantín. Sólo queda Salazar. Pide que le dejen un bajel amarrado a una estaca. Los mira retirarse lentamente. Las barcas se desplazan sobre la piel del agua y los remos golpean con chasquidos de sequedad acuosa, casi aplastando las paletas; la superficie se rompe en pedazos. La noche acude. Salazar se abandona en un sitio inundado, en un instante, de sombras.

Era una costa que prolongaba el espejo, que se metía por entre los troncos de los árboles: una brumosa luna, al posarse sobre el tumulto de la obscuridad, deposita su huevo luminoso sobre el agua. Los animales duermen, pero de tanto en tanto se deja oír un largo y monótono cántico que serpentea en la selva y despierta a las hojas, como si pasara el viento de la noche. Sobre el sosegado cuerpo del hombre que descansa a la vera del río, vuela un montón de insectos amarillos, en ronda continua, haciendo una corona que gira y resplandece suspendida en el espacio. Lejos, un sordo toque repetido sobre el tambor de la tierra da golpes secos con un ardor de matraca de calvario. Sobre el inmenso volumen líquido del Paraguay, un negro camalote desliza su ramo de hojas, flores y víboras. Navega hacia el sur, en esa correntada intensa de barro entreverado de luces. Cuando roza una piedra, su caudal se hace a un lado, tiene un pequeño ruido de sorbos y gotas al deslizarse; un gorgórico despliegue acuático. Después es el mismo espejo que se mete entre los troncos de los árboles, en el brillo que repite la imagen hacia abajo, que al pasar la brisa nocturna, estremece la superficie con pequeñas ondas, expandidas hacia las orillas con la impresión de haberse arrojado un guijarro.

Juan de Salazar, antes de partir hacia el sitio de los Guarambaré, abismado en un maremágnum de recuerdos medita sobre un verso que escribiera Luis Miranda de Villafaña:

 

 

 

«Salazar, por cuya mano

   
 

tanto mal nos sucedió...».

   
 
 

Se mira las manos. Son las manos que mataron a Osorio. El lento navegar de los camalotes sobre la mancha de azogue de la luna y el llanto monótono que delata al ave en la profundidad de la maraña lo sume en un errático sueño. Se le caen los párpados.


 

DOMINGO RUMIANDO DENTRO DE SÍ

«Mi destino», había estado rumiando. «Mi destino, sujeto a la alquimia del devenir, tiene para mí algo que ver con la muerte. La muerte de aquel otro, el Osorio apuñalado que abandonamos en aquella Bahía de Guanabara. Este destino está fabricado a partir de esa muerte, fluye desde allí hasta este puerto de La Candelaria», se dijo Domingo. «Allí está esa trama del olvido», siguió. «Porque el olvido es la forma de devolver al recuerdo su memoria. La otra manera del escamoteo, de lo oculto, de lo guardado en edades, capas, eras, sedimentos. De eso que está construido el tiempo: de retazos de sueños o naufragios. Uno navega sobre las aguas turbulentas del pasado, uno inicia viajes por debajo del océano, entre las madreperlas, los arrecifes, las vegetaciones coralinas, los bancos de peces dorados. Algo sobresale de la superficie del agua, un mástil al que todos nos aferramos para salir a flote. ¿Qué es esta mayor angustia? ¿Qué fue abandonar mi progenitura y legar todos mis derechos? ¿Qué significa ausentarse y correr a la búsqueda del oro, en un tiempo desastrado, en un mundo que parece no tener salida? ¿Por qué las ansias de escribir me han abandonado?».

«Es que no puedo comprender. O no quiero hacerlo, como dije al principio. Ahora no hay brumas, sino la claridad absolutamente despiadada del mediodía. ¿Qué significa el oro? La acumulación de objetos ajenos a uno. ¿Qué significa despojarse de todo sino esa manera de repensar la situación de uno mismo en el universo? La muerte es ese despojo, algo que se ubica al fondo de uno mismo, me digo, trato de convencerme, trato de imaginar cómo se instala esa idea de la nada en donde uno ya no existe».

«Lo que puedo imaginar en ese final es la llegada de Ayolas al río de la espera, en ese lugar en donde se le congeló el corazón. Allí no vio a nadie, nada, ni un alma, ni un barco. La costa estaba vacía. Me digo, me pregunto, ¿estaba vacía realmente? Ahora había comprendido. Yo estaba ahí, me vi a mí mismo ahí mismo. Yo lo vi guardar el oro entre el ropaje, atárselo a su cuerpo. Para no mediar entre él y el oro ninguna separación, ni aire ni espacio ni agua. El contacto absoluto entre su carne y el metal añorado; es decir, unido a lo soñado. Y eso es lo que lo sobrevivirá. El oro es lo único que lo sobrevivirá después que la corrupción haga su estrago. Y su nombre en la calle de una ciudad sin memoria. Yo estaba mirándolo morir con los ojos muy abiertos en la otra orilla, lejos. Esta escena es también un río que desarrolla dentro de mí su camino sinuoso, fluvial, eterno. Es lo que me hizo circular de un punto a otro».

«'Más arriba, capitán'. 'Más abajo', decía otro. 'Más abajo que aquí no', confundía el tercero. Escobar supo muy pronto que era mejor la intriga, y optó por aclarar que el sitio donde se enterró la nota para Ayolas era en el recodo que estaba señalado en el mapa de ruta, más cerca de la línea del trópico. Y yo calculaba a los diecinueve grados dos tercios. No acerté. Me dejé llevar por estas voces, cual si fueran mías. Jugando a un escondite macabro. Ocupándome de cualquier menudencia, de una maroma suelta, de un escrito. Me ha ocupado incluso la orientación de los vientos, el enjambre de los signos estelares. Me han ocupado las latitudes que se escriben en el cielo. Como las indias, jóvenes, hermosas, me mantuvieron ocupado. Mientras esperaba mi turno, yo estaba siendo ocupado por la duda. La duda que crece en el agua como una cabellera inextinguible. Porque sólo la muerte ofrece una oportunidad (es lo que generalmente se piensa, la muerte del que te antecede para ocupar el lugar que deja). La muerte de Ayolas era eso: yo sería su heredero. Reemplazarlo en la búsqueda del oro. Porque lo que él trajo, acopió, robó, es apenas un signo. Lo que tiene atado a su cuerpo es una señal. Pero lo que hay entre él y yo es la muerte. Estamos solos, enfrentados a través de este río. La muerte prolifera en nosotros como otra señal. La muerte de Osorio. Esa que vi aquella mañana en las llanuras del tiempo. Porque, ¿qué es la inmensidad del mar sino la forma acuosa del infinito?, ¿y qué es la muerte sino la vuelta a ese mar? ¿Es posible el regreso? De ahí que el oro y la muerte se unen para demostrarnos el inicio de una intención en la putrefacción. Si Osorio viviera sería ese perfume que nos invade al atardecer: el de haber comprendido y aceptado aquel destino, el de otorgar su sitio a Ayolas. Y, ahora, con el Ayolas finado, ocupo yo su lugar. Es la cadena de sucesión de la que se nutren las crónicas. Con los testimonios que nos ha dejado para contar esta historia puedo quizás imaginarme una puerta que esté abierta hacia alguna otra salida. ¿No fuimos amigos? ¿Hemos sido enemigos? Es sólo que cada uno debía ocupar un lugar. ¿Será así siempre la razón de la batalla incesante?».


 

 

FINAL

«Pero la cuestión primordial -piensa Domingo bajando hacia el sur con los barcos carcomidos y sus soldados hambrientos-, lo que en mi cerebro cuenta es esta acción que no puedo negar, la que vengo cavilando desde siempre. Era absolutamente necesario abandonar el puesto de la Candelaria a fin de que si Ayolas llegase no pudiera valerse de nada. Lo único que importa  es el documento que me confirma como lugarteniente; con este papel exigiré el lugar al que estoy destinado desde el día que mataron a Osorio, a quien juré vengar. Pero, ¿es verdad esta venganza o es mayor verdad esta ambición? Nunca nadie lo sabrá. Yo mismo, ahora que desciendo por este río magnífico, me lo pregunto. Juan Pérez, el lenguaraz portugués, trae a mi presencia un indio muy joven. Se llama Gonzalo. No tiene más de quince años. Me relata lo que supe desde el principio. Ayolas, acompañado de doscientos indios y ochenta gentes, arribó al puerto de la Candelaria y se encontró solo. Entendió que lo habían abandonado. Miró el río vacío y sin nadie. Y se le heló la sangre. Mandó que le trajeran el oro y la mucha plata que había arrancado en los poblados. Se aferró a los metales porque eran lo único que le restaba. 'Sus paisanos estaban cansados y enfermos. Estando en amistad con los payaguás, de ellos, en un golpe de macana, recibió la muerte en un recodo. Un poco antes, había enterrado veinte sacos a tres leguas de la costa, porque los indios ya no podían con el peso del metal: barbotes, ajorcas y planchuelas de oro; vasos, cuñas y hachetas de plata'. Con Ayolas, murieron todos, cada uno ultimado por una pareja de payaguás de su escolta».

«Juan Pérez sigue traduciendo cosas, todo adobado con susurros. El indiecito llora. Yo no lo oigo. Veo que mueve el labio sin emitir sonido. Como si estuviera mudo. Sin embargo, algo en medio del llanto me llama la atención. Repite como si fuere un texto ajeno: 'he ganado esta muerte. Esta muerte es mía. He sido destinado a ella, la he buscado'. La boca del niño repite sin conocer el significado de esta frase. Sé que estas palabras me son ofrecidas a través de este emisario y que encierran la poderosa fuerza de lo ineluctable, de lo consumado y cerrado, del oráculo revertido».

«Nadie puede acusarme de esta muerte. Cierto es que no lo esperé el tiempo todo, todo el tiempo, pero gasté las haciendas y rescates que dejara don Pedro en la jornada que hice tierra adentro en su búsqueda»5.

«El cadáver de Ayolas, con restos de su rapiña, quedó a la intemperie al costado de la laguna. Nadie le dio sepultura. Igual que a Osorio. Salvo que las cuidadas vestiduras de Ayolas se habían trasformado en un revoltijo de harapos que apenas cubrían su cuerpo tostado por el sol. También aquí termina la narración del niño. El enano saca la sota de bastos, mira al muchacho. El predestinado a representar el papel. El de emisario. La carta lleva el mismo rostro».

(Domingo de Irala levanta su mano derecha cerca del corazón, donde guarda el poder que le otorgara Ayolas. Mira el monte, sobre el espejo del río. En ese duelo mortal él ha vencido. Pero en el fondo toda esta historia no es sino un simulacro de sus propios deseos. Una grandiosa escena que ha sido puesta a cada paso con precisión de relojería. Ahora, Domingo regresa a recoger su botín de guerra. Toda la tripulación permanecía inmóvil. Bajo el agua tranquila, límpida, casi perfecta, sobre la que se deslizaba el bergantín, Domingo vio hundirse el cuerpo de Ayolas hacia las profundidades. Se sumergía lentamente. Llevaba escrito sobre el pecho las mismas palabras que endilgaron al cadáver de Osorio. Era un silencioso descenso a los infiernos. Pero quizás el infierno era él. Tuvo que transcurrir toda la noche y más para que Domingo volviera en sí).

«Kyrie eleison», dijo al fin y recibió del escenario circundante, del río, de los árboles, de las fauces del tiempo, de la selva y de los animales, y también de la historia, el convencimiento de que esta maldición se repetiría siempre en este lugar de la tierra. Y con su maravillosa caligrafía estampó en el aire las palabras que esa  acción requería. Y, aún más, dibujó la calle, los arbustos que delineaban las franjas de las veredas. Una llovizna inclinada asperjó su rostro. «Sin más», se dijo, «creo que mi anhelo desapareció sumido en otros cuerpos que también se han desvanecido». El paisaje era el mismo. No había cambiado. Ha permanecido así, intacto, durante siglos tragándose una legión de hombres como en un cataclismo. Fauces milenarias, enterrando vidas sin dejar una marca, un cementerio de polvorosas cenizas.

Cabe aquí una pequeña digresión del enano. Dice: «Ayer bajamos por el río desde la Candelaria hacia el sur, llevados por la corriente y los vientos del norte. Era una tarde calurosa, como si nos metiéramos en la boca de un horno encendido. A estribor, me puse solitariamente a tirar las cartas. En medio de la tarde, ingresó el seis de bastos, en una nube de sombras alevosas, las varas alineadas, dos de tres, una encima de otra. El bastón distribuido en seis, y nadie para tomar el mando. Vi llegar por la veranda a Domingo, oscuro, lleno de turbidez, después de su largo delirio. Me preguntó por la carta expuesta sin pudor: '¿Qué dice? ¿Qué nos depara? ¿Qué nos predice?'.

'El fracaso', contesté».

(Por eso, déjate llevar por la duda. Hay algo aquí que no se puede comprender. Porque no le fue posible esperarlo. Porque no quiso esperarlo. Déjate llevar por el río. No lo comprenderías. Y, pese a que escribió todo el tiempo, no pudo contar su propia historia. Se le atragantó la vida sin llegar a destino; no alcanzó a escribir con su magnífico trazo los vericuetos de sus andanzas. Por eso, déjate llevar por la duda. Ahora que la ambición y la muerte se nutren de la misma noche donde lo oscuro permanece y, de pronto, cae la neblina, cae el viento frío, cae una libélula. Déjate llevar por la duda. Escribe, todavía. La letra te persigue pegada a la lengua y no logra formar una palabra. Éste es un lugar bueno para morir. Un lugar para enmudecer. Déjate llevar por la música. Debes escoger ahora. Debes tratar de decir alguna verdad. Fue, sin embargo, hermoso ser seducido por el amplio río. Por este magnífico sitio donde  las aves dibujan los zodíacos y los meridianos inventan la alucinación y la metáfora. Éste será tu destino. Ya lo sabes. Al alargar las manos tus dedos crecerán como raíces). Pero el vaticinio no es éste. Lo que pasa es que, al alargar la mano, lo que realmente toma es la manija de la puerta principal. La abre. Sale.

La historia final es mucho más simple. Al alargar la mano, levanta la aldaba de la puerta principal, la abre. Sale. Frente a él, se extiende la plaza donde se han colocado cuarenta postes de palma negra, hincados sobre leño ardiente. Allí, atados, cuelgan los cuerpos de los payaguás, matadores de Ayolas.

«Tenía que haber un culpable», pensó al dar la orden. Hay un fuerte olor a resina. El humo levanta de vez en cuando chispas y bisbisea al caer alguna grasa. Los cuerpos resisten todavía. Algunos aún chamusquean, otros siguen vivos bajo las lentas brasas. Los más, ya asados, son retirados y puestos sobre tarimas, donde los guaraníes los trocean y devoran.

«Tenía que haber un culpable», repite Domingo.

Lawrence, 1996

Asunción, 1997

 

NOTAS

1

«Con el arcano no se juega» opina el enano consultado acerca de sus facultades de adivinación a través de los naipes. «Lo escrito, escrito está. Pongo las cartas en una cuadrícula que tiene en cada espacio el destino anticipado, marcado de antemano, visible antes de llegar. Realizado antes de tiempo. A cada uno le festejo la vida, que es lo que hay que decir. Lo negro permanece desconocido, lo oculto en la penunbra de lo no dicho. A veces me doy vueltas en una parábola, le endulzo el verbo. Hablar así de cosas parecidas pero vagas. Que es como se escribe la historia».



 


2

Violante recuerda nítidamente el día que don Pedro vino a hacerle unos encargos para la Real Persona. Le habló de una gran expedición a la Sierra del Plata encendiendo su pasión por los viajes, por las aventuras en la Tierra Rica. Cuando don Pedro hizo retirar las prendas confeccionadas, Violante le envió un recadito: «Deseo ir», anotó con unas enormes letras. Casi no sabía escribir.



 


3

Las camisas a las que se refiere este texto, en lienzo de telar y bordadas con diseño de fina geometría, pueden verse en Cáceres, la antigua Qazri árabe. Se confeccionan hasta hoy en una localidad del Guairá, cerca del Ybytyruzú. Doña Violante, costurera de estas refinadas prendas, se instaló en esa región y tuvo en las indias muchas aprendices talentosas a quienes enseñó su arte. Se las llama camisas de ao po'i.



 


4

El cronista se cuestiona: ¿Fue posible encontrar el amor en estos tiempos azarosos? ¿Y la calidad de estos amores? Gran opción no había: o las enamoradas, o las indias. Consigna en su diario un adagio de Anselm Turmeda: «Mes val pa eixut ab amor, que no gallines ab remor». Al menos, aquí se dio un simulacro, mas con un real mendrugo.



 


5

En el libro de cuentas figuran los gastos realizados por Domingo Martínez de Irala para encontrar a Ayolas: 50 rosarios de margaritas; 23 rosarios de abalorios verdes; 3.000 anzuelos de rescate; 10 pares de tijeras; 24 cuchillos de España; 2 actras; 25 chelises; 23 cascabeles; 12 quintales de hierro que se compró a León; 300 cuchillos; 24 varas de lienzo para velas; y 400 cuñas de hierro.

 

 

 

 

EL TIEMPO Y LA TÉCNICA DE LO DULCE Y LO TURBIO

UN TEXTO DE DONDE SE ANALIZA LA REEDICIÓN DE LA OBRA DE ESTEBAN CABAÑAS

DESDE LO HISTÓRICO Y LO LITERARIO.

UN HOMENAJE AL CREADOR FALLECIDO RECIENTEMENTE.

Por GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ

 

Umberto Eco dijo que hay más de una manera de escribir una novela histórica. Una obra de este tipo puede proponerse reconstruir una determinada época, con sus costumbres, instituciones, etc, como puede proponerse utilizar el pasado para referirse a ciertas situaciones del tiempo presente. En el primer grupo, yo podría incluir Ivanhoe de Walter Scott o Nuestra Señora de París de Víctor Hugo; en el segundo, El nombre de la rosa de Eco o el libro de Carlos Colombino Lo dulce y lo turbio (Asunción: Servilibro, 2013, tercera edición), una reflexión sobre la historia del Paraguay.

 

EL MARCO HISTÓRICO

La referencia básica son la conquista y la colonización del Paraguay mejor dicho, del Río de la Plata, la región hoy ocupada por las repúblicas argentina, uruguaya, paraguaya y boliviana aproximadamente. Cuando el adelantado Pedro de Mendoza fundó Buenos Aires, en 1536, suponía que los ríos Paraná y Paraguay conducían a la Sierra del Plata, un país fabuloso donde había ciudades pavimentadas de metales preciosos. En latín, plata se dice argentum, y de ahí Argentina, que en un principio designaba el conjunto de la región. Por eso Rui Díaz de Guzmán, el primer historiador paraguayo, escribió el libro llamado La Argentina, más relacionado con la historia de nuestro país que con la de los vecinos, si bien esos territorios formaban una unidad política, puesta bajo el gobierno de Pedro de Mendoza.

En opinión de un funcionario español citado por Julio César Chaves, Mendoza y sus expedicionarios eran "soñadores de quimeras". Este juicio podría resumir el contenido de Lo dulce y lo turbio, que nos presenta a un grupo de personas perseguidas por el hambre las privaciones y la inseguridad, las limitaciones del mundo real, pero que se niegan a renunciar a la fantasía de la riqueza sin límites. Metales preciosos había en el Perú, a miles de kilómetros, y puestos bajo el control directo de Lima.

En 1947, un grupo de exploradores salidos de Asunción (fundada en 1537, como escala en el camino a la Sierra del Plata) fueron muy cortésmente recibidos por el virrey Pedro de la Gasca, y se enteraron de la conquista y la ocupación del territorio buscado. El adelantado Mendoza llegó atrasado al Plata porque en 1533, Pizarra ya había conquistado el imperio inca; el gobernador Irala tardó once años en superar la desinformación de su jefe.

Este desfasaje ya no forma parte del "tiempo" de la novela comprendido entre los años 1536 (asesinato de Osorio) y 1540 (comprobación por Irala del asesinato de Ayolas), si bien con saltos al pasado y al futuro. Antes de llegar al Plata, Mendoza hizo apuñalar en la Bahía de Guanabara a su lugarteniente Juan de Osorio, crimen injustificable. Mendoza ya estaba enfermo de la sífilis, que lo llevaría a la muerte en 1537, después de nombrar sucesor a Juan de Ayolas, uno de los verdugos de Osorio. En 1537, Ayolas partió para la Sierra del Plata, nombrando sucesor a domingo Martínez de Irala, que lo dejó en manos de indios hostiles para convertirse en su sucesor. La novela comienza y termina con hechos de sangre, y es una alegoría de la violencia en el Paraguay.

 

LA TÉCNICA NARRATIVA

Tradicionalmente existían dos modos de narrar una novela: desde la perspectiva de un narrador omnisciente (con el uso de la tercera persona) y desde el punto de vista de un narrador en primera persona, por decirlo así la novela moderna utiliza ambas perspectivas e incluso otras; en palabras de Julio Cortázar la perspectiva múltiple utilizada por Colombino. Él es el narrador de ciertos pasajes de la obra, como uno de los muchos personajes; algunos tomados de la historia. Así aparece por ejemplo, Ulrico Schmidel, que participó en la expedición de Mendoza y escribió sus memorias; o Isabel de Guevara, que escribió una carta a la princesa Juana la Loca, para relatarle los sufrimientos de Buenos Aires. Pero el cronista contemporáneo se desdobla, apareciendo a veces como "Ulrico", y otras como "Ulrico I" o "Ulrico II". La carta de Isabel de Guevara, transcrita en parte después se ve modificada por el autor del libro, quien también nos ofrece una versión novelesca de las memorias de Irala. Y así los hechos históricos de referencia son presentados a través de distintas perspectivas, distintos narradores, distintas voces. El conjunto puede considerarse como un rompecabezas formado por piezas muy dispares, cuya unidad se descubre en las últimas páginas, como el conjunto de las fantasías, a veces siniestras, de aquellos "soñadores de quimeras"

 

 

Fuente: CORREO SEMANAL del DIARIO ÚLTIMA HORA

Publicado en fecha: Sábado, 01 de Junio del 2013

 

 

 

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